CONSAGRACION DE VIRGENES

SUMARIO: I. Sí­ntesis histórica del rito de la consagración de ví­rgenes: 1. Orí­genes y primeros desarrollos (ss. iv-vii): a) En la segunda mitad del s. iv, b) En los ss. v-viii. Los primeros textos litúrgicos; 2. La «consecratio virginum» en el pontifical romano-germánico; 3. Dos revisiones de la «consecratio virginum» en el s. xiii: a) El pontifical de la curia romana en el s. xiii, b) El pontifical de G. Durando; 4. La «consecratio virginum» en los pontificales oficiales: a) El pontifical de Inocencio VIII (1485), b) El pontifical de Alejandro VI (1497), c) El pontifical de 1520, d) El pontifical de Clemente VIII (1596) – II. El nuevo rito de la consagración de ví­rgenes: 1. Las premisas: a) El sujeto, b) El ministro, c) El dí­a, d) El lugar; 2. Estructura del rito: a) Llamada de las ví­rgenes, b) Homilí­a, c) Escrutinio, d) Letaní­as de los santos, e) Renovación del «propositum castitatis», f) Oración consagratoria, g) Las insignias de la consagración, h) Liturgia eucarí­stica; 3. Contenido teológico: a) Un don del Padre, b) «Sponsa Christi», c) Consagrada por el Espí­ritu, d) La iglesia y la virgen, e) La Virgen y las ví­rgenes, f) Un signo escatológico – III. Cuestiones abiertas: 1. Problemas teológicos: a) Falta un rito de consagración virginal para varones, b) Cuestión de la superioridad de la virginidad consagrada sobre el matrimonio; 2. Problemas jurí­dicos: a) Sobre el sujeto, b) Sobre los requisitos, e) Sobre los efectos; 3. Problemas pastorales.

El rito de consagración de las ví­rgenes (Ordo Consecrationis Virginum) es la acción litúrgica con que la iglesia celebra la decisión (propositum) de una virgen cristiana (sponsa) de consagrar a Cristo (sponsus) la propia virginidad, y por la que, invocando sobre ella el don del Espí­ritu, la dedica para siempre al servicio cultual del Señor y a una diaconí­a de amor en favor de la comunidad eclesial.

I. Sí­ntesis histórica del rito de la consagración de ví­rgenes
Este rito tiene una historia amplia y compleja, que parte de Roma y en Roma se concluye, después de sus diversas peregrinaciones por los paí­ses de allende los Alpes. En el desarrollo histórico del rito pueden distinguirse cuatro perí­odos: orí­genes y primeros desarrollos, en Roma (ss. v-vii); difusión y transformación en los paí­ses franco-germánicos (ss. ix-xii); retorno a Roma y elaboración ulterior (ss. xiii-xv); fijación en el pontifical oficial de Roma (ss. xvi-xx).

1. ORíGENES Y PRIMEROS DESARROLLOS (SS. IV-VIII). LOS estudiosos sostienen unánimemente que, hasta el s. IV, la emisión del propositum virginitatis no comportaba ninguna celebración litúrgica particular. Pero en el s. IV, cuando la iglesia, después del edicto de Milán (313), adquiere un papel especí­fico y una fisonomí­a jurí­dica en la misma sociedad civil, el status de las ví­rgenes consagradas se organiza e institucionaliza progresivamente; y se entrará en él mediante una celebración litúrgica.

a) En la segunda mitad del siglo iv. Aunque fragmentariamente, algunas fuentes nos informan sobre cómo se desarrollaba en Roma y, con ligeras diferencias, en todo el Occidente, durante la segunda mitad del s. IV, el rito de la consagración de las ví­rgenes ‘. La ceremoniaes sobria, aunque no exenta de solemnidad: preside el obispo y son numerosos los fieles que acuden al acto; el dí­a es particularmente significativo (navidad, epifaní­a, pascua); con toda probabilidad, se celebra la eucaristí­a. La virgen consagrada se halla cerca del altar, rodeada de otras ví­rgenes ya consagradas. La ceremonia ritual se desarrollaba así­: proclamación de las lecturas; homilí­a del obispo, que evoca el sentido del rito y las obligaciones inherentes a la consagración; renovación, tal vez, ante la comunidad eclesial del propositum formulado ya privadamente ante el obispo; oración bendicional sobre la virgen, entrega del velo virginal-nupcial, previamente colocado sobre el altar, sí­mbolo de Cristo que santifica a la virgen
b) En los ss. v-viii. Los primeros textos litúrgicos. Hasta ahora nos hemos referido a fuentes literarias; pero a partir del s. v disponemos ya de fuentes litúrgicas, que nos transmiten los textos eucológicos usados en la consagración de las ví­rgenes: se trata de tres antiguos sacramentarios romanos -el leoniano o veronense, el gelasiano, el gregoriano-, cuyo testimonio examinaremos separadamente a continuación:
†¢ el Sacramentarium veronense, la más antigua colección de textos litúrgicos (ss. v-vl), trae fórmulas para la consagración de las ví­rgenes en dos momentos: el 29 de junio, fiesta de los santos Pedro y Pablo, está previsto un Hanc igitur propio, siempre que tenga lugar en dicho dí­a la consagración de ví­rgenes (n. 283); a finales del mes de septiembre, bajo el tí­tulo de Ad virgenes sacras, figuran la colecta Respice, Domine (n. 1103) y la célebre plegaria Deus, castorum corporum(n. 1104). Extensa y redactada según la estructura propia de las preces eucarí­sticas, constituye el texto fundamental del rito de la consagración. Por la perfección formal y por la riqueza de su contenido, la plegaria Deus, castorum corporum perdurará a lo largo de los siglos y aparecerá en todos los ritos de consagración, incluido el actual. La crí­tica le atribuye la paternidad a san León Magno (+ 461).

†¢ el Sacramentarium gelasianum, colección romana del s. vi con numerosas ediciones galicanas, en la sección CIII reproduce las fórmulas del veronense: la colecta Respice (n. 787) y la oración consagratoria Deus, castorum corporum (nn. 788-790), ampliada con un pasaje que recoge la parábola de las ví­rgenes prudentes y necias. El gelasiano ofrece además tres nuevos formularios para la misa de consagración de las ví­rgenes (nn. 793-796; 797-799; 800-803), el primero y el tercero de los cuales con su Hanc igitur propio, y dos fórmulas de probable origen galicano’: una Benedictio vestimentorum virginum (n. 791) y una Oratio super antillas Dei (n. 792), que probablemente en su origen tuviera un valor consagratorio;
†¢ el Sacramentarium gregorianum atestigua la liturgia papal de los ss. vil y VIII. En lo concerniente al rito de la consagración de las ví­rgenes, el gregoriano no contiene elementos nuevos, lo que hace suponer que el rito se habí­a estabilizado en un esquema definitivo en los ss. V-VI.

El testimonio de los sacramentarios romanos es particularmente válido en el orden eucológico: algunas fórmulas son usuales todaví­a; en el plano ritual confirma e ilustra mejor la relación entre celebración eucarí­stica y consagración virginal: después de haberse consagrado al Señor, las ví­rgenes llevan al altar las ofrendas eucarí­sticas, y sus nombres están escritos en dí­pticos que se leen antes del Communicantes, y se recuerda su ofrenda en el Hanc igitur.

2. LA «CONSECRATIO VIRGINUM» EN EL PONTIFICAL ROMANO-GERMíNICO. A partir de la segunda mitad del s. vlll, las vicisitudes históricas de la liturgia romana se reflejan puntualmente en el rito de la consagración de las ví­rgenes. Ya en aquella época los viejos sacramentarios romanos -el veronense, el gelasiano antiguo habí­an penetrado en los paí­ses franco-germánicos, pero por iniciativa privada; ahora, como consecuencia de la polí­tica eclesiástica de Pipino el Breve (t 768) y sobre todo de Carlo Magno (f 814), la liturgia de Roma entra allí­ oficialmente: respondiendo a su solicitud, el papa Adriano I (j 795) remite al emperador el denominado sacramentario gregoriano, que en sus intenciones debí­a ser el libro nuevo y unificador del culto divino en los paí­ses franco-germánicos.

Pero sólo en parte se iba a conseguir el proyecto cultural del emperador; en efecto, no se podí­an cancelar de un golpe seculares tradiciones cultuales de las poblaciones francas y germánicas; por otra parte, tampoco la liturgia importada de Roma, particularmente sobria, se adaptaba a todas las necesidades locales ni al genio de aquellas naciones. Así­ es como se formó una liturgia mixta romano-franca o romano-germánica-, de la que el pontifical redactado hacia el 950 por un monje de la abadí­a de San Albán, en Maguncia, es una de las más caracterí­sticas expresiones.

El pontifical de Maguncia, reflejando inteligentemente una situación de hecho, presenta dos rituales para la consagración de las ví­rgenes: uno para las ví­rgenes monjas (XX); otro para las ví­rgenes seglares (XXIII). Nos detendremos sobre todo en el primero, en el que el sobrio ritual romano se transforma en una amplia celebración de tono altamente dramático y de carácter marcadamente nupcial:
†¢ antes de la misa, los padres, juntamente con los dones para la celebración de la eucaristí­a, ofrecen la virgen al obispo, quien la recibe tomándola de la mano, mientras la virgen entona la antí­fona Ipsi sum desponsata (n. 1), sacada de la Passio s. Agnetis en esta ceremonia se habrá de ver una transposición al rito de la consagración de las ví­rgenes del antiguo gesto nupcial de la traditio puellae y de la dexterarum coniunctio
†¢ después del canto del gradual o, según la tradición bávara, después del evangelio, comienza la consagración: la virgen se acerca al altar acompañada por el stipulator, es decir, aquel que, según el derecho germánico, estipula el pacto nupcial haciéndose garante del compromiso de la virgen y dando su consentimiento a las nupcias (nn. 4-5);
†¢ el obispo bendice las vestiduras monacales recitando tres oraciones (nn. 6-8); y después, por separado, bendice el velo, pronunciando sobre él la fórmula Caput omnium fidelium Deus (n. 9); la virgen despoja su cabeza de los ornamentos laicales y, una vez recibidos de manos del obispo los vestidos monásticos, exceptuado el velo, se retira al secretarium para vestí­rselos (n. 10).

†¢ retorna a la iglesia, se postra ante el altar y dice tres veces el versí­culo: Suscipe me, secundum eloquium tuum, et non confundas me ab exspectatione mea (Sal 118:116) (n. 11), ya presente en el ritual de la profesión monástica inserto en la Regla de san Benito «;
†¢ se cantan después las letaní­as de los santos (n. 12). La virgen se levanta, y el obispo la consagra pronunciando sobre ella, que está en pie y con la cabeza inclinada (n. 13), las dos antiguas oraciones romanas: la colecta Respice, Domine (n. 14) y la oración consagratoria Deus, castorum corporum (n. 15);
†¢ terminada la oración consagratoria, el obispo impone el velo a la virgen (n. 16). Pero al antiguo gesto de la velatio se añaden ahora la traditio anuli y la traditio coronae (nn. 23-26), lo cual da lugar a una amplia secuencia ritual, en la que se cruzan fórmulas de entrega, antí­fonas y oraciones, a veces por duplicado ‘2. De ahí­ resulta una ceremonia compleja y espectacular, que impresiona a los sentidos y exalta la imaginación; pero la amplitud que se da a la misma tampoco carecerá de consecuencias negativas en la economí­a general del ordo, ni para su correcta interpretación: a los ojos de los fieles, por ejemplo, las distintas entregas adquirirán una importancia superior a la de la misma oración consagratoria;
†¢ la consagración termina con una severa monición: el obispo pide que nadie ose apartar a las ví­rgenes del «servicio divino prestado a través de la castidad» y exhorta a los fieles a ayudarlas a vivir serenamente su consagración (n. 27);
†¢ la celebración de la misa prosigue con la proclamación del evangelio o, según la tradición bávara, con el ofertorio (n. 28); en elmomento oportuno, la virgen consagrada lleva al altar los dones eucarí­sticos (n. 28); en la comunión se reservan algunas partí­culas, a fin de que pueda comulgar durante los ocho dí­as inmediatamente siguientes (n. 29);
†¢ finalmente, como por un escrúpulo jurí­dico, el ordo anota: si es del caso, el obispo confí­a la virgen, ya consagrada, a aquel que se ha hecho garante de la misma (qui el testimonium perhibuit, n. 30): en realidad, tratándose de una monja, la confí­a a las atenciones de la abadesa, a fin de poder presentarla inmaculada ante el tribunal de Cristo (ib).

El pontifical romano-germánico es de fundamental importancia en la historia del rito de la consagración de las ví­rgenes. El anónimo autor tiene el mérito de haber compuesto un ordo que, con realismo, llega a conjugar la herencia romana, sobria e intelectual, con la tradición germánica, exuberante y sentimental. Hasta fue un abanderado del principio de adaptación de la liturgia a los distintos contextos culturales: escribió un ordo para gente de su tierra y de su cultura.

3. Dos REVISIONES DE LA «CONSECRATIO VIRGINUM» EN EL S. XIII. El pontifical romano-germánico, por sus cualidades intrí­nsecas y por algunas felices circunstancias Maguncia, la ciudad donde se habí­a redactado, era también el centro de la renovatio imperii con la dinastí­a de los Otones, se difundió rápidamente en Europa: hacia finales del s. x se usaba ya en Roma, donde fue acogido favorablemente por los numerosos prelados germánicos entonces residentes en la curia y donde iba a desempeñar un importante papel de estí­mulo y de integración frente a la liturgia romana,
inmersa en un preocupante letargo. Con relación al rito de la consagración de las ví­rgenes puede decirse que en cierto sentido las sucesivas reformas, incluso la de Pablo VI en 1970, consciente o inconscientemente no son sino ampliaciones, simplificaciones o adaptaciones del ordo del pontifical romano-germánico.

a) El pontifical de la curia romana en el s. xiii. Dejando aparte las primeras reacciones romanas ante el ordo del pontifical de Maguncia trataremos aquí­ de la reforma del rito de la consagración de las ví­rgenes tal como aparece en el Pont ificale secundum consuetudinem et usum romanae curiae I°, de la mitad del s. xtn, obra de los ceremoniarios del Laterano, realizado bajo el impulso de la reforma promovida por Inocencio III (j 1216), liturgista también él.

Frente al ordo romano-germánico, los liturgistas de la curia mantienen una actitud respetuosa y a la vez creativa: suprimen, como es obvio, las referencias al derecho germánico; completan en el aspecto jurí­dico y rubrical los datos a veces imprecisos del ritual maguntino; renuevan el repertorio antifonal, introduciendo antí­fonas que obtendrán gran éxito, como Veni, sponsa Christi (n. 19); sobre todo, con varios retoques textuales, dan al ordo una impronta más romana. Así­, las fórmulas maguntinas para la entrega del anillo y la corona, en las que figuran expresiones como sponsa Dei y uxor Christi, demasiado realí­sticas para la sensibilidad romana, se sustituyen por otras en las que las imágenes esponsalicias aparecen más difuminadas (nn. 18 y 20)’
b) El pontifical de G. Durando. A finales del s. xlil, entre los años 1292 y 1296, Guillermo Durando, obispo de Mende (j 1296), compilópara uso personal un pontifical que llegarí­a a convertirse en libro oficial de la iglesia romana’ Durando, profesor de derecho canónico durante muchos años en Bolonia y autor de importantes obras como el Repertorium iuris canonici, experto liturgista –compuso el célebre Rationale divinorum officiorum-, estaba particularmente preparado para la composición de tal libro litúrgico. Destacaremos aquí­ ante todo los elementos que él introduce ex novo o que modifica en el rito de consagración de las ví­rgenes:
†¢ establece con gran precisión los dí­as en que puede tener lugar la consagración y las excepciones permitidas; define las modalidades del escrutinio preliminar sobre la edad, la conducta, la sinceridad del propósito, la integridad fí­sica (nn. 1-2);
†¢ amplí­a exageradamente la ceremonia de la presentación de las ví­rgenes ante el obispo (nn. 4-15), que se articula en tres momentos: la procesión de las ví­rgenes hacia el presbiterio, que evoca la antigua deductio in domum mariti y el cortejo de las ví­rgenes prudentes de la parábola mateí­na (nn. 4-5); la postulatio de consagración de las ví­rgenes, hecha por el presbí­tero asistente o paraninfo, tomada del rito de ordenación de los diáconos y presbí­teros (nn. 6-9); el encuentro entre el obispo, que representa al sponsus, Cristo, y las ví­rgenes sponsae (nn. 10-15);
†¢ añade una promesa de .fidelidad, calcada sobre la promesa de obediencia del rito de la ordenación de los presbí­teros, que era a su vez una reminiscencia de la homagium feudal; aquí­, obviamente, la virgen promete ser fiel al propositum de virginidad y, por tanto, ser fiel a Cristo, su Señor (nn. 16-17);
†¢ introduce en las letaní­as unaintervención personal del obispo: en pie, vuelto hacia las ví­rgenes, canta cuatro peticiones, de las que la primera es la más caracterí­stica, acompañada por un triple gesto de bendición: Ut praesentes ancillas tuas benedicere, sanctificare et consecrate digneris (n. 19);
†¢ dedica una amplia sección a la bendición de las insignias monásticas y esponsales (nn. 20-27): vestidos (nn. 21-23), velos (nn. 24-25), anillos y coronas (nn. 26-27);
†¢ da a la ceremonia de la mutatio vestium un tono más dramático: las ví­rgenes retornan a la iglesia desde el secretarium cantando el responsorio Regnum mundi et omne ornatum saeculi contempsi (n. 28);
†¢ amplí­a los ritos de la entrega del velo (nn. 36-39), del anillo (nn. 40-45) y de la corona (nn. 46-51). Tales entregas, simétricamente estructuradas, son bastante complejas, e implican cinco elementos cada una: la llamada del obispo; la fórmula de entrega; el canto de una antí­fona; el retorno de las ví­rgenes a su puesto, donde cantan una segunda antí­fona; la oración final;
†¢ alarga la secuencia conclusiva del rito (nn. 49-56) añadiendo a los elementos tradicionales (oración Deus plasmator corporum publicación del anatema) la prolija oración Benedicat vos Deus Pater (n. 53).

El análisis del ordo de G. Durando permite concretar los criterios que él siguió y las orientaciones teológicas en que se inspiró: el obispo de Mende tení­a ciertamente a la vista los ordines anteriores, pero los amplió, dando lugar a un rito espectacular y dramático, hasta con elementos redundantes, que revela, sin embargo, un cierto gusto por la simetrí­a y la armoní­a de las partes. Durando clericalizó, por así­ decirlo, el ordo al hacerlo dependeren varios puntos de los ritos de ordenación de los diáconos y presbí­teros; devolvió al rito el marcado sentido esponsal que se le habí­a restado en la revisión de los liturgistas romanos de los ss. XII-XIII. Así­ restableció algunas fórmulas del pontifical romano-germánico y creó otras, subrayando en todas ellas el sentido del desposorio mí­stico de las ví­rgenes con Cristo, como Desponso te Jesu Christo, Filio summi Patris, qui te illesam custodiat (n. 41).

4. LA «CONSECRATIO VIRGINUM» EN LOS PONTIFICALES OFICIALES. Examinaremos en este párrafo el rito de la consagración de las ví­rgenes en las ediciones del pontifical que se sucedieron desde 1485 hasta 1962.

a) El pontifical de Inocencio VIII (1485). La compilación de G. Durando tuvo éxito: la adoptó la mayor parte de los obispos. Por lo que, cuando Inocencio VIII (t 1492) encargó a A.P. Piccolomini y a G. Burcardo preparar una edición oficial del pontifical -la primera impresa-, éstos tomaron como modelo el pontifical de Durando».

En lo concerniente al rito de la consagración de las ví­rgenes, los liturgistas pontificios se limitaron a reproducir el ordo de Durando, introduciendo solamente algunas precisiones rubricales, ligeros retoques estilí­sticos y pequeños cambios rituales. Así­, por ejemplo, prescribieron el asperjar con agua bendita el anillo y la corona, mientras que en el texto de Durando solamente estaba prevista la aspersión del velo.

El reducido número de modificaciones introducidas por los dos liturgistas romanos revela que en el ambiente de la curia romana de finales del s. xv el ordo de Durando se consideraba válido y en consonancia con los gustos y la sensibilidad de la época. El aval de la autoridad pontificia y la difusión que su impresión le aseguraba suscitaron nuevos asentimientos al ordo del obispo de Mende, que se convirtió en rito oficial de la iglesia romana.

b) El pontifical de Alejandro VI (1497). En 1497 salió una nueva edición del pontifical, bajo la dirección de G. de Luciis y G. Burcardo. Adoptó el ordo de la edición de 1485, al que aportará aquí­ y allá ligeras modificaciones rubricales, sugeridas por la experiencia, y terminológicas, dictadas por un mayor rigor filológico. Pero esta edición se recuerda sobre todo por tres significativas adiciones: la introducción, aunque facultativa, del Veni, Creator después del canto de las letaní­as, a ejemplo de lo que tení­a lugar en la ordenación de los presbí­teros; la entrega del breviario después de la bendición final de la misa: con este gesto, calcado en la entrega del evangeliario a los diáconos, el obispo confí­a a las ví­rgenes consagradas la función de celebrar el oficio divino en nombre de la iglesia; el canto del Te Deum al finalizar la celebración, antes de que las ví­rgenes retornen a la clausura.
c) El pontifical de 1520. En la primera mitad del s. xvi, la publicación de los libros litúrgicos no era todaví­a exclusivo derecho de la Sede Apostólica, lo cual explica la abundancia de ediciones debidas a la iniciativa privada. Así­, en 1520, el dominico A. Castellani (+ 1522) publicó una nueva edición del pontifical romano. En el rito de la consagración de las ví­rgenes introdujo un solo elemento de relieve: el largo y severo anatema Auctoritate omnipotentis Dei contra todo elque se atreviese a usurpar los bienes de las ví­rgenes consagradas o a apartar a éstas de su propósito de castidad; el anatema, lleno de reminiscencias del AT, es el más terrible texto que haya conocido la liturgia romana: «… sea maldito en casa y fuera de casa; maldito en la ciudad y en el campo; maldito en la vigilia y en el sueño; maldito cuando come y cuando bebe; maldito cuando anda y está sentado; malditos sean su carne y sus huesos, y desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza no haya salud en su cuerpo…»
c) El pontifical de Clemente VIII (1596). Con la constitución Ex quo in Ecclesia Dei, del 10 de febrero de 1596, Clemente VIII promulgó una nueva edición del pontifical romano, declarando suprimidas y abolidas las anteriores. Con respecto a nuestro ordo, la edición clementina repone el rito que iba a ser el tradicional, con algunas variantes de carácter secundario: el canto del Veni, Creator de facultativo pasa a ser obligatorio; en el canto de las letaní­as, las peticiones cantadas por el obispo se reducen de cuatro a dos; y, en particular, en la tradicional petición Ut praesentes antillas tuas benedicere, sanctificare et consecrare digneris, el término consecrare se suprime, probablemente porque aplicado a las ví­rgenes se consideraba impropio. El término sólo volverá a reaparecer en 1970, en el ordo de Pablo VI; en las fórmulas de entrega del velo, anillo y corona, los liturgistas de Clemente VIII modificaron la primera, dejaron intacta la segunda y sustituyeron la tercera por la correspondiente fórmula del pontifical de la curia romana del s. xui, en la que la referencia al desposorio mí­stico se habí­a atenuado.

Depués de 1596 se promulgaron otras ediciones tí­picas del pontifical romano: por orden de Urbano VIII en 1645, de Benedicto XIV en 1752, de León XIII en 1888, de Juan XXIII en 1962, cuando ya se habí­a convocado el Vat. II; pero el rito de la consagración de las ví­rgenes quedaba exactamente igual. R. Metz explica la razón de tal estabilidad observando con cierta agudeza que «nadie advierte la necesidad de modificar un ceremonial caí­do en desuso» .

En las ví­speras, pues, del Vat. II, la liturgia romana dispone de un rito para la consagración de las ví­rgenes que, en lo sustancial y en sus particularidades, se remontaba a finales del s. xm (ordo de G. Durando); pero ha pasado demasiada historia y ha cambiado demasiado la sensibilidad litúrgica para no sentir la necesidad de proceder a una revisión.

II. El nuevo rito de la consagración de ví­rgenes
El 31 de mayo de 1970, la S. C. para el culto divino promulgó el Ordo Consecrationis Virginum (= OCV), restaurado en conformidad con la prescripción conciliar: «Reví­sese el rito de la consagración de ví­rgenes, que forma parte del pontifical romano» (SC 80). El 4 de febrero de 1979 se publicó la versión oficial castellana con el tí­tulo de Ritual de la Consagración de Ví­rgenes (= RCV), a la que preferencialmente nos referiremos 19. Examinaremos las premisas (praenotanda), la estructura y el contenido teológico del nuevo rito.

1. LAS PREMISAS. Dejando para más tarde [1 infra, 3] la valoración de la «premisa teológica» (RCV 1-2), aquí­ nos ocuparemos exclusivamente del sujeto de la consagración, del ministro, del dí­a y del lugar.

a) El sujeto. Se establece ante todo que «a la consagración virginal pueden ser admitidas tanto las monjas (moniales) como las mujeres seglares (mulieres vitam saecularem agentes)» (RCV 3). El doble sujeto da lugar a dos ordines distintos, si bien muy semejantes en la mayor parte de sus secuencias rituales: el primero (c. I), para las ví­rgenes seglares; el segundo (c. II), para las ví­rgenes claustrales.

Pero merece ante todo resaltarse cómo, después de ocho siglos, restableciendo una praxis desaparecida a raí­z de una prohibición del concilio II de Letrán (1139), la iglesia latina readmite nuevamente a las ví­rgenes seglares a la consagración virginal. Se trata de una importante disposición litúrgico-canónica, en la que habrá de verse un signo de los tiempos: en una época en que la cultura, bastante refractaria al mensaje evangélico, no comprende, contesta y ridiculiza el misterio de la vida virginal, la iglesia reconoce un aspecto esencial de sí­ misma en el testimonio de la virginidad consagrada por el reino, aun la vivida con manifestaciones tí­picamente seglares, distintas, por consiguiente, e independientes de las de la vida religiosa, y hasta las sanciona con el máximo reconocimiento litúrgico: un rito consagratorio de carácter esponsal, cristológico y eclesial.

Los requisitos necesarios a las ví­rgenes seglares en orden a su consagración son: «Que nunca hayan celebrado nupcias y no hayan vivido pública o manifiestamente en un estado opuesto a la castidad; que por su edad, prudencia, costumbres probadas a la vista de todos, sean fieles en la vida casta y puedan perseverar dedicadas al servicio de la iglesia y del prójimo; que sean admitidas a la consagración por el obispo ordinario del lugar» (RCV 5).

Respecto a las religiosas, el ordo de 1970 sigue sustancialmente en las posiciones anteriores: el rito se reserva para las monjas; éstas pueden utilizarlo en el caso de «que la congregación religiosa utilice este rito según antigua costumbre o un nuevo permiso de la autoridad competente» (RCV 4).

Frente a esta legislación, que concede la consagración a las mujeres seglares y las monjas, pero que excluye del todo a las religiosas, los comentaristas, perplejos y desorientados, no dejan de preguntarse por las razones de tal disciplina, sin llegar, por lo que sabemos, a encontrar una respuesta válida.

b) El ministro. En conformidad con la más antigua tradición, se repite que «el ministro del rito de la consagración de ví­rgenes es el obispo ordinario del lugar» (RCV 6). Pero en el espí­ritu del nuevo ordo, la intervención del obispo no es puramente ritual; dado el peculiar ví­nculo que llega a crearse entre la virgen y la iglesia local, al obispo pertenece: admitir a las ví­rgenes a la consagración; establecer «con qué condiciones se obligan a abrazar perpetuamente la vida virginal» (RCV 5); por lo que «debe recibir a las ví­rgenes que serán consagradas y, como padre de la diócesis, entablar con ellas un diálogo pastoral» (RCV I, 2, y II, 40), no sólo cumplir un requisito jurí­dico previo, como prescribí­a el ordo de G. Durando.

En el ordo de 1970 no se habla de la facultad del obispo como delegable en un presbí­tero; pero se la puede suponer. Sin embargo, sólo podrá recurrirse a ella en casos excepcionales, ya que la tradición y la plenitud del signo reclaman la presencia del obispo; sólo él representa adecuadamente a Cristo, Sponsus ecclesiae.

c) El dí­a. Respecto al dí­a, dice la rúbrica: «La consagración de ví­rgenes conviene celebrarla en los dí­as de la octava de pascua, o bien en las solemnidades, especialmente en las dedicadas a la conmemoración de los misterios de la encarnación, en los domingos, en las fiestas de la Virgen Marí­a o en las fiestas de las santas ví­rgenes» (RCV I, 1, y II, 39). El contenido de la rúbrica refleja en lo sustancial la praxis tradicional, y es un criterio teológico el que orienta la elección de tales dí­as: el carácter esponsal del misterio celebrado. Ante todo, la pascua de Cristo, de cuyo costado abierto nació la iglesia esposa (cf SC 5); la natividad, memorial de la encarnación, por la que el Verbo se unió esponsalmente con la humana naturaleza; el domingo, dí­a nupcial en cuanto memoria semanal del Esposo resucitado. Después: las solemnidades de santa Marí­a, expresión la más destacada de la virgo sponsa Verbi, modelo y como personificación de la iglesia esposa; las fiestas de las santas ví­rgenes, que vivieron en su ser -en el espí­ritu y en la carne- el acontecimiento nupcial Cristo-iglesia.
d) El lugar. Respecto a la elección del lugar, se lee en una rúbrica: «Es muy oportuno que la consagración de estas ví­rgenes se tenga en la catedral» (RCV I, 3). También esta indicación responde a un criterio teológico: para una función realizada por el obispo, que en tal rito es sí­mbolo de Cristo esposo, siendo la virgen consagrada el signo de la iglesia esposa y quedando dedicada al servicio de la diócesis, el lugar natural es la iglesia catedral; de hecho, no siempre será posible consagrar a las ví­rgenes en la catedral; sin embargo, la rúbrica señala el lugar como punto ideal de referencia, oponiéndose así­ a toda interpretación intimista del rito. Para las monjas, será la iglesia de su monasterio (RCV II, 41).

2. ESTRUCTURA DEL RITO. El ordo de Pablo VI tiene una estructura sencilla y lineal. Como los demás ritos de consagración, también éste tiene lugar durante la celebración eucarí­stica, entre la liturgia de la palabra y la liturgia del sacramento. Ilustraremos brevemente las partes de que consta.

a) Llamada de las ví­rgenes. Proclamado el evangelio, tiene lugar la llamada ritual de las ví­rgenes. Al canto de la antí­fona Prudentes virgines («Ví­rgenes prudentes, preparad vuestras lámparas; mirad que llega el esposo: salid a recibirlo», RCV 13.51), las ví­rgenes encienden sus lámparas y se acercan procesionalmente al presbiterio. Sigue la invitación del obispo: Venite, filiae («Venid, hijas, escuchadme; os instruiré en el temor del Señor», RCV 14.52), a la que responden las ví­rgenes, mientras se van acercando procesionalmente al altar: Et nunc sequimur («Queremos seguirte de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro; no nos dejes defraudadas; trátanos según tu clemencia y tu abundante misericordia», RCV 14.52).

La llamada ritual de las ví­rgenes puede calificarse de tradicional: como queda anotado, del pontifical de G. Durando pasó al pontifical romano; pero en el ordo de 1970 aparece notablemente simplificada: se eliminan algunos elementos que la hací­an enfática y espectacular. Los tres textos con que se articula la llamada son de inspiración bí­blica: Prudentes virgines proviene de Mat 25:6; Venite, filiae, del Sal 33:12; Et nunc sequimur, de Dan 3:41-42. Este último expresa admirablemente los sentimientos que invaden el corazón de una virgen el dí­a de su consagración: vivo amor a Cristo, intenso deseo de seguirle y, al mismo tiempo, plena conciencia deja propia debilidad.

Desde el punto de vista ritual, la llamada de las ví­rgenes da lugar a un como cortejo nupcial que evoca -como hemos anotado al ilustrar el ordo de G. Durando [-> supra, I, 3, b]- el cortejo de las ví­rgenes prudentes admitidas en casa del esposo (cf Mat 25:1-12), y representa en un cierto sentido la supervivencia ritual del antiguo cortejo con que, en la noche, con hachas encendidas, era conducida la esposa a la casa del esposo (deductio in domum mariti).

Desde el punto de vista teológico, en cambio, la virgen que se acerca al altar y al obispo (dos sí­mbolos de Cristo-Esposo) es la virgen que sale al encuentro de Cristo para celebrar con él, en el más elevado ambiente litúrgico, un rito de nupcial alianza.

Para la llamada ritual de las ví­rgenes prevé el ordo de 1970 una segunda fórmula, que se caracteriza por el llamamiento individual de las ví­rgenes, calcado en el de los candidatos en el rito de la ordenación. Al llamamiento, cada virgen responde: Ecce, Domine («Aquí­ estoy, Señor; tú me has llamado», RCV 81), fórmula que procede de 1Sa 3:4-5, y que aparece por primera vez en el rito. La forma alternativa, si por una parte personaliza la respuesta de las ví­rgenes, por otra amortigua o suprime un elemento eficazmente expresivo: el cortejo.

b) Homilí­a. Después el obispo pronuncia la homilí­a, en la que explica las lecturas y el significado «del don de la virginidad y de lo que ella representa para la propia santidad de las ví­rgenes y para el bien de la iglesia» (RCV 16). El ordo de 1970 ofrece un texto ad libitum de homilí­a ritual: texto apreciable que, inspirándose ampliamente en los escritos patrí­sticos, presenta una rica doctrina sobre el valor y significado de la virginidad consagrada.

c) Escrutinio. Al finalizar la homilí­a, el obispo interroga a las ví­rgenes sobre su voluntad de perseverancia «en el santo propósito de la virginidad al servicio de Dios y de la iglesia» (RCV 17) y de «ser consagradas (consecrari) y ante la iglesia ser desposadas (desponsari) con el Hijo de Dios altí­simo» (ib).
El primer testimonio de tal escrutinio parece encontrarse en el pontifical de Durando, que lo tomó del análogo escrutinio de los candidatos en el rito de las ordenaciones. En las intenciones del canonista Durando, las preguntas concretas de tal escrutinio, formuladas ante la comunidad eclesial, debí­an tender a asegurar que, frente a los difí­ciles compromisos que derivan de la consagración, ninguna virgen pudiese apelar a la ignorancia de las obligaciones contraí­das. En las intenciones del ordo de 1970, el escrutinio, sin renunciar a las perspectivas jurí­dicas, se tiende sobre todo a definir el objeto de la consagración y a suscitar en el ánimo de las ví­rgenes la gozosa conciencia del gran don que van a recibir.

d) Letaní­as de los santos. Al escrutinio sigue el canto de las letaní­as de los santos: con ellas la comunidad, confiando en la intercesión de la bienaventurada Virgen Marí­a y de los santos, pide a Dios que «derrame abundantemente los dones del Espí­ritu» (RCV 18) sobrelas ví­rgenes consagradas. El canto de las letaní­as es un elemento común y caracterí­stico de los diversos ritos de consagración. Como en la mayor parte de los ordines restaurados después del Vat. II, en el ordo de 1970 las letaní­as preceden inmediatamente a la fórmula de consagración y constituyen la preparación orante, última e intensa, tí­picamente eclesial, de la asamblea y de las ví­rgenes.
El canto de las letaní­as de los santos está atestiguado en el rito de consagración de las ví­rgenes ya en el pontifical romano-germánico del s. x. Sin embargo, las letaní­as del ordo de 1970 pueden considerarse nuevas y propias en relación con los varios formularios hoy vigentes en la liturgia romana; y ello ya por algunas selecciones particulares en la serie de los santos invocados, ya sobre todo por la especí­fica y original serie de las intercesiones.

Dado su carácter de súplica e intercesión, se comprende por qué en esta circunstancia el canto de las letaní­as suple la oración de los fieles (cf RCV 12, e. 50, c); como se explica igualmente por qué se ha suprimido en este punto el canto del Veni, Creator, introducido, con carácter no obligatorio, en el pontifical de 1497.

e) Renovación del «propositum castitatis». Concluido el canto de las letaní­as, «si se cree oportuno, las ví­rgenes hacen oblación a Dios de su propósito de castidad por mediación del obispo» (RCV 22), es decir, optan por el estado virginal y por su donación a Cristo, Señor y Esposo.
Por ser el contexto jurí­dico de la consagración de las ví­rgenes diverso del de la -> profesión religiosa, es obligatoria la explí­cita formulación del propositum durante la celebración, con lo que el legislador litúrgico ha querido indicar que, hoy como en la antigüedad, para que una virgen reciba la consagración es necesario y basta el propositum que se ha formulado irrevocablemente en su corazón y que ha manifestado previamente al obispo, quien a su vez no ha dejado de comprobar su autenticidad (cf RCV 5). En este caso, la admisión de la candidata a la consagración y a la celebración misma del rito litúrgico confieren un carácter público, jurí­dica y eclesialmente, a su propósito.

Pero, aun sin ser necesaria, la renovación del propositum virginal en el contexto de la celebración resultará casi siempre oportuna desde el punto de vista pastoral y significativa desde el punto de vista litúrgico. Tal renovación se configura entonces como la presentación de la ofrenda para ser consagrada por el Señor con «nueva unción espiritual» (RCV 16), por lo que se puede decir que en el rito de la consagración de las ví­rgenes la formulación del propositum es a la oración consecratoria lo que en la misa es la presentación de los dones a la oración eucarí­stica.

Las caracterí­sticas de la ofrenda del propósito, irrevocables, por su naturaleza, son: el carácter eclesial: la ofrenda se hace a Dios por mediación del obispo, mientras la asamblea litúrgica actúa como testigo; el sentido esponsal: el «propósito de castidad perfecta» (RCV 22) no es más que la donación a Cristo, virginal o esponsal, y por tanto perpetua y total, que abarca todo el ser, el corazón, la mente, el cuerpo; la orientación cristológica: la donación esponsal a Cristo se traduce necesariamente en «el seguir fielmente a Cristo» (RCV 22): la virgen, al entregarse al Señor, quiere compartir su suerte, asumir su estilo y condición de vida.

f) Oración consagratoria. A la formulación del propositum (consagración subjetiva de la virgen) sigue la oración consagratoria (consagración objetiva). La consagración, en efecto, tiene lugar mediante una solemne oración, en la que la iglesia suplica al Padre que derrame sobre la virgen la abundancia de los dones del Espí­ritu y realice en ella «el ví­nculo esponsal con Cristo» (RCV 24).

No obstante ciertos detalles teológicos o ascéticos, hoy no compartidos por todos, el ordo de 1970 ha conservado como oración consagratoria -reorientándola a su forma primitiva «- la célebre composición Deus, castorum corporum, tesoro de la antigua liturgia romana, que desde el s. v figura en el rito de consagración de las ví­rgenes.

La Deus, castorum corporum sigue el esquema tripartito de las oraciones consagratorias (anámnesis, epí­clesis, intercesión); pero, al quedar la epí­clesis tan reducida, casi implí­cita y fundida con las intercesiones, la oración consagratoria se presenta de hecho dividida en dos partes: en la primera parte (cristológica) el mysterium de la virginidad cristiana se contempla dentro de la anámnesis de los mirabilia Dei. Y así­, la oración glorifica a Dios por la obra de la creación-redención y por el consiguiente retorno del hombre a la «santidad original» (RCV 24), de la que es un signo visible la virgen consagrada; contempla el misterio de la encarnación del Verbo como unión esponsal entre la naturaleza divina y humana; celebra el designio universal de salvación, que no excluye, sin embargo, para algunos el don de la virginidad de la unión esponsal con Cristo; exalta la bondad del estado matrimonial, pero proclama la excelencia del estado virginal, en el que la mujer, aun renunciando al matrimonio, aspira a poseer í­ntimamente la realidad del misterio; en la segunda parte (pneumatológica), que comienza con la caracterí­stica expresión de súplica Implorantibus ergo auxilium tuum, Domine, se presentan las intercesiones en favor de las ví­rgenes consagradas. La lista es larga, pero no monótona, y está ordenada con una sabia arquitectura literaria que utiliza el juego de las simetrí­as y de las antí­tesis, solemne, pero recogida, seria e í­ntima. Comprende sobre todo la petición de que el Señor defienda el don grande pero frágil concedido a sus hijas; y, finalmente, la súplica al Padre para que, «por el don de tu Espí­ritu» (RCV 24), conceda a las ví­rgenes consagradas numerosas gracias como su verdadera dote y su mejor adorno nupcial.

g) Las insignias de la consagración. La realidad de la consagración radica en la unción interior realizada por el Espí­ritu mediante el ví­nculo esponsal con Cristo. Signos de tal realidad y de la nueva condición de vida de la virgen consagrada son, según la tradición, el velo y el anillo (signos esponsales) y el libro de la liturgia de las horas (signo eclesial).

Concluida la oración consagratoria, el obispo entrega a las ví­rgenes un velo y un anillo, diciendo: «Recibid… el velo y el anillo, signos de vuestra consagración; guardad siempre fidelidad plena a vuestro esposo, y no olvidéis nunca que habéis sido consagradas a Cristo y dedicadas al servicio de su cuerpo que es la iglesia» (RCV 25), fórmula que expresa eficazmente el significado esponsal de la consagración y el simbolismo nupcial, por lo demás transparente, del velo y el anillo.

El velo y el anillo se entregan, pues, con una fórmula unitaria, pronunciada una sola vez, lo cual constituye una innovación y una como reacción a la excesiva complejidad que tal secuencia ritual habí­a adoptado. El ordo prevé, sin embargo, una secuencia alternativa en la que velo y anillo se entregan por separado con sus respectivas fórmulas, que se repiten para cada una de las ví­rgenes consagradas (cf RCV 94-95).

Es de notar en esta parte del rito la supresión de la corona, introducida -como queda dicho [t supra, I, 2]- en el s. x. Son probablemente varios los motivos que la han determinado: ante todo, la pérdida del significado esponsal de la corona en la costumbre occidental -porque de hecho no forma ya parte de los ritos nupciales- ha hecho de ella un sí­mbolo inadecuado para expresar eficazmente el desposorio mí­stico de la virgen con Cristo; además, el cambio de sensibilidad social ha hecho que muchas mujeres se resistan a recibir un signo que, en la cultura contemporánea, tiene con frecuencia un significado triunfalista; finalmente, la interpretación de la corona como signo terminal -de coronamiento precisamente de una obra, de una fatiga, de un combate- hace aparecer dicho sí­mbolo impropio en un rito que, bajo tantos aspectos, señala el comienzo de un compromiso.

Después del velo y el anillo, el obispo entrega igualmente a cada una de las ví­rgenes el libro de la liturgia de las horas. El origen de tal entrega, como hemos visto [-> supra, I, 4, b], es relativamente reciente (1497). Limitada de hecho a las monjas, tení­a lugar al final de la misa, y revestí­a un carácter prevalentemente jurí­dico. En la traditio breviarii, el ordo de 1970 ha introducido algunos cambiossignificativos: con el desplazamiento del instante de la entrega (del final de la misa a después de la oración consagratoria) se ha querido ante todo significar que el compromiso de la oración eclesial de la virgen consagrada no es un aspecto complementario, sino esencial a su vida; y, al mismo tiempo, declarar que tal compromiso no es exclusivo de las ví­rgenes consagradas dentro de la vida monástica, sino propio también de las ví­rgenes consagradas que viven en el mundo (la -> liturgia de las horas, por lo demás, es oración de todo el pueblo de Dios); se ha querido igualmente resaltar que el signo de la traditio breviarii, si en sus inmediatas connotaciones parece de í­ndole ascética (orar siempre), atentamente considerado revela una fuerte impronta esponsal. En efecto, y como es sabido, el oficio divino es «en verdad la voz de la misma esposa que habla al esposo» (SC 84); ahora bien, el signo más claro de la iglesia virgen-esposa es precisamente la virgen consagrada: cuando ella ora con la liturgia de las horas no sólo entabla un diálogo esponsal con Cristo, sino que se convierte en expresión viva y en signo de la iglesia, esposa orante con su Esposo. A la luz de su condición de sponsa Christi y de signo de la ecclesia sponsa, se comprende la importancia de la monición del obispo a las ví­rgenes consagradas: «Recibid el libro de la oración de la iglesia: con él cantaréis siempre las alabanzas del Padre y oraréis a Dios por el bien del mundo entero» (RCV 28).

h) Liturgia eucarí­stica. Terminada la entrega de las insignias y cantada la antí­fona Ipsi sum desponsata («Estoy desposada con aquel a quien sirven los ángeles», RCV 29), prosigue la celebraciónde la eucaristí­a, en la que, dentro de esta circunstancia, resulta particularmente acentuado su carácter de banquete nupcial. Siguiendo la antigua tradición, el ordo de 1970 prevé intercesiones particulares en cada una de las cuatro plegarias eucarí­sticas (cf RCV 33).

3. CONTENIDO TEOLí“GICO. El contenido doctrinal del ordo de 1970 es amplio, eco sobre todo de la tradición patrí­stica y litúrgica, pero abierto a las aportaciones de la reflexión teológica de nuestro tiempo. Antes de iniciar la exposición, nos parece obligada una previa observación: para una penetrante inteligencia de la doctrina del ordo es menester situarse en una perspectiva de fe. La virginidad por el reino es, en efecto, un mysterium o realidad salví­fica sobrenatural, que no se explica con la lógica de la razón, sino con la de la fe; es uno de los mirabilia Dei que pertenecen al orden nuevo inaugurado con la muerte-resurrección de Cristo y la venida del Espí­ritu; ininteligible al hombre carnal, la virginidad cristiana es experiencialmente comprensible para el hombre espiritual.

a) Un don del Padre. La virginidad es un don que proviene de lo alto. Con los santos padres, el ordo recuerda que el lugar de origen (patria) de la virginidad cristiana es el cielo, «su fuente es el mismo Dios, porque de Dios brota el don de la virginidad, como de una fuente purí­sima e incorruptible» (RCV 16). La oración consagratoria, después de haber celebrado el designio universal de salvación, afirma igualmente: «Entre los dones que concediste a tus hijos…, quisiste otorgar a algunos el don de la virginidad» (RCV 24). La virginitas, pues, es un don gratuito y, por otra parte, antes de ser una condición o una caracterí­stica del hombre, es un atributo divino, una realidad intratrinitaria.

En Dios Padre está el origen de toda auténtica vocación virginal: es él quien llama a las ví­rgenes «para atraerlas más í­ntimamente a sí­» (RCV 16); él inspira su santo propósito (cf RCV 24; 36); él enciende en sus corazones la llama de la virginidad (cf RCV 24). Pero Dios Padre no limita su acción a la llamada inicial. El es el Señor fiel que acompaña con su amor a las ví­rgenes durante toda su vida, es decir, hasta llevar a plenitud la obra que él mismo ha comenzado (cf Flp 1:6). Y así­ el Padre continúa alimentando la llama que él encendió (cf RCV 24) y consolidando dí­a tras dí­a el propósito que él mismo despertó en la virgen (cf RCV 60); guí­a y defiende, ilumina y sostiene a las ví­rgenes en su camino (cf RCV 24; 36) y las conduce «por la senda del evangelio» (RCV 21); él mismo es su «auxilio…, librándolas del antiguo enemigo… para no empañar el brillo de su perfecta castidad» (RCV 24); él es «el descanso en la aflicción», «el consejo en la duda», «el remedio en la enfermedad» (RCV 24). El Padre, que ciertamente es «su honor, su gozo, su deseo» (RCV 24), es igualmente el fin último de la consagración de las ví­rgenes: «Que en ti, Señor, lo encuentren todo y sepan preferirte sobre todas las cosas» (RCV 24).

b) «Sponsa Christi»: El designio del Padre es unir esponsalmente a las ví­rgenes con Cristo, el Verbo encarnado, esposo de la iglesia y de la humanidad. En este punto el ordo de 1970 reproduce sin vacilaciones, así­ como sin concesiones a la emotividad, la doctrina unánime de los santos padres y la intención perenne de la liturgia: el elemento especí­fico de la consecratio virginum es la peculiar relación esponsal que se establece entre Cristo y la virgen. Los textos son explí­citos. En la homilí­a el obispo dice a las ví­rgenes: «El Espí­ritu Santo paráclito…, hoy…, al elevaros a la dignidad de esposas de Cristo, uniéndoos con ví­nculo indisoluble al mismo Hijo de Dios» (RCV 16); en el escrutinio les pregunta: «¿Queréis ser consagradas a nuestro Señor Jesucristo y ante la iglesia ser desposadas con el Hijo del Dios altí­simo?» (RCV 17); en la oración consagratoria, dirigiéndose al Padre, declara: «Que tú mismo les hiciste desear (la virginidad)» (RCV 24); al entregar el anillo a las ví­rgenes, las amonesta así­: «Recibid el anillo, signo de vuestro desposorio con Cristo» (RCV 26); las despide, finalmente, recordándoles: «Jesucristo, el esposo, que se ha unido hoy a vosotras en alianza nupcial…»(RCV 36).

Todos los miembros del cuerpo mí­stico están llamados a participar en el misterio nupcial que se realiza en un intercambio de amor y en un recí­proco don entre Cristo y la iglesia. Mas los caminos a través de los cuales se actúa tal participación son diversos. La virgen participa en el misterio nupcial en virtud de un don particular y de una llamada personal, a los que ella responde activamente entregándose a Cristo por entero y para siempre; pero sobre todo en fuerza de una peculiar intervención del Espí­ritu, invocado por la iglesia en el rito litúrgico, que consagra a la virgen «como una nueva unción espiritual» (RCV 16) y la hace sponsa Christi. La virgen renuncia al «casto desposorio» de las nupcias humanas (coniugium), pero logra igualmente la realidad profunda significada por el matrimonio (sacramentum), es decir, la alianza nupcial entre Cristo y la iglesia (cf RCV 24). Con otraspalabras, la virgen, sin aplicar el signo de la unión de los cuerpos (quod nuptiis agitur), obtiene la realidad sobrenatural por él significada (quod nuptiis praenotatur): la unión esponsal con Cristo.

Como la iglesia es virgen, esposa y madre, así­ la virgen consagrada es también una virgo mater, fecunda por su adhesión a la voluntad del Padre y por acoger en sí­ la semilla divina de la palabra de Cristo: «Vosotras, que por amor a Cristo habéis renunciado al gozo de la maternidad, seréis madres espirituales por el fiel cumplimiento de la voluntad divina, cooperando con Dios por el amor, para que sea engendrada o devuelta a la vida de la gracia una muchedumbre de hijos» (RCV 16); «Jesucristo… haga fecunda vuestra vida con la fuerza de su divina palabra» (RCV 36).

c) Consagrada por el Espí­ritu. Ya hemos subrayado [-> supra, b] cómo una discí­pula del Señor llega a ser realmente virgo sacrata y sponsa Christi en virtud de una unción del Espí­ritu: «El Espí­ritu paráclito… va a enriqueceros hoy por mi ministerio con una nueva unción espiritual» (RCV 16); y en la bendición de despedida se dice algo parecido: «El Espí­ritu Santo… hoy con su venida ha consagrado vuestros corazones» (RCV 36). El ordo de 1970 ilumina en otros pasajes las relaciones que tienen lugar entre el Espí­ritu y la virgen cristiana: «En el seno purí­simo (de la Virgen) quiso que la Palabra se hiciera carne por obra del Espí­ritu Santo; de esta forma la naturaleza divina se uní­a a la naturaleza humana, como el esposo se une a la esposa» (RCV 16); al introducir las letaní­as de los santos, invita el obispo a pedir a Dios que «derrame abundantemente los dones del Espí­ritu Santo» (RCV 18) sobre las candidatas a laconsagración virginal; en la oración consagratoria se invoca sobre las ví­rgenes al Espí­ritu del Señor, y del «don del Espí­ritu» (RCV 16) se hacen depender los dones particulares -virtudes, gracias, carismasque deben adornar sus cuerpos y sus almas.

d) La iglesia y la virgen. El misterio del cuerpo se proyecta en los miembros, y lo propio del todo se encuentra también en la parte. Es decir: la í­ndole esencial de la iglesia -virgen, esposa y madre-se reproduce en la vida de la virgen consagrada. La virgen (filia) lleva la impronta de la iglesia (mater), de la que es una representación, un signo, una concreta actuación: «La madre iglesia -se lee en la homilí­a ritual- os considera como la porción más escogida de la grey de Cristo, pues por vosotras se manifiesta y crece su fecundidad» (RCV 16).

Desde el punto de vista teológico, la capacidad, por parte de la virgen, de significar y representar el misterio virginal y nupcial de la iglesia constituye el aspecto más relevante en que se articula la relación ecclesia-virgo sacrata. Lo cual determina la aplicación a las ví­rgenes del tí­tulo eclesial de sponsa Christi: «Los padres doctores de la iglesia no dudaron en dar el sublime nombre de esposas de Cristo, propio de la misma iglesia, a las ví­rgenes consagradas a Cristo» (ib).

Desde el punto de vista operativo, la relación iglesia-virgen consagrada se define sobre todo en términos de servicio: la virgen está consagrada al servicio de la iglesia y, por ella y más allá de la misma, al servicio de la humanidad. Los textos son numerosos: el obispo, dirigiéndose a.los familiares de las ví­rgenes, observa: «El Señor las ha llamado porque desea atraerlas más í­ntimamente a sí­ y dedicarlas al servicio de la iglesia y de todos los hombres»; y, dirigiéndose a las ví­rgenes, les dice: «Recordad siempre que os habéis consagrado al servicio de la iglesia y de todos los hombres» (RCV 16); en el escrutinio les pregunta: «¿Queréis perseverar… en el santo propósito de la virginidad, al servicio de Dios y de la iglesia?» (RCV 17); el ordo de 1970, sin excluir el simbolismo nupcial, interpreta el velo como un signo do consagración «a Cristo… y al servicio de su cuerpo, que es la iglesia» (RCV 25); en las intercesiones de la oración eucarí­stica se pide por las ví­rgenes «hoy consagradas para siempre al culto divino y al servicio de los hermanos» (MRC, Misas rituales VI, d); finalmente, en la bendición de despedida pide el obispo que el Espí­ritu inflame los corazones de las ví­rgenes «con su fuerza para que viváis entregadas al servicio de Dios y de la iglesia» (RCV 36).

Las numerosas referencias del ordo de 1970 a esta categorí­a del servicio y a la dimensión apostólica de la virginidad cristiana se deben seguramente a un influjo del Vat. II, que -como es sabido- fue particularmente sensible a la doctrina evangélica sobre el servicio. Ello confiere al ordo de 1970 una cierta «novedad textual» frente a los ordines anteriores, en los que no aparecen tales conceptos (en la Deus, castorum corporum, por ejemplo, faltan tanto una alusión a la maternidad espiritual de la virgen como una insinuación a la dimensión apostólica de su vida).

e) La Virgen y las ví­rgenes. El misterio de la iglesia y su proyección en la virgen consagrada no se comprenden plenamente sin contemplar a Marí­a de Nazaret (cf SC 103): ella es el modelo (exemplar)de la iglesia y el modelo de las ví­rgenes. La doctrina patrí­stica, una vez más propuesta por el Vat: II -según la cual «en el misterio de la iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la santí­sima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre» (LG 63)-, encuentra variada aplicación en el ordo de 1970.

Se recuerda ante todo en dicho ordo la parte que tiene Marí­a en la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho esponsal paradigmático de cualquier otra estructura nupcial de orden sobrenatural (sea ella la relación Cristo-iglesia, o la unión hombre-mujer en el sacramento del I matrimonio, o la consagración de los discí­pulos de Cristo en la l profesión religiosa o en la consagración virginal…) (cf RCV 16). En la Deus, castorum corporum, cuya primera parte se desarrolla sobre el fondo del misterio de la encarnación del Verbo, se hace un hermoso parangón entre la Virgen y las ví­rgenes a propósito de su consagración (devotio) a Cristo. El texto, profundo y expresivo, no es de difí­cil comprensión, si bien no siempre expresa suficientemente su referencia a Marí­a. Para captarlo plenamente debe el lector realizar una operación, por así­ decir, de sentido inverso a la del autor: retornar de lo abstracto, poético y universal a lo concreto, experiencia) e individual. Según la Deus, castorum, la virgen cristiana (beata virginitas: lo abstracto por lo concreto) reconoce en Cristo al autor de la virginidad (agnovit auctorem suum) y se entrega a él esponsalmente (illius thalamo, illius cubí­culo se devovit); a él -prosigue el texto-, que es esposo de las ví­rgenes consagradas (sic perpetuae virginitatis [= las ví­rgenes consagradas] est Sponsus), así­ como hijo de la siempre Virgen (quemadmodum perpetuae virginitatis [= Marí­a] est Filius). En varias traducciones litúrgicas, incluida la castellana, la referencia a Marí­a, por desgracia, ha desaparecido.

Con esta referencia a la relación de Cristo con Marí­a y con las ví­rgenes se cierra la homilí­a ritual: «Cristo, el Hijo de la Virgen y esposo de las ví­rgenes, será… vuestro gozo… y vuestra corona» (RCV 16). En la introducción y en el cuerpo de las letaní­as (cf RCV 18; 20), así­ como en la bendición de despedida (cf RCV 36), hay otras referencias a la Virgen Marí­a. Aunque venerada en la gloria de su maternidad virginal, se propone a las ví­rgenes como modelo por su profunda humildad: «A ejemplo de Marí­a, la Virgen Madre de Dios, apeteced llamaros y ser esclavas del Señor» (RCV 16).

f) Un signo escatológico. La virgen consagrada desempeña una múltiple función (signum, imago, figura…). La integridad virginal, que brota de la fuente purí­sima e incorruptible de Dios, hace que las ví­rgenes sean «consideradas por los padres de la iglesia como imágenes de la misma incorruptibilidad de Dios» (RCV 16). La virginidad es igualmente «sí­mbolo manifiesto de aquel gran sacramento…, llevado solamente a plenitud en los desposorios de Cristo con la iglesia» (ib); y en la medida en que la virgen vive de acuerdo con la ley del amor, se hace «testimonio y signo de la caridad divina en medio del mundo» (RCV 98).

Pero la función simbólica de la virgen consagrada se desarrolla sobre todo en su relación con el reino futuro. Para iluminar esta función, el ordo de 1970 recoge temas y motivos de la literaturapatrí­stica y del patrimonio litúrgico; por lo demás, la parábola de Mateo sobre las ví­rgenes necias y las prudentes (Mat 25:1-13), evocada desde la antigüedad en el rito de consagración de las ví­rgenes, es una página de orientación claramente escatológica.

En la homilí­a ritual, el obispo recuerda a las ví­rgenes: «Vosotras prefiguráis el reino futuro de Dios, en donde nadie tomará marido ni mujer» (RCV 16), con explí­cita referencia a Mat 22:30; en el escrutinio se repite la idea de que la vida de la virgen consagrada es un «signo manifiesto del reino futuro» (RCV 17). Pero, además de ser un signo, la virgen consagrada es, en cierto sentido, un anticipo y una experiencia de las realidades futuras: «Tú (Padre…), que la llevas a experimentar, ya en esta vida, los dones reservados para el mundo futuro; y así­ haces a quienes viven aún en la tierra semejantes a los ángeles del cielo» (RCV 24).

Es toda la iglesia la que aguarda y espera la venida del Señor. Pero tal vez, desde el punto de vista del signo, ninguna otra categorí­a de fieles como el ordo virginum está tan invitada por la liturgia a vivir la espiritualidad de la espera y del encuentro. En la apertura del rito, mientras las ví­rgenes, con la lámpara en la mano, se acercan al altar, el coro canta la antí­fona: «Ví­rgenes prudentes, preparad vuestras lámparas; mirad que llega el esposo, salid a recibirlo» (RCV 13); en las intercesiones de la plegaria eucarí­stica II se pide al Padre por las ví­rgenes para que les haga experimentar su protección a fin de que, «sin desfallecer, te sirvan a ti y a tu pueblo, y manteniendo encendida la lámpara de la fe y de la caridad, vivan anhelando la llegada de Jesucristo, el Esposo» (RCV p. 187); en el hanc igitur del canon romano se pide al Padre por las ví­rgenes «para que por tu gracia las que hoy se han unido más estrechamente a tu Hijo le reciban con gozo cuando venga al final de los tiempos» (RCV p. 186).

En la perspectiva del ordo de 1970, la virgen consagrada vive en una fecunda tensión entre renuncia y posesión, entre vigilancia y fruición, entre espera y encuentro, entre seguimiento de Cristo por la senda de la cruz y un ya inicial seguimiento del Cordero adondequiera que va (cf Apo 14:14; RCV 16).

III. Cuestiones abiertas
El ordo de 1970, al restaurar el rito de la consagración de las ví­rgenes según las directrices conciliares, ha resuelto sus problemas de í­ndole litúrgica. Pero deja sin resolver algunos problemas teológicos, jurí­dicos y pastorales.

1. PROBLEMAS TEOLí“GICOS. Hay dos problemas de í­ndole teológica que, a nuestro juicio, deben ser objeto todaví­a de atenta reflexión.

a) Falta un rito de consagración virginal para varones. Como queda ya dicho [-> supra, I, 1, a], desde el s. iv se habí­a establecido un rito de consagración por el que la virgen se hace sponsa Christi y signo visible de la iglesia, virgen esposa de Cristo. Pero el carisma de la virginidad por el reino no es privilegio exclusivo de las mujeres: el Padre lo otorga tanto a los hombres como a las mujeres y compromete de igual manera a los discí­pulos de uno y otro sexo en la entrega total a Cristo y en el servicio a la iglesia. Además, la iglesia vive su condición de virgen-esposa y consuma el misterio de sus desposorios con Cristo en toda su compleja realidad, es decir, en todos sus miembros: hombres y mujeres, casados y ví­rgenes. Por otra parte, y como repetidas veces se ha dado a entender, matrimonio cristiano y virginidad consagrada son dos modos distintos de vivir la condición de discí­pulos, que coinciden, no obstante, en ser cada uno sí­mbolo efectivo del desposorio de Cristo con la iglesia.

Sorprende, pues, que el ordo se haya restaurado en la perspectiva exclusiva de la consagración de mujeres ví­rgenes. La causa debe probablemente radicar en el hecho de que, desde los orí­genes del rito, en virtud de una tradición que se remonta a la edad subapostólica y basada en la teologí­a paulina y juanista (cf Efe 5:25-27; ,2; Apo 21:2), la virgo mujer asume la función de signo de la iglesia, vista en sus caracterí­sticas femeninas y en su condición especí­fica de esposa de Cristo. Se comprende, por tanto, por qué, a nivel de signo, la consecratio virginum, dadas sus referencias esponsales-eclesiales y por el inevitable recurso al lenguaje teológico y a la analogí­a, haya seguido teniendo como objeto exclusivamente a las ví­rgenes femeninas. Sin embargo, y puesto que el valor de la virginidad consagrada no consiste sólo en simbolizar la donación esponsal de la iglesia, nada impide, antes es más bien deseable, que en el futuro se establezca un rito de consagración para los hombres seglares que abrazan la virginidad por el reino; un rito, claro está, distinto del de la profesión religiosa, que ponga de relieve otros contenidos de la virginidad consagrada y pueda recobrar el aspecto nupcial en sus referencias cristológicas; es decir, un rito que sugiera como compromiso esencial el servicio total y exclusivo a la iglesia y en el que la imagen rectora sea Cristo, que ama a la iglesia hasta dar la vida por ella.

b) Cuestión de la superioridad de la virginidad consagrada sobre el matrimonio. El ordo de 1970 hace implí­citamente suyas las enseñanzas de la tradición bí­blico-patrí­stica y del magisterio de la iglesia, sobre todo del concilio de Trento, que afirma la superioridad del estado virginal sobre el matrimonial. Pero, aun constituyendo un encomio de la virginidad cristiana, el ordo no cae en redundancias retóricas cuyo resultado pudiera ser una minusvaloración del estado conyugal, ni presenta a las ví­rgenes como pertenecientes a una casta superior. Esta apreciable sobriedad parece ser ya un indicio de la orientación del ordo a no plantear la cuestión de la superioridad de las virginidad consagrada sobre el matrimonio en términos de oposición o de contraste.

Pero el ordo no es un tratado teológico, y además no se plantea explí­citamente la cuestión; por lo que tampoco ofrece soluciones propias y nuevas al debate posconciliar. Sin embargo, aparecen en él, aquí­ y allá, aunque no explí­citamente enunciados, algunos motivos que sufragan la superioridad de la virginidad consagrada sobre el matrimonio. Son éstos: una participación más plena en el radicalismo evangélico; una más clara entrega a Cristo como único absoluto; una representación más perfecta del proyecto de vida históricamente elegido por Cristo; la consecución directa de la realidad (el desposorio con Cristo) sin acudir al signo del matrimonio (la unión conyugal). No son, como puede apreciarse, argumentaciones nuevas, y a propósito de las mismas son no pocos los teólogos que dudan de si los elementos a que se refieren pertenecen a la estructura ontológica de la virginidad cristiana.

En todo caso, el ordo de 1970 constituye, en su conjunto, una invitación a no subestimar los datos tradicionales y magisteriales y a profundizar en una cuestión que en otros puntos, y por muchos lados, queda abierta.

2. PROBLEMAS JURíDICOS. LOS libros litúrgicos contienen con frecuencia diversas indicaciones sobre el sujeto, requisitos y efectos del rito; pero no afrontan todos los problemas de carácter jurí­dico, que deben, sin embargo, tratarse y aclararse en otra parte.

a) Sobre el sujeto. Como ya se ha anotado [-> supra, II, 1, a], la «legislación» expresada por el ordo de 1970 respecto al sujeto de la consagración ha sido ampliamente contestada, y ningún organismo oficial ha dado las deseadas aclaraciones. El ordo de 1970 ha tenido el mérito de readmitir a la consagración a ví­rgenes seglares; pero, en lo relativo a las religiosas, la reserva a las monjas constituye, real o aparentemente, una sinrazón, al excluir de la consagración a las, religiosas. No se comprende por qué en nuestros tiempos -lamentan los comentaristas- una virgo claustralis pueda recibir la consagración y, en cambio, no pueda recibirla una virgen que por amor a Cristo consagra totalmente su vida al servicio de los hermanos.

A este propósito, nos parecen ser dos las ví­as para llegar a una solución. La primera: reconsiderar la legislación del ordo de 1970 y eliminar la exclusión de las religiosas de votos perpetuos; es decir, conceder que también ellas puedan, si lo desean, recibir la consagración virginal. Esta parece ser la orientación implí­cita de una nota oficiosa aparecida en la revista Notitiae 25.

La segunda: profundizar la cuestión bajo todos sus aspectos. A nuestro juicio, ello implicarí­a:
†¢ el reconocimiento de la laicidad de la antigua consecratio virginum, y, por tanto, de su fundamental destino a las ví­rgenes seglares; justamente ellas, por su inmediata dedicación al servicio de la diócesis, son consagradas, por el obispo, y para ellas se utiliza la oración Deus, castorum corporum, que no contiene ninguna mención de los elementos diversos y tí­picos de la vida religiosa (vida común, pobreza, obediencia…);
†¢ la adquisición del convencimiento de que las religiosas de votos perpetuos, en virtud del rito litúrgico explí­cito del Ritual de la profesión religiosa (= RPR), son objeto de una verdadera consagración y gozan de la dignidad de sponsa Christi. En efecto, las expresiones consagratorias, los términos y los signos esponsales del RPR no son en modo alguno menos fuertes 26 que los de RCV; en particular, la oración Deus, sancti propositi en RPR 72 tiene una epí­clesis consagratoria más explí­cita que la de la Deus, castorum corporum de RCV 24, y los contenidos esponsales de la primera no son menos brillantes que los de la segunda. Siendo así­, la interpretación de la situación actual en clave excluyente de las religiosas del rito de la consecratio virginum deberí­a sustituirse por la persuasión de que ellas están consagradas y unidas esponsalmente a Cristo con un rito diverso, pero no menos eficaz que la antigua consecratio virginum, rito que a los contenidos de ésta añade otros propios de la vida religiosa;
†¢ la atribución de un valor histórico más que teológico a la conservación, dentro de algunas familias monásticas, de la consecratio virginum en la fórmula tradita. Las monjas, en efecto, tienen el mérito histórico de haber mantenido textos y signos de la antigua consecratio virginum; y por tanto hubiera estado fuera de lugar el privar a las de vida contemplativa de un rito que han celebrado ininterrumpidamente, o a las benedictinas de un ordo que, aunque en tiempos relativamente recientes, han vuelto a restablecer. Por otra parte, a lo largo de los siglos, muchos monasterios no han usado la consecratio virginum, prefiriendo profesar según ordines inspirados directamente en el ritual de la Regla de san Benito, en los cuales no figura la Deus, castorum corporum ni está prevista la presencia del obispo.

Cuanto hemos dicho entra en el ámbito de una hipótesis formulada para obviar los inconvenientes de una legislación que da lugar a perplejidades de diversa í­ndole. La hipótesis podrí­a corregirse en algún punto o podrí­a sufragarse más ampliamente mediante subsiguientes estudios; y, en todo caso, para llegar a ser operativa serí­an necesarias las oportunas intervenciones de la Sede Apostólica.

b) Sobre los requisitos. Ya hemos recordado los requisitos señalados por el ordo de 1970 para que una virgen seglar pueda recibir la consagración [-> supra, II, 1, a]. Acertadamente, la edición tí­pica del OCV, destinada a todas las iglesias locales de rito romano, no desciende a normas demasiado particulares. Por otra parte, hemos puesto ya de relieve [-> supra, II, 2] la variedad de soluciones adoptadas por la iglesia en lo concerniente, por ejemplo, a la edad. Creemos, no obstante, que cada vez se presentará con mayor urgencia la necesidad de que las conferencias episcopales adopten para su territorio -quedando a salvo, en última instancia, el poder decisorio de cada obispo (cf RCV 5)- criterios suficientemente uniformes acerca de los requisitos y de las modalidades para el acceso de las ví­rgenes seglares a la consagración virginal y para la definición de los ví­nculos que vienen a establecerse entre la diócesis y la virgen consagrada. Criterios muy diversos entre diócesis y diócesis -aquí­ amplios, allí­ rigurosos- podrí­an, en efecto, causar desorientación en las candidatas y en los fieles.

c) Sobre los efectos. Durante ocho siglos, en la iglesia latina no se practicó la consagración de ví­rgenes seglares [-> supra, II, 1, a]. No existe, pues, una legislación vigente que establezca los efectos de la consagración en el campo jurí­dico. No parece que haya duda de que el voto pronunciado por la candidata es público y perpetuo, y que la virgen llega a ser persona consagrada. Pero, debido a la fragilidad humana, que conviene tener siempre en cuenta, no están fuera de lugar algunas preguntas, que reclamarí­an una autorizada respuesta.

Si una virgen consagrada llega a desmayar en su propósito, ¿a qué instrumento jurí­dico podrá o deberá recurrir? ¿A una dispensa? Pero si la esencia de la consagración virginal consiste en el ví­nculo mistérico-nupcial entre la virgen y Cristo, ¿se puede hablar de dispensa? En tal caso, ¿a qué autoridad eclesiástica se deberá acudir? Su voto público, ¿vuelve nulo un eventual atentado matrimonio?
En otro orden, ¿es deseable la constitución, en una sede diocesana, de un ordo virginum? ¿Con qué caracterí­sticas y con qué reconocimiento jurí­dico? Las ví­rgenes seglares consagradas, las herederas más próximas a las antiguas diaconisas, ¿no debieran ser por ello las candidatas más calificadas a ser ministro extraordinario de la comunión?
3. PROBLEMAS PASTORALES. Respecto a la consagración de las ví­rgenes seglares,, el problema pastoral más serio está relacionado con el escaso conocimiento de la existencia misma del rito y, por tanto, del don que la iglesia concede a una hija suya, en la cual ha podido reconocer tal carisma, constituyéndola sponsa Christi, consagrada en él estado seglar al servicio de Dios y de los hermanos.

Con frecuencia, mujeres que viven responsablemente la virginidad por el reino ignoran la posibilidad de recibir la consagración litúrgica en régimen seglar o, por no tener clara idea de su naturaleza, se creen inmaduras para la misma. En el pueblo de Dios no deja de ser común la mentalidad de que la virginidad consagrada se vive exclusivamente de forma institucionalizada en comunidades monásticas o en congregaciones religiosas. Resulta que a veces los mismos obispos no están debidamente informados sobre la naturaleza y el valor del rito; en su disposición frente al mismo se advierte una mentalidad más administrativa que sacramental.

De hecho, desde 1970, año de la promulgación del rito, apenas si se han dado noticias sobre la práctica de tales consagraciones; los mismos especialistas no han prestado a dicho ordo sino muy escasa atención. Por otra parte, no se restablecen de un golpe la conciencia y sensibilidad hacia un rito desde hace ocho siglos en desuso; por lo que se precisan una acción pastoral prudente y eficaz y una catequesis iluminadora, a fin de que la consagración virginal de las mujeres seglares deje de ser un rito impracticado o de parecer un hallazgo arqueológico que se quiere valorar.

La auspiciada obra de iluminación y catequesis deberá mostrar igualmente que la consagración virginal no es un rito reservado a mujeres particularmente preparadas desde el punto de vista cultural, cuya aplicación, por consiguiente, fuese elitista; pero deberá declarar a su vez que, por la seriedad del compromiso que comporta, por la madurez psicológica y de fe que exige, por el misterio al que incesantemente remite -el virginal y fecundo desposorio entre Cristo y la iglesia-, por los valores escatológicos que testimonia, por la implicación de la iglesia local en la persona del obispo, la consagración virginal no puede considerarse como simple y laudable compromiso que se asume dentro de una pí­a asociación, ni como los mismos votos privados. Una sabia pastoral actuará rechazando tanto una presentación en clave elitista o aristocrática como una presentación banalizadora del rito, e introduciendo, en las sedes diocesanas y en los momentos más oportunos, «una especí­fica presentación de la virginidad consagrada, sobre todo en su aspecto positivo de ministerio indispensable para la vida y para el progreso espiritual de la iglesia».

[-> Profesión religiosa; -> Virginidad consagrada en la iglesia]
I. M. Calabuig-R. Barbieri
BIBLIOGRAFIA Augé M., Notas para una teologí­a de la vida religiosa que emergen de los ritos de profesión religiosa y de consagración de ví­rgenes, en «Miscellanea Lateranense» 40-41 (1975) 458-470; Nocent A., La consagración de ví­rgenes, en A.G. Martimort, La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 1967, 669-676; Oriol J., El nuevo rito de la consagración de ví­rgenes, en «Phase» 63 (1971) 292-296; Paredes J.C., Confirmación y. vida religiosa a la luz de la consagración de ví­rgenes en la Iglesia Romana, en «Vida Religiosa» 34 (1973) 275-286; Ramis G., El Ritual de profesión religiosa y consagración de ví­rgenes (Aproximación teológica), en «Phase» 117 (1980) 199-228; ¿Para qué sirve el Ritual de consagración de ví­rgenes?, ib, 131 (1982) 385-398.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia