ASTROS

(-> creación, cielo). Significativamente, no están al principio, sino que forman parte del cuarto dí­a de la creación*: «Haya lumbreras en la bóveda del cielo para separar el dí­a de la noche; y sirvan de señales para distinguir las fiestas [= asambleas], para los dí­as y los años, y sirvan de lumbreras en la bóveda de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así­. E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease el dí­a, y la lumbrera menor para que señorease la noche; hizo también las estrellas. Y las puso Dios en la bóveda de los cielos pa ra alumbrar sobre la tierra, y para señorear el dí­a y la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno. Y fue la tarde y la mañana el dí­a cuarto» (Gn 1,14-19). Están en el centro de la creación (el dí­a 4°), entre el primero (luz) y el último (sábado). En los dí­as anteriores (2° y 3°), Dios habí­a dispuesto el espacio habitable, pero no habí­a creado (organizado, separado) el tiempo. Ahora lo hace: crea el sol para regir el dí­a/luz y la luna para regir la noche/oscuridad y con ellos las estrellas, para separar los tiempos y ofrecer las señales de las asambleas (= fiestas), los dí­as y los años. Ciertamente, los astros no son Dios, en contra del paganismo antiguo, tanto mesopotamio como egipcio y cananeo, que ha sido siempre una tentación para los israelitas (cf. Dt 4,19; 2 Re 23,5; Jr 44,17; Sab 13,2); pero ellos traducen la presencia de Dios, dando sentido y relieve a los diversos tiempos que se alternan de manera significativa, empezando por el dí­a/noche y siguiendo por los tiempos de las asambleas litúrgicas y sociales. Dios conversa con el hombre a través de la alternancia de los tiempos, convertidos en signo de trabajo y fiesta, como indicará el sábado final (dí­a 7°), anunciado desde ahora con la creación de los astros y con el mismo orden del tiempo. La bóveda del cielo se convierte de esa forma en templo: un espacio abierto hacia los tiempos de la realización humana y del descubrimiento del misterio.

(1) Astrologí­a planetaria. La vinculación del hombre con los astros se expresa ya en Gn 1, donde sol, luna y planetas marcan los ritmos sagrados de la vida. Pero sólo en 1 Hen encontramos una antropologí­a astral desarrollada, donde los ángeles-astros* caí­dos determinan la vida de los hombres. Conforme a 1 Hen 18,13-16, hay siete astros malos, contra quienes se elevan los siete buenos (1 Hen 20), para mantener el orden cósmico y la historia de los hombres. Los astros aparecen con frecuencia en el judaismo y cristianismo primitivo: cf. Tob 12,15; Test Leví­ 8; Hermas, Vis III, 4, relacionando tiempo (siete dí­as), espacio (siete astros o planetas) y sacralidad (siete ángeles). La tradición gnóstica concibe a los ángeles planetarios (arkliontes) como seres que se han pervertido, testigos de la falsa religión: el mismo judaismo esta rí­a encerrado en su ritmo destructor, de manera que habrí­a que abandonar el esquema sabático (siete dí­as) pasando al pléroma cristiano (de cuatro y ocho elementos). Sab condena la adoración de los astros, aunque la considera como la forma más perfecta de idolatrí­a (Sab 13,1-3). Los poderes astrales aparecen en diversos pasajes del Nuevo Testamento, pero carecen de importancia salvadora. San Pablo supone que Jesús nos ha liberado del dominio de esos poderes, que aparecen también como vencidos (al servicio de los hombres) en el Apocalipsis. En ese sentido, podemos afirmar que la Biblia no ha desarrollado una antropologí­a astral propiamente dicha, cosa que sólo han hecho los apócrifos (1 Hen, Jub) y algunos textos parabí­blicos (como algunos de Qumrán). En una lí­nea convergente se podrí­a citar la estrella de oriente (Mt 2,2-10) que aparece como un sí­mbolo divino para los magos, que se vinculan por ella con el Rey de los judí­os (cf. Lc 1,78). También puede evocarse el texto de Lc 10,18: «He visto a Satanás caer como un rayo». Es evidente que Satán es aquí­ una imagen astral, como el Dragón de Ap 12,1-5, que arrastra con su cola a la tercera parte de las estrellas del cielo, para caer derribado después en la tierra.

(2) Pecado de los (ángeles*, Henoc*). 1 Hen interpreta el pecado de ángeles y hombres dentro de un des-astre cósmico: algunos poderes astrales, concebidos como elementos o potencias primigenias del mundo, quebrantaron el orden de Dios y ahora se consumen entre llamas, en una región desértica y terrible: «Este es el lugar donde se acaban los cielos y la tierra, el cual sirve de cárcel a los astros y potencias de los cielos. Los astros que se retuercen en el fuego (siete estrellas) son los que han transgredido lo que Dios habí­a ordenado antes de su orto, no saliendo a tiempo. Se ha enojado (Dios) con ellos y los ha encarcelado hasta que expí­en su culpa en el año del misterio… Estas son aquellas estrellas que transgredieron la orden de Dios altí­simo y fueron atadas aquí­ hasta que se cumpla la mirí­ada eterna, el número de los dí­as de su culpa» (1 Hen 18,14-16; 21,6). Se ha invertido así­ o por lo menos ha quedado como insuficiente la visión del cosmos positivo y bueno que habí­a presentado Gn 1. Vivimos en un mundo lleno de amenazas, dirigido por espí­ritus que se alzaron contra Dios y se negaron a cumplir su cometido. Avanzando en esta lí­nea se dirá (o podrá decirse) que el mismo mundo es malo, como han afirmado los diversos dualismos que irán apareciendo en el entorno de la Biblia israelita y cristiana, sosteniendo que el hombre se encuentra sometido a los arkhontes (astros) perversos, como supone veladamente Pablo (cf. 1 Cor 2,6-8) y aseguran de manera expresa muchos gnósticos. Los apocalí­pticos abren así­ un camino que lleva a la especulación esotérica, la gnosis y la magia o a un tipo de esplritualismo anticósmico que concibe todo el cosmos como malo, entendiendo la salvación como salida del mundo. En contra de esa tendencia, una de las afirmaciones básicas de la teologí­a paulina (sobre todo en la lí­nea de Col y Ef) será proclamar que Cristo nos ha liberado del determinismo y de la sujeción de los astros (Rom 8,38-39; Ef 3,10; 6,12; Col 1,16; 2,15).

(3) Astronomí­a y astrologí­a. (1) Presentación del tema (1 Hen 72-80). La apocalí­ptica se encuentra vinculada a la búsqueda sapiencial del orden cósmico, situándose así­ en la lí­nea de Gn 1, que destaca la estructura buena (= bella) de la creación, organizada litúrgicamente en seis dí­as de armoní­a, trabajo y alabanza, abiertos al séptimo del descanso de (que es) Dios. Pero, al mismo tiempo, la apocalí­ptica ha puesto de relieve el pecado de los astros (astros 2*), que arrastran en su caí­da a los espí­ritus perversos y a los hombres (cf. Ap 12,4). Sólo puede conocer el final o descanso sabático de la realidad cósmica y de la historia de los hombres quien ha descubierto, más allá del desorden actual, el orden bueno del cosmos. La apocalí­ptica se vincula con la astronomí­a (astrologí­a) sagrada. Los profetas habí­an destacado la novedad antropológica, la libertad humana, frente al cosmos. Los apocalí­pticos, en cambio, han vuelto a poner de relieve la conexión (cósmica) astronómica de la vida humana, pero no como adoración de los astros, sino como expresión del orden divino que ellos reflejan. Para los apocalí­pticos* duros, el pecado no es un desajuste humano (como suponen Gn 3 y Pablo, en Rom 5), sino caí­da astral, pues ángeles/demonios y estrellas se encuentran vinculados: han delinquido (han perdido su armoní­a). Según eso, los astros primordiales (guardianes cósmicos, ángeles) han bajado a perturbar nuestra existencia y son los causantes de nuestra condena. Sólo a partir de ese desastre o caí­da cósmica se puede interpretar la salvación, como nuevo descubrimiento de la realidad divina que se encuentra en el fondo de los hombres. Ciertamente, el pecado de los hombres sigue vinculado a la violencia y opresión interhumana, pero hay un nivel de perdición más profunda, que muchos apocalí­pticos identifican con el pecado por excelencia, expresado en la mutación del calendario astral y religioso. A través de sus purificaciones y fiestas, los justos guardaban la sintoní­a con el orden cósmico, expresado en el ciclo de los astros (de los dí­as del año, del mes, de la semana). Pues bien, al cambiar su calendario, los judí­os infieles de Jerusalén (los no esenios o apocalí­pticos) se han separado del orden astral y se han pervertido, como muestra de forma impresionante la literatura de Qumrán* (que se sitúa en la lí­nea del Libro de los Jubileos*). El apocalí­ptico es un hombre (¿una mujer?) que sabe descubrir el orden de los astros, para expresarlo en la liturgia humana (terrestre) de las fiestas y purificaciones, pues sólo es justo (sabio) quien se encuentra en sintoní­a con el conjunto cósmico. En contra de lo que a veces se ha pensado, el Dios de lo apocalí­ptico no es a-cósmico, sino Señor del recto orden del tiempo y del espacio en este mundo. Sólo es vidente apocalí­ptico aquel que ha sabido descubrir, en Dios y desde Dios, la estructura sacral del cosmos, pudiendo superar de esa manera el pecado de ángeles (astros) y humanos, que han pervertido el orden y armoní­a de los tiempos.

(4) Astronomí­a y astrologí­a. (2) Testimonios básicos. Comenzamos presentando un testimonio del libro primero del «pentateuco» de 1 Henoc, llamado Libro de los Vigilantes: «Continué mi recorrido hasta el caos y vi algo terrible: vi que ni habí­a cielo arriba, ni la tierra estaba asentada, sino [que era] un lugar desierto, informe y terrible. Allí­ vi siete estrellas del cielo atadas juntas en aquel lugar, como grandes montes, ardiendo en fuego… Estas son aquellas estrellas que transgredieron la orden del Dios altí­simo y fueron atadas aquí­ hasta que se cumpla la mirí­ada eterna, el número de los dí­as de su culpa…» (1 Hen 21,1-6). Este pasaje pertenece al Libro de los Vigilantes, que vincula el pecado de los ángeles invasores, que violan a las mujeres, con la caí­da de los astros: el orden cósmico fundante ha sido quebrado por los siete astros rectores (principios cósmicos, ángeles originarios) que se alzaron contra Dios y no aceptaron la ley que les habí­a ofrecido; de su mal dependen todos los restantes; el pecado original tiene carácter astronómico. Pero donde el tema ha sido desarrollado de forma expresa, formando un verdadero tratado astronómico, es en el Libro del curso de las luminarias celestes (1 Hen 72-82), totalmente dedicado al estudio y fijación sagrada de los astros. «Cada astro como es, según sus clases, su ascendiente, su tiempo, sus nombres, apariciones y meses, tal como me mostró Uriel, su guí­a, el santo ángel que estaba conmigo; y toda su descripción, como él me enseñó, según cada año del mundo, hasta la eternidad, hasta que se haga nueva creación que dure por siempre» (1 Hen 72,1). «Esta es la primera ley de las luminarias: la luminaria sol tiene su salida por las puertas del cielo que dan a oriente y su puesta por las puertas del cielo a occidente… El año tiene exactamente 364 dí­as, y la longitud o brevedad del dí­a y la noche difieren según el curso solar… Así­ sale y entra (el sol) sin menguar ni descansar, sino corriendo dí­a y noche su carrera, y su luz brilla siete veces más que la luna, aunque los tamaños de ambos son iguales» (1 Hen 72,2.33-37). «Después de esta ley vi otra, que es propia de la luminaria pequeña, llamada luna… Cada mes cambia la salida y entrada de la luna y sus dí­as son como los del sol y, cuando su luz es normal, es un séptimo de la luz solar… También vi el recorrido y la ley de la luna, con su curso mensual. Todo esto me mostró el santo ángel Uriel, que es su guí­a… En determinados meses cambia sus puestas y en determinados meses hace un curso especial» (1 Hen 73,lss). El texto de Henoc sigue, precisando las relaciones entre calendario* solar y lunar, con la necesidad de intercalar cada cierto tiempo un mes, para mantener siempre idéntico el ciclo y orden de las fiestas, a fin de que el tiempo celeste de los astros y el tiempo terrestre de los ritmos de la vida de los fieles sea concordante. Cuando esa concordancia se rompe surge una gran perturbación, pues las acciones de los hombres influyen en los astros, de forma que cuando se extienden las obras de los pecadores se pone en riesgo la estructura del cosmos, pues los pecados humanos y astrales están relacionados: «En aquellos dí­as me dirigió la palabra Uriel y me dijo: Todo te lo he mostrado, Henoc, y todo te lo he revelado, para que vieras este sol, esta luna, y a los que guí­an las estrellas del cielo, y a todos los que las cambian, su acción, tiempo y salida. En los dí­as de los pecadores, los años serán cortos, y la siembra en sus campos y tierras será tardí­a… La luna cambiará su régimen y no se mostrará a su tiempo. Muchos astros principales violarán la norma, cambiarán sus caminos y acción, no apareciendo en los momentos que tienen delimitados. Toda la disposición de los astros se cerrará a los pecadores, y las conjeturas sobre ellos de los que moran en la tierra errarán, al cambiar todos sus caminos, equivocándose y teniéndolos por dioses. Mucho será el mal sobre ellos, y el castigo les llegará para aniquilarlos a todos» (cf. 1 Hen 80,1-8). Esta sacralidad cósmica ha sido amenazada por el pecado de algunos astros/ ángeles y de aquellos hombres (incluso israelitas) que siguen su mentira, celebrando erradamente las fiestas del cosmos. Por el contrario, los fieles apocalí­pticos conocen el orden del mundo y celebran la gloria de Dios conforme al verdadero calendario, separándose de la corrupción del mundo malo.

(5) Los apocalí­pticos, conocedores de los astros. Ellos leen los libros astrales, donde se encuentra la verdadera sabidurí­a, de manera que sus textos pueden presentarse como una expansión y despliegue de la verdad original de la tablas celestiales*. Porque habí­an descubierto y quisieron mantener el verdadero culto y calendario astral se separaron del resto de Israel algunos grupos apocalí­pticos, entre ellos los apocalí­pticos esenios vinculados a la literatura de Qumrán. Esta veneración astral de la apocalí­ptica judí­a está relacionada con la religiosidad cósmica de algunos cí­rculos de pensamiento griego y con otros tipos de religiosidad oriental (sobre todo babilonia). Muchos apocalí­pticos, opuestos al desorden astral del mundo viejo, han sido básicamente astrónomos sagrados, ini ciando así­ una lí­nea que desembocará en la especulación y religiosidad astrológica de la cultura del bajo helenismo y de la modernidad. El Nuevo Testamento ha vinculado también el pecado de los hombres con la ruptura del orden celeste, vinculando así­ el orden humano y el astral: «Pero en aquellos dí­as, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor. Las estrellas caerán del cielo y las potencias que están en los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,24-26). Pero en contra de la observación y expectación astral de los apocalí­pticos, los cristianos no pueden fijar su conducta a través de una observación de los astros, pues ellos la fundan en la presencia y acción del Hijo* del Hombre (Mc 13,32-34).

(5) Apocalipsis. Especial atención han recibido los astros en el Apocalipsis, donde aparecen cargados de polivalencia significativa. Estos son sus sentidos fundamentales, (a) Los Siete Astros que el Hijo del Hombre lleva en su mano (Ap 1,16; 2,1; 3,1) simbolizan en principio la totalidad cósmica (celeste), vinculada al Cristo, que aparece como eje y sostén del conjunto de la realidad. Para Juan, ellos son los ángeles (sentido y plenitud) de las iglesias (Ap 1,20). El libro del Apocalipsis ha mantenido el valor sacral del siete, revalorizando el cosmos en perspectiva cristiana. Por eso ha tomado a los astros como ángeles guardianes de las iglesias y realizadores del juicio escatológico. Algunos han pensado que esos ángeles-asiros son los delegados o inspectores (obispos) de las comunidades de Asia, a las que Juan dirige las siete cartas. Pero el Ap no favorece esa lectura, pues sus astros-ángeles son espí­ritus, custodios (vigilantes) de las iglesias, más que hombres concretos. La tradición bí­blica sabe que las naciones y grupos tienen ángeles guardianes (cf. Dn 10,13.20.21; 11,1; 12,1; Eclo 17,17; Dt 32,8 LXX). Pues bien, en el Apocalipsis, los siete ángeles aparecen como fondo o sustrato cósmico y celeste de las iglesias: frente a la Ley eterna del judaismo (con su ciudad o templo perdurable) se revelarí­a aquí­ la iglesia originaria, expresada por los siete ángeles. Ellos pueden identificarse también con los siete espí­ritus de la Presencia, que están junto a Dios, como intermediarios de su obra (hacen sonar las trompetas, derraman las copas del juicio: Ap 8-16). (b) Los Doce Astros que forman la corona en torno a la cabeza de la Mujer (Ap 12,1) son una expresión celeste de su dignidad y están vinculados de un modo simbólico a las doce constelaciones del zodí­aco. Ellos, lo mismo que los siete astros de Ap 1,20, son una expresión del carácter celeste de la Iglesia, simbolizada ahora en la Mujer, (c) El Astro de la mañana aparece como sí­mbolo divino en multitud de pueblos, sobre todo en Babilonia, donde se vincula con Ishtar (cf. Is 14,12). Pues bien, en Ap 22,16 el mismo Cristo se identifica con el astro luciente (lucero) de la mañana que anuncia el dí­a, para ofrecerlo (ofrecerse a sí­ mismo) a cada uno de los vencedores, como supone Ap 2,28. (d) Los Astros caí­dos están asociados con ángeles perversos. Así­ se habla de un astro que se derrumba del cielo, que envenena las aguas, con nombre de Ajenjo (Ap 8,1011) y/o que abre las puertas del abismo, con el nombre de Abbadón* (Ap 9,1-11). Según Ap 12,4, el mismo Dragón ha derribado una tercera parte de los astros (¿ángeles perversos?); según Ap 6,13, ellos caen al abrirse el sexto sello. Es evidente que ambas perspectivas no se contradicen.

Cf. B. J. MALINA, Oh the Genre and Message of Revelation. Star Visions and Sty Joumeys, Hendrickson, Peabody MA 1985; E. LohmeYER, Die Offenbarung des Johannes, HNT, Tubinga 1953.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

1. Los astros en el paganismo antiguo. El hombre antiguo era más sensible que nosotros a la presencia de los astros. Sol, luna, planetas y estrellas evocaban para él un mundo misterioso muy diferente del nuestro: el del *cielo, al que se representaba en forma de esferas superpuestas, en las que los astros inscribí­an sus órdenes. Sus ciclos regulares le permití­an medir el *tiempo y establecer su calendario; pero le sugerí­an también que el mundo es gobernado por la ley del eterno retorno y que desde el cielo imponen los astros a las cosas de la tierra ciertos ritmos sagrados sin medida común con los avatares contingentes de la historia. Estos cuerpos luminosos le parecí­an, pues, una manifestación de los poderes sobrenaturales que dominan la humanidad y determinan sus destinos. A estos poderes rendí­a espontáneamente culto para granjearse su favor. El sol, la luna, el planeta Venus, etc., eran para él otros tantos dioses o diosas, y las constelaciones mismas diseñaban en el cielo figuras enigmáticas, a las que daba nombres mí­ticos. Este interés que poní­a en los astros le inducí­a a observarlos metódicamente: egipcios y mesopotamios eran famosos por sus conocimientos astronómicos; pero esta ciencia embrionaria estaba estrechamente ligada con prácticas adivinatorias e idolátricas. Así­. el hombre de la antigüedad estaba como subyugado por poderes temerosos, que pesaban sobre su destino y le velaban al verdadero Dios.

2. Los astros, servidores de Dios. Si abrimos la Biblia vemos que el clima cambia radicalmente. Cierto que todaví­a no se distingue bien a los astros de los *ángeles, que constituyen la corte de Dios (Job 38,7; Sal 148,2s): estos «ejércitos celestiales». (Gén 2,1) son considerados como seres animados. Pero son criaturas como todo lo demás del universo (Am 5,8; Gén 1,14ss; Sal 33,6; 136,7ss). Obedeciendo al llamamiento de Yahveh brillan en su puesto (Bar 3,3ss), por orden suya intervienen para apoyar los combates de su pueblo (Jos 10.12s; Jue 5,20). Los astros no son, pues, dioses, sino servidores de «Yahveh de los ejércitos (Yahveh Sabaoth)». Si regulan el tiempo, si presiden el dí­a y la noche, es porque Dios les ha asignado estas funciones precisas (Gén 1,15s). Se puede admirar el resplandor del sol (Sal 19,5ss), la belleza de la luna (Cant 6,10), el orden perfecto de las revoluciones celestiales (Sab 7.1 8ss); pero todo esto canta la *gloria del Dios único (Sal 19,2), que determinó las «leyes de los cielos» (Job 38, 31ss). Asi los astros no sirven de pantalla para ocultar a su creador, sino que lo revelan (Sab 13,5). Purificados de su significado *idolátrico, simbolizan ahora las realidades terrenales que manifiestan el designio de Dios: la multitud de los hijos de Abraham (Gén 15.5), la venida del rey daví­dico (Núm 24,17), la luz de la salvación futura (Is 60,1ss; Mal 3.20) o la gloria eterna de los justos resucitados (Dan 12,3).

3. Seducción del paganismo. Pese a esta firmeza de la revelación biblica, Israel no se libra de la tentación de los cultos astrales. En los perí­odos de retroceso religioso, el sol, la luna y todo el ejército de los cielos conservan o vuelven a ganar adoradores (2Re 17,16; 21,3.5; Ez 8,16); por un *temor instintivo de estos poderes cósmicos, se trata de hacérselos propicios. Se hacen ofrendas a la «reina del cielo», Istar, el planeta Venus (Jer 7,18; 44,17ss); se observan los «signos del cielo» (Jer 10,2) para leer en ellos los destinos (Is 47,13). Pero la voz de los profetas se eleva contra este retorno ofensivo del paganismo; el Deuteronomio lo estigmatiza (Dt 4,19; 17,3); el rey Josí­as interviene brutalmente para extirpar sus prácticas (2Re 23,4s.11); a los adoradores de los astros promete Jeremí­as el peor de los castigos (Jer 8,1s). Pero hará falta la prueba de la dispersión y de la cautividad para que Israel se convierta y abandone por fin esta forma de idolatrí­a (cf. Job 31,26ss), cuya vanidad proclamará claramente la sabidurí­a alejandrina (Sab 13,1-5).

Esta lucha secular contra los cultos astrales tuvo repercusiones en el campo de las creencias. Si los astros constituyen así­ un lazo para los hombres, desviándolos del verdadero Dios, ¿no es esto señal de que ellos mismos están ligados con poderes del mal, hostiles a Dios? Entre los *ángeles que forman el ejército del cielo, ¿no hay ángeles caí­dos que tratan de atraer a los hombres a su seguimiento haciéndose adorar por ellos? El viejo tema mí­tico de la *guerra de los dioses proporciona aquí­ todo un material que permite representar poéticamente la caí­da de los poderes celestiales rebelados contra Dios (Lucifer: Is 14,12-15). La figura de *Satán, en el NT se enriquecerá con estos elementos simbólicos (Ap 8,10; 9,1; 12,3s.7ss). En estas condiciones no sorprende ver anunciar para el *dia de Yahveh un *juicio del ejército de los cielos, castigado con sus adoradores terrenales (Is 24,21 ss): allí­ aparecen los astros en lugar y en el puesto de los ángeles malos.

4. En el universo rescatado por Cristo, los astros hallan, no obstante, su función providencial. La cruz ha libertado a los hombres de la angustia cósmica, que aterrorizaba a los colosenses: no están ya esclavizados a los «elementos del mundo», ahora que Cristo ha «despojado a los principados y a las potestades», para «arrastrarlos en su cortejo triunfal». (Col 2,8.15-18; Gál 4,3). Nada ya de determinismos astrales, nada de destinos inscritos en el cielo: Cristo ha dado fin a las supersticiones paganas. Un astro anunció su nacimiento (Mt 2,2), designándole a él mismo como la estrella de la mañana por excelencia (Ap 2,28; 22,16), en espera de que este mismo astro surja en nuestros corazones (2Pe 1,19; cf. el exsultet pascual). Es el verdadero sol que ilumina al mundo renovado (Lc 1,78s). Y si es cierto que el oscurecimiento de los astros precederá como un signo a su parusí­a gloriosa (Mt 24,29 p; Is 13,9s; 34,4; Jl 4,15), como marcó el momento de su muerte (Mt 27,45 p), es que en el mundo venidero estas luces creadas resultarán inútiles: la gloria de Dios iluminará por si misma a la nueva Jerusalén, y el cordero será su antorcha (Ap 21,23).

-> íngeles – Cielo – Creación – Gloria – ídolos – Luz.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas