SUMARIO: 1. Introducción. II. El hombre como cuerpo: 1. La perspectiva del AT; 2. La perspectiva del NT: a) La carne, b) El cuerpo; 3. La salvación del cuerpo; 4. Antropología cristiana y corporeidad. III. El cuerpo como signo de la persona: 1. El cuerpo como revelador del hombre: a) La belleza y la fuerza, b) El gesto, c) El vestido y la desnudez; 2. Las imágenes antropomórficas de Dios. IV. Conclusión: El hombre nuevo revestido de Cristo.
I. INTRODUCCIí“N. Es característico de nuestra cultura contemporánea el redescubrimiento de la problemática de la corporeidad; a partir de las provocaciones suscita-das por algunos movimientos contestatarios, esta problemática se está además difundiendo en los ambientes cristianos, exigiendo investigaciones y reflexiones realizadas con el debido método. Se cita muchas veces la Biblia como una voz de primer orden en favor de la revaloración de la corporeidad, ya que -según se dice- la Biblia no conoce el dualismo entre el espíritu y la materia y considera al hombre como un ser unitario. Por eso la defensa del valor del cuerpo se presenta a veces como una tarea cristiana de fidelidad a la palabra de Dios. En este planteamiento hay mucho de verdad, aunque serán oportunas algunas obvias consideraciones previas.
Las concepciones del hombre y del cuerpo que se encuentran en el mundo hebreo y en el NT son ante todo datos culturales, y no datos de fe. La fe puede coexistir con otros planteamientos culturales, y habrá que de-mostrar en cada caso si y hasta qué punto algunos elementos de una cultura determinada son incompatibles con la fe. El hecho de que la fe bíblica se haya expresado en una determina-da visión de las cosas no impone que haya que privilegiar esa visión, enseñándola y muchos menos imponiéndola. Por eso mismo, en línea de principio no estamos obligados, por el hecho de creer en la «palabra», a hacer también nuestros los valores culturales humanos en los que la «palabra» misma se expresó en la Biblia. Lo mismo que podemos abandonar la visión geocéntrica en astronomía, así también, siempre en línea de principio, podemos abandonar las concepciones antropológicas del AT o de Pablo. Tendremos que buscar la visión más verdadera de las cosas, y la verificación de esa verdad no es ya función de las ciencias bíblicas. La palabra de Dios lo único que nos impone es aceptar aquel juicio sobre el hombre, sobre su ser y sobre su obrar que, desde el tenor de los textos y del sensus fidei o de la analogia fidei, resulte que es una declaración de Dios que fotografía al hombre en su relación con él de forma tan veraz y decisiva que no depende, en cuanto tal, de la cultura en que se ha expresado, sino precisamente del juicio y de la revelación de Dios en sentido estricto.
Pero, por otra parte, esta distinción no es fácil, y muchas veces ni siquiera el empeño más serio de análisis y de confrontación en el terreno de la analogía fidei consigue hacerla tan clara y tan definida como a todos nos gustaría. Hay que advertir además que este discernimiento de los contenidos de la fe no es tarea so-lamente de la teología bíblica, sino más bien de la teología sistemática. Así pues, el que presenta los contenidos bíblicos tiene que advertir al lector, como aquí estamos haciendo, de la delicadeza del problema, incluso para evitar que la presentación de la visión cultural de la Biblia resulte tan atrayente que mueva al oyente a abrazarla acríticamente, como si tuviera que volver a ser un hombre que ve las cosas como las veían sus predecesores del primer milenio antes de Cristo. Tiene que seguir siendo más bien un hombre del siglo xx, que se siente por ello interpelado y provocado a pensar de nuevo los lugares comunes de su cultura por los hombres del primer milenio, que le hablan a través de las páginas bíblicas. Además, porque estos hombres tienen en su favor no sólo el hechizo de una antigua sabiduría y de una frescura original de intuiciones de la realidad que quizá haya perdido, por desdicha, nuestra complicada civilización tecnológica, sino sobre todo porque Dios ha querido referirse precisa-mente a ellos y a su mentalidad para revelar lo que él piensa y lo que quiere hacer del hombre a lo largo de la historia de todos los tiempos.
Los autores de teología bíblica deberían ser capaces de distinguir -para limitarnos a nuestro terreno- lo que Dios quiere decirnos sobre la corporeidad y la forma en que podían expresarlo los primeros destinatarios con sus categorías de pensamiento. Pero estas dos cosas están tan trabadas entre sí que, como decíamos, la distinción es muy difícil, a no ser que queramos contentarnos con simplificaciones y abstracciones pobres y descarnadas. Por esta razón, a lo largo del artículo, los datos culturales y los contenidos de la fe no podrán distinguirse en diversos párrafos, sino que seguirán trabados entre sí y su respectiva delimitación resultará a menudo elástica y fluida.
II. EL HOMBRE COMO CUERPO.
1. LA PERSPECTIVA DEL AT. La concepción veterotestamentaria del hombre es unitaria; no caben dudas sobre la verdad sustancial de esta afirmación. Se trata únicamente de precisarla y de mostrar qué es lo que significa para la comprensión del ser humano y de sus manifestaciones vitales.
Para indicar el cuerpo del hombre o, mejor dicho, al hombre en cuanto cuerpo, además de algunos términos bastante raros, tiene a su disposición el término basar, que significa primeramente carne y, más ampliamente, cuerpo. A veces el término puede indicar un aspecto particular del ser humano, sin que por ello haya que concluir que el hebreo tiene en su mente la idea de un compuesto de varios elementos; así, por ejemplo, carne puede contraponerse a los equivalentes de las palabras españolas espíritu o aliento, vida o alma, corazón, huesos, piel, sangre. Unido a estos términos, basar puede indicar primordialmente la diferencia entre la carne y los otros aspectos del ser humano, o bien constituir una especie de endíadis para indicar al ser humano en su totalidad y plenitud. Así, por ejemplo, Gén 6:3 : «Mi espíritu no permanecerá por siempre en el hombre, porque es de carne», supone la diferencia entre el elemento vitalizante, que es la respiración dada por Dios, y el resto de la condición física del hombre, que se denomina carne. Igualmente, la célebre visión de Ez 37 se imagina una reestructuración del hombre vivo que parte de los huesos, sobre los que se forman los nervios, luego la carne, la piel y finalmente el espíritu que les dará vida. Es bastante evidente que también los antiguos hebreos sabían que el ser humano está formado de varios elementos que se unen entre sí y son vitalizados por el espíritu-aliento, que se imaginaban circulan-do por la sangre. En lógica estricta no se ve por qué razón habría que excluir absolutamente la idea de una composición de elementos y de partes constitutivas del ser humano. Si se hace así, es sólo porque se teme confundir la visión hebrea con la de origen helenista. Pero la diferencia entre las dos no está en el hecho de que en la mentalidad hebrea esté ausente toda idea de composición o de fusión de elementos, sino en el hecho de que falta en ella la dicotomía entre dos «sustancias» distintas y opuestas constitutivas del ser humano, a saber: la sustancia corpórea o material y la sustancia espiritual. El espíritu-aliento, si se concibe como separado de lo demás, no es nada humano; no es como el alma humana de los griegos, sino simplemente aliento que vuelve a Dios como fuerza vital, privada de toda especificación y de todo nombre si se separa del resto que constituye al hombre. De forma análoga, la sangre, tanto del hombre como de los animales, si se la concibe por separado, es / vida o sede de la vida, pero no es ya aquel ser vivo. Por esta razón hay que decir justamente que, para los hebreos, hay / hombre solamente cuando se da la plenitud global no subdividida ni subdivisible (so pena que cese el concepto de hombre) de todo el ser humano. Incluso se puede dar un paso más. El hebreo puede resumir la idea de hombre, no ya en la de espíritu-aliento (como tendía a hacer la mentalidad griega con la idea de alma), sino más bien en la de carne-cuerpo. El espíritu-aliento tomado aislada-mente no es más que una fuerza vivificante, que permanece sin especificación alguna; puede dar vida al animal o al hombre; decir aliento o sangre puede significar vida, pero no qué vida o vida de quién. Al contrario, decir basar, o sea carne-cuerpo, puede ya significar hombre, precisamente porque es la estructura corpórea en su visibilidad y en su condición física lo que caracteriza y denomina al ser vivo. Es ésta la razón por la que, unas cincuenta veces en el AT, el mero término basar indica al hombre, captando la caracterización que lo hace tal precisa-mente en la estructuración visible y plástica de su ser. Es basar lo que encierra en sí la idea de espíritu-aliento, y no viceversa; hasta el punto de que el término no se usa nunca para designar un cadáver. Así pues, hay hombre en donde se da este cuerpo vivo con todos sus elementos, ninguno de los cuales es humano si se concibe aisladamente, ya que sólo la globalidad física y visible es el hombre.
Esta visión encuentra una confirmación coherente en las diversas maneras con que la lengua y la cultura del AT hablan del pensar, del sentir y del obrar del hombre. Ninguna de las que nosotros llamaríamos actividades del espíritu puede expresarse en hebreo bíblico sin mencionar un órgano del cuerpo. Basta pensar en el término nefes, que las versiones antiguas y modernas no han podido traducir en muchos casos más que con alma, mientras que en hebreo no se pierde nunca la resonancia del sentido primario de garganta, cuello. En efecto, es en ese punto del cuerpo donde la sensación de que ha variado la respiración señala al hombre lo que está sucediendo en su vida física y, sobre todo, psíquica y emocional. Exo 23:9 puede darnos un ejemplo ilustrativo de esta transparencia corpórea de la interioridad: «No explotarás al emigrante, porque vosotros conocéis la vida del emigrante, pues lo fuisteis en Egipto». Donde en la traducción leemos «vida», el hebreo dice nefés: esta garganta del extranjero es al mismo tiempo su hambre, su angustia, su opresión, que se arraiga en la intimidad, pero que se siente a nivel físico en la fatiga diaria del vivir, en el nudo en la garganta, se diría con nuestra metáfora, que lo aprieta cada mañana al despertar. De forma análoga, la respiración corta significa miedo y la respiración larga indica coraje; del mismo modo hay también numerosos verbos y adjetivos que acompañan al término corazón (que indica algo parecido a lo que nosotros llamamos inteligencia o conciencia) para indicar los diversos estados de ánimo. Cuando se quiere decir lo que un hombre piensa o incluso lo que es un hombre, en la lengua hebrea, como es lógico, no hay más remedio que nombrar el cuerpo, sobre todo el rostro, las manos, los oídos, la boca. En Isa 50:4 el siervo de Yhwh intenta hablar de su vocación y de su personalidad, pero no puede hacerlo más que diciendo que tiene una lengua de discípulo y un oído bien despierto y bien abierto al Señor.
Bastan estas breves alusiones, que pueden documentarse más ampliamente hojeando cualquier diccionario de hebreo bíblico, para comprender en qué sentido se puede decir que la corporeidad es el elemento esencial en el que el hombre se identifica y se expresa; es él mismo en su cuerpo y por medio de su cuerpo; nada sucede o existe en él que no encuentre una expresión adecuada en los órganos y en los movimientos de su cuerpo. Ni siquiera se le ha ocurrido la idea de poder hablar de la intimidad de su ser personal recurriendo a un concepto de alma distinta del cuerpo, del cual -como podría pensar un griego- sería la guía y la dirección, algo así como el timonel en el barco. En este sentido es verdad que el hombre del AT no se siente como un compuesto, sino como un ser unitario totalmente identificado con su corporeidad.
2. LA PERSPECTIVA DEL NT. La situación terminológica y conceptual en el NT es más compleja que en el antiguo. El hebreo basar se desdobla por lo menos en dos términos, sóma y sárx, de los que el primero tiene el significado de cuerpo (pero puede significar, excepto en Pablo, también cadáver), y el segundo significa carne, connotando en particular la debilidad y hasta la pecaminosidad del ser humano.
a) La carne. Es oportuno comenzar la reflexión precisamente por el significado de la carne. La palabra indica los aspectos visibles del ser humano, pero no en contra-posición exclusiva con los interiores. La carne continúa significando, también en el NT, todo el hombre, hasta el punto de que puede decirse, en Jua 1:14, que «el Verbo se hizo carne», para indicar su humanidad. La persona humana, en cuanto situada en el mundo visible y creado, es carne. Como sucedía ya en el AT, la carne indica a menudo la creaturalidad en cuanto tal, esto es, la caducidad, la debilidad, la diferencia de Dios, y por tanto la incapacidad de conocerlo en su verdadera profundidad (Mat 16:17; Jua 3:6; 1Co 1:26; etc.). La antítesis que se vislumbra en estas connotaciones es la que hay entre criatura y Dios, no ya entre dos elementos de la misma criatura. Por eso, cuando carne se contrapone a espíritu, no se trata normalmente de la diferencia entre cuerpo y alma, sino de la diferencia entre criatura y Creador, entre posibilidades puramente humanas y participación en el don que Dios hace de sí mismo al hombre. Consiguientemente, incluso cuando se subraya la insuficiencia de la carne, no se trata de una infravaloración ética de los aspectos carnales (como si el hombre fuera capaz y estuviera obligado a ser él mismo de una manera distinta), sino de una constatación teológica o salvífica. Es todo el hombre el que es llamado a superar su creaturalidad en la acogida de la autocomunicación divina. Así pues, habrá que entender en este sentido la frase célebre de Jua 6:63 : «El espíritu es el que da vida. La carne no sirve para nada». Lo que vivifica no es otro elemento del ser humano, sino algo totalmente y propiamente divino, como la palabra de Jesús, que es espíritu y vida. Por eso la carne y la sangre de Jesús dan la vida eterna (Jua 6:53-58): no en cuanto que son carne, sino en cuanto que son la carne del Hijo del hombre, es decir, de Aquel que vive gracias al Padre. Por tanto, la carne es la evidencia (incluso físicamente constatable) de que sólo de Dios viene la vida y de que la alienación de él es la muerte.
A la luz de esto se comprende cómo, en el NT, la carne pasa a señalar también indirectamente la pecaminosidad del hombre y la tragedia de su contraposición a Dios. Esta acepción del término se encuentra ya en algunos textos de Qumrán y, aunque no fuese explícita en el uso veterotestamentario de basar, está, sin embargo, preparada en él por algunas consideraciones que se encuentran en el AT, cuando, por ejemplo, denuncia el error mortal de los que confían en el hombre-carne más bien que en Dios (p.ej., Iss31,3; Jer 17:5; etc.). El hombre que intenta autorrealizarse o autosalvarse, por ejemplo mediante su observancia de la ley, como los judíos, o mediante su sabiduría como los griegos, es -según Pablo- un hombre que camina exclusivamente según la carne; en él la debilidad creatural, no anclada ya en Dios, se manifiesta como capaz solamente de muerte. En nuestro lenguaje diríamos que la conciencia de ser carne debería inducir al hombre a autotrascenderse confiando en Dios. Esto es exactamente lo que Cristo realiza en su carne, ya que, «aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer» (Heb 5:8). Por el contrario, el hombre que se encierra en su limitación y no «crucifica la carne con sus pasiones y concupiscencias» (Gál 5:24), es decir, no la pone en relación de obediente dependencia de Dios, se priva de la posibilidad de vivir. La carne, por consiguiente, es la evidencia de la necesidad del /Espíritu de Dios; es la creaturalidad, que se manifiesta de la manera más verdadera y más sana, como urgencia de abrirse a la fe y a la promesa (Gál 4:23ss). Sólo cuando la carne, sin renegar de sí misma, se supervalora en la autosuficiencia, es cuando se convierte en carne de pecado y de muerte.
Así pues, no es la carne en cuanto carne la que es pecaminosa, sino más bien la confianza en la carne en oposición a Dios.
b) El cuerpo. La concepción que hemos descrito sumariamente se refleja en la noción de cuerpo. Es una noción de suyo positiva: el cuerpo es el hombre en cuanto que está inserto en el mundo, dotado de miembros y de energías que lo ponen en relación vital y fecunda con los demás y con las cosas. El cuerpo es en sí mismo bueno; más que de pecados del cuerpo habría que hablar de «pecados contra el cuerpo» (lCor 6,18), es decir, contra el valor y la dignidad de la persona visible y llamada a obrar en el mundo. Con el término cuerpo se indica en este texto ejemplar en primer lugar el aspecto físico y la fuerza generativa del hombre, no para distinguir la esfera sexual de otra esfera superior a ella o más plenamente humana, sino, por el contrario, precisamente para decir que en esa índole física queda puesto todo el hombre en cuestión y se ve comprometido a ser él mismo; en efecto, es precisamente este cuerpo el que ahora es «para el Señor» y el que es «templo del Espíritu Santo» (lCor 6,13.19).
Una contraposición eventual, casi al estilo griego, entre el cuerpo y el espíritu se observa sólo en ciertas expresiones lingüísticas de uso común, como «corporalmente me hallo ausente, pero en espíritu me encuentro en vuestra compañía» (p.ej., Col 2:5), que no suponen ni mucho menos una modificación en la visión antropológica general, según la cual el hombre es su cuerpo y en él expresa toda su dignidad.
La misma reflexión sobre la pecaminosidad de la carne lleva también consigo una valoración del cuerpo. La confianza engañosa en la propia miseria que lo aliena de Dios mantiene al hombre esclavo en todo su ser: por eso Pablo puede hablar de «cuerpo carnal» (Col 2:11) y de «cuerpo de pecado» (Rom 6:6), e invocar la liberación del «cuerpo que lleva la muerte» sin esperanza (Rom 7:24). Pero semejante condición no equivale a lo que nosotros llamaríamos la naturaleza del cuerpo, sino sólo a la condición histórica en que el cuerpo ha sido puesto por el triple dominio del pecado, de la ley y de la muerte. La negatividad no está ligada a la corporeidad como tal, sino a la historia de pecado que ha dominado sobre todo a partir de Adán. El reflejo de esta muerte en lo corporal demuestra precisamente que es ése el lugar en que todo el ser del hombre se hace manifiesto y en que se decide su suerte; el cuerpo es el signo que revela la dignidad del hombre por su origen de Dios, y al mismo tiempo la situación de esclavitud en que ha caído. El cuerpo expresa la persona en todas sus situaciones vitales e históricas.
3. LA SALVACIí“N DEL CUERPO.
Las consideraciones que hemos hecho hasta ahora nos han demostrado ya que el sentido último de la corporeidad humana no puede determinarse tomando en consideración solamente al hombre y al mundo, sino estudiando su relación con Dios en la historia de la salvación. Es el obrar salvífico de Dios el que nos hace comprender el bien y el mal de la corporeidad, y no una clasificación del ser en sustancias superiores e inferiores. Por eso la fuente definitiva para la comprensión de la corporeidad es la cristología. Sabremos qué es verdaderamente el cuerpo fijándonos en la manera como Jesús de Nazaret fue hombre, plenamente realizado y agradable a Dios como Hijo unigénito precisamente en su corporeidad.
Es un hecho indudable que el acontecimiento Cristo se realizó en la carne, es decir, en la condición corporal y en la aceptación de los límites de la creaturalidad. La tradición de Mateo y de Lucas lo pone ya de manifiesto en los evangelios de la infancia, y sobre todo en los relatos de la tentación, en los que se presenta como opción voluntaria y absoluta de Cristo la de ejercer su mesianidad sin eludir, mediante los poderes sobrehumanos que posee, los límites infranqueables de lo humano y de su caducidad. El himno de Flp 2:6-11 vuelve a proponer la decisión de Jesús de no valerse de la igualdad con Dios, sino de anonadarse a sí mismo y de obedecer hasta la muerte; se presenta de este modo como la antítesis escatológica del viejo Adán, que quiso ser igual a Dios. La asunción de la carne, como condición de sometimiento a la ley y a las consecuencias del pecado, es presentada en Gálatas y en Romanos como la condición esencial que ha hecho posible la redención de toda la humanidad: «Lo que la ley era incapaz de hacer, debido a los bajos instintos del hombre, lo hizo Dios enviando a su propio Hijo en condición semejante a la del hombre pecador, como sacrificio por el pecado y para condenar el pecado en la carne» (Rom 8:3). La carta a los Hebreos hace consistir precisamente en el rebajamiento respecto a los ángeles mediante la asunción de la carne la razón por la que Cristo tiene una eficacia salvífica más excelente que la suya (Heb 1:4; Heb 2:6-9). Cristo es salvador porque tomó un cuerpo para poder «saborear la muerte» en solidaridad con los hermanos que tenían en común «la carne y la sangre» (cf Heb 2:9.14). La redención tiene lugar en «su sangre»(Rom 3:25), porque la enemistad es matada «mediante su cruz» (Efe 2:16) y por la aceptación de la «maldición de la ley» (Gál 3:13).
Dejando para la cristología [/Jesucristo] una detenida clasificación de estas y de otras muchas afirmaciones neotestamentarias, bastará aquí con tomar nota de que, a través de diversas categorías e imágenes (legales, sacrificiales, histórico-salvíficas, etcétera), los escritos del NT están de acuerdo en situar el origen de la eficacia salvífica de la acción de Cristo en aquello que se realizó en su humanidad corporal, puesta libremente en aquella condición que se resume en la palabra bíblica «carne», hasta el punto de poder decir que la negación de que Jesús vino en la carne va en contra de la fe (cf 1Jn 4 7). Incluso para los que no n teólogos, la narración de la pas. n, al describir lo que sucede a aquel hombre y a aquel cuerpo como el acontecimiento definitivo de la salvación, en el que encuentran su cumplimiento todos los símbolos y todas las promesas, revela con más inmediatez que cualquier tratado sistemático hasta qué punto la corporeidad y la carnalidad son el ámbito en que se decide sobre el hombre, sobre su salvación o su perdición.
Pero hay una diferencia abismal entre nuestro ser carne y el ser carne de Jesús, a saber: la ausencia de pecado: «Probado en todo a semejanza nuestra, a excepción del pecado» (Heb 4:15). «En el sufrimiento (Cristo) aprendió a obedecer» (Heb 5:8): esto significa que hasta en el momento límite de la muerte en la cruz siguió siendo Hijo, obediente a Dios con todo su ser. Es precisamente esta inserción de la obediencia en la dimensión carnal de la corporeidad lo que transforma radicalmente la situación humana y hace de Cristo el nuevo Adán. En lCor 15,46 Pablo utiliza la expresión, atrevida e incomprensible en el ámbito de las categorías griegas, de «cuerpo espiritual». La corporeidad de Cristo es pneumática, porque está totalmente anclada en la dependencia de Dios y animada por su Espíritu. No deja de ser corporeidad; más aún, es la corporeidad plena y verdadera precisamente porque es espiritual y está cualificada por la obediencia, como se dice del nuevo Adán en Rom 5:19. Podría decirse, aun a riesgo de hacer un juego de palabras, que mediante su filiación obediente Cristo transforma en «espíritu» su total ser «carne», por lo que el cuerpo carnal se hace cuerpo espiritual. Este paso, prefigurado y preparado por toda la existencia terrena de Jesús, se lleva a cabo en el momento en que la obediencia impregna todo su ser en la entrega a la muerte, que por eso, ipso facto, es su resurrección: «Nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación por su resurrección de la muerte» (Rom 1:3s).
Desde el momento de la /resurrección, el cuerpo se convierte en la categoría primaria para expresar la eficacia salvífica universal de la inversión realizada por la resurrección en la realidad antropológica e histórica. Se habla entonces del sóma del Señor resucitado, del que son miembros todos los creyentes; o bien -según la perspectiva de Efesios del sóma de la Iglesia, que tiene a Cristo como cabeza; y también puede decirse, como en lCor 6,13, del cuerpo de cada cristiano que «el cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor, y el Señor, para el cuerpo». Es de enorme importancia el hecho de que, para decir hombre renovado en Cristo, se use con tanta coherencia la noción de cuerpo, hasta el punto de que resulta posible ilustrar la relación salvífica entre Cristo y la humanidad reconciliada con la analogía nupcial, en el ámbito de la cual puede incluso recuperarse el término carne (cf Efe 5:28-30).
A la luz de esta recuperación del valor positivo del cuerpo se ilumina la conciencia de que la condición corpórea actual es a menudo víctima de la esclavitud de la carne, del pecado, de la ley y de la muerte, y nace la exigencia de una toma de posición crítica frente a la espontaneidad de las instancias corporales. Se abre camino una especie de ascética; pero no basada en concepciones meramente antropológicas, sino en la exigencia de ser cuerpo en Cristo y como Cristo. Nos damos cuenta de que «el cuerpo está muerto por el pecado» (Rom 8:10), de que puede en ciertos casos «someterse a una disciplina y verse dominado» (1Co 9:27) para ser con-formado con Cristo; por eso hay que aprender a «tratar al cuerpo de una manera digna y honesta» (1Ts 4:4). En todas estas afirmaciones y en otras análogas no hay ninguna oposición de principio a la corporeidad, precisamente porque la necesidad de distinguirse críticamente de una lógica identificación con la propia corporeidad no nace de consideraciones antropológicas o de valoraciones metafísicas sobre el valor más excelso de la sustancia espiritual, sino exclusivamente de la experiencia de fe, que ha descubierto en Cristo a qué meta ha sido llamado por Dios el «cuerpo» en la resurrección.
Por el contrario, cabe preguntar si no se insinuará algo parecido a la concepción griega en donde Pablo se pregunta si sus experiencias de visión se realizaron «en cuerpo o en espíritu» (2Co 12:2.3), o más todavía en donde se pregunta si no será mejor para él «verse lejos» del cuerpo y «salir» de él para habitar con el Señor (2Co 5:4.6). Hay quienes piensan que aquí Pablo prepara el camino a la asunción de la noción de alma y a la deducción ulterior de un hipotético estar con el Señor, incluso sin el cuerpo en espera de la resurrección. Se trata de hipótesis sugestivas, pero muy dudosas. Las expresiones utilizadas en 2Cor podrían ser realmente simples maneras de hablar para indicar la muerte física, no suficientes para excluir la relación indisoluble de la corporeidad, que se afirma tan claramente en otros textos por el estilo, mucho más fuertemente teológicos. El objeto último de la esperanza es siempre, para Pablo, la transformación de «nuestro cuerpo lleno de miserias conforme a su cuerpo glorioso (el del Señor)» (Flp 3:21); y el texto que trata ex professo la problemática de la escatología personal, es decir, 1Cor 15, no prescinde nunca del cuerpo y no supone, en ninguna fase, una separación o un abandono del mismo, sino solamente su transformación radical, por la que se reviste de esplendor, de fuerza y de espiritualidad (en el sentido que se ha dicho), sin perder en lo más mínimo su identidad con lo que representa para el hombre en la fase terrena de la vida.
4. ANTROPOLOGíA CRISTIANA Y CORPOREIDAD. Ahora es posible esbozar una respuesta a la pregunta fundamental, planteada al principio: ¿Hasta qué punto la concepción unitaria de la visión cultural bíblica se impone también como dato de fe? El análisis que hemos hecho ha demostrado que, aun dentro de la homogeneidad sustancial como horizonte, existen varias modalidades en la forma de concebir y describir los constitutivos del hombre en los diversos períodos y autores de la Biblia. En todo caso se trata siempre de descripciones espontáneas, populares, no verificadas ni documentadas con análisis científicos ni con demostraciones filosóficas. En este nivel, estas concepciones no adquieren, por el mero hecho de ser bíblicas, ninguna autoridad mayor, sino que han de ser acogidas o modificadas según el grado de verdad que se piense que hay que atribuirles científica y filosófica-mente.
Por el contrario, es decisivo otro tipo de consideraciones. En el misterio de Cristo, el valor ineludible de la corporeidad y el imperativo de no separarla nunca de su persona impone al creyente la obligación de excluir como inadecuada toda antropología que no tenga debidamente en cuenta la corporeidad y pretenda definir al hombre prescindiendo de ella o exorcizándola como elemento negativo o irrelevante. No podrá considerarse correcta ninguna respuesta a la pregunta sobre qué es el hombre si no permite incluir en él como expresión suma de humanida, precisamente a ese Cristo que es tal por su fidelidad a Dios plenamente realizada en la corporeidad y que sigue siendo para siempre el sóma que une a sí corporalmente a toda la humanidad redimida. Esto no significa que sólo resulte aceptable la visión bíblica del hombre, en sus modalidades descriptivas particulares y quizá ingenuas. Son concebibles otros caminos, quizá incluso más adecuados. Pero sigue siendo imprescindible la exigencia de unidad, de plenitud, de armonicidad que la visión bíblica consigue fácilmente mantener con sus categorías, y que ha de ser respetada igualmente en cualquier concepción antropológica que se decida adoptar. También es imprescindible la exigencia de que la corporeidad se conciba como capaz y como llamada de hecho a relacionarse con Dios en la obediencia, como sucede en Cristo. Esto significa que queda excluida toda hipótesis de salvación lejos del cuerpo, ya que la soteriología cristiana es más bien la salvación del cuerpo o, mejor dicho, la de todo el hombre en su corporeidad. Efectivamente, si el valor primordial de la revelación bíblica consiste en la afirmación de la unidad del hombre, tal como se manifestó en Cristo, tendrá que evitarse toda forma de contraposición.
III. EL CUERPO COMO SIGNO DE LA PERSONA. De una concepción unitaria del hombre, tal como la que aquí hemos dibujado, es lógico deducir una valoración del cuerpo como signo de la persona y como medio expresivo primario de la interioridad humana. Sin embargo, si alguno esperase encontrar en la literatura bíblica testimonios numerosos o particularmente incisivos del valor expresivo y «comunicacional» del cuerpo y de los gestos corporales, quedaría muy probablemente desilusionado. Los textos bíblicos dan la impresión de ser bastante más discretos y reticentes en este terreno de lo que cabría esperar, como se verá en las reflexiones siguientes.
Ya hemos señalado que algunos órganos corporales, como la garganta, el corazón, los riñones, o bien ciertas funciones, como la respiración, son constitutivos de numerosas expresiones idiomáticas que indican no sólo emociones o estados de ánimo, sino también aquello que para nosotros entra en el terreno de las decisiones racionales. Sin embargo, no es correcto infravalorar estas frases idiomáticas, ya que -como ha demostrado ampliamente la lingüística- tienden a asumir una mera función verbal, que no siempre mantiene en el debido relieve la referencia semántica de la que han nacido; se convierten entonces en modos de hablar que pueden incluso acabar prescindiendo por completo de la imagen física o corporal de la que han nacido. Una prueba de ello puede verse en el hecho de que el NT está dispuesto a aceptar sin ningún problema de la lengua griega mucha terminología «espiritual», como mente, voluntad o conciencia. De forma análoga, el hecho de privilegiar una expresión concreta o una expresión abstracta puede depender también solamente de diversas referencias estilísticas. Así Isa 52:7 puede concentrar la atención en los «pies» del mensajero para manifestar la alegría que su mensaje trae al pueblo, mientras que Ezequiel prefiere describir al rey de Tiro con términos más abstractos, como perfección y belleza (Eze 28:13.17). El mismo Ezequiel abunda en descripciones de animales, de personas y de objetos, que parecen a primera vista concretos, ya que designan materiales (como las piedras preciosas o las te-las), colores o posturas, pero que en realidad constituyen solamente una acumulación de terminología destinada a crear efectos barrocos, privados de realismo. Muchas de las descripciones «corpóreas» puede ser incluso que no provengan de la observación de la realidad, sino del gusto literario por una serie erudita e ilustrada de atributos estereotipados. Así pues, hay que distinguir entre la auténtica capacidad de captar el valor expresivo de la corporeidad viva y real, reconocida como llena de valor precisamente en su inmediatez, y los procedimientos literarios y estilísticos (frecuentes, por ejemplo, en los escritos sapienciales). Si la primera actitud indica un verdadero aprecio del valor expresivo de la corporeidad, la segunda, a pesar de basarse en esa sensibilidad y de ser su confirmación, se aparta de ella para buscar tan sólo efectos abstractos. Esta distinción no es fácil, y es cometido de la exégesis. Lo que se quiere decir es solamente que se necesita mucha prudencia a la hora de valorar como indicios de una cultura más viva del cuerpo las imágenes descriptivas, tan frecuentes en los textos, especialmente poéticos, del AT, ya que pueden reflejar muy bien meras costumbres estilísticas.
Asentadas estas premisas, podemos examinar críticamente la presentación bíblica de algunas manifestaciones de la corporeidad.
1. EL CUERPO COMO REVELADOR DEL HOMBRE. a) La belleza y la fuerza. La /belleza, que nos parecería un elemento central en una cultura que aprecia el valor de la corporeidad, es, por el contrario, un tema bastante marginal en la literatura bíblica. Si exceptuamos el /Cantar, no se señala más que raras veces y, a menudo, como elemento estereotipado de ciertos géneros de la narrativa popular, como, por ejemplo, en las historias de la sucesión en 1-2Sam. La fuerza del joven David, la velocidad de los mensajeros, la belleza del príncipe Absalón son elementos típicos de este género narrativo. En la presentación de Saúl y de /David en el momento de su elección por parte de Dios, este motivo se conjuga con una valoración teológica: su fuerza y su belleza es algo que requiere la función heroica que tienen que desempeñar en el relato, pero es además signo de su elección divina. Además de los personajes citados, se alude en el AT a la belleza del pequeño /Moisés, de Raquel, de Betsabé, de Ester, de Judit, de la esposa del Sal 45. No parece en ninguno de estos casos que esta indicación califique de manera especial a su personalidad. Quizá el único caso -prescindiendo siempre del Cantar- en donde el aspecto exterior, aunque idealizado y amplificado retóricamente, se presenta como signo plenamente eficaz y totalmente transparente del valor de una persona y de una función es la descripción, ampulosa pero magnífica, del sumo sacerdote Simón en Sir 50:1-21.
En contraste, la ausencia de belleza y de fuerza es, en el cuarto poema del Siervo (Isa 52:13-53, 12), la indicación de su ser humillado y golpeado, que esconde, sin embargo, un altísimo valor de la persona, que solamente conoce Dios y que es revelado al final. Puede ser análogo el caso de /Job. Job tiene el cuerpo desfigurado; pero su deterioro físico no refleja, como neciamente suponen sus amigos, lo que él sería a los ojos de Dios. Job es descrito como la inteligencia más aguda y la mente más audaz de todo el AT. El azote de su cuerpo y la repugnancia que suscita contrastan con el aprecio que Dios tiene secretamente de él. Esta tensión había sido expresada ya, de forma más instructiva, cuando el relato de la elección de David explicaba que sus hermanos, más altos y robustos que él, habían sido descartados porque «el hombre no ve lo Dios ve; el hombre ve las apariencias, y Dios el corazón» (lSam 16,7). Así pues, la condición del cuerpo no es una señal segura para conocer a una persona. Que el cuerpo pueda ser una señal engañosa lo afirman también las sentencias estereotipadas sobre la belleza femenina, frecuentes sobre todo en la literatura sapiencial (p.ej., Sal 39:11; Pro 6:25; Pro 31:30, etc.; cf también Gén 12:11; Gén 26:7; 2Sam 11; Isa 3:24), pero no hay que sobrevalorar. En todo caso es seguro que no basta el aspecto del cuerpo para significar plenamente lo que es el hombre; como no basta tampoco la palabra, ya que un lenguaje dulce puede esconder proyectos malvados (p.ej., Sal 62:5). Así pues, ya la cultura del AT sabe sopesar con equilibrio la ambigüedad de lo corporal, su fuerza de comunicación, pero también la posibilidad de que se vea esclavizado por el pecado y reducido a instrumento de mentira, que esconde la verdad y da apariencias a lo que no es.
La razón última de esta ambigüedad consiste en el hecho de que lo humano nunca logra por completo expresar, sobre todo a causa de la historia de pecado en que está inmerso, lo que es realmente la criatura a los ojos de Dios. Por eso Jesús rechaza radicalmente toda deducción automática que lleve a definir el estado de una persona a partir de su aspecto corporal. El ciego no está necesariamente en pecado, el leproso o el endemoniado no son necesariamente seres que hay que marginar y condenar, sino personas cuya dignidad hay que reconocer incluso antes de que estén curadas, como se de-muestra por toda la actitud de Jesús con las personas afectadas por diversas enfermedades del cuerpo.
El mismo cuerpo de Jesús adquiere su máximo valor cuando queda reducido al estado lamentable en que lo describen las narraciones de la pasión. Pero precisamente en ese estado atrae a todos hacia sí (Jua 12:32), ya que su máxima humillación coincide con la glorificación, como lo enseña la teología joanea, que identifica la pasión y la gloria. Puesto que en la economía de la cruz la debilidad ha sido asumida en la gloria, el creyente está llamado a observar con un juicio crítico, inspirado en esa fe, todo lo que manifiesta la corporeidad humana. Lo más elevado de la gloria divina puede manifestarse en lo que humanamente es lo sumo de la negatividad y de la debilidad. A la luz de la cruz, la analogia fidei es la última clave hermenéutica para descifrar el len-guaje más auténtico del cuerpo. Quizá el libro que con mayor coherencia ha aplicado este principio es el Apocalipsis, cuando sobrepone a la descripción de la catástrofe terrenal la imagen de la realidad auténtica que está latente en ella bajo la forma de visiones de la gloriosa liturgia celestial. En esta liturgia los hombres, los animales, los objetos, los colores, es decir, todo lo corporal, dicen lo que es realmente el mundo a los ojos de Dios, desenmascarando así el engaño de las imágenes que operan en el ángulo puramente terreno. La corporeidad es el signo manifestativo primario, pero está bajo la hermenéutica de la cruz.
b) El gesto. El gesto tiene gran importancia en la cultura bíblica; más de la que tiene en nuestro mundo occidental. Un contrato podía quedar ratificado con el gesto de poner la mano bajo el muslo (Gén 24:2; Gén 47:29); estar de pie o sentado indicaba el grado de dignidad o la disposición para el servicio; extender el cetro podía significar, aun sin añadir palabra alguna, la acogida benévola por parte del soberano (Est 5:2); Pilato podía hacer el gesto de lavarse las manos sin caer en el ridículo (Mat 27:24); a la hemorroisa le parece suficiente tocar el manto de Jesús para ser salvada (Mar 5:8). En este contexto se comprende la naturalidad con que los profetas, ya Isaías (Mar 20:1-6), pero sobre todo Ezequiel (4-5; 24; etc.), transmiten el mensaje mediante acciones simbólicas, que a menudo consisten precisamente en poner el propio cuerpo en una determinada actitud. Tenían particular importancia las posturas tomadas ante un interlocutor de grado superior, como la genuflexión o la postración con el rostro en tierra. Sin embargo, no hay que exagerar su carga emocional, porque muchas veces se trata de gestos convencionales o incluso de fórmulas lingüísticas adoptadas por narradores como comienzo estereotipado de un coloquio. Esto podría valer también a veces para el gesto tan frecuente de desgarrarse las vestiduras y de cubrirse la cabeza de polvo en señal de luto, de dolor o de contrariedad [/Símbolo].
El gesto tenía gran importancia también en el sector cultual. Rigurosamente hablando, el culto sacrificial consistía en una serie de gestos rituales que, según las normas de la tradición P y los relatos de los libros históricos del AT, se desarrollaban en el más absoluto silencio. Sólo en el Cronista y en el Salterio predominaban la palabra, la música y el canto. Siemprepor medio del Salterio tenemos noticia de una actuación más espontánea del cuerpo: la danza, el aplauso, la postración, la procesión, el ponerse frente al templo o el subir a él son elementos que se evocan continuamente en los himnos. En estos casos el gesto acompañaba a la palabra, que era siempre el elemento primordial. Sin embargo, es significativo que la recitación de algunas plegarias fuera acompañada de una actitud precisa del cuerpo. En cuatro casos, todos ellos muy importantes, el AT habla de una /oración de rodillas: para Salomón (1Re 8:54), Elías (lRe 19,42), Esdras (Esd 9:4) y Daniel (Dan 6:11). Esta posición tiene más importancia en el NT, porque es la de Esteban (Heb 7:69), la de Pedro (Heb 9:40), la de Pablo (Heb 20:36) y la de todos los cristianos que suplican y adoran (Efe 3:14). Hasta qué punto resultaba expresiva la postura que se tenía en la oración lo demuestra el cuidado con que los sinópticos, según las diversas perspectivas cristológicas describen la actitud de Jesús en el huerto: con la faz en tierra en el gesto solemne de la postración, según Mat 26:39; echado en tierra, según Mar 14:35; de rodillas, según Luc 22:41; en Juan, por su parte, al faltar la escena del huerto, la postura del cuerpo tiende a hacerse secundaria, para dejarle a la palabra el mayor relieve. La gran oración de Jn 17 es puro discurso abierto por el simple gesto inicial de levantar los ojos al cielo, que es poco más qué una fórmula.
c) El vestido y la desnudez. Los vestidos garantizan al hombre su dignidad y revelan su función social, formando así como una prolongación de la persona. Es típico el caso del manto, cuyo don representa la mayor expresión de amistad y de alianza (lSam 18,3; IRe 19,19), y por esto se le usa en el ritual del matrimonio (Deu 23:1; Rut 3:9). Tiene especial importancia la distinción entre los vestidos masculinos y los femeninos (de donde la prohibición en Deu 22:5 del travestismo), ya que son el signo del orden impuesto por Dios a la creación.
Con la función del vestido puede relacionarse el tema del olor y el uso de perfumes. A través de ellos una persona puede entrar en la intimidad de otra, como si respirase su intimidad en el efluvio del perfume. Esto explica la importancia de las esencias olorosas en la poesía del Cantar (/ Cnt 1:3.12; Cnt 4:10; Cnt 5:1) o en las historias de Judit y de Ester. Es análoga la sensación del olor a campo que desprenden los vestidos de Jacob (Gén 27:27). Perfumarse la cabeza y el vestido significa expresar el gozo de vivir e, implícitamente, el agradecimiento al Dios de la vida. El uso de perfumes en el culto, común a todas las religiones antiguas, une el valor social del perfume a la idea del humo que sube al cielo y pasa a significar la alabanza agradecida a Dios, expresada en la ofrenda de cosas bellas y preciosas (Sal 141:2; Apo 8:2-5). Consiguientemente, el sacrificio de perfumes puede convertirse en símbolo de la ofrenda verdaderamente humana, que trasciende la mediación de víctimas animales y de oblaciones vegetales. Por eso, la ofrenda de la vida a Dios puede compararse con un sacrificio perfumado (Efe 5:2), lo mismo que la vida de Pablo y la predicación el evangelio (2Co 2:14-17).
Vestidos, ornamentos, perfumes, joyas: todo esto podía significar no sólo la situación social de la persona, sino también el paso de una esfera profana a la sagrada. Por eso encierran especial importancia los vestidos del sacerdote, minuciosamente descritos en Ex 28-29; Lev 16; Ez 44. En estos ornamentos que se ponen los sacerdotes, revestidos así de «salvación» (2Cr 6:41), se descubre la intención de distinguir la función sacerdotal de la condición común de los hombres, para acercarla al mundo de Dios con vistas a su función mediadora.
La necesidad que siente el hombre de expresar a través de sus vestidos su propia posición delante de Dios y de los hombres encuentra su motivación teológica en la interpretación histórico-salvífica de la protección divina respecto a la desnudez. En este sentido es esencial la narración de Gén 2-3. El cuerpo del hombre y de la mujer ha sido creado por Dios lleno de bondad y de dignidad, y la desnudez no constituye ningún problema: «Los dos estaban desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse uno del otro» (Gén 2:25). La ausencia total de malestar en la esfera del pudor es signo de una plenitud de la persona y de una dignidad del ser humano como tal, que no tiene necesidad de salvaguardar mediante el signo de los vestidos su yo manifestado en el cuerpo, desde el momento en que no hay peligros de mentira, de instrumentalización o de equívoco. Pero la negativa a depender de Dios transforma inmediatamente -para usar las siglas bíblicas que ya hemos encontrado- el cuerpo en carne: «Entonces se abrieron sus ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Gén 3:7). En vez de su participación en el conocimiento superior de los seres divinos, la desobediencia provoca una apertura del conocimiento (los ojos) que revela al hombre cómo se ha hecho interiormente contradictorio y cómo su corporeidad no le da ya suficiente fiabilidad. La sencillez de la comunicación corpórea queda rota no sólo entre el hombre y la mujer, sino -como pone ante todo de relieve el texto- entre el hombre y Dios; en efecto, es de Dios de quien el hombre se esconde al verse desnudo (Gén 3:8.10). Desde entonces la voluntad salvífica de Dios se revela en la imagen del revestimiento del hombre y de la mujer: Dios sustituye con túnicas de piel preparadas por él la ineficaz protección vegetal. Revestir al hombre de protección y dignidad es desde ahora una tarea de Dios, pues el hombre ya no se basta a sí mismo, al haber perdido su relación justa con Dios. Por esto la historia de la salvación puede también describirse como un continuo regalo divino de nuevos y hermosos vestidos al hombre, como ocurre en la célebre alegoría de Ez 16. Igualmente, el Segundo y el Tercer Isaías podrán describir como una figura femenina revestida de trajes de esposa la restauración de la dignidad de Jerusalén después de la catástrofe del destierro (p.ej., Isa 60:1; Isa 61:10-62, 9). El tema de la desnudez personal se enlaza aquí con el del despojo del país y la esterilidad de la tierra, desnuda de vegetación. La figura humana privada de vestidos se convierte en símbolo de la humanidad y del mundo, amenazados en su vitalidad más elemental y llamados a la vida sólo por el don gratuito de Dios. También en Job la desnudez es el símbolo de la impotencia de la creatura frente a la muerte: «Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo allá regresaré» (Job 1:21). Recibir de Dios un vestido nuevo equivale, por el contrario, a ser salvados y devueltos a la vida. Se comprende entonces la importancia que tienen en el Apocalipsis los vestidos, frecuentemente blancos, para significar la vida de los que están junto al trono de Dios y del cordero, y en particular la vida de Jerusalén esposa de Dios (Apo 7:14; Apo 19:7; Apo 21:2; Apo 22:14). También el relieve que se da a los adornos de las mujeres en el difícil texto de lCor 11,2-16, más que como una concesión a costumbres judaizantes por el deseo de vida tranquila, debe verse quizá como una especulación simbólica sobre la rehabilitación del hombre en Cristo y sobre la restauración del orden de la creación, en el que el hombre y la mujer, dentro de su igualdad, tienen diversas funciones que pueden significarse también ahora por el simbolismo del vestir. Pero el que cree en Cristo no tiene ya necesidad de recuperar su prestigio o de significar su vocación con un vestido especial.
Metafóricamente se ha revestido del hombre nuevo o de Cristo (Col 3:10; Efe 4:24) y esta renovación realizada por el Espíritu es fuente de la nueva situación, en la que ya no es ni esclavo ni libre, ni judío ni gentil, ni hombre ni mujer (Gál 3:28). En la economía cristiana un vestido no puede ser ya más que un símbolo ilustrativo, pero no depende de él la valoración del hombre; no puede significar más que la novedad que Dios ha operado realmente; es puro símbolo descriptivo, como en el Apocalipsis. Efectivamente, el mediador, Cristo, como muestra la carta a los Hebreos, ha llevado a cabo la salvación en la realidad y en la desnudez de su persona humana, haciendo superfluas las vestiduras y los ritos sacerdotales.
2. LAS IMíGENES ANTROPOMí“RFICAS DE DIOS. Para describir los atributos y las actitudes de Dios, la Biblia utiliza muchas veces imágenes sacadas del cuerpo humano. Es superfluo ofrecer una lista de citas; basta con recordar la importancia del rostro, del brazo y de la mano, de los ojos y de la mirada, y hasta de las narices para indicar su cólera reprimida. Por otra parte, nunca se describe a Dios como un hombre. Eze 2:26 habla detenidamente de «uno de forma humana»; Dan 7:9, de un «anciano de días»; Apo 4:2, de «Uno sentado». Esta genericidad se ha escogido adrede para evitar el peligro de asemejar a Dios al hombre o de pretender conocer su aspecto. Lo que aparece de él es tan sólo «algo» que tiene forma humana. Al contrario, se usan con mucha libertad las otras metáforas señaladas para indicar el obrar de Dios y sus actuaciones. Muchas veces se considera primitivo este antropomorfismo corpóreo, suponiendo que es más adecuado el que apela a las realidades espirituales del alma. En realidad, no se percibe entonces que el antropomorfismo llamado espiritual es mucho más equívoco, ya que, al faltar la conciencia de los límites que sugiere la corporeidad, se corre el riesgo de asemejar demasiado el hombre a Dios, como cuando se dice que es justo, que gobierna, que premia o castiga, olvidando la diferencia abismal entre estas operaciones en cuanto desarrolladas por el hombre y en cuanto atribuidas supuestamente a Dios. Pero éste es un peligro que no existe cuando se habla de ojos o de brazo, ya que estas expresiones recuerdan inmediatamente la necesidad de la via negationis en la aplicación analógica.
Más positivamente, el uso de estas metáforas corporales demuestra hasta qué punto la cultura bíblica está convencida de su validez y de su veracidad para definir -diferenciándolo de lo demás del mundo- lo que se encuentra solamente en Dios y en los hombres, es decir, la capacidad de dar un juicio sobre la realidad y de decidir libremente cómo relacionarse con ella. El modo de estar el hombre en el mundo y la posibilidad de ser fiel a la tarea que Dios le asigna, en cuanto se manifiestan en su capacidad corporal de acción, permiten hablar también de forma veraz de lo que es Dios, no tanto en sí mismo, sino frente al mundo. Es una prueba más de que todo el hombre está he-cho a imagen de Dios.
IV. CONCLUSIí“N. EL HOMBRE NUEVO REVESTIDO DE CRISTO. La metáfora del «revestirse de Cristo» (Rom 13:14; Gál 3:27) o del hombre nuevo (Col 3:10; Efe 4:24) expresa quizá con mayor claridad que otras el valor y el sentido de la corporeidad. En Cristo, Dios mismo se ha expresado en la corporeidad: ver al hombre concreto, Jesús de Nazaret, significa ver al Padre (Jua 14:9). Como subraya la carta a los Hebreos, Cristo es mediador porque pone en juego no ya ritos exteriores o formas cultuales extrínsecas al hombre, sino a sí mismo en la totalidad de su ser. En Cristo, el hombre con su corporeidad es el todo de la presencia de Dios, y todo pasa a través de toda su corporeidad. La salvación es la participación, dada por Dios y acogida en la fe, de este nuevo ser hombre que es propio de Cristo; es un revestirse de Cristo, despojándose del propio hombre viejo. Cuando queda liberado de las viejas estructuras condicionadas por el pecado, el creyente encuentra en la comunión con Cristo la posibilidad de disponer con plena libertad de todo lo que es, y por consiguiente encuentra la gracia de expresarse a sí mismo (en cuanto recreado en Cristo) con todo su ser; de este modo también la corporeidad, al menos radicalmente, recobra toda su capacidad expresiva. Por eso Pablo puede escribir un principio de alcance excepcional: «Os ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; éste es el culto que debéis ofrecer» (Rom 12:1). El texto original griego habla de culto «espiritual», es decir, válido a los ojos de Dios; pero es decisivo el hecho de que el culto digno de Dios pueda y deba rendirse en el cuerpo y con el cuerpo. Por esta dependencia cristológica, y dentro de ella, la corporeidad se convierte en el lugar donde el hombre es y donde revela y actúa todo cuanto es, sanando de nuevo y potenciando las facultades expresivas que la misma condición creatural concedía ya a la corporeidad humana.
Así pues, el cristiano es aquel que ha recibido de Cristo la libertad de ser él mismo (o sea, hijo de Dios y espíritu) en el cuerpo, para manifestar que la plenitud de Cristo llena todo lo que existe y no deja espacio a ninguna negatividad (cf Efe 1:23). El cómo, con qué gestos o signos pueda y deba hacerse esto, es algo que se deja totalmente a la libre creatividad de las culturas humanas en su diversa configuración histórica. La experiencia del pueblo de Dios, algunas de cuyas características trazamos en los párrafos precedentes, ofrece una maravillosa antología ejemplar de posibles usos o manifestaciones corpóreas, algunas de las cuales podrán ser privilegiadas o recomendadas y hasta hacerse obligatorias, debido a su probada eficacia o al relieve particular que han asumido en la historia de la salvación, pero sin eliminar la libertad de otras opciones expresivas. De este modo, por ejemplo, el cristiano no podrá nunca renunciar a expresar corporalmente su ingreso en la esfera de Cristo mediante la ablución bautismal de su cuerpo, ni podrá renunciar a comer el cuerpo eucarístico de Cristo o a imponer las manos y a ungir con óleo. Y, al contrario, no deberá utilizar ya el signo corpóreo de la circuncisión, que ha quedado excluido por unos hechos contingentes, pero de valor decisivo, acaecidos a lo largo de la historia de la salvación. Será libre en una serie de otras manifestaciones; podrá ayunar o no ayunar, utilizar o no utilizar vestidos, darles nuevos significados simbólicos, levantar o juntar las manos según las diversas sugerencias de su cultura, siempre dentro de la atención reverente a las tradiciones del pasado, según un criterio de libertad total, pero culta, sabia y respetuosa con la historia de la salvación.
Mas el principio fundamental seguirá siendo uno solo: la carne del pecado, en Cristo, se ha vuelto a hacer cuerpo, esto es, posibilidad de que todo, hasta las últimas ramificaciones de la materia, sea de Dios y para Dios. Así pues, el cristiano no descuidará ya ninguna de las posibilidades de decir con su cuerpo y en su cuerpo lo que Dios ha hecho realidad en Cristo; toda reticencia o alejamiento injustificado de lo corporal sería renegar de Cristo y de la totalidad de la salvación.
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R. Cavedo
P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, San Pablo, Madrid 1990
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Introducción metodológica.
II. Datos biológicos.
III. Reflexión filosófica:
1. Filosofía contemporánea;
2. Reflexión teorética;
3. El cerebro y el alma: K. Popper y J. Eccles.
IV. Características del cuerpo humano y’ de su vida:
1. Características generales;
2. Comunicación;
3. Sexualidad;
4. El placer y el dolor. La emoción. La enfermedad mental y la droga.
V. Datos a resaltar desde la fe:
1. «Gaudium et spes» 14;
2. La Sagrada Escritura;
3. Reflexión teológica.
I. Introducción metodológica
Aquí vamos a abordar el tema «cuerpo y vida» desde una perspectiva específica que conviene explicitar desde el principio. Hablaremos ante todo del cuerpo humano y de la vida humana; además, todo lo que se diga sobre esto irá referido al actuar del hombre y sus consecuencias: nos movemos en un contexto de ética, que afecta a un aspecto del actuar humano: el de su bondad absoluta o bondad moral. Lo trataremos sistemática, no históricamente: trataremos de analizar el marco de acción contemporáneo en nuestro contexto occidental. Como este contexto es culturalmente poscristiano, el planteamiento teológico del tema irá dirigido no sólo a cristianos creyentes y practicantes, sino que su contenido deberá poder comunicarse de modo plausible también a los otros. Finalmente pretendemos marcar una meta, o más bien una dirección, que oriente el hecho culturalmente importante de la / bioética como respuesta a las intervenciones médicas o experimentales sobre la vida humana en sus diversos estadios.
La forma común de pensar el cuerpo y la vida ha estado muy influenciada por la antropología contemporánea, que no considera ya al hombre de un modo especial por ser creado o redimido por Dios: creado como cuerpo y alma y redimido en cuerpo y alma. Se parte más bien de un marco terreno, en cierta manera cosmológico, y se ve al hombre en el contexto de los demás seres, especialmente de los vivos y sobre todo de los animales superiores morfológica y comparativamente más semejantes al hombre (/ Etología y sociobiología). En este marco se ven bien las características del hombre como ser vivo («cuerpo animado» de la tradición), definido en sí mismo respecto a los otros como estructura corporal y comportamental observable. Esto está motivado porque la antropología contemporánea tiene un punto de vista paralelo al de la teoría de la evolución de Ch. Darwin: el postulado metodológico de la continuidad entre mundo de los animales y mundo del hombre, y el objetivo manifiesto de resaltar la especificidad humana en el mundo de los seres vivos sin recurrir a un principio extraño a la naturaleza observable, como podría ser el «alma inmortal». También la vida interior del hombre es abordada con metodologías empíricas, como las de la escuela behaviorista en psicología y de la etología humana tras la segunda guerra en biología. El desarrollo posterior de los ordenadores y de las investigaciones sobre la inteligencia artificial ha empujado todavía más a nuestra cultura y a la antropología que la sustenta, y de la que recibe al menos parcialmente su influencia, a considerar a la misma inteligencia humana como algo susceptible de reproducción e imitación, realizando ahora el paralelismo no con las funciones animales, sino con las de la máquina electrónica creada por el hombre mismo.
Por esto parece correcto partir de estos datos de nuestra cultura y exponerlos a grandes rasgos -especialmente en su importancia para una ética cristiana del cuerpo- y pasar después a otras visiones más generales, filosóficas; y sólo al final, como colofón ya previsto pero no impuesto, a los datos de la fe, importantes para una visión teológica de conjunto.
II. Datos biológicos
En base a las posibilidades actuales de fechar la evolución de los organismos se puede decir que los primeros «ladrillos» del edificio que llamamos «seres vivos» se colocaron en cuanto el sistema de formación de todo el conjunto planetario solar lo consintió desde el punto de vista ambiental. Fijando hipotéticamente la edad de la tierra en su forma actual en cuatro mil seiscientos millones de años y si hacemos remontar la aparición de los microorganismos a hace aproximadamente tres mil/tres mil quinientos millones de años, la evolución química que ha llevado al nacimiento abiótico de biopolímeros (proteínas y ácidos nucleicos) habría tenido lugar en el espacio de los últimos quinientos/mil millones de años. Los sistemas vivos (hoy se prefiere esta expresión a la tradicional de organismo) se han formado por evolución a partir de estructuras anorgánicas.
No es fácil encontrar una definición que abarque objetos tan lejos entre sí como el hombre y las bacterias monocelulares. Partiendo, sin embargo, de la célula, que es la estructura base de los sistemas vivos (con exclusión de los virus), se pueden apuntar algunos criterios de vida, entendiendo por vivo un sistema abierto, dentro del cual se establece un equilibrio de flujos. Primer criterio: el metabolismo como intercambio de materia y energía con el ambiente; segundo: el cambio de forma, en particular de la ontogenética y filogenética, estrechamente unido al equilibrio de los flujos; tercero: la reacción a los estímulos y la actividad autónoma, en cuanto procesos que se superponen al equilibrio de los flujos. Hay que añadir la autorreproducción, que tiende al mantenimiento del sistema vivo, y la autorregulación por acción hacia atrás (feedback) para el mantenimiento de los flujos. a pesar de las continuas perturbaciones a que el sistema es sometido desde el exterior.
La hominización, es decir, el nacimiento evolutivo del hombre, se ha extendido por un período sub-humano de veinte a veinticinco millones de años. Ha durado, como fase de paso biológico del animal al hombre, hasta hace tres millones de años, y se afirma que ha dependido de la combinación de la estación erecta, de la consiguiente liberación de las manos, del desarrollo cerebral; por lo tanto, de sus recíprocas relaciones funcionales. Entre el habitante subhumano del bosque y el corredor bípedo de la estepa se calculan 0,5 millones de generaciones.
El Homo sapiens neanderthalensis, que es considerado como una forma de paso de la última época glaciar (hace unos setenta y cinco mil años), medía unos 160 cm, tenía piernas cortas, constitución robusta, occipital sobresaliente y viseras supraorbitales muy pronunciadas. Fabricaba utensilios de sílice y enterraba a los muertos (con decoraciones florales). A propósito de este hecho, los antropólogos hablan de sus capacidades «metafísicas», entendiendo por ello quizá que era poseedor «de pensamiento abstracto». De todas formas, el Hombre de Neanderthal fue probable, aunque parcialmente, contemporáneo del hombre actual (neantropo), que parece haber aparecido en Asia Menor hace unos cuarenta mil años, extendiéndose después por todo el mundo. Este antepasado nuestro, Homo sapiens sapiens, a través de procesos fue adquiriendo formas gráciles hasta alcanzar las actuales: dientes pequeños, mandíbula con mentón óseo, base del cráneo fuertemente angulada, caja craneal arqueada hacia arriba, con capacidad media de 1.400 cc. Ha aparecido en todos los continentes prácticamente idéntico; es más conocido como Cromagnon.
La investigación evolucionista se ha planteado específicamente el problema de las causas biológicas de la hominización, buscando una solución que parte de los datos de la paleontología, de la etología y de hipótesis sobre el papel de las estructuras anatómicas, fisiológicas y de comportamiento. Pero mientras que las respuestas a la pregunta biogenética (nacimiento de la vida) tienen buena base teorética y experimental, las respuestas al problema de la hominización indican la existencia de relaciones hipotéticas muy complejas y difíciles de precisar. Normalmente, siguiendo a K. Lorenz, suelen indicarse: a) La mano prensil y la representación central del espacio: esto permite a los primates superiores moverse en el espacio, y determinar también los objetos del espacio en torno. Producción de utensilios, capacidad de manipular objetos, capacidad de pensar y posición erecta forman un mecanismo de feedback y dan a quien las posee una ventaja de adaptación cada vez mayor; b) La sexualidad y la estructura familiar: la constante disponibilidad sexual de la hembra del hombre libera al macho de la constante necesidad de alejar a los rivales en el momento del deseo. Así él traslada la propia actividad fuera de su vivienda y transforma la rivalidad .en cooperación, lo que intensifica la necesidad de comunicación. El trabajo se reparte entre machos y hembras y se forman grupos de cazadores; c) Los cuidados de los padres y la domesticación: con el crecimiento de las dimensiones cerebrales, el crecimiento y desarrollo del hijo pequeño se hace más lento, y por eso aumenta la necesidad de prolongar los cuidados de los padres. Sin embargo, esto aumenta el valor selectivo de estos cuidados, y por lo tanto orienta la selección en la dirección de un cerebro más capaz. La prolongación de la infancia deja en el adulto una tendencia al juego, a la exploración del mundo exterior, y le despierta una gran curiosidad que es característica de la juventud. Las ventajas selectivas son más claras; d) Se reduce la rigidez de los comportamientos instintivos y hay mayor libertad de acción: el largo período de dependencia infantil, la inmadurez del sistema nervioso en el momento de nacer y el proceso de encefalización (con predominio de las estructuras neocorticales sobre la paleoencefálicas) llevan a una disminución todavía mayor de los comportamientos instintivos y a un aumento de las reacciones individuales plásticas con el ambiente exterior y sobre todo con el infrahumano. Se desarrolla de esta manera la capacidad de reconocer autoridad y normas como constituyentes de un sistema de determinaciones no genéticas. Por otra parte, la gran capacidad de recoger experiencias personales o tradicionales y de establecer relaciones entre ellas, desarrollan un aparato cognoscitivo unido a las estructuras neocorticales, que le permiten al hombre formular una representación correcta del mundo real y dominarlo con acciones expresamente dirigidas a ello.
Se puede, por lo tanto, afirmar que la evolución del hombre permite reconocer en sus características constitutivas un mecanismo de feedback de los dos sistemas hereditarios: el biológico y el cultural. Su unión intercausal ha hecho del hombre «la especie terrestre de mayor éxito».
III. Reflexión filosófica
1. FILOSOFíA CONTEMPORíNEA. La fundación de la biología como ciencia autónoma (plenamente adquirida en el siglo xlx, aunque comenzó a mitad del siglo xvlil) fue posible en cuanto en las ciencias de la vida se verificaron dos hechos de carácter general estrechamente unidos entre sí: la definitiva y total adopción del método experimental en las investigaciones biológicas, el progresivo abandono de la especulación abstracta y deductiva y un evidente crecimiento del sentido de la capacidad metodológica. Claude Bernard publicó en 1865 su Introducción al estudio de la medicina experimental, el mismo año que G. Mendel descubrió las leyes de la herencia.
En este contexto, la clásica polémica entre mecanicistas y vitalistas -controversia esencialmente filosófica sobre la interpretación de la vida biológica- se convierte para los biólogos en una cuestión metodológica de su disciplina, ya experimental. Al mismo tiempo, las teorías filosóficas unen a su intento de definir la vida el interés por encontrar puntos de vista clasificadores -una especie de scala naturae- en la «construcción» de la realidad: esfera de lo meramente corporal, del ser vivo, de lo animado, de lo espiritual, por ejemplo. Continúa el interés metafísico por la organización interna de la realidad. En el centro de estos intentos aparecen los contrastes entre formas particulares de mecanicismo y vitalismo, como variantes ontológicas de los contrastes epistemológicos entre materialismo e idealismo.
F. Nietzsche (1844-1900) es reconocido como el iniciador de un cambio total de orientación en la reflexión sobre el cuerpo. En su obra Así habló Zaratustra (1 parte, 1883), un célebre párrafo habla de los despreciadores del cuerpo, los pensadores idealistas, que hacen del cuerpo un siervo del propio yo, y no es otra cosa que su cuerpo. «El yo creador ha creado para sí el aprecio y el desprecio, ha creado para sí el placer y el dolor. El cuerpo creador ha creado para sí el espíritu, y una mano de su voluntad». La pretensión misma de los idealistas de reflexionar sobre el cuerpo desde el punto de vista de la razón pura y de juzgarlo es expresión de su existencia corporal. El yo consciente encuentra la verdad sobre el propio cuerpo cuando lo considera el yo decisivo; y entonces el yo podrá orientarse en el mundo sobre el hilo conductor del cuerpo (Voluntad de poder, n. 659 de la numeración tradicional). Por lo tanto, Nietzsche con su teoría del cuerpo desarrolla una critica de la (auto)-conciencia, que él considera sólo un instrumento del que el cuerpo se sirve: lo espiritual ha de considerarse lenguaje de signos del cuerpo. A través del cuerpo nuestra autoconciencia, que por sí sola podría= captar una pequeña parte del mundo, es unida a él como un conjunto. Parece que se podría afirmar que Nietzsche, más allá de la polémica contra los cristianos como despreciadores del cuerpo (Aurora, n. 39), anticipe en algunos aspectos la reflexión fenomenológica del siglo xx sobre el cuerpo del hombre.
E. Husserl (1859-1938) colocó en el centro de su filosofía los temas de la vida, un mundo precategorial y prelógico, en el que la conciencia viene a existir. El cuerpo se entiende como el objeto intencional que el ego trascendental constituye: recíproca implicación del sujeto/ conciencia y del objeto. En su segundo libro Ideas para una fenomenología pura y para una filosofía fenomenológica le dedica al tema un amplio espacio. El propio cuerpo, el vivido por la conciencia (Leib), en cuanto portador de las sensaciones localizadas, de volición y de libres movimientos, constituye la realidad psíquica (seelisch), es decir, manifiesta propiedades que no corresponden a las cosas. Tiene además una importante función de orientación: «Para el propio yo, el cuerpo tiene una función privilegiada, determinada por el hecho de significar el punto cero de todas estas orientaciones (cercanía, arriba, abajo, etc.)» (§ 41). Pero es esencial que en el horizonte del propio yo se encuentren otras conciencias, que constituyen la objetividad social, la intersubjetividad. Esta no se da sino por entropía, que se realiza junto con la experiencia originaria del propio cuerpo (§ 51). Esta experiencia es originaria en cuanto es el punto de partida para el conocimiento del propio cuerpo (Leib) como distinto de cualquier otro cuerpo (K6rper). Y finalmente: «Los conceptos yo-nosotros son relativos; el yo requiere al tú, el nosotros al ‘otro’. Además, el yo (el yo como persona) requiere, a su vez, una relación con un mundo de cosas. Por lo cual yo, nosotros, el mundo, estamos en una inherencia recíproca: el mundo en cuanto mundo ambiental lleva consigo el rasgo de la subjetividad» (§ 62, nota). Cuerpo y alma juntos constituyen dos estratos de la naturaleza animal, sin estar por eso contrapuestos de un modo dualista, sino constituyendo una unidad sensorial. Según los principios de la intencionalidad de Husserl, el alma en cuanto estrato fundado depende de aquel que lo funda, el cuerpo; pero este último recibe del primero la determinación de sentido. En efecto, la vida del yo y los estados psíquicos poseen como componentes las sensaciones materiales y la experiencia del cuerpo, en cuanto localización, a través del propio cuerpo, de las sensaciones materiales.
En esta perspectiva es como se debe entender el mundo de la vida, concepto que Husserl introdujo para expresar, en su sentido más amplio, el ámbito de la experiencia precientífica del mundo (en oposición a la experiencia de la ciencia, que está mediatizada por la teoría). El mundo de la vida es fundamental para dar un sentido, un significado vital a las ciencias naturales. Llamado «naturaleza universal», forma el núcleo de la estructura experiencial de todos los hombres. Este aspecto teórico será desarrollado y difundido por M. Merleau-Ponty (1908-1961) en su obra Fenomenología de la percepción (1945), una interpretación original del pensamiento de Husserl.
El empirismo y el idealismo, en la interpretación de Merleau-Ponty, son momentos complementarios de la mutilación de la experiencia perceptiva: por una parte, la ilusión de la claridad de un objeto absolutamente libre de condicionamientos subjetivos; por otra, la transparencia de una conciencia totalmente presente a sí misma. Para no perder la riqueza del momento perceptivo inicial, es necesario evitar la contraposición del en-sí (lo conocido) y parasí (la conciencia). El mundo de la experiencia natural tiene una realización que no puede eliminarse: el estar-en-el-mundo perceptor. Esta función de «vehículo del estar en el mundo» está representada por el cuerpo, que se nos presenta como el acceso obligado y constitutivo de la percepción. A través del cuerpo entonces la conciencia está en el mundo, pero también el mundo aparece a través del cuerpo. De todas maneras, el cuerpo no puede ser considerado de ninguna manera como una «cosa», a la cual se une de algún modo una «conciencia». En efecto, el propio cuerpo -a diferencia de otros objetos, que pueden estar ausentes- es continuamente percibido. Mientras que la desaparición es constitutiva del objeto, el cuerpo es indisociable del yo; y en la actividad cognoscitiva del objeto experimentado, el cuerpo escapa casi siempre. En la enfermedad -y no sólo en ella- la conciencia descubre la resistencia del propio cuerpo, que de esta manera comienza a objetivarse. Sólo este proceso, con su desarrollo, permitirá el nacimiento del análisis y la reflexión científica. El análisis fenomenológico culmina, en lo referente al propio cuerpo, describiendo su espacialidad y su movilidad, su sentido sexuado y su carácter de expresión. «Hemos atribuido al cuerpo una unidad distinta de la del objeto científico. Hemos descubierto una orientación y un poder de significación incluso en su función sexual. Tratando de describir el fenómeno de la palabra y el acto expreso de significación, tendremos la oportunidad de superar definitivamente la dicotomía clásica entre sujeto y objeto» (I, IV). De este modo: «Yo soy mi cuerpo, por lo menos en la medida en que tengo una experiencia; y, recíprocamente, mi cuerpo es como un sujeto natural, como un esbozo provisional de mi ser total» (ib).
Pero precisamente la característica del lenguaje ofrece la experiencia de ser-a-dos: «En la experiencia del diálogo se constituye un término común entre el otro y yo; mi pensamiento y el suyo forman un entramado único, mis palabras y las de mi interlocutor surgen de la situación de la conversación, se integran en una operación común de la que ninguno de los dos es el creador. Hay un ser-a-dos, y para mí el otro no es un simple comportamiento en mi campo trascendental; ni tampoco yo lo soy en el suyo, sino que somos el uno para el otro colaboradores en una reciprocidad perfecta, nuestras perspectivas se deslizan la una en la otra, coexistimos mediante un mismo mundo» (II, IV).
Desde este análisis Merleau-Pontyllega a «aquella ósmosis entre corporeidad y existencia que constituye por esto mismo mi hecho originario y permanente» (V. MELCHIORRE, 221). Como se ve, estamos todavía muy lejos de superar la dualidad cartesiana (alma y cuerpo como dos sustancias absolutamente distintas) con el predominio del cuerpo, pregonado por Nietzsche. Pero igualmente lejos de su superación estamos con el predominio del espíritu, tal como proponía H. Bergson (1859-1941), que en Materia y memoria (1896) había escrito: «La idea que hemos sacado de los hechos y confirmado con la razón es que nuestro cuerpo es un instrumento de acción y sólo de acción».
2. REFLEXIí“N TEORETICA. Tradicionalmente, la teología católica de origen escolástico recurre, para la comprensión del cuerpo humano y de su relación con el alma, a la teoría hilemórfica, una teoría metafísica que trata de explicar los cambios y que Aristóteles aplica a los seres vivos. Esta teoría tiene hoy el valor epistemnlógico del modelo o paradigma interpretativo, capaz (quizá más que otros) de ordenar, es decir, de dar cuenta de los fenómenos que tienen que ver con el cuerpo humano. Se le puede emplear útilmente, pero en clave moderna, es decir, tomando muy en serio la reflexión de la fenomenología.
Considerado en sus manifestaciones, el cuerpo del hombre no debe ser visto como algo opuesto al alma. Lo que nosotros experimentamos en el cuerpo humano es la unidad operativa de los dos componentes, que no subsisten, ni pueden existir, separados. E1 «cuerpo orgánico» apenas muerto deja de ser fisiológica y químicamente -en cuanto conjuntolo que era antes (incluso en su aspecto externo). Tenemos delante los componentes, pero no un organismo vivo; éste subsiste sólo durante la unión de los distintos elementos y organizaciones parciales. Todo esto permite hablar de una teleología propia del cuerpo humano (como también de los otros seres vivos), en el sentido de que cada parte simple o compuesta está organizada en función de la supervivencia, el bienestar y la continuidad en la existencia de este cuerpo. El principio organizador (morphé, entelécheia de Aristóteles) es lo que llamamos «alma» en el hombre, y al menos en este sentido tiene una preeminencia de la finalidad sobre el cuerpo, pero no una preeminencia temporal (ya que sin ella no existiría el cuerpo, sino sólo sus componentes más o menos organizados en sistemas parciales), ni espacial (ninguna parte del cuerpo recibe menos «forma» que otra). El cuerpo humano (Leib) es resultado de la acción del alma sobre la materia; ésta mantiene muchas características de materialidad, de corporeidad (Kárper), pero lo que tiene de vivo, y de ser humano vivo, es efecto de dos causalidades que, separadas, difícilmente pueden ser pensadas, definidas y descritas. «El alma es, pues, el acto primero (entelécheia é próte) de un cuerpo físico que tiene la vida en potencia», como dice Aristóteles en el libro B de El alma.
Difícilmente se puede negar la unidad del hombre. ¿No decimos cuando nos duele algo: «me duele la mano», «tengo malo un ojo», o «estoy enfermo»? Es más; el dolor físico, además de afectar a todo el hombre, es una señal dirigida al principio organizador (la psyjé/alma) para una eventual intervención suya. El mismo hecho de que un adulto prácticamente renueve los componentes orgánicos de su cuerpo cada siete años sin que por eso posea un nuevo cuerpo es un indicio de que es la psyjé la-que se mantiene y se produce el propio cuerpo. Este es siempre el mismo, no en cuanto siempre está compuesto por los mismos componentes físicos y orgánicos, sino en cuanto está unido y organizado siempre por la misma alma.
Pero estos dos componentes no se abarcan totalmente. Existen fenómenos físicos, e incluso orgánicos, que dependen sólo de la realidad física del cuerpo (p.ej., la gravedad) o también de la estructura orgánica de cuerpo vivo (p.ej., un envenenamiento por alimentos, una parasitosis). Pero también el principio vital, el principio inteligible, por hablar en la lengua de la filosofía platónico-aristotélica, tiene manifestaciones que le son propias: la capacidad intelectual en el momento de la intuición o la decisión de suicidarse.
En el hombre, por lo tanto, nos encontramos con un fenómeno complejo, difícilmente objetivable (puesto que el mismo hombre es el observador); para explicarlo debemos partir de los datos de la experiencia sobre las manifestaciones constantes del «objeto» de estudiar. Pero el análisis de estas manifestaciones no debe oscurecer al viviente humano, que a través de ellas se expresa y se hace o, al menos, se da a conocer. El es algo que subsiste, que es autosuficiente está en el origen (también en el fi nal) de todos los fenómenos. Para indicar el principio que hace posible que todo ser vivo sea y sea así (en nuestro caso: sea humano) utilizamos el término psyjé. Es lo que en la teoría metafísica aristotélica se llama morphé, es decir, antes que nada la figura externa de un cuerpo (que en muchos casos es también una indicación para entender de qué cuerpo se trata), y después el fundamento interno de un cuerpo que hace que sea así. Lapsyjé, forma substantialis, determina la estructura esencial de la sustancia corpórea y es parte esencial del ser real.
«Alma» podría ser, pues el término para indicar el aspecto de la sustancia-viviente-humana (persona) al que atribuir la causalidad de la actividad del sujeto. Se le pueden atribuir el conocimiento abstracto y el deseo de objetos no inmediatos. «Cuerpo físico», en cambio, podría ser el término para indicar el aspecto del ser vivo humano al que atribuir la extensión y, por lo tanto, la posibilidad de ser percibido sensorialmente y, además, de ser también conocido intelectualmente.
La presencia recíproca entre dos personas se puede definir como un modo de estar próximas en el espacio y en el tiempo deforma que permita un intercambio personal. Esta proximidad, insustituible para comenzar o continuar cualquier intercambio, va estrechamente unida al cuerpo en su aspecto menos humano (por así decir), en cuanto que la condición de proximidad espacio-temporal no es una característica exclusiva ni del ser vivo ni, por lo tanto, del hombre. Se puede, pues, afirmar que la posibilidad de conocimiento sensorial va estrechamente unida a la corporeidad del hombre y por ella está condicionada.
Emoción (del latín emovere: remover, poner en movimiento) es el término con el que se indican los cambios fisiológicos que tienen su origen en el conocimiento, el recuerdo o la representación de una situación. La situación es algo que sólo el hombre como persona puede captar, sobre todo porque él forma parte del conjunto de las circunstancias que capta. La situación embarazosa de descubrir la propia ropa con algún desperfecto está determinada por el hecho de ser mi ropa o porque yo soy una persona ante la cual nadie debe presentarse con la ropa descompuesta. La emoción (feeling) es, pues, en su conjunto una impresión más o menos consciente, suscitada por estímulos internos o externos y localizada entre los polos de lo agradable y lo desagradable. La emotividad es uno de los ejemplos más claros de la unidad del ser humano, como las enfermedades psicosomáticas y el fenómeno de la memoria. Pero estos ejemplos son también una muestra de la no identidad de los polos alma y cuerpo, o por lo menos de la existencia de una serie de fenómenos, verificable con métodos empíricos, que no se pueden incluir dentro de una categoría única.
Manteniéndonos en este nivel, hay que excluir que en nuestra representación del cuerpo y de su vida haya lugar para imágenes del cuerpo como cárcel o tumba del alma, o bien como instrumento al servicio del alma. Quienes reducen todos los fenómenos vitales del cuerpo al cuerpo mismo, en forma mecanicista o materialista, en el sentido de exclusión de la posibilidad de que a través de ellos se manifieste algo distinto a los fenómenos bioquímicos, deben cargar con el peso de probar lo que afirman.
3. EL CEREBRO Y EL ALMA: K. POPPER Y J. ECCLES. La teoría esencialmente metafísica de materia y forma, aplicada a la persona humana, ha tenido en los últimos años la posibilidad de entrar en contacto con teorías científicas fundamentalmente neurológicas, ya que -como no se cansa de repetir J. Eccles- el problema de la relación alma-cuerpo se ha convertido en el problema de la relación cerebro-alma. La premisa de toda explicación científica biológica es que se admita que las experiencias psíquicas puedan ser algo distinto de la estructura material del cuerpo humano. La primera ley de la termodinámica (la conservación de la materia-energía) podría no ser universal, permitiendo de este modo que el mundo material no deba considerarse completamente cerrado, como se querría.
Esta visión del problema no reduce, evidentemente, el contacto entre los dos mundos sólo a la influencia recíproca: o sea, que el punto de contacto, el modo de tal contacto, no excluye la influencia del alma (espíritu, mente) sobre todo el cuerpo, y la recíproca concausalidad sustancial, sino que -si se pudiera aclarar- diría también el modo como esto ocurre.
Lo mismo que el modelo hilemórfico ha sido propuesto como modelo ontológico interpretativo de la unidad fenoménica de alma y cuerpo, también el modelo integrado (epistemológico-neurológico) de Karl Popper y John Eccles (L’io e il suo cervello, orig. ingl., 1977) es propuesto con la misma función a nivel de la relación entre ontología y fisiología del sistema nervioso central, especialmente del encéfalo. El problema que ellos plantean es precisamente el del cerebro y la mente («the brain-mind liaison»).
«Independientemente del hecho de que la biología pueda reducirse a la física, los seres vivos -plantas, animales y hasta virus- aparecen vinculados por el conjunto de las leyes físicas y químicas. Los seres vivos son cuerpos materiales. Como todos los cuerpos materiales, tienen y son en sí mismos procesos; y como algunos cuerpos materiales (p.ej., las nubes) son sistemas de moléculas abiertos: sistemas que intercambian algunas de sus partes constitutivas con su ambiente. Pertenecen al universo de los entes físicos, o estados de cosas físicas, o estados físicos» (1, 10). El cuerpo del hombre forma parte del llamado Mundo 1, junto con otros objetos y estados físicos. (Hay que tener presente que para Popper existe la posibilidad de distribuir la evolución cósmica en tres fases correspondientes a tres mundos, que a su vez podrían estructurar cualquier dimensión de la existencia o de la experiencia). Al Mundo 1 correspondería la materia y la energía del cosmos (inorgánica); estructuras y actos de todos los seres vivos, incluidos los cerebros humanos (biología); utensilios (del hombre) en cuanto sustratos materiales de la creatividad humana, de los instrumentos; máquinas, libros, obras de arte, de música.
«Junto a los objetos y.estados físicos, considero posible la existencia de los estados mentales y que éstos sean reales porque se interrelacionan con nuestros cuerpos» (ib). Este Mundo 2 es, pues, el de los estados de conciencia: tanto la conciencia subjetiva como la experiencia de percepción, pensamiento, emociones, intenciones, disposiciones, recuerdos, sueños, imaginación creadora.
Finalmente hay un Mundo 3; es el mundo de los contenidos del pensamiento, o, mejor, de los productos de la mente humana. Se trata, por tanto, del conocimiento en sentido objetivo, es decir, del patrimonio cultural codificado en sustratos materiales (del Mundo 1): patrimonio filosófico, teológico científico histórico, literario, artístico y tecnológico. Del Mundo 3 forman parte también los sistemas teóricos que contienen problemas científicos y argumentos críticos.
«La propuesta incluye que estos tres mundos se relacionan entre sí: hay una interacción recíproca entre los Mundos 1 y 2 y entre los Mundos 2 y 3, generalmente a través de la mediación del Mundo 1. Cuando el conocimiento del Mundo 3 (el mundo de la cultura humana) se codifica en objetos del Mundo 1 -libros, imágenes, estructuras, máquinas- puede ser percibido conscientemente sólo en el caso de que sea proyectado al cerebro mediante los necesarios órganos receptores y las vías aferentes. A su vez, el Mundo 2, el de la experiencia consciente, puede provocar cambios en el Mundo 1, en primer lugar en el cerebro y después en las contracciones musculares; de este modo puede extender su acción al Mundo 1. Este es el modo de funcionar que el movimiento voluntario considera como posible.
El Mundo 2 lo constituyen tres componentes principales. «Está en primer lugar el sentido externo, que afecta específicamente a las percepciones formadas de modo inmediato con los inputs de los órganos de los sentidos de la vista, el oído, tacto, olfato, gusto, dolor, etc. En segundo lugar está el sentido interno, que incluye una amplia variedad de experiencias cognoscitivas: pensamientos, recuerdos, intenciones, imaginaciones, emociones, sentimientos, sueños. En tercer lugar, en el núcleo del Mundo 2, está el yo (self) o el ego, que constituye la base de la identidad personal y de la continuidad que cada uno de nosotros experimenta a lo largo de la propia vida, restaurándolo, por ejemplo, más allá de los vacíos cotidianos de conciencia que acompañan al sueño» (ib). El Mundo 1 entra en contacto con el Mundo 2; y, viceversa, a través del cerebro de enlace, formado por centenares de millares de módulos corticales (conjuntos organizados y compuestos de centenares de neuronas, de la corteza cerebral). Estos módulos se localizan sobre todo en el hemisferio cerebral izquierdo (dominante). La hipótesis consiste en cdnsiderxr la mente autoconsciente (llamada también yo, ego, alma, voluntad) como una entidad independiente, pero activamente comprometida en la lectura selectiva de la enorme cantidad de centros de actividad en los módulos de las áreas de enlace del hemisferio cerebral dominante.
Las experiencias de la mente autoconsciente son de carácter unitario; en cualquier momento la concentración se fija en uno u otro aspecto de la actividad cerebral. Esta, a su vez, no actúa bajo la influencia de acciones bruscas, sino bajo la influencia de una leve desviación que se realiza en las láminas superficiales, modulando y controlando las descargas de las células piramidales; la mente autoconsciente recibiría también información sobre el resultado de su propia actividad. Esto se ve muy bien en la actividad voluntaria y cuando realizamos deliberadamente algún hecho de tipo cerebral, como cada vez que tratamos de recordar una palabra o de grabar una nueva. Por lo tanto, la mente no sólo selecciona la actividad de las neuronas, sino que la puede modificar ejerciendo su influencia y estímulo en el mecanismo neuronal del cerebro de enlace.
La mente autoconsciente selecciona, pues, los módulos según la intención y el interés, e integra continuamente los datos seleccionados de manera que pueda unir hasta las experiencias más transitorias. Además actúa sobre los módulos modificando sus configuraciones dinámicas de espacio y tiempo.
Más detalles pueden verse en J. Eccles, El misterio del hombre (orig. ingl. 1979).
La teoría del premio Nobel australiano, compartida por K. Popper, es una hipótesis científica, ya que sé basa en datos empíricos y es falsiflcable a través de ellos; pero no se puede negar que recoge con su sistema de interacciones las más antiguas aspiraciones de la trascendencia del espíritu frente a la «mundanidad» de las neuronas. Lo hace además dé una forma muy actual y, a la vez; estimulante.
Hay que tener en cuenta que en esta teoría no se da ninguna infravaloración del aspecto histórico y cultural en el mundo del hombre. Al contrario, en El misterio del hombre, J. Eccles ha escrito: «El cerebro se constituye sobre instrucciones genéticas (la naturaleza), pero el desarrollo de la persona depende del ambiente del Mundo 3 (la educación)… Nuestros antepasados con su imaginación creativa han construido el mundo de la cultura y de la civilización, que ha tenido un papel fundamental para enriquecer la formación de cada uno de nosotros como portadora de cultura y de valores. La aparición del yo único individual, en cambio, escapa al análisis científico… Mi tesis es que debemos reconocer que el yo único es el resultado de una creación sobrenatural de lo que en sentido religioso se llama alma».
IV. Características del cuerpo humano y de su vida
1. CARACTERíSTICAS GENERALES. El término «vida» referido al hombre no indica sólo una cualidad de su cuerpo; se lo puede aplicar, en sentido más amplio, a la existencia misma del hombre, como cuando nos hacemos la pregunta: «¿Qué sentido tiene mi vida?»; o como cuando en momentos importantes nos interrogamos: «¿Qué sentido tiene mi vida después de la muerte de mi hijo, o después de la quiebra de mi empresa?» En el fondo, estas preguntas se refieren a problemas del más alto nivel antropológico, ya que interrogantes de este tipo: «¿Por qué viven los hombres? ¿Por qué vive este hombre?», pertenecen más bien a la ontología o a la metafísica, puesto que se refieren al sentido total de la realidad, y de modo particular al sentido del ser hombre (este hombre) en el mundo. Piénsese en las tres cuestiones kantianas: ¿qué puedo conocer, qué puedo esperar, qué debo hacer?
Pero con el término «vida», tomándolo en sentido global, nos podemos referir también al tipo, a la forma de vida: estamos aquí frente a las descripciones de las formas generales de vida del hombre, sean universales o estén culturalmente definidas, como las costumbres, los ritos, las instituciones, tradiciones, etc. Tanto la antropología filosófica como lacultural (la comparativa) se interesan en estas formas de vida, de modo expositivo, descriptivo, inductivo, generafizador, según los propios niveles epistemológicos.
Pero existe también un ámbito normativo del uso del término «vida» referido a toda la existencia del hombre; es el de la ética, cuando se presentan ciertos tipos de posiciones prácticas ante la vida; por ejemplo, «la vida buena» o «la vida razonable», o también una vida que tiende a lo práctico o al conocimiento, o una vida hedonista.
Pero en este contexto nos interesa la vida como referida exclusivamente al cuerpo; por tanto, la vida biopsíquica y cuanto tiene que ver con ella (en el sentido del Mundo 1 y de las dobles relaciones con el Mundo 2). Si partimos de este punto de vista, la vida en un sentido general orgánico, como hemos dicho antes, es una propiedad sistémica, es decir, una cualidad que sólo puede ser atribuida a un sistema organizado. El sistema, a su vez, tiene propiedades: metabolismo, capacidad de cambiar la forma, de reaccionar ante estímulos y de actividad autónoma, autorreproducción, así como capacidad de feedback para reaccionar ante peligros. Es importante darse cuenta que la mayor parte de estas propiedades no pertenecen sólo al organismo que llamamos cuerpo del hombre, sino también a sus órganos, tejidos y células, en el sentido que estos subsistemas tienen un elevado grado de autonomía. Esto hace posible el l trasplante de órganos y de tejidos (incluida la sangre) y plantea toda una serie de problemas médicos, biológicos, jurídicos y morales (como algunos capítulos de la bioética o ética de los problemas médicos, sanitarios y experimentación con seres vivos) para determinar cuándo se puede decir que un hombre ha muerto, para poder proceder luego al trasplante de una parte suya que está viva. Simplificando, podemos decir que lo que califica a los distintos organismos vivos o partes de ellos dotadas de relativa autonomía es un conjunto organizado de informaciones genéticas.
Este cuerpo del hombre es un ser real que existe en el cosmos-mundo, que comienza y termina, cambia, tiene coordenadas de espacio y tiempo y es individuo. Pero las características típicas del ser real (por oposición al ideal, como, por ejemplo, los entes matemáticos, lógicos, valores morales, etc.) se concretan de un modo muy especial en función de su rasgo de ser un sistema dotado de autonomía y de un cierto tipo de programa.
Así, su contingencia consiste en el hecho de que nace dentro de otro organismo semejante y que muere o por trauma (incluidos los procurados por suicidio), o por enfermedad, o por el proceso que llamamos envejecimiento. Consiste en un progresivo deterioro de las facultades y prestaciones que acompaña al paso del tiempo por el organismo y que puede ser considerado un proceso tan natural y homogéneo como el desarrollo.
Por lo tanto, la mutabilidad del cuerpo humano está unida a la capacidad de crecer y desarrollarse según el programa inscrito en sus genes (ontogénesis). El cuerpo es capaz de hacer funcionar cualquiera de sus partes a través de los dos principales sistemas de control que posee: el sistema hormonal y el sistema nervioso, tanto el cerebroespinal (que regula las relaciones con el mundo circúndante, transmite sensaciones y movimiento y es manejable por la voluntad: sistema nervioso central y sistema nervioso periférico) como el autónomo (que regula las funciones de los órganos internos: sistema vegetativo). El cuerpo se mueve autónomamente en el espacio por medio del aparato motor.
Las coordenadas espacio-temporales colocan el cuerpo del hombre en una posición particular dentro de la filogénesis (historia evolutiva, relaciones de parentesco con otros organismos; contrapuesto a ontogénesis). El origen y el desarrollo del hombre moderno hace que cada individuo tenga gran parte de su propia constitución genética en común con otros†¢hombres. Esto afecta a muchas de sus características (desde el modo de digerir a la colocación de los pelos en la epidermis de todo el cuerpo), incluidos todos los comportamientos genéticamente fijados (como, p.ej., reír o llorar). Para nuestro tema es importante recordar que ha sido presentada la hipótesis de un paralelismo entre la evolución cerebral (encefalización) y el desarrollo cultural. La documentación paleontológica ha hecho notar que los desarrollos anatómicos (y sus correspondientes cambios funcionales) han ido en paralelo (especialmente durante el pleistoceno, caracterizado por las grandes glaciaciones y por la aparición del hombre, que se prolongó durante dos millones de años hasta hace aproximadamente diez mil años) con comportamientos y modos de vida cada vez de mayor complejidad. Este paralelismo entre evolución biológica y desarrollo cultural de los homínidos muestra, sin embargo, una importancia distinta, según que los hechos correspondan a las dos evoluciones: cuanto más se ha frenado la evolución y la adaptación biológica, tanto más ha aumentado el desarrollo cultural. Etapas importantes de la historia de la cultura son la adquisición de las costumbres de caza (en lugar de la simple recolección); el uso de la piedra como material para utensilios; el uso del fuego y su control; el desarrollo de las representaciones simbólicas; el nacimiento de prácticas rituales, y, finalmente, la máxima conquista entre todas, la adquisición del lenguaje articulado y su evolución. Hacia el 8000 a.C. comenzó la domesticación de plantas y animales, y uno o dos milenios después la construcción de las primeras ciudades (construcciones agrupadas, con población no dedicada totalmente a la agricultura) en la cuenca del Indo. En el tercer milenio comenzó la edad del bronce, y en torno al 3000 se descubrió la escritura: a partir de ahora el desarrollo de la civilización queda asegurado y se acelera. En el 585 a.C.
Tales de Mileto predice un eclipse y comienza la filosofía griega; en el 399 a.C. muere Sócrates. El Mundo 3 de Popper se hace cada vez más importante: la evolución endosomática (del cuerpo) se hace exosomática (fuera del cuerpo), y esto permite al mundo (el yo) desarrollar todo su potencial y hacerse portador de cultura y de valores. La evolución exosomática o exogenética es denominada normalmente cultural o psicosocial; pero los dos primeros términos, aunque parezcan más rebuscados, expresan mejor la unión de nuestra cultura -ciencias, arte, técnica- con la evolución del mundo humano: fenómeno global que se hace más comprensible dividiéndolo y unificándolo en los tres mundos.
Si la filogénesis y la ontogénesis ponen al hombre sobre todo en relación con los propios semejantes, y podo tanto lo ponen dentro del tiempo, el componente espacial lo pone en relación con la biosfera y con la ecosfera en general. «Ecología» deriva de la palabra griega oikos, que significa casa. Pues bien, tanto la filogénesis como la ontogénesís se desarrollan «en una casa», en un ambiente, en un ecosistema, donde el hombre, solo o población, es objeto y sujeto de interacción, de intercambio. En efecto, él es un sistema -desde el punto de vista biológicoen interacción como otros sistemas orgánicos no humanos, y todos están en el gran ecosistema. El hecho de que cinco mil millones de hombres hayan limitado profundamente (y hasta eliminado alguna vez) a otros animales o seres vivos en general; el hecho de que en el último siglo se hayan tomado al asalto masivamente los recursos o las materias primas y hayan cambiado el hábitat con productos químicos (y radiaciones de todo tipo, pero especialmente de energía nuclear), plantea problemas de supervivencia para todos. Consiguientemente, ha nacido el problema científico, técnico, moral, jurídico, y por lo tanto político, de la lEcología.
Será conveniente tener en cuenta también la enorme influencia que ejercen sobre el hombre -por medio de la población de pertenencia- los fenómenos estudiados de geografía económica (posibles cultivos agrarios, materias primas actuales etc.) y de la geografía estratégica (fenómenos unidos a la territorialidad). Es de señalar la importancia que cadenas montañosas, mares, etc., tienen en la política «normal» y en la «estratégica». Napoléon habría dicho que la política de un Estado está escrita en su geografía. Esta espacialidad, unida a una determinada temporalidad, influye mucho eri el nacimiento y desarrollo de las culturas, y por lo tanto también en el Mundo 3 de cada individuo. Las grandes culturas urbanas antiguas, nacidas en las cuencas del río Amarillo, del Indo, del Eufrates y del Nilo son un ejemplo bien claro.
Queda, por último, la característica de individualidad que el cuerpo humano comparte con otras realidades. Teólogos escolásticos, como Tomás de Aquino, sostenían que el alma humana está individuada por la cantidad (categoría aristotélica) del cuerpo. Era creada en unión con el cuerpo; más, era creada mientras se unía a la materia y así se conseguía el cuerpo, «sustancia» resultante de la unión de la materia y de la forma. La teoría del hombre individualizado por la extensión del cuerpo no carece de sentido, incluso hoy, en cuanto que responde a la cuestión: ¿cómo puede un principio intelectivo-volitivo ser individualizado aun siendo capaz de universalidad? Como se ve, la teoría de santo Tomás daba, al menos teóricamente, mucha importancia al cuerpo. Hoy sabemos que la individualización del cuerpo humano -además de la que le viene dada por la mera extensión y distinción de cualquier otro cuerpo material- está profundamente marcada en cada célula por, medio de los genes, determinantes y transmisores de unos cien mil elementos del fenotipo humano (las características observables de un organismo que sea adulto). Salvo los gemelos monozigóticos (.idénticos), prácticamente ningún ser humano tiene el mismo código genético que otro. Un problema elegante (para quien. acepta la existencia del alma trascendente): ¿qué distingue a dos gemelos idénticos, desde el momento _que tienen el mismo código genético y dos cuerpos muy parecidos (son genéticamente duplicados), pero sin duda separados y distintos?
Más allá de estas características y propiedades generales del cuerpo humano, existen otras de importancia especial, que hay que considerar a parte e individualmente.
2. COMUNICACIí“N. En los últimos años, con motivo del interés sus citado por la lingüística, se ha hablado mucho de comunicación,. es decir, de la utilización de la lengua. El contacto entre diversas mentes (Mundo 2) se realiza siempre a través del cuerpo (Mundo 1), aunque la lengua, por ser un sistema convencional de signos, pertenece a la cultura (Mundo 3). Sin el soporte del propio cuerpo no parece posible entrar en comunicación entre las personas. Sin embargo, no debe pensarse,. por eso, que el cuerpo propio y el de los demás tenga una función puramente instrumental: una especie de teléfono, que cambia un poco nuestra voz, pero no la hace irreconocible. La lengua es efectivamente producto de todo el hombre, de la persona, y el sonido sensible que representa los pensamientos no es. del todo instrumental. Originariamente el lenguaje es expresado y captado como hablado, y el paso a la escritura fonética no hace la lengua hablada menos importante. NI siquiera los medios de la telemática excluyen la lengua hablada; al contrario, hay intentos para encontrar una técnica que permita hablar (fonéticamente) y recibir respuestas no escritas, sino dichas por las máquinas. Como ha afirmado muchas veces F. de Saussure (1857-1913), el signo lingüístico (portador de significado) y el significado lingüístico (los significados) se comportan como las dos caras de un folio: si se corta una cara, también se corta la otra. Sonido y sentido no tienen una existencia separada. Ambas parejas (sonido-sentido y cuerpo-alma) forman un fenómeno específico e inseparable en sus elementos constitutivos.
Los órganos encargados de la formación de los sonidos en el hombre son capaces de producir unacantidad considerable de sonidos; tantos que cualquier lengua usa sólo un número reducido de sonidos fundamentales, llamados fonemas. Toda comunicación lingüística usa un canal vocalauditivo. Está claro que los animales, por causas anatomofisiológicas, no pueden hablar propiamente. Se han hecho experimentos; los más conocidos son los de tres célebres chimpancés «Washoe», «Sarah»y «Lana», y la conclusión fue que podían comunicar con objetos-símbolo, con el lenguaje americano para sordomudos, pero que de todas maneras su producción lingüística era inferior a la de un niño (cuyos genes transmiten también la capacidad de aprender un lenguaje complejo) en los niveles iniciales del lenguaje. En todo caso no se excluye que el lenguaje aprendido por ellos fuera algo más que un simple proceso de comunicación por condicionamiento.
Tradicionalmente se distingue la comunicación humana en verbal y no verbal. La comunicación verbal se distingue, a su vez, en vocal (palabras pronunciadas) y no vocal (palabras escritas, sistemas de signos para sordomudos, semáforos, etc.). La comunicación interpersonal comporta esencialmente una transferencia de información de una persona a otra. Lo que se transmite no es sólo el contenido de la comunicación verbal; también la intención y la emoción de quien habla es fácilmente captada. El hablar en voz alta, o despacio, o temblorosa o rota por espacios, revela el estado de ánimo de quien habla.
También su modo de vestir transmite algo. Pero las señales no verbales más significativas son el movimiento del cuerpo y la mímica facial. Esta sobre todo muestra el estado emotivo de las personas que intervienen -y, por lo tanto, comunican en los modos más variados-, aunque los interesados traten a veces de ocultarlo. Casi como un segundo canal de comunicación, aporta información sobre el hecho que el oyente entiende, está de acuerdo, etc., sobre lo que se dice; se utiliza, pues, en paralelo con el canal verbal. A veces puede contradecir o modificar lo que se está diciendo o haciendo: indicando, por ejemplo, que se está haciendo burla del interlocutor o que la lucha que se mantiene es un juego y no un litigio verdadero (esto se puede notar también entre los niños pequeños y los chimpancés). La mitad superior del rostro es la que aporta el mayor número de datos; los ojos y las cejas (o sea, la mirada) tienen una importancia fundamental.
Entre los movimientos del cuerpo, el tocarse y el contacto corporal es uno de los signos más significativos para comunicar emociones: el niño temeroso corre a que le cojan en brazos; los adultos que se aman buscan este mismo contacto. Hay toda una serie de gestos específicos: alzar los brazos en señal de victoria, hacer con la cabeza un gesto de aprobación, rascarse la cabeza en señal de perplejidad, etc. Finalmente, la proximidad física entre los interlocutores da el grado de su relación, fingido o real. Esta distancia es altamente cultural: En Europa es tanto mayor cuanto más se va del Mediterráneo hacia el norte.
A propósito de esta comunicación no verbal, se ha discutido mucho sobre su carácter innato, es decir, transmitida genéticamente junto con rasgos corporales y de otro tipo. Respecto a la proximidad física de quienes hablan, se ha verificado que es un fenómeno cultural; pero también parece cierto que mantener un mínimo de distancia forma parte de la tendencia a la seguridad territorial. También el llanto, la risa, las expresiones faciales de dolor parecen ser rigurosamente innatas (l Etología y socio-biología IV).
Se observa que las nuevas formas de comunicación a través de los medios telemáticos (telecomunicaciones, l informática) están teniendo una gran influencia en la comunicación. En la comunicación moderna hay ya una gran tendencia a pasar de las palabras habladas a las escritas, con la consiguiente pérdida de la voz por caída de todos los aspectos de la entonación, modulación etc. En la telemática, además, tienden a desaparecer todos los aspectos no verbales que en la relación personal de presencia desempeñan un papel importantísimo para el mismo contenido abstracto de la comunicación. La comunicación electrónica tiende a eliminar las funciones de contacto social, tan importantes para el desahogo personal y la descarga de las tensiones interiores (por aislamiento y privación de comunicación). La comunicación se volverá, pues, menos gratificante para los interlocutores.
Estas breves notas, tan breves que pueden hacer pensar que son simplistas, han querido subrayar la esencial corporeidad de la comunicación humana. Dado que el hombre tiene una fuerte tendencia a lo social, es decir, a «estar juntos», esta socialización puede darse sólo físicamente. La presencia entre personas se ha definido como un estar juntos en el espacio y en el tiempo que permita el intercambio personal. Pero un intercambio así sólo es posible con la comunicación. La comunicación es algo esencial a las personas; sin ella no es posible vivir ni material ni espiritualmente: con frecuencia buscamos la comunicación por el placer que nos proporciona el estar juntos. Estar con los otros es comunicación y «no es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2:18).
3. SEXUALIDAD. Las breves notas sobre la importancia y sobre lo esencial que es el cuerpo para la comunicación (como puente entre dos mentes, como productor de sonidos que, a su vez, son portadores de significados, y como sujeto casi exclusivo de la comunicación no verbal) son resultado de investigaciones más que de experiencias espontáneas comunes. En cambio, la relación de la sexualidad con el propio cuerpo es una experiencia de las más comunes, como el hecho de que también la mente desempeña una función en este fenómeno. De nuevo nos encontramos ante un fenómeno que tiene como sujeto el Mundo 1, 2 y 3, bajo puntos de vista distintos y con funciones distintas, claro está.
Comenzamos por los aspectos anatómico-fisiológicos. El ser humano está marcado como macho o hembra por los órganos sexuales y los efectos hormonales que producen. Además de la producción de estas hormonas, la otra tarea esencial de las glándulas sexuales (parte fundamental de la sexualidad) es la constitución de células sexuales reproducxoras, que si llegan a unirse en la fecundación son la base para el nacimiento de una nueva vida. Todo cuanto distingue a los dos sexos es indicado con el nombre de caracteres sexuales. Los caracteres primarios son las glándulas sexuales (gónadas), que en su formación dependen de los cromosomas sexuales (los indicados como XX y XY). Las características sexuales secundarias dependen de la influencia de las glándulas sexuales, una parte de sus efectos son de naturaleza sexual, y otra de naturaleza no-sexual. A1 grupo de naturaleza sexual pertenecen las vías genitales descendentes con las correspondientes glándulas, la forma de los órganos genitales externos, el vello próximo a ellos y la tendencia sexual (que es llamada también instinto o apetito). A1 grupo de naturaleza no sexual corresponden las medidas generales del cuerpo y la relación de tamaño de las distintas partes entre sí, la distribución del panículo adiposo, el desarrollo de las glándulas mamarias, el crecimiento de la laringe (que provocará con su desarrollo el cambio de la voz en la pubertad), además del comportamiento sexuado (propio de los sexos, pero no identificable con el genital) y la afectividad específica. Esta relación material destaca claramente de dónde proviene la diferenciación sexual y cómo ocurre. El comportamiento no-genital propio de los dos sexos y la afectividad correspondiente, aun dependiendo del Mundo 3, y por lo tanto marcado por el aspecto cultural con sus diferencias, es de origen corpóreo, y por lo tanto genético. Esto significa que muchas sensaciones (típica experiencia psicosomática: por lo tanto, Mundo 1 y Mundo 2) se basan en la diferenciación sexual corpórea, y que las muchas enfermedades cromosómicas unidas a la sexualidad influyen en el desarrollo corporal y en las manifestaciones de inteligencia (p.ej., los varones con el síndrome de Klinefelter, XXY), que ejercerán una gran influencia tanto en el psiquismo como en la vida de relación de los sujetos. Y esto ocurre no sólo en momento de su fecundación o de la pubertad, sino a lo largo de toda la vida. Porque, en efecto, las gónadas son órganos endocrinos, y por lo tanto regulan toda la coordinación corporal general (junto con el sistema nervioso), y no sólo la sexualidad. No se puede negar una cierta agresividad biológica en los jóvenes púberes, más acentuada que en las muchachas; pero debe aclararse el «predominio» también en edad avanzada. Algunos cambios de humor en fase premenstrual pueden depender de la presencia de hormonas femeninas en cantidad elevada, pero no existe (está probado) correlación entre niveles de andrógenos y comportamientos agresivos.
En estos momentos no interesa profundizar más en los detalles dé estas relaciones; interesa más bien saber si la sexualidad le viene al hombre del cuerpo (o del Mundo 1), y si también del alma (o, mejor, Mundo 2), que sufre la influencia del cuerpo por estar de hecho unida y ser «consustancia» a él, es sexuada. En otras palabras: ¿es el espíritu de un hombre distinto del espíritu de una mujer? Se podría tratar de responder de este modo, que quizá es útil para la cuestión siguiente sobre el significado humano del sexo. El cuerpo (entendido como conjunto de expresiones somáticas) es sexuado a nivel morfológico, hormonal, genético, etc. La psUé (en el sentido de expresiones dimórficas sexuales no genitales) está también erotizada, es decir, está muy influida por el hecho de estar unida a un soma sexuado. Buena parte del modo general del comportamiento de un hombre o de una mujer es ciertamente cultural. Pero esto no obsta para que, primero, en toda sociedad conocida los hombres se comporten de modo generalmente distinto de las mujeres; y que, segundo, en las sociedades avanzadas -donde la musculatura, p.ej., ya no es importante- el dimorfismo tienda a reducirse en todos los campos que no estén estrechamente relacionados con las funciones sexuales.
Podríamos aventurar la hipótesis, pues, de que el espíritu (el Mundo 2, en el sentido del yo, del alma; no en el sentido de la percepción y de las experiencias cognoscitivas) no es sexuado -en sentido genético, al no tener evidentemente células- ni tampoco erotizado. No está erotizado porque las manifestaciones psíquicas de este tipo son manifestaciones de un espíritu que, estando unido a un soma siempre sexuado, no puede evitar el «tomar posición», y por eso se manifiesta de modo sexuado no genital (lo que se ha denominado «erotizado’~. El espíritu en sí no es masculino ni femenino (aunque es un componente del hombre y no el hombre mismo, el espíritu, sin embargo, es siempre capaz de autoconciencia, y por tanto está unido a un mundo extracósmico); tiene la posibilidad de expresar las características humanas profundas que nuestra conciencia (refleja fenomenológicamente) nos indica. Lo que una mujer tiene de profundamente humano es su tendencial capacidad de acogida, comprensión, aceptación, prolongada resistencia a las dificultades, todas ellas características maternas. Y lo que un hombre tiene de más profundamente humano es la tendencia a organizar, ordenar, dar normas y producir objetos, enfrentar las dificultades: principio paterno. De hecho, estas tendencias se entrecruzan en todas las personas, pero generalmente predomina uno de los dos tipos. Pero ambas series de actitudes -tan importantes en las fases de educación de toda persona- son profundamente humanas, típicas de la persona, y por lo tanto el «espíritu encarnado» puede manifestar tendencialmente una, al menos principalmente.
La complementariedad de estas manifestaciones de la relación de una persona con las otras (no confundirlo con la relación amor/ odio), de las distintas formas de querer el bien de los demás (como el perdonar o el corregir) es evidente no sólo en el momento de los cuidados familiares, sino también en la relación entre cónyuges (entendiendo por esto no una categoría jurídica, sino una estabilidad de relaciones por encima de la sexual).
De hecho la sexualidad humana, además del aspecto reproductivo, tiene un aspecto comunicativo que es no-verbal cuando se expresa a través del lenguaje sexual del cuerpo, pero que se hace verbal precisamente para evitar la ambigüedad del lenguaje del cuerpo. Por ejemplo, la desnudez puede expresar confianza y el ser sin reservas, pero también vergüenza y violencia; por eso es necesaria la comunicación verbal para excluir la ambigüedad. Pero una vez conseguida la superación de la ambigüedad, el cuerpo tendrá ya su función comunicativa. Y se ve cómo en el ejercicio más amplio de la sexualidad expresa ‘aceptación, calor, confianza, seguridad, en el doble sentido de dar y recibir, exigencias y necesidades universales humanas sin relación con la edad o el sexo. «Como concepto fundamental, la capacidad comunicativa es considerada una característica de la sexualidad humana, al expresar, por medio del lenguaje del cuerpo, las necesidades humanas fundamentales y los deseos que buscan ambas partes en una significativa relación de amor. Es necesario, pues, para llegar a una vida sexual más humana, más libre y a la vez más duradera, completa y significativa, cultivar y desarrollar esta función comunicativa de la sexualidad. Ya que, a la larga, la comunicación es significativa sólo si el mensaje transmitido es real, se requiere finalmente cultivar el desarrollo de las relaciones interpersonales para combatir las proporciones epidémicas de disfunciones e insatisfacciones sexuales» (K. LoamT, La función comunicativa de la sexualidad humana).
Tomás de Aquino (Contra gentes III, 123), hablando de la indisolubilidad del matrimonio (después de haber afirmado que el varón es más perfecto que la mujer en cuanto a la razón y más fuerte físicamente…), tiene un bonito párrafo sobre el amor conyugal: «La amistad es tanto más grande cuanto más estable y prolongada. Parece que entre el hombre y su mujer exista la máxima amistad: en efecto, ellos no están unidos sólo por la cópula carnal -que incluso entre los animales provoca una cierta ansia de sociedad-, sino también por la comunión (consortium) de toda la comunicación (conversado) doméstica. Y por esto el hombre abandona a su padre y a su madre por la mujer».
Podríamos adelantar la hipótesis de que la sexualidad humana, con lo que tiene de empuje genéticamente programado y de apetito sensitivo, es un modo poderoso de unir a los hombres entre sí, al menos dentro del círculo familiar. Esta unión tan fuerte, que constituye la célula base de otras relaciones sociales más amplias, tiene quizá la función de ser puente hacia el encuentro con otras personas. A través del encuentro sexual, también en un sentido amplio, se rompen muchas barreras y desconfianzas y nos abrimos al encuentro humano, de las mentes y de los espíritus. Los sexólogos, como el citado Loewit, nos enseñan que la misma sexualidad genital no tiene muchas posibilidades de éxito y realización a largo plazo si no consigue, al menos parcialmente, un encuentro entre personas. Si la seguridad simbolizada en el abrazo no se hace ayuda en la vida cotidiana, tras un período de tiempo el abrazo pierde no sólo el significado, sino el interés para la persona.
Quizá, junto a algunas enfermedades psicosomáticas, la sexualidad humana sea uno de los mejores indicadores de la unidad del alma y cuerpo, o mejor, del hecho que el cuerpo del hombre es tal sólo para el alma que en él se manifiesta.
4. EL PLACER Y EL DOLOR. LA EMOCIí“N. LA ENFERMEDAD MENTAL Y LA DROGA. Vamos a tratar de los estados de bienestar o malestar que le vienen a la persona de su cuerpo.
Podemos comenzar con el fenómeno del placer, entendido precisamente como sensación proveniente de la percepción sensitiva, que se puede alcanzar cuando se satisface una necesidad o se espera su satisfacción. El término «placer» puede designar también la sensación de emociones (alegría, p.ej.) o estados de humor de relativa duración (como una excitación agradable) en cuanto son percibidos como agradables y pueden ser saboreados, disfrutados, al contrario que sus opuestos (p.ej., ansiedad, melancolía).
Hay que distinguir no tanto entre placeres inferiores o superiores, cuanto más bien entre sensaciones y sentimientos, y, al menos inicialmente, entre placer y alegría. La primera categoría se localizaría sensorialmente; la segunda tendría una dimensión más espiritual. Posteriormente podríamos ver el estado típico de la relación Mundo 1 y 2, que es la emoción (en este caso agradable). La emoción es otro ejemplo de la unidad del compuesto humano, de forma parecida a la percepción o sensación. Se ha visto que, independientemente del tipo de emoción, se realiza una activación del sistema nervioso simpático: quien tiene miedo o está enfadado está expuesto igualmente a la taquicardia, al aumento de la presión arterial, etc. No sólo eso; cuando una persona se encuentra de improviso frente a un peligro grave, por ejemplo, un coche en plena carrera, lo primero que hace es dar un salto para evitarlo, y después, cuando se da cuenta, comienza a temblar, sudar, tener miedo. Parece que ni siquiera el recurso a circuitos paleoencefálicos (que sólo después activarían las funciones corticales/cognoscitivas y las viscerales/ simpáticas) pueda explicar el hecho; pero al menos en el caso del hombre (ya que los animales superiores también tienen emociones) habrá que recurrir a la autoconciencia que recuerda experiencias análogas del pasado y proyecta las propias expectativas en el futuro. De este modo, desde los órganos del sentido llega a la corteza (y, por lo tanto, al cerebro de enlace de Eccles)una serie de estímulos sensoriales que son coordinados e interpretados por el yo consciente como situación de agrado o desagrado, y desde ahí son activados envía descendente sistemas autónomos que probablemente equivalen a estados de prealerta o de posalerta.
La ambigüedad de estas respuestas emocionales (en cuanto movimiento del sistema simpático, p.ej.) lleva a hacer referencia también al fenómeno del dolor físico. A diferencia de cuanto hemos dicho para el placer físico, el cuerpo del hombre, como el de los animales, dispone de receptores nerviosos que aportan información sobre los cambios que se producen en el ambiente interno y en el ambiente que rodea al cuerpo. Algunos receptores son capaces de registrar grandes cantidades de estímulos, pero la mayoría están especializados: existen unos receptores internos, llamados nociceptores (receptores del dolor), que sirven para indicar y responder a estímulos nocivos y térmicos que actúan sobre ciertos tejidos y funciones. En el hombre, sin embargo, el dolor no produce sólo sensaciones localizadas; algunos mecanismos cerebrales se encargan de la codificación, muy compleja, de estos estímulos. En efecto, el factor emocional es importante y activa diversas áreas del cerebro. Se sabe que el control cerebral del dolor se realiza por medio de sustancias químicas, las endorfinas, que son sintetizadas en el marco del sistema nervioso mismo. Ellas deprimen ciertos circuitos nerviosos y reducen así la sensación de dolor, son producidas en situaciones de estrés y de activación emotiva del sistema central. Estos estudios, tanto a_nivel de biología teorética como a nivel de terapia del dolor, están ahora en pleno desarrollo. Y de nuevo nos encontramos frente a un fenómeno que, a pesar de sus componentes fisiológicos y bioquímicos, encuentra una explicación si tienen en cuenta los componentes «extracorpóreos», como la evidente diferencia de los individuos y, parece ser, de los grupos en la percepción y en la reacción al dolor.
Hay que hacer notar que las endorfinas (y sustancias semejantes) se descubrieron durante unas investigaciones sobre los receptores centrales para los opiáceos (ya naturales, ya sintéticos, como la morfina y la heroína) utilizados en funciones analgésicas (antidolorosas). Se descubrió así que los opiáceos actúan sobre los circuitos nerviosos del dolor fijándose sobre los receptores específicos; estos últimos son funcionales con sustancias fisiológicas endógenas, es decir, no extrañas al cuerpo, como son las que normalmente llamamos drogas.
Desde el punto de vista de la antropología general, este descubrimiento es de gran valor, porque permite desarrollar un intento de explicación racional de la dependencia de las drogas que está hoy tan extendida y cada día se extiende más. Estas sustancias de tan diversos tipos, desde el tabaco a la marihuana, desde el alcohol a las anfetaminas, actúan sobre el cerebro y modifican tanto las sensaciones como el comportamiento, a través de los centros y las células cerebrales y los mediadores químicos. Pero el aspecto social del problema es aún más importante: el mundo circundante, especialmente el humano, es percibido de modo distinto, con la consiguiente reacción comportamental diversa. Simplificando, podemos decir que estas sustancias de tipo eufórico reproducen un mecanismo antidoloroso natural y son consumidas para eliminar estados de malestar (que son percibidos como dolorosos) en la vida de las relaciones, y estados endógenos de ansiedad y de estrés generalizado. Muchas drogas que forman parte de la inmensa lista de los psicofármacos se utilizan en psiquiatría y medicina, como los tranquilizantes y antidepresivos.
Precisamente a partir de este mundo de la psiquiatría y de los desajustes del comportamiento en general se puede esbozar a nivel teórico un esquema de comprensión de las tóxicodependencias. Desde las psicosis más graves (p.ej., síndromes esquizofrénicos) a las neurosis cotidianas (estados de ansiedad), parece que el componente orgánico (incluido el bioquímico) y el ambiental deben ser tratados -aunque de distinto modo- conjuntamente. Ambiente significa, a nivel antropológico, la personalidad, el yo que reacciona a la situación captada quizá de forma distorsionada a causa de desajustes neurológicos. Por lo tanto, el enfermo mental y el neurótico y hasta el toxicómano tendrían que soportar aparentemente desequilibrios orgánicos y de la personalidad, entendida como yo autoconsciente. Se podría decir que entre el fumador ocasional de marihuana, que se produce una excitación, un bienestar artificial, y un depresivo, la diferencia es que el primero produce por su propio placer un cambio de la fisiología de algunos centros cerebrales, mientras que el segundo debe soportar desajuste cerebral que muy probablemente no se causa él, ni siquiera en un largo espacio de tiempo. De todas formas, desde el punto de vista a que nos referimos, se concluye que una disfunción cerebral o un exceso funcional del mismo es sufrido por toda la persona, como es toda la persona la que experimenta la sensación de agradable tibieza o de desagrado por la intensidad de calor en una mano (receptores periféricos del dolor).
Ciertamente, la enfermedad mental (en el sentido de desajustes de la personalidad que cambian profundamente las relaciones entre la persona y el mundo circundante) hace muy difícil el correcto funcionamiento del cerebro de enlace, y sobre todo hace muy dificil la manifestación y la actuación del yo consigo mismo, con los otros y con el cosmos. Por eso la investigación y el cuidado de estas enfermedades es particularmente «humano», sobre todo por la finalidad que tiene de dar a quien no consigue hacerlo personalmente sus posibilidades de vivir. Desde lo que se ha dicho aquí resulta que el alma no puede ser considerada «como un ángel encerrado en la materia»; y ni siquiera se puede pensar que «si la materia no está bien organizada, tanto peor para ella». Por todo lo que se puede deducir de las materias científicas sobre el hombre y de la experiencia común hecha consciente, la persona es un compuesto, y sólo como tal debe tratársele y pensarse. Conviene, pues, recordar que el cuidado de quienes sufren desajustes del comportamiento, de los toxicómanos, de los que tienen algún hándicap irreversible -más allá de las actuaciones técnicas, como pueden ser los psicofármacos o una silla de ruedas- es siempre un «ayudar a ayudarse». Se da una mano para restablecer una relación «natural» sobre todo con el mundo humano, pero es la propia persona ayudada la que debe restablecer las propias relaciones.
V. Datos a resaltar desde la fe
No es fácil enumerar cuáles son los contenidos de fe que se refieren al tema de la corporeidad. Lo que la Biblia nos dice muchas veces está dicho desde las concepciones y los esquemas de la época en la que se formó el texto, y además nuestra interpretación también está marcada por la situación actual. Una visión de conjunto, es decir, que parta de lo que la comunidad cristiana ha conservado y desarrollado desde la experiencia de Dios que ha cristalizado en la Biblia, será un método más idóneo y adaptado al objetivo de este artículo; tanto más que una tradición neoplatónica en la Iglesia antigua y una tradición puritana de la época siguiente a la contrarreforma han llevado a la teología, en estos últimos años, a querer borrar, por reacción, este pasado dualista y «anticorpóreo».
1. «GAUDIUM ET SPES» 14. Será muy útil partir de un texto que resume la fe de nuestro tiempo sobre el tema; un texto que, si se entiende bien, revela la historia milenaria que en él se expresa y la posibilidad de apertura a nuestra «civilización del cuerpo» con sus correspondientes llamadas de atención. Se trata del número 14 de la GS: «Unidad de alma y cuerpo, el hombre sintetiza en sí mismo, por su misma condición corporal, los elementos del mundo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador (cf Dan 3:57-90). No debe, por tanto, el hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La prop¡a dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo (cf 1Co 6:13-20) y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón. No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero: a estas profundidades retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones (cf 1Re 16:7; Jer 17:10), y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. A1 afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio, provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad».
En la primera redacción, el texto conciliar todavía no tenía título: «constitución del hombre», ni trataba de su ser esencial, sino que trataba -de modo muy significativo- de la «dignidad del cuerpo humano». Actualmente éste se divide en dos partes: mientras la primera desarrolla una sobria doctrina sobre el cuerpo, la segunda se concentra más bien en el alma.
El texto comienza con estas significativas palabras: «Corpore et anima unus, homo… El hombre, que es la unidad de alma y de cuerpo…» Este es el pensamiento central de tipo descriptivo, que enseguida se une a la idea -formulada en términos neoplatónicos, como la escolástica la ha transmitido en su uso cristiano- de que el hombre se encuentra al final del movimiento de retorno hacia Dios de toda la creación, y que esto le es posible en cuanto él unifica en sí todos los componentes del universo (el hombre como microcosmos). Hemos hablado de una idea formulada «en términos neoplatónicos», pero el texto al que nos remite es el de la versión griega de Daniel (sobre el siglo ti a.C.); en cualquier caso, la creación del hombre, según Gén 1 como imagen de Dios y con la tarea de someter y dominar el universo, y según Gén 2 donde Dios sopla en la nariz del hombre modelado del polvo de la tierra, suministra el material que la tradición teológica ordenará en el exitus y en el reditus del amor de Dios a sí mismo. En efecto, el contexto de fe que le da valor al cuerpo es su creación, y por lo tanto su origen en Dios, y su resurecció a, es decir, su retorno a él. Con la afirmación implícita de la imposibilidad del retorno a Dios del espíritu sólo cuando llegue el momento definitivo de la creación. Tomás de Aquino ha escrito: «El alma separada del cuerpo es, de alguna manera, imperfecta, como una parte de algo cuando se ve separada del conjunto: el alma es, por su estructura, parte de la naturaleza humana. Por esto el alma no puede conseguir la felicidad última si no está unida de nuevo al cuerpo» (Contra gentes IV, 79).
Remontándose directamente a la tradición paulina de 1Cor, el texto exhorta a no dejarse arrastrar por las tendencias del cuerpo que pueden dañar a todo el hombre. Ciertamente, no es violentar el texto (teniendo en cuenta su visión de conjunto) si se piensa que las malas inclinaciones del corazón pertenecen a todo el hombre, que cede a ciertos desórdenes ligados al cuerpo. ¿Cómo no pensar aquí, después de todo lo que hemos dicho antes sobre los psicofármacos, que el uso hedonista de las drogas es un uso abusivo del cuerpo para conseguir un placer desordenado, en cuanto produce daños psíquicos y espirituales unidos al placer sin límites?
Luego el texto pasa a considerar la posibilidad -históricamente muy extendida y siempre presente- de que el alma pueda ser reducida a materia o a simple interacción social (el Mundo 2 es sólo Mundo 1 y, como mucho, también Mundo 3). En efecto, en su propio interior es donde él entra en contacto con Dios. También aquí aparece el resultado de una larga historia de reflexión espiritual y teológica: ya san Agustín llama la atención sobre el homo interior y exterior. Dios está lejos del hombre porque el hombre está lejos de sí mismo, del propio hombre interior, que, sin embargo, no tiene nada que ver, evidentemente, con algo contrapuesto al hombre exterior como cuerpo, al menos en el sentido en el que el texto conciliar recoge esta antigua doctrina. La alusión al corazón remite claramente a Agustín y a Pascal y lo pone en relación con la interioridad; y aparece de nuevo en el número 16 de la misma GS, donde se trata de la dignidad de la conciencia.
Finalmente, como refiere J. Ratzinger en su comentario, a petición de un padre conciliar se añadió al texto la explícita afirmación de la espiritualidad e inmortalidad del alma: para evitar, parece, interpretaciones demasiado corporales del componente espiritual (lo que significa: no de la misma cualidad experimental del cosmos), alimentadas también por su referencia a la antropología del AT, que ciertamente no brilla por su claridad en este punto.
El texto termina con la afirmación consiguiente de la capacidad del alma (y, por tanto, del hombre) de autoconciencia y de conocimiento de la realidad que rodea al hombre. Es una llamada a no quedarse en los determinismos, los desarrollos históricos, el pluralismo, sino a reconocer en última instancia y con toda precaución la capacidad humana de conocer la realidad y de poder actuar sobre ella con conocimiento de causa.
Hemos definido este texto «como un resumen de la fe de nuestro tiempo». Quizá sea bueno subrayar, si hubiera necesidad, que un texto del magisterio no expresa nunca toda y únicamente la fe, sino que contiene, como en este caso, pensamientos bíblicos elaborados por la tradición y con un mínimo recurso a construcciones filosóficas y literarias. La exclusión total de estos datos no sería posible, aunque sólo fuera por el mero hecho de tener que usar una lengua. De todas formas será conveniente -siquiera con brevedad- ver cuál es la posición de la Biblia y desarrollar luego una teología que, aun con sobriedad, tendrá que tener en cuenta la situación actual de la comunidad cristiana y civil.
2. LA SAGRADA ESCRITURA. Resumiendo aun a costa de parecer simplista, es posible decir que en el AT cuerpo y alma no están estrictamente separados; y que como el Señor modeló «al hombre con el polvo del suelo e insufló en sus narices un aliento de vida: y el hombre comenzó a ser un ser vivo» (Gén 2:7), así éstos pierden juntos su vida. No hay duda de que se presupone una estrecha unidad entre el alma y el cuerpo, tanto por el uso de los términos lingüísticos no exclusivos como por algunas funciones «espirituales» atribuidas literalmente al cuerpo y «materiales» al alma. Sin duda, Dios tiene un poder total sobre el hombre; expresiones como : «El Señor da la muerte y da la vida, hace descender a los infiernos y vuelve a sacar» (1Sa 2:6), son la base y el paso hacia expresiones más tardías y llenas de luz, como las de 2Mac 7 y Dan 12:2ss (textos contemporáneos del s. ii a.C.). Hay que tener en cuenta también que la comunión con el Señor va estrechamente unida a este tener la vida de él y junto a él.
En el NT los textos no paulinos son poco significativos. En 1Cor es donde puede verse el nacimiento y el desarrollo concreto de la doctrina paulina sobre el cuerpo, la carne, el espíritu. Pablo se encuentra frente a los «pneumáticos» que, poseídos todos por el espíritu, infravaloran el cuerpo hasta el punto de considerarlo fuera del ámbito de la salvación. 1Cor 2,l0ss aclara cómo el Espíritu está estrechamente unido a la aparición de Jesús en la historia, y en 6,12ss lo pone en relación con el cuerpo de los cristianos. El cuerpo es el templo del Espíritu, no la prisión; es miembro de Cristo, que no puede unirse a una prostituta. En el capítulo 10 se recoge la misma idea: la cena del Señor, alimento espiritual, no es compatible con excesos de cualquier tipo. El capítulo 15 lo dedica a la resurrección: el cuerpo será espiritual, no porque esté constituido por una sustancia celeste especial, sino como fruto gratuito de la obra de salvación que Dios ha realizado. (Sería útil consultar en K.H. Schelkle [Teología del Nuevo Testamento 1: Creación], el párrafo dedicado a «Carne y Espíritu y ulteriores conceptos antropológicos» en la teología paulina).
Queda claro de todas maneras que ni la Biblia ni Pablo se interesan en una estructura ontológicamente esencial de los «componentes humanos», sino que ve las cosas desde el punto de vista del plan de salvación de Dios y de la decisión del hombre por la que se integra o se opone existencialmente a ella. En este sentido, cuerpo indica, para Pablo, el hombre entero tal y como ha sido hecho por Dios y se presenta ante los otros hombres; carne, en cambio, indica la oposición del hombre a la oferta de salvación y de perdón que Dios le hace. El espíritu es el de 1Co 12:17 : «El que se une al Señor forma con él un solo espíritu». Y de todas formas: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo; y Dios que resucitó al Señor nos resucitará también a nosotros con su poder» (1Co 12:13ss).
3. REFLEXIí“N TEOLí“GICA. Una reflexión teológica sobre cuerpo/vida no puede limitarse a repetir los datos de la Biblia y de la tradición: lo primero de todo por su complejidad, su inculturación (de ahí la dificultad de interpretación, junto a la diferencia alguna vez de «sus» intereses y de los «nuestros’, pero sobre todo por el motivo de la inmensidad material. Es que desde el punto de vista teológico nuestro tema ha ido unido siempre a los problemas de todo el hombre, a los que se interesan por su constitución o su destino o su salvación. Tampoco nuestra situación actual favorece la síntesis: el inmenso material de las ciencias humanas -desde la paleontología a la antropología comparada, desde la bioquímica de las células nerviosas a la sociología de los grupos pequeños- es enriquecedor, pero todavía muy fragmentario.
El punto de partida parece que deba ser la «mundanidad» del hombre, en el sentido de ser alguien que Dios ha producido de este mundo (hombre: adam, de la tierra: adamah) para vivir en este mundo. Desde ningún punto de vista se le puede considerar un ángel caído o un espíritu prisionero; todo lo contrario, está profundamente agradecido a Dios por todo lo que ha creado para él: esta tierra con toda su belleza. El hombre tiene la responsabilidad de hacerla más habitable con su trabajo inteligente, pero se le invita siempre a dominarla con respeto. Es su administrador inteligente, no su patrón demoníaco.
Este marco dibuja la tarea y el límite de la relación del hombre con el mundo animado de la vida y con el mundo inanimado de la tierra: es un don de Dios, con su propia consistencia, que hay que respetar (no desintegrar) y poner al servicio de los hombres, de todos los hombres; por lo tanto, no sólo de los hombres del hemisferio norte ni de los hombres actualmente existentes. Para utilizar una parábola de la buena burguesía no sólo europea, el mundo es algo así como los cuadros y las joyas familiares: no se venden nunca, se disfrutan y se dejan a los hijos. Seguramente es superfluo añadir que esta visión no debería degradarse de forma utilitarista («de otro modo moriríamos todos’ y tampoco en formas de personificación de la naturaleza (tanto animal como cosmos entero). El cuerpo del hombre, su ser integrado en todo el, conjunto de los otros seres vivos, adquiere un profundo sentido religioso y personal si dentro de todo ésta sabemos captar la presencia de Dios. Desde luego que Dios es misterioso para nosotros;.pero cuando la Biblia nos habla de él, usa términos como padre, madre; y en el AT, también hermano y esposó. Todo son metáforas, pero no como simples imágenes poéticas. La autoconciencia, que hace del hombre una persona, es sobre todo de Dios; cómo también la capacidad de actuar con autonomía. Por lo tanto, apreciar el mundo es apreciar a un Dios personal; algo así como cuando al leer una carta afectuosa apreciamos al amigo que la escribe, o al contemplar un cuadro descubrimos rasgos de la personalidad del artista. Es posible pensar y creer en la presencia de Dios en el mundo de los cuerpos y de la vida de modos diversos -también los cristianos-; pero parece que deberíamos excluir las formas de presencia que no aseguran la autoconciencia de Dios y su autonomía de acción; sólo así es posible adorarlo en sus obras. Los descubrimientos de la física de las partículas y de la bioquímica celular manifiestan el poder de Dios y hacen que hasta el no creyente se quede pensativo sobre el significado de tanta riqueza.
El hombre-ser-cósmico es también la cima de este mundo (Mundo 1) a causa de su trascendente autoconciencia y autonomía de conocimiento y acción (Mundo 3 y el influjo sobre el Mundo l). Lo que llamamos comúnmente unión del alma y cuerpo ha sido además objeto de definición magisterial por parte de la Iglesia. En el concilio IV de Letrán (1215) -unos diez años antes de la muerte de san Francisco, el cantor de la creación- fue rechazada la espiritualización del hombre, en oposición a los albigenses, y se reafirmó su unidad constituida de cuerpo y alma, ya que las cosas espirituales y las materiales proceden todas del único Dios (DS 800). Y el concilio de Viena (131 11312) reafirmó la doctrina de santo Tomás sobre el alma espiritual como forma del cuerpo para reafirmar con ella la unidad del hombre (DS 902).
Pero ¿cómo el hombre es imagen y semejanza de Dios si no es con toda su realidad: con el mundo de la pura materialidad, de la materia viva (Mundo l), con la unidad con él y su superación (Mundo 2) y con el conocimiento de todo esto (Mundo 3, de la belleza, de la utilidad, pero también de la verdad)? Y como en el hombre hay una jerarquización de todo lo real que confluye en el yo autoconsciente y autónomo, es precisamente ahí donde el hombre es más imagen de Dios. Conociéndose a sí mismo y al mundo, con su capacidad de actuar autónomamente sobre ellos, el hombre capta el orden ontológico (criatura y creador, criaturas entre sí y dentro de las mismas criaturas compuestas), y de este modo es capaz de moralidad. Lo que GS 16 llama l conciencia, el santuario y el núcleo más profundo del hombre, es la capacidad de descubrir el orden de Dios y de realizar la parte que le ha sido encomendada para que la construya. Pues la autonomía del hombre es amplia, en el marco general, y no es aceptación pasiva de un proyecto, sino asumir una responsabilidad, que llamamos moral, y por, tanto de bondad. Porque la realización del plan de Dios comporta el reconocer su bondad, su voluntad de dar al hombre «cosas buenas», y por eso la semejanza del hombre es también operativa: actuar con bondad como Dios mismo ha hecho y sigue haciendo, y hacerse bueno (querer el propio bien, último e intermedio, y el de los demás).
El plan de salvación presentado por Jesús en su predicación del reino no es espiritual, sino humano: espiritual y material a la vez. Así, en las bienaventuranzas segunda y tercera de Lucas (que se corresponden con la segunda y la cuarta de Mateo y se creé que son las más antiguas) leemos: «Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis» (Luc 6:21). Y en la segunda parte del padrenuestro se repiten las peticiones «espirituales y materiales», que constituyen los bienes del reino que está para llegar. Cierto que Jesús dice: «No os agobiéis por vuestra vida pensando qué comeréis o beberéis, ni por vuestro cuerpo pensando cómo os vestiréis» (Mat 6:25). «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (v. 33). Pero es muy significativa la segunda parte del versículo 25: «¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?» Todo Mat 6:25-34y su paralelo Luc 12:22-31 animan a no dejarse absorber demasiado por las preocupaciones terrenas y a realizar todo lo que Dios nos anuncia por medio de Jesús como condición para entrar en el reino. Pero en ningún sitio se dice que el reino sea para ángeles sin cuerpo, porque «bien sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de estas cosas» (v: 32). No se trata de un «idilio bucólico», sino de una relativización de los intereses egoístas terrenos respecto al ingreso en el reino.
Nunca como hoy ha sido posible en un mundo como el nuestro, ahora convertido en uno gracias a las telecomunicaciones, a los transportes y a la cultura, proveer el cuerpo de todos los hombres. La fe cristiana en un único origen, en una única salvación, implica, antes de la fe en un único destino, la fe en un único modo de vida, en el sentido bien preciso de que existe una única dignidad del hombre, que hoy se concreta en la exigencia y posibilidad real de un nivel de vida para todos y cada uno de los cinco mil millones de hombres. Se trata de dar a cada uno alimento suficiente, un techo, asistencia sanitaria y una educación básica. No es éste el lugar para entrar en detalles; pero si un niño o, un adolescente no tiene alimentación suficiente para su desarrollo físico y un mínimo de educación (proporcional a su ambiente , para saber moverse en sociedad), ¿cómo podemos luego hablar de él como de un hijo de Dios, creado, y redimido como nosotros?
Tomarse en serio el cuerpo y la vida del cuerpo significa tomar en serio también la edad del cuerpo: el embrión, el niño, el adolescente, los esposos jóvenes, el hombre maduro y el abuelo anciano. Las exigencias psicofísicas de estas edades son de hecho el marco donde cada uno de nosotros, para sí mismo o para quienes de alguna manera le están confiados, es llamado, a través de las exigencias que se le plantean, a vivir su ser hombre cristiano (l Educación moral).
El desarrollo de las propias capacidades artísticas, e incluso físicas (como en el deporte amateur o también más serio), no es algo ajeno a la vida del cristiano, ni siquiera desde el punto de vista teorético. Nadie pone en duda que la capacidad de crear belleza -desde la ejecución de una sonata a la creación de parques urbanos- es muy humana; pero también muchos objetivos deportivos son signo del espíritu, de aquel que el yo consigue realizar como hombre. El cuidado excesivo del cuerpo o el entrenamiento intenso de un niño para el deporte de competición son cosas intuitivamente discutibles; pero, como sugieren las mismas expresiones lingüísticas, es la relación (excesiva, niño), es el orden lo que se rompe. El cuidado que los muchachos y las muchachas tienen de su cuerpo, el espíritu de autocontrol del muchacho deportista (l Deporte), son elementos positivos que influirán en su crecimiento interior, y, por lo tanto, en todo el hombre.
El misterio de Jesús está contenido esencialmente en la afirmación de fe según la cual él es Dios hecho hombre, Dios y hombre a la vez: Lo importante para nuestro tema, es que él se ha hecho uno de nosotros. Toda la cristología de los primeros siglos se concentró en el esfuerzo de pensar cómo fue esto posible. El hecho de haber sido posible y haberse realizado manifiesta una dignidad por parte del ser humano que también puede extenderse a todo el cosmos. Si dignidad significa elevación, rango, nada ni nadie es más «digno» que Dios, autor del cosmos en cuanto principio del ser. La revelación bíblica más antigua nos ha enseñado que la materia, incluso la no humana, viene de Dios; pero no como subproducto, fuga de él o contraposición a él. Nos ha enseñado también que Dios la ha creado voluntariamente y que se quedó satisfecho: «Vio Dios todo lo que había hecho, y le pareció muy bueno» (Gén 1:31). La nueva revelación -que es la salvación, y por lo tanto afirmación del mal en el mundo, pero superable-, al presentarnos al Hijo como hombre, afirma la extrema dignidad del hombre entre las criaturas. También el memorial de su muerte y resurrección -«Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros… Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1Co 11:24 y 26)- indica una alta valoración, no sólo simbólica, del cuerpo y de la vida.
Efectivamente, la resurrección de Cristo es promesa de nuestra resurrección ya que «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos» ( Mar 12:27). Sin embargo, «cuando resuciten los muertos, no se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo» (v. 25). ¿Sin cuerpo, pues? Ya Pablo, veinticinco años después de la resurrección de Jesús, se preguntaba: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán?» (1Co 15:35). Es difícil pensar que la resurrección será algo así como cuando en una unidad de cuidados intensivos un hombre «es devuelto a la vida», es decir, a sus funciones corporales y humanas desde un coma casi irreversible. Quizá sea mejor decir que en la resurrección cada uno de nosotros tendrá un cuerpo, en el sentido de una relación corporal con los otros hombres y con el cosmos. Nuestra fe nos habla de la visión del fin del mundo, pero no con «gemidos y temblores» m tampoco como «dies trae», sino como la natural realización (el programado fin de la creación) de todas las realidades materiales y espirituales en Dios. Una especie de retorno de todo y de todos a la casa del Padre. Cuando las primeras comunidades rezaban: «Marána thá» (Ven pronto, Señor Jesús), rezaban para esto. Para la alegría final del encuentro con Jesús, con Dios y con todos los vivos y muertos.
No será, pues, una gran llamarada final (paralela a la gran explosión inicial del Big Bang), sino el reencuentro con todo lo que a lo largo de los siglos los hombres han hecho de bueno. «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados» (GS 39).
(En general, /Bioétlca; /Etología y sociobiología; /Procreación artificial; /Salud, enfermedad, muerte; /Sexualidad; /Suicidio).
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F. Compagnoni
Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teología moral, Paulinas, Madrid,1992
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral
Sumario: 1. Introducción. II. El hombre como cuerpo: 1. La perspectiva del AT; 2. La perspectiva del NT: a) La carne, b) El cuerpo; 3: La salvación de! cuerpo; 4. Antropología cristiana y corporeidad. III. El cuerpo como signo de la persona: 1. El cuerpo como revelador del hombre: a) La belleza y la fuerza, b) El gesto, c) El vestido y la desnudez; 2. Las imágenes an-tropomórficas de Dios. IV. Conclusión: El hombre nuevo revestido de Cristo.
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1 INTRODUCCION.
Es característico de nuestra cultura contemporánea el redescubrimiento de la problemática de la corporeidad; a partir de las provocaciones suscitadas por algunos movimientos contestatarios, esta problemática se está además difundiendo en los ambientes cristianos, exigiendo investigaciones y reflexiones realizadas con el debido método. Se cita muchas veces la Biblia como una voz de primer orden en favor de la revaloración de la corporeidad, ya que -según se dice- la Biblia no conoce el dualismo entre el espíritu y la materia y considera al hombre como un ser unitario. Por eso la defensa del valor del cuerpo se presenta a veces como una tarea cristiana de fidelidad a la palabra de Dios. En este planteamiento hay mucho de verdad, aunque serán oportunas algunas obvias consideraciones previas.
Las concepciones del hombre y del cuerpo que se encuentran en el mundo hebreo y en el NT son ante todo datos culturales, y no datos de fe. La fe puede coexistir con otros planteamientos culturales, y habrá que demostrar en cada caso si y hasta qué punto algunos elementos de una cultura determinada son incompatibles con la fe. El hecho de que la fe bíblica se haya expresado en una determinada visión de las cosas no impone que haya que privilegiar esa visión, enseñándola y muchos menos imponiéndola. Por eso mismo, en línea de principio no estamos obligados, por el hecho de creer en la †œpalabra†, a hacer también nuestros los valores culturales humanos en los que la †œpalabra† misma se expresó en la Biblia. Lo mismo que podemos abandonar la visión geocéntrica en astronomía, así también, siempre en línea de principio, podemos abandonar las concepciones antropológicas del AT o de Pablo. Tendremos que buscar la visión más verdadera de las cosas, y la verificación de esa verdad no es ya función de las ciencias bíblicas. La palabra de Dios lo único que nos impone es aceptar aquel juicio sobre el hombre, sobre su ser y sobre su obrar que, desde el tenor de los textos y del sensus fidel o de la analogía fidel, resulte que es una declaración de Dios que fotografía al hombre en su relación con él de forma tan veraz y decisiva que no depende, en cuanto tal, de la cultura en que se ha expresado, sino precisamente del juicio y de la revelación de Dios en sentido estricto.
Pero, por otra parte, esta distinción no es fácil, y muchas veces ni siquiera el empeño más serio de análisis y de confrontación en el terreno de la analogía fidel consigue hacerla tan clara y tan definida como a todos nos gustaría. Hay que advertir además que este discernimiento de los contenidos de la fe no es tarea solamente de la teología bíblica, sino más bien de la teología sistemática. Así pues, el que presenta los contenidos bíblicos tiene que advertir al lector, como aquí estamos haciendo, de la delicadeza del problema, incluso para evitar que la presentación de la visión cultural de la Biblia resulte tan atrayente que mueva al oyente a abrazarla acríticamente, como si tuviera que volver a ser un hombre que ve las cosas como las veían sus predecesores del primer milenio antes de Cristo. Tiene que seguir siendo más bien un hombre del siglo xx, que se siente por ello interpelado y provocado a pensar de nuevo los lugares comunes de su cultura por los hombres del primer milenio, que le hablan a través de las páginas bíblicas. Además, porque estos hombres tienen en su favor no sólo el hechizo de una antigua sabiduría y de una frescura original de intuiciones de la realidad que quizá haya perdido, por desdicha, nuestra complicada civilización tecnológica, sino sobre todo porque Dios ha querido referirse precisamente a ellos y a su mentalidad para revelar lo que él piensa y lo que quiere hacer del hombre a lo largo de la historia de todos los tiempos.
Los autores de teología bíblica deberían ser capaces de distinguir -para limitarnos a nuestro terreno- lo que Dios quiere decirnos sobre la corporeidad y la forma en que podían expresarlo los primeros destinatarios con sus categorías de pensamiento. Pero estas dos cosas están tan trabadas entre sí que, como decíamos, la distinción es muy difícil, a no ser que queramos contentarnos con simplificaciones y abstracciones pobres y descarnadas. Por esta razón, a lo largo del artículo, los datos culturales y los contenidos de la fe no podrán distinguirse en diversos párrafos, sino que seguirán trabados entre sí y su respectiva delimitación resultará a menudo elástica y fluida.
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II. EL HOMBRE COMO CUERPO.
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1. La perspectiva del AT.
La concepción veterotesta-mentaria del hombre es unitaria; no caben dudas sobre la verdad sustancial de esta afirmación. Se trata únicamente de precisarla y de mostrar qué es lo que significa para la comprensión del ser humano y de sus manifestaciones vitales.
Para indicar el cuerpo del hombre o, mejor dicho, al hombre en cuanto cuerpo, además de algunos términos bastante raros, tiene a su disposición el término basar, que significa primeramente carne y, más ampliamente, cuerpo. A veces el término puede indicar un aspecto particular del ser humano, sin que por ello haya que concluir que el hebreo tiene en su mente la idea de un compuesto de varios elementos; así, por ejemplo, carne puede contraponerse a los equivalentes de las palabras españDIAS espíritu o aliento, vida o alma, corazón, huesos, piel, sangre. Unido a estos términos, basar puede indicar primordialmente la diferencia entre la carne y los otros aspectos del ser humano, o bien constituir una especie de endíadis para indicar al ser humano en su totalidad y plenitud. Así, por ejemplo, Gen 6,3: †œMi espíritu no permanecerá por siempre en el hombre, porque es de carne, supone la diferencia entre el elemento vitalizante, que es la respiración dada por Dios, y el resto de la condición física del hombre, que se denomina carne. Igualmente, la célebre visión de Ez 37 se imagina una reestructuración del hombre vivo que parte de los huesos, sobre los que se forman los nervios, luego la carne, la piel y finalmente el espíritu que les dará vida.
Es bastante evidente que también los antiguos hebreos sabían que el ser humano está formado de varios elementos que se unen entre sí y son vitalizados por el espíritu-aliento, que se imaginaban circulando por la sangre. En lógica estricta no se ve por qué razón habría que excluir absolutamente la idea de una composición de elementos y de partes constitutivas del ser humano. Si se hace así, es sólo porque se teme confundir la visión hebrea con la de origen helenista. Pero la diferencia entre las dos no está en el hecho de que en la mentalidad hebrea esté ausente toda idea de composición o de fusión de elementos, sino en el hecho de que falta en ella la dicotomía entre dos †œsustancias† distintas y opuestas constitutivas del ser humano, a saber: la sustancia corpórea o material y la sustancia espiritual. El espíritu-aliento, si se concibe como separado de lo demás, no es nada humano; no es como el alma humana de los griegos, sino simplemente aliento que vuelve a Dios como fuerza vital, privada de toda especificación y de todo nombre si se separa del resto que constituye al hombre. De forma análoga, la sangre, tanto del hombre como de los animales, si se la concibe por separado, es! vida o sede de la vida, pero no es ya aquel ser vivo. Por esta razón hay que decir justamente que, para los hebreos, hay! hombre solamente cuando se da la plenitud global no subdividida ni subdivisible (so pena que cese el concepto de hombre) de todo el ser humano. Incluso se puede dar un paso más. El hebreo puede resumir la idea de hombre, no ya en la de espíritu-aliento (como tendía a hacer la mentalidad griega con la idea de alma), sino más bien en la de carne-cuerpo. El espíritu-aliento tomado aisladamente no es más que una fuerza vivificante, que permanece sin especificación alguna; puede dar vida al animal o al hombre; decir aliento o sangre puede significar vida, pero no qué vida o vida de quién. Al contrario, decir basar, o sea carne-cuerpo, puede ya significar hombre, precisamente porque es la estructura corpórea en su visibilidad y en su condición física lo que caracteriza y denomina al ser vivo. Es ésta la razón por la que, unas cincuenta veces en el AT, el mero término basar indica al hombre, captando la caracterización que lo hace tal precisamente en la estructuración visible y plástica de su ser. Es basar lo que encierra en sí la idea de espíritu-aliento, y no viceversa; hasta el punto de que el término no se usa nunca para designar un cadáver. Así pues, hay hombre en donde se da este cuerpo vivo con todos sus elementos, ninguno de los cuales es humano si se concibe aisladamente, ya que sólo la globalidad física y visible es el hombre.
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Esta visión encuentra una confirmación coherente en las diversas maneras con que la lengua y la cultura del AT hablan del pensar, del sentir y del obrar del hombre. Ninguna de las que nosotros llamaríamos actividades del espíritu puede expresarse en hebreo bíblico sin mencionar un órgano del cuerpo. Basta pensar en el término nefes, que las versiones antiguas y modernas no han podido traducir en muchos casos más que con alma, mientras que en hebreo no se pierde nunca la resonancia del sentido primario de garganta, cuello. En efecto, es en ese punto del cuerpo donde la sensación de que ha variado la respiración señala al hombre lo que está sucediendo en su vida física y, sobre todo, psíquica y emocional. Ex 23,9 puede darnos un ejemplo ilustrativo de esta transparencia corpórea de la interioridad: †œNo explotarás al emigrante, porque vosotros conocéis la vida del emigrante, pues lo fuisteis en Egipto†. Dónde en la traducción leemos †œvida†, el hebreo dice nefés: esta garganta del extranjero es al mismo tiempo su hambre, su angustia, su opresión, que se arraiga en la intimidad, pero que se siente a nivel físico en la fatiga diaria del vivir, en el nudo en la garganta, se diría con nuestra metáfora, que lo aprieta cada mañana al despertar. De forma análoga, la respiración corta significa miedo y la respiración larga indica coraje; del mismo modo hay también numerosos verbos y adjetivos que acompañan al término corazón (que indica algo parecido a lo que nosotros llamamos inteligencia o conciencia) para indicar los diversos estados de ánimo. Cuando se quiere decir lo que un hombre piensa o incluso lo que es un hombre, en la lengua hebrea, como es lógico, no hay más remedio que nombrar el cuerpo, sobre todo el rostro, las manos, los oídos, la boca. En Is 50,4 el siervo de Yhwh intenta hablar de su vocación y de su personalidad, pero no puede hacerlo más que diciendo que tiene una lengua de discípulo y un oído bien despierto y bien abierto al Señor.
Bastan estas breves alusiones, que pueden documentarse más ampliamente hojeando cualquier diccionario de hebreo bíblico, para comprender en qué sentido se puede decir que la corporeidad es el elemento esencial en el que el hombre se identifica y se expresa; es él mismo en su cuerpo y por medio de su cuerpo; nada sucede o existe en él que no encuentre una expresión adecuada en los órganos y en los movimientos de su cuerpo. Ni siquiera se le ha ocurrido la idea de poder hablar de la intimidad de su ser personal recurriendo a un concepto de alma distinta del cuerpo, del cual -como podría pensar un griego- sería la guía y la dirección, algo así como el timonel en el barco. En este sentido es verdad que el hombre del AT no se siente como un compuesto, sino como un ser unitario totalmente identificado con su corporeidad.
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2. La perspectiva del NT.
La situación terminológica y conceptual en el NT es más compleja que en el antiguo. El hebreo basar se desdobla por lo menos en dos términos, soma y sárx, de los que el primero tiene el significado de cuerpo (pero puede significar, excepto en Pablo, también cadáver), y el segundo significa carne, connotando en particular la debilidad y hasta la pecaminosidad del ser humano.
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a) La carne.
Es oportuno comenzar la reflexión precisamente por el significado de la carne. La palabra indica los aspectos visibles del ser humano, pero no en contraposición exclusiva con los interiores. La carne continúa significando, también en el NT, todo el hombre, hasta el punto de que puede decirse, en Jn 1,14, que †œel Verbo se hizo carne†, para indicar su humanidad. La persona humana, en cuanto situada en el mundo visible y creado, es carne. Como sucedía ya en el AT, la carne indica a menudo la creaturali-dad en cuanto tal, esto es, la caducidad, la debilidad, la diferencia de Dios, y por tanto la incapacidad de conocerlo en su verdadera profundidad (Mt 16,17; Jn 3,6; ICo 1,26 etc. ). La antítesis que se vislumbra en estas connotaciones es la que hay entre criatura y Dios, no ya entre dos elementos de la misma criatura. Por eso, cuando carne se contrapone a espíritu, no se trata normalmente de la diferencia entre cuerpo y alma, sino de la diferencia entre criatura y Creador, entre posibilidades puramente humanas y participación en el don que Dios hace de sí mismo al hombre. Consiguientemente, incluso cuando se subraya la insuficiencia de la carne, no se trata de una infrava-loración ética de los aspectos carnales (como si el hombre fuera capaz y estuviera obligado a ser él mismo de una manera distinta), sino de una constatación teológica o salvífica. Es todo el hombre el que es llamado a superar su creaturalidad en la acogida de la autocomunicación divina. Así pues, habrá que entender en este sentido la frase célebre dé Jn 6,63: †œEl espíritu es el que da vida. La carne no sirve para nada†™. Lo que vivifica no es otro elemento del ser humano, sino algo totalmente y propiamente divino, como la palabra de Jesús, que es espíritu y vida. Por eso la carne y la sangre de Jesús dan la vida eterna (Jn 6,53-58): no en cuanto que son carne, sino en cuanto que son la carne del Hijo del hombre, es decir, de aquel que vive gracias al Padre. Por tanto, la carne es la evidencia (incluso físicamente cons-tatable) de que sólo de Dios viene la vida y de que la alienación de él es la muerte.
A la luz de esto se comprende cómo, en el NT, la carne pasa a señalar también indirectamente la pecaminosidad del hombre y la tragedia de su contraposición a Dios. Esta acepción del término se encuentra ya en algunos textos de Qumrán y, aunque no fuese explícita en el uso veterotestamentario de basar, está, sin embargo, preparada en él por algunas consideraciones que se encuentran en el AT, cuando, por ejemplo, denuncia el error mortal de los que confían en el hombre-carne más bien que en Dios (p.ej. Is 31,3; Jr 17,5 etc. ). El hombre que intenta autorrealizarse o autosalvarse, por ejemplo mediante su observancia de la ley, como los judíos, o mediante su sabiduría como los griegos, es -según Pablo- un hombre que camina exclusivamente según la carne; en él la debilidad creatural, no anclada ya en Dios, se manifiesta como capaz solamente de muerte. En nuestro lenguaje diríamos que la conciencia de ser carne debería inducir al hombre a autotrascenderse confiando en Dios. Esto es exactamente lo que Cristo realiza en su carne, ya que, †œaunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer (Hb 5,8). Por el contrario, el hombre que se encierra en su limitación y no †œcrucifica la carne con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5,24), es decir, no la pone en relación de obediente dependencia de Dios, se priva de la posibilidad de vivir. La carne, por consiguiente, es la evidencia de la necesidad del ¡Espíritu de Dios; es la creaturalidad, que se manifiesta de la manera más verdadera y más sana, como urgencia de abrirse a la fe y a la promesa (Gal 4,23ss). Sólo cuando la carne, sin renegar de sí misma, se supervalora en la autosuficiencia, es cuando se convierte en carne de pecado y de muerte.
Así pues, no es la carne en cuanto carne la que es pecaminosa, sino más bien la confianza en la carne en oposición a Dios.
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b) El cuerpo.
La concepción que hemos descrito sumariamente se refleja en la noción de cuerpo. Es una noción de suyo positiva: el cuerpo es el hombre en cuanto que está inserto en el mundo, dotado de miembros y de energías que lo ponen en relación vital y fecunda con los demás y con las cosas. El cuerpo es en sí mismo bueno; más que de pecados del cuerpo habría que hablar de †œpecados contra el cuerpo†™ (1Co 6,18), es decir, contra el valor y la dignidad de la persona visible y llamada a obrar en el mundo. Con el término cuerpo se indica en este texto ejemplar en primer lugar el aspecto físico y la fuerza generativa del hombre, no para distinguir la esfera sexual de otra esfera superior a ella o más plenamente humana, sino, por el contrario, precisamente para decir que en esa índole física queda puesto todo el hombre en cuestión y se ve comprometido a ser él mismo; en efecto, es precisamente este cuerpo el que ahora es †œpara el Señor† y el que es †œtemplo del Espíritu Santo† (1Co 6,13; ICo 6,19).
Una contraposición eventual, casi al estilo griego, entre el cuerpo y el espíritu se observa sólo en ciertas expresiones lingüísticas de uso común, como †œcorporalmente me hallo ausente, pero en espíritu me encuentro en vuestra compañía†™ (p.ej. Col 2,5), que no suponen ni mucho menos una modificación en la visión antropológica general, según la cual el hombre es su cuerpo y en él expresa toda su dignidad.
La misma reflexión sobre la peca-minosidad de la carne lleva también consigo una valoración del cuerpo. La confianza engañosa en la propia miseria que lo aliena de Dios mantiene al hombre esclavo en todo su ser: por eso Pablo puede hablar de †œcuerpo carnal†™ (Col 2,11) y de †œcuerpo de pecado† (Rm 6,6), e invocar la liberación del †œcuerpo que lleva la muerte† sin esperanza (Rm 7,24). Pero semejante condición no equivale a lo que nosotros llamaríamos la naturaleza del cuerpo, sino sólo a la condición histórica en que el cuerpo ha sido puesto por el triple dominio del pecado, de la ley y de la muerte. La negatividad no está ligada a la corporeidad como tal, sino a la historia de pecado que ha dominado sobre todo a partir de Adán. El reflejo de esta muerte en lo corporal demuestra precisamente que es ése el lugar en que todo el ser del hombre se hace manifiesto y en que se decide su suerte; el cuerpo es el signo que revela la dignidad del hombre por su origen de Dios, y al mismo tiempo la situación de esclavitud en que ha caído. El cuerpo expresa la persona en todas sus situaciones vitales e históricas.
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3. La salvación del cuerpo.
Las consideraciones que hemos hecho hasta ahora nos han demostrado ya que el sentido último de la corporeidad humana no puede determinarse tomando en consideración solamente al hombre y al mundo, sino estudiando su relación con Dios en la historia de la salvación. Es el obrar salvífico de Dios el que nos hace comprender el bien y el mal de la corporeidad, y no una clasificación del ser en sustancias superiores e inferiores. Por eso la fuente definitiva para la comprensión de la corporeidad es la cristología. Sabremos qué es verdaderamente el cuerpo fijándonos en la manera como Jesús de Nazaret fue hombre, plenamente realizado y agradable a Dios como Hijo unigénito precisamente en su corporeidad.
Es un hecho indudable que el acontecimiento Cristo se realizó en la carne, es decir, en la condición corporal y en la aceptación de los límites de la creaturalidad. La tradición de Mateo y de Lucas lo pone ya de manifiesto en los evangelios de la infancia, y sobre todo en los relatos de la tenta-ción,nen los que se presenta como opción voluntaria y absoluta de Cristo la de ejercer su mesianidad sin eludir, mediante los poderes sobrehumanos que posee, los límites infranqueables de lo humano y de su caducidad. El himno de Ph 2,6-1 1 vuelve a proponer la decisión de Jesús de no valerse de la igualdad con Dios, sino de anonadarse a sí mismo y de obedecer hasta la muerte; se presenta de este modo como la antítesis escatológica del viejo Adán, que quiso ser igual a Dios. La asunción de la carne, como condición de sometimiento a la ley y a las consecuencias del pecado, es presentada en Gálatas y en Romanos como la condición esencial que ha hecho posible la redención de toda la humanidad: †œLo que la ley era incapaz de hacer, debido a los bajos instintos del hombre, lo hizo Dios enviando a su propio Hijo en condición semejante a la del hombre pecador, como sacrificio por el pecado y para condenar el pecado en la carne† Rm 8,3). La carta a los Hebreos hace consistir precisamente en el rebajamiento respecto a los ángeles mediante la asunción de la carne la razón por la que Cristo tiene una eficacia salvífica más excelente que la suya (Hb 1,4; Hb 2,6-9). Cristo es salvador porque tomó un cuerpo para poder †œsaborear la muerte† en solidaridad con los hermanos que tenían en común †œla carne y la sangre†™ (Hb 2,9; Hb 2,14). La redención tiene lugar en †œsu sangre†™ (Rm 3,25), porque la enemistad es matada †œmediante su cruz (Ef 2,16)y por la aceptación de la †œmaldición de la ley†™ (Ga 3,13).
Dejando para la cristología [/Jesucristo] una detenida clasificación de estas y de otras muchas afirmaciones neotestamentarias, bastará aquí con tomar nota de que, a través de diversas categorías e imágenes (legales, sacrificiales, histórico-salvíficas, etcétera), los escritos del NT están de acuerdo en situar el origen de la eficacia salvífica de la acción de Cristo en aquello que se realizó en su humanidad corporal, puesta libremente en aquella condición que se resume en la palabra bíblica †œcarne, hasta el punto de poder decir que la negación de que Jesús vino en la carne va en contra de la fe (cf Un 4,2; 2Jn 7 ). Incluso para los que no son teólogos, la narración de la pasión, al describir lo que sucede a aquel nombre y a aquel cuerpo como el acontecimiento definitivo de la salvación, en el que encuentran su cumplimiento todos los símbolos y todas las promesas, revela con más inmediatez que cualquier tratado sistemático hasta qué punto la corporeidad y la carnalidad son el ámbito en que se decide sobre el hombre, sobre su salvación o su perdición.
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Pero hay una diferencia abismal entre nuestro ser carne y el ser carne de Jesús, a saber: la ausencia de pecado: †œProbado en todo a semejanza nuestra, a excepción del pecado† (Hb 4,15). †œEn el sufrimiento (Cristo) aprendió a obedecer (Hb 5,8): esto significa que hasta en el momento límite de la muerte en la cruz siguió siendo Hijo, obediente a Dios con todo su ser. Es precisamente esta inserción de la obediencia en la dimensión carnal de la corporeidad lo que transforma radicalmente la situación humana y hace de Cristo el nuevo Adán. En iCo 15,46 Pablo utiliza la expresión, atrevida e incomprensible en el ámbito de las categorías griegas, de †œcuerpo espiritual. La corporeidad de Cristo es pneumática, porque está totalmente anclada en la dependencia de Dios y animada por su Espíritu. No deja de ser corporeidad; más aún, es la corporeidad plena y verdadera precisamente porque es espiritual y está cualificada por la obediencia, como se dice del nuevo Adán en Rom 5,19. Podría decirse, aun a riesgo de hacer un juego de palabras, que mediante su filiación obediente Cristo transforma en †œespíritu†™ su total ser †œcarne, por lo que el cuerpo carnal se hace cuerpo espiritual. Este paso, prefigurado y preparado por toda la existencia terrena de Jesús, se lleva a cabo en el momento en que la obediencia impregna todo su ser en la entrega a la muerte, que por eso, ipsofacto, es su resurrección: †œNacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación por su resurrección de la muerte† (Rom l,3s).
Desde el momento de la / resurrección, el cuerpo se convierte en la categoría primaria para expresar la
eficacia salvífica universal de la inversión realizada por la resurrección en la realidad antropológica e
histórica. Se habla entonces del soma del Señor resucitado, del que son miembros todos los creyentes; o bien -según la perspectiva de Efesios- del soma de la Iglesia, que tiene a Cristo como cabeza; y también puede decirse, como en 1 Cor 6,13, del cuerpo de cada cristiano que †œel cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor, y el Señor, para el cuerpo†™. Es de enorme importancia el hecho de que, para decir hombre renovado en Cristo, se use con tanta coherencia la noción de cuerpo, hasta el punto de que resulta posible ilustrar la relación salvífica entre Cristo y la humanidad reconciliada con la analogía nupcial, en el ámbito de la cual puede incluso recuperarseel término carne (Ef 5,28-30).
A la luz de esta recuperación del valor positivo del cuerpo se ilumina la conciencia de que la condición corpórea actual es a menudo víctima de la esclavitud de la carne, del pecado, de la ley y de la muerte, y nace la exigencia de una toma de posición crítica frente a la espontaneidad de las instancias corporales. Se abre camino una especie de ascética; pero no basada en concepciones meramente antropológicas, sino en la exigencia de ser cuerpo en Cristo y como Cristo. Nos damos cuenta de que †œel cuerpo está muerto por el pecado† (Rm 8,10), de que puede en ciertos casos †œsometerse a una disciplina y verse dominado† (1Co 9,27) para ser conformado con Cristo; por eso hay que aprender a †œtratar al cuerpo de una manera digna y honesta†™ (lTs 4,4). En todas estas afirmaciones y en otras análogas no hay ninguna oposición de principio a la corporeidad, precisamente porque la necesidad de distinguirse críticamente de una lógica identificación con la propia corporeidad no nace de consideraciones antropológicas o de valoraciones metafísicas sobre el valor más excelso de la sustancia espiritual, sino exclusivamente de la experiencia de fe, que ha descubierto en Cristo a qué meta ha sido llamado por Dios el †œcuerpo†™ en la resurrección.
Por el contrario, cabe preguntar si no se insinuará algo parecido a la concepción griega en donde Pablo se pregunta si sus experiencias de visión se realizaron †œen cuerpo o en espíritu† (2Co 12,2; 2Co 12,3), o más todavía en donde se pregunta si no será mejor paraél †œverse lejos† del cuerpo y †œsalir† de él para habitar con el Señor (2Co 5,4; 2Co 5,6). Hay quienes piensan que aquí Pablo prepara el camino a la asunción de la noción de alma y a la deducción ulterior de un hipotético estar con el Señor, incluso sin el cuerpo en espera de la resurrección. Se trata de hipótesis sugestivas, pero muy dudosas. Las expresiones utilizadas en 2Co podrían ser realmente simples maneras de hablar para indicar la muerte física, no suficientes para excluir la relación indisoluble de la corporeidad, que se afirma tan claramente en otros textos por el estilo, mucho más fuertemente teológicos. El objeto último de la esperanza es siempre, para Pablo, la transformación de †œnuestro cuerpo lleno de miserias conforme a su cuerpo glorioso (el del Señor)†™ (Flp 3,21); y el texto que trata exprofesso la problemática de la escatología personal, es decir, 1 Co 15, no prescinde nunca del cuerpo y no supone, en ninguna fase, una separación o un abandono del mismo, sino solamente su transformación radical, por la que se reviste de esplendor, de fuerza y de espiritualidad (en el sentido que se ha dicho), sin perder en lo más mínimo su identidad con lo que representa para el hombre en la fase terrena de la vida.
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4. Antropología cristiana y corporeidad.
Ahora es posible esbozar una respuesta a la pregunta fundamental, planteada al principio: ¿Hasta qué punto la concepción unitaria de la visión cultural bíblica se impone también como dato de fe? El análisis que hemos hecho ha demostrado que, aun dentro de la homogeneidad sustancial como horizonte, existen varias modalidades en la forma de concebir y describir los constitutivos del hombre en los diversos períodos y autores de la Biblia. En todo caso se trata siempre de descripciones espontáneas, populares, no verificadas ni documentadas con análisis científicos ni con demostraciones filosóficas. En este nivel, estas concepciones no adquieren, por el mero hecho de ser bíblicas, ninguna autoridad mayor, sino que han de ser acogidas o modificadas según el grado de verdad que se piense que hay que atribuirles científica y filosóficamente.
Por el contrario, es decisivo otro tipo de consideraciones. En el misterio de Cristo, el valor ineludible de la corporeidad y el imperativo de no separarla nunca de su persona impone al creyente la obligación de excluir como inadecuada toda antropología que no tenga debidamente en cuenta la corporeidad y pretenda definir al hombre prescindiendo de ella o exorcizándola como elemento negativo o irrelevante. No podrá considerarse correcta ninguna respuesta a la pregunta sobre qué es el hombre si no permite incluir en él, como expresión suma de humanidad, precisamente a ese Cristo que es tal por su fidelidad a Dios plenamente realizada en la corporeidad y que sigue siendo para siempre el soma que une a sí corporalmente a toda la humanidad redimida. Esto no significa que sólo resulte aceptable la visión bíblica del hombre, en sus modalidades descriptivas particulares y quizá ingenuas. Son concebibles otros caminos, quizá incluso más adecuados. Pero sigue siendo imprescindible la exigencia de unidad, de plenitud, de armonicidad que la visión bíblica consigue fácilmente mantener con sus categorías, y que ha de ser respetada igualmente en cualquier concepción antropológica que se decida adoptar. También es imprescindible la exigencia de que la corporeidad se conciba como capaz y como llamada de hecho a relacionarse con Dios en la obediencia, como sucede en Cristo. Esto significa que queda excluida toda hipótesis de salvación lejos del cuerpo, ya que la soteriología cristiana es más bien la salvación del cuerpo o, mejor dicho, la de todo el hombre en su corporeidad. Efectivamente, si el valor primordial de la revelación bíblica consiste en la afirmación de la unidad del hombre, tal como se manifestó en Cristo, tendrá que evitarse toda forma de contraposición.
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III. EL CUERPO COMO SIGNO DE LA PERSONA.
De una concepción unitaria del hombre, tal como la que aquí hemos dibujado, es lógico deducir una valoración del cuerpo como signo de la persona y como medio expresivo primario de la interioridad humana. Sin embargo, si alguno esperase encontrar en la literatura bíblica testimonios numerosos o particularmentel incisivos del valor expresivo y †œcomunicacional†™ del cuerpo y de los gestosNcorporales, quedaría muy probablemente desilusionado. Los textos bíblicos dan la impresión de ser bastante más discretos y reticentes en este terreno de lo que cabría esperar, como se verá en las reflexiones siguientes.
Ya hemos señalado que algunos órganos corporales, como la garganta, el corazón, los ríñones, o bien ciertas funciones, como la respiración, son constitutivos de numerosas expresiones ídiomáticas que indican no sólo emociones o estados de ánimo, sino también aquello que para nosotros entra en el terreno de las decisiones racionales. Sin embargo, no es correcto infravalorar estas frases idiomáticas, ya que
-como ha demostrado ampliamente la lingüística- tienden a asumir una mera función verbal, que no siempre mantiene en el debido relieve la referencia semántica de la que han nacido; se convierten entonces en modos de hablar que pueden incluso acabar prescindiendo por completo de la imagen física o corporal de la que han nacido. Una prueba de ello puede verse en el hecho de que el NT está dispuesto a aceptar sin ningún problema de la lengua griega mucha terminología †œespiritual, como mente, voluntad o conciencia. De forma análoga, el hecho de privilegiar una expresión concreta o una expresión abstracta puede depender también solamente de diversas referencias estilísticas. Así Is 52,7 puede concentrar la atención en los †œpies† del mensajero para manifestar la alegría que su mensaje trae al pueblo, mientras que Ezequiel prefiere describir al rey de Tiro con términos más abstractos, como perfección y belleza Ez 28,13; Ez 28,17). El mismo Ezequiel abunda en descripciones de animales, de personas y de objetos, que parecen a primera vista concretos, ya que designan materiales (como las piedras preciosas o las telas), colores o posturas, pero que en realidad constituyen solamente una acumulación de terminología destinada a crear efectos barrocos, privados de realismo. Muchas de las descripciones †œcorpóreas† puede ser incluso que no provengan de la observación de la realidad, sino del gusto literario por una serie erudita e ilustrada de atributos estereotipados. Así pues, hay que distinguir entre la auténtica capacidad de captar el valor expresivo de la corporeidad viva y real, reconocida como llena de valor precisamente en su inmediatez, y los procedimientos literarios y estilísticos (frecuentes, por ejemplo, en los escritos sapienciales). Si la primera actitud indica un verdadero aprecio del valor expresivo de la corporeidad, la segunda, a pesar de basarse en esa sensibilidad y de ser su confirmación, se aparta de ella para buscar tan sólo efectos abstractos. Esta distinción no es fácil, y es cometido de la exégesis. Lo que se quiere decir es solamente que se necesita mucha prudencia a la hora de valorar como indicios de una cultura más viva del cuerpo las imágenes descriptivas, tan frecuentes en los textos, especialmente poéticos, del AT, ya que pueden reflejar muy bien meras costumbres estilísticas.
Asentadas estas premisas, podemos examinar críticamente la presentación bíblica de algunas manifestaciones de la corporeidad.
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1. El cuerpo como revelador del HOMBRE
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a) La belleza y la fuerza.
La / belleza, que nos parecería un elemento central en una cultura que aprecia el valor de la corporeidad, es, por el contrario, un tema bastante marginal en la literatura bíblica. Si exceptuamos el / Cantar, no se señala más que raras veces y, a menudo, como elemento estereotipado de ciertos géneros de la narrativa popular, como, por ejemplo, en las historias de la sucesión en l-2S. La fuerza del joven David, la velocidad de los mensajeros, la belleza del príncipe Absalón son elementos típicos de este género narrativo. En la presentación de Saúl y de / David en el momento de su elección por parte de Dios, este motivo se conjuga con una valoración teológica: su fuerza y su belleza es algo que requiere la función heroica que tienen que desempeñar en el relato, pero es además signo de su elección divina. Además de los personajes citados, se alude en el AT a la belleza del pequeño! Moisés, de Raquel, de Betsabé, de Ester, de Judit, de la esposa del Ps 45. No parece en ninguno de estos casos que esta indicación califique de manera especial a su personalidad. Quizá el único caso -prescindiendo siempre del Cantar- en donde el aspecto exterior, aunque idealizado y amplificado retóricamente, se presenta como signo plenamente eficaz y totalmente transparente del valor de una persona y de una función es la descripción, ampulosa pero magnífica, del sumo sacerdote Simón en Si 50,1-21.
En contraste, la ausencia de belleza y de fuerza es, en el cuarto poema del Siervo (Is 52,13-53,12), la indicación de su ser humillado y golpeado, que esconde, sin embargo, un altísimo valor de la persona, que solamente conoce Dios y que es revelado al final. Puede ser análogo el caso de / Jb. Jb tiene el cuerpo desfigurado; pero su deterioro físico no refleja, como neciamente suponen sus amigos, lo que él sería a los ojos de Dios. Jb es descrito como la inteligencia más aguda y la mente más audaz de todo el AT. El azote de su cuerpo y la repugnancia que suscita contrastan con el aprecio que Dios tiene secretamente de él. Esta tensión había sido expresada ya, de forma más instructiva, cuando el relato de la elección de David explicaba que sus hermanos, más altos y robustos que él, habían sido descartados porque †œel hombre no ve lo que Dios ve; el hombre ve las apariencias, y Dios el corazón† (IS 16,7). Así pues, la condición del cuerpo no es una señal segura para conocer a una persona. Que el cuerpo pueda ser una señal engañosa lo afirman también las sentencias estereotipadas sobre la belleza femenina, frecuentes sobre todo en la literatura sapiencial (p.ej. Sal 39,11; Pr 6,25 31,30, etc.; cf también Gn 12,11; Gn 26,7; 2S 11; Is 3,24), pero no hay que sobrevalorar. En todo caso es seguro que no basta el aspecto del cuerpo para significar plenamente lo que es el hombre; como no basta tampoco la palabra, ya que un lenguaje dulce puede esconder proyectos malvados (p.ej. Sal 62,5). Así pues, ya la cultura del AT sabe sopesar con equilibrio la ambigüedad de lo corporal, su fuerza de comunicación, pero también la posibilidad de que se vea esclavizado por el pecado y reducido a instrumento de mentira, que esconde la verdad y da apariencias a lo que no es.
La razón última de esta ambigüedad consiste en el hecho de que lo humano nunca logra por completo expresar, sobre todo a causa de la historia de pecado en que está inmerso, lo que es realmente la criatura a los ojos de Dios. Por eso Jesús rechaza radicalmente toda deducción automática que lleve a definir el estado de una persona a partir de su aspecto corporal. El ciego no está necesariamente en pecado, el leproso o el endemoniado no son necesariamente seres que hay que marginar y condenar, sino personas cuya dignidad hay que reconocer incluso antes de que estén curadas, como se demuestra por toda la actitud de Jesús con las personas afectadas por diversas enfermedades del cuerpo.
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El mismo cuerpo de Jesús adquiere su máximo valor cuando queda reducido al estado lamentable en que lo describen las narraciones de la pasión. Pero precisamente en ese estado atrae a todos hacia sí (Jn (2,32), ya que su máxima humillación coincide con la glorificación, como lo enseña la teología joanea, que identifica la pasión y la gloria. Puesto que en la economía de la cruz la debilidad ha sido asumida en la gloria, el creyente está llamado a observar con un juicio crítico, inspirado en esa fe, todo lo que manifiesta la corporeidad humana. Lo más elevado de la gloria divina puede manifestarse en lo que humanamente es lo sumo de la negatividad y de la debilidad. A la luz de la cruz, la analogía fideies la última clave hermenéutica para descifrar el lenguaje más auténtico del cuerpo. Quizá el libro que con mayor coherencia ha aplicado este principio es el Apocalipsis, cuando sobrepone a la descripción de la catástrofe terrenal la imagen de la realidad auténtica que está latente en ella bajo la forma de visiones de la gloriosa liturgia celestial. En esta liturgia los hombres, los animales, los objetos, los colores, es decir, todo lo corporal, dicen lo que es realmente el mundo a los ojos de Dios, desenmascarando así el engaño de las imágenes que operan en el ángulo puramente terreno. La corporeidad es el signo manifestativo primario, pero está bajo la hermenéutica de la cruz.
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b) El gesto.
El gesto tiene gran importancia en la cultura bíblica; más de la que tiene en nuestro mundo occidental. Un contrato podía quedar ratificado con el gesto de poner la mano bajo el muslo (Gn 24,2; Gn 47,29); estar de pie o sentado indicaba el grado de dignidad o la disposición para el servicio; extender el cetro podía significar, aun sin añadir palabra alguna, la acogida benévola por parte del soberano (Est 5,2); Pi-lato podía hacer el gesto de lavarse las manos sin caer en el ridículo (Mt 27,24); a la hemorroisa le parece suficiente tocar el manto de Jesús para ser salvada (Mc 5,8). En este contexto se comprende la naturalidad con que los profetas, ya Isaías (20,1-6), pero sobre todo Ezequiel (4-5; 24; etc.), transmiten el mensaje mediante acciones simbólicas, que a menudo consisten precisamente en poner el propio cuerpo en una determinada actitud. Tenían particular importancia las posturas tomadas ante un interlocutor de grado superior, como la genuflexión o la postración con el rostro en tierra. Sin embargo, no hay que exagerar su carga emocional, porque muchas veces se trata de gestos convencionales o incluso de fórmulas lingüísticas adoptadas por narradores como comienzo estereotipado de un coloquio. Esto podría valer también a veces para el gesto tan frecuente de desgarrarse las vestiduras y de cubrirse la cabeza de polvo en señal de luto, de dolor o de contrariedad [1 Símbolo].
El gesto tenía gran importancia también en el sector cultual. Rigurosamente hablando, el culto sacrificial consistía en una serie de gestos rituales que, según las normas de la tradición ? y los relatos de los libros históricos del AT, se desarrollaban en el más absoluto silencio. Sólo en el Cronista y en el Salterio predominaban la palabra, la música y el canto. Siempre por medio del Salterio tenemos noticia de una actuación más espontánea del cuerpo: la danza, el aplauso, la postración, la procesión, el ponerse frente al templo o el subir a él son elementos que se evocan continuamente en los himnos. En estos casos el gesto acompañaba a la palabra, que era siempre el elemento primordial. Sin embargo, es significativo que la recitación de algunas plegarias fuera acompañada de una actitud precisa del cuerpo. En cuatro casos, todos ellos muy importantes, el AT habla de una / oración de rodillas: para Salomón (IR 8,54), Elias IR 19,42), Esdras (Esd 9,4) y Daniel (Dn 6,11). Esta posición tiene más importancia en el NT, porque es la de Esteban (Hch 7,69), la de Pedro (Hch 9,40), la de Pablo (Hch 20,36) y la de todos los cristianos que suplican y adoran (Ef 3,14). Hasta qué punto resultaba expresiva la postura que se tenía en la oración lo demuestra el cuidado con que los sinópticos, según las diversas perspectivas cristológicas describen la actitud de Jesús en el huerto: con la faz en tierra en el gesto solemne de la postración, según Mt 26,39; echado en tierra, según Mc 14,35; de rodillas, según Lc 22,41; en Juan, por su parte, al faltar la escena del huerto, la postura del cuerpo tiende a (hacerse secundaria, para dejarle a la palabra el mayor relieve. La gran oración de Jn 17 es puro discurso abierto por el simple gesto inicial de levantar los ojos al cielo, que es poco más que una fórmula.
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c) El vestido y la desnudez.
Los vestidos garantizan al hombre su dignidad y revelan su función social, formando así como una prolongación de la persona. Es típico el caso del manto, cuyo don representa la mayor expresión de amistad y de alianza (IS 18,3; IR 19,19), y por esto se le usa en el ritual del matrimonio (Dt 23,1; Rt 3,9). Tiene especial importancia la distinción entre los vestidos masculinos y los femeninos (de donde la prohibición en Dt 22,5 del travestismo), ya que son el signo del orden impuesto por Dios a la creación. Con la función del vestido puede relacionarse el tema del olor y el uso de perfumes. A través de ellos una persona puede entrar en la intimidad de otra, como si respirase su intimidad en el efluvio del perfume. Esto explica la importancia de las esencias olorosas en la poesía del Cantar (p.ej. Ct 1,3; Ct 1,12; Ct 4,10; Ct 5,1) o en las historias de Judit y de Ester. Es análoga la sensación del olor a campo que desprenden los vestidos de Jacob (Gn 27,27). Perfumarse la cabeza y el vestido significa expresar el gozo de vivir e, implícitamente, el agradecimiento al Dios de la vida. El uso de perfumes en el culto, común a todas las religiones antiguas, une el valor social del perfume a la idea del humo que sube al cielo y pasa a significar la alabanza agradecida a Dios, expresada en la ofrenda de cosas bellas y preciosas (SaI 141,2; Ap 8,2-5). Consiguientemente, el sacrificio de perfumes puede convertirse en símbolo de la ofrenda verdaderamente humana, que trasciende la mediación de víctimas animales y de oblaciones vegetales. Por eso, la ofrenda de la vida a Dios puede compararse con un sacrificio perfumado (Ef 5,2), lo mismo que la vida de Pablo y la predicación el evangelio (2Co 2,14-17).
Vestidos, ornamentos, perfumes, joyas: todo esto podía significar no sólo la situación social de la persona, sino también el paso de una esfera profana a la sagrada. Por eso encierran especial importancia los vestidos del sacerdote, minuciosamente descritos en Ex 28-29; Lev 16; Ez 44. En estos ornamentos que se ponen los sacerdotes, revestidos así de †œsalvación† (2Cr 6,41), se descubre la intención de distinguir la función sacerdotal de la condición común de los hombres, para acercarla al mundo de Dios con vistas a su función mediadora.
La necesidad que siente el hombre de expresar a través de sus vestidos su propia posición delante de Dios y de los hombres encuentra su motivación teológica en la interpretación histórico-salvífica de la protección divina respecto a la desnudez. En este sentido es esencial la narración de Gen 2-3. El cuerpo del hombre y de la mujer ha sido creado por Dios lleno de bondad y de dignidad, y la desnudez no constituye ningún problema: †œLos dos estaban desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse uno del otro†™ (Gn 2,25). La ausencia total de malestar en la esfera del pudor es signo de una plenitud de la persona y de una dignidad del ser humano como tal, que no tiene necesidad de salvaguardar mediante el signo de los vestidos su yo manifestado en el cuerpo, desde el momento en que no hay peligros de mentira, de instrumentalización o de equívoco. Pero la negativa a depender de Dios transforma inmediatamente -para usar las siglas bíblicas que ya hemos encontrado- el cuerpo en carne: †œEntonces se abrieron sus ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos (Gn 3,7). En vez de su participación en el conocimiento superior de los seres divinos, la desobediencia provoca una apertura del conocimiento (los ojos) que revela al hombre cómo se ha hecho interiormente contradictorio y cómo su corporeidad no le da ya suficiente fiabilidad. La sencillez de la comunicación corpórea queda rota no sólo entre el nombre y la mujer, sino -como pone ante todo de relieve el texto- entre el hombre y Dios; en efecto, es de Dios de quien el hombre se esconde al verse desnudo (3,8.10). Desde entonces la voluntad salvífica de Dios se revela en la imagen del revestimiento del hombre y de la mujer: Dios sustituye con túnicas de piel preparadas por él la ineficaz protección vegetal. Revestir al hombre de protección y dignidad es desde ahora una tarea de Dios, pues el hombre ya no se basta a sí mismo, al haber perdido su relación justa con Dios. Por esto la historia de la salvación puede también describirse como un continuo regalo divino de nuevos y hermosos vestidos al hombre, como ocurre en la célebre alegoría de Ez 16. Igualmente, el Segundo y el Tercer Isaías podrán describir como una figura femenina revestida de trajes de esposa la restauración de la dignidad de Jerusalén después de la catástrofe del destierro (p.ej. Is 60,1 61,10-62,9).
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El tema de la desnudez personal se enlaza aquí con el del despojo del país y la esterilidad de la tierra, desnuda de vegetación. La figura humana privada de vestidos se convierte en símbolo de la humanidad y del mundo, amenazados en su vitalidad más elemental y llamados a la vida sólo por el don gratuito de Dios. También en Jb la desnudez es el símbolo de la impotencia de la creatura frente a la muerte:
†œDesnudo salí del vientre de mi madre, desnudo allá regresaré† (Jb 1,21). Recibir de Dios un vestido nuevo equivale, por el contrario, a ser salvados y devueltos a la vida. Se comprende entonces la importancia que tienen en el Apocalipsis los vestidos, frecuentemente blancos, para significar la vida de los que están junto al trono de Dios y del cordero, y en particular la vida de Jerusalén esposa de Dios Ap 7,14; Ap 19,7; Ap 21,2; Ap 22,14). También el relieve que se da a los adornos de las mujeres en el difícil texto de 1 Cor 11,2-16, más que como una concesión a costumbres judaizantes por el deseo de vida tranquila, debe verse quizá como una especulación simbólica sobre la rehabilitación del hombre en Cristo y sobre la restauración del orden de la creación, en el que el hombre y la mujer, dentro de su igualdad, tienen diversas funciones que pueden significarse también ahora por el simbolismo del vestir. Pero el que cree en Cristo no tiene ya necesidad de recuperar su prestigio o de significar su vocación con un vestido especial.
Metafóricamente se ha revestido del hombre nuevo o de Cristo (Col 3,10; Ef 4,24) y esta renovación realizada por el Espíritu es fuente de la nueva situación, en la que ya no es ni esclavo ni libre, ni judío ni gentil, ni hombre ni mujer (Ga 3,28). En la economía cristiana un vestido no puede ser ya más que un símbolo ilustrativo, pero no depende de él la valoración del hombre; no puede significar más que la novedad que Dios ha operado realmente; es puro símbolo descriptivo, como en el Apocalipsis. Efectivamente, el mediador, Cristo, como muestra la carta a los Hebreos, ha llevado a cabo la salvación en la realidad y en la desnudez de su persona humana, haciendo superfluas las vestiduras y los ritos sacerdotales.
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2. Las imágenes antropomórficas de Dios.
Para describir los atributos y las actitudes de Dios, la Biblia utiliza muchas veces imágenes sacadas del cuerpo humano. Es su-perfluo ofrecer una lista de citas; basta con recordar la importancia del rostro, del brazo y de la mano, de los ojos y de la mirada, y hasta de las narices para indicar su cólera reprimida. Por otra parte, nunca se describe a Dios como un hombre. Ez 2,26 habla detenidamente de †œuno de forma humana†; Dan 7,9, de un †œanciano de días†; Ap 4,2, de †œUno sentado†. Esta genericidad se ha escogido adrede para evitar el peligro de asemejar a Dios al hombre o de pretender conocer su aspecto. Lo que aparece de él es tan sólo †œalgo† que tiene forma humana. Al contrario, se usan con mucha libertad las otras metáforas señaladas para indicar el obrar de Dios y sus actuaciones. Muchas veces se considera primitivo este antropomorfismo corpóreo, suponiendo que es más adecuado el que apela a las realidades espirituales del alma. En realidad, no se percibe entonces que el antropomorfismo llamado espiritual es mucho más equívoco, ya que, al faltar la conciencia de los límites que sugiere la corporeidad, se corre el riesgo de asemejar demasiado el hombre a Dios, como cuando se dice que es justo, que gobierna, que premia o castiga, olvidando la diferencia abismal entre estas operaciones en cuanto desarrolladas por el hombre y en cuanto atribuidas supuestamente a Dios. Pero éste es un peligro que no existe cuando se habla de ojos o de brazo, ya que estas expresiones recuerdan inmediatamente la necesidad de la via negationisen la aplicación analógica.
Más positivamente, el uso de estas metáforas corporales demuestra hasta qué punto la cultura bíblica está convencida de su validez y de su veracidad para definir -diferenciándolo de lo demás del mundo- lo que se encuentra solamente en Dios y en los hombres, es decir, la capacidad de dar un juicio sobre la realidad y de decidir libremente cómo relacionarse con ella. El modo de estar el hombre en el mundo y la posibilidad de ser fiel a la tarea que Dios le asigna, en cuanto se manifiestan en su capacidad corporal de acción, permiten hablar también de forma veraz de lo que es Dios, no tanto en sí mismo, sino frente al mundo. Es una prueba más de que todo el hombre está hecho a imagen de Dios.
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IV. CONCLUSION. El hombre nuevo REVESTIDO DE CRISTO.
La metáfora del †œrevestirse de Cristo† (Rm 13,14; Ga 3,27) o del hombre nuevo (Col 3,10; Ef 4,24) expresa quizá con mayor claridad que otras el valor y el sentido de la corporeidad. En†™Cristo, Dios mismo se ha expresado en la corporeidad: ver al hombre concreto, Jesús de Nazaret, significa ver al Padre Jn 14,9). Como subraya la carta a los Hebreos, Cristo es mediador porque pone en juego no ya ritos exteriores o formas cultuales extrínsecas al hombre, sino a sí mismo en la totalidad de su ser. En Cristo, el hombre con su corporeidad es el todo de la presencia de Dios, y todo pasa a través de toda su corporeidad. La salvación es la participación, dada por Dios y acogida en la fe, de este nuevo ser hombre que es propio de Cristo; es un revestirse de Cristo, despojándose del propio hombre viejo. Cuando queda liberado de las viejas estructuras condicionadas por el pecado, el creyente encuentra en la comunión con Cristo la posibilidad de disponer con plena libertad de todo lo que es, y por consiguiente encuentra la gracia de expresarse a sí mismo (en cuanto recreado en Cristo) con todo su ser; de este modo también la corporeidad, al menos radicalmente, recobra toda su capacidad expresiva. Por eso Pablo puede escribir un principio de alcance excepcional: †œOs ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; éste es el culto que debéis ofrecer† (Rm 12,1 ). El texto original griego habla de culto †œespiritual†, es decir, válido a los ojos de Dios; pero es decisivo el hecho de que el culto digno de Dios pueda y deba rendirse en el cuerpo y con el cuerpo. Por esta dependencia cristológica, y dentro de ella, la corporeidad se convierte en el lugar donde él hombre es y donde revela y actúa todo cuanto es, sanando de nuevo y potenciando las facultades expresivas que la misma condición creatural concedía ya a la corporeidad humana.
Así pues, el cristiano es aquel que ha recibido de Cristo la libertad de ser él mismo (o sea, hijo de Dios y espíritu) en el cuerpo, para manifestar que la plenitud de Cristo llena todo lo que existe y no deja espacio a ninguna negatividad (Ef 1,23). El cómo, con qué gestos o signos pueda y deba hacerse esto, es algo que se deja totalmente a la libre creatividad de las culturas humanas en su diversa configuración histórica. La experiencia del pueblo de Dios, algunas de cuyas características trazamos en los párrafos precedentes, ofrece una maravillosa antología ejemplar de posibles usos o manifestaciones corpóreas, algunas de las cuales podrán ser privilegiadas o recomendadas y hasta hacerse obligatorias, debido a su probada eficacia o al relieve particular que han asumido en la historia de la salvación, pero sin eliminar la libertad de otras opciones expresivas. De este modo, por ejemplo, el cristiano no podrá nunca renunciar a expresar corporalmente su ingreso en la esfera de Cristo mediante la ablución bautismal de su cuerpo, ni podrá renunciar a comer el cuerpo eucarístico de Cristo o a imponer las manos y a ungir con óleo. Y, al contrario, no deberá utilizar ya el signo corpóreo de la circuncisión, que ha quedado excluido por unos hechos contingentes, pero de valor decisivo, acaecidos a lo largo de la historia de la salvación. Será libre en una serie de otras manifestaciones; podrá ayunar o no ayunar, utilizar o no utilizar vestidos, darles nuevos significados simbólicos, levantar o juntar las manos según las diversas sugerencias de su cultura, siempre dentro de la atención reverente a las tradiciones del pasado, según un criterio de libertad total, pero culta, sabia y respetuosa con la historia de la salvación.
Mas el principio fundamental seguirá siendo uno solo: la carne del pecado, en Cristo, se ha vuelto a hacer cuerpo, esto es, posibilidad de que todo, hasta las últimas ramificaciones de la materia, sea de Dios y para Dios. Así pues, el cristiano no descuidará ya ninguna de las posibilidades de decir con su cuerpo y en su cuerpo lo que Dios ha hecho realidad en Cristo; toda reticencia o alejamiento injustificado de lo corporal sería renegar de Cristo y de la totalidad de la salvación.
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R. Cavedo
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica