CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

Catecismo del postconcilio del Vaticano II

El «Catecismo de la Iglesia Católica», publicado por Juan Pablo II, el 11 de octubre de 1992 (30º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II), habí­a sido pedido por la asamblea extraordinaria del Sí­nodo de los Obispos (1985). Está en la lí­nea de renovación eclesial querida por el Vaticano II. La redacción fue muy preparada y trabajada, con la ayuda de teólogos y expertos y con la aportación de todo el episcopado, de las Iglesias particulares y de otras instituciones eclesiales. Se encuadra en la tradición de las grandes catequesis patrí­sticas y de los «catecismos» como el «Catecismo Romano», después del concilio de Trento (1566, San Pí­o V).

Credo, sacramentos, mandamientos, oración

Las cuatro partes en que se divide el Catecismo, están redactadas armónicamente. Se expone la fe, los sacramentos de la fe, la vida de fe y la oración en la vida de fe. Se educa para una fe que se realice en esperanza y caridad. Es una exposición doctrinal que llama a la fe como adhesión personal a Cristo (I Credo), a la celebración del Misterio Pascual (II sacramentos), al proceso de santidad y perfección (III mandamientos y virtudes), al camino de la oración (IV oración, Padre nuestro). Es una llamada a la renovación evangélica y a la evangelización.

La armoní­a de los contenidos aparece en la perspectiva teológica y salví­fica del misterio de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, Salvador. «Muerto y resucitado, está siempre presente en su Iglesia, particularmente en los sacramentos; es la fuente de la fe, el modelo del obrar cristiano y el Maestro de nuestra oración» (Juan Pablo II, Const. Apost. «Fidei Depositum», 1992).

Fe profesada, celebrada, vivida, anunciada

Siendo una autorizada y completa exposición de la fe cristiana, es un instrumento privilegiado «para la renovación a la que el Espí­ritu Santo llama sin cesar a la Iglesia» (Juan Pablo II, ibí­dem). Es todo un programa y texto de referencia para una llamada a la vivencia de la fe y al anuncio de la misma. En cada tema se recoge lo mejor de la doctrina bí­blica, patrí­stica, litúrgica, magisterial y de santos y escritores eclesiásticos. Es la sí­ntesis de una herencia apostólica, como eco del evangelio a través de las diversas épocas históricas, en una Iglesia que camina hacia el más allá (la escatologí­a).

La fe se anuncia, se celebra, se vive y se convierte en oración. Es la fe de toda la comunidad eclesial, de cada época y en cada cultura. Las expresiones doctrinales (siempre perfectibles) son la quinta esencia de la Palabra de Dios, revelada e inspirada, predicada en la Iglesia, celebrada en la liturgia, vivida por los fieles, convertida en diálogo y relación personal con Dios.

Marí­a en el Catecismo de la Iglesia Católica

El tema mariano aparece en su momento adecuado, como figura de la Iglesia que cree (I), se asocia a Cristo Redentor (II). vive la vida nueva (III), ora (IV). Marí­a es modelo de la fe (CEC 144, 148-149) en el misterio de Cristo (CEC 484-507), en el misterio del Espí­ritu Santo (CEC 721-726), en el misterio de la Iglesia (CEC 963-975). La oración de la Iglesia imita y se une a la oración de Marí­a (CEC 2617-26-19, 2673-2679).

Dimensión misionera

Cada tema deja entrever la presencia de Cristo («anámnesis») que comunica la acción santificadora del Espí­ritu Santo («epí­clesis») y llama a construir la comunión eclesial y a realizar la misión universal. La misión de la Iglesia es una exigencia de su realidad de misterio de comunión, «sacramento universal de salvación» (CEC 772-780, 830-870).

Referencias Catecumenado, catequesis, Credo, mandamientos, sacramentos, oración, teologí­a.

Lectura de documentos CEC 1-25.

Bibliografí­a AA.VV., Un dono per oggi, il Catechismo della Chiesa Cattolica (Roma, Paoline, 1992); G. COLOMBO, La fede vissuta. Dal Catechismo della Chiesa Cattolica all’educazione morale oggi (Milano, Paoline, 1994); F. FERNANDEZ CARVAJAL, Indice ascético del catecismo de la Iglesia Católica (Madrid, Palabra, 1993); J. GARCIA MARTIN, Algunas consideraciones sobre el carácter misionero del «Catecismo de la Iglesia Católica» Commentarium pro Religiosis 76 (1995) 359-386; L. MARTINEZ, Diccionario del Catecismo de la Iglesia Católica ( BAC, Madrid, 1995); P. POUPARD, Il Catechismo della Chiesa Cattolica. Origine, struttura, dinamica contenutiva e significato Euntes Docete 46 (1993) 175-191.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: Introducción. – 1. Algunas caracterí­sticas del CCE. – 2. El contenido doctrinal de CCE. – 3. El CCE (19921 y el Directorio General para la Catequesis (DGC, 19971 3.1. El CCEy el DGC, instrumentos complementarios.. 3.2. El CCE, la Catequesis y el DGC (19971. Garantí­as de la transmisión de la fe.- 4. Cuestiones del CCE en el DGC – Conclusión.

Introducción
1. El libro del catecismo es, en la intención profunda de la Iglesia, un compendio orgánico y elemental del misterio cristiano. En él la Iglesia recoge, de modo autorizado y auténtico, los documentos o «fuentes» de la fe que considera esenciales para la fundamentación y maduración de la vida cristiana de los creyentes en una situación y tiempo determinados.

De ahí­ que el catecismo, en su concepto teológico, como texto oficial de la Iglesia, comprenda las cinco dimensiones siguientes: Es un libro de la fe y de la doctrina católica, tal como la vive la Iglesia en un tiempo concreto. Es un instrumento al servicio de la transmisión de la fe, como portador de las fuentes de dicha fe. Es un servicio a la identidad cristiana, como un estí­mulo y un test de la identidad de los creyentes en cuanto tales. Es un servicio a la unidad de la fe en medio de la variedad de lenguajes y de creyentes de otras confesiones o seguidores de otras filosofí­as. Es, en fin, un servicio a la inculturación de la fe dentro de la unidad de la fe eclesial.

2. En la situación social y moderna de nuestro mundo, la Jerarquí­a de la Iglesia Católica ha creí­do oportuno cristalizar estos criterios de todo catecismo en el Catecismo de la Iglesia Católica, que tiene su antecedente en el Catecismo de Trento, también llamado Catechismus ad parochos, de San Pí­o V o Catecismo Romano.

El Catecismo de la Iglesia Católica (CCE), 1992, no es un Catecismo del Vaticano II 1965), sino pedido por los PP del Sí­nodo extraordinario de 1985, celebrado para evaluar los veinte años del Vaticano II. «De modo muy común se desea que se redacte un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre la fe, como sobre la moral, que sea punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones. La presentación de la doctrina cristiana debe ser tal, que sea bí­blica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana y sea, a la vez, acomodada a la vida actual de los cristianos (II, B. 4).

La redacción la realizó una Comisión Pontificia de 12 miembros y se prolongó durante 5 años.

1. Algunas caracterí­sticas del CCE
El CCE no sustituye a los catecismos nacionales o diocesanos. Más aún, alienta y facilita su redacción para que la fe cristiana se enraí­ce en la cultura en que vive la Iglesia nacional o diocesana. Roma se interesa por los catecismos inculturados (cf CCE 24).

El acento de CCE se pone en la exposición doctrinal, pues busca profundizar en conocimiento de la fe (CCE 23).

Los destinatarios principales son los responsables de la catequesis: los Obispos.

Los destinatarios secundarios son cuantos colaboran con ellos en la redacción de los catecismos locales, los teólogos, presbí­teros y catequistas y los fieles capacitados y deseosos de conocer las riquezas de la Buena Noticia. El CCE sirve incluso a los no creyentes para darles una amplia información de la fe católica.

La autoridad del CCE está en el hecho de ser «una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica», «un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial», y «norma segura para la enseñanza de la fe» (FD, 4,10). Es, pues, un documento doctrinal de referencia, seguro y auténtico, para enseñar la doctrina católica.

2. El contenido doctrinal del CCE
a) La articulación interna del contenido abarca: la Parte, la profesión de fe o credo. 2a Parte, la celebración del misterio cristiano. 3a Parte, la «vida en Cristo» o moral evangélica. 4a Parte, la oración cristiana desde el Padrenuestro.

b) Recuperación de los cuatro componentes catequéticos «tradicionales» y su secuencia. Mirando los catecismos que se compusieron después del Catecismo Romano (1566) -hasta el Vaticano II (1965) y aún después de él-, la secuencia de sus contenidos catequéticos es: Credo, Padrenuestro, Mandamientos y Sacramentos. En cambio, el CCE (1992) retorna el orden del Catecismo de San Pí­o V: Credo, Sacramentos, Mandamientos y Oración.

En aquellos catecismos se reflejarí­a un orden antropocéntrico: lo que el hombre ha de creer, lo que ha de orar, lo que ha de obrar y lo que ha de recibir. El hombre, no Dios, es el centro de los catecismos. En el CCE -según muchos autores-se reflejarí­a más el orden de la obra divina, objetiva y subjetiva, de la redención gratuita de Dios: la fe o Credo y los Sacramentos como memorial de la Pasión y Resurrección del Señor , ambas realidades venidas de la iniciativa de Dios. En cambio, la Vida moral cristiana y la Oración serí­an la respuesta del hombre.

c) Algunos aspectos del contenido. Se destacan las primeras secciones de cada una de las partes del CCE, en las que se descubre cómo su contenido concierne «al ser humano como sujeto de la fe» (J. A. MARTíNEZ CAMINO SI). Otras novedades pueden verse en el mismo autor: Catecismo de la Iglesia Católica, en Nuevo Diccionario de Catequética, S. Pablo, Madrid 1999, 257-262.

3. El CCE (1992) y el Directorio General para la Catequesis (DGC 1997)
3.1. El CCE y el DGC, instrumentos complementarios
Pronto se vio que el nuevo CCE, fruto del Magisterio papal, que sintetiza normativamente la totalidad de la fe católica para toda la Iglesia, necesitaba, como punto de referencia de la enseñanza auténtica de la fe, un nuevo Directorio actualizado, para el hoy de la acción catequética. El de 1971 (Directorio Catequético General, DCG) habí­a quedado muy desfasado.

El nuevo DGC, apareció en agosto de 1997 y recoge unos principios teológico-pastorales de carácter fundamental, tomados del Magisterio de la Iglesia y particularmente del Vaticano II, por los que pueda orientarse y regirse más adecuadamente la actividad catequética de la Iglesia (Cf DGC 120, 3°).

Uno y otro son instrumentos distintos en cuanto a estructura en autoridad doctrinal, pero complementarios en orden a la praxis catequética.

3.2. El CCE, la Catequesis y el DGC (1997). Garantí­as de la transmisión de la fe
Lugar del Catecismo en la Catequesis. Siendo «libro de la fe», el CCE ocupa un lugar importante en la Catequesis como contenido y como pedagogí­a de la transmisión de la fe. Aunque éste no abarca las distintas acciones que está llamada a desarrollar la Catequesis, la presencia del CCE es indispensable porque posibilita que la transmisión de la fe sea fiel e í­ntegra y ayuda a los catequizandos, según edades, a lograr una sí­ntesis personal de la fe. (cf. Guí­a pedagógica del Catecismo «Esta es nuestra fe…»; EDICE, Madrid 1987, 23-24).

Pero como todo catecismo, el CCE tiene sus lí­mites: es un instrumento, un medio (privilegiado, pero no el único, y, menos aún, excluyente), de la catequesis. Esta es una acción mucho más articulada y compleja, por ser CCE, es para toda la Iglesia, pero al no poder recoger las peculiaridades de cada cultura o Iglesia local, reclama la indispensable mediación de los catecismos locales, nacionales o diocesanos: los catecismos inculturados (Cf Dossier informativo de la Comisión del CCE enviado a los Obispos 25-VI-92).

Garantí­as de la transmisión en la fe. Sin embargo, no cualquier Catequesis es un «acto de Tradición eclesial». El DGC (1997), en uno de sus más inspirados capí­tulos referente a la transmisión del mensaje evangélico (Segunda Parte, Capí­tulo 1, n°s 94-118), aborda aquellas normas y criterios para la presentación del mensaje evangélico en la catequesis que garantizan una Catequesis como verdadero acto de Tradición de la Iglesia.

La fuente viva de la Palabra de Dios y las «fuentes» que de ella se derivan, como lugares concretos en que se expresa, son las «fuentes» que proporcionan a la Catequesis los criterios y normas que la convierten en acto de Tradición eclesial.

El DGC se detiene en la exposición de estos criterios (nOs 98-118), que aquí­ sólo enunciamos sucintamente. Según ellos, el mensaje evangélico se ha de presentar (cf. DGC 97):

* centrado en la Persona de Jesucristo (cristocentrismo), que por su propia dinámica interna induce la dimensión trinitaria del mismo mensaje (cf. DGC 98-100);
* bajo el anuncio de la Buena Nueva del Reino de Dios, centrado en el don de la salvación, que, a su vez, implica un mensaje de liberación (cf DGC 101-104);
* con un explí­cito carácter eclesial, ofreciéndolo tal como la Iglesia lo ha recibido y lo vive al servicio de la unidad en la confesión de fe y con un carácter histórico, ya que el misterio de la salvación empezó en el pasado, alcanzó su cumbre en Cristo, desarrolla su poder en el presente, y espera su consumación en el futuro (cf. DGC 105-108);
* como el mensaje evangélico, que, por ser Buena Noticia destinada a todos los pueblos, busca su inculturación, que se logrará en profundidad sólo si el mensaje se presenta en toda su integridad y pureza (cf. DGC 109-113);
* como mensaje evangélico necesariamente orgánico, con su jerarquí­a de verdades y, a la vez, como un acontecimiento profundamente significativo, dador de sentido trascendente cristiano, para toda persona humana (cf DGC 114-117).

4. Cuestiones del CCE en el DGC
a) Dos elementos importantes: la «narratio» y la «explanatio». Si el Catecismo se inspira tanto en la Iglesia de los Santos Padres y especialmente en la dinámica catecumenal ¿cómo no se ha introducido en el Catecismo primeramente una «narratio salutis» o la historia de la salvación y, después, una «explanatio» o exposición sistemática, siguiendo el Sí­mbolo Apostólico?
La respuesta, que en su dí­a dio uno de los elaboradores del CCE fue de carácter pragmático: «Así­ se pensó hacerlo, pero luego se optó por una ví­a intermedia: hacer una redacción entre la «narratio», que surgirí­a de vez en cuando -por ejemplo, en los misterios de la vida de Cristo, respecto de Marí­a, de los Sacramentos, en la historia de la oración…- y la «explanatio», que serí­a el cañamazo del Catecismo.

b) ¿Nueva sensibilidad en el DGC (1997)? Sin embargo, el DGC parece aclarar algo más esta cuestión de la relación catequética entre historia de la salvación (narratio) y la explicación doctrinal (explanatio). De los dos capí­tulos del DGC dedicados al Mensaje cristiano (nOs 92-136), el capí­tulo II (nOs 119-136) aborda el lugar del CCE en la Catequesis bajo el tí­tulo «Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia». Este capí­tulo se ha elaborado «para procurar una mejor comprensión y recepción del Catecismo en la actividad catequética» (n° 120, final).

El DGC reflexiona sobre la relación del Depósito de la fe y el Catecismo de la Iglesia Católica (na 125-130). A la luz de esta relación, el DGC (n° 126) dice: «Conviene esclarecer una cuestión de vital importancia para la catequesis: la relación entre la tradición catequética de los Padres de la Iglesia, con su riqueza de contenidos y compresión del proceso catequético y el Catecismo de la Iglesia Católica».

A esta cuestión, el DGC viene a responder de esta manera (n° 199):

1.° Los Santos Padres son testigos cualificados de la Tradición Viva de fe de la Iglesia: «sus riquezas se manifiestan en la práctica y la vida de la Iglesia creyente y orante». Ante esta riqueza doctrinal y pastoral que, creen, viven y celebran sus Iglesias, conviene destacar cómo estructuran los Santos Padres en el Catecumenado el contenido de la Catequesis según las etapas del proceso catecumenal:

«En la catequesis patrí­stica, 1) la «narración» («narratio») de la historia de la salvación («hasta nuestros dí­as» según S. Agustí­n) era lo primero. 2) Después, avanzada la Cuaresma, se hací­an las entregas del Sí­mbolo y del Padrenuestro mediante su «explicación» («explanatio»), con sus implicaciones morales. 3) La catequesis mistagógica (o litúrgico-sacramental), una vez celebrados los sacramentos de la iniciación, ayudaba a interiorizarlos y gustarlos. » (n° 129, 5°). Así­ pues, la gran aportación de los Santos Padres a la Catequesis es la Catequesis histórico-bí­blica (la «narratio salutis») en sus tres etapas: A. Testamento, Nuevo Testamento e Historia de la Iglesia.

2.° El Catecismo de la Iglesia Católica, por su parte, aporta a la catequesis la gran tradición de los catecismos (cf CCE 13), de la cual destacamos: 1) La fe no es sólo adhesión vital a Dios, sino también asentimiento intelectual y de la voluntad a la verdad revelada (Un conocimiento orgánico de la fe): 2) Y la educación de la fe en todas sus dimensiones (Fe profesada, celebrada, vivida y hecha oración).

c) Consecuencias de lo dicho para la catequesis: Las extrae el último párrafo del n° 130 del DGC:
1.a Existen dos grandes tradiciones catequéticas, que confluyen en la catequesis actual y la enriquecen en su concepción y en sus contenidos: la tradición patrí­stica (siglos II al VI), sobre todo con sus tres etapas de catequesis histórico-bí­blica -A. y N. Testamento- y la eclesial y la tradición de los catecismos (desde el s. XVI) con su catequesis doctrinal orgánica y su educación de la fe integral, a partir de sus cuatro pilares: Sí­mbolo, Sacramentos, Decálogo y Padrenuestro, asumidos también de la catequesis patrí­stica.

2.a El DGC reconoce que no son sólo cuatro los pilares o estructuras que configuran nuestra catequesis actual, tanto la de la iniciación cristiana como la permanente. Las piezas maestras, base de todo proceso de catequesis, son siete, añadiendo a las cuatro de la tradición de los catecismos, las tres etapas histórico-bí­blicas y eclesial de la tradición patrí­stica.

d) Desde este reconocimiento general y desde la última afirmación explí­cita del párrafo n° 130 se derivan varias pistas operativas:

1.a Que en el proceso de la catequesis actual no se olvide de hacer presente la catequesis bí­blica, con sus etapas histórico-salví­ficas incluyendo, como elemento básico catequético, la historia de la Iglesia en sus grandes lí­neas. Así­ lo especifica el 6° criterio (n°S 107-108) para la presentación del mensaje evangélico.

2.a Que la programación de un proceso de catequesis -bien de iniciación, bien permanente- inspirada en el CCE o en los Catecismos locales, no olvide ser creativa para elaborarla desde esas siete piezas maestras y en función de las edades y situación de fe de los destinatarios, de su especí­fica situación cultural…

3.a Más aún, que a la hora de elaborar los Catecismos locales, se tengan operativamente presentes esas siete piezas maestras que configuran toda catequesis, para construir «edificios de diversa arquitectura y articulación», es decir, Catecismos inculturados que respondan -que logren llevar la Buena Nueva-, a la situación cultural, social y religiosa de los destinatarios.

Conclusión
En la segunda mitad del artí­culo, hemos preferido introducir la relación del CCE con el DGC, en el cual se encuentran muchas situaciones no sólo para una buena recepción eclesial del CCE, sino también para hacer un uso del mismo con el espí­ritu de la Iglesia.

Otros aspectos informativos y no tan directamente pastorales, se puede consultar en varias obras de la Bibliografí­a.

BIBL. – Catecismo de la Iglesia Católica, Nueva edición conforme al texto latino oficial. Asociación de Editores del Catecismo – Librerí­a Editrice Vaticana, Madrid 1999; CONGREGACIí“N PARA EL CLERO, Directorio General para la Catequesis. Librerí­a Editrice Vaticana, Citta del Vaticano 1997; El Vaticano II, Don de Dios. Los documentos del Sí­nodo extraordinario de 1985, PPC, Madrid 1986; CONGREGACIí“N DEL CLERO, Directorio General de Pastoral Catequética (DGC-71), Comisión Episcopal de Enseñanza y Educación Religiosa, Madrid 1971 y 1973, bilingüe; A. M.a ALCEDO, El Catecismo ¿para qué sirve? SM, Madrid 1992. Dossier informativo de la Comisión Editorial del CCE para la prensa y enviado a los Obispos, 25-VI-92; O. GONZíLEZ DE CARDEDAL – J. A. MARTíNEZ CAMINO, El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, San Pablo, Madrid 1993; J. RATZINGER – C. SCHí“NBORN, Introducción al Catecismo de la Iglesia Católica, Ciudad Nueva, Madrid 1994; P. RODRíGUEZ, El Catecismo de la Iglesia Católica, Unión Editorial, Madrid 1996, 1-45; J. A. MARTíNEZ CAMINO, Catecismo de la Iglesia Católica, en Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid 1999, 248-264; A. CAí‘IZARES – M. DEL CAMPO (EDS), Evangelización, Catequesis, Catequistas. Una nueva etapa para la Iglesia del Tercer Milenio. EDICE, Madrid 1999; M. MATOS – V. M.’ PEDROSA, Catecismos y Catecismo, en Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid 1999, 264-281.

Vicente M. a Pedrosa Arés

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. El contexto: 1. Acontecimiento en la historia posconciliar de la Iglesia; 2. Historia de la redacción. II. El texto: 1. Caracterí­sticas formales; 2. Visión de conjunto; 3. Algunos contenidos en particular; 4. La edición tí­pica. III. Para el uso del Catecismo: 1. Ver los lí­mites; 2. Ver la totalidad; 3. Ver el Misterio.

I. El contexto
El Catecismo de la Iglesia católica (CCE), cuya elaboración concluyó con la aprobación pontificia el 25 de junio de 1992, fue promulgado por la constitución apostólica Fidei depositum, de Juan Pablo II, dada el 11 de octubre de 1992, en el trigésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, y fue presentado a la Iglesia y al mundo en Roma, los dí­as 7, 8 y 9 de diciembre de 1992, un triduo dotado de especial solemnidad. Casi cinco años más tarde, el 8 de septiembre de 1997, fue presentada también en Roma la edición tí­pica, en lengua latina, promulgada por la carta apostólica Laetamur magnopere, que firmaba el mismo Papa el 15 de agosto de 1997.

Entretanto habí­an ido apareciendo las diversas traducciones: la versión francesa, que habí­a sido la lengua común de los redactores, estuvo en la calle en Parí­s ya antes de la presentación romana; la española y la italiana salí­an en diciembre de 1992; la alemana en 1993 y la inglesa en 1994. Desde entonces el CCE ha sido traducido a treinta lenguas y se cuentan por millones los ejemplares vendidos. La traducción española ha superado ya el millón de ejemplares.

1. ACONTECIMIENTO EN LA HISTORIA POSCONCILIAR DE LA IGLESIA. El CCE es un hito notable en la historia de la catequética. Pero para entenderlo bien hay que situarlo en el contexto más amplio y general de la historia de la Iglesia.

a) Del concilio de Trento al Vaticano II. El CCE constituye un importante acontecimiento eclesial. Al presentarlo el 7 de diciembre de 1992, Juan Pablo II dijo que su publicación debí­a «incluirse, sin más, entre los mayores acontecimientos de la historia reciente de la Iglesia». Por segunda vez en su historia bimilenaria, la Iglesia se dota a sí­ misma de un instrumento como este. El otro caso fue el del llamado Catecismo romano, redactado por mandato del concilio de Trento y publicado por san Pí­o V en 1566. Son los dos únicos catecismos publicados por el Papa para uso de la Iglesia universal. Una breve comparación de la coyuntura histórica de uno y otro catecismo ayudará a entender la naturaleza y el sentido del CCE.

El concilio de Trento ordenó expresamente la confección de un catecismo. Los reformadores protestantes ya habí­an escrito sus catecismos. En 1529, Martí­n Lutero habí­a dado a la imprenta dos: uno pequeño, para el pueblo, y otro grande, para los pastores. Juzgaba urgentes estas obras pedagógicas para paliar la ignorancia en la que fieles y clérigos «habí­an sido mantenidos por los papistas». Pero también autores o reformadores católicos habí­an escrito obras encaminadas a la instrucción en la fe del pueblo y de los pastores: recordemos las de Juan de Valdés (1529), Ponce de la Fuente (1543-1548) o san Pedro Canisio (1555-1559); lo mismo hicieron el sí­nodo de Colonia (1536) y el de Petrikau (1551). Era, pues, una necesidad comúnmente sentida la de superar la extendida ignorancia de la gente y del mismo clero.

Esa necesidad es la que movió también a los Padres de Trento a pedir la redacción de un catecismo. La obra doctrinal y reformadora del concilio exigí­a por sí­ misma la instrucción de los creyentes en la fe católica. Pero además, la exigí­a también el enorme desafí­o suscitado por la Reforma protestante. Habí­a que poner en manos de los pastores un cuerpo doctrinal que recogiera de modo sintético la fe cristiana tal y como acababa de ser expresada de nuevo por el mismo concilio. El catecismo habí­a de ser un instrumento pedagógico al servicio de la identidad de la fe católica en un momento de grave crisis de la misma. El logro del cardenal san Carlos Borromeo y del equipo de cuatro teólogos que, bajo su dirección, redactó el Catecismo romano fue conseguir, en aquellas circunstancias, un texto sin tono polémico, armonioso y elegante. Volveremos sobre la disposición adoptada por este influyente catecismo.

El concilio Vaticano II, a diferencia del de Trento, no sólo no pidió la redacción de ningún catecismo, sino que, cuando se planteó esta posibilidad, no deseó tomarla en consideración. La opinión contraria a la redacción de un catecismo oficial para toda la Iglesia predominó hasta comienzos de los años ochenta, y no serí­a abandonada hasta el sí­nodo extraordinario de los obispos que tuvo lugar en 1985 para celebrar y actualizar el Vaticano II, a los veinte años de su clausura.

¿Qué habí­a sucedido en este lapso de tiempo? ¿Por qué pide el sí­nodo lo que el concilio habí­a obviado?
Una de las tareas fundamentales que el concilio habí­a recibido de Juan XXIII era la de hacer de nuevo accesible la doctrirí­a de la Iglesia, «con toda su fuerza y belleza» a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La Iglesia se sentí­a con energí­as suficientes para tomar esta iniciativa misionera. Se veí­a más impulsada a hacerse entender por el mundo que necesitada de aclararse ella misma en su propio interior; ni las carencias de formación del clero, ni las amenazas a la identidad de la fe católica podí­an compararse con las experimentadas cuatrocientos años antes, en el momento del concilio de Trento. No parece, pues, extraño que no se sintiera la necesidad de un instrumento como un catecismo universal. Es más: no se veí­a ni siquiera conveniente, pues de lo que se trataba no era tanto de definir y consolidar la fe cuanto de buscar fórmulas nuevas para su proposición al mundo, en diálogo abierto con la cultura contemporánea. Los trabajos y documentos conciliares fueron el primer gran exponente autorizado de este empeño. Ellos constituyen, en este sentido, «el gran catecismo de nuestros tiempos», según expresión de Pablo VI, repetida por Juan Pablo II. Aunque no son propiamente un catecismo, ponen las bases de una reformulación de la comprensión de la fe y echan a andar o relanzan un proceso de tanteos y fermentaciones que iban a necesitar su tiempo.

b) El posconcilio y el sí­nodo de 1985. Sin embargo, empezaron bien pronto los intentos de elaborar exposiciones sintéticas de la fe adaptadas a la mentalidad de nuestros dí­as, a las que se dio el nombre de catecismos. En 1966, al año siguiente de la clausura del concilio, aparecí­a el llamado Catecismo holandés, promovido y publicado por los obispos de aquel paí­s. La gran difusión que alcanzó en toda la Iglesia y los problemas que planteaba exigieron una intervención de la Santa Sede. Algunos pensaron que, si no se querí­a dejar el campo totalmente libre a nuevos problemas, habí­a llegado ya la hora de un catecismo universal. Pero justamente las dificultades encontradas por aquel primer intento particular parecí­an poner de manifiesto que no se tení­an todaví­a claves suficientemente maduras para una empresa así­. La propuesta de un catecismo para toda la Iglesia, planteada de nuevo por algunos obispos en el sí­nodo de 1967, tampoco prosperó.

Todas las cosas tienen su kairós, su tiempo. Hay quien ha dicho que el CCE ha llegado con veinticinco años de retraso. Otros piensan que siempre es demasiado pronto para lo que no deberí­a darse nunca, y menos aún en un momento que llaman de involución. El caso es que, además del Directorio general de pastoral catequética, pedido por el Concilio y publicado en 1971, los catecismos fueron haciendo su aparición en la Iglesia posconciliar. Hay que recordar en particular los redactados por las conferencias episcopales para los catecúmenos de diversas edades, incluso para los adultos. Además, en el ámbito de la teologí­a también se fueron viendo como posibles y necesarias algunas sí­ntesis de la fe o cursos básicos, que pusieran al alcance de diversos cí­rculos de personas instruidas una comprensión de conjunto de la fe cristiana en el contexto de la cultura actual. Estos y otros intentos de sí­ntesis bí­blicas, ecuménicas, etc. hicieron que desde principios de los años ochenta pareciera llegado el tiempo de la sedimentación y de la recolección de todo lo sembrado y puesto en movimiento desde el concilio.

El tiempo habí­a llegado porque la obra parecí­a ya posible. Pero además, porque se iba revelando como cada vez más necesaria. La razón de esta necesidad aparece claramente detectada por el sí­nodo extraordinario de 1985, cuando hace el balance de los veinte años transcurridos desde la clausura del concilio. La relación final habla de frutos muy grandes y de defectos y dificultades (I, 3). Las dificultades, especialmente en el llamado primer mundo, parecen resumirlas los sinodales en la desafección a la Iglesia. La causa fundamental de esta situación, localizable en el interior de la Iglesia (además del secularismo, procedente más bien del exterior) la ve el sí­nodo en «la lectura parcial y selectiva del concilio y en la interpretación superficial de su doctrina en uno u otro sentido» (I, 4). La relación se detiene a continuación en diversos aspectos de la vida de la Iglesia, en los que se aprecia en concreto ese estado de cosas. Pues bien, bajo el epí­grafe «Fuentes de las que vive la Iglesia», se hace el siguiente grave diagnóstico sobre la evangelización y la catequesis: «Por todas partes en el mundo, la transmisión de la fe y de los valores morales que proceden del evangelio a la generación próxima (a los jóvenes) está hoy en peligro. El conocimiento de la fe y el reconocimiento del orden moral se reducen frecuentemente a un mí­nimo. Se requiere, por tanto, un nuevo esfuerzo en la evangelización y en la catequesis integral y sistemática» (II, B, 2).

Con el fin de salir al paso de esta nueva necesidad, el sí­nodo hace en este mismo epí­grafe la famosa sugerencia que iba a acabar siendo llevada a la práctica siete años después con el CCE: «De modo muy común se desea que se escriba un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, que sea como el punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones. La presentación de la doctrina debe ser tal que sea bí­blica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana y sea, a la vez, acomodada a la vida actual de los cristianos» (II, B, 4).

Al hacer esta propuesta, el sí­nodo está queriendo responder a la situación nueva creada en los años transcurridos desde el Concilio por las lecturas selectivas y superficiales de la doctrina conciliar. Aquí­, en concreto, se trata, sobre todo, de la deficiente recepción de la constitución Dei Verbum que ha conducido, con frecuencia, a una interpretación de la Sagrada Escritura «separada de la tradición viva de la Iglesia» y de «la interpretación auténtica del Magisterio» (II, B, 1).

Casi tres años antes, en una relevante conferencia sobre la catequesis, dictada en Parí­s y Lyon en 1983, el cardenal Ratzinger habí­a apuntado ya al mismo diagnóstico y a la misma necesidad. En su opinión iba resultando urgente la sí­ntesis de los contenidos nucleares de la fe, en particular para la catequesis, pues la «hipertrofia de los métodos» -en expresión del cardenal- está poniendo en peligro la transmisión de la fe. Lo ilustraba con un ejemplo: «una madre alemana me contaba un dí­a que un hijo suyo, que iba a la escuela primaria, se estaba ya iniciando en la cristologí­a de los logia del Señor (un problema de exégesis), pero que no habí­a oí­do todaví­a ni una palabra sobre los siete sacramentos ni sobre los artí­culos del credo».

Ratzinger detectaba la misma necesidad que el sí­nodo iba a confirmar: hay que arbitrar instrumentos para proponer de modo articulado los contenidos de la fe de la Iglesia. Esta ha sido parcelada y disgregada por diversos intentos de reconstrucción, más o menos históricos o subjetivos. Pero «cada vez que se estima que es posible relegar en la catequesis la fe de la Iglesia, aunque sólo sea un poco, bajo el pretexto de extraer de la Escritura un conocimiento más directo y preciso, se entra en el dominio de la abstracción (…). En estas condiciones [la catequesis] se reduce a no ser más que una teorí­a entre otras, un poder semejante a los demás; ya no puede ser estudio y recepción de la verdadera vida, de la vida eterna».

Pues bien, esos instrumentos doctrinales integradores no habí­a que inventarlos: son aquellos que reflejan en la catequesis la dinámica misma de la vida de la fe, que es profesada, celebrada, traducida en obras y ejercitada en la oración. He ahí­, en general, lo que aportan los catecismos, tanto protestantes como católicos. Esa era, precisamente, la estructuración del Catecismo romano, que ve en esas cuatro grandes piezas de la catequesis auténticos lugares teológicos, desde los que acoger y transmitir la revelación de Dios en Jesucristo.

2. HISTORIA DE LA REDACCIí“N. LOS tiempos parecí­an, pues, maduros, y el sí­nodo de 1985, acontecimiento colegial especial que reuní­a también a los presidentes de todas las conferencias episcopales, formula la sugerencia de «que se escriba un catecismo o compendio».

a) Organos de trabajo. Juan Pablo II hizo suya esta sugerencia ya al concluir la asamblea sinodal y, a los seis meses, el 10 de junio de 1986, nombraba una comisión pontificia encargada de presidir la elaboración de dicho libro. Los miembros de la comisión eran doce: cinco cardenales de la curia romana y seis arzobispos y un obispo de todas las partes del mundo. El cardenal J. Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, a quien se encargaba la presidencia de la comisión y los cardenales prefectos W. W. Baum (Educación cristiana); S. Lourdusamy (Iglesias orientales); J. Tomko (Evangelización de los pueblos), y A. Inocenti (Clero); además, el card. B. Law, arzobispo de Boston (USA); J. Stroba, arzobispo de Poznan (Polonia); N. Edelby, arzobispo greco-melquita de Alepo (Siria); H. S. D’Souza, arzobispo de Calcuta (India); I. de Souza, arzobispo coad. de Cotonou (Benin); J. Schotte, arzobispo secretario general del sí­nodo, y F. S. Bení­tez Avalos, obispo de Villarica (Paraguay).

La comisión pontificia se reúne por primera vez el 15 de noviembre de 1986. El Papa les recuerda el encargo del sí­nodo y, remitiendo a la conferencia del card. Ratzinger de 1983 en Lyon y Parí­s, les habla de que el género catecismo es algo irrenunciable ciable en la labor catequética, ya que su «estructura fundamental» es tan antigua como el catecumenado, es decir, como la Iglesia misma.

Para llevar adelante el trabajo que se le ha encomendado, la comisión se dota de un secretariado, de un comité de redacción y de un colegio de consultores. Este último estará compuesto por cuarenta teólogos elegidos en función de sus especialidades y de su pertenencia a culturas y lenguas diversas. El comité de redacción, cuyo nombramiento se hará oficial en julio de 1987, quedó integrado por los siguientes siete prelados residenciales: J. M. Estepa, arzobispo castrense de España; J. Honoré, arzobispo de Tours (Francia); D. Konstant, obispo de Leeds (Gran Bretaña); E. E. Karlic, obispo de Paraná (Argentina); W. Levada, arzobispo de Portland (EE.UU.); A. Maggiolini, obispo de Carpi (Italia) y J. Medina Estévez, auxiliar de Rancagua (Chile). El secretariado fue encomendado a colaboradores de la Congregación para la doctrina de la fe y a su frente se puso al dominico, profesor de Friburgo, Christoph von Schánborn.

b) Fases de elaboración. El trabajo de elaboración del CCE se prolongó algo más de cinco años: de enero de 1987 a febrero de 1992. En este tiempo se pueden distinguir tres fases principales:
Fase inicial (de enero de 1987 a noviembre de 1989): desde la primera reunión del comité de redacción, hasta que se consigue un texto que parece suficientemente maduro como para ser sometido a consulta de todos los obispos del mundo, el llamado Proyecto revisado. El texto fue presentado tres veces a la comisión pontificia (mayo de 1987; mayo 1988 y febrero de 1989). A los cuarenta teólogos consultores se les envió después de la revisión de mayo de 1988. En este tiempo se toman dos decisiones importantes: la división cuatripartita del conjunto: credo, sacramentos, preceptos y, además, un epí­logo sobre el padrenuestro, no previsto en las lí­neas básicas dadas en noviembre de 1986 por la comisión pontificia, y la opción por el credo de los apóstoles como base de la primera parte.

Fase central (de noviembre de 1989 a noviembre de 1990): se consulta al episcopado mundial y, sobre la base de las observaciones recibidas, la comisión da las últimas orientaciones para el trabajo. Del Proyecto revisado se imprimen unos cinco mil ejemplares, en francés, inglés, español y alemán y se enví­an, a primeros de diciembre de 1989, a todos los obispos. Las respuestas recibidas son elaboradas por el secretariado y estudiadas luego por el comité de redacción en la reunión celebrada en Frascati del 1 al 14 de julio de 1990. En el sí­nodo de los obispos de octubre de 1990, el cardenal Ratzinger da cuenta de los resultados de la consulta: desde el punto de vista cuantitativo, el conjunto de las respuestas (obispos particulares, 798; grupos, 25=1092 obispos; Conferencias episcopales, 28) cubre alrededor de un tercio del episcopado y representan globalmente las grandes áreas geográficas. Cualitativamente el juicio global expresado en esas respuestas se distribuye como sigue: el 18,6% estiman el Proyecto revisado como «muy bueno»; el 54,7% lo consideran «bueno»; el 18,2% lo ven «satisfactorio con reservas»; el 5,8% lo juzga de manera «algo negativa» y el 2,7% lo descarta como «inaceptable».

Los juicios negativos no llegaban, en conjunto, al 10%. Se podí­a considerar, por tanto, que el episcopado confirmaba la idea lanzada por el sí­nodo de 1985 y que, además, aceptaba el texto que se le habí­a presentado, al menos tomo base para seguir trabajando sobre él hacia la consecución de un texto definitivo.

Las cuestiones más recurrentes, entre los 24.000 modi que se catalogaron, fueron las siguientes: 1) La finalidad misma del libro y su tí­tulo; 2) La articulación del texto de acuerdo con la jerarquí­a de verdades; 3) El uso de la Sagrada Escritura; 4) Las referencias al Vaticano II; 5) Sobre las formulaciones «en breve»; 6) Sobre las religiones no cristianas; 7) La exposición de la moral cristiana; 8) Sobre el epí­logo acerca del padrenuestro; 9) Diversas lagunas concretas que rellenar.

Según el Informe de Ratzinger, la comisión pontificia, en su reunión de septiembre de 1990, a la vista de las cuestiones planteadas por el episcopado, se pronuncia del modo siguiente: 1) En favor del tí­tulo «Catecismo», entendido analógicamente; 2) Se explicará en el Prefacio del CCE que la jerarquí­a de verdades es entendida como sinfoní­a de la doctrina articulada en la estructura cuatripartita; 3) La Dei Verbum inspirará el uso de la Sagrada Escritura, que será examinado por un grupo mixto de teólogos y exegetas; 4) Se dará más relevancia a algunos documentos del concilio, como Ad gentes, Apostolicam actuositatem, Gaudium et spes y Sacrosanctum concilium; 5) Se mantendrán los «en breve» para recodar la necesidad de elementos de memorización en los catecismos; 6) Se modificará la presentación de las religiones no cristianas; 7) Se hará una revisión general de la parte dedicada a la moral; 8) El Epí­logo se transformará en una cuarta parte sobre la oración cristiana.

Fase final (de noviembre de 1990 a febrero de 1992): sobre la base de las anteriores indicaciones de la comisión, se va perfilando el texto en cuatro borradores sucesivos a lo largo del año de 1991: marzo, mayo, agosto y diciembre. La comisión lo evalúa en octubre de 1991 y, por fin, el 14 de febrero de 1992, aprueba por unanimidad el Proyecto definitivo, que es sometido al juicio del Papa. Juan Pablo II hace algunas observaciones, incorporadas a la décima redacción del Catecismo, que es puesto de nuevo en manos del Santo Padre el 30 de abril de 1992, fiesta de san Pí­o V, el papa del Catecismo romano. El 25 de junio de 1992 tiene lugar la aprobación oficial pontificia del CCE.

II. El texto
La mirada que acabamos de echar al contexto en el que surge, se impone y se lleva a la práctica la idea del Catecismo, nos ayuda ahora a entender de qué texto se trata: cuáles son sus caracterí­sticas formales y los rasgos principales de su contenido.

1. CARACTERíSTICAS FORMALES. a) Autor y autoridad. El CCE no es más que un catecismo, pero no es un catecismo más. No es más que un catecismo puesto que «cada punto de la doctrina que propone, no tiene otra autoridad sino la que ya posee». El Catecismo «no es una especie de nuevo superdogma»1. Es un libro que tiene sus fuentes: la Sagrada Escritura, el magisterio de la Iglesia, la liturgia, los santos. De estas fuentes dimana el diverso grado de autoridad doctrinal de cada una de las proposiciones del Catecismo, que doctrinalmente no añade nada a dicha autoridad originaria.

Pero el CCE no es un catecismo más, porque no es el catecismo de un determinado autor privado, ni siquiera el de un autor o autores que hubieran obtenido un especial refrendo de alguna autoridad eclesiástica, como un obispo, o un sí­nodo diocesano, etc. Es un catecismo de autoridad casi única, sólo comparable a la del Catecismo romano, porque ha sido publicado «en virtud de la autoridad apostólica» del mismo Papa, quien lo reconoce y presenta a toda la Iglesia «como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial» y como «texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica»2.

A diferencia del otro catecismo publicado por un papa, el Catecismo romano, el CCE, por razón de su autor, no es romano; su autor es el episcopado mundial, en varios sentidos: 1) porque la idea de su publicación partió del sí­nodo extraordinario de los obispos de 1985; 2) porque la responsabilidad de su elaboración fue llevada por una comisión de doce prelados de todo el mundo; 3) porque la materialidad de su redacción estuvo a cargo de los siete obispos miembros del comité de redacción, que la llevaron a cabo en sus respectivas sedes residenciales3; 4) porque cada uno de los obispos del orbe fue consultado y la voz de una tercera parte de ellos se dejó oí­r.

Jurí­dicamente el CCE es una obra pontificia; materialmente es una obra del colegio de los obispos con su cabeza. «No hay ningún otro texto posconciliar que repose sobre una base tan amplia»4. Esta complejidad y peculiaridad de su autorí­a avala la autoridad que le atribuye el Papa en los textos ya citados de la constitución Fidei depositum y lo presenta realmente como lo que su tí­tulo señala: el catecismo «de la Iglesia católica». Por tanto, dentro de sus lí­mites propios, el CCE «refleja lo que es la enseñanza de la Iglesia; rechazarlo en su conjunto significa separarse inequí­vocamente de la fe y de la enseñanza de la Iglesia»5.

b) Destinatarios y finalidad. El CCE no es un catecismo destinado directamente a los catecúmenos. No es, según la terminologí­a clásica, un catecismo minor. Es un catecismo maior, para los responsables de la tarea catequética. Sus principales destinatarios son, por tanto, los obispos. Este instrumento tiene para ellos la finalidad de ayudarles, en general, a «reforzar los ví­nculos de unidad en la misma fe» en su servicio a la Palabra «y muy particularmente para la composición de los catecismos locales»6. Al presentar la edición tí­pica, en septiembre de 1997, Juan Pablo II insistí­a en que «es necesario, donde aún no se haya hecho, proceder a la elaboración de catecismos nuevos que, al mismo tiempo que presenten í­ntegramente el contenido doctrinal del CCE, privilegien itinerarios educativos diferenciados y articulados, de acuerdo con las expectativas de los destinatarios». Porque un catecismo maior no sustituye a un catecismo minor. Y, además, porque un catecismo para toda la Iglesia ha de ser traducido en el lenguaje más cercano de cada lugar.

En el mismo discurso de 1997 el Papa deja bien claro que, aunque los obispos sean los principales destinatarios del Catecismo, ninguno de los fieles ha de sentirse excluido: presbí­teros, catequistas, familias, teólogos, incluso «cuantos no creen en absoluto o ya no creen», todos pueden encontrar en el Catecismo una valiosa ilustración de «lo que la Iglesia católica cree y procura vivir».

Parece, pues, clara una doble finalidad principal del CCE. Por un lado, y en general, ofrecer a todos una sí­ntesis armónica de la fe católica en su conjunto; en este sentido su utilidad es amplí­sima: desde instrumento para la formación permanente de sacerdotes, catequistas, etc., hasta libro de consulta esporádica para la familia o el interesado por las cuestiones de la Iglesia, sin excluir su utilización para la oración personal o para la predicación. Por otro lado, y en particular, el CCE está destinado a promocionar el género catecismo. Se espera que, bajo su inspiración, se relance la confección de buenos catecismos, tanto por el rigor doctrinal de sus contenidos como por su adaptación a lugares y personas.

La finalidad más genérica, de ayuda para el ministerio de la Palabra, así­ como la más especí­fica, de dinamización catequética, vienen sustentadas por la confianza en la inteligibilidad universal de la única fe de la Iglesia a la que se quiere servir. Algunos piensan que un catecismo para toda la Iglesia no podrá ser nunca bueno porque no estará inculturado; o, mejor, porque no podrá evitar una determinada inculturación (romana, por ejemplo) que, más o menos inconscientemente, tenderá a imponerse en otros ámbitos culturales. Los redactores manifiestan haber sido conscientes de este problema. La gran cantidad y multiplicidad de voces que han intervenido en la elaboración del CCE ha pretendido justamente ser reflejo, más que de una pluralidad de puntos de vista, de la sinfoní­a de la fe, es decir, de su sonido uní­sono, que no monotono, en la Iglesia extendida por todo el mundo. La sinfoní­a pide y exige ser interpretada siempre de nuevo en cada lugar. Y no sonará nunca exactamente de la misma manera. Pero será identificable como la misma: la única fe de la Iglesia. Esta es la finalidad última del CCE, en su doble aspecto genérico y catequético: ser instrumento de la unidad y comunión en la misma fe.

En la inevitable y fructí­fera tensión entre los dos polos de la unidad y verdad de la fe anunciada, por un lado, y de la pluralidad de situaciones y de métodos, por otro, el Catecismo está al servicio del primer polo en este momento de la historia posconciliar de la Iglesia. De modo análogo, por cierto, a como sirven también a la unidad en la verdad la misma Sagrada Escritura o los documentos del Vaticano II. En su nivel de catecismo de la Iglesia, el CCE, se presenta hoy como instrumento auténtico de la comunión en la diversidad. Esa es su finalidad, apoyada en la certeza de que sólo de un cierto lenguaje común puede surgir la comunión, y sustentada en la confianza de que ese lenguaje común sobre los contenidos de la fe es posible.

2. VISIí“N DE CONJUNTO. Será útil tener a la vista el armazón fundamental del CCE y comentar lo que en él pertenece a la tradición de los catecismos y lo que significa innovación. El esquema general es el siguiente: I. La profesión de la fe (228 páginas): 1° Sección: «Creo-creemos»: C. 1: El hombre es «capaz» de Dios; C. 2: Dios al encuentro del hombre; C. 3: La respuesta del hombre a Dios; 2° Sección: Los sí­mbolos de la fe: C. 1: Creo en Dios Padre; C. 2: Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios; C. 3: Creo en el Espí­ritu Santo. II. La celebración del misterio cristiano (138 páginas): 1 ° Sección: La economí­a sacramental: C. 1: El misterio pascual en el tiempo de la Iglesia; C. 2: La celebración sacramental del misterio pascual; 2° Sección: Los siete sacramentos de la Iglesia; C. 1: Los sacramentos de la iniciación cristiana; C. 2: Los sacramentos de curación; C. 3: Los sacramentos al servicio de la comunidad. III. La vida en Cristo (168 páginas): 1 ° Sección: La vocación del hombre: la vida en el Espí­ritu; C. 1: La dignidad de la persona humana; C. 2: La comunidad humana; C. 3: La salvación de Dios: la ley y la gracia; 2° Sección: Los diez mandamientos: C. 1: «Amarás al Señor, tu Dios,…»; C. 2: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». IV. La oración cristiana (74 páginas): 1 ° Sección: La oración en la vida cristiana: C. 1: La revelación de la oración; C. 2: La tradición de la oración; C. 3: La vida de oración; 2° Sección: La oración del Señor: el «Padrenuestro».

a) La tradicional estructura cuatripartita. Los catecismos surgidos después del Vaticano II presentan articulaciones diversas. Muchos de ellos aparecen organizados en torno a distintas ideas matrices o hilos conductores que vertebran la exposición: por ejemplo, la idea de alianza o la de reino de Dios. Estas opciones suponen una determinada preferencia teológica que puede ser muy certera y muy apropiada en un determinado momento o lugar, pero que no deja de estar condicionada por coordenadas espaciales, temporales o de escuela. Los redactores del CCE quisieron evitar estos condicionamientos tratando de buscar la mayor universalidad y permanencia posible. Si el Catecismo no habí­a de adoptar ninguna perspectiva global particular, se imponí­a, como lo más cercano a ese ideal, el esquema tradicional de los catecismos o las llamadas cuatro piezas fundamentales de la catequesis: el credo, los sacramentos, los mandamientos y la oración dominical. Estas piezas son -como hemos dicho- incluso más antiguas que el mismo libro «catecismo», se remontan a las primeras catequesis de la Iglesia, atestiguadas por los Padres. Al articularse en torno a ellas, el libro pierde algo en unidad sistemática, pero gana en universalidad y en practicidad.

En efecto, la división cuatripartita remite a los elementos más universales de la vida de la Iglesia, como son el sí­mbolo de la fe, los sacramentos, los mandamientos y la oración dominical. Son cuatro columnas de la doctrina cristiana que podrán ser abordadas de una o de otra manera por las diversas teologí­as, pero que no podrán faltar en ninguna: son obligados lugares teológicos, en cuanto a que remiten inmediatamente a las mismas fuentes reveladas de la fe, que es, a un tiempo, creí­da, celebrada, vivida y orada.

Además de universales, estos cuatro lugares son prácticos, es decir, vienen ligados a la práctica eclesial de la fe: el sí­mbolo no es un mero compendio doctrinal; es, ante todo, la expresión de la fe en la que el catecúmeno es bautizado; los sacramentos son la fuente de la que brota dí­a a dí­a la vida pascual de la Iglesia y de cada fiel; los mandamientos señalan los caminos de la caridad; la oración expresa la confiada esperanza de la transformación escatológica de este mundo.

La estructura cuatripartita del Catecismo no es, tal vez, la más propia de un tratado sistemático, pero es muy apropiada para una comprensión global del conjunto de la fe en clave práctica, es decir, no sólo para ser entendida en su coherencia y organicidad, sino también para ser asumida como vida propia. Las cuatro partes del Catecismo enseñan la doctrina de la fe mostrando, al mismo tiempo, sus implicaciones en sus cuatro realizaciones vitales fundamentales. De ahí­ que la estructura del CCE no sea tan estática como pudiera parecer a primera vista. Sus cuatro partes no son cuatro compartimentos estancos; desde dentro de cada una de ellas hay una llamada permanente a las otras tres. Lo ponen pedagógicamente de relieve la multitud de referencias cruzadas que se han puesto en los márgenes del texto.

b) Las novedosas «primeras secciones». Mientras que las cuatro piezas fundamentales de la catequesis han dado lugar a una estructuración cuatripartita tradicional, el CCE aporta como nuevo a la articulación del texto la división de cada una de sus partes en dos secciones. En nuestra opinión, esta novedad pone muy significativamente de relieve cómo el CCE es -según pidieron los Padres del sí­nodo de 1985- un catecismo «adaptado a la vida actual de los cristianos».

En efecto, la situación actual de los cristianos es tenida en cuenta a lo largo del texto en múltiples lugares: no sólo donde se habla expresamente de cuestiones o contextos nuevos, como son los que plantean a la vida moral las nuevas coyunturas sociopolí­ticas o las nuevas posibilidades ofrecidas por la ciencia y la técnica. A esto responden la reflexión sobre idolatrí­as actuales y sobre el ateí­smo y el agnosticismo (2113-2128), los nuevos planteamientos de la ética de la vida y de la paz (2263-2317), de la familia (2360-2391) y de la doctrina social de la Iglesia (2419-2449), etc. Además, la atención a la situación actual se extiende también a la comunidad eclesial, con sus nuevos puntos de vista teológicos, exegéticos y ecuménicos, a los que el Vaticano II ha dado cauce y reconocimiento. Así­, por ejemplo, el CCE plantea de modo renovado la cuestión del hombre sobre la base de su único fin sobrenatural (356, 367, 618), el sentido sacrificial de la muerte de Cristo a la luz de toda la vida de Jesús como ofrenda al Padre (574-655), la comprensión inclusiva de la catolicidad de la Iglesia en su relación con los no católicos y los creyentes no cristianos (836-848), el matrimonio como comunión de vida y amor (1603ss.), etc.

Pero más allá de estos y otros muchos importantes temas en los que la novedad de la situación de la Iglesia y del mundo ha exigido nuevas formulaciones y planteamientos, es el mismo ritmo binario de la estructura de cada parte del CCE en dos secciones el que marca una notable novedad en la estructura del libro. Estas primeras secciones son una especie de amplias introducciones en las que se da cuenta del modo en el que la temática de cada una de las partes viene referida al ser humano en cuanto sujeto de la fe. El Catecismo romano no vio necesaria esta referencia inicial al sujeto. Hoy, después del llamado giro antropológico de nuestra cultura moderna, se comprende que el CCE haya introducido esta innovación. Este es el rasgo más marcado de inculturación del Catecismo. Los redactores sopesaron las razones que hablaban en favor de hacer partir la exposición desde abajo, es decir, desde una descripción de la situación en la que se hallan el hombre y la mujer a quienes se dirige hoy la palabra del evangelio. La tarea se mostraba imposible si se querí­a escribir un catecismo para toda la Iglesia, pues las situaciones concretas son, en realidad, muy diversas en las distintas áreas geográficas y/o culturales del planeta. La inculturación más concreta debí­a quedar para los catecismos locales. Con todo, el CCE, al introducir las secciones de las que hablamos, muestra haber asumido el rasgo moderno de referencia al sujeto como elemento de un nuevo modo de ver las cosas: es, en este sentido, un catecismo inculturado.

– La primera sección de la primera parte recoge temas de la llamada teologí­a fundamental que, como es sabido, se han desarrollado en la Edad moderna como capí­tulos amplios de la teologí­a: la revelación y sus fuentes, la fe y su análisis. Es decir, desarrollos en torno al modo como accedemos al credo -objeto de esta primera parte del CCE-, cómo nos llega, cómo lo hacemos propio. No será fácil determinar qué ha sido antes: si el desenvolvimiento teológico de estos temas en el contexto de las disputas confesionales consiguientes a la Reforma protestante o el desarrollo de la conciencia moderna de la subjetividad; porque se trata de factores que se potenciaron mutuamente.

– La sección primera de la segunda parte, sobre la «economí­a sacramental», recoge la más reciente teologí­a sobre la Iglesia como «sacramento de la acción de Jesucristo» (1118). Con ella se da razón del ámbito en el que el hombre de hoy vive aquello que cree como revelado en Jesucristo (frente al individualismo) y se pone en su lugar la dimensión histórica de la liturgia de la Iglesia, vinculada al acontecimiento pascual (frente al naturalismo). Sólo después de esta explicación de la economí­a sacramental, que hace presente hoy para cada hombre el misterio revelado en Jesucristo, se pasa a hablar de cada uno de los sacramentos.

– La referencia al sujeto es más evidente aún en la sección primera de la parte tercera. Bajo el tí­tulo de «La vocación del hombre: la vida en el Espí­ritu», se pone de manifiesto que los mandamientos -de los que tratará la sección segunda- hay que entenderlos desde y para la persona humana (c. 1); y que la persona, por su parte, no se entiende si no es en relación a la comunidad humana (c. 2) y, ante todo, si no es bajo la acción del Dios de la gracia (c. 3). La parte moral del CCE no se reduce, pues, como en el caso del Catecismo romano, a un comentario de los mandamientos, sino que se abre con una explicación de las condiciones subjetivas que posibilitan tanto el cumplimiento cabal como la intelección adecuada de ellos.

– Incluso la sección primera de la parte cuarta tiene un tono muy distinto de las consideraciones del Catecismo romano acerca del qué, el porqué y el cómo de la oración. No sólo porque al hablar del combate de la oración se aluda a las dificultades propias de nuestro tiempo en este campo (2727), sino, sobre todo, porque se habla con amplitud de la revelación de la oración (c. 1), es decir, de nuevo de las condiciones de posibilidad, en este caso, de la vida de oración.

3. ALGUNOS CONTENIDOS EN PARTICULAR. Lo que acabamos de decir no ha de inducir a engaño. El CCE tiene muy en cuenta la subjetividad, pero no se siente en absoluto tributario de ella. Al contrario, es un texto doctrinal y consciente de la importancia de la doctrina (cf 23 y 170) como patrimonio recibido que hay que transmitir. No por doctrinarismo, sino por realismo. Ya hemos hablado de la estructura nada doctrinarista del Catecismo, que se halla más orientada a la práctica que al sistema. Pero las proposiciones doctrinales son importantes porque remiten a una realidad no reductible al sujeto o a la conciencia: en nuestro caso, al acontecimiento de la revelación en Jesucristo. La fe tiene que poder expresarse en proposiciones si es que no ha de diluirse en meras experiencias personales o culturales y si es que ha de poder distinguirse de otras formas de fe como fe cristiana. Hemos visto también más arriba cómo esta preocupación por la identidad de la fe y de la vida cristiana está en el origen de la empresa del Catecismo. Pues bien, enumeremos siquiera algunos de los contenidos doctrinales más relevantes del CCE.

a) La primera parte es la más amplia: casi el 40% de la obra. Es una proporción adecuada al interés doctrinal del Catecismo, ya que es aquí­ donde se presenta el corazón de la fe en cuanto autorrevelación del mismo Dios. Para ello se adopta, siguiendo el credo, una estructura trinitaria: no en vano es reconocida la doctrina de la Trinidad Santa como «la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquí­a de las verdades de la fe» (234). La visión trinitaria será también, por eso, determinante de las otras tres partes del Catecismo: la liturgia es obra de la Trinidad (1077-1083); la vida cristiana es una vida desde el Dios trino (1693-1695); la oración es también en y al mismo Dios, Padre, Hijo y Espí­ritu (2664-2672). Pero es al explicar el credo cuando se ponen las bases de esa visión de Dios que informa toda la vida cristiana y que ha sido posibilitada por Dios mismo en su revelación en Jesucristo y por el Espí­ritu Santo.

El CCE se centra en la Trinidad porque es cristocéntrico: «En la catequesis lo que se enseña es a Cristo (…); el único que enseña es Cristo» (427). El es el gran sacramento en el que Dios mismo se nos manifiesta (515); la liturgia es la obra del Cristo glorioso que sigue actuando en su Iglesia, por medio de su Santo Espí­ritu (1084-1109), para la curación y salvación del hombre (1116); así­ es como se hace posible la vida en Cristo, es decir, su seguimiento verdadero (1694-1698), y que la oración, en cuanto comunión con Cristo, tenga las mismas dimensiones que su amor (2565).

Conviene subrayar algunos temas particulares de la primera parte: la «importancia capital» (282) de la catequesis sobre la creación, que es presentada como «fundamento de todos los designios salví­ficos de Dios» (280) y, por tanto, como «obra de la Santí­sima Trinidad» (290ss.); la presentación de la resurrección como «la verdad culminante de nuestra fe en Cristo» (638), pero no como punto de llegada de una cristologí­a puramente desde abajo ni como punto de partida de una cristologí­a meramente desde arriba, sino como supremo y sin par punto de conexión de la historia humana con el Dios trascendente; la explicación de la realidad de la Iglesia en í­ntima conexión con los artí­culos sobre Cristo y sobre el Espí­ritu «para no confundir a Dios con sus obras» (750) y para poder entender bien en qué sentido no hay salvación fuera de ella (846).

b) La segunda parte aparece muy estrechamente ligada a la primera, pues en ella se presenta la liturgia de la Iglesia como la obra actual del Dios trino en cuanto encaminada a la salvación y santificación de cada uno de los hombres. Las dos primeras partes del CCE, que suman ellas solas dos tercios de la extensión de la obra, ponen de manifiesto, en conjunto, algo de fundamental importancia, que deberí­a quedar claro en la catequesis: es Dios quien sale al encuentro de los hombres en su Palabra y en los sacramentos. La vida moral y la vida de oración serán respuesta a la iniciativa divina.

Además del carácter trinitario, y en particular pneumatológico, del tratamiento de los sacramentos conviene subrayar su óptica mistagógica y su sensibilidad para el rito oriental. El sentido de los sacramentos es expuesto a partir de sus elementos celebrativos, que aparecen como camino introductorio al misterio de salvación y santificación que celebran. La atención a los ritos orientales ayuda a comprender mejor el mismo misterio. Por otro lado, la clasificación empleada (sacramentos de iniciación, de curación y de la comunidad) es fundamentalmente pedagógica y no deberá hacer perder de vista que «todos los sacramentos están unidos a la eucaristí­a y a ella se ordenan» (1324).

c) La tercera parte articula las diversas cuestiones concretas de la vida moral en el marco tradicional del decálogo. Pero el decálogo, por su parte, no es presentado como el marco último de la vida moral cristiana. Esto hubiera dado lugar a una moral del precepto y la obligación. El marco viene dado, más bien, por la ley nueva, es decir, por la ley interior de la gracia, del amor, de la libertad y del Espí­ritu Santo (1972). Por eso, antes que de los mandamientos se habla, en la sección primera, del deseo de felicidad y de la bienaventuranza cristiana, de la libertad, de la pasión natural y de las virtudes que la orientan al amor. Es decir, que el marco más abarcante de la moral cristiana es «la pertenencia a Dios instituida por la alianza» (2062) o, como ya hemos dicho, el seguimiento de Cristo (2053). El decálogo, por tanto, es interpretado a la luz del «doble y único mandamiento de la caridad» (2055).

Pero la moral cristiana no es sólo para los cristianos, no es una moral de gueto; su fundamento no se halla en las disposiciones más o menos sabias de un profeta inspirado a quien siguen los suyos. El Espí­ritu Santo, más bien, conduce a los seguidores de Jesucristo a la verdad del propio ser del hombre en la que radican las pautas del hacer verdaderamente humano, que no permanecen nunca del todo ignoradas por ningún ser racional. La moral cristiana es, por eso, tan especí­fica como universal. Porque la ley nueva asume y perfecciona la Ley natural. El CCE sale al paso de la posible confusión de ley moral natural con ley de la naturaleza: aquella «se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana» (1995).

En cuanto a los contenidos concretos de la moral, el CCE no hace sino referir sintéticamente la doctrina de la Iglesia. Sobre la cuestión de la pena de muerte, que resultó tan controvertida, véase lo que decimos más abajo al hablar de la edición tí­pica.

d) La cuarta parte está planteada como una introducción práctica a la vida de oración, sin perder de vista el adecuado enfoque doctrinal que ha de suponer. Porque «el misterio de la fe exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración» (2558). Dicho objetivo se logra, ante todo, mediante la introducción en la revelación trinitaria de la oración, pero también recurriendo a la experiencia orante de los santos y de la tradición espiritual, tanto de oriente como de occidente. El padrenuestro es meditado como «resumen de todo el evangelio» (2761). Y la oración a Marí­a es presentada, en una perspectiva hondamente ecuménica, como comunión (2673) con aquella que es pura transparencia de Cristo, la que «nos muestra el camino (Hodoghitria) (2674).

4. LA EDICIí“N TíPICA. Juan Pablo II presentó oficialmente el 8 de septiembre de 1997 el que denominó «texto definitivo y normativo» del CCE. Está redactado en un latí­n claro y fluido, bajo el tí­tulo de Catechismus Catholicae Ecclesiae. Según la Carta apostólica que lo promulga, el texto latino tí­pico «repite fielmente la doctrina» del que fuera publicado en 1992. Se esperó cinco años para redactar el texto definitivo con el fin de poder incorporar las mejoras que, sin duda, serí­an propuestas después de un tiempo de utilización del CCE en las diversas lenguas. Esas mejoras afectan a la claridad y precisión en la formulación de la doctrina. Veamos el caso más llamativo.

El párrafo titulado «La legí­tima defensa» ha sido organizado de una manera nueva y más clara, con el fin de evitar ciertos malentendidos surgidos en torno a la doctrina sobre la pena de muerte. Queda mejor diferenciado lo que es, por un lado, el derecho a la legí­tima defensa en general (2263-2264) y, por otro, el deber de la misma que incumbe a la autoridad (2265-2267). A la autoridad no se le niega absolutamente la posibilidad de recurrir a la pena de muerte: 1) si esta fuera la única posibilidad de salvar vidas humanas y 2) supuesta la definición plena de la identidad y la responsabilidad del culpable. A continuación se exhorta al uso de otros medios «más conformes con la dignidad de la persona humana» y se afirma, citando la encí­clica Evangelium vitae, publicada en 1995, que casos en los que fuera «absolutamente necesaria la supresión del reo» -es decir, que cumplan la primera condición para la legitimidad de la pena de muerte- en nuestros dí­as «son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes». Como se puede ver, el CCE casi descalifica en la práctica la pena de muerte. Ya era así­ en la edición de 1992; la edición tí­pica lo hace con más claridad tanto por la nueva disposición general del texto como gracias a la expresión más categórica tomada de la Evangelium vitae.

III. Para el uso del Catecismo
A modo de conclusión ofrecemos algunos criterios que ayudarán a hacer un uso adecuado del CCE. Son observaciones que se derivan de la naturaleza misma de la obra que hemos descrito.

1. VER LOS LíMITES. Por las razones ya explicadas, el CCE no es un catecismo más, pero es un catecismo; en concreto, un catecismo maior. No hay que perder de vista este género propio del libro tanto para no abusar de él como para no decepcionarse ante él. Abusarí­an del Catecismo quienes lo emplearan indiscriminadamente como catecismo para ponerlo en manos de los catecúmenos en toda ocasión y sean cuales fueran las personas. Nadie está excluido en principio como lector del CCE, que podrá ser útil siempre. Pero si se trata de catequesis propiamente dicha, en muchos casos será necesario acudir a esos otros instrumentos más adaptados que son los diversos catecismos locales y menores. En todo caso, un sí­ntoma positivo de la buena formación de los catequistas serí­a que ellos sí­ pudieran acudir al CCE como texto permanente de consulta.

Por otro lado, para evitar decepciones conviene no esperar del Catecismo lo que no pretende ni puede dar. El CCE no es ni un manual de teologí­a o de exégesis, ni una monografí­a sobre un asunto determinado ni, mucho menos, un ensayo sobre una o varias cuestiones discutidas. Quien busque explicaciones teológicas o exegéticas desarrolladas, en las que necesariamente entran las diversas opiniones de escuela o los planteamientos personales e hipotéticos de los autores, no las encontrará aquí­. El Catecismo propone la doctrina que la Iglesia puede presentar como propia y común. Y eso de modo sintético y más enunciativo o narrativo que argumentativo. El CCE, por ejemplo, no ofrece análisis exegéticos, pero no porque -en contra de lo que él mismo dice y aconseja (110, 126)- no hubiera tenido en cuenta los géneros literarios y la exégesis crí­tica, sino porque su género de catecismo no lo permite. Algo semejante a lo que sucede con una buena homilí­a: supone la exégesis crí­tica, pero no aburre ni desorienta a los oyentes con digresiones técnicas, sino que les ayuda a hacer vida, sencilla y gozosa, la fe de la Iglesia.

2. VER LA TOTALIDAD. Para que el uso del Catecismo sea fructí­fero es necesario atender al todo en un doble sentido: al todo del texto y al todo del contexto. No resultará buena una lectura del CCE, ni una catequesis hecha con su ayuda, si la atención se centra unilateralmente en un capí­tulo o una parte del mismo. Se trata, como hemos puesto de relieve, de un libro que presenta la doctrina cristiana como un organismo vivo. La organicidad del texto catequético es -nos atrevemos a decir- su valor fundamental. Cuando es troceado, es despojado de su valor más original. El Catecismo, por ejemplo, no es un prontuario de soluciones a problemas morales. Si fuera leí­do como tal, separando su parte tercera de las demás, no podrí­a ser bien entendido el conjunto de la vida cristiana y se correrí­a el riesgo de caer en un moralismo de uno u otro signo. Una concentración excesiva en la primera parte, por el contrario, conducirí­a a un doctrinarismo contrario al espí­ritu cristiano y al del CCE. El propio Catecismo remite continuamente al todo, al conjunto, no sólo por medio de las referencias marginales, sino desde su mismo contenido y redacción. En su utilización debe seguirse ese impulso de integralidad. En particular, quisiera subrayar la necesidad de que los temas de teologí­a fundamental que se tratan en las primeras secciones no queden marginados de la catequesis. Dado el contexto cultural de nuestro mundo, tendente al subjetivismo, la catequesis se juega mucho en el abordaje correcto e integrado de esas cuestiones.

Ver el todo significará también atender al contexto en el que el libro se incardina. Es el contexto analizado por el sí­nodo de 1985: un momento de especial dificultad para la transmisión de la fe a las generaciones nuevas que reclama de los responsables de la catequesis no sólo una metodologí­a pedagógica adecuada, sino, ante todo, la familiaridad viva con el contenido de la fe. El Catecismo es un gran instrumento para conseguir esa familiaridad. Esa es su razón de ser. Pero en cuanto instrumento, él mismo pide ser puesto en el contexto de la vida de la Iglesia, que es el lugar propio de la catequesis. Es evidente que el testimonio oral de la fe, su celebración litúrgica y su alimentación sacramental, la vida en Cristo de la comunidad y, en especial, de los catequistas, todo ello constituye el ámbito vivo de la catequesis en el que el libro tiene su lugar propio. El Directorio general para la catequesis dedica un capí­tulo al CCE, insertándolo en el marco global de la tarea catequética de la Iglesia. Es una buena ayuda para percibir esta totalidad de la que hablamos.

3. VER EL MISTERIO. El CCE es un libro profundamente religioso y mistagógico: está orientado a introducir en el misterio de Dios y de la vida humana en su profundidad divina. Pero además, en cierta manera, el propio Catecismo forma parte de ese Misterio. Sus lí­mites son claros, como lo son los de la Iglesia misma. Pero es a través de ellos como el Dios del amor omnipotente se pondrá de un modo nuevo en el camino de muchas vidas. El CCE ha de ser visto y utilizado en el marco de la economí­a divina de la salvación, porque es un instrumento que, por la iniciativa y con el refrendo de la autoridad apostólica, la Iglesia se ha dado hoy a sí­ misma para llevar adelante su misión.

NOTAS: 1. J. RATZINGER, Introducción al nuevo «Catecismo de la Iglesia católica», en O. GONZíLEZ DE CARDEDAL-J. A. MARTíNEZ CAMINO (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, 47-64, 58. – 2. FD 4. – 3. Cf J. RATZINGER, Ein Katechismus für die Weltkirche?, Herder Korrespondenz 44 (1990) 341-343. – 4. Ib, 343. – 5. J. RATZINGER, a.c., 58. – 6. FD4.

BIBL.: DULLES A., The Hierarchy of Truths in the Catechism, The Thomist 58 (1994) 369-388; GONZíLEZ DE CARDEDAL 0.-MARTíNEZ CAMINO J. A. (eds.), El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, San Pablo, Madrid 1993: en este libro se encontrará una amplia bibliografí­a, que incluye también los documentos pertinentes de la Santa Sede. Otros escritos importantes, de fecha posterior, son: HONORE J., L’enjeu doctrinal du Catéchisme de 1’Eglise catholique, Nouvelle Révue Théologique 115 (1993) 870-876; PINCKAERS S., The Use of Scripture and the Renewal of Moral Theology: The «Catechism» and «Ueritatis splendor», The Thomist 59 (1995) 1-19; RATZINGER J.-SCHí“NBORN C., Introducción al Catecismo de la Iglesia católica, Ciudad Nueva, Madrid 1994; RODRíGUEZ P., El Catecismo de la Iglesia católica. Interpretación histórico-teológica, en FERNíNDEZ E (ed.), Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, Unión Editorial, Madrid 1996, 1-45; SUBCOMISIí“N EPISCOPAL DE CATEQUESIS, Catecismo de la Iglesia católica: Guí­a para su lectura litúrgica y la predicación, Coeditores litúrgicos, Madrid, 3 vols.: Año C (1994), Año A (1995), Año B (1996).

Juan Antonio Martí­nez Camino

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética