I. En el Antiguo Testamento
a. Etimología
La palabra amor es trad. principalmente del heb. ˒āhēḇ, que en todas sus expresiones tiene un uso tan amplio como en castellano, y es fácilmente la voz más común para todas las facetas de su significado. Otras palabras heb. son dôḏ y ra˓yâ (respectivamente para el amor ardiente y su objeto femenino, esp. en Cnt), yāḏaḏ (p. ej. Sal. 127.2), ḥāšaq (p. ej. Sal. 91.14), ḥāḇaḇ (solamente Dt. 33.3), ˓āḡaḇ (p. ej. Jer. 4.30, para los amantes ilícitos), y rāḥam (Sal. 18.1).
En el AT el amor, sea humano o divino, es la expresión más profunda que puede darse de la personalidad y de la intimidad de las relaciones personales. En el sentido no religioso, ˒āhēḇ se emplea más comúnmente para el deseo o la atracción mutua de los sexos, en que no hay restricción alguna o sentido de impureza (véase Cnt. para su expresión más sublime). También se aplica a una multitud de relaciones personales (Gn. 22.2; 37.3) y subpersonales (Pr. 18.21), que no están ligadas en absoluto al impulso sexual. Fundamentalmente se trata de una fuerza interna (Dt. 6.5, “fuerzas”) que nos impulsa a realizar aquella acción que da placer (Pr. 20.13), obteniendo así el objeto que nos despierta el deseo (Gn. 27.4, véase
b. El amor de Dios para con los hombres
(i) Su objeto. Se trata en primer lugar de un grupo colectivo (Dt. 4.37, “tus padres”; Pr. 8.17, “los que me aman”; Is. 43.4, “Israel”), aunque vemos claramente que el individuo comparte con el grupo la estima divina. Solamente en tres pasajes se dice con toda claridad que Dios ama a una persona determinada, y en cada uno de estos casos se trata de reyes (2 S. 12.24 y Neh. 13.26, Salomón; Is. 48.14, Ciro [?]). Quizás aquí la relación especial se deba a que se considera al rey de Israel, en cierto sentido, como hijo de Dios (cf. 2 S. 7.14; Sal. 2.7; 89.26s), mientras que Ciro, en el pasaje de Is., puede ser una figura representatia.
(ii) Su carácter personal. Como el amor de Dios está firmemente enraizado en el carácter personal de Dios mismo, es más profundo que el de una madre por sus hijos (Is. 49.15; 66.13). Esto puede verse más claramente en Os. 1–3, donde (independientemente del orden en que se lean estos capítulos) la relación entre el profeta y su infiel esposa Gomer ilustra la base última del pacto divino en una relación más profunda que la puramente legal, en un amor que está dispuesto a sufrir. El amor de Dios es parte de su personalidad, y no puede ser afectado por la pasión, o desviado por la desobediencia (Os. 11.1–4, 7–9; este pasaje es el que más se acerca en el AT a una declaración de que Dios es amor). La infidelidad de Israel no puede afectarlo, porque “con amor eterno te he amado” (Jer. 31.3). La amenaza de que “no los amaré más” (Os. 9.15) se interpreta mejor como que no será más su Dios.
(iii) Su selectividad. Dt., en particular, basa la relación del pacto entre Israel y Dios en el amor de este, que es anterior. A diferencia de los dioses de otras naciones, que les pertenecen por razones naturales y geográficas, Yahvéh tomó la iniciativa y eligió a Israel porque la amó (Dt. 4.37; 7.6ss; 10.15; Is. 43.4). Este amor es espontáneo y no responde a algún valor intrínseco en el objeto, sino más bien crea dicho valor (Dt. 7.7). El corolario también es verdadero: Dios odia a quienes no ama (Mal. 1.2s). Si bien en diversos pasajes, especialmente en Jon. y los cánticos sobre el Siervo en Is., se insinúa una doctrina de amor universal, en ninguna parte tiene dicha doctrina expresión concreta.
c. El amor como deber religioso
(i) Hacia Dios. Dios demanda de nosotros que lo amemos con toda nuestra personalidad (Dt. 6.5); pero esto no debemos interpretarlo simplemente como una puntillosa observancia de una ley divina impersonal, sino más bien como un llamado a una relación de devoción personal, creada y sostenida por la obra de Dios en el corazón humano (Dt. 30.6).
Consiste en la simple experiencia gozosa de la comunión con Dios (Jer. 2.2; Sal. 18.1; 116.1), que se elabora diariamente en la obediencia a sus mandamientos (Dt. 10.12, “que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios”; Jos. 22.5, “que améis a Jehová vuestro Dios, y andéis en todos sus caminos”). Esta obediencia es más fundamental para el carácter del amor para con Dios que ningún otro sentimiento. Sólo Dios será el juez de su sinceridad (Dt. 13.3).
(ii) Hacia los demás. Dios ordenó que el amor sea la relación humana ideal y normal, y como tal recibe la sanción de la ley divina (Lv. 19.18), aunque la prohibición paralela de odiar, con su referencia al corazón (Lv. 19.17), nos muestra claramente que se trata también de algo legal. Nunca se ordena amar al enemigo, aunque se debe ayudarlo (Ex. 23.4s), si bien por motivos algo egoístas (Pr. 25.21s).
II. En el Nuevo Testamento
a. Etimología
El término gr. más común para todas las formas del amor en el NT es agapē, agapaō. Esta es una de las palabras menos comunes en el gr. clásico, donde expresa, en las pocas ocasiones en que aparece, esa forma suprema y noble del amor que ve algo infinitamente precioso en su objeto. Su uso en el NT no deriva directamente del gr. clásico sino de la LXX, en la que aparece en el 95% de los casos en que el heb. se trad. por “amor” en las vss.; y en todos los casos en que está relacionado con el amor de Dios hacia el hombre, del hombre hacia Dios, y del hombre hacia su prójimo. La dignidad que pose este término en el NT se debe a su uso como vehículo de la revelación del AT. Está cargada de relaciones veterotestamentarias.
fileō es la voz que alterna con agapaō. Se usa más naturalmente para el afecto íntimo (Jn. 11.3, 36; Ap. 3.19), y para el placer de hacer cosas que resultan agradables (Mt. 6.5), aunque encontramos una considerable superposición en el uso de ambos términos. Buena parte de la exégesis de Jn. 21.15–17 ha girado en torno a la disposición de Pedro a decir filō se (“yo soy tu amigo”, J. B. Phillips; cf. “te aprecio”, La Biblia al Día) y su aparente resistencia a decir agapō se (cf. °vm, con el contraste entre “amar” y “querer”). Resulta difícil comprender por qué un escritor como Juan, cuyo griego era tan simple, habría de usar las dos palabras en este contexto a menos que deseara hacer una distinción entre sus significados. Los eruditos disputan seriamente, sin embargo, la existencia de una clara distinción, aquí o en otros pasajes, y los antiguos comentaristas no lo mencionan, excepto quizás Ambrosio (Sobre Lucas 10.176) y la
b. El amor de Dios
(i) Para con Cristo. La relación entre el Padre y el Hijo es una relación de amor (Jn. 3.35; 15.9; Col. 1.13). Los evangelios sinópticos sólo emplean la voz “amado” (agapētos), que tiene un fuerte sentido de único amado”, para el Cristo, ya sea directamente (Mt. 17.5; Mr. 1.11) o por inferencia (Mt. 12.18; Mr. 12.6) (B. W. Bacon, “Jesus’ Voice from Heaven”,
(ii) Para con los hombres. No vemos en los sinópticos que Jesús haya empleado los términos agapaō o fileō para expresar el amor de Dios hacia los hombres. Más bien lo reveló por medio de los innumerables actos de curación a que fue movido por su compasión (Mr. 1.41, Lc. 7.13), de sus enseñanzas sobre la aceptación del pecador por parte de Dios (Lc. 15.11ss; 18.10ss), de su dolor ante la desobediencia humana (Mt. 23.37; Lc. 19.41s), y por haber sido él mismo amigo (filos) de publicanos y pecadores (Lc. 7.34). En Jn. se declara que esta actividad salvífica fue una demostración del amor de Dios, que imparte una eterna realidad de vida a los hombres (Jn. 3.16; 1 Jn 4.9s). Todo el drama de la redención, que se centra en la muerte de Cristo, es amor divino en acción (Gá. 2.20; Ro. 5.8; 2 Co. 5.14).
Al igual que en el AT, el amor de Dios es selectivo. Su objeto ya no es el antiguo Israel, sino el nuevo, la iglesia (Gá. 6.16; Ef. 5.25). El amor de Dios y la elección que él mismo hace están íntimamente relacionados, no sólo en Pablo, sino también claramente, por inferencia, en ciertos dichos de Jesús mismo (Mt. 10.5s; 15.24). Aquellos a quienes no alcanza el amor divino, que es dador de vida, son “hijos de ira” (Jn. 3.35s; Ef. 2.3ss), y “del diablo” (jn. 8.44). Resulta claro, sin embargo, que la intención de Dios es la salvación de todo el mundo (Mt. 8.5; 28.19; Ro. 11.25s), y que este es el objeto final de su amor (Jn. 3.16; 6.51), mediante la predicación del evangelio (Hch. 1.8; 2 Co. 5.19). Dios ama a las personas sobre la base del nuevo pacto (Gá. 2.20), aunque la respuesta a ese amor comprende la comunión en el seno del pueblo de Dios (1 P. 2.9s, pasaje que generalmente se considera en contexto baustismal).
c. El amor como deber religioso
(i) Hacia Dios. El estado natural del hombre es el de enemistad (Ro. 5.10; Col. 1.21) y odio para con Dios (Lc. 19.14; Jn. 15.18ss), enemistad que puede verse en su verdadero valor en la crucifixión. Esta actitud se transforma en una actitud de amor por la acción de Dios de amar al hombre primero (1 Jn. 4.11, 19). Tan relacionado están el amor de Dios por el hombre y el del hombre por Dios, que a menudo resulta difícil decidir si la frase “el amor de Dios” denota un genitivo relacionado con el sujeto o el objeto (p. ej. Jn. 5.42).
Jesús mismo, aunque aceptó y corroboró el Semá con su propia autoridad (Mr. 12.28ss), y esperaba que los hombres lo amaran a él y a Dios cuando hubo amplia oportunidad para no hacerlo (Mt. 6.24; 10.37s; Lc. 11.42; Jn. 3.19), prefirió hablar de la relación ideal hombre-Dios como de una relación de fe (Mt. 9.22; Mr. 4.40). Parecería que la palabra amor no destacaba suficientemente para él la humilde confianza que consideraba vital en la relación del hombre con Dios. En consecuencia, aunque en el resto del NT se nos impulsa a amar a Dios en el contexto del servicio a nuestros semejantes (1 Co. 2.9; Ef. 6.24; 1 Jn. 4.20; 5.2s), con mayor frecuencia los escritores siguen el ejemplo de Jesús y prescriben la fe.
(ii) Hacia los semejantes. Como en el AT, el amor mutuo debe ser la relación humana ideal. Jesús corrigió el pensamiento judío contemporáneo en dos direcciones. (a) Insistió en que el mandamiento de amar a los semejantes no es una ordenanza limitativa (Lc. 10.29), como se sostenía en buena parte de la exégesis rabínica de Lv. 19.18, sino que más bien significaba que el prójimo debía ser el primer objeto, por ser el más cercano, del amor que constituye la característica del corazón cristiano (Lc. 10.25–37). (b) Extendió su exigencia en cuanto a amar hasta incluir a los enemigos y a los perseguidores (Mt. 5.44; Lc. 6.27), aunque no se puede esperar que nadie, excepto el nuevo pueblo de Dios, tenga esta actitud, porque se trata de una demanda que corresponde a una nueva era (Mt. 5.38s), requiere gracia sobrenatural (“recompensa”, Mt. 5.46; “mérito”, Lc. 6.32ss; “de más”, Mt. 5.47), y está dirigida a un grupo de “oyentes” (Lc. 6.27) que se diferencian nítidamente de los pecadores (Lc. 6.32ss) y los publicanos (Mt. 5.46s).
Esta nueva actitud está lejos de ser simple sentimentalismo utópico, porque debe manifestarse en forma de ayuda práctica a quienes la necesitan (Lc. 10.33ss); tampoco es una virtud superficial, porque exige una respuesta fundamental del corazón (1 Co. 13
La forma característica de este amor en el NT es el amor por los demás cristianos (Jn. 15.12, 17; Gá. 6.10; 1 P. 3.8; 4.8; 1 Jn. 2.10; 3.14), como también por los que están afuera, expresado esto por los esfuerzos evangelísticos (Hch. 1.8; 10.45; Ro. 1.15s) y por el sufrimiento paciente ante las persecuciones (1 P. 2.20). El cristiano ama a su hermano: (a) a fin de imitar el amor de Dios (Mt. 5.43, 45; Ef. 5.2; 1 Jn. 4.11); (b) porque ve en él alguien por el cual Cristio murió (Ro. 14.15; 1 Co. 8.11); (c) porque ve en él a Cristo mismo (Mt. 25.40). La sola existencia de este amor mutuo, que lleva a la unidad del pueblo cristiano (Ef. 4.2s; Fil2 1.ss), es la señal por excelencia que tiene el mundo exterior de la realidad del discipulado cristiano (Jn. 13.35).
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Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico