CARISMATICOS (RENOVACION CARISMATICA)

SUMARIO: I. Los movimientos carismáticos: 1. Una experiencia que se repite en la Iglesia; 2. El elemento carismático en la Iglesia; 3. Los dones del Espí­ritu para utilidad común – II. La actual «renovación carismática» en la Iglesia católica: 1. Del pentecostalismo clásico a la renovación carismática católica; 2. Significado de la experiencia de un despertar – III. Dimensiones de la renovación carismática católica: 1. Cuestiones de terminologí­a; 2. Los grupos de oración; 5. La efusión del Espí­ritu; 4. La experiencia carismática; 5. La actitud de la jerarquí­a católica.

I. Los movimientos carismáticos
El poder del Espí­ritu Santo según la promesa de Jesús, el hecho de Pentecostés y los carismas que con su impulso misionero pueden revitalizar a la comunidad cristiana, son constantes de la vida de la Iglesia que asumen un particular atractivo en determinados momentos históricos. Cuando entran en crisis ciertos aspectos de la vida eclesial, se hace más fuerte la exigencia de una nueva comprensión de la persona del Espí­ritu Santo, enviado incesantemente por el Padre y el Hijo, y de su función en orden a la salvación de los hombres; y, al mismo tiempo, se produce una comparación directa con la realidad espiritual de las primitivas comunidades cristianas en busca de nuevas energí­as para renovar la Iglesia coetánea.

1. UNA EXPERIENCIA QUE SE REPITE EN LA IGLESIA – Tiene razón, pues, L. Bouyer cuando dice que los movimientos carismáticos «son una caracterí­stica casi permanente o que se repite siempre en la vida de la Iglesia católica». La historia ha presenciado unos cuantos de diverso tipo. En general, hay siempre una referencia a las manifestaciones «carismáticas» que siguieron a Pentecostés, a las diversas efusiones del Espí­ritu de que hablan los Hechos de los Apóstoles o a las experiencias espirituales de la comunidad de Corinto que refiere Pablo. En los comienzos de la Iglesia, virginidad, ascetismo y martirio se consideraban dones carismáticos. El monaquismo, en su nacimiento, se sentí­a heredero del carisma de la Iglesia primitiva, y los mártires de los primeros siglos eran conscientes de ser «testigos» por excelencia cuando exclamaban al morir: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). La Pasión de Felicidad y Perpetua narra con qué entusiasmo un mártir podí­a decir a sus propios verdugos: «Otro sufrirá por mi».

Sin embargo, en la historia de la Iglesia ha habido carismáticos heterodoxos y carismáticos ortodoxos. Recordemos entre los primeros a los montanistas, a los hermanos del libre Espí­ritu, a los flagelantes, a los alumbrados, a los quietistas, etc. Sin entrar en sus caracterí­sticas especificas, limitémonos a señalar las instancias positivas de donde arrancan estos movimientos de renovación y las desviaciones a que llegan. Al principio hay una experiencia espiritual auténtica, si bien mezclada con algún elemento menos puro. Hay un nuevo descubrimiento de la trascendencia de Dios, de la identidad del cristiano tal como brota del evangelio, una nueva comprensión del papel que le corresponde al Espí­ritu Santo entre los cristianos y en la Iglesia, una necesidad de vivir radicalmente el evangelio en su llamada a una vida simple, pobre, de servicio a los demás. Por desgracia, lo que ha faltado a menudo en tales movimientos ha sido un recto /discernimiento espiritual y, sobre todo, no haber comprendido que los dones auténticos del Espí­ritu no llevan a romper la unidad y la paz de la Iglesia. Frecuentemente, la exaltación que manifiestan tales grupos ha resultado sospechosa para la jerarquí­a. Se ha producido así­ un endurecimiento por ambas partes, con la consiguiente condena de ciertos errores doctrinales y morales de tales movimientos. Pero la Iglesia ha conocido también en su historia movimientos «carismáticos» que, dentro de la plena fidelidad a la jerarquí­a, han contribuido a su renovación espiritual y apostólica con nuevas exigencias auténticamente evangélicas. En tiempos de extraví­o y de decadencia espiritual, o bien de cambios históricos, Cristo ha dado a algunos cristianos dones particulares de su Espí­ritu. Baste recordar a los profetas itinerantes de la segunda y tercera generación cristianas, a los grandes predicadores de los primeros tiempos del cristianismo y de la Edad Media, las corrientes franciscanas del s. xm,las órdenes mendicantes con su impulso apostólico de nuevo cuño [/Hombre evangélico], los diversos movimientos de «interiorización», el fervor mí­stico y profético de tantos santos, hombres y mujeres, etc.

2. EL ELEMENTO CARISMíTICO EN LA IGLESIA – A la Iglesia no le ha faltado ni le faltará nunca el elemento carismático, porque forma parte de su naturaleza. Entre el elemento carismático y el elemento institucional y sacramental no existe oposición, sino integración. La gracia y el signo, lo invisible y lo visible, estructuran inseparablemente a la Iglesia de Cristo. «No se puede hablar nunca de dos iglesias -observa el cardenal Suenens-, una de las cuales seria la institucional visible y la otra la carismática invisible. La unión de ambas dimensiones es esencial a la noción misma de iglesia».

La doctrina tradicional de la Iglesia afirma que gracia sacramental y gracia extrasacramental operan juntas la santificación del cristiano. Esta doctrina, expuesta por Pí­o XII en laMystici Carporis, ha sido subrayada por el Vat. II en la Lumen Gentiurn, sobre todo en los nn. 11 y 12. El elemento pneumatológico no actúa en un segundo tiempo respecto al cristológico. Cristo y su Espí­ritu constituyen a la Iglesia confiriéndole una estructura animada por el dinamismo santificador. El Espí­ritu Santo actúa constantemente para que los hombres llamados por Cristo perciban en la Iglesia su presencia activa y reconozcan que «las instituciones mismas son en la Iglesia vehí­culos privilegiados de los carismas más preciosos». Los ministerios en la Iglesia están animados por los carismas correspondientes, que hacen idóneos a quienes los reciben para la misión de evangelizar y de santificar. Además, todo ministerio oficial en la Iglesia debe considerarse un carisma para los otros carismas; como un don del Espí­ritu, que hace tomar conciencia a los creyentes de los propios dones recibidos para el bien de la única comunidad de salvación [/Ministerio pastoral].

3. LOS DONES DEL ESPíRITU PARA LA UTILIDAD COMÚN – El Vat. II, al leer en los signos de la Iglesia de hoy la acción, a veces discreta, a veces impetuosa, del Espí­ritu Santo entre los fieles de toda condición, ha comprendido y expresado en forma nueva la teologí­a de los carismas.

Una mirada a algunos aspectos centrales de la doctrina bí­blica, en especial la paulina, sobre los carismas permitirá comprender mejor las instancias del Vat. II. Es un hecho que en la primitiva comunidad apostólica se manifiestan en los cristianos gracias particulares concedidas por el Espí­ritu Santo para el bien de la Iglesia: «Eran muchos los prodigios y señales que se hací­an por medio de los apóstoles» (He 2,43). Jesús mismo hace partí­cipes a los discí­pulos del poder (exousia) mesiánico (cf Mc 6,7; Mt 11,27; 28,18); los dones gratuitos no son más que participación de la dignidad y del poder de Jesús (Lc 10,16) y de los dones de Cristo (Ef 4,7). La palabra carisma indica en el NT, en general, un don gratuito (charis=gracia), consistente en una operación del Espí­ritu en el creyente ordenada a la edificación del «cuerpo de Cristo», la Iglesia, para que sea «manifestación» sensible del Espí­ritu Santo conforme al carácter de encarnación de la Iglesia. San Pablo, en efecto, habla también de «ministerios» y «operaciones» (1 Cor 12,4-6). El Espí­ritu Santo «se manifiesta» en estos dones de gracia de modo experiencial, análogamente a como el Hijo de Dios apareció en la humanidad de Jesús de Nazaret (1 Jn 1-3; 1 Cor 12,7). Pero ¿cuántos y cuáles son los carismas queforman parte de la estructura de la comunidad eclesial? En general se admite que, según Pablo, «el número de los carismas es fundamentalmente ilimitado. Su lí­mite lo fija únicamente la comunidad concreta en la que se realizan sólo éstos y no otros carismas naturalmente». Por eso, en los varios elencos dados por Pablo varí­a el número de los carismas (Rom 12,6-8ss; 1 Cor 12,8-10.28-30) y no se exponen en orden sistemático. Se va desde los carismas más altos, como los discursos de sabidurí­a y de ciencia, el don de las curaciones, la profecí­a, el don de lenguas, etc., hasta los carismas más ordinarios, como la ayuda y la administración, el servicio y la guí­a de la comunidad, las obras de beneficencia y de misericordia, etc.

Fundándose en la doctrina del NT y en la experiencia de la Iglesia, los padres del Vat. II discutieron sobre el significado de los carismas y su permanencia o no en la Iglesia. Se enfrentaron dos tesis. Una, sostenida por el card. Ruffini; otra, por el card. Suenens. La primera, restringiendo el significado de los carismas sólo a los extraordinarios, sostení­a que «los carismas… abundaban al principio de la Iglesia, pero luego poco a poco disminuyeron de tal manera que casi desaparecieron…». La segunda, distinguiendo entre carismas «más excepcionales» y carismas «más ordinarios», mostraba que son dones permanentes y multiformes que da el Espí­ritu a los cristianos de todos los tiempos’. No son «un fenómeno periférico o accidental en la vida de la Iglesia; al contrario, son de importancia vital para la construcción del Cuerpo mí­stico». El punto de vista del card. Suenens, que proponí­a una noción de carisma avanzada en años anteriores por teólogos eminentes, como Y. Conga’. y K. Rahner, prevaleció entre los padres conciliares y fue codificado en el n. 12 de la LG, donde se dice que «el mismo Espí­ritu Santo no sólo santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y lo adorna con las virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12,11) sus dones, con lo que los hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le otorga la manifestación del Espí­ritu para común utilidad» (1 Cor 12,7).

Todo cristiano sensible a la presencia del Espí­ritu en él debe preguntarse con qué dones, fundados con frecuencia en las mismas cualidades naturales, ha sido enriquecido para servir mejor a los hermanos. Debe discernirlos, reconocerlos como provenientes del Dador de todo bien y empeñarlos en la construcción de la Iglesia, comunidad de salvación.

II. La actual «renovación carismática» en la Iglesia católica
También en nuestros dí­as, cuando la Iglesia está empeñada en una renovación que lleve a presentar a todos los hombres el verdadero rostro de Dios y su acción liberadora en la historia, el Espí­ritu Santo ha suscitado un nuevo dinamismo espiritual. Para comprender el alcance de la experiencia carismática que está viviendo la Iglesia católica, hay que retroceder a sus fuentes, a su primer nacimiento, ligado al pentecostalismo, a fin de discernir los puntos comunes que tiene con él y las profundas divergencias que lo distinguen.

1. DEL PENTECOSTALISMO CLíSICO A LA RENOVACIí“N CARISMíTICA CATí“LICA – Se ha dicho que nuestro siglo ha asistido a la formación de tres afluentes de la gran corriente de «revival», de resurgimiento religioso», que está recorriendo las iglesias cristianas. Estos tres afluentes son el pentecostalismo clásico, el neopentecostalismo y la renovación carismática católica.

El pentecostalismo clásico es el conjunto de doctrina y de praxis religiosa de las iglesias llamadas pentecostales, cuya suprema expresión está constituida por las Asambleas de Dios. Comenzó en 1900 en Topeka (Kansas), donde un pastor metodista, Charles F. Parham, fundó una escuela bí­blica, la Bethel Bible School. Su método consistí­a en proponer a los estudiantes algunas preguntas nacidas de la experiencia suscitada por la comparación entre el entusiasmo religioso de las primeras comunidades cristianas y lo endeble de la vida cristiana y del apostolado que observaba en sí­ y a su alrededor. La pregunta crucial que hizo a sus estudiantes fue ésta: «¿Cuál es el signo escriturí­stico de un verdadero bautismo en el Espí­ritu Santo?». Meditando cuanto dicen los Hechosde los Apóstoles acerca de Pentecostés y de los otros «descendimientos» del Espí­ritu Santo (He 10,44-48; 19,1-7), concluyeron que el signo escriturí­stico seguro del bautismo en el Espí­ritu Santo es el don de «hablar en otras lenguas». Intensificaron entonces su oración con gran fervor, y el primer dí­a del año 1901, en una de estas reuniones, una estudiante, Inés Ozman, pidió a Parham que le impusiera las manos para recibir el bautismo en el Espí­ritu Santo. Fue para ella una experiencia religiosa profunda, y comenzó a alabar a Dios en lenguas. Desde Topeka, un insólito fervor religioso, que llevaba a dar un testimonio vivo de Cristo, se difundió a otros centros, sobre todo a Los Angeles (California), donde un pastor negro, William Seymour, promovió un intenso despertar religioso. Hay que observar que el propósito de estos grupos y de sus animadores no era fundar una iglesia nueva, sino suscitar un despertar en las iglesias evangélicas a las que pertenecí­an. Pero cuando se vieron ridiculizados, perseguidos y rechazados por sus iglesias, se reunieron bajo nuevas denominaciones con el nombre genérico de pentecostales.

El neopentecostalismo se inició cuando, a partir de 1956, varios grupos de protestantes, sobre todo anglicanos, luteranos y presbiterianos, que habí­an realizado una experiencia tí­picamente pentecostal, fueron readmitidos por sus respectivas iglesias. Esto les permitió integrar la experiencia pentecostal en su propia confesión religiosa.

La renovación carismática católica tiene como fecha de nacimiento los comienzos de 1967. Un pequeño grupo de jóvenes profesores de la universidad católica de Duquesne (Pittsburg)», comprometidos en su vida de fe y de apostolado, confrontaban su existencia de creyentes un tanto debilitada con el fervor y el impulso de las primitivas comunidades cristianas. Leyeron dos libros, La cruz y el puñal, en el que el pastor D. Wilkerson narra su apostolado entre los jóvenes de los bajos fondos de Nueva York, y Ellos hablan en otras lenguas, donde un periodista, J. Sherrill, presenta de modo fascinante el desarrollo de las comunidades pentecostales de U.S.A. «. Tomaron contacto con un grupo de protestantes pentecostales, oraron varias veces juntamente con ellos y, por último, pidieron la oración y la imposición de las manos para recibir el «bautismo del Espí­ritu». Al realizarlo tuvieron la tí­pica experiencia pentecostal y comenzaron a rezar en lenguas. Organizaron un grupo católico de oración; su experiencia religiosa se transmitió rápidamente, primero a la universidad de Notre Dame, en el estado de Indiana, y luego a otras universidades, parroquias, conventos y un poco por todas partes en U.S.A., y, finalmente, a varias partes del mundo. Todos los años se celebra una reunión internacional en Notre Dame; en 1975, con ocasión del año santo, tuvo lugar en Roma, con la participación de diez mil personas provenientes de sesenta paí­ses. En aquella ocasión, después de una memorable concelebración en San Pedro presidida por el card. Suenens, el Papa les dirigió un discurso.

2. SIGNIFICADO DE LA EXPERIENCIA DE UN DESPERTAR – El extraordinario crecimiento de los grupos de oración de la renovación carismática católica en todo el mundo plantea el problema del significado de tal experiencia religiosa, de las instancias de que nace y de los interrogantes que formula. Uno de los primeros datos que descuellan es el haber surgido después de la oleada de la llamada teologí­a de la muerte de Dios y de la secularización, las cuales, si bien han puesto de manifiesto valores genuinos y purificados de la fe cristiana, han oscurecido a menudo la credibilidad del Dios vivo y de la Iglesia de Cristo. De ahí­ la necesidad de volver a los datos de la revelación cristiana contemplados no sólo como elementos doctrinales, sino como experiencia de vida, como impulso de fe trinitaria, como testimonio y misión.

Otro dato es que la renovación carismática católica comenzó apenas un año después de concluirse el Vat. II. Este, por un lado, ha insistido en la necesidad de la «renovación» de la Iglesia y de los cristianos, y, por otro, ha presentado la imagen de una iglesia, pueblo de Dios, en una teologí­a renovada del Espí­ritu Santo. Pablo VI, en la alocución de apertura de la segunda sesión del Vat. II, el 29 de septiembre de 1963, declaró que uno de los motivos principales por los que el Papa Juan XXIII habí­a convocado el concilio era la renovación de la Iglesia. El decreto sobre el ministerio y la vida de los presbí­teros coloca en primer plano la renovación de la Iglesia entre los tres fines pastorales del concilio, a saber: «La renovación interna de la Iglesia, la difusión del evangelio por el mundo entero, así­ como el diálogo conel mundo actual» (PO n. 12). Particularmente en la LG se habla de esta renovación y se la relaciona estrechamente con su fuente, que es el Espí­ritu Santo: «Con la fuerza del evangelio (el Espí­ritu Santo) hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» (4). La Iglesia, se dice también, entre tentaciones y tribulaciones, es mantenida siempre por la fuerza del Señor, a fin de que «no cese de renovarse bajo la acción del Espí­ritu Santo» (9). Para realizar esta obra, se añade finalmente, el Espí­ritu Santo confiere a los cristianos dones espirituales, los carismas, manifestación del Espí­ritu para la utilidad común, a fin de hacerlos aptos y prontos «para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia» (12). La renovación carismática pretende ser una respuesta a las instancias de renovación de toda la Iglesia dentro de la fidelidad a las mociones del Espí­ritu. F. Sullivan» sintetiza así­ los componentes esenciales de una auténtica renovación carismática en la Iglesia: 1) fidelidad creciente de la Iglesia, en todos sus miembros, a su vocación; 2) el Espí­ritu Santo es su agente principal; la Iglesia debe responder activamente; 3) el Espí­ritu Santo concede toda especie de dones carismáticos de que la Iglesia tiene necesidad en una época determinada; 4) el Espí­ritu Santo mueve a los cristianos a reconocer tales dones, a comprender su sentido y a usarlos; 5) el Espí­ritu Santo guí­a a los laicos para emplear sus dones en comunión con sus pastores y guí­a a los pastores a reconocerlos y desarrollarlos en los fieles; 6) el Espí­ritu Santo da a la autoridad de la Iglesia el carisma del discernimiento para juzgar y promover los dones auténticos sin extinguir el Espí­ritu; 7) la elección de las personas para la guí­a pastoral de la Iglesia se hace basándose en una reconocida presencia de los dones del Espí­ritu necesarios para un oficio particular; 8) en cada comunidad eucarí­stica local, cada miembro ejerce sus dones bajo la guí­a de los pastores.

Esta instancia de renovación carismática lleva a los cristianos a salir, bien de una especie de racionalismo aséptico con que viven su propia fe, bien de aquel indiferentismo que confina con una negación práctica de Dios y de lo sobrenatural. H. Mühlen, hablando de la renovación carismática católica, insiste justamente en su capacidad de superar el abismo entre fe y experiencia; de dar una experiencia real del Espí­ritu que abre el camino al encuentro con Cristo y con el Padre en la Iglesia. El olvido del Espí­ritu Santo que hemos padecido, observa Mühlen, nos ha llevado a poner en discusión a Dios mismo: «Con frecuencia vivimos prácticamente como si Dios no existiese. Nos hemos convertido, en el centro de nuestro ser y de nuestro `corazón’, en ateos prácticos» (p. 18). La renovación carismática, dice también el autor, nos ayuda a salir del ateí­smo de la mente (p. 48ss) y del ateí­smo del corazón (p. 60ss), nos hace hablar con Dios en voz alta, nos hace entrar en aquella «nueva época» de que habla la Gaudium et Spes (n. 4) y que se caracteriza por una «socialización» incluso a nivel religioso, por el paso de una experiencia de Dios monoteí­sta a otra trinitaria. La experiencia de Dios en la «época del Espí­ritu» (Rom 7,6) se funda en la persuasión de fe de que «verdaderamente Dios está entre nosotros» (1 Cor 14,25). Consiste en un tipo de conocimiento no conceptualizable, es decir, que no puede apoderarse conceptualmente de su objeto, sino que lo vive por la participación de todo el ser y con una certeza que es precisamente fruto de fe.

Nuestra experiencia del Espí­ritu está í­ntimamente vinculada a la experiencia que Jesús mismo tuvo del Espí­ritu. En virtud del Espí­ritu de Jesús, damos nosotros testimonio de la experiencia que tuvo Jesús de Dios y que la Iglesia sigue teniendo en el tiempo. El bautismo que recibió Jesús de Juan, tal como se interpreta en el NT a la luz de la experiencia carismático-misionera de Pentecostés, marca la experiencia originaria que tuvo Jesús del Espí­ritu Santo. Mateo en su evangelio atribuye una importancia particular al hecho de que Jesús, al salir del agua apenas bautizado, «viera» al Espí­ritu de Dios descender como una paloma y «oyera» una voz (Mt 3,16-17). Las expresiones «ver» y «oí­r» indican que Jesús tuvo una profunda experiencia de la presencia de Dios. Esta experiencia posee un carácter público que se comunica a los demás, los cuales de algún modo participan de la experiencia del Espí­ritu dado a Jesús. La Iglesia continúa en la historia la experiencia del Espí­ritu de Jesús. En particular se continúa en la Iglesia la experiencia de Pentecostés de los primeros testigos, la manifestación de aquel Espí­ritu «que veis y oí­s» (He 2,33). Cuando los primeros cristianos llamaban a Dios con el nombre de Padre sentí­an que participaban de la experiencia de Jesús y que el Espí­ritu de Jesús era para ellos la prueba fundamental de la resurrección de Jesús (cf He 2,33). La experiencia carismática en la Iglesia católica subraya también el papel que Marí­a tiene en el contexto trinitario y eclesial. El «sí­» de Marí­a expresa a la perfección el consentimiento y la docilidad al plan de Dios sobre los hombres, a los cuales guí­a con su Espí­ritu. Si Cristo es el carismático originario, después de él Marí­a es la carismática por excelencia, ya que recibió la plenitud del Espí­ritu, escuchó constantemente su voz, jamás le entristeció y participó activamente en el nacimiento de la Iglesia desde Pentecostés en adelante».

III. Dimensiones de la renovación carismática católica
Después de haber visto las circunstancias en que surgió en la Iglesia católica la renovación carismática y las instancias de que es portadora, debemos considerar sus dimensiones existenciales, es decir, los componentes que la caracterizan.

1. CUESTIONES DE TERMINOLOGíA – No hay que extrañarse de que, en un movimiento surgido hace pocos años y que ha conocido un desarrollo extraordinariamente rápido, la terminologí­a sea aún un tanto incierta. Según hemos visto, se partió de una exigencia existencial de vida en el Espí­ritu, en contacto directo con la palabra de Dios. No nació de una visión teológica particular. Por otra parte, no sólo está estimulando una nueva vitalidad de la fe en muchos cristianos, sino también una comprensión más profunda de diversos aspectos de la teologí­a, en particular de la pneumatologí­a, de la eclesiologí­a y de la teologí­a de los sacramentos.

La terminologí­a generalmente en uso designa a este movimiento con el término de «renovación carismática». Al principio se le llamó «pentecostalismo católico»; pero luego se prefirió no usar esta expresión para evitar posibles confusiones con el pentecostalismo clásico y con el de otras expresiones protestantes. Algunos prefieren el término «renovación en el Espí­ritu», que parece arraigar cada vez más. Otros lo llaman simplemente «renovación». Sin embargo, como la denominación más en uso es la de «renovación carismática», es necesario comprender en qué sentido se usa el adjetivo «carismático».

El P. Y. Congar, aun apreciando este movimiento, ha llamado la atención sobre un posible abuso del término `carismático’. Seria ciertamente un error entenderlo, por ejemplo, introduciendo una división en el pueblo de Dios entre «carismáticos» y «no carismáticos», entre los que han recibido «el bautismo en el Espí­ritu» y «hablan en lenguas» y los que no poseen esta experiencia. Como si los carismas del Espí­ritu no fuesen multiformes y dados a cada cristiano en la medida de la gracia divina, en función de una misión de edificación y según la disponibilidad de fe del creyente particular. Una posible restricción del término carismático a los solos carismas extraordinarios darí­a lugar a una visión errónea. Y nada digamos si se lo toma como sinónimo de exaltado, de extravagante, de antiinstitucional, etc. De todos modos, prescindiendo del abuso que puede hacerse de este término, hay que precisar que, referido a la «renovación», se toma en la noción más amplia que de él ha dado el Vat. II, según hemos visto ya. Carismático es todo cristiano que toma conciencia de haber recibido o de poder recibir dones diversos de gracia para usarlos al servicio de Dios y de los hermanos. El movimiento de que hablamos puede ser un modo querido hoy por Dios para darnos una nueva comprensión de aquel elemento carismático de la Iglesia que nosotros, con mentalidad racionalista si no secularizada, habí­amos olvidado.

En esta lí­nea, otro término que se debe aclarar es el de «movimiento». No se trata de un movimiento en el sentido estricto del término. No posee una organización central, ni cuadros establecidos, ni un objetivo particular por encima del general de una fe vivida según las exigencias más auténticas del evangelio y de la Iglesia como respuesta a la acción del Espí­ritu Santo, que se actualiza en la adoración de Dios y en el servicio de los hermanos bajo la guí­a de los pastores de la Iglesia. El card. Suenens prefiere describirlo justamente como «una corriente de gracia que pasa y que conduce a vivir una tensión mayor y consciente de la dimensión carismática inherente a la Iglesia»‘. Es un modo de vivir la vida cristiana y eclesial por «cristianos normales», atentos a la acción que el Espí­ritu Santo suscita en formas siempre nuevas en la Iglesia y en la sociedad de hoy. Alguna otra cuestión de terminologí­a la-examinaremos después.

2. Los GRUPOS DE ORACIí“N – El componente fundamental de la renovación carismática católica lo constituyen los grupos de oración. Siguiendo el espí­ritu de aquel primer grupo de jóvenes profesores de la universidad de Duquesne, numerosos creyentes de edad y condiciones sociales diferentes, convencidos de la promesa de Cristo: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20), gustan de encontrarse para compartir su fe, para invocar juntos a Dios con el nombre de Padre, escuchar su palabra que abre al amor y a una esperanza siempre nueva, que les hace felices de sentirse cristianos y prontos a servir a los demás allí­ donde los coloca la Providencia. El grupo se inspira en las primitivas comunidades cristianas (He 2,41), asiduas a las reuniones comunes y a la larga oración, y siguen la pauta de las asambleas de oración descritas por Pablo en 1 Cor 14,26-33. Las principales caracterí­sticas de este estilo de oración son las siguientes:

†¢ la espontaneidad con que se dirige a Dios un grupo de hermanos, según la exhortación de Pablo: «Cuando os reuní­s, cada cual podrá tener un salmo, una instrucción, una revelación, un discurso en lenguas, una interpretación; que todo se haga para edificación» (1 Cor 14,26). Por tanto, no existe un ritual o fórmulas fijas. Cada uno puede leer un trozo de la Escritura, puede improvisar una oración, pueden recitar todos juntos el «Padrenuestro», el «Gloria», el «Avemarí­a», etc., cantar un himno que se preste más a expresar la experiencia espiritual que se está viviendo, etc. Nos dejamos llevar del Espí­ritu, que formula en nosotros la oración más grata a Dios (Rom 8,26-27), y del gozo de sentirnos movidos por él: «Sed llenos del Espí­ritu, hablando unos a los otros en salmos, en himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo al que es Dios y Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20). Hay momentos de silencio para asimilar la palabra de Dios, oraciones apenas susurradas o cantos que expresan el entusiasmo de sentirse hijos de Dios en una comunidad de hermanos. La espontaneidad lleva a hacer participar en la oración a la persona entera, incluso el cuerpo; es tí­pico el gesto orante de los brazos que acompaña a la elevación del espí­ritu. La oración es guiada generalmente por uno o dos animadores particularmente preparados, que siguen las mociones del Espí­ritu, cuidando de que todo se desarrolle con orden y edificación reciprocas;
†¢ la oración de alabanza y de agradecimiento constituye una lí­nea de fuerza particular. Desde luego, no se excluye la oración de intercesión y de petición; pero la nota dominante es la elevación al Dios trino motivada por las grandes obras que ha llevado a cabo en la historia de la salvación y que sigue realizando hoy en quienes se confí­an a él con fe simple. No hay nada más bí­blico ni más eclesial que la alabanza de Dios y la acción de gracias. Es fruto de una experiencia de fe vivida en su pureza. Es un dirigirse a Dios no sólo por lo que puede dar, sino por lo que es. Es expresión de un amor desinteresado, que purifica de la imagen del «Dios tapagujeros» y que nos ayuda, en cambio, a descubrir el verdadero rostro de Dios. Se alaba al Señor y se le da gracias fundamentalmente por el don de la salvación. Los ,»salmos ofrecen un ejemplo espléndido de esta oración cuando cantan la bondad de Dios (145,6ss), su amor y su fidelidad (89,2; 117,2), sus grandes proezas (105,1; 106,2), etc. Es un grito de admiración y de exultación: «Grande es Yahvé y muy laudable, no tiene medida su grandeza» (145,3). Es el aleluya (Hallelu-Jah=alabad a Yahvé) que repite la Iglesia en la liturgia, sobre todo en la explosión de la alegrí­a pascual. Es la alabanza de los ángeles y de los pastores por el nacimiento del Salvador (Lc 2,13s. 20), el hosanna del domingo de ramos (Mt 21,16), el canto del cordero del Apocalipsis (15,3), la «bendición» que Jesús mismo dirigió al Padre (Mt 11,25). Finalmente, es la vida cristiana como «eucaristí­a», o sea como acción de gracias, que alcanza su expresión culminante en la eucaristí­a sacramental;
†¢ el itinerario de conversión cada vez más radical, que lleva, no sólo teórica, sino prácticamente, a reconocer y a confesar que Cristo es el Señor (He 2,36) y el Salvador, y que, por tanto, «no hay salvación en ningún otro, pues ningún otro nombre debajo del cielo es dado a los hombres para salvarnos»(He 4,12). Este dinamismo espiritual ayuda a pasar cada vez más de una «vida carnal» a una «vida en el Espí­ritu» (Rom 8). Al mismo tiempo, es conversión al Cristo total, que vive en la Iglesia y en todos los hombres de buena voluntad. Por eso esta renovación no lleva a una nueva «super-iglesia» carismática, sino a una Iglesia renovada por los carismas del Espí­ritu Santo. Es, pues, una renovación interior, que integra cada vez más el amor de Dios en el amor de los hermanos, sobre todo de los predilectos de Jesús: los pequeños, los pobres, los olvidados de los demás. Por tanto, si se entiende y se vive esta oración en su significado más cristiano, no se la puede considerar una evasión o un refugio, fruto de frustraciones, sino que estimula a un compromiso evangélico mayor, que se traduce también concretamente en sus dimensiones sociopolí­ticas. La oración vivida con fe auténtica llena de amor de Dios y se expresa en las obras de la caridad (Sant 2,14ss). Siendo comunión con Dios y don de sí­ a él, comprende el don de sí­ a los hermanos para su liberación y su crecimiento integral. El compromiso social y polí­tico que brota del amor de Dios no lleva a una ideologí­a cualquiera, sino a una visión crí­tica de la vida, teórica y práctica, que es carismática porque saca su inspiración y su energí­a de la gracia de Dios (2 Cor 8,1);
†¢ la persona toda entera responde a la invitación de Dios. Jesús, con la moción de su Espí­ritu, apela al hombre en su carácter global histórico y existencial. Se adueña de su mente, de su imaginación, de su afectividad, de sus emociones. Espí­ritu, alma y cuerpo (1 Tes 5,23) expresan la respuesta al Señor que llama. Por eso no debe causar maravilla que en los grupos de oración de la renovación carismática cada uno manifieste no sólo consideraciones racionales, sino sensibilidad y emociones. El emocionalismo de ciertas iglesias pentecostales causa fastidio y es descaminado. En cambio, la integración en la vida de oración del sentimiento, de la sensibilidad y de la emoción lleva a una mayor autenticidad, liberando de aquel exagerado formalismo y ritualismo que inhibe la expresión de toda la persona frente a Dios y a los hermanos en la fe;
†¢ la Sda. Escritura es el lugar privilegiado de la renovación carismática. Constituye el punto firme de referencia para la oración, para la reflexión y para la acción evangélica. La palabra de Dios rezada suscita el deseo de profundizarla. Por eso, además de la breve enseñanza que se pueda dar durante la oración, los grupos organizan jornadas de estudio o cursos sistemáticos. Esto ayuda a colocarse en la lí­nea de la tradición católica y del magisterio de la Iglesia, evitando el riesgo del fundamentalismo bí­blico, o sea una interpretación exclusivamente literal de la Escritura, del pietismo o de la experiencia religiosa subjetiva.

3. LA EFUSIí“N DEL ESPí­RITU – Uno de los momentos que siempre se ha considerado central en la experiencia pentecostal es el «bautismo en el Espí­ritu». Veamos sus aspectos principales, remitiendo al lector a algunos estudios que profundizan sus elementos, ya teológicos, ya pastorales». Ante todo, hay que notar que este momento se sitúa en un largo itinerario de experiencia espiritual o, mejor, de maduración de la fe y de los otros componentes de la existencia cristiana. Personas que en el grupo de oración encuentran o reencuentran la vida nueva en Cristo se sienten interiormente llamadas por el Espí­ritu a una profundización de su vida cristiana. Generalmente, el grupo les ofrece la posibilidad de seguir un «seminario de la vida en el Espí­ritu», que les comunica las verdades básicas del ser cristiano y les ayuda a abrirse a la acción del Espí­ritu y a sus dones. Cuando estas personas sienten que han alcanzado un nivel suficiente de madurez espiritual que les lleva a desear abandonarse totalmente al Espí­ritu de Dios, piden al grupo de los hermanos que oren con ellos y por ellos para recibir una presencia nueva y más eficaz del Espí­ritu justamente por medio del «bautismo en el Espí­ritu».

En este punto es necesaria otra precisión terminológica, que dice relación con los más delicados problemas teológicos. El término «bautismo en el Espí­ritu», de suyo correcto en el contexto de la doctrina católica, está ligado de hecho a la tradición de la Iglesia pentecostal y supone una visión bí­blica y teológica diversa de la católica». En el n. 6 de los artí­culos de fe de la Iglesia cristiana evangélica pentecostal se dice: «Nosotros creemos en el bautismo del Espí­ritu Santo como en una potente virtud divina que penetra en el hombre después de la salvación y se manifiesta visiblemente con el signo escriturí­stico de hablar lenguas nuevas». Es fácil notar que el credo pentecostal establece distinción entre salvación, o sea conversión a la fe, la única que otorga la regeneración, y la «segunda experiencia» o «segunda bendición», en la cual se recibe el don del Espí­ritu Santo. En cambio, la doctrina católica sostiene que hay «un solo bautismo» (Ef 4,6), no uno de agua y otro de Espí­ritu, con el cual somos salvados «mediante el lavatorio de regeneración y renovación del Espí­ritu Santo» (Tit 3,5). Luego, en la confirmación, se recibe un nuevo don del Espí­ritu, que da una confirmación para vivir y testimoniar la fe. Así­ pues, para la renovación carismática católica, con el «bautismo en el Espí­ritu Santo» no se recibe el don del Espí­ritu por primera vez, sino que se goza de una nueva efusión suya en respuesta a las disposiciones del que lo pide y a la oración de intercesión de los hermanos del grupo. Los católicos, además, no consideran necesario el lazo entre bautismo en el Espí­ritu y don de lenguas, sosteniendo, en cambio, que el Espí­ritu es siempre libre de manifestar su nueva presencia con los dones que estime más útil conferir.

Dada, pues, la ambigüedad del término «bautismo», en la renovación carismática católica se prefiere usar otra expresión, también de origen bí­blico, a saber, «efusión del Espí­ritu» (He 2,17). También se usan otros términos que permiten comprender mejor el verdadero significado de este acontecimiento: liberación del Espí­ritu Santo, renovación del Espí­ritu, manifestación del bautismo, actualización de los dones recibidos en potencia en el bautismo, etc.

¿Cuál es el alcance de esta experiencia religiosa? F. Sullivan, en un estudio fundado en los datos bí­blicos y en la teologí­a de santo Tomás que describe la misión de las divinas personas en términos de inhabitatio e innovado, habla de una nueva relación con el Espí­ritu Santo: «Una experiencia religiosa que introduce a una persona en un sentido decisivamente nuevo de la presencia omnipotente de Dios y de la acción de Dios en su vida, acción que implica habitualmente uno o más dones carismáticos». La efusión del Espí­ritu se contempla en relación con todo el proceso de la iniciación cristiana, desde su origen hasta la plena madurez de la vida en Cristo. Como se ve por el NT, los tres momentos de la iniciación cristiana, que se implican unos a otros, son la conversión (que supone la fe en Cristo),el bautismo en el nombre de Jesús (de las tres personas de la SS. Trinidad) y la recepción del Espí­ritu Santo (He 2,38). La Iglesia marca con los tres sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristí­a los tres momentos culminantes de la iniciación cristiana. Pero la vida en el Espí­ritu debe actualizarse luego en toda la existencia. Por eso el Espí­ritu Santo quiere «derramarse» también fuera de los sacramentos. Los grupos de oración de la renovación carismática ayudan a abrirse a esta efusión, es decir, a tomar conciencia de que si el cristiano posee el Espí­ritu Santo recibido en los sacramentos, no siempre el Espí­ritu Santo lo posee a él. O sea, falta la integración en la vida del don que Dios ha hecho de sí­ y de su presencia. De ahí­ la exigencia de pedir a Dios mismo que renueve el don del Espí­ritu recibido fundamentalmente en el bautismo y en la confirmación. La comunidad, reunida en oración en el nombre de Jesús, desarrolla un importante papel de mediación y de intercesión, e incluso de desprivatización de la fe, según lo que ha dicho Jesús: «Al que me confiese delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará suyo delante de los ángeles de Dios» (Lc 12,8). La oración de los hermanos, la imposición de las manos y la imploración al Padre y al Hijo para que renueven el don de su Espí­ritu sobre el que le invoca, no es un nuevo sacramento, sino que entra en el ejercicio del sacerdocio común de los fí­eles, en virtud del cual los creyentes se ayudan y se refuerzan recí­procamente en la fe. Es también expresión de solidaridad fraterna en el itinerario cristiano, que implica una experiencia comunitaria de Dios y de su presencia activa. Una comprensión teológica más profunda de la efusión del Espí­ritu, tal como se vive en la renovación carismática, podrí­a llevar a una visión renovada del sacramento de la confirmación, en su relación con la gracia de Pentecostés actualizada históricamente y con los carismas que capacitan para el testimonio evangélicos`.

4. LA EXPERIENCIA CARISMíTICA – ¿Cuáles son los efectos de la oración para la efusión del Espí­ritu Santo? No es fácil responder a esta pregunta con ideas claras y precisas. Estamos en el campo del misterio de la comunión entre Dios y el creyente. Habrí­a que interrogar a la experiencia de quienes han vivido en la fe auténtica este acontecimiento.

En tales casos se experimenta siempre como una gracia especial, una inmersión en el agua viva del Espí­ritu Santo, una nueva alegrí­a de existir para Dios, de adorarle y de servir a los demás, una sensación de paz, de distensión espiritual, de coraje para anunciar a Cristo a los hermanos, de nueva comprensión de los sacramentos cristianos, de liberación interior. Lo que más cuenta es la experiencia de los frutos del .Espí­ritu: «Caridad, alegrí­a, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia» (Gál 5,22). Para algunos constituye una experiencia conmovedora de conversión; para otros, el comienzo de un lento progreso espiritual que lleva a una autenticidad cristiana cada vez mayor.

El don por excelencia es el mismo Espí­ritu Santo, que se hace presente en la persona de un modo nuevo y constructivo. La atención se dirige, pues, al Dador, a la persona misma de Dios-Espí­ritu. Mas el Espí­ritu Santo, a su vez, ofrece también dones espirituales o carismas y hace tomar conciencia de aquellos dones que estaban ya en estado latente, dando la facilidad de ejercitarlos para utilidad común. Como se ha dicho antes, los carismas son multiformes, ordinarios y extraordinarios, dados según la medida de la gracia divina y del bien de la Iglesia. Dios quiere que los hombres ayuden a sus hermanos, y para esto les da determinadas cualidades que él continuamente purifica, a fin de que sirvan para el desarrollo de la Iglesia y de la sociedad. En esta perspectiva, el carisma base o el carisma de los carismas, según lo dice Pablo, es «el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espí­ritu Santo» (Rom 5,5).

Un carisma que se toma particularmente en cuenta en la renovación carismática, incluso por motivos tradicionales, es el de «hablar en lenguas»». Sin entrar en las intrincadas interpretaciones de este don, intentaremos captar aquellos aspectos que son fundamentales para su comprensión. Se llama «glossolalia», o sea hablar en lenguas, designando «lengua» (=glossa) expresiones verbales formadas por sí­labas que se suceden sin componer frases que tengan un significado, ni para el que las pronuncia ni para el que las escucha. San Pablo lo enumera entre los carismas (1 Cor 12,10). Se trata de un don especial de oración; de la que podrí­a llamarse «oración infusa», que hace explotar la embriaguez del Espí­ritu Santo y permite expresar de modo inefable la novedad embriagadora de la salvación operada por Cristo. Quizá fue el don que se otorgó a los discí­pulos de Jesús en Pentecostés, que hací­a decir a la multitud: «Los oí­mos hablar en nuestras lenguas las grandezas de Dios» (He 2,11). Ciertamente, éste es el sentido que da san Pablo, sobre todo en su primera Carta a los Corintios: «Quien habla en lenguas, no habla a los hombres, sino para Dios; de hecho, ninguno le entiende, sino que, en espí­ritu, dice cosas misteriosas» (1 Cor 14,2). Quizá se trate de aquellos «gemidos inefables» (Rom 8,26), expresados por voz humana, pero que tienen como origen el Espí­ritu Santo, el cual suple así­ nuestra debilidad y nuestra incapacidad de orar como se debe. K. Barth llama acertadamente a este tipo de oración «la expresión de lo inexpresable». Es un orar con el Espí­ritu (o en el Espí­ritu), que Pablo contrapone a un orar con la mente (1 Cor 14,14-16). Esta forma de oración no discursiva -dice el card. Suenens- es expresión preconceptual de una oración espontánea, que es a la oración como el arte abstracto es a la pintura figurativa». La interpretación que da Suenens de este don nos parece muy equilibrada. No se considera necesariamente como un hecho milagroso. Generalmente no se trata de hablar una lengua extraña, desconocida para el que la habla, como piensan a menudo pentecostales y neopentecostales. Si se diese este caso, estarí­amos en el orden del milagro. Ni tampoco se considera necesariamente como un fenómeno anormal, patológico, emocional, de histeria colectiva, etc. Es, por el contrario, un don del Espí­ritu Santo; pero, como dice san Pablo, uno de los más modestos en orden a la edificación de la Iglesia; don que no excluye la colaboración humana. Por ello san Pablo, escribiendo a los corintios, adopta respecto al don de lenguas una postura crí­tica, que refleja a la vez estima («Doy gracias a Dios de hablar en lenguas más que vosotros», 1 Cor 14,18) y relativización, sobre todo en comparación con la profecí­a, más útil para la edificación de la comunidad («…pero prefiero hablar en la iglesia cinco palabras con sentido para instruir a los demás, a diez mil palabras en lenguas», 1 Cor 14,19). El ejercicio de este don puede asumir también la forma del canto colectivo en lenguas, expresión de alabanza libre y espontánea de Dios, o bien la de un «mensaje en lenguas», el cual, sin embargo, supone el don de la interpretación por parte del que lo anuncia o del que escucha, don que, sobre todo en este caso, se somete a un atento discernimiento para asegurarse de su autenticidad.

Precisamente también el «discernimiento de espí­ritus» lo enumera Pablo entre los carismas como un don consistente en la capacidad de reconocer si alguien está inspirado por el Espí­ritu divino o por un espí­ritu demoní­aco (2 Cor 11,13s; 1 Tim 4,1; 1 Jn 4,1). Este don no excluye, evidentemente, el empleo de las facultades intelectuales humanas, del examen de los signos para establecer con una cierta seguridad si determinados carismas tienen realmente origen divino y, sobre todo, si están animados por la caridad, que es el carisma de los carismas (1 Cor 13). Este discernimiento deben ejercitarlo tanto los cristianos particulares como la comunidad, a fin de asegurarse de que están dentro de la voluntad de Dios y en la lí­nea de una auténtica edificación de la Iglesia. El discernimiento de la verdad y de la caridad eclesial tiene su culminación en el carisma de los obispos, que han sido puestos por Cristo para apacentar al pueblo de Dios y a los cuales corresponde no extinguir el Espí­ritu, sino examinar todas las cosas y retener lo que es bueno (1 Tes 5,19-21).

[Para el carisma de las curaciones /Cuerpo II, 1].

5. LA ACTITUD DE LA JERARQUíA CATí“LICA – Está justificado preguntar qué juicio ha emitido hasta ahora la jerarquí­a católica sobre la renovación carismática; tanto más que, como insinuábamos antes [1], los movimientos carismáticos en la historia de la Iglesia han corrido a menudo el riesgo del sectarismo o de la ruptura con la comunión eclesial.

En nuestro caso nos encontramos ante un movimiento que desde sus orí­genes ha afirmado su relación con la Iglesia jerárquica, aunque constituyéndose en promotor de una renovación espiritual y eclesial. Los documentos de obispos y de conferencias episcopales sobre este movimiento son abundantes. En general, su tono va desde una prudente permisividad hasta un aliento positivo. El interés de los obispos por la renovación carismática ha sido siempre constructivo y estimulante, incluso cuando han tenido que poner en guardia frente a eventuales desviaciones. Ante todo se preocupan de indicar el camino para que el movimiento se desarrolle de modo siempre fiel al plan salví­fico eclesial.

Dos años apenas después de surgir los primeros grupos, los obispos de U.S.A. promulgaron un documento en el cual, si bien formulaban ciertos interrogantes que plantea el movimiento, emití­an un juicio sustancialmente positivo y alentador: «Hemos de reconocer que el movimiento tiene motivos legí­timos de existencia. Posee sólidos fundamentos bí­blicos. Serí­a difí­cil poner obstáculos al trabajo del Espí­ritu, que se manifestó tan abundantemente en la Iglesia primitiva».

El papa Pablo VI habló en dos ocasiones de la «renovación». La primera vez a los lí­deres del movimiento, reunidos en Grottaferrata en octubre de 1973, y la segunda a los 10.000 participantes del Congreso Internacional en San Pedro (Roma), el lunes después de Pentecostés de 1975. La primera vez, Pablo VI describí­a así­ algunas caracterí­sticas positivas del movimiento: «En esta renovación aparecen algunas notas comunes: el gusto por una oración profunda, personal y comunitaria, un retorno a la contemplación y un énfasis de la alabanza de Dios, el deseo de darse totalmente a Cristo, una gran disponibilidad a las llamadas del Espí­ritu Santo, un contacto más asiduo con la Escritura, una gran entrega fraterna, la voluntad de realizar una aportación a los servicios de la Iglesia. En todo esto podemos reconocer la obra misteriosa y discreta del Espí­ritu, que es el alma de la Iglesia». La segunda vez, después de haber consignado que «esta solicitud por situarse bien en la Iglesia es un signo auténtico de la acción del Espí­ritu Santo» y de subrayar que la renovación espiritual es una gran ocasión para la Iglesia y para el mundo, describí­a los principios del discernimiento que, apoyándose en san Pablo, reducí­a a tres: la fidelidad a la doctrina auténtica de la fe, la gratitud por los dones espirituales y, por encima de todo, la /caridad, que es el fruto más genuino de toda experiencia espiritual.

Entre los documentos más recientes, hay dos de particular interés, pues provienen de dos conferencias episcopales, la de U.S.A. y la de Canadá. El primero, discutido en la sesión plenaria de noviembre de 1974″, describe tanto los aspectos doctrinales como los pastorales. El tono general es positivo y alentador: «Nosotros queremos animar -se dice en la conclusión- a los que forman ya parte de la renovación carismática y deseamos dar nuestro apoyo a las orientaciones positivas que hay en ella». Después de aludir a la teologí­a del Espí­ritu Santo y de los carismas, tal como emerge del Vat. II, la declaración de los obispos americanos examina los «signos de autenticidad» de la’ experiencia espiritual, que puede prestarse a ambigüedades e ilusiones. Estos signos son: reconocer los dones espirituales por los frutos, por la conformidad con la enseñanza del evangelio, por su capacidad de construir la Iglesia en la unidad y en la caridad, por el amor cristiano, que implica sacrificio, por el testimonio que se da de Jesús, por la conformidad con las enseñanzas auténticas de la Iglesia. Finalmente se hace referencia a los peligros que se han de evitar, sobre todo el del «elitismo» y el del «fundamentalismo bí­blico». Se recomienda también que haya «contactos personales entre los obispos y sacerdotes, por una parte, y entre los dirigentes y miembros de los diversos grupos, por otra», apoyarse en la dirección de un sacerdote («nosotros alentamos vivamente a los sacerdotes a interesarse por este movimiento») y la formación de los dirigentes.

El «mensaje de los obispos canadienses, dirigido a todos los católicos de Canadá» es del 28 de abril de 1975″. Después de una introducción, en la cual se ponen de relieve las diversas reacciones que provoca la renovación carismática y el hecho de encontrarse «ante un fenómeno religioso que suscita entre los cristianos un interés creciente», se describen las orientaciones positivas fundamentales. Son éstas la «presencia del Espí­ritu en la comunidad eclesial y en sus miembros»; «una unión permanente y más í­ntima con Jesús», que abre a la relación con la Trinidad y en la cual se sitúa el culto a la Virgen y el servicio a los hermanos. Este último aspecto, que evita el peligro de la evasión o del espiritualismo, se subraya particularmente: «Habiendo tomado conciencia de su inserción en la comunidad trinitaria, el miembro de la renovación carismática es llamado a descubrir progresivamente cómo su vida, radicada en el Espí­ritu, anima todas sus relaciones con sus semejantes… Anima a cada uno a salir del anonimato despersonalizado que a veces caracteriza la pertenencia de los cristianos a su comunidad…». Otros elementos positivos que enumera el documento son: el puesto privilegiado que se da a la oración asociada a la vida sacramental, que «desarrolla la docilidad de los creyentes a la acción del Espí­ritu que han recibido en el bautismo y en la confirmación, y que favorece así­ el libre curso de sus manifestaciones en su existencia», y, finalmente, la función de los carismas en sus aspectos teológicos y pastorales, que «mira a aumentar en todo cristiano el espacio en que el Espí­ritu pueda manifestarse».

La segunda parte del documento de los obispos canadienses examina, en cambio, algunos aspectos negativos, pero recomendando no «generalizar su presencia en la renovación carismática de Canadá», aunque tampoco «minimizar los daños que ocasionan a este movimiento y a sus miembros»: «Se descubren acá y allá exageraciones esporádicas diversas». Estos aspectos negativos, precisa el documento, son: la «falsa búsqueda de manifestaciones exclusivamente extraordinarias del Espí­ritu»; la exageración sobre la pertenencia al movimiento («se da a entender acá y allá que es necesario para ser cristiano cabal»); «la importancia, a veces exagerada, otorgada a la experiencia emocional de Dios», aun apreciando la vida afectiva como «lugar de encuentro con Dios para conocer y gustar su presencia»; el emocionalismo, que «ignora la importancia de la experiencia intelectual de Dios en la vida de fe»; el fundamentalismo bí­blico, que se debe superar con una lectura de la Escritura abierta a los métodos cientí­ficos de la interpretación; el repliegue en sí­ mismo y un ecumenismo que puede resultar deformado. Estos aspectos negativos que pueden aflorar -precisa el documento-no deben disminuir los valores positivos: la renovación carismática «brota del corazón de la comunidad eclesial como un himno de confianza incondicionada en la presencia omnipotente del Espí­ritu en el mundo»; de hecho, sólo el Espí­ritu «puede llevar a término, a través de caminos que ninguna mano humana puede trazar de antemano, nuestros esfuerzos unidos para construir la comunidad eclesial de mañana».

Un aspecto que nos parece fundamental para evitar desviaciones y permitir que este movimiento se desarrolle del modo mejor para una renovación de la Iglesia, es la formación teológica, eclesial y pastoral de los animadores, sean laicos o sacerdotes. Es un aspecto que se repite constantemente en los documentos de los obispos. Por un lado, se necesita un estudio serio de la dimensión bí­blico-teológica de la vida y de la doctrina cristiana para evitar caer en ciertos defectos, como el pietismo, el sentimentalismo, el milagrismo, el fundamentalismo bí­blico, etc.; por otro lado, no debe ser un estudio árido, separado de la vida, sino una exigencia que brota de una fuerte experiencia de Dios y que lleva a buscar y a profundizar los fundamentos de la propia fe y de la propia esperanza. En otros términos, la experiencia de la fe y la instrucción deberí­an ir a la par en orden a un crecimiento cristiano integral y en orden a ayudar a los hermanos a crecer del mismo modo. Sentimiento, razón y acción deberí­an integrarse en una dimensión cristiana madura, evitando así­ el triple escollo del sentimentalismo, el racionalismo y la evasión o alienación. Los animadores deben haber alcanzado esa integración suficiente para poder educar a los otros en una oración, sobre todo de alabanza y de acción de gracias, que sea fuente de liberación para una conversión más comprometida a Cristo y a los hermanos como medio de personalizar más la oración de la Iglesia, sobre todo la eucaristí­a.

Se hace una última referencia a la dimensión ecuménica de la renovación carismática. Dado que en algunas naciones los grupos de oración son con frecuencia interconfesionales, nace de ellos una instancia ecuménica que puede contribuir a acercar a los cristianos, a condición de que no se difuminen las diferencias del contenido de fe que caracterizan aún a las varias iglesias. Sobre el tema de la relación ecuménica, el card. Willebrands dio una conferencia en el Congreso Internacional de Roma de mayo de 1975″. En el contexto de la relación entre Espí­ritu Santo, carismas e Iglesia, Willebrands observaba la aportación que puede dar la renovación carismática al ecumenismo, en el sentido de que «puede y debe tener una dimensión ecuménica», entendida en el sentido de aquel ,»ecumenismo espiritual que «debe considerarse como el alma de todo ecumenismo» (UR 8).

A. Barrado
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Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad