APOCALIPSIS (LIBRO DEL)

SUMARIO
I. Ambientación histórica:
1. La escuela apocalí­ptica;
2. El «cí­rculo joaneo».
II. El Apocalipsis como hecho literario:
1. La estructura literaria;
2. La lengua y el estilo;
3. El autor.
III. La teologí­a:
1. Dios;
2. Cristo;
3. El Espí­ritu;
4. La Iglesia;
5. La escatologí­a;
6. Teologí­a de la historia;
7. El tema teológico de fondo: la iglesia, purificada, vislumbra su hora;
8. El Apocalipsis en la vida de la Iglesia: los diversos métodos de lectura.

I. AMBIENTACIí“N HISTí“RICA.
El llamado Apocalipsis de Juan presenta su propia originalidad, tanto en el aspecto literario cómo en el teológico, hasta el punto deuna obra maestra en el género según la opinión común. Pero no es fruto de un genio solitario. Tanto por su forma literaria como por su mensaje, el Apocalipsis se sitúa en el ámbito de la escuela apocalí­ptica y, más especí­ficamente, del «cí­rculo joaneo», al que se atribuyen el cuarto evangelio y las cartas que figuran bajo el nombre de Juan [! Juan, Evangelio; l Juan, Cartas].

1. LA ESCUELA APOCALíPTICA. ¿Puede hablarse de una verdadera y propia escuela apocalí­ptica? La falta de una documentación histórica en este caso impide la identificación de un grupo apocalí­ptico, dentro del ámbito del AT y del NT, con la misma precisión con que podemos señalar, por ejemplo, el grupo fariseo, los saduceos, el grupo de los esenios de Qumrán. Resulta realmente difí­cil, en el estado actual de las investigaciones, decir si existí­a realmente un grupo apocalí­ptico, con una actividad especí­fica, o al menos con una importancia histórico-sociológica apreciable. Sin embargo, la existencia de un material escrito tí­pico, relativamente amplio y difundido -el «corpus apocalypticum» [l Apocalí­ptica I]- ha hecho que se piense así­ con cierto fundamento. En efecto, a partir del siglo II a. C. hasta el siglo III d.C. por lo menos encontramos un verdadero florecimiento de este género literario, con unas caracterí­sticas propias tanto en la forma literaria como en el contenido.

Estas formas caracterí­sticas se pueden reducir a dos: la expresión simbólica, particularmente elaborada hasta el artificio, y, por lo que se refiere al contenido, una atención especial a los hechos concretos de la historia puestos en relación con las promesas de Dios. Cuando también en el ámbito del NT se hizo sentir la exigencia de una confrontación de los valores religiosos que aportaba la comunidad cristiana con el cuadro de la historia en que viví­a, nació y se desarrolló la apocalí­ptica cristiana. La confrontación con los hechos, aunque no representó respecto a la comunidad cristiana primitiva aquel papel decisivo y en sentido único que se le ha atribuido a veces a la apocalí­ptica (E. Ktiseman la ha denominado la «madre de la teologí­a cristiana’~, no cabe duda de que dio un impulso decisivo a la toma de conciencia, siempre por parte de la comunidad, del contenido de la fe y de las implicaciones aplicativas a la historia que supone.

2. EL «CíRCULO JOANEO». ¿Dónde nació y se desarrolló la apocalí­ptica cristiana? No es posible dar una determinación geográfica concreta. Dada la presencia de escritos de estilo apocalí­ptico en el ámbito de textos diferentes por su í­ndole y por su origen, se puede hablar de un conjunto de tendencias que cristalizaron en grupos existentes dentro de las diversas comunidades cristianas primitivas. La apocalí­ptica es casi una escuela dentro de otra escuela. Esto vale de manera especial para aquella gran escuela de cristianismo que floreció en Asia Menor en la segunda mitad del siglo 1, y que ha sido denominada, con una terminologí­a de O. Cullmann, como el «cí­rculo joaneo». Son expresiones de esta escuela el cuarto evangelio, las tres cartas de Juan y el Apocalipsis. Aun dentro de la diversidad de su formulación literaria, tienen un trasfondo teológico común indudable; y, especialmente en lo que se refiere al cuarto evangelio y al Apocalipsis, pueden señalarse muchos puntos de contacto -relativos sobre todo a la cristologí­a-, así­ como un movimiento evolutivo que parte del cuarto evangelio y desemboca en el Apocalipsis.

El Apocalipsis se habrí­a formado gradualmente en el ámbito del cí­rculo joaneo y habrí­a sido redactado definitivamente, según el testimonio de Ireneo, del 90 al 95, «a finales del reinado de Domiciano» (asesinado en el año 96). Aunque Domiciano es conocido por su actitud hostil contra los cristianos, no parece que, a finales de su reinado, hubiera en Asia Menor una persecución en regla. La experiencia, a partir de Nerón, enseñaba a los cristianos que su confrontación con la historia originaba fácilmente tensiones y hasta persecuciones, que en cierto sentido eran de esperar.

II. EL APOCALIPSIS COMO HECHO LITERARIO.
Los estudios relativos a los diversos y complejos aspectos literarios del Apocalipsis, desde la lengua que emplea hasta la estructura del libro, se han multiplicado y permiten determinar algunos puntos con un grado suficiente de aproximación.

1. LA ESTRUCTURA LITERARIA. Ciertos elementos literarios tí­picos que se van encontrando a lo largo del libro -como frases que se repiten igual; frases que se repiten ampliadas progresivamente; concatenaciones tí­picas, como las series septenarias y los trí­pticos; las referencias al autor, las celebraciones doxológicas-, estudiados de cerca y sumando sus resultados, sugieren este cuadro de conjunto, que vale la pena examinar en detalle para una comprensión del Apocalipsis: 1,1-3 nos presenta el tí­tulo ampliado del libro y nos permite vislumbrar en la relación tí­pica entre «uno que lee» y muchos «que escuchan» (1,3) la asamblea litúrgica cristiana como protagonista activa del libro. Viene luego una primera parte (1,4-3,22), caracterizada por un mensaje a siete Iglesias del Asia Menor, que geográficamente giraban en torno a Efeso. Esta primera parte se desarrolla en tres fases sucesivas: un diálogo litúrgico inicial entre el lector y la asamblea cristiana (1,4-8); un encuentro particularmente detallado, y enmarcado en el «dí­a del Señor», con Cristo resucitado (1,9-20); un mensaje en siete misivas, que Cristo resucitado dirige a las siete Iglesias del Asia Menor (2,1-3,22).

La segunda parte es mucho más compleja (4,1-22,5). Los indicios literarios antes señalados permiten formular su articulación en cinco secciones: una sección introductoria (4,1-5,1 l); tres secciones centrales, a saber: la sección de los sellos (6,17,17), la sección de las trompetas (8,1-11,14) y la sección de las tres señales (11,15-16,16); viene, por último, la sección final o conclusión (16,17-22,5).

Estas cinco secciones están atravesadas por un eje de desarrollo hacia adelante, preparado por la sección introductoria, puntualizado en las tres secciones centrales, sintetizado y concluido en la sección final. En torno al eje principal giran diversos elementos literarios desvinculados, a través de un sutil pero evidente juego de tiempos verbales, del desarrollo hacia adelante. Hay que señalar además, para una primera aproximación a cada una de las secciones, sus caracterí­sticas propias. La sección introductoria se desarrolla en tres fases: un redescubrimiento de Dios; la toma de conciencia de un plan de Dios relativo al hombre y a la historia, pero totalmente en manos de Dios y desesperadamente inaccesible, y, finalmente, la intervención de Cristo como cordero (arní­on), que hace legible, a través de su pasión y de su revelación, el libro de los destinos humanos. En las tres secciones centrales se presentan, con repeticiones más o menos ligeramente variadas, ciertos paradigmas interpretativos, que podrán servir al grupo de oyentes para hacer una lectura sapiencial de su historia. La sección conclusiva, al presentar la destrucción de la gran prostituta y el triunfo de la ciudad esposa, ilumina con una luz retroactiva el camino actual del cristiano. Finalmente, en el diálogo litúrgico final, la explicitación de todos los protagonistas de la experiencia apocalí­ptica ya concluida -Juan, el ángel intérprete, Jesús, el Espí­ritu y la «esposa»- confirma al grupo de oyentes en la situación que se ha ido madurando.

2. LA LENGUA Y EL ESTILO. En una primera lectura del Apocalipsis surgen ya dos caracterí­sticas de fondo: un sustrato semí­tico evidente y una serie de anomalí­as, gramaticales y sintácticas, que rozan el lí­mite de lo inexpresable.

A este problema, tal como lo hemos planteado, se han dado respuestas diversas. Se ha dicho que el texto actual del Apocalipsis es una traducción desmañada del arameo (Torrey) o del hebreo (Schott), capaz de mostrar todaví­a ciertas huellas sin absorber del texto original; el autor piensa en hebreo y escribe en griego (Charles), hasta el punto de que muchas de sus anomalí­as se pueden explicar precisamente por la permanencia de estructuras gramaticales hebreas en un contexto griego (Lancellotti).

Pero estas soluciones no convencen si se aplican al conjunto. El autor del Apocalipsis tiene una personalidad desconcertante, incluso desde el punto de vista literario: fuerza deliberadamente la gramática, con la intención de chocar al lector y de provocar de este modo su reacción.

El estilo -Boismard lo define como «inimitable»- ejerce una seducción excepcional. Es difí­cil precisar sus caracterí­sticas. Hay un ritmo particular que, aunque no obedece a las leyes fijas del carácter métrico, arrastra inmediatamente al lector en su marcha.

El autor tiene una notable capacidad evocativa. Sugiere ciertas ideas, que luego el lector desarrolla espontáneamente. Es tí­pico en este sentido su modo de usar el AT: no tiene nunca una cita explí­cita, pero inserta, a menudo literalmente, con algún ligero retoque, expresiones enteras veterotestamentarias, haciendo revivir el contexto del AT con la perspectiva que le añadió el NT.

También el estilo del autor tiene su propio refinamiento; lo vemos en el uso insistente, pero nunca mecánico, de los esquemas (p.ej., los septenarios); en los elegantes juegos de palabras; en el recurso a los criptogramas (cf 13,18); en el uso del simbolismo, que aparece al mismo tiempo muy atrevido y muy mesurado.

3. EL AUTOR. Resulta problemática la atribución del Apocalipsis al apóstol Juan. La encontramos atestiguada en la antigüedad por Justino, Ireneo, Clemente de Alejandrí­a y Tertuliano, los cuales, sin embargo, se limitan a dar las noticias que podemos sacar del propio Apocalipsis. Ya en la antigüedad la negaron algunos, por razones muy diversas; entre ellos están Gayo y Dionisio de Alejandrí­a. Los puntos de contacto, evidentes y estimulantes, entre el Apocalipsis y el cuarto evangelio permiten opinar actualmente que las dos obras han nacido del mismo ambiente teológico-cultural, el cí­rculo joaneo.Las diferencias impresionantes de vocabulario y de estilo, y especialmente la diversa formulación y organización de los sí­mbolos, hacen pensar, todo lo más, en dos autores distintos, en el ámbito de la misma escuela.

El uso de la pseudonimia, tí­pico de la apocalí­ptica, confirma esta posición; precisamente porque se presenta en primera persona como Juan -y hay que pensar en Juan el apóstol-, el autor real no es él, sino un admirador, un discí­pulo, que, sintiéndose en sintoní­a con el apóstol Juan, pone sus palabras en su boca.

III. LA TEOLOGíA.
En el marco de la teologí­a del Apocalipsis resaltan ante todo algunos temas generales. Son comunes a todos los escritos del NT. Por lo que concierne al Apocalipsis constituyen como otros tantos puntos de cristalización caracterí­sticos y especifican ya su mensaje: l Dios, l Jesús, el l Espí­ritu, la l Iglesia.

1. Dios. El apelativo «Dios» (ho Théos), sin añadidos, es el tí­tulo más frecuente (65 veces); evoca y actualiza la carga, incluso emotiva, que se tiene generalmente cuando en el AT se habla de Dios.

Entre los atributos que se le dan a Dios se impone particularmente a la atención el de kathémenos, «sentado en el trono»: inculca la capacidad de dominio de Dios sobre la historia.

Alrededor de Dios sentado en el trono (cf 4,2ss) hay todo un contorno misterioso, pero significativo: encontramos a los «veinticuatro ancianos», que representan con toda probabilidad esquemas relativos a personajes del AT y del NT, los cuales, llegados ya personalmente a la meta escatológica, .ayudan a la Iglesia todaví­a en camino. Son nuestros santos. Junto a los ancianos, siempre alrededor del trono de Dios, están los «cuatro vivientes»: figuras simbólicas sumamente complejas, sacadas de Ezequiel, pero repensadas creativamente por el autor para expresar muy probablemente un movimiento ascendente y descendente de intercambio entre la trascendencia de Dios y la zona de los hombres. Y del trono sale continuamente un impulso por parte de Dios hacia la historia (cf 4,5).

Pero el Apocalipsis no nos presenta un Dios visto sólo en su funcionalidad: invita atrevidamente a realizar de él una experiencia en cierto sentido dirigida a contemplarlo (cf 4,3). Dios, sobre todo, es el «Padre de Cristo»: este epí­teto se encuentra bajo la forma de «mi Padre», y está en labios de Cristo (1,6; 2,28; 3,5.21; 14,1): Cristo es y se expresa como Hijo del Padre, en el sentido trascendente de la palabra. Pero Dios, Padre de Cristo, se sitúa también en relación con los cristianos: ellos son «sacerdotes para su Dios y Padre» (1,6); Cristo reconocerá su nombre «delante de mi Padre» (3,5); los cristianos llevan escrito en su frente el nombre de Dios junto con el de Cristo (cf 14,1), grabados por el mismo Cristo (cf 3,12).

En una visión sintética: Dios es «el que es, el que era y el que viene» (1,8; 4,8; 11,17; 16,5 tiene sólo: «el que es, el que era’. Dominándolo todo con su poder, pone en movimiento todo su proyecto y lo hace desarrollar en el tiempo. Pero Dios actúa en la historia por medio de Cristo.

2. CRISTO. La cristologí­a del Apocalipsis ha sido calificada como la más rica del NT (Bossuet). Esto aparece, sobre todo, en las denominaciones.

Empezando por el nombre, se observa cierta frecuencia en el uso de «Jesús», que aparece sin más aditamentos en siete ocasiones (1,9;12,17; 14,12 17,6; 19,10; 20,4; 22,16). Es una frecuencia apreciable, que nos remite o al Jesús histórico (Charles, Comblin) o, preferiblemente, al Jesús de la liturgia de la comunidad cristiana primitiva. «Cristo», solo, aparece en cuatro ocasiones (11,15; 12,10; 20,4.6), y se refiere expresamente a la función mesiánica, con una relación especial al reino. En el tí­tulo del libro y en el saludo final (1,1.2.5; 22,21) encontramos la combinación de los dos nombres.

Jesús es sentido y concebido en el nivel de Dios. Es el «Hijo de Dios» en el sentido más fuerte de la expresión (2,18). Pero se le ve especialmente en relación con los hombres y con su historia: actualiza en sí­ mismo las prerrogativas del «Hijo del hombre» de Daniel (cf Dan 7:13), incluida la de juzgar al final sobre el bien y el mal que se han realizado en la tierra (cf 1,12; 14,14). Es el «viviente» (1,18), el resucitado, pero después de haber compartido la suerte de los hombres, la muerte; siempre en relación con los hombres, es «el testigo fiel» (1,5; 3,14) de las promesas de Dios; es «el que dice la verdad» a su Iglesia. El desarrollo de la historia de la salvación está, como ejecución, en sus manos. Los atributos de Dios en el AT, especialmente los dinámicos, se le aplican también a él: él es «el primero y el último» «el alfa y la omega» (1,7; 2,8; 22,13); se encuentra al comienzo y al final de la serie homogénea de la historia de la salvación. Precisamente cuando realiza su conclusión es cuando se manifiesta en todo su alcance; su nombre es entonces «la palabra de Dios» (ho Lógos toú Theoü) (19,13), probablemente en el sentido de una actuación de todas las promesas de la palabra de Dios, que se realizan en él. Habiendo superado las fuerzas terrenales hostiles a Dios, Cristo es «rey de reyes»: con esto se manifiesta como equivalente a Dios y le corresponde el tí­tulo divino de «Señor de los señores» (17,14 19,16).

En la segunda parte del Apocalipsis se impone a la atención el tí­tulo de «cordero» (arní­on). Se trata de una construcción simbólica tí­pica del autor. Según su estilo, la primera vez que habla de él (5 ,6) presenta un cuadro completo: el «cordero» es el Cristo preparado por el AT en la doble lí­nea del Exodo y del Segundo Isaí­as, juntamente muerto y resucitado, con todo el poder mesiánico que le corresponde, con la plenitud del Espí­ritu que ha de enviar sobre la tierra. Las otras 28 veces que encontramos el tí­tulo de «cordero» habrá que recordar expresamente todo este cuadro teológico para comprender adecuadamente el sentido del contexto.

Podrí­amos continuar este análisis; la cristologí­a del Apocalipsis es realmente inagotable. Cristo está presente en cada una de las páginas del libro bajo algún aspecto nuevo. Muerto Y resucitado, dotado de todas las prerrogativas de Dios, vivo en su Iglesia y para ella Cristo la tiene sólidamente asida de su mano y la impulsa hacia adelante. La juzga con su palabra, purificándola desde dentro (cc. 1-3); la ayuda luego a discernir su hora, su relación con las fuerzas históricas hostiles. Las derrota junto a ella, convirtiéndola así­ por completo en su esposa. De esta manera Cristo sube al trono de Dios, prolongando en la realización histórica de la Iglesia laque habí­a sido su victoria personal, obtenida con la muerte y la resurrección.

3. EL ESPíRITU. La teologí­a del Espí­ritu en el Apocalipsis se presenta con indicaciones sobrias, descarnadas a primera vista, pero que, agrupadas, constituyen un cuadro’especlalmente interesante.

El Espí­ritu, como suele suceder generalmente en el AT, pertenece a Dios, es una prerrogativa suya; el Espí­ritu de Dios está en su plenitud delante de él (los «siete Espí­ritus de Dios» según una interpretación probable de 1,4; 4,5). El Espí­ritu de Dios en la totalidad de sus manifestaciones concretas se convierte -como parece indicar además el complejo simbolismo de los «vivientes»- en una energí­a que parte de la trascendencia divina y actúa a nivel de la historia humana; es la energí­a que invade al autor del Apocalipsis (cf 1,10; 17,3; 21 10), que da la vida de la resurrección (11,11).

El Espí­ritu, totalidad de la energí­a divina trascendente, que entra en contacto con la historia humana, pertenece a Cristo, que «tiene los siete Espí­ritus de Dios» (3 ,1), el Espí­ritu en su totalidad, y lo enví­a a la tierra (cf 5,6).

Enviado a la tierra, el Espí­ritu se manifiesta y actúa como persona, conviniéndose simplemente en «el Espí­ritu» (tó pnéuma). Pero esto se venñca en contacto con la Iglesia: el Espí­ritu revela (14,13), «habla» continuamente «a las Iglesias» (2,7.11. 17.29; 3,6.13.22), anima a la Iglesia en su amor de esposa y sostiene su esperanza escatológica (22,6).

4. LA IGLESIA. Dios se revela, se expresa en Cristo, testigo fiel; Cristo enví­a su Espí­ritu, que es recibido en la Iglesia; de este modo se pasa de Dios a Cristo, al Espí­ritu, a la Iglesia, sin solución de continuidad.

El autor conoce y usa el término ekklésí­a; designa para él la Iglesia local, bien identificada en su circunscripción geográfica (2,1, etc.). Pero habla de «Iglesias», también en plural (cf 22,16), y entonces el discurso se hace más general. Incluso cuando insiste en las determinaciones locales expresa mediante el número 7 una totalidad generalizada: «las siete Iglesias de Asia» (1,4.11.20) constituyen el conjunto perenne de la Iglesia más allá de las concreciones espacio-temporales.

Son caracterí­sticas del autor del Apocalipsis algunas imágenes que expresan o ilustran su concepto de Iglesia: la Iglesia es una totalidad litúrgica, en la que está presente Cristo (los siete candelabros de oro: 1,20; 2,1); la Iglesia terrestre tiene su propia dimensión trascendente (ángeles de las siete Iglesias: cf 1,20, etc.); la Iglesia celestial y terrestre al mismo tiempo tiene que expresar, en la tensión de las persecuciones, a su Cristo (la mujer vestida de sol: cf 12,1ss). La Iglesia es el conjunto del pueblo de Dios, con toda la carga que este concepto tiene en el AT, tanto en el estado de peregrinación por el desierto (12,6) como en la situación final: es la Jerusalén terrestre (cf c. 11) y la Jerusalén nueva (21,1-22,5), fundada sobre los apóstoles del Cordero (cf 21,14); está unida a Cristo con un ví­nculo indisoluble de amor; es la novia que se convierte en esposa (cf 21,2.9; 22,17).

En la unión de estas dos imágenes, ciudad y esposa, se realiza (21,2: «… como una esposa»; 22,9-10: la ciudad-esposa) la sí­ntesis de la eclesiologí­a del Apocalipsis: la Iglesia está unida a Cristo con un amor que no debe caer de nivel (cf 2,4), que debe ir creciendo hasta la intimidad familiar (3,20), venciendo todas las negatividades interiores: es el aspecto más ,personal, que interesa a cada uno de los individuos; pero la Iglesia es también ciudad: tiene un aspecto social que se desarrolla en su lí­nea, venciendo las negatividades hostiles exteriores.

Cuando acabe este doble proceso, interno y externo, entonces y sólo entonces se alcanzará la sí­ntesis perfecta entre las dos: la Iglesia «santa», «amada», esposa capaz de amar, será la ciudad en la que no podrá entrar nada contaminado. Estaremos en la fase escatológica final.

5. LA ESCATOLOGíA. La eclesiologí­a desemboca en la escatologí­a. La escatologí­a es, en opinión universal, uno de los temas teológicos más caracterí­sticos del Apocalipsis: la insistencia en el tiempo que pasa y que ya no tiene dilación, las amenazas, el simbolismo de las convulsiones cósmicas, el desarrollo literario hacia adelante con vistas a una conclusión final, etc., todo esto nos está hablando de escatologí­a.

No es fácil recoger estos elementos dispersos en una sí­ntesis concreta. Pero podemos determinar al menos algunos rasgos fundamentales.

El arco de la historia de la salvación abarca expresamente, en el Apocalipsis, todos los tiempos: el presente, el pasado y el futuro. Esto es lo que se expresa entre otras cosas, por la frase caracterí­stica: «el que es, el que era y el que viene» (cf 1,4.8, etc.).

Existe en el Apocalipsis una tensión hacia una meta final; nos lo indica el análisis de la estructura literaria, que nos revela una sucesión creciente de las diversas secciones; nos lo dice igualmente el tiempo que, según la concepción del Apocalipsis, tiene un ritmo veloz de desarrollo: «el tiempo está cerca» (2Cr 1:3). «El gran dí­a» (2Cr 16:14) nos presenta el punto de llegada de todo.

El mal, visto bajo las formas concretas que podrá asumir en el arco de la historia -la raí­z demoní­aca; el Estado que se hace adorar, simbolizado por el primer monstruo; la propaganda que le da vida, simbolizada por el segundo; los «reyes de la tierra», que corresponden a los centros de poder, y, finalmente, «Babilonia», la ciudad secular por excelencia, expresión de un sistema terrenal cerrado ala trascendencia de Dios-, quedará superado de forma irreversible. Vendrá luego la renovación general, con la convivencia, al nivel vertiginoso de un amor paritario, entre Dios, Cristo-Cordero y el Espí­ritu, por una parte, y, por otra, los hombres unidos entre sí­. Así­ será la Jerusalén nueva (cf 21,1-22,5).

Respecto a esta fase cronológica final existe una anticipación de la salvación reservada a una parte del pueblo de Dios, pero funcional respecto al conjunto, que es expresada por los 144.000 salvados con el «Cordero» en el monte Sión (14,1-5), por los «dos testigos» (11,1-13) y por los que participan del reinado milenario de Cristo (20,1-6).

6. TEOLOGíA DE LA HISTORIA. La escatologí­a del Apocalipsis, con esta riqueza y complejidad de elementos, no permite una huida hacia adelante respecto a la realidad en que vive la Iglesia. La escatologí­a está anclada en la historia.

En efecto, el Apocalipsis tiene como su maeria especí­fica «lo que va a ocurrir», la historia, entendida precisamente en su contenido concreto. ¿Qué historia? La historia contemporánea del autor, dicen con diversos matices Giet (guerra de los judí­os), Touilleux (culto a Cibeles, culto al emperador), Feuillet (conflicto con el judaí­smo, con el paganismo, triunfo posterior), etc. El Apocalipsis expresa una interpretación religiosa de esa historia: la comunidad que escucha estará en disposición de comprenderla y apreciarla.

La historia futura, la historia universal de la Iglesia, nos dicen Joaquí­n de Fiore y Nicolás de Lira. El Apocalipsis es una profecí­a en el sentido habitual de la palabra: revela las grandes constantes históricas concretas, nos instruye sobre lo que ha de ser el desarrollo evolutivo de los grandes perí­odos. La comunidad eplesial de cada época podrá por tanto, escuchando, prever el desarrollo de hecho de la historia y sacar de este modo sus conclusiones.

Son innegables en el Apocalipsis algunas evocaciones y referencias concretas a hechos contemporáneos del autor, tanto en la primera como en la segunda parte. Pero no parece que el autor se detenga en ellos. El simbolismo arranca estos hechos de su concreción histórica aislada y les da al mismo tiempo una lectura teológica paradigmática. De aquí­ surgen ciertas «formas» de inteligibilidad teológica. Estas «formas» tienen como trasfondo genérico el eje del desarrollo lineal de la historia de la salvación, y en este sentido se refieren al futuro de todos los tiempos; pero, tomadas singularmente, pueden desplazarse hacia adelante y hacia atrás respecto al desarrollo cronológico; tomadas en su conjunto, constituyen como un gran paradigma de inteligibilidad teológica capaz de aplicarse de la realidad histórica concreta.

Por consiguiente, la historia concreta no es el contenido propio del Apocalipsis; por el contrario, se contienen en él ciertas formas de inteligibilidad, casi a priori respecto al hecho histórico; más tarde tendrán que llenarse con el contenido histórico concreto, iluminándolo, para volver a desvanecerse en seguida.

La comunidad eclesial que escucha sabrá aplicar esas formas de inteligibilidad a la materia de la historia.

7. EL TEMA TEOLí“GICO DE FONDO: LA IGLESIA, PURIFICADA, VISLUMBRA SU HORA. La comunidad eclesial, situada en el desarrollo lineal de la historia entre el «ya» y el «todaví­a no» se pone en primer lugar en un estado de purificación interior, sometiéndose al «juicio» de la palabra de Cristo. Se renueva, se tonifica interiormente, se va adaptando a la percepción («El que tenga oí­dos…»: 1,7…) de la voz del Espí­ritu.

En esta situación interior se siente invitada a subir al cielo (cf 4,1) y a considerar desde allí­ los hechos que la afectan desde fuera.

Aplicando a los hechos los esquemas de inteligibilidad correspondientes, la Iglesia estará en disposición de comprender, mediante un tipo de reflexión sapiencial, su propia hora en relación con las realidades históricas simultáneas.

Esta reflexión sapiencial y actuafizante es el último paso en la hermenéutica del Apocalipsis (sigue al desciframiento del sí­mbolo) y se realiza en el contexto litúrgico de la asamblea que escucha y discierne (cf 1,3; 13;18, etc.).

Es éste el punto focal, la clave de bóveda del edificio teológico del Apocalipsis.

El autor lo pone de relieve con el carácter marcadamente litúrgico que imprime a todo el libro: los elementos litúrgicos más externos («dí­a del Señor»: 1,10) son llevados por el autor a una profundidad de experiencia litúrgica sin precedentes: la liturgia se desarrolla en la tierra, pero tiene una influencia decisiva en el cielo; constituye la expresión de la comunidad eclesial, consciente de la presencia de Cristo y del Espí­ritu (cf el «diálogo litúrgico» de 22,6-21).

En esta situación litúrgica, la Iglesia se purifica y discierne su hora. Esto significa la posibilidad y la capacidad de una lectura religiosa, en profundidad, de la historia simultánea. La historia simultánea, a su vez, se encuadra dentro del gran contexto de la escatologí­a.

Más en general, en esta acción de purificación, primero, de discernimiento, después, la comunidad eclesial descubre su identidad con todas las implicaciones y toma conciencia de ella; comprende que está animada por el Espí­ritu; descubre entonces al Cristo del misterio pascual presente, que la purifica, la ilumina, lucha a su lado y vence con ella; reconoce, a través de Cristo y de su obra, la inmensidad inefable del Dios «santí­simo», «que lo domina todo», pero que es al mismo tiempo Padre de Cristo y Padre nuestro.

8. EL APOCALIPSIS EN LA VIDA DE LA IGLESIA: LOS DIVERSOS METODOS DE LECTURA. Aunque al principio surgieron algunas dificultades por parte de la Iglesia oriental para acoger el Apocalipsis dentro del canon de los libros inspirados, su presencia en el ámbito de la vida de la Iglesia ha sido siempre especialmente estimulante. Pero no siempre del mismo modo. Algunos estudios detallados sobre el desarrollo de la presencia del Apocalipsis en la vida de la Iglesia (Maier) han puesto de relieve dos aspectos que están en tensión entre sí­: por un lado, la influencia profunda que ejerció siempre el libro del Apocalipsis; por otro, los diversos métodos de lectura a los que se le ha sometido.

No nos han llegado verdaderos y auténticos comentarios del Apocalipsis de los tres primeros siglos cristianos. Las muchas citas que encontramos de él en Justino, Ireneo, Hipólito, Tertuliano, Clemente de Alejandrí­a y Orí­genes permiten, sin embargo, señalar dos aspectos: les interesa de manera especial la perí­copa 20,1-10, donde se habla de un reino de Cristo que durará mil años. Este reino es interpretado literalmente; tenemos entonces el llamado «quiliasmo» (de chí­lioi, mil) o milenarismo: se le atribuye al Apocalipsis la previsión de un reinado de Cristo sobre la tierra antes de la conclusión escatológica de la historia. Cada autor lo entiende de manera distinta como plazo y como duración. Esta perspectiva literal suponí­a una interpretación realista y de alcance inmediato, con una referencia prevalente al Imperio romano, de los sí­mbolos más caracterí­sticos, como la bestia del capí­tulo 13.

Esta perspectiva -es el segundo aspecto que hay que señalar- tiende a ser superada, en el ámbito de la escuela alejandrina, así­ como la interpretación literal del milenio. Orí­genes ya no es milenarista.

Los primeros comentarios completos del Apocalipsis son los de Victorino y Ticonio, redactados en latí­n. Victorino es todaví­a milenarista, pero sienta expresamente un principio que llevará a la superación del milenarismo: la recapitulación. El Apocalipsis no se refiere a una serie continuada de acontecimientos futuros, sino que apela a los acontecimientos mismos bajo diversas formas. Ticonio formulará de manera más precisa -en siete reglas, comentadas por Agustí­n- la teorí­a exegética de la recapitulación, y con él puede decirse que se ha superado ya el milenarismo: el reinado de Cristo del capí­tulo 20 es la victoria de Cristo desde la encarnación en adelante.

Jerónimo y Agustin, aunque no comentan expresamente el Apocalipsis, demuestran que aprecian adecuadamente su importancia. Su exégesis parece moverse en la lí­nea de la recapitulación. Una vez rechazado radicalmente el milenarismo -definido como una «fábula»-, se afirma en ambos la tendencia a una interpretación amplia y polivalente. «Tiene tantos significados secretos como palabras», escribe Jerónimo a Paulino (Carta LIII, 8). La influencia de Jerónimo y de Agustí­n deja sentir sus efectos. Tenemos una serie de comentarios que siguen siempre sustancialmente la teorí­a de la recapitulación, profundizando atinadamente en el conjunto del libro y en sus detalles. Encontramos así­ el primer comentario griego que nos ha llegado: el de Andrés de Cesarea, que destaca el sentido espiritual, entendido como aplicación inmediata del texto a la experiencia de la vida de la Iglesia. En el mundo latino encontramos los comentarios de Primasio, Beda el Venerable, Beato de Liébana, Ricardo de San Ví­ctor y Alberto Magno.

Este perí­odo tranquilo e intenso recibió una brusca sacudida en la segunda mitad del siglo xii con Joaquí­n de Fiore. Encuadrando el Apocalipsis en los tres perí­odos de la historia del mundo (AT de 42 generaciones; primera fase del NT, también de 42 generaciones; el reino milenario a partir del 1200: Cristo vuelve a aparecer en la tierra, vence al anticristo y conduce a los fieles a la vida contemplativa), lo refiere a la historia de los dos últimos perí­odos, distribuyéndolo en ocho visiones de acontecimientos sucesivos, desde la persecución de los apóstoles hasta el juicio universal y la visión de Dios. En esta estrecha concatenación con una interpretación histórica de los sí­mbolos no queda ya lugar para la recapitulación: Joaquí­n, con un gran artificio, intenta buscar ese lugar: las cinco primeras visiones -la historia hasta los tiempos de Joaquí­n-, además de expresar su objeto principal, resumen cada una de ellas las fases anteriores.

En la misma lí­nea, pero de una forma más en consonancia con los acontecimientos, se mueve Nicolás de Lira (primera mitad del s. xiv): se ve y se interpreta el Apocalipsis como una profecí­a continuada y sin repeticiones de la historia de la Iglesia, desde Juan hasta el fin del mundo.

Esta tendencia, seductora e insidiosa, a descubrir en el Apocalipsis acontecimientos históricos precisos, llevó a una proliferación de interpretaciones fantásticas, subjetivas y parciales; es tí­pica la identificación, en los comentaristas protestantes, del papado con la bestia, identificación que parece dominar casi sin contraste alguno..

Se estaba gestando, sin embargo, una reacción, que confluyó en los grandes comentarios de Ribeira (1591), Pereyra (1606) y su escuela: el Apocalipsis se refiere a los acontecimientos del comienzo de la Iglesia y a los del final de la historia, no a los intermedios. Otra lí­nea, igualmente en reacción contra las fantasmagorí­as precedentes, pero paralela a la anterior, considera que el Apocalipsis se refiere al conflicto sostenido por la Iglesia naciente, primero contra los judí­os y luego contra los paganos. El representante más notable es el comentario de Alcázar (1614, 1619), que ejerció un influjo decisivo desde Grocio (1644) hasta Bossuet (1689). Hasta mediados del siglo xix no hay novedades interesantes.

Los comentarios, que siguen apareciendo en buen número, se mueven sustancialmente en la lí­nea de Ribeira o en la de Alcázar-Bossuet. No faltan algunos resabios milenaristas: el representante más original, Bengel (1741, 18342), con su historia de los dos milenios -el de Satanás atado: 1836-2836; el de Cristo: 2836-3836; y luego el juicio- lleva la convicción milenarista hasta sus últimas consecuencias. Es interesante la tendencia, presente en toda una serie de autores (Abauzit, Harduin, Wettstein, J. G. Herder), a referir todo el Apocalipsis a la descripción figurada de la suerte de Jerusalén y de los judí­os.

Se lleva a cabo un giro auténtico en la segunda mitad del siglo xix, determinado por el desarrollo de la crí­tica histórica y literaria. Apoyándose en la una y en la otra, se presenta una actitud nueva: se estudia y se pondera el texto, con una mentalidad tí­picamente racionalista, en su contenido y en su forma. Uno de los representantes más ilustres, siempre en lo referente al Apocalipsis, es E. Renan (publica en el 1873 su libro Antéchrist), seguido por Holtzmann (1891) y otros: el contenido del Apocalipsis se refiere constantemente o a fenómenos naturales o a hechos históricos de la época, que habrí­an sido recogidos por Juan para sensibilizar respecto a la venida de Cristo, que se consideraba inminente.

Al lado de esta actitud crí­tica de carácter histórico se desarrolla, quizá en dependencia de la misma, otra actitud paralela de tipo literario. La multiplicidad de los hechos históricos a los que alude, la heterogeneidad de estilo y las numerosas anomalí­as gramaticales llevan a formular varias hipótesis sobre la composición del libro: la hipótesis redaccional (Vdlter, Erbes, J. Weis, Loisy) piensa que al núcleo primitivo se fue añadiendo un material sucesivo, mediante un trabajo complejo de reelaboración; por el contrario, la hipótesis de las fuentes considera que el Apocalipsis es el resultado de un conjunto de escritos independientes (Spitta, Briggs, Schmidt, etc.), que es posible identificar todaví­a; la hipótesis de los fragmentos piensa que el Apocalipsis es obra de un solo autor, pero que habrí­a incorporado a su escrito toda una multitud de fragmentos más antiguos (Weizsdcker, Sabatier, Bruston, etc.).

El desplazamiento de perspectiva caracterí­stico de este método histórico-crí­tico no dejó de difundirse y fue madurando poco a poco. La expansión se produjo cuando se pasó de las referencias históricas judeocristianas a una atención a las aportaciones del ambiente cultural de la época en el Asia Menor (otras religiones, corrientes, prácticas o creencias astrológicas). Hubo además un desarrollo en profundidad: el desmembramiento del Apocalipsis de la primera crí­tica literaria apareció en contraste con la personalidad literaria del autor; las referencias a la historia contemporánea fueron valoradas con vistas a una comprensión más adecuada del mensaje. De esta forma fueron apareciendo algunos comentarios del Apocalipsis que siguen aún siendo clásicos: Swete, Bousset, Charles, Allo, Lohmeyer.

El desarrollo en extensión y en profundidad del método histórico-crí­tico, una vez superadas las asperezas ingenuas del racionalismo primitivo, sigue aún vigente. Es el método que prevalece en la exégesis actual. Cada vez se atiende más -es el desarrollo en extensión- a todos los elementos que pueden haber influido en el autor del Apocalipsis dentro de su ambiente cultural (elementos judí­os, elementos del cristianismo primitivo, con especial referencia a la liturgia; aspectos sociológicos y polí­ticos; comparación con otros escritos apocalí­pticos). Igualmente -es el desarrollo visto más desde dentro- se valoran cada vez más los aspectos literarios, desde la estructura hasta el estilo y el lenguaje simbólico. Todo esto ha llevado en el perí­odo de los últimos veinte años a una profundización notable del aspecto teqlógicobí­blico, como demuestran las monografí­as relativas a los temas más interesantes del libro (Dios, Cristo, el Espí­ritu, la Iglesia, el sacerdocio, etcétera).

U. Vanni

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica