CONCIENCIA

v. Alma, Corazón, Mente
Psa 16:7 aun en las noches me enseña mi c
Joh 8:9 acusados por su c, salían uno a uno
Act 23:1 con toda buena c he vivido delante de
Act 24:16 por esto procuro tener .. c sin ofensa
Rom 2:15 la ley escrita .. dando testimonio su c
Rom 9:1 mi c me da testimonio en el Espíritu Santo
Rom 13:5 castigo, sino también por causa de la c
1Co 4:4 aunque de nada tengo mala c, no por
1Co 8:7 y su c, siendo débil, se contamina
1Co 8:12 hiriendo su débil c, contra Cristo pecáis
1Co 10:25 sin preguntar nada por motivos de c
1Co 10:29 ha de juzgar mi libertad por la c de otro?
2Co 5:11 espero .. también lo sea a vuestras c
1Ti 1:5 es el amor nacido de .. buena c, y de fe no
1Ti 1:19 manteniendo la fe y buena c, desechando
1Ti 4:2 mentirosos que, teniendo cauterizada la c
Tit 1:15 hasta su mente y su c están corrompidas
Heb 9:9 hacer perfecto, en cuanto a la c, al que
Heb 9:14 limpiará vuestras c de obras muertas
Heb 13:18 pues confiamos en que tenemos buena c
1Pe 2:19 si alguno a causa de la c delante de Dios
1Pe 3:16 teniendo buena c, para que en lo que
1Pe 3:21 la aspiración de una buena c hacia Dios


Conciencia (gr. sunéid’sis, «conciencia moral», «conciencia»). Facultad interior de la mente que juzga la rectitud moral de los pensamientos, las palabras y las acciones, independientemente de los deseos o las inclinaciones de la persona. La palabra «conciencia» aparece sólo una vez en el AT (Psa 16:7, donde se emplea el heb. kilyâh, «riñones»), aunque sus funciones y operaciones están implí­citos en él (Gen 3:8; 1Sa 24:5; Psa 51:3; etc.). Todos los hombres tienen una conciencia, pero no todas las conciencias están igualmente iluminadas (Rom 2:14-20). La Biblia describe diferentes clases de conciencia. Pablo menciona una «buena conciencia» (gr. agathe; 1 Tit 1:5). Enseñó que una buena conciencia se puede mantener sólo mientras se mantengan la fe y la integridad (vs 19,20). El mismo siempre fue cuidadoso de mantener una conciencia «sin ofensa» delante de Dios (gr. apróskopos; Act 24:16). Iluminada por el Espí­ritu Santo, la conciencia de Pablo podí­a testificar de su veracidad cuando expresaba su preocupación por sus conciudadanos judí­os (Rom 9:1). Tení­a tanta confianza de su conducta intachable que podí­a apelar a la conciencia de los demás como testigos de ello (2Co 4:2; cf 2 Tit 1:3; Heb 13:18, «buena» [gr. kale]). Enseñó que los diáconos deben tener una «limpia» conciencia en la fe (gr. kathará; 1 Tit 3:9). Al comentar a los corintios las implicaciones morales de comer carne ofrecida a los í­dolos, sugirió que en sí­ misma esta práctica podí­a no ser pecado; sin embargo, si la conciencia de uno era perturbada por eso, o si realizarla era una piedra de tropiezo para un hermano de conciencia débil, se debí­a evitar su uso (1Co_8; cf 10:19-33; CBA 6:715-718, 741-746). El apóstol escribió también acerca de una conciencia cauterizada (1 Tit 4:2), y de una conciencia 244 corrompida (gr. miáinei; Tit. 1:15), refiriéndose tal vez a una que ha llegado a ser insensible al sentido de culpabilidad por causa de permanecer mucho tiempo en el pecado (cf Isa 5:20; Mic 3:2). El autor de Hebreos señala que los diversos sacrificios de la dispensación mosaica no podí­an hacer «perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto»; sólo lo puede lograr la aceptación del sacrificio de Cristo (Heb 9:9-14). Pedro amonestó a los creyentes del Asia Menor (1Pe 1:1) para que mantuvieran buena conciencia mediante una vida recta, de modo que los impí­os no pudieran encontrar nada de qué acusarlos (3:16).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

latí­n conscientia. Conocimiento o noción que tiene el hombre del bien y del mal. Sentimiento interior por el cual el hombre aprecia o juzga moralmente sus acciones. En el A. T., no existe una palabra exacta que corresponda a este concepto. Para los semitas los riñones eran la sede de los pensamientos y de los afectos secretos, lo que en algunos sitios se traduce como c., por eso se encuentra el término entrañas, Sal 7, 10; 16 (15), 7; Pr 23, 16. En el N. T., ya existe el término c., y es San Pablo quien introduce este concepto en la literatura sagrada. San Pablo dice que la ley natural está inscrita en el corazón de todo hombre, lo que le permite actuar según su c., Rm 2, 13-15; es decir, que la conducta del ser humano depende únicamente de su propia c., Hch 23, 1; 24, 16; 1 Co 10, 27-30; 2 Co 1, 12; pero, en últimas, lo que dicta la c. está sometido al juicio de Dios, 1 Co 4, 4; 2 Co 4, 2. La c. se puede enturbiar, el corazón entenebrecerse, Rm 1, 19-21. La sangre de Cristo purifica la c., el Espí­ritu Santo la ilumina, Rm 9, 1; Hb 9, 14.

La c. limpia y buena 1 Tm 1, 5; 3, 9; la c. recta libera al hombre de las ataduras de la Ley antigua, hace libre a la persona, 1 Co 8,7-13; 10, 23-30.

Concilio, latí­n concilium. Asamblea convocada para deliberar y decidir sobre la doctrina y sobre los asuntos que afectan a los intereses de la Iglesia cristiana. La primera asamblea cristiana que puede recibir el nombre de c., es la que reunió a los apóstoles y presbí­teros, que consta en Hch 15,1-31, y que se conoce comúnmente como Concilio de Jerusalén, reunido ca. año 50. En este c. se definieron las controversias suscitadas, en la Iglesia de Antioquí­a, a raí­z de la cantidad de conversos al cristianismo de entre la gentilidad, que eran incircuncisos, y acerca de las relaciones con ellos, pues para los judí­os, según la Ley Mosaica, el trato con los gentiles acarreaba una impureza. La asamblea reunida en Jerusalén definió, entonces, no imponer más cargas a los gentiles conversos, que las concernientes a †œabstenerse de lo sacrificado a los í­dolos, de la sangre, de los animales estrangulados, y de la impureza†; porque, como lo dijo Pedro en la reunión, todos †œnos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos†. Una carta con esta conclusión les fue enviada por el concilio a los fieles de la Iglesia de Antioquí­a, por intermedio de Pablo y Bernabé. En Ga 2, se trata el mismo tema del c. de Jerusalén pero no se alude a la reunión, por lo que esta epí­stola fue escrita antes de la asamblea.

Este asamblea es el antecedente de los concilios que la Iglesia católica convoca de tiempo en tiempo. El más reciente fue el C. Vaticano II, reunido en Roma, en 1962, por el papa Juan XXIII, y que terminó en el pontificado del papa Pablo VI.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

El AT no tiene una pala-bra particular para conciencia, pero ni carece de la idea ni de los medios para expresarla. Resulta claro de Gen 3:8 que el primer resultado de la caí­da fue una conciencia culpable, que movió a Adán y a Eva a esconderse de Dios. El corazón de David le golpeaba (1Sa 24:5), expresión que se refiere a la conciencia. En el gr. de uso cotidiano, la palabra syneidesis se referí­a a la pena o culpa que sentí­an las personas que creí­an haber hecho algún mal. Pablo, quien usó la palabra más que los otros escritores del NT, la perfeccionó y desarrolló este significado.
( 1 ) Describió la existencia universal de la conciencia (Rom 2:14-16) como el testimonio moral interno que se encuentra en todos los seres humanos.
( 2 ) Creyó que los creyentes debí­an tener conciencias limpias y buenas (2Co 1:12; 1Ti 1:5, 1Ti 1:19; 1Ti 3:9).
( 3 ) Algunos creyentes tienen una conciencia débil o parcialmente formada (1Co 8:1-13 y 10:23—11:1); en ciertos casos los creyentes maduros deben restringir su libertad de acción para no ofenderlos.
( 4 ) Las malas conciencias son corrompidas por la enseñanza falsa (1Ti 4:2; Tit 1:15). Una persona que rechaza el evangelio y resueltamente se opone a Dios, tiene una mala conciencia.
( 5 ) Como un resultado de aceptar el evangelio, las personas reciben una conciencia purificada o perfeccionada (Heb 9:14; Heb 10:22), a través del perdón y el don del Espí­ritu Santo. Si bien el uso que Pablo hace de la palabra conciencia es el del testimonio interno de la mente y el corazón que juzgan las acciones pasadas a la luz de la enseñanza cristiana, también parece sugerir que la conciencia guiará las acciones presentes y futuras (p. ej., Rom 13:3; 1Co 10:25).

También aparece el concepto de conciencia en el heb., kilyah, riñón; gr., nephros, riñón). Son partes internas. Los riñones eran considerados por los israelitas como la sede de las emociones (Job 19:27; Psa 7:9; Psa 26:2; Jer 17:10). Muchas versiones la traducen conciencia o corazón.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Conocimiento interior del bien que debemos hacer, y del mal que debemos evitar: (Hec 23:1, 1Ti 1:5, Hab 13:18). Rom 2:14-15, 1 Cor.8: Si lo que dice tu conciencia está en contra de lo que dice la Iglesia, es que no estás inspirado por el Espí­ritu Santo, sino por el Espí­ritu de Satanás; si desprecias a la Iglesia, estás despreciando a Cristo: (Luc 10:16).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El concepto de c. como voz interna, una facultad que permite al ser humano tener cierto discernimiento entre lo bueno y lo malo, no es de los hebreos, para quienes lo importante era que el hombre rindiera cuentas a Dios, no a sí­ mismo. La idea de c. surgió más bien entre los griegos, quizá entre los estoicos. Pero ya en el libro apócrifo de la Sabidurí­a (17:10) la encontramos introducida en el mundo judí­o, cuando se lee que †œla maldad … a sí­ misma se condena; acosada por la c. imagina siempre lo peor†. El uso de c. en el Sal 16:7, †œaun en las noches me enseña mi c.†, puede traducirse mejor como †œmente†.

Pero ya en los tiempos del NT el concepto de c. se habí­a afirmado en Israel. Se hace uso de él en el caso de la mujer adúltera, cuando todos se fueron †œacusados por su c.† (Jua 8:9). Pablo, en su afán por presentar el evangelio a los gentiles, utiliza ampliamente el término en sus epí­stolas. Así­, Pablo enseñó que †œlos gentiles que no tienen ley … son ley para sí­ mismos … dando testimonio su c., y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos† (Rom 2:14-15). La c. †œda testimonio en el Espí­ritu Santo† (Rom 9:1); merece ser atendida (Rom 13:5); pero no es un juez definitivo, sino el Señor (1Co 4:4); hay personas con c. débil (1Co 8:7); no se debe molestar la c. innecesariamente (1Co 10:25, 1Co 10:27-29); el amor debe ser †œnacido … de buena c.† (1Ti 1:5); y así­ debe mantenerse †œel misterio de la fe† (1Ti 3:9); hay personas que †œnaufragaron en cuanto a la fe† por haber desechado la †œbuena c.† (1Ti 1:19); otras tienen cauterizada la c. (1Ti 4:2).
dice de los †œcorrompidos e incrédulos† que †œ…hasta su mente y su c. están corrompidas† (Tit 1:15). Sólo †œla sangre de Cristo … limpiará vuestras c. de obras muertas para que sirváis al Dios vivo† (Heb 9:14). Entonces podemos acercarnos al Señor †œcon corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala c.† (Heb 10:22).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, En la Biblia se usa generalmente en el sentido de la conciencia moral, el sentimiento del bien y del mal, el conocimiento í­ntimo de nuestra condición espiritual (Ro. 2:13-15). El Espí­ritu Santo la ilumina; Cristo la purifica (Ro. 9:1; He. 9:15; 1 P. 3:21). Es deber servir a Dios con una conciencia pura (2 Co. 1:12; 2 Ti. 1:3). La Biblia señala tres estados principales de conciencia: (a) El de corrupción (Sal. 10:4; Jn. 3:19; Tit. 1:15; He. 6:4-6). (b) El de alucinación (Jb. 27:5; Is. 5:20; Jn. 5:45; 1 Co. 8:7-12). (c) El normal (Hch. 24:16; Ro. 9:1; 1 Ti. 1:15,19; He. 13:18; 1 P. 3:6).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[303]

La exigencia más fundamental de la moral cristiana es escuchar a la conciencia, ilustrada por los principios y las consignas del Evangelio. Nada hay más importante para el hombre que la conciencia. Ella es el reflejo de Dios en su mundo interior y en sus relaciones con el mundo exterior.

Por eso es decisiva su formación correcta en el orden natural y en el orden sobrenatural.

1. Concepto de conciencia

La conciencia es la capacidad que Dios dio al hombre para actuar, sabiendo si lo que hace es bueno o es malo, según se acomode o se aleje del plan de Dios. La conciencia es la aptitud de razonar y de sentir, de comparar y elegir en plenitud. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. «Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Que mande en los paces del mar y en las aves del cielo; y también que mande en los animales de la tierra. Creó el Señor Dios al hombre a su imagen y semejanza». (Gen. 1. 26-28)

Esa semejanza a Dios significa que es capaz de pensar y de amar, que es libre y también creador, que recibió la tierra como su casa y que Dios le encargó de cuidar el Paraí­so, teniendo que responder ante él de la encomienda.

Si le hizo capaz de amar y pensar, de ser libre y de actuar, le hizo responsable de sus actos. Le dio el poder de elegir entre el bien y el mal.

El Catecismo de la Iglesia Católica define así­ la conciencia: «La conciencia moral es el juicio de la razón, por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace el hombre está obligado a seguir fielmente lo que su conciencia le dice que es justo y recto».

(Catecismo N 1778)

2. Rasgos de la conciencia
La conciencia es la misma inteligencia humana en cuanto juzga sobre la bondad y malicia de los propios actos. No debe ser entendida como algo diferente de la misma persona. Con todo no siempre ha sido idéntica la forma de entender esa tarea de enjuiciamiento.

Tiene una doble dimensión, la teórica y la práctica.

– La teórica consiste en el conjunto de principios rectos y sólidos con los que se ilumina la acción. Es la sindéresis.

– La práctica conlleva la aplicación de esos principios a cada hecho o a cada situación concreta y particular.

2.1. Diversas opiniones
El realismo tomista ha resaltado sobre todo la capacidad lógica del hombre, a la luz de la naturaleza, que espontáneamente hace ver lo que es bueno o malo ylo que es mejor o peor.

A esa capacidad natural se debe añadir la revelación divina que ha completado la naturaleza y ha resaltado algunos aspectos o dimensiones de la vida. Ha sido la actitud más tradicional en la moral cristiana.

Con todo, en algunas otras actitudes, como la de S. Agustí­n, se interpreta como una luz regalada por Dios para ver las cosas de la tierra desde la perspectiva del cielo. Es la luz divina la que hace ver al hombre el mal y el bien y sentir su propia responsabilidad en las elecciones que realice.

2.2. Labores de la conciencia
La experiencia nos dice que nuestra conciencia actúa de dos formas. Siempre que obramos bien, nos produce alegrí­a y satisfacción y es como si algo en nuestro interior nos alabara. Siempre que obramos mal, nos deja desagrado y remordimiento y es como si nos condenara o rechazara nuestros actos.

La conciencia no es algo diferente a nosotros mismos. Es nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad las que nos señalan el camino de la voluntad de Dios en cada momento.

El Concilio Vaticano II decí­a estas hermosas palabras: «En lo más profundo de su interior el hombre descubre una ley que él no se da a sí­ mismo, sino que debe obedecer porque le viene de Dios. Su voz resuena, cuando es necesario, en los oí­dos de su corazón. Le llama siemPre a amar, a hacer el bien y evitar el mal. Esa voz, que es la conciencia, constituye el centro más secreto de su interior. Es el sagrario del hombre en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más í­ntimo de su ser».

(Gaudium et Spes. 16)

2.3. Los tipos de conciencia Son muchos según la madurez y la formación que posea: Desde el punto de vista de seguridad y serenidad de los juicios:
– es conciencia cierta y segura la que juzga serena y tranquilamente los hechos;
– es insegura, perpleja, escrupulosa, dudosa, atormentada la que no juzga así­, sino que lo hace con zozobra, escrúpulos, dudas o sufrimiento Desde el punto de vista de la objetividad o corrección de los juicios:
– es recta la que se acomoda a la realidad moral del bien y del mal, en la medida en que esta realidad se puede dar, siempre con referencia a la ley (divina o humana), a la comunidad (sentido moral general de personas rectas)
– es errónea o equivocada, por laxa o amplia o por estricta o rigurosa e, incluso por escrupulosa o perturbada, si los juicios no coinciden con el bien o mal objetivamente y se desví­a de los criterio sólidos y apoyados en la ley, en la naturaleza o en el sentido mayoritario de las personas rectas.

Evidentemente el mejor tipo de conciencia es la que refleja certeza y rectitud, serenidad y equilibrio, honestidad y tranquilidad. Pero a ella sólo se llega cuando hay buena formación y claridad de mente.

3. Formación de la conciencia:

El hombre y, por supuesto, el cristiano tiene el deber siempre de formar su conciencia cada vez mejor.

3.1. Necesidad.

Para realizarse como persona, la educación de la conciencia es imprescindible. Si no logra una formación sincera y valiosa, cometerá errores y sufrirá desviaciones.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice: «El cristiano tiene el deber de formar la conciencia y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabidurí­a del Creador… La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida.

La educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoí­smo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia equivocados; garantiza la libertad y engendra paz en el corazón.» (N. 1783-1784)

3.1. Fuentes de la formación
Las fuentes para conseguir esa formación son diversas y cada uno debe procurar las que le sean más asequibles. Entre ellas podemos citar algunas: – La reflexión noble y leal a la luz de la Palabra divina que asegura luces y criterios firmes y claros.

– Las lecturas convenientes y bien orientadas que ofrecen juicios elevados e ideales asequibles.

– El trato con personas, amigos, animadores y educadores de sanos principios y recta conducta.

– El cultivo de las virtudes, de manera especial las que responden a un proyecto personal acomodado a las propias necesidades morales.

– La imitación de los modelos que se presentan como ejemplos de vida.

4. Evolución de la conciencia

La conciencia aparece en cada hombre cuando empieza a pensar por su cuenta. Se apoya siempre en la conciencIa psicológica o captación de la propia identidad.

Se dice que tiene entonces uso de razón o sensibilidad moral. Tiene que ser formada y educada y constantemente clarificada, pues sus juicios dependen de las ideas y de los sentimientos que se van infundiendo en la persona.

4.1 Estadios éticos según Piaget
Diversos autores han formulado análisis minuciosos sobre el modo como la conciencia humana se va formando. Piaget, en su libro «El criterio moral en el niño», diferencia tres etapas en la evolución de la conciencia:

4.1.1. Etapa heterónoma
De 2 a 6 años, el niño carece de concepto de bien y mal y sólo reproduce lo que los adultos le comunican: es bueno lo que le dicen ser tal y es malo lo que los mayores rechazan.

Se desarrolla una fuerte conexión entre lo ético y lo estético y se asocia el bien con lo hermoso y el mal con lo feo. Es una moral de la obediencia y la concepción ética es totalmente exterior. Es etapa del realismo en las normas.

4.1.2. Moral de solidaridad.

Entre los 7 y los 11 años. Surge el sentimiento de la honestidad y de la justicia en relación al trato con los demás. Entran en juego los otros niños, amigos y compañeros, que inciden en los propios sentimientos y primeros juicios sobre el bien y el mal.

Se abandona el realismo en las normas y se reemplaza por la solidaridad. Coincide con el momento de las operaciones concretas.

4.1.3. Moral autónoma

La propia conciencia, libre y personal se desarrolla entre los 12 y los 14-15 años. El niño asume sus propias obligaciones y siente el deber como algo interno. Se refuerza con los sentimientos religiosos.

La propia reflexión le hace diferenciar lo que es bueno y lo que es malo. El adolescente es capaz de asumir principios morales generales y aplicarlos a cada acto que realiza o que juzga en los demás. Es el perí­odo de las operaciones formales o abstractas. A los 14 ó 15 años la conciencia está formada.

4.2. Otros modelos éticos evolutivos
El norteamericano Lorenzo Kohlberg, con sus investigaciones morales en diversos medios (Taiwan, México y EE. UU) sintetizaba el proceso moral en tres niveles y seis etapas. Los niños no pasan de las primeras y muchos adultos no llegan a las últimas.

4.2.1. Nivel 1: Preconvencional.

Es propiamente premoral. Se identifica lo moral con lo ambiental y social. Se entiende por bueno lo que el entorno aprueba y por malo lo que rechaza. Se asocia el bien y el mal al premio o al castigo y se obra en consecuencia.

– En el estadio 1 se obedece para evitar el castigo, es decir por temor.

– En el estadio 2 se prefiere hacer las cosas por la satisfacción del premio, es decir por interés.

4.2.2. Nivel 2: Es el convencional.

En él, la fuerza de la acción está en la vinculación con el grupo. Predomina la solidaridad y se rechaza ante sí­ y ante los demás la insolidaridad. Se rige el comportamiento en función de la conveniencia del orden establecido.

– El estadio 3 se orienta a la concordancia con la colectividad. Se considera bueno lo que gusta a los demás porque es lo que esperan de uno.

– En el estadio 4 se intensifica el sentido de la ley y del deber en cuanto orden asociado a la existencia de la autoridad.

El deber depende del orden y de la autoridad y se siente el deseo de satisfacer a ambos: el uno por dentro y la otra desde fuera.

4.2.3. Nivel 3: Es postconvencional.

Es autónomo, sin referencia a los demás y se apoya en principios sólidos que se intuyen en el interior de la conciencia. Se tiende a elaborar principios de validez universal y relacionar éticamente la conducta con ellos
– El estadio 5 es legalista y de consenso social. Se ajusta la conducta a las leyes establecidas por consenso o por tradición. Hay cierta relatividad en las normas y se pueden ir cambiando en sus formas más que en su esencia.

– El estadio 6 se funda en los grandes principios éticos que dilucidan lo recto y lo justo por la opción plena y libre de la conciencia. El alma del comportamiento debe ser la dignidad del hombre.

Al margen de la opinión de los diversos pensadores, bueno es recordar que el concepto y el respeto a la conciencia depende de cada sistema filosófico.

En cierto sentido, lo que se piensa y se siente del bien y del mal se halla en estrecha dependencia de los que se piensa de Dios, del hombre y del mundo
5. La conciencia cristiana
El cristiano asume los principios naturales que rigen al hombre inteligente para diferenciar el bien del mal. Y trata de armonizar lo natural con lo revelado cuando se trata de entender lo que significa en su vida la conciencia.

5.1. La razón ética
El nivel más natural es el de la razón. Al habernos hecho el Creador inteligentes, podemos formular multitud de juicios morales sobre el bien y el mal. Algo en nuestro interior nos dice constantemente cómo son los actos y las actitudes, cuándo las relaciones son buenas y cuándo malas, si se puede o se debe hacer o evitar una acción determinada.

La naturaleza racional del hombre, que supera la mera fuerza biológica o instintiva, va marcando el camino y, en consecuencia, el deber.

5.2. Criterios superiores
Pero los cristianos poseemos también determinados criterios que superan la simple razón o la mera naturaleza. Dios ha hablado a los hombres y ha manifestado su voluntad. Un conjunto de deberes se fundamentan en la Palabra divina y llegan a comprometer también la conciencia de quien se siente iluminado por la fe en la Revelación.

Entonces tiene que acudir a preguntar también «a los demás» lo que creen ser la voluntad divina para ordenar la conducta según un querer superior.

Son muchos los aspectos que podemos aludir como ejemplos.

– Amar al prójimo es algo grabado en el corazón humano; pero sentir el deber de perdonar al que nos ha hecho mal es algo sobrenatural.

– Orar al Ser Supremo parece impreso en nuestra mente por naturaleza; pero sentirse hijo de Dios y tributarle amor de Padre supera los reclamos de la naturaleza.

5.3. Libertad de conciencia

La Ley de Jesús, aunque parece dura, es el camino que nos lleva a la libertad. Nos libera de los odios y de los egoí­smos, de las venganzas y de las ambiciones, de la soberbia y de la envidia.

Nos libera de todo género de esclavitud y nos dejará disponibles para llegar a la salvación. Y el gozo de la libertad es el que hará exclamar a S. Pablo: «Gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos en otro tiempo del pecado, habéis acogido con todo vuestro corazón la enseñanza que habéis recibido. Libres del pecado, estáis ahora al servicio del bien…Ya no estáis bajo el yugo de la ley antigua, sino bajo el imperio de la gracia».

(Rom. 6. 13-19)

La conciencia de los seguidores de Jesús se apoya en todas estas fuentes de la moral cristiana para ordenar sus sentimientos, sus intenciones, sus criterios y sus comportamientos. De esta manera camina con seguridad hacia Dios y se abre con esperanza a la vida eterna.

5.4. Conciencia solidaria

Recordamos lo que es la conciencia y la definimos como «juicio práctico sobre la moralidad de nuestro actos».

Tenemos la firme convicción de que la conciencia nos indica el valor moral de lo que hacemos o deseamos. Nos dice antes de nuestras actuaciones si ellas van a ser buenas o malas.

Nos acompaña con su aprobación o repulsa durante nuestra actuación. Después de obrar nos indica, con la satisfacción o el remordimiento, si lo hecho se ajustaba al bien o al mal que nuestro interior tiene grabado.

La conciencia ha sido siempre considerada como la voz divina que resuena en nuestro interior y nos marca el camino que debe ser seguido.

San Agustí­n ya nos decí­a en sus comentarios a la Epí­stola de Juan: «Si quieres obrar bien .entra dentro de tu conciencia e interrógala. No prestes atención a lo que florece fuera, sino a la raí­z de ella que está dentro de ti».

Y hasta los filósofos más naturalistas, como Rousseau, la daban un valor decisivo para la vida. Por eso escribí­a: «Conciencia, conciencia!… Instinto divino, voz celeste e inmortal, guí­a segura del ser ignorante y limitado, pero libre e inteligente. Eres juez infalible del bien y del mal, pues haces al hombre semejante a Dios. Eres la que elevas la excelencia de la naturaleza y o denuncias la inmoralidad de sus acciones cuando se desví­an del bien. Sin ti nada hay en mí­ que me eleve por encima de las bestias»
5.5. Conciencia compartida.

Hay que compartir la conciencia con los demás hombres, pues la reflexión solidaria nos permite seguir mejor por el sendero de la verdad.

Hay que buscar la verdad y la virtud no sólo como a uno le parece o le agrada, sino en función de criterios objetivos que los demás ayudan a encontrar.

Con la reflexión compartida con otros podemos llegar al ideal de conciencia que es la objetividad, la certeza, la claridad, la solidez y la sinceridad en los juicios que la conciencia formule.

La conciencia es más o menos perfecta si es cierta y objetiva. La certeza le proporciona seguridad en lo que hace. La objetividad conduce sus juicios a descubrir lo que realmente es la voluntad de Dios.

La conciencia es libre y puede equivocarse y desviarse. La experiencia nos dice que muchos obran mal, porque su conciencia no les indica claramente el camino. Y nosotros mismos podemos equivocarnos por no seguir lo que nuestra conciencia nos dice.
6. Tareas del catequista
La formación de la conciencia es una de las primeras tareas del catequista, tanto como lo es la formación en doctrina recta. De ella depende la vida cristiana de cada persona.

Con todo, el catequista, por tratar con personas con frecuencia inmaduras y en evolución, corre el riesgo de oprimir o sustituir la conciencia del catequizando.

Debe vigilar para realizar estas cinco labores propias de todo buen educador de la fe.

1. Respetar la conciencia del catequizando y enseñarle a tomar sus propias decisiones sin nadie que le diga coactivamente lo que debe hacer.

2. Para ello debe adaptarse a cada nivel y a cada situación personal, de forma que se deje libertad de acción sin cargar con pesos innecesarios, sobre todo si no se cuenta con capacidad de reacción o de autonomí­a.

3. Con todo su deseo debe ser formar de modo recto y paciente la conciencia de sus catequizando con criterios sólidos y con principios objetivamente valiosos. Esto sólo se consigue si uno mismo tiene su propia conciencia bien formada.

4. También debe hacer esfuerzos por no quedarse sólo en razonamientos humanos y recordar que existe la iluminación de la fe en los actos del cristiano. Por lo tanto debe iluminar con la fe lo que enseña y lo que dice como cauce y pista para el catequizando 5. Y debe fortalecer con el ejemplo propio de una vida honesta y cristiana, ya que en lo referente al comportamiento el modelo de la propia conducta es la principal fuente de inspiración de la conducta del catequizando.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Autodeterminarse buscando la verdad y el bien

El ser humano experimenta el proceso de su interioridad, especialmente respecto a sus criterios, escala de valores, actitudes, relaciones y deberes. Se toma «conciencia» de lo que uno es (su identidad), de su estado de vida y vocación, de su trabajo y quehacer cotidiano, etc. El ser humano es capaz de conocerse a sí­ mismo y autodeterminarse. Aunque la conciencia es personal, se habla también de conciencia colectiva, como cuando decimos que un pueblo es consciente de sus responsabilidades o que la Iglesia toma conciencia de su vocación misionera.

Hablamos de «conciencia moral» cuando el hombre no sólo es «consciente» de su actuar, sino que lo califica según criterios y valores. Los criterios sobre la verdad y la bondad en general, que de algún modo están en todo corazón humano, se aplican en una determinada situación y actuación concreta con un juicio de valor sobre la rectitud de la conducta, en vistas a practicar el bien y evitar el mal. La conciencia indica la existencia de un principio interior que discierne la moralidad de los propios actos. En este sentido es la «norma última» de la moralidad, que supone inspirarse en la misma ley divina objetiva y reflejada en el corazón. Por esto puede darse la «objeción de conciencia» (cfr. CEC 2311).

La dignidad de la conciencia humana y exigencia de formación

Hay siempre ciertos influjos psicológicos, culturales y sociológicos, pero la dignidad del hombre consiste en ser capaz de seguir libremente su conciencia sin condicionamientos determinantes. Una conciencia bien formada es capaz de aplicar los principios fundamentales sobre la verdad y el bien a las circunstancias concretas de la vida. En este caso se habla de «sindéresis». La formación tiende a que la conciencia se abra totalmente a la verdad. El ideal de la conciencia es que sea subjetivamente cierta y objetivamente verdadera o inspirada en la ley de Dios.

Los influjos negativos del exterior y las tendencias desordenadas del propio corazón, pueden obnubilar los dictados de la conciencia. Por esto, se necesita una formación continuada que sepa profundizar en los principios permanentes y apreciar las situaciones concretas en todo su contexto. La razón, que ya por sí­ misma puede encontrar la verdad y el bien, necesita ser reforzada por la Palabra de Dios y por la vivencia de la comunidad humana y eclesial.

Conciencia y ley moral

Los principios fundamentales sobre la verdad y el bien son inherentes a todo corazón humano. En este sentido la conciencia es «el santuario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más í­ntimo de ella» (GS 16). La conciencia ayuda al hombre a colocarse ante la ley moral, pero especialmente indica la rectitud o la maldad de los actos. Ella es para el hombre «un testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral… A su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia» (VS 57; cfr. Rom 2,14-15)

El juicio de la conciencia se inspira en la ley moral inscrita en el corazón, pero especialmente indica lo que hay que hacer o evitar. La conciencia ayuda a asumir con responsabilidad los propios actos. Cuando se obra según ella, surge la paz en el corazón. Pero cuando se ha actuado en contra de la conciencia, ella indica una responsabilidad por medio del remordimiento. No obstante, «el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia» (VS 61), porque le recuerda que es posible el perdón.

Misión eclesial educar las conciencias a la luz de Cristo

La conciencia humana se refuerza con la ley evangélica del amor. La misión evangelizadora de la Iglesia tiene como objetivo la educación de la conciencia según el mensaje evangélico «La Iglesia educa las conciencias revelando a los pueblos al Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza del hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios; el dominio de la naturaleza creada y puesta al servicio del hombre; el deber de trabajar para el desarrollo del hombre entero y de todos los hombres» (RMi 58). Por esto la Iglesia es promotora de la libertad de conciencia, instando, al mismo tiempo, a una recta formación de la misma según los planes salví­ficos de Dios Amor en Cristo.

Referencias Corazón, educación, hombre, identidad, ley, libertad, moral, verdad.

Lectura de documentos GS 16, 41; DH 2-3, 14; VS 32, 54-64; CEC 1776-1802, 2311.

Bibliografí­a AA.VV., La conscienza (Lib. Edit. Vaticana 1996); J. ARIAS, La última dimensión. Libertad, conciencia, creatividad (Salamanca, Sí­gueme, 1974); F. BÖCKLE, Hacia una conciencia cristiana (Estella, Verbo Divino, 1981); A. ROLDAN, La conciencia moral (Madrid, Razón y Fe, 1966); J. STELZENBERGER, Conciencia, en Conceptos fundamentales de Teologí­a (Madrid, Cristiandad, 1979) 191-200.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La conciencia importa un acto reflexivo y práctico, que permite juzgar sobre la bondad o la maldad de las acciones. El imperio, la voz de la conciencia, es, debe ser, norma de moralidad. Pero en los tiempos de Jesucristo no existí­a doctrina alguna sobre la conciencia. La moralidad de los actos se regulaba siempre por las normas externas de la Ley y del formalismo farisaico. No se valoraban las motivaciones de tipo interno. Y esta falta de reflexión interna sobre la conducta humana se acusa también en los evangelios. A pesar de que en ellos encontramos la valoración de las intenciones, como señal decisiva en la moralidad del hombre y el reforzamiento, también de carácter definitivo, de la interioridad de la religión verdadera (cf. Mt 5-8; Lc 11,34-36; Jn 3,11-21). San Pablo dice que la Ley, rectora del comportamiento humano, está inscrita en el corazón del hombre, incluso de los paganos (Rom 2,14). Aunque la conciencia debe ser la norma suprema de la conducta, no debe desenvolverse en autonomí­a plena, pues por encima de ella hay otra norma más suprema todaví­a, que es Dios (1 Cor 4,4; 2 Cor 4,2). > Conciencia mesiánica.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La pequeña y misteriosa palabra «conciencia» ha ido surgiendo poco a poco en la historia de la humanidad. Es sorprendente, por ejemplo, que el Antiguo Testamento no tenga un término concreto para indicar lo que nosotros llamamos «conciencia»; sin embargo, indica esta realidad, conocida desde siempre, con una palabra que nos llama más la atención, la palabra «corazón». De hecho, también nosotros, cuando decimos «mi conciencia», nos ponemos instintivamente la mano sobre e! corazón. Es evidente que con esto pretendemos expresar algo que está dentro de nosotros, que es inalienable, precioso, algo a lo que no renunciarí­amos por nada del mundo. La conciencia no es una cosa que nos es dada una vez, como una especie de piedra preciosa que tenemos en el corazón y de la que nos basta con recoger los reflejos. La conciencia tiene un desarrollo histórico en los individuos y en la humanidad. Empieza a formarse en nosotros desde la más tierna infancia, cuando estamos todaví­a en los brazos de nuestros padres; se va formando en la escuela, en la catequesis; son los padres y educadores los que forman la conciencia. No podemos fiarnos de la conciencia como de algo caí­do del cielo, porque tiene una historia que está hecha de responsabilidades educativas. Es nuestro raciocinio, nuestro conocimiento del bien y del mal, el que se va educando a lo largo de las experiencias buenas y positivas, y que se deseduca cada vez que lo pisoteamos o cada vez que llevarnos a cabo voluntariamente experiencias negativas y alienantes. La conciencia crece y se vuelve cristalina, hasta llegar a lo que dice Jesús: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios». Pero también podemos cegarla o sofocarla, hasta merecer aquella advertencia de Jesús: «Â¡Ay de vosotros, ciegos y guí­as de ciegos!».

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El término «conciencia» se usa en teologí­a moral para designar la sede última de la naturaleza ética de los actos humanos, Tuvo un amplio desarrollo en la cultura grecorromana, pero aparece también con frecuencia en las cartas de Pablo, donde apela a la exigencia de un principio interior como criterio de discernimiento del obrar. Esta exigencia, por lo demás, está ampliamente presente en el Antiguo Testamento y Cristo insiste profundamente en ella en su predicación. Los profetas recuerdan a menudo la importancia de la actitud interior de donde brota la acción, mientras que Jesús insiste en el hecho de que lo que contamina al hombre no es lo que entra en él, sino lo que sale de él. Los términos «corazón» y «espí­ritu», con los que se indica la capa más profunda de la personalidad del hombre, encuentran su más perfecta correspondencia, en la edad moderna, en la realidad de la conciencia.

1. Naturaleza y estructura de la conciencia.- Así­ pues, la conciencia es el yo captado en sus últimas dimensiones: es el lugar donde el hombre se autoconoce y decide de sí­ mismo. Es, por tanto, una realidad unitaria; más aún, es el centro de unificación de la persona. Pero esta unidad no es un dato inmediato, sino el resultado de un proceso fatigoso de unificación. Efectivamente, la conciencia es una realidad compleja, constituida por la presencia simultánea de diversos factores, que no son fácilmente homologables. En ella confluyen los mecanismos instintivos y los dinamismas psicológicos del inconsciente: con ella se relacionan los elementos de racionalidad y voluntariedad propios del ser humano; sobre ella ejerce su influencia la gracia como fruto de la «vida nueva», que es don del Espí­ritu. Esto da razón de la necesidad de una continua formación (y autoformación) de la conciencia, si no se quiere acabar en manos de unas fuerzas de disgregación, que determinan la ruptura de la persona. La acogida del Espí­ritu como principio orientador de las opciones del hombre presupone la moderación de los impulsos pasionales y la apertura de la razón y de la voluntad a la fuerza fecundante de una intervención de lo alto. No se trata de reprimir lo que pertenece a las capas inferiores de la personalidad humana, sino de asumir una forma de ascesis que recoja las diversas energí­as del yo y las canalice hacia la plena realización de sí­ mismo. La unidad original de la conciencia recibe su más profunda verdad del esfuerzo del hombre por poner sus potencialidades humanas al servicio de un proyecto que lo trasciende y – hacia el que se siente llamado.

2. La primací­a de la conciencia en la vida moral.- Como centro profundo de la persona, la conciencia tiene (y no puede menos de tener) la primací­a en la vida moral. En la tradición cristiana siempre se ha reivindicado esta primací­a (al menos en el plano teórico). Los manuales del pasado han reconocido constantemente en la conciencia la «norma última» de la moralidad y sobre todo han defendido con coraje los derechos inderogables de la conciencia invenciblemente errónea.

Sin embargo, el modelo ético que se ha impuesto en la época moderna ha acentuado cada vez más, en su planteamiento, la atención al aspecto objetivo-material del obrar humano, disminuyendo de hecho la importancia de la conciencia.

Así­ pues, la recuperación de la primací­a de la conciencia va estrechamente unida a la producción de un modelo que vuelve a poner en el centro a la persona y su búsqueda de autorrealización. En este sentido tienen una gran importancia las aportaciones de las ciencias humanas, que han contribuido de manera decisiva a iluminar los dinamismos subjetivos del obrar Pero es evidente la necesidad de referirse a una visión antropológica más amplia – tanto filosófica como teológica- que permita resaltar correctamente las estructuras de sentido que están en la raí­z de la actividad del hombre. La decisión moral, a pesar de estar condicionada por elementos de carácter bio-psí­quico y socio-cultural~ es en último análisis expresión de la realidad más profunda del hombre:
realidad que se pone de relieve sola mente a través de una penetración en el «misterio» de la persona, es decir, en los elementos fundamentales que la caracterizan.

La conciencia es el lugar donde se verifica este acontecimiento. En consecuencia, el acceso a la misma permite captar el obrar del hombre en su espesor más profundamente humano, como fruto de un proyecto que se va desplegando en el tiempo y en el espacio ~ que se encarna en los hechos concretos de la vida cotidiana.

3. La necesidad de la norma.- Afirmar que la conciencia es el criterio último (y decisivo) para juzgar del obrar moral del hombre no significa negar la necesidad de recurrir a los valores y . a las normas que lo codifican. La conciencia no puede concebirse en términos rí­gidamente individuales. Al ser realidad de la persona, hace esencialmente relación a los demás, al mundo, a Dios. La antropologí­a personalista es, por definición, una antropologí­a relacional. La persona se realiza solamente en una red de relaciones, que definen concretamente, y en cierta medida circunscriben, el ámbito de sus posibilidades expresivas. El mundo de los valores engendra esta posibilidad: es decir, ofrece al hombre los parámetros por los que debe orientarse su comportamiento, si desea concurrir al desarrollo armonioso de sí­ mismo y de sus relaciones con los demás hombres y con Dios.

La conciencia adquiere la plenitud de sus derechos cuando es al mismo tiempo subjetivamente cierta y objetivamente verdadera. El respeto a la primací­a de la conciencia debe caminar entonces a la par con el compromiso de favorecer su total apertura a la verdad.

Es tarea de la educación moral buscar este objetivo mediante un proceso de asimilación cada vez más honda de los valores, unido al aprendizaje de las normas concretas, que permiten al hombre enfrentarse con las diversas exigencias de las situaciones en que vive.

G. Piana

Bibl.: AA, vv , Conciencia, en NDTM, 233 255; J Arias. La última dimensión, Libertad conciencia creatividad, Sí­gueme, Salamanca 1974. F BOckle, Hacia una conciencia cristiana, Verbo Divino, Estella 1981; L, Monden, Conciencia, libre albedrí­o, pecado, Herder, Barcelona 1968; A, Roldán, La conciencia moral. Razón y Fe, Madrid 1966.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
Introducción.
I. Algunas lí­neas de teologí­a bí­blica:
1. El término «conciencia» en la Biblia;
2. En el Antiguo Testamento;
3. En los evangelios;
4. En los escritos paulinos;
5. La conciencia como testigo y juez;
6. El respeto de la conciencia ajena.
II. Desarrollo de la reflexión a lo largo de la historia cristiana:
1. La reflexión más antigua: la conciencia como acontecimiento central de la subjetividad cristiana;
2. Una controversia intermedia: la polémica entre san Bernardo y Abelardo sobre el problema de la conciencia errónea;
3. La discusión más reciente: la conciencia tomó función especí­fica del discernimiento y juicio moral.
III. Elementos para una reflexión teórica:
1: De la conciencia fundamental a la conciencia actual;
2. Conciencia individual y conciencia comunitaria;
3. El devenir de la cóncienciacomunitaria.

IV. Integración:
1. La polisemia del término «conciencia»;
2. La semántica psicológica;
3. La semántica intelectiva;
4. La semántica volitiva;
5. La semántica parenética.

Introducción
El problema de la conciencia se ha convertido en una cuestión básica de nuestro tiempo; incluso en la reflexión moral cristiana está siendo nuevamente objeto de gran atención. A la larga, tenia que ser éste el foral de un proceso de «concienciación» que se advierte también en el ámbito de nuestra cultura occidental. Se ha pasado de una exaltación unilateral de la ley objetiva (la ley de la polis o el jus del Estado romano, y también el logos universal de la filosofí­a estoica, del que la conciencia deberí­a ser simplemente un eco y un reflejo cuando no una «esclava’) a otras fases de responsabilización de la persona de forma más clara y de valoración del carácter originario de la conciencia. Se reconoce comúnmente la importancia de estas dos fases: sobre todo, la que representa la antropologí­a cristiana de santo Tomás, en la que el hombre, a imagen de Dios, cuya libre creatividad imita; se construye activamente a través de su poder de autodecisión; y así­ «la conciencia no se limita a ser una simple aplicación mecánica de principios a las contingencias de la vida, sino que es un inventar cada vez el modo con que el hombre responde a su cualidad de imagen de Dios, realizándose a sí­ mismo en la verdad»‘. En segundo lugar (y en este caso la influencia no es directamente cristiana), la afirmación cada vez más explí­cita, desde el siglo xviii de los principios de tolerancia y de libertad de conciencia especialmente en el caso de la libertad religiosa.

Más recientemente, otros factores han hecho que los debates sobre la conciencia se intensificaran y avivaran. Por ejemplo, la difusión del pluralismo ideológico y la mayor sensibilidad a los métodos democráticos. Más aún: el relativismo de las normas objetivas y absolutas en beneficio del contexto cultural en el que el hombre vive (fruto de la reflexión funcionalista y estructuralista) y de la historia dinámica de este contexto (aportación, entre las más destacadas, de la reflexión marxista). Una devaluación análoga de la objetividad moral la ha provocado el estudio (promovido especialmente por el psicoanálisis) de los procesos y dinamismos psicológicos que apoyan y explican la formación de nuestra mentalidad moral en la historia de cada persona y de las relaciones afectivas más profundas y básicas en las que se ha desenvuelto. Por no hablar de la velocidad de las transformaciones que caracteriza la vida de nuestro siglo, que de forma fatal va dejando anticuados los dictados jurí­dicos y canónicos, incapaces de adaptarse con la misma facilidad a los cambios; por este motivo el mismo magisterio de la Iglesia ha comenzado a encomendar explí­citamente a la conciencia de los fieles la decisión de qué comportamiento tomar ante problemas no pequeños, como los relativos al compromiso polí­ticosocial o a ciertos aspectos de la vida familiar.

La actualidad e interés de este proceso exige al moralista cristiano un continuo esfuerzo de análisis y de construcción teológica en torno al tema de la conciencia; pero a la vez muestra su dificultad y explica el carácter provisional de los resultados a los que pueda llegar. También en este intento de sí­ntesis somos conscientes de esto.

I. Algunas lí­neas de teologí­a bí­blica
El tema de la conciencia constituye un punto crucial de la experiencia humana, como se resalta en la palabra bí­blica; de ahí­ que siga teniendo una gran actualidad 2.

1. EL TERMINO «CONCIENCIA» EN LA BIBLIA. Se ha constatado que el término «conciencia» aparece muy rara vez en el AT (Qo 10,20; Sab 17:10), y ni una sola en los evangelios 3. En cambio aparece 31 veces en los escritos apostólicos; más en concreto, 21 veces en san Pablo, y las otras 10 veces en boca de san Pablo (como en Heb 23:1; Heb 24:16) o bien en escritos muy afines, desde el punto de vista doctrinal o de léxico, a las cartas paulinas (como en Heb y en 1 Pe). Por eso se siente uno tentado a pensar que la doctrina de la conciencia es una novedad del apóstol de las gentes: una entre otras muchas originalidades de su pensamiento moral. En muchos aspectos es verdad. Fue san Pablo quien elaboró perfectamente la noción de conciencia como regla de vida: sirviéndose sin duda de algunos conceptos de la filosofí­a helení­stica de su tiempo (la de carácter «popular» y moralizante sobre todo, donde confluí­a de hecho la enseñanza de las distintas escuelas), y enriqueciéndolos con numerosas aportaciones provenientes de su formación judí­a (especialmente la gran tradición bí­blica de «corazón») y de su teologí­a cristiana; en ella, en efecto, la doctrina de la conciencia entraba en contacto con la del primado de la caridad, de la inhabitación del Espí­ritu Santo y de la espera escatológica. Y, sin embargo, la afirmación de originalidad referida a san Pablo serí­a falsa si se exagerara, particularmente en lo que se refiere a la enseñanza evangélica: precisamente porque el mensaje de Cristo aparece, contra el conformismo tradicional, como una decidida apelación a la conciencia. Ya esta sola indicación nos advierte de cómo, sin encontrar el término «conciencia» en la Biblia antes de san Pablo, encontramos, sin embargo, su significado. Algo parecido ocurre con el pensamiento helení­stico, donde el término es muy raro y, sin embargo, en él se encuentra, expresada de otros modos, una abundante referencia temática a la conciencia 4.

2. EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. «La ausencia del concepto de conciencia en sentido preciso no es una laguna en un contexto tan existencial y concreto, donde al hombre se le ve siempre en la totalidad de su relación con Dios» 5. Llamado a la alianza con Dios y hasta constituido existencialmente por ella, el hombre del AT está siempre en actitud de escucha de la palabra divina: palabra que se le dirige, lo penetra y lo envuelve, lo hace consciente del significado de todas sus acciones; escucha de la que el hombre obtiene su sabidurí­a y su capacidad de distinguir entre el bien y el mal: «Guardo en el corazón tu palabra para no pecar contra ti» (Sal 119:11). La exigencia moral surge esencialmente de este encuentro entre palabra de Dios y actitud de escucha obediente por parte del hombre, y todo juicio ético aparece como fruto de esa vital percepción de valores que este encuentro pone en marcha.

El «corazón» es precisamente esta interioridad constitutiva del hombre, donde la palabra de Dios se presenta como un juicio (Gén 3:8ss; Jos 14:7; 1Sa 24:6; 2Sa 24:10; Qo 7,22; Job 27:6): corazón contrito, corazón «nuevo», corazón convertido, si acoge esta palabra haciendo de ella la fuente í­ntima de toda decisión religiosa y de toda valoración moral (cf Deu 4:39; Deu 30:6-8; 1Re 3:9; 1Re 8:38; Isa 51:7; Isa 57:15ss; Jer 23:9; Jer 31:33; Eze 5:9; Eze 6:9; Eze 11:18ss; Eze 36:25-28); corazón endurecido, sordo tenebroso, si la palabra no resuena en él y ya no se reconocen, por tanto, los valores morales (Eze 2:3-4; Zac 7:12; Sal 95:8-10). Toda la conducta, pues, depende de la decisión del corazón: a Dios se le ama con el corazón (Deu 6:5) y se le traiciona con el corazón (Eze 6:9): y «el corazón atento a la voz de Dios o convertido por su perdón es testigo del valor moral de la conducta del hombre en la presencia de Dios» 6. Es exacta, por lo tanto, la conclusión de que, aunque no se encuentre en el AT un término especí­fico que indique la conciencia, se pueden encontrar fenómenos importantes que describen este hecho originario. Hay que recordar, además, un dato de mucha importancia, aunque esté implí­cito, sobre todo en los textos en los que el «corazón nuevo» es un don que se le hace a todo el pueblo de Israel. El individuo no aparece en primer lugar, sino que en primer lugar aparecen la comunidad y los acontecimientos salvificos que forman su historia. Y por esto, lo que el corazón le sugiere al piadoso israelita no es un mí­stico mandato divino para que le resuene; es, en cambio, una palabra escuchada en el ámbito de la tradición comunitaria a la que este hombre pertenece: no como un simple eco de un precepto dado una vez por todas (ésa será la interpretación literal y simplificadora de los fariseos), sino como propuesta recogida en la vida de la historia salví­fica de la que él forma parte.

3. EN LOS EVANGELIOS. Lo mismo cabe decir de los evangelios. Baste pensar ante todo en el profundo proceso de interiorización a que es sometida la vida moral en la enseñanza de Jesús y al papel que en ella asume el corazón como testigo del valor ético y lugar donde se hace intrí­nseca la voluntad de Dios. El mismo discurso de la montaña requiere como fundamento del obrar moral una decisión interior que va mucho más allá de la simple fidelidad a determinados preceptos: pobreza de espí­ritu, pureza de corazón, ya que de él nace el pecado y todo apego a las cosas terrenas; ojo limpio y luminoso que ilumine í­ntimamente toda la conducta (Mat 5:3.8.28; Mat 6:19-23). Por otra parte, esta insistencia por poner en el corazón el centro de la vida moral es algo caracterí­stico en las palabras del maestro, él también Mulce y humilde de corazón» (Mat 11:2830). No son las acciones las que deben estar en orden, como era la preocupación de los fariseos, sino la sede más profunda de la nueva justicia, el corazón: en él se siembra y se espera que fructifique la palabra de Dios (Mat 13:19), y sólo de un corazón puro pueden salir las buenas acciones, las buenas palabras, el perdón misericordioso y lo que es más importante para la ley: la justicia, la misericordia, la fidelidad (Mat 12:34; Mat 18:35; Mat 23:2326); mientras que de nada servirí­a observar la ley con la más minuciosa precisión si luego el corazón se ciega y es malo: ya que de una fuente im= pura como ésa brota todo mal pensamiento y toda acción inmunda que mancha al hombre y, aunque pueda parecer buena, es abominable para Dios (Mat 9:4; Mat 5:18-20; Mar 7:18-23; Luc 16:15) 7.

De este mensaje aparece claro que el juicio sobre la bondad o no de nuestra conducta es interior, se elabora en la profundidad personal de donde procede, el corazón: es un juicio del que no es posible escapar. Pero es también claro que esta fuente interior puede contaminarse, este í­ntimo foro de juicio puede dejarse corromper, esté ojo escrutador puede quedarse ciego (Mat 6:23ss; Luc 11:33 : «Cuida, pues, que la luz que hay en ti no se apague: ¡Qué grande se harí­a tu oscuridad!). Trágica ambivalencia la del corazón: da valor ético a la acción y, a la vez, puede hacerse cómplice de la iniquidad. Aquí­ es donde comienza a delinearse claramente la exigencia de una continua 1 conversión del corazón: la de una educación de la conciencia (utilizamos este término desconocido para los evangelios) que se realice bajo la mirada de Dios, y por lo tanto en la verdad.

Tampoco para Jesús el criterio de la pureza del corazón consiste en remitirse de un modo abstracto y casi individual a la originaria palabra de Dios: también los fariseos podí­an remitirse a esta palabra y observarla con escrupulosa sinceridad, como sin duda hací­an con la ley del sábado. Es más bien la fidelidad a la revelación de Dios en la historia viva de la comunidad que él llama a la salvación. Se honra a Dios no simplemente por el cumplimiento, de modo repetido, de un precepto; sino en el sentido que asume en la continua novedad de la historia (la novedad, ahora, es Cristo, señor también del sábado: Mat 12:18 y par.). El «juicio sobre lo que es justo» no se realiza cotejando la ley extrí­nsecamente, sino «desde sí­ mismo» y tratando de discernir la «hora actual» (Luc 12:54-57) a través de sus «signos» (Mat 16:1-3). La conciencia, precisamente porque se modela sobre un acontecimiento antes que sobre un precepto, no es un simple recuerdo, es memoria y creatividad. Es éste un aspecto que ya aparece en parte en el AT y que se hará más preciso en la enseñanza de san Pablo.

4. EN LOS ESCRITOS PAULINOS. Con san Pablo, el término mismo de conciencia entra en el vocabulario cristiano: una novedad cuya importancia veremos. Pero no es distinta la antropologí­a sobrenatural, en cuyo amplio contexto recibe toda su originalidad y riqueza la doctrina sobre la syneidesis. El hombre «nuevo», del que continuamente habla el apóstol, es el hombre «en Cristo» (fórmula que a san Pablo le gustaba mucho): en un sentido mucho más alto que el puramente psicológico, según una condición que califica a la nueva criatura de un modo semejante al que hace que cada cosa no tenga existencia sino en dependencia de su creador $ (l Ley nueva). Pero, obviamente, esta situación existencial implica también una percepción fundamental de sí­, que es también intuición de una nueva realidad moral, a saber: de la vital referencia de todas nuestras acciones, precisamente por ser nuevas, a Cristo como principio ontológico y fin moral, a su propio «pensamiento», a su más í­ntimo «espí­ritu», a su «sentimiento de caridad». Términos todos ellos que, con pequeños matices propios, son concretamente coincidentes e intercambiables: vivir «en Cristo», «según su Espí­ritu», empapados de su pensamiento, llamados a su caridad, son fórmulas análogas para expresar el acontecimiento fundamental (la propia «creación» en Cristo) en cuanto comporta una instancia moral radicalmente nueva.

Es la fe la que revela ese acontecimiento, esa instancia: o, lo que es lo mismo, es la «conciencia»: una «buena conciencia» (2Cor 1 12; 1Ti 1:5.19; 1Pe 3:16; Heb 2Cr 13:18), una conciencia «pura» (1Ti 3:9; 2Ti 1:3), una conciencia «purificada con la sangre de Cristo» (Heb 9:12). La fe se identifica con esta conciencia: hasta el punto de que el rechazo de la buena conciencia es un naufragio en la fe (1Ti 1:5), En este sentido, la conciencia adquiere para Pablo (que es el primero en utilizar este término) el papel que la reflexión bí­blica anterior -aunque no tan claramenteasigriaba al corazón: es la expresión, í­ntima y subjetiva, en el núcleo del propio yo, de la transformación salví­fica que se ha realizado en nosotros; es la profunda y sintética «toma de conciencia», posible en la fe, del propio existir en Cristo y de la instancia moral constitutivamente nueva que de ahí­ brota. Es un concepto global de conciencia que (como tendremos ocasión de recordar) la posterior reflexión cristiana ha olvidado con frecuencia, como también ha olvidado con frecuencia la noción bí­blica de corazón: éste debe colocarse antes de la noción común de la conciencia como función de las valoraciones individuales éticas y como conjunto de juicios morales consiguientes.

5. LA CONCIENCIA COMO TESTIGO Y JUEZ. La noción «popular» de conciencia como testigo y juez de las propias acciones personales también la recoge san Pablo, sobre todo en tres pasajes. En Rom 2:15 escribe que los paganos «muestran que llevan escrito dentro el contenido de la ley cuando la conciencia aporta su testimonio y dialogan sus pensamientos condenando o aprobando»: la imagen de un debate en el í­ntimo tribunal de la conciencia es muy elocuente. El testimonio interior de la conciencia se cumple, según Rom 9:1, «en el Espí­ritu Santo»: nuevo componente del juicio de conciencia, que expresa a nivel concreto y operativo la originalidad propia de la conciencia cristiana como fundamental percepción y recepción de la salvación que Cristo realiza en cada uno de nosotros. Es el mismo «testimonio de nuestra conciencia» -éste es el tercer texto- el que san Pablo opone a los corintios (2Co 1:12) para defenderse de su acusación de inconstancia: como opondrá su conciencia «perfecta» y «no temerosa» a las imputaciones procesales de Jerusalén y Cesarea (He 23 1; 2Co 24:16).

Las calificaciones dadas a la conciencia en estas últimas citas remiten a las otras ya conocidas de las cartas pastorales de conciencia «buena» y «pura». Y, además del significado fundamental ya indicado, es incontestable que señalan también aquella caracterí­stica de rectitud y verdad que la conciencia, como función de discernimiento moral, debe poseer. Por esto lo que una «mala conciencia» (Heb 10:22), una «conciencia manchada» y «marcada con el sello (de Satanás)» -éstas son expresiones que aparecen también en las cartas pastorales Tit 1:15; 2Tim 1,3-, una conciencia en connivencia con el mal no podrí­a hacer de juez y testigo verdadero: serí­a simplemente (léanse los dos últimos textos en sus contextos) el signo y el resultado de la incredulidad o de la apostasí­a de la fe. Nada de nuevo, sustancialmente, en todo esto para quien recuerde los textos veterotestamentarios y evangélicos que condenan el corazón sorda y ciegamente maligno. Como igualmente clara, y más explí­cita todaví­a por las aplicaciones que recibe, es la intuición del apóstol de que la buena conciencia se construye en la fidelidad a la comunidad y a la historia de la salvación, la cual ha entrado ya con la resurrección de Cristo en su momento decisivo; recuérdese de qué modo y con qué razones el apóstol pide a la comunidad de Corinto que sea alejado de ella el incestuoso (1Cor 5).

6. EL RESPETO DE LA CONCIENCIA AJENA. Mas ¿qué decir de la conciencia que está fuera de la verdad por debilidad o por error? Es una hipótesis para nosotros muy clara, pero que en el pensamiento bí­blico aparece sólo con san Pablo: y precisamente aquí­, en la afirmación del derecho -como nosotros lo llamamos- de la conciencia errónea, ha dejado el apóstol la impronta de su gran personalidad 10. Como se sabe, la primera ocasión que tuvo san Pablo de afrontar el problema fue en la llamada cuestión de «las carnes inmoladas a los í­dolos» (1Cor 8). El culto pagano comportaba muchos sacrificios de animales: su carne era quemada en honor de los dioses sólo en una pequeña parte; la mayor parte (una vez separada la que correspondí­a a los sacerdotes) era devuelta a quienes la ofrecí­an, que la consumí­an en su casa o la cedí­an a los mercados públicos, en donde era vendida a un precio módico. ¿Podí­an comer carne sacrificada a los í­dolos o eso suponí­a participar en un culto idolátrico? Porque también los cristianos podí­an ser invitados a algunos banquetes por parientes, amigos, señores, autoridades; también ellos tení­an la posibilidad de comprar carne en los mercados. La respuesta de san Pablo es firme: pueden comer esa carne porque los í­dolos no son nada. Sin embargo, se deben tener en cuenta dos cosas: si alguien cree que comer esa carne es un acto idolátrico, no debe hacerlo; e incluso los «fuertes» deben abstenerse de hacerlo si su ejemplo puede ser un obstáculo para los hermanos más «débiles» al seguir su personal convicción de conciencia. Conviene, pues, respetar la conciencia ajena incluso cuando no esté en la verdad: la libertad que nace de una conciencia convencida no es una libertad total que no admita injerencias. En todo caso -y es el elemento que el apóstol añade para resolver la segunda cuestión: la de los alimentos impuros (Rom 14)- hay que esforzarse por tener una «convicción segura». Por la «ciencia» sabemos que no hay cosas impuras; y, sin embargo -explica el apóstol-, hay fieles titubeantes e inseguros, a los que la cosa más honesta les puede parecer comprometedora: están en la verdad, ciertamente, pero sin convicción interior y madura, con la duda, en cambio, de hacer algo deshonesto: pues bien, «si el que duda come, está condenado por no actuar con convicción; todo lo que no se hace con seguridad de conciencia es pecado». Es, pues, determinante la convicción í­ntima que se tiene ante Dios: es un derecho inviolable que concede a la conciencia convencida una primací­a absoluta. Al menos si se considera por encima de todo a la persona. Aunque hay una instancia superior y universal, a la que debe subordinarse y ponerse en coordinación: la caridad fraterna. En términos que nos resultan más familiares, «la afirmación puede ser entendida así­: la instancia personal se hace absoluta en el momento en que ha asumido la instancia interpersonal»; la libertad que la conciencia posee en grado sumo, conforme a su «ciencia», no puede ejecutarse «sino en el respeto de la conciencia ajena, aunque sea débil, y en la edificación por medio de la caridad» 11. De todas maneras, se mantiene la afirmación de Pablo según la cual la conciencia es vinculante, aunque objetivamente sea errónea; afirmación que tiene además el mérito de quitar al tema de la conciencia todo carácter mí­tico. «Si es verdad que manifiesta la voz de Dios, también es verdad que puede objetivamente equivocarse: la voz de Dios no se da a conocer a la conciencia de forma milagrosa; se da a conocer en la autenticidad del hombre, en la normalidad, aceptando sus limitaciones» 12.

II. Desarrollo de la reflexión a lo largo de la historia cristiana
El cuadro bí­blico que hemos trazado, aunque limitado, es muy rico y variado en elementos. Pero nos parece que su dato más importante, si se compara con la forma de tratarlo nuestros manuales, es la consideración de la conciencia a un doble nivel de profundidad. La pone como el acontecimiento central de la interioridad cristiana, a través del cual toda la persona se entiende en una nueva relación ontológica (con Dios en Jesucristo), y como consecuencia intuye y decide el nuevo orden de valores éticos que ahí­ se derivan. Es el momento global y fundamental de la conciencia como «estructura moral originaria»: corazón palpitante, de donde sale todo ejercicio particular de valoración ética interior. Este otro nivel, menos profundo, de la conciencia es el que tiene presente precisamente los textos bí­blicos en los que se describe como función especí­fica del discernimiento y juicio moral sobre la propia conducta y se indican los rasgos por los que es auténticamente normativa (sinceridad y firme convencimiento). Ahora bien, esta doble consideración de la conciencia también aparece en la historia del pensamiento cristiano. Pero es nuestra impresión general que este segundo aspecto ha terminado por prevalecer, hasta llegar a ser el único en la teologí­a postridentina y en las reflexiones que han llevado a la organización del actual tratado «de consciencia’: Distinguir, en la exposición histórica, los dos aspectos de la doctrina sobre la conciencia equivale, a grandes rasgos, a dividir esta historia en dos partes: una más antigua y otra más reciente 13.

1. LA REFLEXIí“N MAS ANTIGUA: LA CONCIENCIA COMO ACONTECIMIENTO CENTRAL DE LA SUBJETIVIDAD CRISTIANA. El perí­odo que aquí­ nos interesa no es solamente el patrí­stico. Esta consideración de la conciencia está presente también más adelante, aunque en un marco doctrinal cambiante, al menos hasta la reflexión de santo Tomás. Nos contentaremos con algunas alusiones solamente, puesto que se trata de un tema suficientemente conocido a través de los citados estudios de J. Stelzenberger.

a) La reflexión más seria y primera, en este perí­odo, sobre la importancia central de la conciencia es la de Orí­genes, en él la conciencia aparece como la interioridad de la cual florece toda la actividad religiosa y moral: «Sede de la conciencia funcional, base de los afectos del alma, í­ntimo testimonio de los fenómenos religiosos, centro de la vida moral y, por consiguiente, también de los pecados, cámara secreta de las más ocultas emociones» 14. Se resalta así­ el carácter esencialmente pneumático de la conciencia: la syneidesis se identifica nada menos que con el pneuma, con la realidad más auténtica de la que está constituido el hombre salvado, en la que él se descubre como «ser que vive en el espí­ritu», y donde se efectúa esa interiorización del comprender y del obrar que constituye la peculiar novedad de la existencia cristiana. Es una visión que se corresponde claramente con la sí­ntesis antropológica y la concepción exegética de Orí­genes ‘S, y en la cual, a su vez, se sitúa la presentación que también Orí­genes hace de la conciencia como facultad de discernimiento ético.

Este pensamiento se puede encontrar más adelante. Por ejemplo, en Jerónimo, de quien será suficiente recordar su célebre comentario a Eze 1:1, donde la «synteresis» (término del qué se derivará el de sindéresis) o «scintilla conscientiae» es presentada como la parte más importante del hombre, «espí­ritu» que corrige y guí­a la razón y el apetito, interioridad especí­fica que, consiguientemente, es fuente de inolvidables juicios sobre el bien y sobre el mal. Y sobre todo en Agustí­n: «Si la esencia del hombre es la interioridad -así­ nos resume su pensamiento Molinaro 16-, la conciencia como interioridad del hombre lo define en su cualidad central: el hombre es su conciencia, se encuentra a sí­ mismo en su conciencia, que contiene y la dicta la norma del valor moral».

Sobre la enseñanza de Agustí­n es donde podemos añadir algo como complemento al análisis que hace Stelzenberger. Nos parece que el texto fundamental es el de la Enarratio in Ps. CXLV (PL 37,1887): en él la conciencia es la parte más segura y espiritual del alma, la que se identifica con el hombre interior; la «mens superior» ya desde ahora «inhaerens Domino suspirans in illum» abierta, por consiguiente, para ver lo que se debe temer, desear, buscar, alabar y amar. Por eso, si muchas veces se identifican corazón y conciencia, otras veces la conciencia aparece como el centro del corazón, «vientre del hombre interior» (In Johan. 7,37-59: PL 35,1643). Abismo en el que habita Dios, único testigo de la misma («forte tu non invenis aliquid in conscientia tua, et invenit ille qui melius videt, cuius acies divina penetrat altiora», Sermo 93: PL 38, 578), en ella está la única «sedes Dei»: «qui nullo capitur loco, cui sedes est conscientia piorum» (Enarr. in Ps. XLV: PL 36,520); y Dios irrumpe en ella como «testis, judex, approbator, adiutor, coronator» (Enarr. in Ps. CXXXIV: PL 37,1476). En conclusión, una concepción global y unitaria de la conciencia que no se detiene en el fragmentarismo de las distinciones que tanto abundarán en los tratados de los últimos siglos (sobre los distintos tipos de conciencia y las varias «dotes» que la distinguen); que identifica la conciencia con el yo más delicado y más unificador, más consciente y más esencial del hombre nuevo.

b) En esta visión global se sitúa la concepción que deriva de la concepción de la conciencia como función de valoración ética, educada para decidir y distinguir el bien y el mal. Serí­a inútil buscar definiciones precisas como las nuestras en el perí­odo patrí­stico; pero sí­ que hay en él una clara doctrina sobre la educación de la conciencia. Para san Agustí­n, por ejemplo, no puede guiarnos una conciencia cualquiera, sino sólo una iluminada por la Sagrada Escritura, por la fe, por Dios «qui conscientiae solus inspector est» (De serm. Domini in monte: PL 34,1270); sólo la «bona conscientia», de la que proviene la «tranquillitas cordis» (Sermo 270: PL 31,1242), y que es «magnum gaudium piorum» (Enarr. in Ps. XXXV: PL 36,344). Por el contrario, la oscuridad amada hace gradualmente más lánguido el ojo del alma; así­, debilitado el hombre, se encuentra no sólo encerrado, sino sepultado en la conciencia, a la que ha negado su cometido de guí­a: «quaere fovea paganorum in confossa conscientia, ibi est enim fovea quo cadit impius in conscientiamala» (Enarr. in Ps. LVI: PL 36,670). Hay aquí­ anotaciones e invitaciones que tendrán su peso cuando se llegue a analizar y describir las únicas condiciones necesarias para la función de guí­a ética de las acciones que es la conciencia 17.

Pero es san Ambrosio, nos parece, el autor que con mayor amplitud ha tratado los aspectos derivados de la conciencia: al menos en su obra moral más importante, en De officiis ministrorum. En ella la responsabilidad de la conciencia es discernir el mérito del justo y del pecador (I, 44); es un acto interno de cada persona, hasta el punto de poder decir de ella que es su juicio (I, 45; II, 2), su testimonio (I, 18) captado por los sentidos internos (I I, 2), por quien el hombre es consciente de los actos realizados (I, 18.21), sólo a ella está reservado el juicio sobre el valor moral de las acciones realizadas; de forma que el hombre, independientemente del juicio ajeno, es culpable o inocente ante sí­ mismo (I, 18.21.45-46.233.236). La tranquilidad de la conciencia es un alimento que sacia de verdad (I, 163); es el mejor bien (I, 236), en cuya comparación el placer del cuerpo y lo que el siglo considera bueno desaparece del mismo modo que la luz de la luna y de las estrellas cuando nace el sol (II, 1); es una tranquilidad interior que supera cualquier sufrimiento (II, 10.12.19). Para el pecador, en cambio, la herida de la conciencia es un tormento (III, 24); es como un sepulcro de donde salen malos olores (I, 45-46). Al realizar su tarea de juez, ala conciencia no se la puede engañar ni corromper (I, 44.233); en estas condiciones, es una auténtica ley y norma para el justo, que así­ ya no necesita la promulgación de una ley ni la conminación de un castigo (III, 31).

c) La reflexión de la escolástica, y en especial la de la escuela de los dominicos, tratará de unir las dos concepciones (originaria y derivada) de conciencia en su doctrina, a partir de esto ya clásica, que distingue entre sindéresis y conciencia: la sindéresis, revelándose como conciencia originaria, como percepción innata y sintética de los valores morales de la existencia cristiana; y la «conscientia», que aparece como un acto que aplica esa intuición dinámica y unitaria a los casos y acciones concretos. Pero ya desde esta teologí­a, como después en la reflexión posterior, se resalta con más detalle la «conscientia», es decir, la conciencia como función y como acción de aplicar a los comportamientos individuales el dinamismo vital que se conoce como radical «toma de conciencia» del sentido y de la orientación del mismo existir cristiano. Lo que provocó este desplazamiento de acento fue, en nuestra opinión, la controversia entre Bernardo y Abelardo: defensor, el primero, de la concepción más antigua (global y pneumática) de la conciencia; artí­fice, el segundo,
de una consideración innovadora de ella, que hací­a ver sobre todo su valor especí­fico como función ética mediadora.

2. UNA CONTROVERSIAINTERMEDIA: LA POLEMICA ENTRE SAN BERNARDO Y ABELARDO SOBRE EL PROBLEMA DE LA CONCIENCIA ERRí“NEA. Los puntos de partida de estos dos ilustres adversarios son muy distantes, como, además, es enormemente distinto el ambiente cultural y espiritual al que pertenecen.

a) San Bernardo es monje: la figura más tí­pica, sin duda, del monje medieval. También su pensamiento está dentro del espacio más propio de la teologí­a monástica, cuyas caracterí­sticas y valor han descubierto estudios recientes. Profundamente alimentada por la Escritura, en estrecha dependencia de la literatura patrí­stica, desconfí­a de la utilización excesiva de la dialéctica, a la vez que pide una actitud de humildad y sencillez para profundizar en el mensaje revelado, junto con un respeto religioso por el misterio: y con este método es con el que se, acerca, entre otros muchos teólogos, a la inagotable problemática de la unión del alma con Dios. Pues bien, es precisamente la conciencia -la conciencia humilde y purificada, la conciencia devota y sometida- el lugar donde se desarrolla este í­ntimo diálogo del hombre con Dios, esta presencia de Dios y el elevarse del hombre a la unión con él. De esta manera el tema de la conciencia se hace uno de los más apasionantes para estos hombres, siempre atentos a los hechos interiores; es sintomático que existan dos tratados pseudobernardinos sobre la conciencia, y un De conscientia de Pedro di Celle: son, si no estamos en error, las primeras obras de la literatura cristiana con este tí­tulo. Una conciencia que sea el espejo brillante de la luz de Dios, el eco fiel de
su voz, el testigo verí­dico de su presencia: ésa es la conciencia cristiana. Una conciencia «verdadera» (dirí­amos nosotros) que sea la perfecta correspondencia subjetiva de la objetiva voluntad de Dios. Y estos hombres multiplican las imágenes: san Bruno, Pedro di Celle, Guiberto, Tomás el cisterciense, Ruperto de Deutz, no se detienen siquiera ante imágenes atrevidas o peregrinas para «pintar» este recinto secreto y puro de la conciencia, donde se consuma la unión con Dios. Hay un campo, en particular, del que toman sus alegorí­as transfigurando (o sublimando) en términos espirituales lo que la vocación les habí­a obligado a dejar: la vida nupcial. Y también esto es sintomático para quien conozca la profundidad y frecuencia con que el amor nupcial ha sido para los mí­sticos la imagen, más sencilla y a la vez más sublime, de nuestra unión con Dios. Esta «buena conciencia» es, pues, la más bella de las mujeres, la reina preparada para recibir al rey; es segura e irreprensible como una esposa fuerte y fiel: «bona coniux in cubil¡»; es la inseparable esposa que te acoge en su abrazo lleno de paz (mientras «mala uxor» es la mala conciencia; mujer insoportable e inicua); es la mujer gloriosa con cuyo beso se regocija el esposo. La buena conciencia es la cámara nupcial; es también el tálamo nupcial (realmente, en la fantasí­a de estos monjes austeros incluso en el sueño, un camastro malo y pobre); el «talamus Dei», el «lectus coelestis sponsi», que tiene por colchón la pureza, por almohada la tranquilidad y por cubierta la seguridad. La conciencia recta es como la muchacha todaví­a inmadura («quia ubera nondum habet perfectionis») y, sin embargo, amada ya y en espera de llegar, en el cielo, «ad contubernium Dei».

En esta concepción de la conciencia se ve lo necesario que resulta que sea completamente limpia y fiel a Dios, es decir, que goce de una verdad completa. ¿Cómo podrí­a llegar a celebrarse la boda con Dios si fuera defectuosa y sórdida? Pero ¿no podrí­a suceder -dice san Bernardo- que la conciencia se engañara sin culpa por su parte?, ¿que considerase como bien lo que en realidad no lo es? En tal caso, ¿serí­a recta igualmente, y aquél igualmente un bien? La cuestión se la habí­an planteado a san Bernardo algunos monjes de Chartres: puesto que -habí­an escrito ellos- cuando se cree hacer mal, aun obrando bien se nos dice que nuestra acción es mala, de la misma manera habrá que decir que una acción es buena cuando se realiza de buena fe, aunque fuese en sí­ misma mala. No es así­ -responde san Bernardo-, no basta la buena fe; es necesaria la verdad. ¿Cómo podrí­a pasar por verdadera a los ojos del Dios de la verdad una conciencia falsa, aunque sea de buena fe? Por eso es igualmente pecado, aunque no tan grave, el mal realizado con buena fe. Toda la tradición monástica, con la susodicha concepción mí­stica de la conciencia, estaba ahí­ para sugerir esta respuesta, que para nosotros ya no es comprensible; si está viciada por algún mal, lo sepa o no lo sepa, la conciencia ya no puede ser la mediadora de la unión con Dios. Y podemos entenderlo. Pero no podremos entender nunca el objetivismo de san Bernardo cuando se plantea el problema en los términos más estrictamente morales.

b) Tampoco Abelardo lo comprendió. Este teólogo sin prejuicios, que acabará sus ajetreados dí­as en Cluny, apaciguado por la inefable bondad de Pedro el Venerable, habí­a vivido espiritualmente fuera siempre del ambiente monástico, en contacto, en cambio, con las nuevas tendencias de pensamiento que se abrí­an paso en las escuelas urbanas. Y habí­a sido esencialmente un «moralista», en el sentido más moderno de la palabra: ajeno a las doctrinas (lo mismo que a las experiencias) mí­sticas; atento, en cambio, a los problemas éticos en su acepción más precisa. Uno de éstos, muy antiguo, se referí­a precisamente al pecado de ignorancia; es decir, si la ignorancia es un pecado o, más bien, si la ignorancia excusa del pecado. Ya Gregorio Magno habí­a hablado, varios siglos antes, de un pecado «quod ignorantia perpetratur»,junto a los que se cometen «aut infirmitate aut studio», pecado menos grave que los otros, pero pecado al fin, y que por lo tanto necesitaba el perdón de Dios; y citaba a san Pablo (1Ti 1:13): «Antes blasfemo, perseguidor violento, pero he obtenido misericordia de Dios por haberlo hecho por ignorancia, cuando todaví­a no era creyente». La cuestión se habí­a complicado posteriormente en los escritos siguientes, extendiéndose a otros tres casos a los que aludí­a la Biblia:, el pecado de Eva «seducida por la serpiente» (Gén 3:13 : ¿habí­a sido entonces igualmente responsable?); el pecado de los que crucificaron a Cristo, que, según las palabras de Jesús en la cruz, no sabí­an lo que hací­an; y el pecado de los perseguidores de los cristianos, convencidos, como habí­a indicado el maestro, «de hacer con ello algo agradable a Dios» (Jua 16:2). ¿Qué pensar de éstos, y en general de todos los pecados cometidos ignorando su malicia? Un espí­ritu crí­tico como Abelardo no podí­a dejar de reaccionar ante una concepción puramente material del pecado: lo que se comete por ignorancia no es pecado, siendo esencial para que haya pecado la intención de pecar; y por eso no son responsables los que mataron a Cristo y los lapidadores de Esteban y cualquier otro perseguidor de los cristianos que obre de buena fe. Fueron estas afirmaciones, sin matizar y sin delicadeza (pero la souplesse no entraba en el estilo de Abelardo), las que provocaron la acusación de san Bernardo, el reconocido guardián de la ortodoxia de la época. Pero, aparte de las exageraciones polémicas, Abelardo pensaba justamente; y un siglo más tarde santo Tomás de Aquino le dará sustancialmente la razón, aunque introduciendo en la cuestión todas las distinciones necesarias entre buena fe y buena fe más o menos culpable, y por eso más o menos excusante de pecado. Mientras tanto, casi toda la doctrina monástica sobre la conciencia se habí­a perdido: y esto no fue totalmente positivo.

3. LA DISCUSIí“N MíS RECIENTE: LA CONCIENCIA COMO FUNCIí“N ESPECfFICA DEL DISCERNIMIENTO Y JUICIO MORAL. La controversia entre san Bernardo y Abelardo es, sin duda, uno de los hechos culturales más importantes, que provocaron el paso de una consideración fundamental de la conciencia a otra más articulada y especí­fica. Y es esta última la que nos encontramos no sólo en la teologí­a escolástica de manera cada vez más significativa (como ya hemos aludido), sino también en las reflexiones posteriores, y sobre todo en la teologí­a postridentina. Es más, en ésta la conciencia «se convierte en un simple órgano de resonancia de una ley moral entendida más como un dato que como un deber», órgano destinado a servir de juez en la controversia entre libertad y ley; a pronunciarse sobre el hecho de si una acción cae o no bajo la ley moral 18. De esta forma adquieren importancia las normas de procedimiento que la conciencia debe seguir para pronunciar una sentencia justa, y en particular una sentencia cierta. Es éste un debate que conviene sintetizar; no sólo por la importancia que adquirió en su tiempo, sumiendo en una grave crisis, durante todo el siglo xvii y la primera mitad del xviii, a la teologí­a moral, y que no dejó de hacerse notar hasta más adelante, sino sobre todo porque tal debate centró largo tiempo la atención de los moralistas únicamente sobre el sentido derivado de la conciencia como conjunto de juicios éticos individuales y distintos.

El punto de partida, como se sabe, lo habí­a marcado el dominico Bartolomé de Medina, que en 1577, exponiendo la Prima secundae, estableció el principio de que «si est opinio probabilis (quam scl. asserunt viri sapientes et confirmant optima argumenta), licitum est eam sequi, licet opposita probabilior sit». El principio, que será llamado del probabilismo, tuvo éxito (además, ya se habí­a utilizado muchas veces, aunque no se habí­a formulado con tanta claridad); fue aceptado por otros grandes teólogos (como Báñez, Vázquez, Suárez), que lo perfeccionaron, precisaron y aplicaron a muchos casos discutidos. Por otra parte, era de mucha utilidad. Se trataba de ofrecer una regla que permitiera salir de dudas y obrar en todos aquellos casos en los que las soluciones que existí­an eran muy diversas unas de otras; en tales casos, se decí­a, era lí­cito seguir la opinión que pareciese verdaderamente probable, aunque la contraria fuese igual de probable o, incluso, más probable. En el fondo, se trataba de aplicar un principio más general y no discutido: «lex dubia non obligat».

a) Hasta aquí­ no habí­a motivo para alarmarse, y nadie se atrevió a contradecir el probabilismo, si no por otras razones, por el gran prestigio de que gozaban los teólogos que lo habí­an sostenido. Pero, con el tiempo, ese principio, manejado con un menor cuidado por alguno de los conocidos autores de Institutiones de la primera mitad del siglo xvii, se fue extendiendo poco a poco y acabó por degenerar en un nuevo principio, llamado más tarde laxismo, según el cual, en las cuestiones discutidas, como norma general podí­a seguirse cualquier opinión, con tal que tuviese una mí­nima probabilidad de ser verdadera y aunque esta probabilidad fuese extrí­nseca, basada incluso en el pensamiento de un solo autor. Responsables principales de esta relajación tan grave fueron algunos de los casuistas que, desde la primera mitad del siglo xvll, hicieron numerosos manuales de resolutiones, en los que se enumeraban innumerables listas de «casos» (ingeniosos, a veces, y hasta extravagantes), indicando para cada uno de ellos -sin mucho discernimiento- las sentencias propuestas por los autores, incluidas las más atrevidas: jesuitas como Bauny, Escobar y Mendoza, Tamburini, teatinos como Diana, cistercienses como el célebre Caramuel, se encontraron unidos en semejante empresa. No es de creer que fuera una relajación moral la que llevó a estos hombres a sus posiciones (personalmente, además, fueron todos ellos muy austeros y piadosos), sino más bien, además del gusto por la casuí­stica, que encontraba un fácil aliciente en la comparación de las diversas probabilidades incluso con pocas razones, la preocupación indulgente por suavizar que sirviera al fin para la salvación de las almas: «damnarentur plurimi -escribí­a en nombre de todos Caramuel-, quos sententiae probabilitas salvat».

Ya se sabe cómo la reacción vino en gran parte del ambiente jansenista. Y fue una reacción providencial en muchos aspectos; pero también poco honesta, porque so pretexto de combatir el laxismo intentó atacar a la Compañí­a de Jesús; y de todas formas excesiva, de modo que terminó por sustituir el legalismo de la opinión por el legalismo de la ley. El más importante autor de esta triste reacción fue Antonio Arnauld: durante cincuenta años, desde su Theologie des jésuites, no hubo un solo profesor jesuita, por desconocido y olvidado que fuera, que dejase escapar una opinión criticable sin que el doctor jansenista fuera informado de ella y lanzase una de sus virulentas «denuncias», implicando a toda la congregación. Demoledora fue también la intervención de Pascal con sus Provinciales: si hay que reconocer que desenmascaró con su hiriente sátira el legalismo casuista, donde el espí­ritu era asfixiado por la letra (quienes lo pagaron fueron, naturalmente, los jesuitas), también es cierto que dio origen a una moral excesivamente rí­gida -cuya norma inmutable es que lo más seguro (tutior) es siempre lo obligatorio-, y por lo tanto al final igualmente externa y legalista. Es difí­cil decir quién provocó mayores daños en la elaboración posterior de esta disciplina teológica, si el espí­ritu casuista o el tuciorista.

b) Comenzaron las condenas: cada uno puede leer, en las colecciones oficiales, el muestrario elocuente, y a veces poco digno, de las afirmaciones proscritas de una y otra parte. Pero la condena de los errores no era suficiente. Era necesario sustituir los principios del laxismo y del rigorismo por un sistema que permitiese resolver las dudas en los muchos casos en discusión. El problema era vivido de forma urgente, pues se estaba muy lejos de la recuperación de la doctrina tomista sobre la virtud de la l prudencia; y, además, la búsqueda de un buen «sistema» podí­a resultar una operación de prudencia. No fue así­. Todaví­a no se habí­a calmado la polémica entre taxistas y rigoristas, cuando estalló de nuevo con más violencia (llegó incluso a la injuria), en la primera mitad del siglo xvili, entre dominicos probabilioristas, acusados de rigorismo, y jesuitas probabilistas, acusados de laxismo. Quien haya consultado las obras de Concina y Patuzzi por los primeros, y de Santivale, Ghezzi y Zacaria, entre otros, por los segundos, se habrá dado cuenta de la acritud de la controversia. Son todos nombres italianos, puesto que fue en Italia donde el debate se hizo más agudo. La teologí­a moral no podí­a ganar absolutamente nada, ni en el espí­ritu ni en el método, con semejantes polémicas; al contrario, alentaban, y precisamente en Italia, el doble peligro de la decadencia moral, ya favorecida por el clima de la sociedad, y del rigorismo jansenista, que amenazaba con implantarse (y de hecho se implantó) en el paí­s.

Pero fue también de Italia de donde llegó la solución del problema por medio de san Alfonso. Y aquí­ conviene detenerse con atención, porque finalmente el problema de la certeza de la conciencia fue planteado en sus justos términos por el santo redentorista: la prudencia interior del juicio. No fue la elaboración de un nuevo «sistema», el equiprobabilismo, por mucha verdad teórica (u oportunismo astuto) que encerrase, el que efectivamente calmó los ánimos; baste pensar en la reacción violenta que suscitó entre los «rigoristas», sobre todo en Patuzzi. Fue la reflexión moral de una inteligencia cristiana atenta al conjunto de los valores en juego, como la de san Alfonso, la que decidió la crisis. En efecto, los casos de conciencia resueltos por él recurriendo a los principios indirectos de la probabilidad fueron disminuyendo paulatinamente en las distintas ediciones de su Theologia Moralis y al final quedaron muy pocos; para la mayor parte de ellos adelantó una solución personal basada en una búsqueda interior y persuasiva de la verdad utilizando su excepcional agudeza, erudición y prudencia, más que aplicando el «sistema» que él pensó.

III. Elementos para una reflexion teórica
A la luz del pensamiento bí­blico, el desarrollo histórico que hemos presentado nos puede servir de introducción a algunas consideraciones sistemáticas sobre los problemas, o al menos algunos de ellos, que el tema de la conciencia cristiana plantea a la reflexión cristiana.

1. DE LA CONCIENCIA FUNDAMENTAL A LA CONCIENCIA ACTUAL. Nos parece conveniente hacer un par de observaciones reflexionando sobre los datos que hemos recogido. La primera es más sencilla, y tendremos ocasión más adelante de volver sobre ella. Tanto partiendo de la controversia sobre la verdad de la conciencia como analizando la de su certeza, se llega a comprender la enorme importancia que adquieren en la elaboración de un juicio correcto de conciencia los caminos de la interioridad y de la prudencia. Planteado el problema desde su sentido genuinamente moral, donde la subjetividad del juicio adquiere un valor determinante (y es la aportación más importante de Abelardo), no queda más remedio que resolverlo a través de una prudente comparación de los valores del caso, que ninguna aplicación -indirecta de «sistemas» puede sustituir. Es la conclusión que aparece muy clara también cuando se considera la enseñanza bí­blica sobre la conciencia como función del discernimiento ético. Más difí­cil, en cambio, es la segunda observacion. Y es que un tal concepto de conciencia, como conciencia actual, esto es, como función tí­pica de juicios morales interiores, aun recuperado su sentido genuino y rico que el «extrinsecismo» de los sistemas ha comprometido, no traduce totalmente la complejidad de la enseñanza bí­blica y de gran parte de la reflexión patrí­stica; aquí­, en efecto, por encima de la conciencia actual de ahí­ derivada, toma más importancia una conciencia «fundamental», que se presenta como momento que sintetiza y decide la expresión de la historia de la salvación, para cada uno, en experiencia subjetiva. Es una visión global, como repetidamente se ha dicho, lo que se ha de recuperar; y no es suficiente tampoco para expresarla í­ntegramente la doctrina, con todo importante (y también casi olvidada), de la sindéresis, que elaboró la teologí­a escolástica; tal vez se encontrarí­a un complemento uniendo este tema al de la opción fundamental. La conciencia fundamental aparece entonces como la radical toma de conciencia, sencilla y rica a la vez, de la orientación y del 1 contenido de la opción fundamental. En este sentido se puede decir que ella es el lugar esencial donde se hace consciente, como juicio y como valor, la historia salví­fica en la que debemos dar prueba de nosotros mismos: como juicio que es la base de cualquier otra valoración ética, y como valor que se afirma como fuente de cualquier otra especí­fica obligación. Tiene razón, pues, quien escribe que «se debe situar en el fondo del alma, en el centro del hombre, allí­ donde el hombre encuentra su naturaleza auténtica: ella lo abarca por entero, tendencia y realización consciente del bien que en último análisis es el bien absoluto» 19. Por otro lado, se puede decir que el juicio «fundamental» de conciencia se realiza con vistas a la opción fundamental: «el ideal intuido se convierte en proyecto a realizar». En todo caso, la conciencia fundamental «es la luz en la que elaboramos los juicios particulares de conciencia, o sea, las decisiones destinadas a dirigir cada uno de los actos concretos de modo que respondan y se correspondan a las exigencias de lo que hemos juzgado que es el sentido y el fin total de nuestra vida», así­ como la opción fundamental «es el criterio de valor que determina la apreciación de los motivos que prevalecen en la elección de los actos particulares» 20.

2. CONCIENCIA INDIVIDUAL Y CONCIENCIA COMUNITARIA. Sobre este fondo se plantean los problemas más concretos de la conciencia «actual»: el primero de todos el problema de las relaciones entre la conciencia individual y la «conciencia de la comunidad», que ayuda a reconocer e iluminar los demás.

a) Ya se da una referencia a la comunidad en la exigencia de responsabilidad personal que existe en la reflexión cristiana sobre la conciencia en su conjunto: es una contribución del individuo a la comunidad; pero es también una liberación y una maduración del individuo, en caso de que la comunidad (que ya no serí­a tal) tratase de encerrarlo en comportamientos estereotipados y convencionales. La toma de conciencia y el testimonio de conciencia son momentos sucesivos de esta madurez. El cristiano se da cuenta de que se halla bajo la influencia de múltiples propuestas que le vienen de la comunidad, cada una de las cuales, aunque en grado distinto, es portadora de valores. «Palabras» transmitidas, gestos sacramentales, sugerencias que proceden de la amistad, intervenciones de la autoridad, convencionalismos sociales, relaciones de trabajo, leyes y orientaciones, etc.; la espesa red de signos, instituciones, palabras, por medio de las cuales el cristiano experimenta la necesidad de decidir entre su egoí­smo (la «carne» en lenguaje paulino) y los impulsos del Espí­ritu (la «ley del espí­ritu de vida en Cristo Jesús», Rom 8:2). Y a él le toca comparar, investigar, interiorizar, decidir. Más de una vez se ve obligado a seleccionar entre propuestas complementarias y también divergentes: no por ello su juicio de conciencia es reprensible, con tal que no eluda la tensión en que lo colocan estas sugerencias distintas. Esta «capacidad de dar respuesta» (responsabilidad) alas múltiples formas de la llamada moral no se improvisa; y, además, puede y debe constituirse en una estructura de disponibilidad permanente (es entonces cuando se puede hablar, según la terminologí­a escolástica, de prudencia), a condición de que el cristiano no renuncie jamás a interpelarse de nuevo en los momentos en que nuevas y más acuciantes propuestas morales se le planteen a su conciencia.

b) La reflexión personales, pues, constantemente necesaria para la formación de juicios prudentes de conciencia. Esta reflexión incluye también el deber de prestar atención a la autoridad (según la medida y cualidad de su intervención), e incluye la posibilidad de referirse a la «opinión probable, para alcanzar una seguridad provisional pero suficiente, cuando el problema que se le plantea no haya adquirido una solución definitiva en la doctrina. De un modo más general la conciencia personal debe referirse constantemente a la comunidad: adquiere su pleno valor de norma cuando su juicio es acogido, ratificado, defendido y promovido por la comunidad jerárquicamente estructurada. Y pueden darse casos tan especiales o situaciones de conciencia tan dramáticas que no encuentren una solución si no es en la inmediata iluminación del Espí­ritu Santo (que nunca defrauda): de ahí­ la necesidad de que cada uno se acostumbre a escuchar y acoger, tal como le garantiza la comunidad, la voz del Espí­ritu Santo, para saber comprender, incluso en esos momentos especiales y dramáticos, lo que el Señor le sugiere. Sabemos, por ejemplo, cómo el pensamiento tradicional no tuvo miedo en lanzar la hipótesis de la «inspiración profética» para explicar algunos comportamientos que de otro modo serí­an condenables. San Agustí­n explicó de esta manera, sin recurrir a astucias de tipo racional, el gesto de Sansón, que se dio muerte `junto con los filisteos» «porque se lo mandó el Espí­ritu Santo -escribe-, que además lo hizo capaz de realizar un prodigio» 21. Y por sugerencia de Agustí­n, también santo Tomás apela a una misteriosa intervención divina de este tipo para justificar el gesto de aquellas ví­rgenes cristianas que se mataron por el deseo de adelantar el encuentro con el Señor: «En realidad -comenta santo Tomás-, nadie puede matarse si no es por inspiración del Espí­ritu Santo» 22. Nadie puede ignorar los peligros que hay en este planteamiento: sin duda el moralista cristiano no puede erigirse en juez del Espí­ritu («nadie puede juzgar a quien lo guí­a el Espí­ritu», 1Cor 2, i S); pero tiene la obligación de preguntarse cómo puede y debe distinguirlo. De todas formas, es verdad que el Espí­ritu es superior a cualquier letra; que no se puede rechazar sistemáticamente el «profetismo» en la vida moral; que debe darse entrada a la «conciencia inspirada». Es un tema delicado, evidentemente; y, sin embargo, todo cristiano sabe que en la vida moral puede «estar en juego una acción insólita de la conciencia que de modo imperioso exige obediencia a una llamada divina»; es lo que escribe Walter Nigg, en una página brillante sobre la decisión que llevó a san Nicolás de Flüe «a abandonar a la mujer y sus diez hijos (el último era esperado todaví­a), el 16 de octubre de 1467, para hacerse vagabundo y peregrino» 23. Distinguir en estos casos si se trata de «conciencia errónea» o «conciencia inspirada» no nos es posible en estos momentos. San Agustí­n, por ejemplo, a propósito de las ví­rgenes que se dieron muerte, parte de la hipótesis de que incurrieron en un estado de fascinación, comprensible y excusable por otra parte; pero enseguida se pregunta si no habrí­a una «inspiración divina»: «¿Quién puede decir si realizaron ese gesto por error humano -se pregunta- o por mandamiento divino; no por haberse engañado, sino por haber obedecido?» 24 La pregunta no tiene respuesta; y es lo mejor que podemos hacer para otros casos en los que la hipótesis de una inspiración profética es legí­tima, sin duda, pero su verificación queda en el silencio de Dios.

c) También entre conciencia y comunidad se aprecia la necesidad de establecer comparaciones e interrelaciones a nivel de acción y de derecho. La urgencia, por ejemplo, de encontrarse a nivel operativo y a nivel de la caridad, a pesar de la divergencia de las ideologí­as en las que nos inspiramos, pone de manifiesto la no menos grave de una madura fidelidad a la propia conciencia, sin la cual no se evitarí­an los riesgos del encuentro. Todaví­a más complicada es la cuestión de cómo conciliar los «derechos de la conciencia errónea» con el respeto de las exigencias del bien común; algunas instituciones tienen, efectivamente, una importancia social muy grande como para poder ser confiadas a las valoraciones subjetivas de la conciencia (y es una limitación dolorosa para toda ley la de tener que limitar la libertad de la persona por un interés común más alto). Pero no está claro que pueda darse una respuesta absoluta a priori en favor de uno u otro de los dos términos en conflicto (conciencia y bien común): en realidad, los dos se complementan mutuamente y, a la vez, están en continua tensión. En cada caso habrá que buscar la solución que mejor asegure el respeto a la conciencia y la consecución del bien común: y no tiene por qué causar asombro el hecho de que las soluciones puedan ser parcialmente distintas según sean distintos los problemas planteados y los momentos históricos y los ambientes culturales en los que se den.

3. EL DEVENIR DE LA CONCIENCIA COMUNITARIA. La atención de la persona individual a la conciencia comunitaria no puede prescindir del hecho de que ésta se halle sometida a un dinamismo histórico que va configurando poco a poco el ideal moral (y hablamos del ideal cristiano) en un sentido más explí­cito y completo cada vez. Es obvio que la moral cristiana tiene algunas normas eternas, algunos principios inmutables y siempre iguales, válidos para cualquier caso y para cualquier orden sobrenatural de providencia; reglas intemporales y, en cierto modo, al margen de la actual economí­a de salvación. Pero al mismo tiempo, la moral cristiana tiene también, en sus mismas normas, una dimensión profundamente temporal: ella, en efecto, «dice referencia a una historia que ya ha ocurrido, que sigue ocurriendo todaví­a hoy y que seguirá ocurriendo en el futuro: la de las relaciones entre Dios y el hombre, y a la participación activa del hombre en esta historia»25. No hablamos sólo del dinamismo que va unido a los cambios de las situaciones contingentes, o a la ampliación y profundización de nuestros conocimientos sobre el hombre (se podrí­a añadir que la naturaleza misma del hombre, en alguna medida, es dinámica y, por lo tanto, en desarrollo). Piénsese cómo han ido apareciendo en la función sexual humana aquellas dimensiones personales que resaltan su significado unitivo por encima del destino biológico de la fecundidad, dimensiones que seguramente nunca han parecido tan esenciales como en la cultura actual y que postulan un reconocimiento paralelo al de la dimensión procreadora. Hablamos, en cambio, de un dinamismo más radical y propio del ideal cristiano, en cuanto subordinado a una particular economí­a religiosa que, precisamente por ser histórica, siempre está desarrollándose. De esta manera también algunas normas de la vida cristiana conocen una evolución, por su relación con el desarrollo histórico de la economí­a de la salvación. Este desarrollo, que con Cristo ha entrado en el tiempo decisivo, está orientado ahora hacia el retorno de Cristo, de quien recibirá su culminación definitiva. Si existen, pues, lí­neas de evolución en la formulación comunitaria de las normas morales cristianas, es obvio que deben ir en el sentido de una disposición cada vez más perfecta de la humanidad al advenimiento definitivo del reino inaugurado por Jesús, que tendrá lugar en los últimos dí­as.

Resulta oportuna en estos momentos la mención de algunas investigaciones hechas sobre la moral evangélica. Basándose en sutiles análisis de los diversos géneros literarios han llegado a separar dos niveles de enseñanzas morales en la predicación de Jesús: el primero afecta a las normas intemporales, que no están esencialmente unidas a la presente economí­a y conservarí­an su significado fundamental incluso fuera de ella: son las exhortaciones a imitar la santidad de Dios, a obedecer su voluntad, a practicar las buenas obras y algunas más. El segundo, en cambio, se refiere a las normas estrictamente unidas con el momento presente, y están totalmente imbuidas de la convicción de que este mundo «ha envejecido» y el fin último es inminente; así­, por ejemplo, la exhortación a la renuncia (cuya forma es diversa, pero siempre radical: a los bienes terrenos, a la familia, a los propios derechos) y otras más. Ahora bien, las normas de esta segunda categorí­a, al predominar en ellas -en unas más que en otras, pero en todas profundamente- la perspectiva escatológica, tienen menos validez para una moral concreta y especí­fica propia de la fase terrena del reino de Dios; representan más bien el ideal moral de una humanidad que ya parece próxima a los últimos acontecimientos. Se dirí­a que Jesús, al dar estas normas, como consecuencia de una presentación semejante a la de cualquier profecí­a, hubiera dejado provisionalmente en la sombra el perí­odo intermedio entre la inauguración del reino y su consumación, para subrayar con fuerza la urgencia y la inminencia de la vuelta definitiva de Cristo como juez.

También por este camino se llega a comprender la evolución de las normas morales cristianas, tal y como hemos señalado más arriba. El ideal moral que Jesús propone, si en muchos aspectos es del todo necesario e inmutable, en otros está profundamente ligado al desarrollo de la historia hacia su conclusión escatológica, y su destino es hacerse valer en correspondencia con la progresiva aproximación a esta conclusión; a medida que el tiempo pasa y el cuerpo de Cristo va creciendo hacia su estatura perfecta, las normas evangélicas -las «temporales» y marcadas por la espera de los últimos dí­as- se van haciendo actuales en mayor medida y adquieren una fuerza más apremiante de obligación. En la conciencia de la Iglesia, bajo la guí­a del Espí­ritu Santo, va apareciendo con mayor evidencia y urgencia el ideal moral que le encomendó Jesús para que lo proponga a los hombres: como un maravilloso paisaje submarino que, una vez que sus ángulos emergen del agua, va brotando en todas sus partes distintas pero relacionadas. Piénsese en las exhortaciones evangélicas a la no violencia, a la participación en los bienes económicos, a la identificación de la autoridad con el servicio más humilde.

En un dinamismo tal de la conciencia comunitaria se comprende el carácter puramente hipotético y contingente de algunas teologí­as, como la de la violencia, de la guerra, de la revolución. Y sobre todo se comprende el delicado equilibrio con que ha de verse la relación entre la conciencia individual y la comunitaria: por una parte, el cristiano debe tener confianza en la conciencia del ideal cristiano tal como ha venido madurando en el tiempo y lugar donde es llamado a dar prueba de sí­ mismo (siendo al mismo tiempo consciente de que esta formulación no tiene por qué ser la definitiva); y por otra, separándose de la comunidad casi, debe estar abierto a las sugerencias del Espí­ritu, que siempre puede estimular en algunos, como profetas de tiempos futuros, actitudes avanzadas de ideales previstos, a los que más tarde todos serán llamados.

[/Etica normativa; /Historia de la teologí­a moral II-III; /Ley natural; /Ley nueva; /Libertad y responsabilidad; /Norma moral; /Opción fundamental; /Sistemas morales].

NOTAS: 1.D. LwNFxnrrcorn, Spunti per un ripensamento delta coscienza morale, en «Teologí­a del Presente» 1(1971) 3.4. Todo el estudio es interesante y abunda en aspectos sintéticos. Recordamos inmediatamente que el «proceso de concienciación» que indicamos en nuestra cultura es considerado como tí­pico de toda la humanidad en algunas reflexiones de nuestro tiempo: ef D. MEaMOD, La morale chez Teilhard, Parí­s 1967, 45-70
-2 Citamos, al respecto, algunos de los estudios más importantes: C. SPICQ, La consciente dans le Nouveau Testament, en «Revue Biblique» 42 (1933), 187-210 (así­ como del mismo autor, Teologie morale du N7; Parí­s 1965, 592-612); J. DUPONT, Syneidesis. Aux origines de la notion chrétienne de consciente morale, en «Studia Hellenistica» 5 (1948) 119-153: Th. MAERTENS, L éducation du sens morale dan 1:47; en «Lumiére et Vie» (1953) 1-14; Ph. DeU RAYE, Les bases bibliques du traité de la consciente en «Studia Montis Regí­s» 4 (1961) 229252 (y dél mismo autor, La consciente morale du chrétien, Tournai 1964, 179); J. STELZENBERcee, Syneidesis im N7; en Paderborn 1961; M. COUNE, Le probléme des Idolothytes et 1 éducation de la Syneidesis, en «Recherches des Sciences Religieuses» 51 (1963) 497-543; B. MAGGIONI, La coscienza nella Bibbia, en La coscienza cristiana, Bolonia 1971, 13-38. Particularmente significativos son los estudios de Dupont para las relaciones del pensamiento paulino con el helení­stico, y de Coune para las relaciones con lateologí­ajudeo-cristiana.

-3 Ph. DELHAYE, a.c., recuerda que el término «syneidesis» es rarí­simo en la literatura helení­stica antes del cristianismo; solamente se encuentra cuatro veces (dos veces en Demócrito y Crisipo, sin significado moral; y otras dos veces en Dionisio de Halicarnaso y Diodoro de Sicilia, con tal significado)
-4 Citaremos, al menos, de PLATí“N, Fedón, 1,330d-331a. Más extensamente puede consultarse J. SrELZeNSERCEe, Das Gewisen, Paderborn 1961, ISss, que pone en particular evidencia la enseñanza a este propósito de Filón de Alejandrí­a y Lucio Anneo Séneca.

– 5 Así­ A. MoLINARO, La coscienza, Bolonia 1971, 12. Todo el capí­tulo «La conciencia en la Biblia» 11-27, es una feliz sí­ntesis de los estudios actuales.

– 6 Ib, 13
– 7 Sobre el corazón «obcecado» cf Mc 3 5; 6,52; 8,17; cf Mat 23:16-28; Jua 9:39-41; Jua 15:24-25; compárese todo esto con el texto de Esd 4:20-22 (fines del s. i d.C.). Por el contrario, no existe parentesco alguno con la doctrina de Qumrán. «Los devotos de Qumrán son más rí­gidos todaví­a que los fariseos» (E. GALBIATI, Qumrán e il N7; en Introduzione al N7; Brescia 1961, 781)
– 8 Para la documentación textual, cf A. VnL SECCHI, Gesu Cristo nostra legge, en «La Scuola Cattolica» 88 (1960) 87ss, así­ como la voz ley nueva, en Diccionario enciclopédico de teologí­a moral, Paulinas, Madrid 1980,4.

– 9 Anteriormente tal vez sólo se pueda hacer alusión a Gén 20:5. Allí­, el autor, al relatar el pecado de Abimelec respecto de Sara (Gén 20:1-18), parece darse cuenta de la distinción, para nosotros muy común, entre pecado objetivo y responsabilidad subjetiva. Tal elemento es, empero, muy secundario en el contexto literario y doctrinal de la perí­copa, hasta el punto que no se encuentra en otros dos relatos análogos del Génesis (Gén 12:10-20; Gén 26:6-10
– 10 Tal doctrina, aunque no sea «un descubrimiento original de san Pablo» (como, en cambio, escribí­a C. SrtcQ, a.c., 63), es tal, a pesar de todo, que «no lo habrí­an hecho sin duda todos los moralistas de su época» (J. DUPONT, a.c., 1952); en particular, es original la motivación aducida por el apóstol en favor del deber de respetar la conciencia ajena, es decir, la ley de la caridad como suprema norma de conducta (ib, 153)
– 11 A. MOLINARO, a.c., 25-26. «El juicio de conciencia se extiende a todo, guí­a toda la vida: no hay elecciones que escapan a su responsabilidad. Pero la buena conciencia no es la uniforme, igualmente puntillosa sobre todo, sino la que nace de un centro, de un criterio de fondo (los biblistas dirí­an el canon del canon), al que siente la necesidad de remitirse continuamente en sus valoraciones: la caridad» (B. MAGGIONI, ib, 15-16)
– 12 B. MAGGIONI, ib, 15
– 13 Aún está por escribir una historia de la enseñanza tradicional cristiana sobre la conciencia. Existen, sin embargo, numerosos estudios monográficos que iluminan uno u otro momento de esa historia: indicamos aquí­, de una vez por todas, los que consideramos más importantes, aun cuando se refieren a autores o momentos que no tomaremos en consideración. Obviamente, el hilo seguido por nuestra sí­ntesis sigue también algunas investigaciones personales directas. 0 Estudios más generales: Ph. DELHAYE, Za conscience morase chez S. Bernard etudié dans ses oeuvres el dans ses sources, Lovaina-Lille-Namur, 1957: la segunda parte de la obra traza una «historia del problema de la conciencia» en el perí­odo patrí­stico; el autor recoge y amplí­a los datos de aquélla en su volumen ya citado: La conscience morale du chrétien, Tournai 1964, 51-80. Una sí­ntesis del pensamiento patrí­stico nos la brinda también el ya citado A. MOLINARG, La conciencia moral del cristiano, Herder, Barcelona 1966, 85-119. O Estudios más particulares para el perí­odo patrí­stico se deben a J. STELZENBERGER, y son los siguientes: Conscientia bel Tertulianus, en Vitae el Veritati. Festgabe für Karl Adam, Düsseldorf 1956, 28-43; Über Syneidesis bel Klemens von Alexandrien, en Festgabef. K.A., Munich 1953, 27-33; Syneidesis bel Origenes, Paderborn 1963; Conscientia bel Augustinus, Paderbom 1959. O Estudios más particulares para los perí­odos sucesivos (los citamos aquí­ según el orden de los perí­odos históricos a los que se refieren): O. LOTTIN, Synderése el conscience aux XII el XIII siécles, en Psicologie el morase aux XII el XIII siécles, 2, Lovaina-Gembloux 1948, 103-417; E. BARTOLA, II problema della coscienza nella teologia morale del XII secolo, Padua 1970; M. B. CROWE, The term Synderesis attd the Scholastics, en «Irish Theological Quarterly» 23 (1956) 151164; 228-245; G. SALA, Il valore obligatorio della sinderesi nei primi Scolastici, en «Studi Francescani» (1957) 174-198; ID, II concetto di Sinderesi in S. Bonaventura, en «Studi Francescani» (1957) 3-11; X.C. COLAVECCHIo, Erroneous Conscience and Obbligations. A study of the teaching from the Summa Halesiana, Saint Bonaventure, Saint Albert the Great and Saint ThomasAquinas, Washington 1961; H. CONCETTI, De christianae conscientiae notione et formatione secundum Bernardinum Senensem, Roma 1959; C. CAFFARRA, II concetto di conscienza nella morase postridentina, en La coscfenza morase, Bolonia 1971, 75-104; L. VEREECKE, Conscience morale el lo¡ humaine selon Gabriel Vázquez, Parí­s 1957; Th. DEMAN, Probabilisme, en «Dictionaire de Theologia Catholique» 13 (1936) 417-619; G. LECLERQ, La conscience du chrétien. Fssai de theologie morale, Parí­s 1947 (las pp. 73103 son una sí­ntesis genial y equilibrada de la controversia de los ss. XVII-XVIII)
– 14 J. STELZENBERGER, Syneidesis bel Origenes, 45
– 15 De ellas hemos hablado en Lettera e spirito nella legge nuova: linee di teologia patristica, en «La Scuola Cattolica» 92 (1964) 486ss-
16 A. MOLINARO, La coscienza, 35
– 17 El pensamiento de Agustí­n constituye un precedente también sobre el problema de la conciencia errónea: que ella no excuse (sino en parte) del pecado es una afirmación que encontraremos en san Bernardo en el ámbito de su controversia con Abelardo, pero que ya está presente en san Agustí­n: cf Epist. XLVII ad Publiculam: PL 33,186; De Trin., 1.14, c. 15, n. 21
– 18 C. CAFFARRA, II concetto di conscienza pella morale post-tridentina, cit., 97-98
-19 A. MOLINARO, La coscienza, 51
– 20 lb, 54-55
– 21 SANTO ToMAs Duo praecepta, etc.: de quinto praecepto, ed. Marietti (Opuscula Titeologica II), n. 1261; S.Th. 2,2ae, q. 64, a. 5, ad 4
– 23 «Este gran arranque de Nicolás suministró en todos los tiempos tema para muchos comentarios, y hasta nuestros dí­as sigue pendiente la discusión al respecto… Desde el punto de vista de la vida burguesa, donde la familia representa el bien sumo, la partida de Nicolás de la patria hacia lo desconocido conservará siempre un algo de escandaloso: su proceder, en efecto, no podrá ser recomendado jamás como ejemplo a imitar. La irritación que aquel proceder despierta en los defensores de los derechos familiares es más que legí­tima. El paso de la existencia segura de las paredes domésticas a la vida errante, sin techo ni casa, puede entenderse solamente en una visión que esté radicalmente por encima de la vida burguesa. En aquel tormentoso desapego de la mujer y de la patria estaba en juego un obrar insólito de la conciencia, la cual en tono imperioso exigí­a obediencia al llamamiento divino. Solamente esta llamada divina da al hombre el derecho superior de salir de los raí­les de la existencia tradicional para recorrer la heroica vida de lo desconocido» (W. NIGG, Grandi Santi, Roma 1955, 133)
– 24 SAN AGUSTIN, De civitate Deu 1:1, Deu 1:26
– 25 K. BARTH, Christiche Ethik, Munich 1946, 7
– 26 A. DESCAMPS, Les justes el le justice dans les Evangiles el le christianisme primitif, Parí­s 1950.

A. Valsecchi
IV. Integración
La clara exposición que A. Valsecchi hace del pensamiento bí­blico-teológico sobre la conciencia no podí­a evitar, como no puede evitarlo ningún trabajo sobre el tema, la referencia a las diversas concepciones que el término «conciencia» ha tenido a lo largo de la historia de la teologí­a moral y la presentación de las problemáticas que, sin estar ligadas al término, están relacionadas con su polivalencia semántica.

Al acercarnos el pensamiento de la tradición más antigua, por ejemplo, el A., no podí­a dejar pasar por alto el tema de la «conciencia como acontecimiento central de la subjetividad cristiana», porque los padres se mueven tras la estela de la perspectiva bí­blica unida a otros términos; lo mismo que, al presentar el pensamiento de la escolástica, no podí­a tampoco dejar de mostrar el sentido diverso con que el término era usado, sobre todo en la escuela de los dominicos.

El A., además, no podí­a por menos que presentar la reflexión bí­blica sobre el «corazón» y, con justicia, plantea también la polémica entre san Bernardo y Abelardo, que gira fundamentalmente en torno al tema del pecado (/arriba, I y II).

Las referencias a problemáticas distintas en un trabajo sobre la conciencia son inevitables, precisamente porque con el término nos referimos a veces a res distintas, que suelen y pueden ser tratadas aunque no utilicemos el término.

1. LA POLISEMIA DEL TERMINO «CONCIENCIA». El término «conciencia» tiene acepciones y significados distintos, que se suelen pasar por alto con facilidad cuando se escribe o se lee. Stelzenberger (Das Gewfsen, 70) es «como un museo en el que docenas de cuadros se expusieron con la única indicación de `pintura’, sin poner al lado de ninguno el nombre del autor. Lo mismo que sólo los habituados saben distinguir los árboles del bosque, así­ ocurre con la conciencia. Hasta ese punto es polivalente…»
Pero ¿cuáles son los significados más importantes que se le atribuyen al término? ¿Es posible seleccionar alguno? No faltan estudios sobre esta cuestión. Está el hecho que en algunos autores el término es usado como sinónimo, o casi, de persona.

Se puede afirmar que cuando se quiere resaltar la dimensión moral de la persona, el hecho de ser sujeto moral, se sustituye el término persona por el de conciencia, al que, obviamente, se le atribuyen las cualidades que distinguen a la persona en su dimensión moral. Así­, el proceso de inclusión, que parte de corazón, mente, alma, como sinónimos bí­blicos o patrí­sticos de persona y conciencia, se cierra históricamente con conciencia como sinónimo de persona, y por lo tanto de alma, mente, corazón. No es casualidad que al hablar de conciencia en su referencia bí­blica se tenga especial cuidado en hacer notar que en la mentalidad hebrea el equivalente de conciencia corresponde a corazón.

Hasta el punto es sustituible el término que se hace real la posibilidad de escribir una Etica a Nicómaco sin usar el término, como la polivalencia misma del término puede hacer posible el escribir otra Etica a Nicómaco en torno al término conciencia. La particular importancia que se otorga hoy a la temática sobre la conciencia la relaciona W. Hesse «con las tendencias modernas a hacer autónomas todas las esferas de la existencia» (Coscienza, en Dizionario di etica cristiana, Así­s 1978, 113), como si el planteamiento autónomo de la ética sólo fuese posible poniendo en el centro el tema de la conciencia. ¿No es precisamente Kant, en cuyo pensamiento el término juega un papel secundario, el que inicia y funda la l autonomí­a de la ética? ¿Y cómo es que san Alfonso, que también vio lo fundamental que era el tema de la conciencia hasta el punto de integrarlo en su Teologí­a Moral, no vio, sin embargo, la importancia de este mismo tema para la autonomí­a de la teologí­a moral?
Los ejemplos demuestran que no es el término el que provoca la problemática, sino que es ésta la que va orientando de forma diversa la semántica; demuestran que no es el uso del término el que imprime significados particulares al planteamiento de la reflexión ética, sino que es el planteamiento de esta reflexión el que determina un uso semántico diverso del término conciencia.

Fundamentalmente, las semánticas del término conciencia pueden agruparse en torno a algunos puntos que podemos examinar a continuación.

2. LA SEMíNTICA PSICOLí“GICA se ve en las afirmaciones de F. Nietzsche: «El contenido de nuestra conciencia está todo en lo que en los años de infancia nos exigieron sin motivo personas que admirábamos o temí­amos. Desde la conciencia se suscita el sentimiento de necesidad («esto debo hacerlo, esto no»), que no pregunta: ¿por qué debo? -En todos los casos en que una cosa se hace «puesto que» y «porque», el hombre actúa sin conciencia; pero no por eso contra ella. -La creencia en la autoridad es la fuente de la conciencia: «ésta no es la voz de Dios en el pecho del hombre, sino la voz de algunos hombres en el hombre» (Humano, demasiado humano 11, 52).

La semántica psicológica se ve también en la afirmación de L. Prandello, conceptualmente semejante a la de F. Nietzsche: «Tu conciencia significa precisamente los otros dentro de ti» (Cada uno a su manera). En otro lugar Pirandello usa, en cambio, la imagen de la plaza, mientras que la conciencia deberí­a ser castillo (El fue Matí­as Pascal). La plaza es, en efecto, el lugar de todos, donde nadie puede huir de la mirada indagatoria de los demás y donde cada uno está sometido, quiéralo o no, al juicio ajeno. Los demás tratan de invadir el terreno de la conciencia; ésta, indefensa, se encuentra a merced del primer asalto en una lastimosa condición de inmadurez psicológica o de sufrimiento interior.

Pensada en términos psicológicos, la conciencia es el superyó. Y tal replanteamiento no crea ningún problema cuando es considerado como relectura de una de aquellas res a que el término remite, como ocurre, por ejemplo en los manuales preconcillares. No crea problemas reconocer este uso semántico del término, pero crea problema la concepción reduccionista que ahora se extiende en algunas afirmaciones, como la que hace F. Bóckle al comienzo de su Moral fundamental (Ed. Cristiandad): «El lector notará la ausencia de un capí­tulo especial dedicado a la conciencia moral. Es mi obligación dejar la psicologí­a de la conciencia a personas más competentes; pero toda esta obra en todas sus partes está al servicio de una fundamentación del juicio moral». Desde un punto de vista, en efecto, la afirmación parece conectar con cuanto se ha dicho; pero desde otro punto de vista parece que el problema de la conciencia fuera de naturaleza puramente psicológica y que el problema de la fundamentación del juicio moral u otros problemas de la teologí­a moral no tuvieran nada en común con los otros significados semánticos del término conciencia.

3. LA SEMíNTICA INTELECTIVA ve la conciencia como la facultad a la que compete el juicio sobre lo moralmente bueno y recto en sí­, sobre la bondad moral de la propia /actitud y sobre la rectitud moral del comportamiento. La definición kantiana de la conciencia como tribunal interno se refiere precisamente a éste, y más concretamente al segundo y tercero de los tres significados distintos. Distinguiendo estos tres significados se hacen más comprensibles las múltiples distinciones de la escolástica y de la neoescolástica, como, por ejemplo, el triple modo de referirse el juicio a la acción, que es distinguido, como en Kant, en términos de conciencia antecedente, concomitante y consecuente.

4. PARA LA SEMíNTICA VOLITIVA, el término conciencia es sinónimo de corazón en el lenguaje bí­blico, de voluntad en el kantiano, de / opción fundamental en el de K. Rahner y J. Fuchs, de sentimiento de los valores en el lenguaje fenomenológico, de Real Apprehension en el del cardenal Newman, de actitud en el de B. Schüller y R. Ginters. Se debe tener en cuenta que entre una y otra de estas identificaciones terminológicas existen algunas diferencias de matiz, pero que las distinguen; y por eso a veces se acentúan, como, por ejemplo, la explicitación de las modalidades estructurales de la relación valores-conciencia en la terminologí­a fenomenológica, y también las del proceso cognoscitivo, que se transforma en adhesión volitiva en la terminologí­a de Newman.

5. EN LA SEMíNTICA PARENETICA la conciencia es vista en su función de exhortar e invitar y estimular en relación con la voluntad y las actitudes. Tal función es formulada en términos de voz de Dios, de remordimiento, y puede entenderse también como la consecuencia de la atracción del sentimiento de los valores.

BIBL.: AA.VV., La formación moral, en «Con» 130 (1977); AA.VV., La coscienza moral, oggi, Academia Alfonsiana, Roma 1947; ARBOUSSE-BASTIDE P., Du «Dogme de la liberté illimitée de conscience» á «La philosophie de la liberté! en «Etudes Pllilosophiques» 29 (1974) 391-394; ARIAS J., La última dimensión. Libertad, conciencia, creatividad, Salamanca 1974; ATI, Coscienza e missione della Chiesa, Así­s 1977 AUER A. Was is eigentlich das gewissen?~ en «Katholische Bláter» 104 (1979) 595-603; BAERENz R., Das gewissen. Sozialspycologische Aspekte zu einem moraltheologischen problem, Würzburgo 1978; CAFFARRA C., Indicazioni per la formazione della coscienza morale, en «Riv. del Clero It.» 57 (1976) 598-603; CAPONE D., La veritá nella coscienza moral,, en «StMor» 8 (1970) 7-36; ID, Per la teologia della coscienza cristiana, en «StMor» 20 (1982) 67-93; ID, Legge, coscienza, persona nei moralisti e in S. Alfonso, en «Asprenas» 19 (1972) 133-168; DERISI O.N., La intencionalidad de la conciencia, en «Doctor communis»34 (1981) 150-156; FORNARO M., Tramonto della coscienza morale? Un ánalisi della critica di Hegel alla legge morale kantiana, en «SsC» (1977/ 3) 210-239; FUCHS J. (ed.), Das Gewissen. Vorgegebene Norm verantworlichen Handelns oder Produkt gesellschaftlicher Zwdnge?, Patmos, Düsseldorf 1979; GARCIA DE HARO R., Cristo y la conciencia moral, en «Ang» 59 (1982) 475-499; GIORDA L. y CIMMING R., La coscienza nel pensiero moderno e contemporaneo, Roma 1978; GOLSER K., Gewissen und objektive Sittenordnung, Zum Begriffdes Gewissen in de neueren katholischen Moraltheologie, Viena 1975; LAMN A., Das Gewissen, oberste Norm sittlichen, Haudeln, Innsbruck 1984; MCCORMICK R.A., Conscience, theologians and the magisterium en «New Catholic World» 220 (1977) 268-271; ID, Norms and Conscience, en «TS» 38 (1977) 70-84; MONGILLG D., Impegno per la formazione della coscienza, en «RTM» 13 (1981) 352-359; OSER F., Das Gewissen Lernen, Olten 1976; PARISI P., La coscienza politica, Roma 1975; PRIVITERA S. (ed.), La coscienza, Dehoniane, Bolonia 1986; SCHÜLLER B., L úomo veramente uomo. La dimensione teologica dell ética nella dimensione ,tica dell úomo, Edi Oftes, Palermo 1987; SERRETTI M., La coscienza in Karol Wojtyla, en «La Sapienza» (1983/2) 187-207.

S. Privitera

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Esta palabra se traduce del griego sy·néi·de·sis, de syn (con) y éi·de·sis (conocimiento), de modo que significa co-conocimiento, o conocimiento con uno mismo. La conciencia es la capacidad de la persona de mirarse a sí­ misma y enjuiciarse, de darse testimonio a sí­ misma. El apóstol Pablo expresa el funcionamiento de su conciencia de la siguiente manera: †œMi conciencia da testimonio conmigo en espí­ritu santo†. (Ro 9:1.)
La conciencia es inherente al ser humano; Dios la hizo parte de la persona. Es un sentido interno de lo correcto y lo incorrecto, sentido que excusa o acusa al individuo. Siendo así­, la conciencia dicta juicio. Los pensamientos y las acciones, las creencias y las reglas que el estudio y la experiencia implantan en la mente humana también pueden educarla. La conciencia compara este conocimiento con la acción que se emprende o que se piensa emprender, y da una advertencia cuando las normas de la persona entran en conflicto con la acción que piensa llevar a cabo, a menos que violaciones continuas de sus advertencias la hayan †œcauterizado† o insensibilizado. La conciencia puede ser un mecanismo moral de seguridad, ya que da satisfacción o le hace sentir dolor por el comportamiento bueno o malo de la persona.
El hombre ha tenido una conciencia desde el mismo principio. Adán y Eva así­ lo mostraron, pues se escondieron tan pronto como quebrantaron la ley de Dios. (Gé 3:7.) En Romanos 2:14, 15 leemos: †œPorque siempre que los de las naciones que no tienen ley hacen por naturaleza las cosas de la ley, estos, aunque no tienen ley, son una ley para sí­ mismos. Son los mismí­simos que demuestran que la sustancia de la ley está escrita en sus corazones, mientras su conciencia da testimonio con ellos y, entre sus propios pensamientos, están siendo acusados o hasta excusados†. Por lo tanto, se puede ver que la facultad de la conciencia no se habí­a perdido, ni siquiera entre los no creyentes. Esta facultad pasó de Adán y Eva a toda la humanidad. Muchas leyes de las naciones están en armoní­a con la conciencia cristiana, aunque es posible que el cristianismo no haya influido en manera alguna en tales naciones y legisladores. Las leyes se promulgaron según los dictados de sus propias conciencias. Todas las personas tienen la facultad de la conciencia, y es a esta a la que los cristianos apelan por su predicación y su modo de vivir. (2Co 4:2.)
La conciencia puede convertirse en una guí­a insegura, y como tal, puede engañarnos, a menos que se la eduque según normas justas, de acuerdo con la verdad. El ambiente, las costumbres, la adoración y los hábitos pueden educar erróneamente la conciencia. Al amparo de estas normas o valores erróneos, la conciencia podrí­a equivocarse al juzgar lo correcto o incorrecto de un asunto. Un ejemplo que lo ilustra aparece en Juan 16:2, donde Jesús predijo que los hombres matarí­an incluso a los siervos de Dios pensando que le estaban rindiendo un servicio. Saulo (más tarde el apóstol Pablo) partió con propósitos criminales contra los discí­pulos de Cristo, convencido de que estaba sirviendo a Dios con celo. (Hch 9:1; Gál 1:13-16.) Los judí­os, notablemente extraviados, lucharon contra Dios debido a su falta de aprecio por Su Palabra. (Ro 10:2, 3; Os 4:1-3; Hch 5:39, 40.) Tan solo una conciencia educada de manera adecuada por la Palabra de Dios puede evaluar y rectificar con corrección los asuntos de la vida. (2Ti 3:16; Heb 4:12.) Para este fin hemos de tener normas rectas y estables: las normas de Dios.

Buena conciencia. La persona debe acercarse a Jehová con una conciencia limpia. (Heb 10:22.) El cristiano ha de esforzarse constantemente por mantener una conciencia honrada en todas las cosas. (Heb 13:18.) Cuando Pablo declaró: †œMe ejercito continuamente para tener conciencia de no haber cometido ofensa contra Dios ni contra los hombres† (Hch 24:16), quiso decir que continuamente dirigí­a y corregí­a su derrotero en la vida de acuerdo con la Palabra de Dios y las enseñanzas de Cristo, porque a la postre el juez definitivo es Dios, no su propia conciencia. (1Co 4:4.) No obstante, el proceder según una conciencia educada bí­blicamente puede resultar en persecución, pero Pedro aconseja de manera confortadora: †œPorque si alguno, por motivo de conciencia para con Dios, sobrelleva cosas penosas y sufre injustamente, esto es algo que agrada†. (1Pe 2:19.) El cristiano debe †œ[tener] una buena conciencia† frente a la oposición. (1Pe 3:16.)
La Ley y sus sacrificios de animales no podí­an perfeccionar a una persona de tal modo que su conciencia la considerase libre de culpa. No obstante, aquellos que ponen fe en la aplicación del sacrificio de Cristo pueden llegar a tener una conciencia limpia. (Heb 9:9, 14.) Pedro indica que para conseguir la salvación hay que tener una conciencia buena, limpia y recta. (1Pe 3:21.)

Consideración por la conciencia de los demás. En vista de que la conciencia debe ser educada de manera completa y exacta por la Palabra de Dios para que pueda hacer evaluaciones correctas, una conciencia no educada puede ser débil, es decir, puede ser suprimida fácil e imprudentemente, o a la persona pueden ofenderla las acciones o palabras de otros, incluso en ocasiones en las que no existe ninguna acción incorrecta. Pablo dio ejemplos relativos al comer y al beber, así­ como al modo de juzgar ciertos dí­as. (Ro 14:1-23; 1Co 8:1-13.) Al cristiano que tiene conocimiento y una conciencia bien educada se le manda que sea considerado y tolerante con el que tiene una conciencia débil, y que no use toda su libertad ni insista en todos sus †œderechos† personales para siempre obrar como le plazca. (Ro 15:1.) Aquel que hiere la conciencia débil de un compañero cristiano está †œpecando contra Cristo†. (1Co 8:12.) Pablo da a entender que así­ como él no deseaba hacer algo por lo que un hermano débil se ofendiera y le juzgara, el débil, por su parte, ha de tener consideración por su hermano y esforzarse por alcanzar madurez obteniendo más conocimiento e instrucción, de manera que su conciencia no se ofenda con facilidad y vea de modo equivocado a los demás. (1Co 10:29, 30; Ro 14:10.)

Mala conciencia. Cuando se desatienden repetidas veces los dictados de la conciencia, se llega al extremo de contaminarla e insensibilizarla, de modo que ya no provee advertencias ni guí­a segura. (Tit 1:15.) En tal caso, es el temor a ser descubierto y al castigo lo que llega a controlar la conducta, más bien que una buena conciencia. (Ro 13:5.) Cuando Pablo habla de una conciencia que está marcada como por hierro de marcar, da a entender que serí­a como la carne cauterizada de una cicatriz, que carece de terminaciones nerviosas y por lo tanto es insensible. (1Ti 4:2.) Las personas con una conciencia así­ no pueden distinguir lo bueno de lo malo. No aprecian la libertad que Dios les ofrece y se rebelan, de modo que acaban siendo esclavos de una mala conciencia. Es fácil contaminar la propia conciencia. El deseo de todo cristiano tiene que ser el que se manifiesta en Hechos 23:1: †œVarones, hermanos, yo me he portado delante de Dios con conciencia perfectamente limpia hasta este dí­a†.

Fuente: Diccionario de la Biblia

1. Conciencia, etimológicamente un «consaber», un saber concomitante, es la manera como el espí­ritu tiene presente no sólo el contenido objetivo de su experiencia í­ntima o vivencia, sino también esa misma experiencia y, en ella, a sí­ mismo. Esta c. se da en el momento de la experiencia y, a base de ella, en el recuerdo de la experiencia pasada (memoria) y en la proyección anticipada al futuro. Trátese originariamente no de dos o más actos distintos (respecto de los cuales tendrí­a luego que plantearse la cuestión epistemológica sobre la manera y el criterio de su concordancia, lo que llevarí­a a un insoluble procesus in infinitum), sino de la identidad del «estar en sí­» del espí­ritu con su «estar en otro». Es decir, se trata de la identidad en sentido propio, la cual, plenamente entendida, no sólo significa ser una misma cosa material, sino, además, una igualdad consigo mismo «realizada», «reduplicativa». En esta primigenia unidad de la intencionalidad de la c. (de su referencia esencial a sí­ misma, al –> mundo y al –> ser) radican el presupuesto y la posibilidad de toda ulterior -a reflexión expresa.

Esta puede luego distinguir y clasificar distintos momentos o factores de la realidad única de la c.: la percepción de los objetos (de las cosas y sus circunstancias) de la experiencia; el conocimiento del acto (o actos) de esta percepción, y del poder y capacidad para esos actos; el conocimiento, finalmente, de la razón de esta capacidad y poder, que es el yo o la mismidad. A este saber de las condiciones «subjetivas» del -> conocimiento se añade el de los factores «objetivos»: el de los objetos y de sus órdenes y relaciones, sin los cuales las cosas no tendrí­an forma y realidad. Como unidad original y originante de factores subjetivos y objetivos, la c. incluye la abertura ontológica para los primeros principios del ser, de lo verdadero y de lo bueno.

Por razón de esta reflexión, le es posible al espí­ritu juzgar sus propios actos. Distanciándose de sí­ mismo, puede situarlos bajo su mirada y definir su estructura, examinando su coincidencia o no coincidencia «objetiva» con el objeto a que tienden, así­ como su adecuación con la intención y naturaleza del yo mismo, y, finalmente, su legitimidad a la luz de los primeros principios, que son a la vez y en una sola realidad teóricos y «prácticos», o sea, exigen tanto lo verdadero como lo bueno. Como saber acerca de estos primeros principios del pensar y del obrar (que coinciden con los del ser como su fundamento), la c. se llama en la tradición intellectus principiorum (por su relación a los principios teóricos, p. ej., al de contradicción) y «sindéresis» (por su relación a los preceptos de la moralidad): -> conciencia moral. A la luz de esa vinculación consciente a las leyes fundamentales del -> ser, el hombre está distanciado de sí­ mismo y de la realidad que le sale al paso, y por eso es libre.

A este respecto, en virtud de la intencionalidad de la c., su libertad es de tal í­ndole que, propiamente, el espí­ritu está tanto más en sí­ cuanto más está en otro, cuanto más lo otro está presente con su verdadera realidad en el espí­ritu, cuanto más éste, siendo él mismo, es lo otro (identidad en medio de la diferencia). Sin embargo, como finito o corpóreo (-> cuerpo), y, usando términos teológicos, en cuanto ser postadamita (–> pecado original, –> concupiscencia), el hombre no puede estar, por sí­ mismo, a la altura de esta unidad en medio de la tensión. En lugar de incrementar dicha unidad y tensión, la aparición avasalladora del objeto (en su atracción o amenaza) encubre entonces la presencia del yo, del acto y del fundamento ontológico. En la medida de ese avasallamiento por el objeto, la conciencia se esfuma en el dominio de la vivencia inconsciente. (Que se quiera o no reconocer al animal una c., es por de pronto una cuestión terminológica. Objetivamente, nos hallamos ante la difí­cil tarea de concebir una c. [por encima de la mera vida vegetativa], que no serí­a, sin embargo, c. de sí­ mismo; razón porque el animal es para el hombre, a par, lo más cercano y lo más extraño.)
De hecho, aun en la plena c., nunca está todo presente con la misma claridad; la «estrechez de la c.» sólo permite asir o aprehender un poco en el «centro» con plena atención, mientras el resto queda «al margen de la conciencia», de modo que solamente es «con-sabido» como objeto u «horizonte», que quizá se actualizará en una reflexión ulterior. Más misterioso es aún el dominio de lo inconsciente, que fue ya objeto de la indagación de Agustí­n en el fenómeno del olvido, del querer recordar y del recuerdo.

Al hombre no le es posible una reflexión total y absoluta sobre su c., pues todo acto de reflexión es de nuevo acción de un sujeto estructurado en la forma dicha, el cual recibe además decisiones que le vienen dadas y que él no puede disociar de lo verdaderamente propio, y sobre todo acontece en sí­ mismo como acción de libre -> decisión, que, por su esencia, es origen, y por tanto, no puede objetivarse. Con esto no se niega en modo alguno la luz inmediata de la c. como norma y legitimación de la verdad y del bien (evidencia). Sólo que esta luz dispone plenamente da la norma en el momento de irradiar, pero no está en nuestras manos para un examen posterior. Así­, pues, si es cierto que desde ella se puede y se debe pensar y vivir, no lo es menos que no da una certeza reflectiblemente absoluta, que fuera independiente de la entrega de la persona, exigida de nuevo en cada caso (teórica y prácticamente puede el hombre «oprimir» la verdad, y nunca sabe absolutamente si en el fondo lo hace [Dz 802 ] ).

2. C. y certeza son las palabras programáticas que pueden ponerse sobre el pensamiento moderno desde Descartes (-> cartesianismo), en su búsqueda cada vez más honda del fundamentum inconcussum de la vida espiritual. Ahí­ está en juego lo que, frente al pensamiento «objetivo» de Grecia, trajo la experiencia cristiana a la tradición histórica del espí­ritu en occidente, , al enseñar que el centro del hombre (cor, mens, anima) está personal e históricamente tocado por Dios y llamado a una decisión absoluta y eterna (-> antropologí­a). Con ello la c. o el hombre se arranca en forma singular del mundo de lo creado y queda situado ante el absoluto antropocentrismo). Si el fundamento y misterio creador deja de aparecer como la base que sostiene y ata la c. y la libertad, (tal como la ha experimentado en la manera más profunda la –> mí­stica cristiana – Maestro Eckhart -), falla la garantí­a de su sentido y no hay otro remedio que buscar el fundamento de la c. en la c. misma. El «método escéptico» de esta búsqueda conduce al dilema de la ->ilustración entre -> racionalismo y -> empirismo, y desemboca en el dilema de Kant que, de un lado, define la c. como «conciencia en general», como condición transcendental de la posibilidad de todo conocimiento, y, de otro, afirma que el carácter incondicional y la infinitud de la c. son puramente formales, de modo que ésta se halla referida al material «finito, pero sin fin» de la experiencia sensitiva; aporí­a de la que sólo puede salir mediante un postulado de la razón práctica (-> kantismo).

Frente a esto, el idealismo alemán intenta apropiarse también la materialidad de la c. misma, para elevarla así­ a lo verdaderamente infinito, a la c. absoluta. Fichte y Schelling en su filosofí­a posterior abandonan este idealismo; Hegel, en cambio, trata de llevarlo radicalmente a cabo, con la consecuencia, a sabiendas aceptada, de concebir históricamente la c. en su dimensión material (y la historia -del mundo y de Dios mismocomo el proceso de evolución de la c. hasta el pleno conocimiento liberador de la propia esencia necesaria). Así­ prepara ya el posterior salto al -> historicismo y -> relativismo en «la conciencia histórica» del s. xix. Esta situación conduce (en la filosofí­a y en la psicologí­a) a un pensamiento centrado en la pura c. (hasta los intentos de fundamentaci6n del neokantismo y de la actual logí­stica), por un lado, y a una conjuración de la vida, del impulso instintivo y del poder contra la c., por otro lado (-> vitalismo).

En la actualidad, la ontologí­a se apoya otra vez en el pensamiento tradiconal y afirma la primací­a del ser (de la verdad y del bien) sobre la c. (de la certeza, del querer o de los valores), pero ya no en el sentido de un pensamiento esencialista y ajeno a la historia, sino partiendo de la experiencia de una llamada histórica (–>historia, historicidad). Y del mismo modo que (en parte bajo el influjo de la ontologí­a) la moderna -> psicologí­a y -> psicoterapia (-> psicologí­a profunda) intenta comprender la realidad del hombre desde un origen más profundo, así­ también la ontologí­a en correspondencia ve de nuevo al hombre como un ser que es alcanzado por el Absoluto, ni solamente en la c., ni solamente en un inconsciente fondo vital, sino en aquel centro personal cuya experiencia -clara en sí­, pero no refleja, indudable, pero no demostrable -, emite la c. y la libertad con su propia consistencia y con su referencia al fundamento absoluto.

Jörg Splett

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

suneidesis (suneivdhsi», 4893), lit., uno conociendo con (sun, con; oida, conocer), esto es, un co-conocimiento (con uno mismo), el testimonio dado de la propia conducta por la conciencia, aquella facultad mediante la cual llegamos a saber la voluntad de Dios, como aquello que está dispuesto para gobernar nuestras vidas; de ahí­: (a) el sentido de culpa delante de Dios (Heb 10:2); (b) aquel proceso de pensamiento que distingue lo que considera moralmente bueno o malo, alabando lo bueno, condenando lo malo, y así­ impulsando a hacer lo primero, y a evitar lo último; Rom 2:15, dando testimonio de la ley de Dios; 9.1; 2Co 1:12; actuando de una cierta manera debido a que la conciencia lo demanda (Rom 13:5); y para no provocar escrúpulos de conciencia a otros (1Co 10:28, 29); no poniendo nada innecesariamente en tela de juicio, como si la conciencia lo demandara (1Co 10:25,27); «recomendándose uno mismo a la conciencia de cada hombre» (2Co 4:2; cf. 5.11). Puede que una conciencia no sea lo suficientemente fuerte como para distinguir claramente entre lo legí­timo y lo ilegí­timo (1Co 8:7,10,12; hay quienes consideran que aquí­ lo que significa es estar consciente). La frase «conciencia delante de Dios» en 1Pe 2:19 significa una conciencia (o quizás estar consciente) controlada de tal manera por el reconocimiento de la persona de Dios, que la persona se da cuenta de que los dolores deben ser soportados de acuerdo con su voluntad. Heb 9:9 enseña que los sacrificios bajo la Ley no podí­an perfeccionar a una persona de tal manera que pudiera llegar a considerarse como libre de culpa. Para varias descripciones de conciencia véanse Act 23:1; 24.16; 1Co 8:7; 1Ti 1:5, 19; 3.9; 4.2;2Ti 1:3; Tit 1:15; Heb 9:14; 10.22; 13.18; 1Pe 3:16, 21.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

(synddésis)

Este término es utilizado sobre todo por Pablo (20 empleos, entre los 30 del Nuevo Testamento), que define su contenido. Más que «la personalidad moral», como designa entre los griegos, en Pablo describe una capacidad de discernimiento. Aunque sigue siendo una realidad cercana al nous, la inteligencia (Rom 2,14-15; 1 Cor 8,7-13; 10,25-29), la conciencia puede definirse como el conocimiento de lo que es conforme con la voluntad de Dios, como un imperativo ligado al conocimiento de lo que se ha revelado (Rom 2,15).

Aunque parece ser más bien un juicio de valor (1 Cor 8,10), es también un juicio que implica una actitud y un comportamiento. Está marcada por su carácter gradual: conciencia sucia (Tit 11,15), conciencia débil según el mundo (1 Cor 8,7), conciencia pura según Dios (1 Tim 3,9; 2 Tim 1,3), conciencia marcada y orientada por el Espí­ritu Santo (Rom 9,1).

C. R.

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

I. Fondo

El AT carece de una palabra que signifique “conciencia”, y el término gr. syneidēsis está virtualmente ausente de la LXX. Si el concepto que denota no ha de considerarse como una innovación por parte de los escritores del NT, entonces debe buscarse su origen en el mundo de las ideas gr. más que las heb. En rigor de verdad, muchos eruditos optan por el origen estoico del término, entre ellos C. H. Dodd (Romans en MNTC, pp. 35–37), C. K. Barrett (Romans en BNTC, pp. 53) y 7. Moffatt (sobre 1 Co. 8.7ss en MNTC). Pero C. A. Pierce (Conscience in the New Testament, 1955, pp. 13ss) sugiere, en cambio, que el trasfondo de la palabra en el NT ha de encontrarse en el pensamiento gr. no filosófico y popular (véase tamb. J. Dupont, Gnosis, 1949, pp. 267). Pierce cree, además, que el término fue incorporado al NT como consecuencia de los problemas suscitados en Corinto, que motivaron una serie de apelaciones a la “conciencia” con el fin de justificar ciertas acciones discutibles, especialmente en cuanto a comer alimentos ofrecidos a los ídolos (Pierce, pp. 60ss; cf. 1 Co. 8.7–13). Esto explicaría la ausencia del término en el AT y en los evangelios, y su prevalencia en Pablo, especialmente en las epístolas a los Corintios.

II. Significado

La palabra fundamental del grupo a que pertenece syneidēsis es synoida, que aparece rara vez en el NT y significa “yo sé juntamente con” (Hch. 5.2; cf. la etimología estricta de conscientia, el equivalente lat. de syneidēsis), o—como se usa en la construcción hautō syneidenai—algo similar a la facultad del “conocimiento de uno mismo” (1 Co. 4.4, “de nada tengo mala conciencia”). El significado principal del vocablo syneidēsis en el NT es una aplicación de la idea que antecede, y significa más que un simple “tener conciencia de”, ya que incluye juicio moral sobre la cualidad (buena o mala) de un acto consciente. Hasta cierto punto el camino para llegar a este significado ya lo había preparado el judaismo.

En el AT, como en la filosofía gr., normalmente el juzgamiento de las acciones se sometía al estado o a la ley. Pero en 1 S. 24.5 el “corazón” (heb. lēḇ), en la frase “se turbó el corazón de David”, hace el papel de la conciencia, y se ajusta al significado corriente de “conciencia” en el gr. popular como el dolor que sufre el hombre como tal cuando por sus acciones comenzadas o completadas “transgrede los límites morales de su naturaleza” (Pierce, pp. 54; se ilustra el efecto de la “mala conciencia” en este sentido por la acción de Adán y Eva en Gn. 3.8, aunque no se utiliza el término). El único caso en que aparece el vocablo syneidēsis como tal en la LXX (fuera de los apócrifos) es en Ec. 10.20, donde °vrv2 traduce en syneidēsis sou como “(ni aun) en tu pensamiento (lit. el heb. es “conocimiento”) digas mal del rey”. Sin embargo, esto evidentemente no sigue el modelo que se acaba de mencionar; y es solamente en Sabiduría 17.11, la única aparición cierta del término en los apócrifos (°nbe., “la maldad de por sí es cobarde y se condena a sí misma [por un testimonio interior, neb ]; apurada por la conciencia, se imagina siempre lo peor”), donde encontramos un claro anticipo del uso y el significado de syneidēsis en el NT. (Pero cf. Job 27.6; tamb. Ecl. 14.2, y la lectura alternativa en 42.18.)

III. Uso en el Nuevo Testamento

El uso del vocablo “conciencia” en el NT debe considerarse contra el fondo de “la idea de Dios, santo y justo, creador y juez, además de redentor y vivificador” (Pierce, pp. 106). La verdad de esta observación se evidencia en el hecho de que los escritores del NT ven la conciencia del hombre negativamente como el instrumento de juicio, y positivamente como un medio de orientación o guía.

El término syneidēsis se repite a menudo en las cartas paulinas, como también en He., 1 P. y dos discursos (paulinos) en Hch. (23.1; 24.16). En el marco de su uso por Pablo la palabra describe, en primer término, el dolor que embarga al hombre cuando ha obrado mal (véase Ro. 13.5, donde Pablo recomienda “sujeción” por amor a la syneidēsis a la vez que a la orgē: las manifestaciones personales y sociales del juicio de Dios). De esto el hombre se salva al morir al pecado por su incorporación a Cristo (cf. Ro. 7.15; 8.2). Sin embargo, es posible que la conciencia del hombre (aquella facultad por la cual percibe las demandas morales de Dios, y por la que siente dolor cuando no logra cumplirlas) no esté adecuadamente disciplinada (1 Co. 8.7), llegue a debilitarse (v. 12), y aun a corromperse (v. 7; cf. Tit. 1.15), a cauterizarse, y finalmente a insensibilizarse (cf. 1 Ti. 4.2). Por lo tanto, es indispensable que la conciencia sea debidamente enseñada, más aun, informada, por el Espíritu Santo. Es por esta razón que la “conciencia’ y la “fe” no pueden ser separadas. Mediante el arrepentimiento y la fe el hombre se libera de la conciencia como “dolor”; pero la fe es también el medio por el cual su conciencia es vivificada e instruida. Andar en “vida nueva” (Ro. 6.4) equivale a poseer una fe viva y creciente, mediante la cual el cristiano se mantiene abierto a la influencia del Espíritu (Ro. 8.14); y esto a su vez es la garantía de una “buena” o “limpia” conciencia (1 P. 3.16; cf. Hch. 23.1).

Un uso importante y perfeccionado de syneidēsis en Pablo se encuentra en Ro. 2.14s. Lo que significa este pasaje es que la revelación general que Dios hace de sí mismo como un ser bueno, que exige lo mismo a sus criaturas, pone a todos los hombres ante una responsabilidad moral. Para los judíos las exigencias divinas las hizo explícitas el código sinaítico, mientras que los gentiles cumplen por “naturaleza” aquello que la ley exige. Pero el reconocimiento de las obligaciones santas, sea por los judíos o por los gentiles, es algo que percibe cada cual individualmente (la ley está “escrita en sus corazones”, vv. 15) y, según la respuesta personal, se juzga moralmente (porque también “[da] testimonio su conciencia” mediante el razonamiento de su corazón, ibid.). De ahí que la “conciencia” pertenece a todos los hombres, y mediante ella se reconocen activamente el carácter y la voluntad de Dios. Al mismo tiempo puede considerársela como un poder “aparte” del hombre mismo (cf. Ro. 9.1; y el eco de la doctrina paulina sobre la “conciencia” en Ro. que encontramos en Jn. 8.9, en la frase “acusados por su conciencia”, aunque esta frase es rechazada como glosa por °vm, °vp, y otras, y toda la sección sobre la adúltera se omite en los mejores mss.).

Igual que Pablo, el escritor de He. usa el término syneidēsis con referencia tanto negativa como positiva. Según los términos del viejo pacto, la conciencia culpable del hombre frente a Dios no podía hacerse perfecta (He. 9.9); pero la liberación se ha hecho posible por la obra de Cristo al amparo de los términos del nuevo pacto (9.14), y por la apropiación de los beneficios de la muerte de Jesús por parte del cristiano (10.22; cf. 1 P. 3.21). Desde el punto de vista, pues, del crecimiento espiritual, la conciencia del que adora puede describirse como “buena” (He. 13.18).

Para resumir, la significación de la palabra “conciencia” en el NT es doble: es el medio por el cual se lleva a cabo el juicio moral, doloroso y absoluto porque el juicio es divino, sobre las acciones del individuo, completadas o comenzadas; y también actúa como testigo y guía en todos los aspectos de la santificación del creyente.

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S.S.S.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico