ANGELOLOGIA

SUMARIO: I. Malak Yahvéh (el ángel de Yahvéh) como personificación de Dios en el AT.-II. íngeles de Dios y Trinidad en el judeocristianismo.-III. Adoración angélica .

En las antiguas tradiciones de Israel ya existí­a la creencia en los ángeles al servicio del monoteí­smo de Yahveh, el Dios de Israel, el Dios único y Señor del cosmos creado y de la historia. Hay, sin embargo, dos etapas en la angelologí­a de Israel: antes y después del exilio. Al principio influyeron más las culturas y religiones palestinenses: cananeos e hititas. Después del exilio, por influjo de las grandes culturas mesopotámicas – la asirio-babilónica, la de medos y persas-, en donde vivió desterrado Israel, tomó un incremento mayor y sufrió una mayor evolución la angelologí­a de Israel. Así­ lo acusan los profetas: Isaí­as y Ezequiel. Pero sobre todo el libro apocalí­ptico de Daniel y a partir de él toda la literatura intertestamentaria. Por influjo de ésta, pero en un clima diverso, marcado por la venida mesiánica de Jesús y sobre todo por su misterio pascual, los ángeles proliferan en los dos momentos más revelatorios, la navidad y la pascua. Esta última marca la pauta de la primera. Los ángeles en el NT están al servicio del Cristo glorificado en la pascua. Sirven al Dios Trino, de quienes son mensajeros de su revelación y salvación en Cristo y sirven a la Iglesia de Cristo. De esa manera sirven a los hombres. Fundamentalmente por esa doble innovación de servir a Dios en Cristo y de servir a los hombres se caracteriza la presencia, creencia, funciones y tareas de los ángeles en el NT.

En el NT se mantiene su presencia y su creencia, pero a la larga pierden importancia e incluso se prohibe su adoración (cf. Col 2, 18; Ap 19, 10 y 22, 8-9). La presencia angélica prolifera en los dos momentos álgidos de la revelación-salvación escatológica de Jesús: a) en su anunciación y nacimiento, recogidos en los evangelios de infancia (Mateo y Lucas). Los ángeles anuncianlos dos nacimientos -de Juan y de Jesús-, revelan y glorifican en una liturgia celeste, que se ve y se oye en la tierra, el nacimiento de Jesús, el Mesí­as y Kyrios, b) Y finalmente otro foco de densidad angélica es el acontecimiento escatológico de la pascua (resurrección-ascensión), que además es primordial y que encuentra su correspondencia en el acontecimiento anterior y se convierte en su pauta. En la tumba vací­a los ángeles testifican, anuncian al Cristo resucitado, que nadie lo ha visto todaví­a, a las mujeres, para que a su vez comuniquen esta buena noticia a los discí­pulos y estén predispuestos para verle. Son los dos momentos apocalí­pticos de la historia y de la persona de Jesús. Marcan su alfa y omega. Pero la pascua lleva el primado y el centro.

En otros dos lugares de la Iglesia los ángeles cumplen las nuevas funciones que antes desempeñaron en el AT con el viejo Israel: prestan ayuda a los apóstoles y a los predicadores del evangelio, como en el caso de Pedro, liberándole de la cárcel como el ángel liberador del Exodo (He 12, 7-10) y a Pablo en el naufragio de Malta (He 27, 23).

Los otros lugares del NT que tienen relevancia para la angelologí­a son las cartas paulinas de la cautividad: Colosenses y Efesios, donde la soberaní­a del Cristo pascual, muerto, resucitado y ascendido al cielo ha vencido y encadenado a todos los principados y dominaciones, que antes militaban contra Dios y la salvación de los hombres. Ahora Cristo glorificado los ha derrotado y sometido a su señorí­o (cf. Col 1,16; 2, 10.15; Ef 3, 10; 6, 12; 1 Cor 15, 24; Rom 8, 32). El cristiano, siguiendo a Cristo y en comunión con élpor su incorporación bautismal, debe seguir luchando contra ellos. Son estos «principados y potestades» ciertas instituciones humanas, polí­tico-sociales y culturales que se adueñan de los hombres y los someten a su imperio demoní­aco. Habitan «en el aire» (Ef 2, 2), pero pueden significar lo que se suele llamar «el espí­ritu del tiempo» -de una sociedad o cultura o polí­tica- que se presenta adversario de Dios y del evangelio. De todos estos poderes y dominaciones que esclavizan al hombre nos ha liberado Cristo. Pero tal dominio y victoria se pondrá de manifiesto plenamente en su gloriosa parusí­a3.

Finalmente en el Apocalipsis (19, 10 y 22, 8 s.) se combina la prohibición de adorar a los ángeles para reservar única y excusivamente la adoración al Dios inmortal y a Cristo, el Cordero degollado, el único capaz de abrir los siete sellos de la historia y vencer al Dragón, la Serpiente antigua, el Diablo, y a las bestias infernales con todos sus profetas y cortesanos. Pero al mismo tiempo los ángeles son servidores de Dios y de Cristo en los castigos de la historia, como el ángel exterminador de Egipto (15, 5-8), obedeciendo los mandatos de Dios y son servidores en la liturgia celeste de la ciudad de Dios -la Jerusalén celeste- en el trisagion que entonan los ancianos ante Dios (4, 8) y en el culto al Cordero degollado.

I. Malak Yahvéh (el ángel de Yahveh) como personificación de Dios en el AT
Yahvéh está rodeado de su corte celestial, los ángeles, como un rey oriental-asirio-babilonio. Se le llama Yahvéh Sebaot, «El Dios de los ejércitos», en los salmos y en los profetas (cf. Sal 24, 10; 46, 7.11; 80, 7;Is31,4s;Jer31,35, etc.). Por estos ejércitos se han entendido tanto los celestes como los terrestres, por medio de los cuales Yahvéh expresaba su mando y soberaní­a en el cielo y en la tierra (Is 6, 3; 9, 18; 10, 16.23; Am 4, 13; 5, 27; Jer 31, 35, etc.). Los profetas, en polémica con la religión astral de Babilonia, han subrayado que no son dioses, sino servidores del único Dios Yahvéh, que los manda como a las lí­neas de combate de sus ejércitos (Is 40, 26; 45, 12).

Estos ejércitos celestes, a los que Jesús hace alusión en el prendimiento del huerto de los olivos, que su Padre podrí­a enviarle (Mt 26, 53), son legiones de ángeles que están a las órdenes de Dios para ejecutar sus mandatos en la tierra, para revelar sus misterios escondidos, como el ángel Gabriel en las visiones apocalí­pticas de Daniel (8, 15 ss.; 9, 21 ss.). Es el mismo ángel enviado por Dios que se aparece en el templo a la hora del sacrificio para anunciarle a Zacarí­as el nacimiento de un hijo, Juan el Bautista, de su mujer anciana y estéril. Y ese mismo ángel es enviado a Nazaret a Marí­a, una virgen desposada con José, para anunciarle el nacimiento de Jesús el Mesí­as, e Hijo de Dios por obra del Espí­ritu y sin intervención de varón (cf. Lc 1, 11-20. 26-38).

Los ángeles vienen a significar en la revelación como en la creación y en el culto distintas funciones, tienen un significado diverso y múltiple. Por una parte vienen a subrayar la transcendencia soberana de Yahvéh, el Dios único y verdadero de toda la creación y de la historia de Israel. Ellos cubren con su enví­o, sus mensajes y actuaciones esa distancia infinita de su transcendencia espiritual e invisible. Representan la inmanencia del poder omnicomprensivo y omnipotente de Dios que llega a todas partes e interviene en la historia de los hombres, especialmente de Israel, como pueblo de su elección.

En el culto, tal como es visto por el profeta Isaí­as en la visión de su vocación profética (Is 6), dos serafines (de saraf, arder) cantan el tres veces santo (trisagion) a Yahvéh. Y tocan con carbones encendidos, sacados del incensario del culto a Dios, los labios impuros del profeta para purificarlos y así­ se convierte en boca de Dios. También los querubines de la visión de Ezequiel (1, 4-28), que transportan el carro de la gloria de Yahvéh, tienen una función y representación litúrgica. Su significado es de «poderosos» (del acádico karabú) y probablemente se derivan de los guardianes celestes de los reyes asiriobabilónicos, sus protectores. Estos querubines custodian el paraí­so después de la expulsión de los primeros padres (Gén 3, 24). Son los que custodian el arca de la alianza, que sirve de peana de sus fieles. Yahvéh habita entre ellos y sobre ellos (cf. Ex 25, 18; 1 Re 6, 23; 2 Cor 5, 8).

En los libros del AT no se habla expresamente de la creación de los ángeles. Como tampoco en el NT, aunque se presupone y hay alusiones a ello. Es más bien la literatura intertestamentaria, quien trata explí­citamente el tema. Según Jubileos 2, 2 fueron creados el primer dí­a de la semana; para otros libros, en cambio, en el segundo dí­a de la creación. Pero todos cuentan quecuando el hombre fue creado por Dios ya estaban creados los ángeles. Algunos lo explican basándose en el plural mayestático, que supone a Dios con sus ángeles (la corte celestial): «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26); «He aquí­ que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros» (Gén 3, 22)4. La fe eclesial, siguiendo la expresión paulina de Col 1,15 s., lo ha expresado en su sí­mbolo nicenoconstantinopolitano en su primer artí­culo de fe referido al Dios Padre: «creatorem coeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium» (D 86).

Entre todas las denominaciones de ángeles del AT destaca el ángel de Yahvéh: malak Yahvéh. Mensajero de Dios para su pueblo, amigo y servicial auxiliador de Israel. Es el ángel que se aparece a los patriarcas para anunciarles la promesa o garantizar su cumplimiento, como en el caso de Abrahám cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac (Gén 22, l ls.) y protege a Isaac y a Jacob (Gén 24, 7.40; 31, 11). Este mismo ángel del Señor en el NT anuncia a José la concepción virginal de Jesús en el vientre de su desposada Marí­a por obra del Espí­ritu Santo y los conduce a Egipto y los vuelve a su tierra (Mt 1-2).

Es el ángel del Exodo, que protege a Israel en el paso del Mar Rojo de los ejércitos de Faraón que lo persiguen a muerte. Gracias al ángel de Yahvéh, que se interpone entre unos y otros, sale ileso Israel y libre se encamina hacia la tierra de promisión (Ex 14, 19-20).

Para mucha literatura intertestamentaria e incluso para el NT y la literatura cristiana: la ley (torá) fue promulgada por ángeles. Todo ello parasalvaguardar incluso la transcendencia espiritual de Yahvéh en su relación con Moisés y su pueblo. Aquél no recibió directamente de Dios la ley, como tampoco vio cara a cara el rostro de Dios sino su espalda, porque a Dios no se le puede ver (cf. Ex 33, 20). Sólo es visto por su Hijo Un 1, 18). Si la ley fue dada por ángeles, Pablo señala que el evangelio fue dado por Jesucristo, para hacer notar su superioridad y excelencia (Gál 3, 19).

Yahvéh actúa como exterminador de los enemigos de Israel en la salida de Egipto contra el Faraón (Ex 12, 29). Más tarde el ángel de Yahvéh extermina los ejércitos de Senaquerib, que habí­a sitiado Jerusalén (2 Re 19, 35). No es nada extraño que reaparezca este ángel castigando a Heliodoro, ministro de Seleuco IV, rey sirio, que se atrevió a profanar el templo de Jerusalén robando su tesoro. Fue vapuleado por un ángel de Yahvéh montado a caballo (2 Mac 3, 7-40; Dan 11, 20). El mismo ángel antes resistió a Balaam cuadrándose en el camino e impidiendo que profetizase contra Israel sino al contrario (Num 22, 22). Es la personificación de la presencia providente de Dios con su pueblo. Asiste a Elí­as en el desierto para que no desfallezca. Le presenta pan y agua para que pueda alcanzar el monte de Dios en su empeño de defender el monoteí­smo de Yahvéh frente a los baales (1 Re 19, 4-8). Una vez actúa como ángel exterminador de Israel en la peste que manda contra Israel por el pecado de David al censar a sus súbditos. Y esto a petición del mismo David que optó: «prefiero caer en manos de Dios que de los hombres» (cf. 2 Sam 24, 17). En otra ocasión, airado Dios contra su pueblo en el desierto, desiste de conducirlo él mismo y lo hace por medio de su ángel (Ex 33, 2-3).

En muchos pasajes se puede advertir la dificultad de distinguir y separar al ángel de Yahvéh del mismo Yahvéh (cf. Gén 16, 7 ss.; 21, 17 ss.; 22, 11 ss.; Ex 3, 2 ss.; Jue 2, 1 ss., etc.). Esto prueba el difí­cil y misterioso juego entre la transcendencia e inmanencia de Yahvéh con su pueblo y lo mismo podemos decir a través de su creación con los otros pueblos. Así­ tendremos que si Israel tiene el ángel de Yahvéh, que en la apocalí­ptica toma la figura y el nombre de Miguel (Dan 10, 13-21; 12, 1), que defiende a Daniel y a Israel contra los ángeles de Persia y Grecia, los demás pueblos tienen también los suyos. En la literatura apocalí­ptica Miguel es el guí­a de Henoc en su visita al cielo (1 Hen 71, 3) y es el claví­gero del reino de los cielos (3 Bar) que en el NT será Pedro por encargo de Jesús, el Mesí­as (Mt 16, 18).

También las otras naciones tienen sus ángeles, basándose en Dt 32, 9-9 (LXX) y quizá entroncando con «una tradicion cananea de que el dios ‘El habí­a señalado divinidades para presidir los diversos pueblos». Al ángel de cada pueblo parece aludir Eclo 17, 17: «Puso un jefe sobre cada nación, pero Israel es la porción del Señor». Estos pueblos conducidos por sus ángeles o jefes pueden apartarse de Dios y entrar en conflicto con él y con su pueblo. Entonces surge Miguel: «¿Quién contra Dios?» que pelea la batalla escatológica con victoria para Dios y los suyos (Dan 12, 1; Ap 12, 7-9).

II. íngeles de Dios y Trinidad en el judeocristianismo antiguo
El gran historiador de las doctrinas teológicas del cristianismo primitivo, Jean Daniélou, basándose en dos autores alemanes que llevaron a cabo sendas investigaciones sobre cristologí­a judeocristiana y sobre las concepciones primitivas de la trinidad -se trata de J. Barbel y de G. Kretschmar- trata de exponer una doctrina trinitaria sobre cristologí­a y sobre pneumatologí­a tí­picamente judeo-cristiana, que estuvo vigente hasta Nicea, y que es una de las teologí­as más primitivas’. Esta representación con base en la angelologí­a es tí­picamente judeo-cristiana y fue perfectamente compatible con la ortodoxia, aunque algunos herejes judeocristianos, como los ebionitas y otros, la convirtieron en una doctrina heterodoxa, porque por medio de ella propagaron el subordinacionismo del Hijo y del Espí­ritu y los convirtieron en criaturas angélicas inferiores a Dios. Uso que hicieron también los arrianos en el caso de Cristo. En cambio, hubo una corriente ortodoxa, propia de la teologí­a judeo-cristiana, que aunque hoy estamos muy lejos de ella y su golpe de gracia lo dio el sí­mbolo y los concilios niceno-constantinopolitano, tuvo su vigencia en la Iglesia primitiva.

Las relaciones trinitarias del Verbo, Cristo y del Espí­ritu Santo, en cristologí­a y en pneumatologí­a, en relación al Dios Padre y entre ellos mismos, fueron interpretadas en clave angeliforme, basándose en el prestigio y extensión que habí­a alcanzado la angelologí­a en el s. I dentro del judaí­smo y del judeocristianismo, como ponen de relieve losescritos de la literatura intertestamenta ria. Los máximos exponentes de esta teologí­a judeo-cristiana son el Pastor dei Hermas, los escritos de san Justino, de san Ireneo y llega a alcanzar al mismo¡ Orí­genes en varios aspectos cristológi cos y pneumatológicos. El origen de su,.†¢ decadencia, como ya hemos dicho, fue el uso heterodoxo de estas doctrinas y, su proclividad al subordinacionismo y a una permanente ambigüedad entre una cristologí­a y pneumatologí­a que pertenecen a otro nivel, el del misterio trinitario, mientras esta cristologí­a y pneumatologí­a angeliforme, no destierra del todo su carácter creatural. Digamos que ellos admití­an en el fondo lo; que era claro para la fe cristiana que se, viví­a en la Iglesia apostólica, tal como lo reflejaban los escritos del NT y lo) que se pondrá de manifiesto en la discusión de la Iglesia en Nicea y Constantinopla: a) Que Cristo Jesús, como’ Hijo de Dios y como Kyrios y Verbo (Logos) de Dios y el Espí­ritu Santo no son criaturas del Padre como los demás ángeles, ni el Espí­ritu es criatura del Hijo de Dios. b) Los ángeles y toda su variedad y jerarquí­a deben servir a Cristo y al Espí­ritu en la Iglesia y en el mundo, como criaturas a su servicio y subordinadas al misterio trinitario en la revelación, salvación y gobierno de la historia. c) Cristo por su misterio pascual -cruz y resurrección- en su ascensión al cielo y en su glorificación ha’ vencido y puesto bajo sus pies a todos «los principados, tronos y dominaciones». d) El culto de los ángeles no puede disputar, sino al contrario debe servir al culto de la Trinidad como aparece en (trisagion) el Apocalipsis y en la liturgia de la Iglesia de la tierra unida a la del cielo. Y por eso se explica la prohibición de la adoración de los ángeles para subrayar la transcendencia del culto a la Trinidad, el único Dios, y al Cordero degollado, el Cristo pascual, inmolado y victorioso por los siglos.

Dentro de este contexto que se sobreentiende y que se fue explicitando en la Iglesia y en la teologí­a, afrontamos ahora esta teologí­a angeliforme. íngel fue uno de los nombres dados a Cristo hasta el s. IV. Desaparece por su ambigüedad y por el uso subordinacionista de los arrianos. Esta categorí­a de «ángel» ha querido servir en la teologí­a judeo-cristiana como equivalente a la de «persona divina», que todaví­a no se habí­a acuñado en la teologí­a cristiana. Y con ese término también se recogí­an las funciones análogas histórico-salví­ficas, que homologaban a Cristo con el «ángel de Yahvéh» (malak Yahveh), con el ángel glorioso y con Miguel. Y al Espí­ritu Santo con la denominación del «ángel del Espí­ritu» y las asimilaciones con Gabriel y el ángel «guardián del Templo». También se interpretaron las relaciones de Cristo con el Espí­ritu a semejanza de los serafines y de los querubines de los textos mosaicos y proféticos.

En la cristologí­a del Verbo se habí­a visto que, en todas las teofaní­as del AT, quien se revelaba en ellas era el Logos de Dios. La misma filosofí­a de Filón sostení­a también lo mismo y llamaba al Logos el protos ángelos y a los ángeles los logoi. (Conf. 146). Para los cristianos el Logos era Cristo Jesús ya manifestado en la historia. Es el «ángel glorioso» (endoxos) o también el «ángel muy venerable» (semnótatos) que enví­a a otro ángel, llamado «el Pastor», que serevela, aparece y asiste a Hermas: «Yo soy -dice el Pastor- enviado por el ángel muy venerable (=Cristo)» (Visión V, 2). El ángel de la penitencia dice: «Yo estaré con ellos y los preservaré. Todos ellos han sido justificados por el ángel muy venerable (=Cristo)» (Mandamiento V, 1, 7). Este ángel glorioso y venerable tiene una talla colosal, tal como representó siempre a Cristo la arqueologí­a cristiana y tal como es el Cristo pantocrátor del pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela (cf. Parábola VIII, 4, 1-3). Así­ aparece también Cristo en la ascensión, transportado por dos ángeles en el Evangelio de Pedro.

El tema de Cristo, el Verbo, y Miguel está relacionado con el tema de los siete arcángeles que en la jerarquí­a angélica de la época era lo más elevado. Cristo el Verbo podí­a ocupar el lugar central de ellos como su Señor, tal como aparece en una amatista grabada con una inscripción paleocristiana en donde las iniciales de Cristo (XP) coinciden con el nombre Ichthys y a derecha e izquierda están los demás arcángeles (Rafael, Renel, Uriel y a la izquierda Miguel, Gabriel y Azael). En el Testamento Dan, autor cristiano, se dice: «Aproximaos a Dios y al ángel que intercede por vosotros, porque es el mediador entre Dios y los hombres» (VI, 2). Mediador es un tí­tulo cristológico, sólo aplicado a Jesús el Cristo (1 Tim 2, 5; Hb 9, 15; 12, 24). Es el ángel colosal que está bajo la sombra de un sauce en el Pastor de Hermas. Ese ángel es el Verbo: «El ángel colosal y glorioso es Miguel el que tiene el poder sobre el pueblo que gobierna. Porque es El el que le da la ley y se la mete en el corazón de los creyentes. Examina después a los que se la ha dado» (Parábola VIII, 3, 3). Cristo asume los rasgos de Miguel, porque así­ como éste es el jefe de las milicias celestes, Cristo es el archistrategás como aparece en el Apocalipsis en su lucha final y victoriosa con el dragón (Ap 19, 11-16).

La asimilación de Miguel al Verbo tiene como contrapartida la configuración de Gabriel al Espí­ritu Santo. La presencia simultánea de ambos, aunque en diferente nivel de ser, en la escena de la anunciación de Lucas 1, 26-38 ha propiciado esta asimilación. La Ascensión de Isaí­as la recoge. Arrebatado el vidente al séptimo cielo para que goce de la visión del Dios Padre y del Señor su Bien Amado, por «el ángel del Espí­ritu Santo» (VII, 23), dice de este ángel que está «por encima de todos los cielos y de todos los ángeles» (VII, 22). Cuando Isaí­as está en el séptimo cielo y contempla a la derecha de Dios al Kyrios, al que adoran los ángeles, y pregunta por el ángel que está a la izquierda le contestan: «Adórale porque es el ángel del Espí­ritu Santo que está sobre ti y que ha hablado por los otros justos» (IX, 27-36). Y aunque no hay duda que se trata en esta visión de la Trinidad, sin embargo no se despeja del todo la sombra de subordinacionismo, ya que se dice: «El Señor y el ángel del Espí­ritu adoran y alaban a Dios» (IX, 40). Al Espí­ritu Santo en otros libros judeo-cristianos lo presentan como el prí­ncipe de las luces, según la doctrina esenia de Qumran, descrita en el Manual de Disciplina, en la que se habla de los dos Espí­ritus: el de la verdad y el de la iniquidad (II, 18-19). Prí­ncipe de las luces se llama al «Angel de la Verdad»(II, 24) o «Espí­ritu Santo» (VI, 21), Hermas y Bernabé hicieron uso de este tema para representar al Espí­ritu Santo, pero para ello transformaron el esquema esenio en cristiano, mientras que los ebionitas lo usaron en sentido judí­o1<. Es también representado el Espí­ritu Santo como el guardián del Templo, que al ser profanado y destruido en tiempos de Tito en la guerra judeoromana de los años 66-70, emigró del templo y "descendió a otras naciones como un fuego que repande" (Testamento de Benjamí­n IX, 4), haciendo clara referencia al fenómeno de Pentecostés. III. Adoración angélica y Trinidad La adoración y alabanza cúltica de los ángeles a la Trinidad, el Dios de Jesús en su glorificación pascual, se desarrolla en la liturgia celeste que describe el Apocalipsis en sus cap. IV-V. Es una transformación cristiana de la visión de Is 6, en donde los dos serafines que están ante el trono del altar entonan el trisagion. En el s. II la liturgia sinagonal ya habí­a introducido este himno Qeduscha (trisagion). Pero la liturgia del Apocalipsis se habí­a adelantado, transformado profundamente el himno y el sentido de la liturgia en la lí­nea del NT (anáforas eucarí­sticas). Tales innovaciones plasmadas en el Apocalipsis pasaron con diversos matices propios a las liturgias cristianas del Oriente y del Occidente'. La liturgia celeste del Apocalipsis encierra dos pasos y contiene diversos himnos, aclamaciones y alabanzas, estrechamente unidos entre sí­. En primer lugar el himno primero que es el trisagion va dirigido a Dios por los cuatro seres vivientes. Es un entreverado de la visión de los serafines de Isaí­as y de los querubines de Ezequiel. Lo repiten "sin descanso, dí­a y noche" (4, 8). Es una variante cristiana frente a la concepción de Isaí­as que es sólo entonado en el templo de Jerusalén. En el Apocalipsis, en cambio, es en el cielo, en donde está el trono y el templo de Dios y del Cordero degollado (Cristo). El resto de las liturgias cristianas como la romana asocian a la liturgia celeste la liturgia de la Iglesia terrestre con la añadidura: pleni sunt caeli et terra. La Qeduscha se entendí­a en la liturgia sinagonal que la entonaban los serafines de noche para suplir a la liturgia de Israel que era la fundamental y se realizaba de dí­a. En cambio, la liturgia cristiana la proclaman ángeles y bienaventurados sin interrupción en el cielo y en la tierra. Universalidad e ininterrupción son, pues, innovaciones cristianas. El trisagion se introdujo pronto en la liturgia cristiana casi paralelamente al Apocalipsis. Prueba de ello es que ya hace mención de ello la carta de Clemente Romano ad Corinthios 34. Su sentido en las liturgias cristianas ya fue la de un himno y adoración trinitarios. Teodoro de Mopsuestia en su Serm. cat. VI, parafraseando el Sanctus, dice: Sanctus Pater, sanctus quoque Filius, sanctus quoque Spiritus Sanctus. Este himno al Dios viviente, al que los cuatro vivientes dan gloria, acción de gracias por los siglos y los venticuatro ancianos adoran, dice: "Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir" (Ap 4, 8). Tiene un matiz todaví­a de futuro. Se trata del adventus del reino y de su victoria escatológica y de la parusí­a del Señor Jesús "el rey de reyes y señor de los señores" (Ap 17, 14; 19, 16). Los dos últimos capí­tulos del Apocalipsis dan cuenta de ello. Además Jungmann y Peterson han destacado el carácter polí­tico que encierra esta liturgia. El Dominus et Deus noster era la expresión con la que los romanos se dirigí­an a su emperador. Los cristianos se refieren, en cambio, en el Sanctus al Dios de Jesús y con ello afirman la comunión de santidad del Dios Trino. La liturgia cristiana encerraba una verdadera adoración y una protesta polí­tica que se traducí­a en una nueva soberaní­a de la Trinidad y de Jesucristo, el Cordero degollado, al que entonan dos himnos en esta liturgia celeste e ininterrumpida del cielo y de la que participa la iglesia de la tierra. Al triunfador León de Judá (Cristo) le cantan "un cántico nuevo" los cuatro vivientes y los 24 ancianos con sus cí­taras y copas llenas de perfumes (las oraciones de los cristianos de la tierra): "Eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua y pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra" (5, 9-10). Y a este himno sigue el de una multitud de ángeles, "mirí­adas de mirí­adas y millares de millares", también al Cordero degollado. Y después la aclamación de todos los cielos y de toda la tierra: "Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos" (5,15). Peterson ha señalado la novedad de la liturgia cristiana frente a la liturgia judí­a sinagogal, pero también ha señalado la importancia polí­tica de esta litúrgia, amén de los aspectos monásticos y antropológicos que se derivan de ella. Los monjes han imitado en su oración y contemplación del oficio divino a la liturgia celeste y angélica y entorno a ella han interpretado su ser y su vocación en la Iglesia. En cuanto a los aspectos antropológicos podemos concluir con Peterson: "si no nos apresuramos a asemejarnos al ángel que está ante Dios, seguramente nos encaminaremos hacia aquel que se separó de Dios, el demonio"15. [-> Adoración; Alabanza; Apocalí­ptica; Arrianismo; Arte; Biblia; Concilios; Creación; Credos; Cruz; Escatologí­a; Espí­ritu Santo; Filosofia; Hijo; Historia; Iglesia; Ireneo, san; Jesucristo; Liturgia; Mesí­as; Misterio; Monoteí­smo; Orí­genes; Pascua; Pentecostés; Revelación; Salvación; Teologí­a y economí­a; Trinidad; Verbo; Vida cristiana.]
Eliseo Tourón

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

1. La doctrina de los ángeles, aun reduciéndose a la medida en que real e ineludiblemente pertenece al mensaje cristiano (donde, evidentemente, ha de buscar su recto contexto), tropieza hoy con dificultades especiales. Primero, porque el hombre de hoy rehúsa injustamente el que se le conduzca más allá de un primitivo saber empí­rico; y, además, porque él cree que dentro del mismo conocimiento salví­fico puede desinteresarse por completo de una eventual existencia de «ángeles», de los cuales se desentiende la piedad racional de nuestro tiempo. Finalmente, desde el punto de vista de la historia de la religión, añádese a esto la observación de que en el AT la doctrina de los ángeles aparece relativamente tarde, como una especie de «inmigración desde fuera», y en el NT, prescindiendo de algunos fenómenos religiosos marginales, en cuya «catalogación» se requiere suma cautela, el tema de los ángeles (-> demonios) se toca más bien bajo una actitud de repulsa a un cierto culto angélico y con conciencia de la superioridad del cristiano sobre todos los » poderes y potestades» del mundo, de modo que el interés existencial y religioso de los cristianos seguirí­a en pie aun cuando no hubiera ningún «ángel» (bueno o malo) dotado de individualidad y substancialidad propia.

2. Ya de estas sencillas observaciones cabe deducir algunos principios hermenéuticos (importantes también en la predicación) para una a.

a) Sin perjuicio de la personalidad substancial de (muchos) ángeles, buenos o malos (Dz 2318), no podemos ni debemos concebirlos antropomórficamente, sobre la base imaginativa de los puntos espaciales y temporales, y así­ representárnoslos como una suma de pequeños seres espirituales carentes de materia, los cuales (los ángeles buenos y los malos), a semejanza de los «espí­ritus» en las sesiones espiritistas, actuarí­an caprichosamente (o en virtud de especiales «encargos» divinos) en el mundo material y humano, sin una relación verdaderamente interna, permanente y esencial al mundo. En cambio, los ángeles pueden ser concebidos como «poderes y fuerzas» que por esencia pertenecen al «mundo» (o totalidad de la creación espiritual y material con su proceso evolutivo), sin perjuicio de que sean «incorpóreos», lo cual, por otra parte, no significa carencia de relación al único cosmos material; pueden ser concebidos como principios creados, finitos, conscientes de sí­ mismos y, con ello, libres y personales, que entran en la estructura de órdenes parciales del universo.

Como tales, los ángeles no se hallan por principio substraí­dos al conocimiento natural y empí­rico (el cual no coincide sin más con la experimentación cuantitativa de las ciencias naturales) y, por tanto, no constituyen un objeto cuyo descubrimiento esté de suyo inmediata y necesariamente vinculado a la revelación. Dondequiera que en la naturaleza y en la historia surgen órdenes o estructuras o unidades de sentido que, por lo menos para una valoración sin perjuicios de lo que allí­ se intuye, no se presentan ni como composiciones hechas desde abajo a base de un mecanismo meramente material, ni como planeadas y creadas por la libertad humana, y dado que esas unidades de sentido en la naturaleza y en la historia nos muestran como mí­nimo huellas de una inteligencia y una dinámica extrahumanas, está plenamente justificado el verlas soportadas y dirigidas por tales «principios». Pues es metódicamente falso el que corramos a interpretar esos complejos, esas unidades de sentido en la – naturaleza (cf. Ap 16, 5, etc.) y en la – historia («ángeles de los pueblos»: Dan 10, 13, 20s) como manifestaciones inmediatas del espí­ritu divino, sobre todo teniendo en cuenta cómo el antagonismo allí­ existente, por lo menos entre las grandes unidades históricas, in nua que él se debe más bien a «poderes y fuerzas» antagónicos dentro del mismo mundo. ESta concepción presupone que los ángeles como tales «principios» de la naturaleza y de la historia no obran por primera vez cuando se trata de una momentánea historia individual de salvación o de perdición en el hombre, sino que su operación en principio precede por naturaleza a su y a nuestra libre decisión, si bien ésta también pone su sello en dicha operación. Esto no excluye la función de los ángeles como «ángeles de la guarda», pues todo ser espiritual (y, por tanto, también los ángeles) posee una configuración sobrenatural y, con ello, (cada uno a su manera) tiene (o tuvo) una historia de salvación (o de perdición) y, también a través de su función precisamente natural, cada ser espiritual reviste importancia para los demás, sin que por eso se deba ir más lejos en la sistematización y elaboración de la doctrina sobre los ángeles de la guarda.

A base de esta concepción fundamental del ángel resulta también comprensible por qué él no puede ser objeto de la experimentación cuantitativa de las ciencias naturales, a saber, por la razón de que esta experimentación, tanto desde el punto de vista de su objeto como del sujeto, tiene que moverse siempre dentro de los «órdenes mencionados». Si la relación (natural) de los ángeles con el mundo y su actuación en él se basa fundamentalmente en su esencia (y no en sus casuales decisiones personales) eso mismo pone de manifiesto que ellos, como principios de órdenes parciales del mundo, de ninguna manera hacen problemática la seguridad y la exactitud de las ciencias naturales. Por otra parte, esto no excluye toda otra experiencia de los ángeles, según lo dicho antes (cabrí­a mencionar aquí­ el espiritismo y la -> posesión diabólica). Explicaciones antropomórficas, sistematizaciones problemáticas, usos en lugar inadecuado, fijaciones de tipo dudoso en la historia de las religiones, acepción meramente simbólica…, todo eso no constituye ninguna objeción perentoria contra la validez de la experiencia fundamental de tales fuerzas y poderes en la naturaleza y en la historia, en la historia de salvación y en la de perdición. Hoy, cuando con precipitada complacencia se tiene por sumamente razonable el pensamiento de que en medio del enorme universo debe haber seres vivientes dotados de inteligencia también fuera de la tierra, el hombre no puede rechazar de antemano como inconcebible la existencia de «ángeles», siempre que se los conciba, no como un adorno con cariz mitológico de un mundo sagrado, sino, primordialmente, como «fuerzas y poderes» del cosmos.

b) Esto supuesto, resulta comprensible desde qué punto de partida y en qué medida una a. tiene cabida en la doctrina religiosa de la revelación. La revelación no introduce propiamente (por lo que se refiere a los ángeles) en el ámbito existencial del hombre una realidad que de otro modo no existirí­a, sino que, desde Dios y su acción salví­fica en el hombre, interpreta lo que ya existí­a, cosa que debe decirse también de todas las demás realidades de la experiencia humana, las cuales requieren un esclarecimiento desde la fe y tienen necesidad de redención en su relación al hombre y en la relación del hombre a ellas. Por tanto, en la a., la revelación ejerce la misma función que en el restante mundo creado del hombre: confirma su experiencia, la preserva de la idolatrí­a y de la confusión de su carácter misterioso con el mismo Dios, la divide (progresivamente) -allí­ donde y porque ella es espiritual y personal- en dos reinos radicalmente opuestos, y la ordena en el único acontecimiento en torno al cual gira todo en la existencia del hombre, a saber, la venida de Dios en Cristo hacia su creación. Así­, la a., como doctrina del mundo que desde fuera rodea a la naturaleza humana en la historia de la salvación, se presenta para la teologí­a del hombre como un momento de una –> antropologí­a teológica (cf., p. ej., Rahner, i, 36), prescindiendo de cuál es el lugar «técnica» o didácticamente adecuado para tratarla. Ella da a conocer al hombre un aspecto del mundo que le rodea en su decisión creyente, e impide que él infravalore las dimensiones de ésta, mostrándole cómo se halla en una comunidad de salvación o de perdición más amplia que la de la sola humanidad.

En virtud de esta posición de la a. en la antropologí­a teológica recibe ella su importancia, su medida y un interno principio apriorí­stico para indicar qué es lo que propiamente se pregunta aquí­ y desde qué punto de vista cabe «sistematizar» los escasos datos de la Escritura. Ahí­ tenemos, p. ej., el lugar original desde donde hemos de determinar la esencia de los ángeles, sin perjuicio de que, en cuanto espí­ritus «incorpóreos», se diferencien notablemente del hombre. Y de ahí­ se desprende concretamente que ellos pertenecen al mundo por su misma esencia, se hallan junto con el hombre en la unidad natural de la realidad y de la historia, compartiendo con él la única historia sobrenatural de salvación, la cual – también para ellos – tiene su primer esbozo y su último fin en Cristo.

Pero, en cuanto la antropologí­a teológica y la -> cristologí­a se hallan en una mutua interdependencia esencial, la esencia de la a. está codeterminada por ese contexto más amplio. Si la posibilidad concreta de la creación (que también habrí­a podido realizarse sin la encarnación) y la creación fáctica están fundadas en la posibilidad o en el hecho de que Dios «libremente» decretara su propia manifestación absoluta mediante la exteriorización de su Palabra, la cual, en cuanto se pronuncia a sí­ misma, se hace hombre (B. WELTE, Chalkedon iii, 5180; RAHNER, IIl, 35-46), consecuentemente, a la postre también la a. sólo puede ser entendida como un momento interno de la cristologí­a; los ángeles son en su esencia contorno personal del Verbo exteriorizado y enajenado del Padre, el cual es la palabra de Dios manifestada y oí­da en una persona.

La diferencia entre los ángeles y los hombres deberí­a verse en una modificación (ciertamente «especí­fica») de esa esencia («genérica») común a unos y a otros, esencia que llega a su suprema y gratuita plenitud en la Palabra de Dios. Desde ahí­ habrí­a que enfocar temas como los siguientes: «la gracia de los ángeles como gracia de Cristo», «Cristo como cabeza de los ángeles», «la unidad original del mundo y de la historia de la salvací­ón compartida por los ángeles y los hombres en su supraordinación y subordinación mutuas», «la variación que experimenta el papel de los ángeles en la historia de la salvación». La a. encuentra en la cristologí­a su última norma y su más amplia fundamentación.

3. La historia de la angelologí­a cristiana.

a) La a. cristiana tiene una prehistoria; este hecho reviste una importancia fundamental para comprender su esencia. Quizá sea exacto que ya en los más antiguos estratos del AT está presente la fe en los ángeles. Pero allí­ es todaví­a tenue, y no queda elaborada hasta los escritos posteriores (Job, Zac, Dan, Tob). La fe en los ángeles nunca aparece como el resultado de una revelación histórica de la palabra divina a través de un suceso (como, p. ej., el pacto de la alianza). Los ángeles son presupuestos como algo que evidentemente existe, están simplemente ahí­ como en todas las religiones de los alrededores de Israel y se los experimenta sencillamente como existentes. De ahí­ que, en lo referente a su relación a Dios, su í­ndole creada y su división clara en buenos y malos, la Escritura pueda esperar tranquilamente hasta un momento posterior a convertirlos en objeto de reflexión teológica, lo cual resultarí­a inexplicable si la existencia y naturaleza de los ángeles fuera una verdad directamente pretendida por la revelación de la palabra divina. Se ha intentado buscar auxilio en la afirmación de que la doctrina de los ángeles pertenece a los datos de la -> «revelación primitiva». Pero, aun cuando estuviéramos dispuestos a aceptar esto, habrí­a que preguntar cuál es el presupuesto para el hecho de que esa revelación primitiva se mantuviera tan largo tiempo en forma adecuada, y continuara desarrollándose y, por cierto, esencialmente en igual manera dentro y fuera de la historia de la revelación propiamente dicha. La respuesta real a semejante pregunta demostrarí­a seguramente que ese contenido de la tradición se transmite desde siempre y en todo momento, porque en cada instante puede surgir de nuevo. ¿Por qué no puede haber ninguna experiencia (que en sí­ todaví­a no signifique una revelación divina) de poderes personales extrahumanos, que no sean el mismo Dios?
Esta prehistoria del tratado muestra que la fuente originaria del auténtico contenido de la a. no es la revelación de Dios mismo. En consecuencia, como ya hemos acentuado, el tratado siempre debe tener esto ante sus ojos. La revelación propiamente dicha, en el Nuevo Testamento particularmente (y en general allí­ donde ella surge con relación a los ángeles a través de la palabra de los profetas y de otros portadores primarios de la revelación o a través de la Escritura inspirada), tiene, sin embargo, una función esencial, a saber, la de seleccionar y garantizar. En virtud de esa función, la a. procedente de fuera, de la historia anterior a la revelación, es purificada y liberada de elementos inconciliables con lo auténticamente revelado (la unicidad y el verdadero carácter absoluto del Dios de la alianza y el carácter absoluto de Cristo como persona y como mediador de la salvación), y los elementos restantes quedan confirmados `como experiencia del hombre legí­timamente transmitida, y así­ se conserva para él ese saber cono un momento importante de su existencia religiosa, el cual de otro modo podrí­a perderse. Esto se pone también de manifiesto mediante observaciones particulares acerca de la Escritura: ausencia de una visión sistemática, descenso de ángeles vestidos de blanco, mención genérica como expresión de otras verdades más amplias y que tienen importancia religiosa (dominio universal de Dios, vulneración de la situación humana, etc.), desinterés por el número exacto de los ángeles y por su jerarquí­a, por su género y sus nombres, uso de ciertas representaciones recibidas y ajenas a la revelación, sin reflexionar sobre su sentido (ángeles como «psychopompoi», sus vestidos blancos, el lugar donde habitan), despreocupación con que se los menciona en cualquier contexto (p. ej., aparición junto con los cuatro animales apocalí­pticos, etc.).

b) La historia posterior de la a. no vamos a exponerla aquí­ detalladamente. Resaltaremos solamente lo importante para nuestro planteamiento sistemático de la cuestión. La doctrina del magisterio de la Iglesia ha codificado el contenido real de la Escritura en lo relativo a los ángeles, limitándose con cautela a lo religiosamente importante » para nosotros y para nuestra salvación», y dejando todo lo sistemático al trabajo de la teologí­a. Lo enseriado de una manera realmente dogmática es sólo la existencia de una creación espiritual constituida por ángeles (Lateranense iv, Dz 428; Vaticano i, Dz 1783); y eso como expresión de la fe en que, junto al único y absoluto Dios creador, no hay otra cosa que sus criaturas; y, bajo este presupuesto, se enseña también su inclusión en una historia libre y sobrenatural de salvación y de condenación (Dz 1001 hasta 1005).

Frente a representaciones judeo-apocalí­pticas y helení­sticas de los ángeles, los padres de la Iglesia acentúan ya desde el principio el carácter creado de los ángeles, los cuales, por consiguiente, no han participado en la creación del mundo, como afirmaban distintas formas de la -> gnosis. El PseudoDionisio escribe hacia el año 500 el primer tratado sistemático, y en occidente es Gregorio Magno el que, siguiendo las huellas de Agustí­n, se ocupa detalladamente de los ángeles; los dos son fundamentales para la angelologí­a medieval.

Esta fue elaborada: 1 °, bajo una valoración demasiado indiferenciada de los textos de la Escritura, sin atender con exactitud a su género literario, a su puesto en la vida y a su verdadera intención (p. ej., cuando los muchos nombres diferentes se convirtieron en otros tantos coros distintos de ángeles); y, en parte, descuidando datos importantes en el plano teológico y salví­fico (la unidad natural entre el mundo terreno y el angélico no se planteó claramente como tema de estudio, siendo así­ que ella constituye el presupuesto de la unidad en la historia salví­fica).

2 ° Usando pensamientos de sistemas filosóficos, cuyo origen y cuya legitimidad en una teologí­a de la salvación no fueron examinados con suficiente precisión, de modo que aquí­ y allá resultan problemáticos. Desde el siglo vi se enseñó la pura «espiritualidad» de los ángeles, la cual pasó luego a ser en tal manera la columna clave de la a., que, teológicamente, tanto la unidad histórico-salví­fica entre ángeles y hombres en la única historia de salvación del Verbo encarnado: como los presupuestos naturales de esa unidad, quedan relativamente oscuros (cuestión de si todos los ángeles pueden ser «enviados»; problema del momento de la creación de los ángeles, etc.).

La subordinación de la a. a la cristologí­a (que es tema explí­cito en Pablo) no recibió el debido peso teológico (todaví­a en la actualidad hay dogmáticas escolares – Schmaus es una excepción – donde la a. es concebida de una manera totalmente acristológica), si bien ese aspecto no estuvo totalmente ausente, p. ej., cuando (en Suárez, a diferencia de Tomás y Escoto) la gracia de los ángeles fue concebida como gracia de Cristo. En la edad media el ángel era muchas veces el lugar concreto para la elaboración metafí­sica de la idea de un ente finito, inmaterial y espiritual, entendido como forma subsistens, como substantia separata (siguiendo la filosofí­a árabe); y hemos de notar a este respecto que tales especulaciones, por útiles y apasionantes que teológicamente sean, conducen con frecuencia a estrechos callejones intelectuales (tales formae separatae se convierten casi en mónadas leibnicianas, que sólo con dificultad se someten a los datos teológicos). Así­ sucede también que la superioridad de la naturaleza angélica sobre la humana es afirmada con demasiada naturalidad, sin estudiar los matices, como consecuencia de un pensamiento neoplatónico con sus estratos y rangos. Lo cual resulta problemático si pensamos que la naturaleza espiritual del hombre, – implicando una transcendencia absoluta, la cual, por la visión de Dios, eleva a dicha naturaleza hasta su plenitud (indebida) y, por lo menos en Cristo, hasta una plenitud superior a la de los ángeles-, no puede ser calificada con tanta facilidad como inferior a la angélica (¿por qué el poder descender a mayores profundidades materiales, existiendo la posibilidad de un ascenso a una altura tan grande como la profundidad, debe ser ya el indicio de una naturaleza inferior bajo todo aspecto?). Si se alude a Sal 8, 6 y Heb 2, 7, no se puede pasar por alto 1 Cor 6, 8 y la doctrina paulina de la superioridad del Cristo encarnado sobre los ángeles y de la superioridad del cristiano sobre la ley proclamada por los ángeles (cf. también Ef 3, 10; 1 Tim 3, 16; 1 Pe 1, 12).

Naturalmente, lo auténticamente cristiano irá imponiéndose una y otra vez o, dicho de otro modo, la mediación jerárquica a través de estadios desde el Dios transcendente (el cual en el neoplatonismo es considerado como el supremo ente, en contraposición al ser realmente transcendente, que como tal está inmediatamente próximo a todas las cosas) será abandonada más y más.

3 ° Muchos puntos de la a. sistemática son simplemente una aplicación (en conjunto justificada, pero a veces realizada en forma demasiado simplista) a los ángeles de los datos de una antropologí­a teológica, por la razón de que también ellos son criaturas espirituales y están llamados al mismo fin de la visión de Dios.

4 ° Sin tener en cuenta la posición especial de una antropologí­a teológica – la cual, como autoposesión del sujeto que pregunta en la teologí­a y a causa de la encarnación y de la gracia, para nosotros es en cierto sentido toda la teologí­a-, en la usual dogmática escolar el tratado de la a. ocupa simplemente un capí­tulo y, por cierto, el primero que en la doctrina de la creación se expone después de haber hablado de la creación en general; y a la a. acostumbra a seguir otro capí­tulo sobre antropologí­a (cf., p. ej., PEDRO LOMBARDO, ir Sent. d. 1-11; TOMíS, ST r q. 50-64; además q. 106-114, etc.). En este procedimiento meramente aditivo no queda muy clara la función de la a. en una doctrina de la salvación humana.

5 ° Mientras en el tiempo postridentino empieza el estudio histórico-dogmático de la a. (Petavio), hasta hoy falta casi totalmente una reflexión explí­cita de la dogmática especulativa sobre la angelologí­a.

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica