v. Afecto, Compasión, Corazón
2Sa 1:26 más .. me fue tu a, que el a de las
Psa 91:14 por cuanto en mí ha puesto su a, yo
Pro 7:18 embriaguémonos de a hasta la mañana
Pro 10:12 pero el a cubrirá todas las faltas
Pro 15:17 mejor es la comida de .. donde hay a
Pro 27:5 mejor es reprensión .. que a oculto
Son 1:2 porque mejores son tus a que el vino
Son 8:6 porque fuerte es como la muerte el a
Son 8:7 las muchas aguas no podrán apagar el a
Isa 63:9 en su a y en su clemencia los redimió
Jer 31:3 con a eterno te he amado; por tanto, te
Hos 11:4 con cuerdas .. atraje, con cuerdas de a
Mat 24:12 la maldad, el a de muchos se enfriará
Luk 11:42 pasáis por alto la justicia y el a de
Joh 5:42 que no tenéis a de Dios en vosotros
15:13
Amor (he. ‘ahabâh [del verbo, ‘âhab]; gr. agáp’ [del verbo, agapáí‡]; filéí‡, «gustar», «tener afecto por», «amar», «besar»*). En la Biblia las palabras que se traducen por «amor» y «amar» tienen diversos matices de significación. I. En el AT. Las palabras que más se traducen por «amor» y «amar» son ‘ahabâh y ‘âhab. Estos términos abarcan el amor en su sentido más amplio: desde el amor de Dios por los justos (Psa 146:8; etc.), el amor del hombre a Dios (Deu 11:1; Psa 116:1; etc.) y a las cosas de Dios (Psa 119:97; etc.), el amor de un hombre por su familia y sus amigos (Gen 22:2; 24:67; Lev 19:18; etc.), hasta el amor ilegítimo producido por la pasión (2Sa 13:1; 1Ki 11:1; etc.). II. En el NT. Las 2 palabras para «amor» y «amar» son el sustantivo agáp’ (con su verbo agapáí‡) y el verbo filéí‡ (el sustantivo derivado, filía, «amistad» y «amor», sólo aparece una vez en el NT: Jam 4:4). Los griegos tenían 48 una 3ª palabra para «amor»: éros (y su verbo eráí‡, «amar apasionadamente», con una connotación mayormente de pasión sexual), pero este vocablo no aparece en el NT. 1. Agáp’. Se creía que era una palabra específicamente cristiana, porque no se había descubierto su uso en las fuentes griegas seculares; pero ahora se han encontrado en ellas varios ejemplos claros de su empleo. Sin embargo, su escasez, comparada con la frecuencia de agáp’ en la literatura cristiana, muestra que los cristianos adoptaron este término para describir el concepto más elevado del amor, como lo revelan los Evangelios. Dios es agáp’ (1 Joh 4:7, 8), y su amor y el de Cristo por los hombres está representado por dicho término (Rom 5:8; Eph 2:4; 1 Joh 3:1; etc.). Agáp’ también describe la relación entre Dios y Cristo (Joh 15:10; 17:26), se usa para el amor humano (Joh 3:35; Rom 12:9; etc.) y figura como una faceta del fruto del Espíritu, la primera de ellas (Gá. 5:22). La definición clásica de agáp’ se encuentra en 1Co_13 Después de nombrar diversos dones y logros espirituales (cp 12), el apóstol indica que el amor es el «camino más excelente» (v 31). De las 3 virtudes permanentes -la fe, la esperanza y el amor-, señala que el amor es la mayor. Agáp’ es «amor desinteresado», amor en su forma más elevada y verdadera. 2. Filéí‡. Aparece con menor frecuencia que agapáí‡. El amor representado por filéí‡ es amor afectuoso o sentimental basado más en sentimientos y emociones que en el amor representado por agapáí‡. Ejemplos de su uso son Mat 6:5; 10:37; 23:6; Joh 11:3, 36; etc. No existe orden alguna para esta clase de amor en la Biblia, porque es más o menos espontáneo, como el amor de un padre por su hijo y el de un hijo por sus padres (Mat 10:37); pero el amor representado por agapáí‡ se ordena (Mat 5:44; Eph 5:25; etc.). Esto es posible, porque agapáí‡ es un principio, y se lo puede describir como un amor respetuoso y de estima, un amor que pone en juego los poderes superiores de la mente y de la inteligencia. Esta es la clase de amor que debe ejercer el cristiano hacia sus enemigos (Mat 5:44). Es decir, tratará a sus enemigos con el respeto debido, pero no se le ordena que tenga un cálido afecto emocional hacia ellos, como el que se exigiría de él si le ordenara mostrarles el amor representado por filéí‡.
Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico
es el sentimiento que inclina a la persona a lo que le place. Este a. puede ser egoísta, pasional, pero el verdadero amor es la caridad, en griego agape, que quiere el bien de los demás 1 Co 13, 1. En el A. T., aunque algunas veces no se usa exactamente esta palabra, se habla de diferentes formas del a., como el paterno Gn 25, 28; del buen trato al extranjero Lv 19, 34; de socorrer al pobre, al extranjero y a la viuda Lv 19, 9; Dt 24, 19-21. El a. es un atributo propio de Yahvéh, y en el A T se expresa como misericordia con el hombre, perdón, elección Dt 7, 7 y 10, 15, promesas, alianza, salvación, liberación Dt 4, 37. Pero Yahvéh le exige al hombre un amor total Dt 6, 5-9; 10, 12-13 y 11, 13. En el N T Cristo es el paradigma del a., es la fuente del a., ya que Dios fue el primero en amar 1 Jn 4, 7-21, hasta el punto de dar su vida en la cruz para redimir al hombre Rm 5, 5-8 y 8, 32-39; Tt 3, 3, 4-7. Según Pablo, entre los carismas y dones del Espíritu Santo, la caridad, caritas, es decir, el a., es el primero Rm 5, 5; 1 Co 13, 1-13. Amar a Dios y al prójimo, en este mandamiento resume Cristo la Ley y los profetas Mt 7, 12 y 22, 3740 Lc 10, 25-28; Rm 13, 8; Ga 5, 14. Es decir, el amor a los semejantes y hasta a los enemigos es la prueba del amor a Dios 1 Jn 3, 17 y 4, 20. El a. es el vínculo de la perfección Col 3, 14; 2 P 1, 7. El amor de Cristo supera todo conocimiento Ef 3, 17-19, y abre al hombre al conocimiento del misterio divino Col 2, 2. Apoyados en el amor de Dios, según el Apóstol, nada hemos de temer Rm 8, 28-39.
Diccionario Bíblico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003
Fuente: Diccionario Bíblico Digital
(heb., †™ahavah, gr., agape). Amor es la misma naturaleza de Dios (1Jo 4:8, 1Jo 4:16) y la virtud cristiana más importante (1Co 13:13), indispensable en las relaciones del ser humano con Dios y con sus semejantes (Mat 22:37-40; Mar 12:28-31; Joh 13:34-35).
Toda la Ley y los Profetas dependen de él (Mat 22:40). Es el cumplimiento de la ley (Rom 13:8-10). La suprema expresión del amor se encuentra en el autosacrificio en el calvario (1Jo 4:10).
La Biblia revela excepcionalmente que Dios, en su esencia y modo de ser, es amor (1Jo 4:8, 1Jo 4:16). Dios no solamente ama, sino es amor. En este atributo supremo todos los otros atributos se encuentran en armonía. El objeto particular de este amor eterno es su propio hijo, Jesucristo (Isa 42:1; Mat 3:17; Mat 17:5; Joh 17:24). Dios ama al mundo en su totalidad (Joh 3:16), a personas individualmente (Gal 2:20), a seres vivientes (Act 14:17), a pecadores (Rom 5:8; 1Jo 4:9-10), y especialmente a creyentes en Cristo (Joh 16:27; Joh 17:23).
El Espíritu Santo crea el amor en el creyente (Rom 5:5; Gal 5:22), haciéndolo la prueba principal del discipulado cristiano (Luk 14:26; Joh 13:35; 1Jo 3:14). El amor está vinculado vitalmente a la fe; la fe es básica (Joh 6:29; Heb 11:6), pero una fe que no se manifiesta a sí misma en amor hacia Dios y hacia los seres humanos, está muerta y no vale nada (Gal 5:6, Gal 5:13; Jam 2:17-26). El cristiano debe amar tanto a sus enemigos como a sus hermanos (Mat 5:43-48; Rom 12:19-20; 1Jo 3:14), sin hipocresía (Rom 12:9).
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano
(ígape, compartir, darse).
– La mejor definición de amor es Jesús en la Cruz, que se dio por ti.
– Del Padre e Hijo, entre sí, Mat 3:17, Jua 17:24.
– Dios es amor, 1Jn 4:8, 1Jn 4:16.
– El Espíritu Santo infunde el amor en el creyente, Rom 5:5, Gal 5:22.
– De Dios a los hombres, Jua 3:16, Jua 13:24, Flp 2:8.
– Del hombre a Dios, es el primer mandamiento, Mar 12:30, Mat 22:37 : Del hombre al prójimo. Es el segundo mandamiento, semejante al primero.
– Es la prueba del buen cristiano, Jua 13:35, 1Jn 3:14, Mat 25:31-46.
– La mayor virtud, 1Co 13:13.
– El resumen de toda la Biblia, Mat 7:12, Gal 5:14.
– El cristiano debe amar a su enemigo como a su hermano, Mat 5:43-48, 1Jn 3:14, 1Jn 3:20.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
En el AT se traducen varias palabras hebreas como a. o el verbo †œamar†, especialmente el término ahabah, que tiene como raíz a ahab o aheb, lo que agrada, lo que gusta. Se expresa así el a. hacia la esposa, como Jacob, que sirvió por siete años por Raquel †œy le parecieron como pocos días, porque la amaba† (Gen 29:20). También el a. hacia un amigo, como Jonatán, que amó a David †œcomo a sí mismo† (1Sa 18:1). También el a. de Dios hacia su pueblo (†œCon a. eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia† [Jer 31:3]).
El a. de Dios es algo que fluye de manera natural de su propia persona, porque †œDios es a.† (1Jn 4:8). En cuanto al ejercicio del a. por parte de Dios, hay que considerar que se trata de un acto de su soberanía, como puede verse en la expresión: †œA Jacob amé, mas a Esaú aborrecí† (Rom 9:13). El ser favorecido con el a. de Dios no depende de ningún mérito de parte del recipiente (†œNo por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido … sino por cuanto Jehová os amó† [Deu 7:7-8]). Más aún, el a. de Dios se extiende hacia su pueblo a pesar de las infidelidades de éste. El libro del profeta †¢Oseas es todo un tratado sobre esto. Pero se nos dice que Dios ama a los que le obedecen (†œY por haber oído estos decretos y haberlos guardado, y puesto por obra…. te amarᆠ[Deu 7:12-13]). El Señor †œama a los justos† (Sal 146:8). La actitud que corresponde al hombre es la de un a. absoluto hacia Dios (†œY amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas† [Deu 6:5; Mat 22:37]). Ese a. hacia Dios se expresa en el a. hacia el prójimo (†œAmarás a tu prójimo como a ti mismo† [Lev 19:18]).
interpretación que se daba a ese mandamiento entre los israelitas limitaba la práctica del a. sólo dentro de la comunidad nacional, teniendo en cuenta las instrucciones para destruir a los pueblos de Canaán y no hacer pactos ni emparentar con ellos. El Señor Jesús, sin embargo, establece que el a. ha de ser practicado aun hacia los enemigos (Luc 6:27). Así lo vemos en el supremo ejemplo del a. divino, pues †œsiendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros† (Rom 5:8). El a. se expresa dando. Se puede dar sin amar, pero es imposible amar sin dar. Así, †œde tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito† (Jua 3:16).
el NT se utilizan los términos griegos agape, philadelphia y philantrophia. ígape señala a ese a. espiritual, tanto de Dios hacia los hombres como de los hombres hacia Dios o hacia los otros seres humanos, como en Jua 15:13 : †œNadie tiene mayor a. que éste, que uno ponga su vida por sus amigos†. O en 1Co 13:4 : †œEl a. es sufrido†. En forma de verbo, el término es agapaö. Como en Jua 3:16 : †œPorque de tal manera amó Dios al mundo†. O en Rom 8:28 : †œSabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien†. Cuando la referencia es más específicamente al a. entre hermanos, se utiliza la palabra philadelphia. Como en Rom 12:10 : †œAmaos los unos a los otros con a. fraternal (philadelphia)†. Philantrophia es a. hacia los hombres, ya sea de Dios o de otro ser humano. En Hch 28:2, describiendo las atenciones que dieron los maltenses a Pablo y los náufragos, se dice: †œLos naturales nos trataron con no poca humanidad (philantrophia)†.
Biblia no ofrece una definición teórica del a., sino que nos lo presenta mayormente en forma de acción, exponiéndonos lo que el a. hace o no hace. Así, †œel a. es sufrido, es benigno … no es indecoroso … no busca lo suyo… etcétera† (1Co 13:1-8). El a. no es tanto un sentimiento como un acto de la voluntad, pues el Señor Jesús ordena: †œAmaos unos a otros† (Jua 13:34), por lo cual no debe pensarse que hay que esperar que el a. nazca espontáneamente en nosotros, sin un esfuerzo consciente por ejercerlo hacia una persona. El verdadero a. nace de la voluntad y se convierte en sentimiento, no al revés. Sólo Dios ama sin ningún esfuerzo de voluntad porque él es, en esencia, a. (1Jn 4:8), por lo cual, cuando ama, de suyo ama. Dios, por medio de su Espíritu Santo, nos capacita para el a., dándonos así de su propia naturaleza (Rom 5:5). Así, el mandamiento de amar no resulta gravoso, porque Dios pone a nuestra disposición la capacidad para ello.
a. reina como supremo por encima de todas las virtudes (†œAhora permanecen la fe, la esperanza y el a., estos tres; pero el mayor de ellos es el a.† [1Co 13:13]). El a. conduce a los creyentes a la búsqueda permanente del bien del otro. De lo contrario, no se considera válida una manifestación de a. hacia a Dios, porque †œel que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?† (1Jn 4:20). La práctica del a. entre los cristianos es lo que puede decir al mundo que son verdaderos seguidores del Señor Jesús, que dijo: †œEn esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviéreis a. los unos con los otros† (Jua 13:35). Los creyentes son alentados a soportarse †œlos unos a los otros en a.† (Efe 4:2) y a seguir †œla verdad en a.† (Efe 4:15).
Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano
tip, TIPO
vet, Es un término en la Biblia que es traducción de varios otros. En hebreo, en el AT, tenemos los siguientes: (a) «ahabah», relacionado con el verbo «aheb». Se usa: del amor de Jacob por Raquel (Gn. 29:20); del amor de David hacia Jonatán (2 S.1:26); del amor de Amnón hacia Tamar; del amor hacia los semejantes, pagado con odio (Sal. 109:4, 5); del amor del esposo hacia la esposa (Pr. 5:19); del efecto del amor en las relaciones humanas (Pr. 10:12); del amor de Jehová hacia Su pueblo (Jer. 31:3; Os. 3:1; Sof. 3:17); (2) «ohabim», de actos de amor (Pr. 8:18); (3) «dod», como el anterior (Pr. 7:18; Cnt. 1:2, 4; 4:10, etc.; Ez. 23:17). En el NT se traduce «amor» un término griego, «agapë». La palabra «eros», que no se usa en el NT, conllevaba siempre la idea, en mayor o menor intensidad, de deseo y de avidez. Con «agapë» se designa el amor de origen divino: del Padre al Hijo (Jn. 3:35, donde se usa el verbo relacionado, «agapaõ»), de Dios al mundo (Jn. 3:16, igual observación que en el caso anterior), o de Dios a los creyentes (Ro. 5:5), o el amor de Dios en nosotros, obrando hacia los demás (2 Co. 5:14), dándose en 1 Co. 13 el más completo conjunto de cualidades de este amor. Con el vocablo «philanthropia» se designa el amor dirigido al hombre (Tit. 3:4). Más exactamente se usa la forma verbal, designando la acción. A este respecto, es digno resaltar que la primera mención de amor en la Biblia es el amor de padre a hijo (Gn. 22:2), de Abraham a Isaac; la segunda mención es el amor del esposo hacia la esposa (Gn. 24:67), de Isaac a Rebeca. Estos dos amores son dos hermosos tipos del amor: (a) del Padre hacia el Hijo (Jn. 3:35), y (b) del Hijo hacia Su Iglesia (Ef. 5:25). Una afirmación fundamental en las Escrituras es que Dios es amor. No se trata meramente de uno de Sus atributos, sino que la misma esencia de Su ser es amor. De ahí que el pecado tenga como consecuencia división, separación, alienación. De ahí también el énfasis en centrar el comportamiento humano en el amor a Dios y al prójimo (Mt. 22:34-40; Mr. 12:28-33). Este amor, para ser genuino, tiene que estar fundamentado ante todo en una relación genuina con Dios, y tiene que provenir del mismo Dios; las imitaciones no son válidas (1 Co. 13:3). Solamente puede surgir de una relación viva con Dios ya conocido por medio de Jesucristo (Ef. 3:14-21 con Ef. 5:1-2). Todo lo que no surja de una relación vital con Dios no es el amor «agapë» descrito en 1 Co. 13, sino el efecto meramente natural.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
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El concepto teológico de amor se halla frecuentemente expresado en la Escritura. Es básico en el mensaje cristiano, de modo que, sin la comprensión de lo que es el amor, no hay formación natural ni sobrenatural en los valores espirituales. Es importante tener en cuenta el proceso psicológico de cada persona en relación al amor y no pedir a cada edad evolutiva más que lo que puede dar.
El niño pequeño siente necesidad de ser amado y es egocéntrico. No es capaz de amar. Sólo al llegar a cierta madurez de adolescente se descubre que el amor es dar más que recibir. Si no hay actitud de ofrenda, no es posible amar. Y la adultez, con la perfección y plenitud que se la supone, es la edad en que se puede entender el amor en plenitud.
Precisamente por eso la religión cristiana, que es amor: amor de Dios al hombre, al Pueblo elegido, a la Iglesia, al pecador…, y que reclama respuesta de amor: amor a Dios, amor al prójimo, amor a los pobres, amor a sí mismo, no se pueden entender si no es en clave de amor.
En el Antiguo Testamento abundan los hechos de amor divino. Adán, Noé, Abraham, Jacob, Moisés, Samuel, David y todos los Profetas son signos y testigos del amor divino. Pero es el Nuevo Testamento el que refleja y transmite un torrente de referencias al amor.
El verbo amar (agapao) aparece 143 veces, el concepto amor (agape ) 117 y el destinatario del amor (agapetos) 52. En 74 ocasiones aparece el término paralelo de Fileo. De todas ellas, en unas 40 la palabra «amar» está situada en labios de Jesús en diversidad de formas. Juan es el más directamente vinculado a la palabra amor, pues la usa unas 70 veces en sentido referente a Dios, a Cristo, al prójimo o al mundo.
Es bueno recordar que una catequesis sin claridad sobre el concepto del amor deja algo en el aire. Resultará imposible entender lo que es el amor de Dios, el amor de Jesús, el amor a los hermanos. Sin esa comprensión no se podrá descubrir el misterio cristiano.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
(v. Alianza, amistad, caridad, caridad pastoral, civilización del amor, Dios Amor, obras de misericordia, santidad)
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
DJN
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SUMARIO: . El amor en el mensaje y vida de Jesús. — 2. El «mandamiento» del amor. -3. Puesto del amor. — 4. Características del amor. — 5. Fundamento del amor. El amor de Dios. — 6. Tipos de amor. Amor divino y amor humano. – 7. Unión y comunión.
Tratamos aquí del amor en su acepción más primaria y general, o sea, de la relación interhumana que se designa con ese término y es con él comúnmente conocida. Véanse más abajo otros tipos más específicos de amor que de algún modo aparecen derivados de esta primera significación o vinculados con ella en -> amor a Dios; amor a los enemigos; amor a los pecadores.
1. El amor en el mensaje y vida de Jesús
Se puede comenzar por lo más patente: el puesto del amor en la vida y palabras de Jesús para pasar después a consideraciones menos directas, pero fundamentales.
El amor hacia y entre los seres humanos está en el centro de la predicación y vida de Jesús.
De una u otra forma lo encontramos en muchas páginas evangélicas y aun en lo que podemos razonablemente aceptar como mensaje histórico de Jesús de Nazaret. Este amor ha solido, y aun suele, llamarse «amor del prójimo» o «caridad», pero estos términos resultan muy gastados por un uso abusivo y no transmiten hoy en día el real significado del mensaje de Jesús.
Destinatarios del amor de Jesús y de sus actos son, evidentemente, todas las personas que se ponen en contacto con él. De modo particular su amor se dirige a las personas más necesitadas de él por diversas razones: pobres de todo tipo, pecadores, marginados, etc. son amados por Jesús de una forma muy especial.
Ni Jesús ni los Evangelios se detienen a ofrecer una definición o consideración teórica sobre el amor, ni tampoco una explicación detallada de en qué consiste. Los textos parecen apelar a la común experiencia humana de las diversas clases de amor y aceptarla, al menos como punto de partida. Así, por ejemplo, Mc 10,21 dice simplemente que Jesús miró al joven rico «y lo amó» o Mt 5, 46 y Lc 6, 32 hablan de «amar a los que os aman».
Sin entrar ahora en consideraciones más profundas es obvio que toda la actividad de Jesús, aún desde el punto de vista histórico, responde a una actitud y práctica del amor hacia la humanidad. Lo muestra tanto su predicación, que intenta infundir esperanza confianza, mejorar las relaciones interhumanas, etc. como sus actos, los cuales, como por ejemplo las curaciones, pretender también mejorar la situación de los seres humanos. El «pasó haciendo el bien» (evidentemente a hombres y mujeres) de Hch 10,38 es un excelente resumen de esta actividad de Jesús con el amor como .
No parece distinguirse mucho de lo que podrían llamarse manifestaciones y realizaciones del amor humano normal, sino coincidir con ellas. Hay alguna excepción, como el amor a los enemigos (cfr. infra), pero lo ordinario es que el amor a que Jesús exhorta y que él mismo pone en práctica sea el amor humano en todas sus manifestaciones y realizaciones, llevadas hasta el extremo y superando todos los obstáculos. Amor puesto en práctica de diversos modos y sin excluir ninguna de las normales manifestaciones humanas del amor con excepción del matrimonio en cuanto a él personalmente.
Es, por tanto, múltiple y variopinto; reviste muchas formas diferentes: amor entre padres e hijos, hermanos, esposos, familia, amigos, parientes, cercanos y lejanos, etc. Algunas de ellas aparecen patentemente en la vida de Jesús, pero otras no, supuesto que su vida está sujeta a las obvias limitaciones de la condición humana, lo que hace que le sea imposible vivir todas las dimensiones concretas del amor. Sin embargo, vive las suficientes, y de forma tal, que es el mejor modelo para la vivencia del amor.
En muchos momentos de la vida de Jesús, sentimientos y acciones humanas como la misericordia, compasión, ternura, cercanía al otro, ayuda de diversos tipos… han de considerarse por sentido común manifestaciones y realizaciones del amor, aunque no se emplee esta terminología. Son acciones de Jesús mismo o de sus seguidores o exhortaciones a ellas.
En Jesús el amor es práctico, real, consistente en ayudas concretas materiales o de otro tipo. Así las curaciones mencionadas más arriba han de verse, entre otras cosas, como manifestaciones de amor hacia personas en necesidad o allegados suyos. En algunas ocasiones la puesta en práctica del amor por parte de Jesús coincide con las ordinarias expectativas humanas: así en ciertas curaciones, en la incorporación a la sociedad de los marginados, en la solidaridad con ellos, en la especial atención a los necesitados. Pero en otros casos es de otra forma: de hecho Jesús no soluciona todos los problemas de todos sus contemporáneos en todos los campos posibles. Su amor, siendo práctico, inmediato y real no se identifica con una serie determinada de acciones o actos, no es mágico ni sobrehumano sino pasa por las mediaciones inherentes a la humanidad. Tiene una dimensión hacia arriba que supera las ordinarias expectativas, aunque no las niega ni desprecia.
También es afectivo, de sentimientos variados como amistad, cariño, dolor, pena o de relaciones familiares, tal como aparece en las narraciones evangélicas sobre las relaciones de Jesús con personajes tales como discípulos, Lázaro, Marta y María, Pedro, Santiago y Juan, María su madre y otras muchas personas.
La muerte de Jesús en la cruz es el culmen de esta manifestación del amor hacia los seres humanos. Esta muerte tiene, entre otras causas, la de haber luchado contra todo lo que hace a los seres humanos menos humanos, lo que representa otra prueba de amor hacia ellos.
No es, pues, de extrañar que transmita a cuantos aceptan su mensaje esta misma actitud suya como lo más esencial del mensaje que viene a realizar en su vida y a predicar con su palabra. Es la imitación de Dios y de Jesús su Hijo, que encontramos explícitamente en algunos textos de los Evangelios como Lc 6,36 y su paralelo Mt 5,48, que culminan en la exhortación de Jesús al -> a los enemigos o el conocidísimo «amaos unos a otros como yo os he amado» de Jn 13,34-35.
En muchas ocasiones los Evangelios no emplean el vocabulario del amor para hablar de los hechos y palabras de Jesús acerca de este tema, pero su conexión con él es evidente. El caso más claro es la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25-37) que Jesús narra para «explicar» quién es el destinatario del amor, y que, además, ilustra en qué consiste el amor, aunque en la parábola misma no se emplee el término, sino sólo las obras que lo muestran y realizan.
Jesús desarrolla y profundiza una visión en la que el amor tiene el puesto central cuando presenta a Dios como que ama y se preocupa por sus hijos, que son todos los seres humanos. Con toda su vida, no sólo con sus palabras, Jesús muestra este amor de Dios hacia la humanidad, pues es, por así decir, la encarnación del Padre en la humanidad.
Textos como Jn 13, 1, «habiendo amado a los suyos… los amó hasta el fin», son un comentario sintético de esta actitud de Jesús que es su personal realización de la definición de Dios como amor (1 Jn 4,8. 16), como veremos más adelante. Podría decirse que Jesús es la perfecta revelación de Dios en sus relaciones con los seres humanos.
Hay muchos lugares neotestamentarios que desarrollan y explicitan este hecho, pero que muy probablemente no pueden referirse directamente a Jesús, sino son elaboraciones posteriores. Sin embargo, en este punto, como en tantos otros, difícilmente se da razón suficiente de esta elaboración sin referencia alguna a la actividad, mensaje y enseñanza del mismo Jesús. Así, por ejemplo, todo lo referente a la pareja hombre-mujer y su relación de amor en Ef 5, 25 ss. sólo es comprensible si se tiene en cuenta la transformación del concepto y realidad matrimonial que Jesús había comenzado en su tiempo.
Este puesto central y decisivo del amor en el cristianismo aparece a lo largo de todo el Nuevo Testamento como muestran entre otros textos 1 Cor 13 y 1 Juan especialmente.
2. El «mandamiento» del amor
Este amor interhumano de Jesús y al que Jesús llama, evidentemente no está desligado ni es, en el fondo, diferente de la relación con Dios llamada «amor de Dios» como veremos más abajo. Viene a ser su realización concreta.
La formulación más clásica de esta unión entre ambos amores será: primer mandamiento amar a Dios y segundo, semejante al primero, amar al prójimo como a ti mismo (Mc 12,28-34 y par. Mt 22,36-38; Lc 10,27). U otras análogas como la de Jn 13,33-34 como mandamiento nuevo.
Jesús recoge y desarrolla este tema. Evidentemente lo hace conforme a la tradición veterotestamentaria hablando de un segundo mandamiento semejante al primero. Pero es preciso hacerse cargo de qué significa un mandamiento de amar. Es bastante evidente que el amor al otro no es algo que se pueda mandar en sentido estricto o imponer; otra cosa son conductas concretas. En realidad se trata de un don.
En el Nuevo Testamento hay otras formas de expresar esta unión y aun identificación (cfr. vg. 1 Jn) que, de algún modo se derivan del mensaje de Jesús, pero son elaboraciones teológicas posteriores.
Sin embargo, también sobre este punto estos desarrollos sólo se explican satisfactoriamente si tienen su origen en algo que Jesús mismo puso en marcha.
Dada la peculiar naturaleza del amor es relativamente claro que presentarlo como un mandamiento o mandato no puede tomarse sin más al pie de la letra, como si el amor a los demás fuese algo que puede ponerse en práctica por puro esfuerzo de buena voluntad. De ahí que se apele a otras motivaciones más hondas para llamar al amor como aparece claramente en 1 Jn 4,7-5,1.
El amor es, pues, mucho más que una consecuencia ética de la fe en Cristo y aun que la realización de sus palabras o el «método» para adquirir la garantía de salvarse cumpliendo de forma eminente la voluntad de Dios. Es la forma de unirse con Dios y comenzar a vivir ya la misma salvación (cfr. infra).
De ahí que textos del Nuevo Testamento hablen, en una u otra forma, del amor como un don que Dios/ Espíritu da. De ellos el más explícito es Gal 5,22 donde el amor aparece como primer fruto del Espíritu. Ello es más que decir que, para amar de la forma que Dios quiere, nos hace falta su ayuda. Eso es demasiado evidente. Es insinuar que la relación con Dios que el amor establece es imposible si no es por gracia/don suya.
3. Puesto del amor
El puesto central del amor en la visión religiosa y predicación de Jesús aparece quizás de la forma más clara en Mt 25, 31-46, donde la ayuda real a los demás, en definitiva, la puesta en práctica del amor, es el criterio único para determinar la aceptación definitiva por el Señor, con aparente independencia, en este texto, de todo lo demás.
En realidad este texto nos da algunas claves importantes para comprender la concepción del amor en el mensaje de Jesús. Amar al otro ser humano es amar al mismo Señor y Dios; hacer algo por él es hacérselo a El mismo. En esto se halla la razón fundamental de la no distinción real entre el amor a Dios y el amor al prójimo. La presencia del Señor en el ser humano une ambos amores en uno solo.
La preocupación por el otro, la justicia respecto a él, la no opresión… ya había sido uno de los temas clave de la predicación profética (cfr. vg. Am 5,18-24; ls 1,14-17; Jr 9,2-5; Ez 18,5-9; Mal 3,5…) así como en la sapiencial (cfr. vg. Prov 14,21; Eclo 25,1, Sab 2,10-12…) como una de sus principales preocupaciones. Una auténtica relación con Dios no se mide por el culto sino por la relación hacia los demás. El ser humano llega a Dios por medio de los demás.
Jesús retorna esta concepción y hace de ella el elemento decisivo en su concepción de las relaciones de los seres humanos con Dios corno actitud y práctica.
De tal manera es importante el amor que no dice Jesús que haya que amar al otro por Dios. Es la mera relación hacia los demás seres humanos lo que realmente cuenta. Quizás tal sea el sentido de la sorprendida pregunta en el citado pasaje de Mt 25: «Señor, ¿cuándo te dimos de comer, de beber, etc.». La actitud y práctica de los «benditos» no era, por así decir, consciente de la transcendencia que tenía para su relación con Dios; amaban y eso era todo; lo había hecho simplemente por el prójimo. Las consecuencias de este planteamiento son enormemente importantes, como puede colegirse con toda facilidad.
4. Características del amor
Amor universal, no restringido a un grupo determinado de personas, por ejemplo el propio pueblo o a aquellos que son amigos o nos hacen beneficios. Cualquiera puede ser el «prójimo» al que se ama, como aparece en la mencionada parábola del «Buen Samaritano» (Lc 10,25-37). Este rasgo cual aparece con claridad en la exhortación al a los . Es bastante claro, con todo, que esta universalidad se refiere más bien a la actitud de apertura hacia los demás y de no limitación «a priori» respecto a ellos. No es tanto un sentimiento afectivo hacia todo el resto de los seres humanos, que evidentemente es inviable y psicológicamente imposible. La dimensión universal del amor se puede concretar en ayudas prácticas que son realizables respecto a cualesquiera otras personas sin implicaciones afectivas hacia ellas. Pero aun en este último caso una realización práctica universal tampoco es posible; y pretenderla muchas veces no pasa de ser mera retórica De hecho el mismo Jesús tampoco puede poner en práctica su amor hacia los demás de la misma forma y hasta hace diferencias entre quienes son más amigos suyos y quienes no lo son tanto, al menos en la común acepción de ese concepto. El que se formule este amor al otro como «amor al prójimo» podría indicar este matiz. «Prójimo» en efecto es el cercano, el próximo, la persona con quien alguien se pone en contacto inmediato, no una generalidad que puede resultar poco significativa y con poca dimensión real. Ahora bien cualquiera puede ser prójimo o convertirse en tal, como muestra la aludida parábola del Buen Samaritano. El que se formule este amor al otro como «amor al prójimo» podría indicar este matiz. «Prójimo», en efecto, es el cercano, el próximo, la persona con quien alguien se pone en contacto inmediato, no una generalidad que puede resultar poco significativa y con poca dimensión real. No hay condicionamientos especiales, sino sólo la concreta forma de ser humana, que forzosamente ha de tener como objeto o término del amor a alguien también concreto y real.
Amor efectivo y práctico, no meramente retórico. Incluye actos concretos de ayuda, no sólo palabras. El Buen Samaritano hace actos bien determinados, incluido el aspecto económico, aunque no se limite a esto sólo. Algo semejante ocurre con el ya citado pasaje de Mt 25: el amor se realiza en las actividades concretas comunes, pero importantes reales.
Amor afectivo también. No se excluyen los normales sentimientos y emociones normalmente vinculados al amor. No se trata de un amor «inhumano» o deshumanizado. De ahí que asimismo entren en el concepto los amores en que ese aspecto, a veces mezclado con otros como la atracción sexual, está presente de forma espontánea y aun instintiva.
Amor que puede resultar costoso y llevar a sacrificios personales, como es patente en el caso de Jesús. No es exacto -pese a la extendida creencia en este sentido- que el amor sea más valioso o mejor cuanto más trabajo, esfuerzo o renuncia implica. Pero son elementos comprobatorios de si el supuesto amor es real o ilusorio.
5. Fundamento del amor. El amor de Dios
Desde un punto más profundo, si se quiere expresar de esa manera, hemos de preguntarnos por el fundamento de este puesto central del amor en el mensaje de Jesús. En efecto, el amor predicado por Jesús no es sentimentalismo alguno como tampoco un intento de fomentar las relaciones entre los seres humanos que se consideran mejores, más positivas. Es algo más que pura filantropía, aunque ésta sea algo decididamente bueno.
La idea central es que Jesús predica y realiza el amor tal como está dicho, porque ve en él una realización, reproducción y consecuencia de la relación de Dios hacia los seres humanos y, en último término, de lo que el mismo Dios es, entendido y expresado al modo humano.
De diversas formas ya en muchos pasajes del Antiguo Testamento aparece Dios en una relación con el género humano en el acto mismo de crearlo tal como lo hace (Gn 1,26-27), con su «amigo» Abraham (Is 41,8), con el pueblo de Israel como colectividad (Dt 4,7; 7,7-8; Os 11,1-9; Sal 132 13-17; 136), el judío (Sal 103,13), sobre todo con el justo (Sal 37,28; 146,8) y con el pequeño (Sal 113,7-9), pero también con los no judíos (Jon, 4,10ss) y que, sintéticamente, podríamos llamar amor. Los modos en que se muestra en los diversos textos son muy diferentes y quizás en algunos a primera vista no aparezca a primera vista que se trata de amor verdadero, sino bondad, misericordia y cosas parecidas, pero en el fondo se trata de lo que conocemos como amor.
En último término puede decirse que el amor de Dios es la fuente del amor entre los seres humanos que Jesús enseña. Una formulación sintética y sencilla de esta afirmación la encontramos en 1 Jn 4,9-11: «en esto se manifestó el amor de Dios hacia nosotros: en que envío a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de El. En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó… si Dios nos amó de este modo, también nosotros debemos amarnos unos a otros». La formulación quizás más decisiva es la de este mismo escrito (1 Jn 4,8.16): «Dios es amor». Desde ahí todo fluye.
Jesús en cuanto Revelador e Hijo es la perfecta revelación/realización de esa forma de ser de Dios. Lo es en su solidaridad con los seres humanos y su participación en el destino de la humanidad. Amar es, evidentemente, imitar a Cristo y, en definitiva, a Dios en cuanto ello nos es posible desde nuestra limitada condición, es realizar, en la medida de nuestra posibilidades, el plan de Dios y ser, hasta cierto punto, como El es. Naturalmente se espera del ser humano una respuesta en la misma línea del amor: «amarás al Señor tu Dios…» (Dt 6,5; 10,12). Pero esa respuesta incluye de manera fundamental, en el Antiguo Testamento, el amor hacia el hermano israelita (Lv 19,18) y, en el Nuevo, hacia todos, al menos en potencia y como actitud básica.
6. Tipos de amor. Amor divino y amor humano
Después de lo anterior es relativamente claro que desde la perspectiva de Jesús, no es demasiado oportuno hacer muchas distinciones entre diferentes tipos de amor. Ello aparece, entre otros lugares, en la consciente cercanía entre los dos «mandamientos» de amar a Dios y al prójimo que aparecen en los Evangelios (Mc 12 30-31 y par. Mt 22,36-37 y Lc 10,27) o en el texto ya citado de Mt 25,31-46, donde el amor real hacia los demás parece substituir algo insubstituible: el amor hacia Dios.
Resulta importante esta cierta identificación. Es claro que los términos del amor son, a primera vista diferentes Dios y los seres humanos. Pero hay que tener en cuenta que el amor directo a Dios es una actitud interna, sentida, real sin duda, pero cuya realización práctica puede ser y de hecho es muy diversa y, a menudo, poco controlable; es un amor que puede caer en la ilusión o en la retórica. La forma concreta por excelencia de realizar la relación con Dios es la que pasa por los demás. Ya los profetas habían caído en la cuenta de este punto: la verdadera religión no consiste tanto en el culto dirigido directamente a Dios sino en la preocupación y realización de las relaciones positivas con los hermanos (cfr. más arriba). Jesús insiste en ese aspecto, especialmente en su actividad, dirigida a pasar haciendo el bien a los demás y realizar de este modo lo que Dios quiere de él. Si la afirmación de la completa identidad de ambos amores resulta excesiva, al menos ha de afirmarse que ambos son absolutamente inseparables siempre desde la perspectiva de Jesús y que no puede concebirse uno sin el otro, so pena de caer en el autoengaño. De nuevo es la 1 Juan quien pone de manifiesto este punto: «si alguien dice ‘amo a Dios’ y no ama a su hermano, es un mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, al que ve continuamente, no puede amar a Dios a quien nunca ve» (1 Jn 4,20).
Es claro, por otra parte, que las afirmaciones de 1 Juan, aunque no proceden directamente de labios de Jesús -bien pocos son, por otra parte, los dicho que podemos saber con certeza pronunciados por el mismo Jesús- son fiel reflejo de su mensaje. Todo lo cual no elimina los distintos matices que las vivencias y prácticas de este amor tienen, según se dirijan directamente a uno u otro término.
7. Unión y comunión
Vivir el amor al que Jesús llama no es simplemente cumplir un mandato por medio del cual se adquieran méritos que logren la salvación ante Dios. Es mucho más que esa concepción, la cual, por otra parte, es profundamente poco cristiana.
El amor, en su forma máxima establece unión y comunión entre los que se aman. Ahora bien, siendo verdad lo dicho de la unidad entre amor a los demás y amor a Dios, significa que cuando se establece comunión y unión con los seres humanos, se está estableciendo unión y comunión con Dios. En lo cual, finalmente, consiste la salvación. Tal puede ser la consecuencia vivencial del repetidamente citado Mt 25,31-46. La metáfora de ir hacia el Hijo el hombre, entrar en el Reino o vida eterna que se encuentran en ese texto significan finalmente unión definitiva y total con Dios y Cristo, salvación plena en suma. A ella se ha llegado por el amor hacia los hermanos. Unirse con ellos ha sido unirse con Dios. «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud… Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,12. 16). «Permanecer en Dios» en su auténtico y más profundo sentido es otra forma de hablar de la salvación. -> ; amor a Dios; enemigos; pecadores; comunión; eucaristía.
BIBL. – SALVADOR VERGES, es amor. Salamanca, Secretariado Trinitario 1982.
Pastor
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret
1. Antiguo Testamento
(-> gracia, amistad, gratuidad, shemá, confesión). Aparece de diversas formas en la Biblia israelita, especialmente en los profetas del amor (como Oseas) y en el Cantar* de los Cantares, que ha desarrollado la antropología erótica más importante de la historia de Occidente. Del amor de Dios, entendido como misericordia* universal, que se expresa y expande en el amor entre los hombres, hablan de manera intensa algunos libros del Antiguo Testamento y de un modo muy intenso el libro de la Sabiduría*. Pero sólo el Nuevo Testamento ha desarrollado de un modo consecuente esa experiencia y exigencia creadora del amor (ágape), dirigido de un modo preferente, aunque no exclusivo, a los enemigos, como muestra el mensaje de Jesús y la teología de Pablo (Rom 12-14 y i Cor 13), que estudiaremos de un modo especial.
(1) Los términos griegos del amor. Las mejores distinciones antiguas sobre el amor se han hecho en griego y por eso evocaremos las palabras que emplean la Biblia griega y el Nuevo Testamento: eros, ágape y philia: (a) Bros. Este es el término básico para el pensamiento griego, que entiende al amor como deseo y tendencia del hombre hacia aquello que le falta y puede completarle. El Nuevo Testamento utiliza esa palabra en el sentido de «agradar». Así dice que el baile de la hija de Herodías agradó a Herodes (Mc 6,22; Mt 14,6). También dice que Cristo no buscó su propio agrado (ouk heautó eresen), sino que aceptó los sufrimientos que le impusieron los otros (Rom 15,3). (b) Agape. La terminología vinculada al ágape constituye la mayor novedad del Nuevo Testamento en este campo. Agape significa básicamente el amor desinteresado y creador, el amor del que no se busca a sí mismo, sino que ofrece su vida a los demás. Ciertamente, el ágape puede tener un sentido más neutro, de amor en general (como en Lc 7,5), pero en la mayoría de los casos se utiliza para expresar el sentimiento y gesto intensamente cristiano del amor de gratuidad, aplicado a los diversos campos de la vida. Así se ha bla del ágape en el amor a Dios (Mc 12,30) y en el amor al enemigo (Mt 5,44; Lc 6,27). Este es el amor al que Pablo ha dedicado su canto (1 Cor 13), el amor que Dios nos ha mostrado, enviándonos a su propio Hijo como salvador (Jn 3,16), el amor que el mismo Jesús mostró al hombre que quería alcanzar la vida eterna (Jesús, mirándole, le amó: égapésen auton, Mc 10,21). Sólo este amor gratuito y creador libera a los pobres y hace posible el seguimiento mesiánico. Jesús no impone una ley, no acude al mandamiento. Más allá de la ley, desde la total libertad del amor, invita al hombre que quiere alcanzar la vida eterna, diciéndole que le siga. A pesar de eso, el hombre no acoge la mirada de amor de Jesús, no se deja transformar por él, no le responde con amor. Calcula sus bienes y se marcha, porque es rico. No se ha dejado transformar por el amor mesiánico. (c) Philia, amistad. Ciertamente, el amor mutuo es ágape, como dice Jesús cuando pide a los suyos «que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado, pues nadie tiene un amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos» (Jn 15,12-13). Les dice que se amen (con ágape) y habla del ágape como amor mutuo. Pero después al referirse a sus amigos les llama philoi, añadiendo que los discípulos serán «amigos suyos» (philoi moa) si escuchan y cumplen su palabra, viviendo en amor (Jn 15,14). Desde esa base añade la palabra clave del amor cristiano: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; yo os llamo amigos, porque os he dicho (= os he dado) todo lo que yo he recibido (= he escuchado) del Padre» (Jn 15,15). Los hombres no son siervos (.douloi), sino libres porque son amados y pueden amarse en amistad (philia), siendo amigos los unos de los otros. En este contexto puede hablarse del amor entre el Padre y el Hijo (Jn 5,20; 16,27) y del amor que los hombres deben tener a Jesús (1 Cor 16,22). Llegando al final, el ágape (que es amor de donación y gratuidad) se identifica con la philia, que es el amor de amistad. En ese contexto se entiende el bellísimo juego de palabras del final del evangelio de Juan, donde Jesús le pregunta a Pedro por dos veces si le ama con amor de ágape (agapás me?: Jn 21,1516), pero la tercera vez le pregunta si le ama con amor depliilia (philéis tne?: Jn 21,17), ofreciéndole el encargo de apacentar las ovejas de Jesús.
(2) Dios, un amor: Amarás a Yahvé tu Dios… Una religión como la del Antiguo Testamento consta de muchos elementos sacrificiales y sociales, legales y festivos. En el centro de la fe israelita está la confesión* del shemá, que ha seguido marcando hasta hoy la religión de los judíos y de los cristianos. Estas son las palabras centrales de la Biblia israelita: «Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es Yahvé (Dios) Unico. Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando estarán en tu corazón. Las repetirás a tus hijos y las dirás sentado en casa o haciendo camino, cuando te acuestes y cuando te levantes…» (Dt 6,4-7). Israel ha sido un pueblo de leyes que han ido fijando su identidad, desde el dodecálogo* de Siquem (en torno al siglo IX a.C.) hasta la Misná* (siglos II-III d.C.). Pues bien, en el fondo de todas ellas emerge esta ley del shemá, como la más importante. Más que ley coactiva, ésta es una experiencia gozosa de llamada (¡escucha!) y de invitación al amor (¡amarás!). El Dios que aparece en este mandamiento originario no necesita nombres o adjetivos especiales (padre o madre, hijo o esposo…), sino que se presenta simplemente como Yahvé, manifestándose como Amor total que llama (escoge) de un modo gratuito y de esa forma suscita y fundamenta la vida de los hombres. Ciertamente, ese Dios sigue siendo el misterioso Señor de la experiencia de la zarza ardiente (El que Es: Ex 3,14), pero aquí aparece más bien como el que ama y pide amor. Este Yahvé Amor, a quien Israel ha descubierto y reconocido sobre todas las cosas, es Unidad suprema, fuente de vida que se expresa y expande en el corazón (afecto), en la mente (pensamiento) y en la acción (vida entera) de sus fieles, por encima de todas las restantes distinciones nacionales o sociales. Este es el Dios de la experiencia liberadora, que se expresa a través de los restantes mandamientos: «Yo soy Yahvé, que te saqué de Egipto» (cf. Ex 20,2; Dt 5,6), pero en el fondo de todos ellos se expresa y despliega como amor. Así lo ha sabido y ratificado Jesús, judío entre judíos (cf. Mc 12,28-34). Este es el Dios a quien la tradición israelita ha visto como «Dios compasivo y clemente, lento a la ira y rico en misericordia y lealtad, misericordioso hasta la milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado…» (Ex 34,6-7). Este es el Dios del amor para los israelitas, Dios que ellos han querido testimoniar ante todos los pueblos.
(3) Dios y el prójimo: dos amores (confesión de fe*). Cuando le preguntan por el mandamiento más importante de la Ley, Jesús, con buena parte de la tradición judía, cita el shemá*, pero añade el mandato de Lv 19,18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,28-34). La novedad de Jesús está en su insistencia en el término común amarás (en griego agapéseis, en hebreo †˜ahabta) de Dt 6,5 y Lv 19,18, uniendo los dos mandamientos (amores) y diciendo que no hay otro mayor que ellos. Los dos forman un solo mandamiento: son aquello que el escriba llamaba el primero de todos (próte pantón de Mc 12,28). Quizá pudiéramos decir que en el principio está la dualidad: la relación con Dios se vuelve relación con el prójimo, es decir, de persona con persona. Se vinculan de modo profundo mi yo y el yo del otro, de modo que no pueden separarse. Este es el lugar de la genealogía radical de la existencia humana: Dios mismo suscita el yo del hombre, como ser capaz de amarle; pero, al lado de Dios y con Dios, emerge el otro (el prójimo), de manera que la dimensión vertical del amor recibido (¡escucha!) se vuelve relación horizontal del amor compartido. En el lugar donde estaba el amor previo de Dios, y para confirmarlo, viene ahora a expresarse el amor al otro, es decir, al hombre concreto, hombre o mujer, que está a nuestro lado. En el Levítico, ese prójimo es el hermano o miembro del propio pueblo israelita; pero, en un sentido más extenso, es también el pobre y extranjero, es decir, el que rompe las fronteras resguardadas de la propia comunidad (cf. Lv 19,10 y en especial Dt 10,19), como verá el Jesús de Lucas cuando cuenta en ese contexto la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37). Entre el amor a Dios y al prójimo hay una relación que todo el Nuevo Testamento se esforzará por explicitar, desde el anuncio del Reino de Jesús y la experiencia eclesial de la pascua.
(4) Dios Sabiduría, esposa amada. La tradición israelita (cf. Prov 8; Eclo 24) ha presentado a Dios como Dama Sabiduría*, mujer amante que se sitúa en la puerta de su casa, tocando su música, invitando con amor a los que pasan. El libro de la Sabiduría contiene la respuesta positiva de Salomón, rey sabio y signo de todos los verdaderos israelitas que escuchan su llamada y la desean, emocionados: «A ella la quise y la busqué desde muchacho, intentando hacerla mi esposa, convirtiéndome en enamorado de su hermosura. Al estar unida (symbiósis) con Dios, ella muestra su nobleza, porque el dueño de todo la ama… Por eso decidí unirme con ella, seguro de que sería mi compañera en los bienes, mi alivio en la pesadumbre y en la tristeza» (Sab 8,1-2,9). La vida entera se define, según esto, como proceso afectivo. Está en el fondo el simbolismo del Banquete de Platón, con el ascenso amoroso hacia las fuentes de toda realidad (el Bien Supremo). Pero hay una diferencia: el entusiasmo divino parece que lleva a los platónicos más allá del mundo; por el contrario, Salomón enamorado se introduce dentro de este mundo. Pero no se debe exagerar la diferencia. El sabio de la República platónica, transformado por la sabiduría del amor, puede gobernar con justicia a los humanos. El Rey israelita, enamorado desde joven de la sabiduría superior, descubre en ella su gozo (disfruta) y gobierna con su ayuda. El varón/mujer perfecto no es aquel que se clausura en un ejercicio contemplativo, aislado de este mundo. El verdadero amante de la Sabiduría sale al mundo, escucha el misterio de la realidad y deja que ella le emocione, le dé fuerza, le transforme. Al llegar aquí reciben su sentido los rasgos filosóficos con los que se describe a la Sabiduría en Sab 7,22-28: ella es efluvio del poder divino, emanación de la gloria de Dios… Descubrimos así que ella es el mismo Dios en cuanto amable; hay en nuestro corazón un gran vacío: estamos hechos para Dios, a él buscamos en camino amoroso. Desde ahí se puede entender el tema del amor en el Nuevo Testamento.
Cf. W. EICHRODT, Teología del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; D. PREUSS, Teología del Antiguo Testamento III, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; C. SPICQ, Agape en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid i 977; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Fax, Madrid i 969.
AMOR
2. Pablo: 1 Cor 13
(-> gracia, perdón, juicio, Pablo). El amor constituye el tema central del Nuevo Testamento, que podemos interpretar como revelación del ser de Dios en Cristo: «Tanto amó Dios al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito, para que no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,13-17). Tratar del amor es tratar de todo el Nuevo Testamento, partiendo del Sermón de la Montaña (Mt 5-7; Lc 6,20-45) hasta el Apocalipsis (Ap 21-22). Por eso hemos introducido el tema en diversas entradas: gracia, perdón, juicio, etc. Aquí, de forma unitaria, trataremos de las falacias, cualidades y permanencia del amor, tal como ha sido evocado por Pablo en 1 Cor 13, que ha partido, sin duda, de unos motivos anteriores, que él ha encontrado y desarrollado dentro de su Iglesia.
(1) Falacias o riesgos del amor. El amor es lo más grande, lo más fuerte. Pero es también lo más frágil, de forma que puede convertirse en principio de engaño. En esa línea, en la primera parte de su canto al amor (1 Cor 13), Pablo desarrolla los tres posibles engaños de un amor aparente, que toma en la Iglesia «formas de bondad» o de grandeza para engañar mejor a los hombres, (a) Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles (1 Cor 13,1). La primera ideología o falsedad del amor está vinculada a una perfección mística, que se autodeclara importante, pero que es sólo palabra vacía, propia de aquellos que dicen conocer y hablar las lenguas de los hombres (en plano de mundo) y de los ángeles (en plano de perfección espiritual), pero sin amar a los demás. Estos son los que todo lo hablan, dominando lenguajes, con apariencia de verdad más alta, para sentirse perfectos e imponerse sobre los demás, pobres hombres de la baja tierra. Estos hablantes de lenguas son hombres y mujeres «poderosos», en línea individual o social. Pablo no niega ni discute sus capacidades, pero diría que ellas pueden alcanzarse con medios psicológicos o parapsicológicos (de penetración mental), poniéndose al servicio de la des trucción humana (diabólica). En nuestro tiempo se podría decir que esos hombres que todo lo hablan controlan las redes informáticas y los grandes canales de propaganda, como si fueran dueños de la palabra universal, y en algún sentido lo son: la voz de sus falsas campanas parece la única que tañe en el mundo. Pero en realidad están vacíos, son como metal que suena sin contenido humano, o con el contenido de la violencia dominadora (del bronce de campana hecho cañón para la guerra). (b) Y si yo tuviera profecía… (1 Cor 13,2). Posiblemente, esta segunda unidad trataba, en principio, sólo de la profecía, pues de ella y de las lenguas en la Iglesia se ocupa todo el capítulo siguiente de la carta (1 Cor 14), pero el texto actual distingue y vincula profecía, gnosis y fe posesiva. (1) «Si yo tuviera profecía…». En sentido externo, la profecía es algo que se tiene, como cualidad que se posee, sin que ella se identifique con la propia persona. Por eso, se puede afirmar que aquellos que tienen profecía y no aman están vacíos, son como una simple voz ambulante, pura máscara sin interioridad. (2) «Y si yo viera todos los misterios y toda la gnosis…». La profecía, especialmente en los apocalípticos (como en los libros de Daniel* o Henoc), está llena de visiones y revelaciones, de tal forma que, en tiempos de Jesús, se tomaba a los profetas como videntes que penetraban en los misterios (del fin de los tiempos) y en la gnosis (conocimiento del Dios escondido). Pues bien, Pablo se considera vidente y gnóstico, pues ha visto a Jesús resucitado (cf. 1 Cor 15,3-7) y ha sido raptado al tercer cielo, donde ha contemplado y escuchado cosas indecibles (2 Cor 2,1-11). Pero, al mismo tiempo, sabe que una visión sin amor es nada o menos que nada, es mentira. (3) «Si yo tuviera fe hasta para trasladar montañas…». Esta fe que «se tiene» y de la que uno puede estar orgulloso (cf. también 1 Cor 12,9), entendida como capacidad de hacer cosas milagrosas (mover montañas: cf. Mt 17,20 par), puede vaciarse de sí misma, convirtiéndose en máscara externa sin amor, como sabe el mismo Evangelio (cf. Mt 7,22); la verdadera fe como experiencia de gratuidad en el amor es para Pablo una cosa distinta (cf. Rom 1,17; 5,1; Gal 2,16). (c) Y si yo repartiera todos mis bienes… (1 Cor 13,3). De las lenguas (mística) y de la profecía (visiones, gnosis, milagros) pasamos al nivel de la comunicación económico-personal. Muchos piensan que las cosas se arreglan con dinero y en parte tienen razón, como la misma Biblia sabe cuando pide que demos a los pobres aquello que tenemos, para que así puedan saciar sus necesidades (cf. Mc 10,17-22; Mt 25,31-46). Pero el simple «dar» material no es suficiente, como matiza, por ejemplo, el relato de las tentaciones de Jesús (Mt 4; Lc 4). En esa línea se sitúa este pasaje, cuando habla de un engaño de los que sólo dan dinero, pues se buscan a sí mismos al hacerlo, y de un engaño del martirio de aquellos que convierten su entrega en un medio de imposición sobre los otros. Este es el lugar de la patología del amor, el lugar del engaño supremo de los que parecen emplear medios mejores y más desprendidos (costosos) para imponerse sobre los otros.
(2) Cualidades del amor. En contra de las falacias (1 Cor 13,1-3), eleva luego Pablo (1 Cor 13,4-7) un canto al amor (ágape), como experiencia de gratuidad y comunión de Dios que vincula a los hombres de un modo interior (en la comunidad eclesial) y exterior (en apertura hacia los demás). Pablo no habla aquí de una pura emoción sentimental, ni de un poder de unidad erótico-filosófica (como Platón en su Banquete), ni de la vinculación legal de un grupo de personas (como en cierto judaismo), sino de la experiencia radical de Dios en la vida de los hombres que se aman simplemente como humanos. Estos son sus rasgos: (a) El amor tiene gran ánimo, el amor es bondadoso (1 Cor 13,4). En griego se dice makro-thymei, es decir, tiene un gran thymos o ánimo. Algunas traducciones prefieren decir que es paciente, en el sentido de capaz de aguantar y mantenerse. Ambos matices, el más activo (animoso, longánime) y el más receptivo (paciente), son apropiados y expresan la capacidad de aguante y la potencia creadora del amor, que permanecen firmes allí donde todas las restantes cualidades fallan o se acaban. En ese sentido se añade que es bondadoso (khrésteuetai), con el matiz de útil: aquello que siempre sirve y siempre vale, (b) No tiene envidia, no se jacta, no es engríe (1 Cor 13,4). De las notas positivas (es animoso, bondadoso) pasa el canto a las negativas, que nos irán acompañando desde ahora, pues del amor decimos mejor lo que no es que lo que es. La primera dificultad que el amor debe superar es la envidia (zelos), aquella actitud o vicio que nos lleva a enfrentarnos a los otros para destruirles (pues sentimos que nos impiden ser) o para utilizarles, poniéndoles bajo nuestro dominio. Frente a la envidia está el descubrimiento gozoso del otro en cuanto distinto, el gozo de que el otro sea, de que viva, de que triunfe. En este sentido, el amor nos capacita para salir de nosotros mismos, transformando la envidia mimética (que es vivir a costa de los otros, dependiendo de ellos o luchando contra ellos) en comunión gratuita. Por eso, el que ama no se jacta ni engríe, es decir, no se encierra en sí mismo, para imponerse a los demás, en actitud de miedo perpetuo (tengo que elevarme sobre los demás para sentirme seguro), sino que al gozarse en los otros descubre también su propio valor y no tiene que luchar por conseguirlo ni imponerse. (c) No se porta sin decoro, no busca su propio provecho (1 Cor 13,5). Portarse indecorosamente se dice en griego a-skhémonein, romper el skhéma o forma apropiada de existencia, quebrar el equilibrio de la vida, romper una armonía que nos permite convivir. Eso significa que el amor vincula, traza puentes, de manera que ofrece a cada uno un lugar en la vida, un espacio decoroso y digno, en humanidad, distinto para cada uno, apropiado para todos. El skliérna (= esquema o decoro) del amor puede resultar diverso en las diversas circunstancias, de manera que lo que en un momento o contexto parece decoroso (que las mujeres vayan veladas: cf. 1 Cor 10,1-16) resulta indecoroso en otros. Hay, sin embargo, un decoro fundamental, que se expresa en la segunda parte del texto: «el amor no busca su provecho propio». Esta es la melodía firme, ésta es la base del amor: que cada uno busque el bien de los otros, no el propio; que piense, sin cesar, en lo que al otro le conviene, no según el esquema del que ama, sino según el del amado. Para eso es necesario que el amor dialogue, que dialoguemos en igualdad, escuchándonos unos a los otros, para así conocer lo que nos piden o quieren de nosotros. (d) No se irrita, no piensa en el mal (1 Cor 13,5). En el caso anterior se supone que hay un orden o decoro, que se expresa allí donde cada uno busca el bien ajeno. Ahora se supone que la vida de los hombres se encuentra amenazada por una gran irritación o paroxismo de violencia, para la que sólo existe un remedio: el amor que se expresa y mantiene en forma de concordia (el amor que lleva al gozo y la paz: Gal 5,22). Sólo en este contexto se puede añadir: «no piensa en el mal», no toma en cuenta el mal que le hacen. Esta formulación nos lleva al centro del Sermón de la Montaña, donde Jesús pedía a los suyos que no respondieran al mal con lo malo, sino que perdonaran a los enemigos (Lc 7,27-36). Así lo ha dicho el mismo Pablo en Rom 12,17, al proclamar el perdón que nace del amor y que supera la violencia con la paz interior (no se irrita), renunciando a responder a la violencia con violencia, (e) No se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad (1 Cor 13,6). Al lado de la envidia, con la falta de decoro y la irritación anterior, se eleva ahora la injusticia, como riesgo básico de un mundo amenazado por la mentira y por la lucha de todos contra todos. Injusticia (adikia) es aquello que va en contra de la dikaiosvne, tanto en el sentido griego (orden social), como en el bíblico (acción salvadora y gratuita de Dios). Alegrarse en la injusticia significa asumir la maldad de los hombres y aprovecharse de ella, para provecho propio. Frente a eso está la alegría por la verdad, entendida como gozo más alto del amor. Lo opuesto a la injusticia no es sin más la justicia, sino la verdad o fidelidad de Dios, que se muestra divino al amar, fundando así la más alta alegría. (f) Todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera (1 Cor 13,7). Igual que un tejado cubre la casa y permite que sus habitantes vivan al resguardo de viento y lluvia, así el amor resguarda y cubre a los amantes de un modo total y para siempre. El amor es esa cobertura de Dios que mantiene protegida nuestra vida, libre de la irritación y la tormenta de los tiempos, en fe y en esperanza. Por eso se añade que el mismo amor «lo cree todo, todo lo espera». Fe y esperanza son aquí expansiones del amor, porque sólo el amor es capaz de confiar siempre (de ponerse en manos de Dios, estando en manos de los otros) y de mantenerse a la espera, sabiendo que la vida es camino de Dios, (g) Siempre permanece (1 Cor 13,7). Al decir que permanece (liypomenei) no se quiere indicar que aguanta simplemente de un modo pasivo, sino que se mantiene firme, de manera activa, en todo tiempo y lugar (en el doble sentido de la palabra panta). Quizá pudiéramos añadir que el mismo amor es paciencia creadora, dando a esa palabra el sentido que recibe en el Apocalipsis (cf. hypomoné: Ap 1,9; 13,10; 14,12): en medio de la gran lucha de la historia permanece y triunfa la paciencia del amor que es Dios y que se revela en los creyentes, es decir, en aquellos que son fieles al Cordero sacrificado. Pero en 1 Cor 13 Pablo no habla del Cordero-Cristo, ni de otros motivos confesionales cristianos, sino de amor universal, abierto a la humanidad en cuanto tal, un amor que siempre permanece. Las realidades del mundo cambian, todas se acaban y mueren. Sólo la paciencia activa queda, como presencia y permanencia de un amor que todo lo cubre, lo cree y lo espera, superando así el desgaste del tiempo y revelando en medio de esta vida de engaños el rostro verdadero del hombre (es decir, el mismo ser divino).
(3) Permanencia del amor. El canto de 1 Cor 13,4-7 terminaba diciendo que el amor lo cubre todo (como tejado firme que cobija lo que está bajo su amparo) y siempre permanece (porque tiene el poder de la paciencia duradera). El nuevo pasaje (1 Cor 13,8-13) retoma ese motivo, para desarrollarlo de un modo aclaratorio. Por eso empieza con una frase programática, que condensa lo anterior e inicia lo que sigue: el amor nunca cae (1 Cor 13,8). Las realidades de este mundo se derrumban, todas caen con el tiempo (por ser tiempo), como sabe la tradición apocalíptica cuando anuncia la catástrofe del fin del mundo (Mc 13,25: «los astros del cielo caerán…»). Mueren las culturas, acaban los estados, perecen las personas. Pues bien, en este trance de gran acabamiento en el que muchos repiten el dicho popular de «comamos y bebamos que mañana moriremos» (cf. 1 Cor 15,32), se eleva nuestro texto y dice: el amor nunca cae. Esta permanencia define la antropología escatológica de Pablo (1 Cor 15) y se expresa aquí en cuatro partes, (a) De la profecía imperfecta al conocimiento pleno: «La profecía desaparecerá, las lenguas cesarán, la gnosis desaparecerá. Pues sólo conocemos en parte y sólo en parte profetizamos; pero cuando llegue lo perfecto desaparecerá lo que es parcial» (1 Cor 13,8-10). Don de lenguas, gnosis y profecía expresan un conocimiento inicial y parcial, son signo de un mundo tanteante que busca la plenitud (lo que es teleion). Pues bien, esa perfección, a la que aspira el cosmos (cf. Rom 8,8-25), se identifica en el fondo con el amor; por eso, cuando llegue el amor pleno, cesará todo lo restante, (b) El niño y el adulto: «Cuando era niño hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como un niño. Pero cuando me hice adulto abandoné lo que era de niño» (1 Cor 13,11). Los evangelios sinópticos han dado al niño un valor y estatuto religioso, haciéndolo signo del reino de Dios (cf. Mc 9,33-37; 10,13-16). Pablo, en cambio, le mira aquí de otra manera: el niño es heredero de los bienes del padre, pero mientras sea menor de edad se encuentra sometido a los poderes de este mundo, que son como administradores y ayos, que organizan y resuelven los asuntos en su nombre; sólo cuando alcance la mayoría de edad el niño podrá ser dueño de sí mismo y decir ¡padre!, en libertad de amor (Gal 4,1-7). Profecía, don de lenguas y gnosis son experiencia y tanteo de niños que aún no han crecido y no viven del todo, porque están bajo la ilusión de su conocimiento parcial, bajo el dominio de los mayores. El amor, en cambio, se interpreta como expresión de edad adulta, descubrimiento y cultivo de la libertad al servicio de la vida, (c) El espejo y la realidad: «Ahora vemos por un espejo, en enigma, entonces, en cambio, veremos cara a cara. Ahora conozco parcialmente, entonces conoceré como he sido conocido» (1 Cor 13,12-13). El ahora, tiempo de este mundo (que antes se hallaba definido por la profecía y el don de lenguas, con un conocimiento imperfecto), aparece aquí simbolizado por la imagen de un espejo borroso, que no nos permite descubrir el sentido más hondo de la realidad, de manera que sólo vemos imágenes confusas, enigmáticas, que nos obligan a ir adivinando la verdad más honda. Parecemos así condenados a un conocimiento parcial, como niños que quie ren ser grandes un día y conocer lo que ha sido y será, para volverse dueños de sí mismos. Pues bien, en medio de este mundo enigmático tenemos una seguridad superior, algo que es firme, la certeza del amor, que es anticipo del futuro, comienzo de paraíso. El amor abre, por tanto, la puerta del cielo, anunciándonos la llegada de un tiempo en que veremos cara a cara, conoceremos como somos conocidos… «Veremos cara a cara», «conoceremos como somos conocidos», es decir, veremos a Dios como él nos ve, penetraremos en el misterio de su entendimiento total, que es comunión de amor. Esta es la experiencia y esperanza del amor completo de las bodas finales de Ap 21-22.
Cf. A. NYGREN, Eros y Agape. La idea cristiana del amor y sus transformaciones, Sagitario, Barcelona 1969; R. SCHNACKENBURG, Mensaje moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1989; W. SCHRAGE, Etica del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1987; X. PIKAZA, Palabras de amor, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006; C. SPICQ, Teología moral del Nuevo Testamento I-II, Eunsa, Pamplona 1970-1973; Agape en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid 1977.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
¿Qué es el amor? Yo llamo amor a esa experiencia intensa, inolvidable e inconfundible que sólo se puede dar en el encuentro con otra persona. Por tanto, no se puede amar una cosa abstracta, una virtud. El amor solitario no existe. El amor siempre necesita de otra persona y se realiza en un encuentro concreto. Por eso el amor precisa de citas, intercambios, gestos, palabras, regalos, que, aunque sean manifestaciones limitadas, son el símbolo de la plena entrega de una persona a otra. Amar es encontrar a otra persona e intercambiar con ella presentes, es una experiencia en la que se entrega algo de uno mismo: cuanto más entregamos, más amamos. El amor es un encuentro en el que la otra persona nos parece importante, en cierto sentido más importante que nosotros mismos: tan importante que llegaríamos a dar la vida por ella. Descubrimos que estamos enamorados cuando nos damos cuenta de que, de alguna manera, el otro se ha vuelto más importante que uno mismo. Por eso el amor realiza algo que podríamos llamar un éxtasis, un salimos de nosotros mismos, de nuestro propio interés: un éxtasis en el que yo me siento tanto más verdadero y auténtico, tanto más genuinamente yo, cuanto más me entrego, cuanto más me gasto y dejo de pertenecerme en exclusiva.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual
SUMARIO: I. Eros y Agape: amor griego, amor cristiano.-II. Amor y compasión: cristianismo y budismo.-III. Amor y Trinidad: la comunión divina.-IV. El Espíritu Santo como amor personal.-V. Trinidad y metafísica de amor. Sentido de Cristo
Como indica el sumario, hemos trazado algunos rasgos importantes del amor para entenderlos luego en clave trinitaria. Comenzamos situando el tema en un nivel de historia de las religiones: comparamos el amor cristiano y griego (agape y eros). Después lo interpretamos desde el fondo del budismo (compasión y caridad). Sólo entonces trataremos del amor cristiano visto en clave trinitaria. Para culminar el tema ofreceremos una breve visión de las personas trinitarias (especialmente el Espíritu Santo) desde el fondo de una teología del amor.
I. Eros y Agape: amor griego, amor cristiano
La religión griega del eros aparece como praxis salvadora que se funda en el orfismo y la piedad de los misterios. Ella quiere liberar la luz divina de los hombres, conquistando y recreando su verdad originaria, cautivada en una cárcel de dolor, sombra y materia. Lógicamente, el alma debe aprender a liberarse por la acción centemplativa o religiosa que le lleva a descubrir su realidad original y retornar de esa manera a lo divino.
Platón ha elaborado los principios que le ofrece la tradición anterior y edifica desde el eros un expléndido sistema de verdad, de salvación y pensamiento. La visión del eros, que Platón ha presentado desde el mito anterior, presupone en realidad que el hombre es ahora esclavo: está cautivo sobre el mundo pero guarda las semillas del recuerdo de su vida originaria. Ese recuerdo, reflejado germinalmente en el eros, le conduce a partir de los valores sensibles de este mundo (cuerpos, ideales…), hacia el bien de lo supremo como meta donde puede sosegar y realizarse su existencia. El amor es, por tanto, una potente fuerza de atracción que, al inquietarnos en el mundo, nos inmerge en la ansiedad y nos conduce hacia la idea y la bondad de lo divino. Según esto, no hay eros en Dios, pues a Dios nada le falta en su existencia. Tampoco puede hallarse entre los hombres que se encuentran perdidos en los bienes de la tierra. El eros es la fuerza ascensional, aquel impulso que constantemente lleva desde el mundo sensible y limitado, a la verdad de lo que somos en lo eterno. Por eso tienen eros o son eros solamente aquellos hombres que partiendo de los bienes de este mundo, se elevan y dirigen en camino de amor hacia el sentido y bondad de lo divino. El eros de la carne (amor corporal) se supera y se transciende haciendo que surja de ese modo el proceso del «eras espiritual».
A. Nygren, sistematizador protestante del tema, ha distinguido en la visión del eros estos momentos. a) Es amor-deseo que nos lleva a superar la privación en que ahora estamos, caminando hacia un estado de existencia más dichoso. b) Es anhelo que conduce desde el mundo a lo divino. Por eso, Dios no ama ni tampoco aquellos que prefieren contentarse con la tierra, c) Es amor egocéntrico: es nostalgia de conquista, un gran deseo por lograr y disfrutar lo que nos falta. Sólo en el momento en que, inmergidos en Dios, hayamos colmado la ansiedad y realizado nuestro anhelo, cesaremos en la marcha: se habrá cumplido el eros, no seremos más cautivos de la tierra; la historia habrá cerrado su camino, quedará la eternidad.
Por encima de este anhelo, el cristianismo ofrece la presencia salvadora de Dios en Jesucristo. Lo que importa no es que el hombre haya querido subir hacia los cielos. El misterio está en que Dios ha descendido de manera salvadora hasta la tierra. Esto lo expresa el NT al acuñar de un modo nuevo la palabra antigua agape.
El agape es un amor espontáneo y no egoísta. Su principio está en el Dios que de manera gratuita ha decidido entregar su vida por los hombres. Por eso el agape no depende del valor de los objetos. Dios no se ocupa sólo de los buenos: ama con fuerza especial a los pequeños y perdidos, ama a todos los que sufren, inaugura de esa forma un modo nuevo de existencia. Por eso, en el principio del amor no hay un ascenso hacia la altura, ni tampoco una justicia que sanciona a los perfectos. El amor se manifiesta y triunfa en la vida que se entrega, en el misterio de Dios que nos ofrece su asistencia.
Esto supone que el agape es creador. El eros nada crea, simplemente tiende hacia la fuente de la vida verdadera. Por el contrario, el agape recrea a las personas: amar implica hacer que surja, que se extienda la existencia, que haya esperanza en la desesperación, perdónen el pecado, interés donde existía sólo indiferencia, vida en medio de la muerte.
Finalmente, el agape es comunión. Mientras que el eros busca la fusión del hombre con su raíz originaria, el agape le capacita para amar a las personas: invita a realizar la comunión entre los hombres, conduciendo hacia el encuentro interhumano o dirigiendo hacia el misterio de la unión de Dios con nuestra historia.
El eros es la tensión de los hombres que pretenden ascender hacia su centro en lo divino. El agape es, al contrario, la expresión de la presencia salvadora de Dios sobre la tierra: por eso ofrece unos matices creadores, se refleja de manera preferente en el abismo de la cruz de Jesucristo y se explicita en el amor al enemigo. Para el eros, carece de sentido hablar de entrega de la vida «por los malos»: el amor al enemigo resulta inconcebible. En el agape eso es primario: sólo existe amor auténtico y perfecto donde el hombre se dispone, como Cristo, a realizarse en apertura hacia los otros. Amar es dar la vida. Y es hacerlo en gratuidad, porque merece la pena conseguir que el otro sea. Amar es darse, hacer posible que haya vida entre los hombres, en gesto de absoluta limpidez, sin intereses, en camino que culmina allí donde se ayuda al enemigo.
Los cristianos protestantes acentúan, de una forma general, la oposición del eros y el agape: frente a la búsqueda idolátrica del hombre está la gracia salvadora de Dios; frente al amor como deseo y como mérito (eros) el misterio de Dios que nos regala en Jesucristo su existencia (agape).
Pues bien, matizando esa postura debemos afirmar que el eros y el agape se penetran, se enriquecen y completan. El eros representa el ser del mundo, es la tendencia natural de los vivientes que se expanden y realizan. Sin eso que llamamos el «deseo físico» del eros nuestro ser de humanos quiebra y se deshace.
Sólo porque hay eros (porque el ser humano busca su propia plenitud) puede hablarse de agape (gesto de salida, de entrega hacia los otros). Pues bien, esta unión de eros y agape sólo la podemos entender de una manera original en lo divino. El NT (1 Jn 4, 16) ha confesado de forma lapidaria que Dios mismo es agape, donación de amor gratuito. Los cristianos lo interpretan ciertamente en nivel de economía salvadora: Dios es ágape entregándose de forma gratuita hacia los hombres. Pero resulta necesario dar un paso más diciendo: Dios nos puede regalar su amor porque él mismo es misterio de amor inmanente.
Esta es la mejor definición de la Trinidad: es el agape de Dios, la comunión personal en que Padre e Hijo en el Espíritu se ofrecen y regalan de manera gratuita la existencia. Pero siendo agape (amor como regalo), Dios mismo es eros: es gozo de sí mismo, plenitud ya realizada a modo de comunión entre personas. Al darse al Hijo (agape) el Padre encuentra su gozo y plenitud en ese Hijo (eros); por su parte, el Hijo halla y plenifica su propio ser (eros) cuando devuelve su misma realidad y plenitud al Padre (agape). Dando un paso más, podemos añadir que el mismo Espíritu Santo es a la vez agape y eros: es gratuidad y gozo de amor compartido.
Presentemos de otro modo el tema. El Padre se ha entregado en manos de su Hijo: no retiene absolutamente nada; nada deja en su reserva. Este es el principio del agape. Pues bien, en un milagro de absoluta comunión, el Hijo ha retornado nuevamente al Padre todo aquello que del Padre ha recibido. De esa forma, por medio del agape, encuentra el eros, el gozo más perfecto. En el juego de don y de respuesta, de gracia que se entrega y vida que retorna y se devuelve a modo de regalo, eros y agape se fecundan y completan. Aquí se ha desvelado el amor como divino. ¿Quién es Dios? Aquel que, poseyéndose a sí mismo plenamente (Padre), se entrega plenamente suscitando al Hijo. De esa forma se define como encuentro. Es eros: gozo de sí mismo. Es agape: donación perfecta’.
II. Amor y compasión: cristianismo y budismo
Venimos de esta forma hacia el oriente, tal como aparece reflejado en el budismo. En esta perspectiva el mundo se desvela como abismo de dolor que nos tritura, un gran molino que destroza año tras año, reencarnación tras reencarnación, nuestra existencia. Sobre ese presupuesto se edifica la palabra y el mensaje original de Buda, resumido en las cuatro «nobles verdades».
Primera verdad: todo es dolor; dolor el nacimiento y la muerte, la unión y desunión; la vida entera sobre el mundo es un destino de separación, impotencia y sufrimiento. Segunda verdad: el origen del dolor es el deseo, la sed de la existencia que nos tiene atadosa la rueda de una vida en la que estamos cautivados. Tercera verdad: para librarse del dolor es necesario extinguir los apetitos, desarraigando la raíz de los deseos. Cuarta verdad: en este mundo de deseos destructores es posible hallar un camino salvador, la famosa vía media que conduce a la superación de los dolores, a través de una disciplina mental, una concentración intensa y una conducta ética adecuada.
Lógicamente, a partir de ese transfondo, Buda ha prescindido de los dioses. ¿Qué ventaja puede haber en Dios si Dios se encuentra también dentro de esta rueda sufriente del destino? Sobre un mundo destructor como el nuestro no se puede hablar de lo divino. Es preferible hacer silencio y sobre el hueco de todas las imágenes sagradas buscar y recorrer aquel camino de ser y libertad que nos permita llegar hasta la meta de una vida liberada, no mundana (lo nirvana).
Esto supone que los hombres son capaces de librarse del destino, desatarse de esta vida de dolor que en realidad es muerte. ¿Cómo? Por medio de un retorno al interior, por una vida desligada de apetitos, transformada, sin deseos. Este es el punto de partida y centro de toda la experiencia religiosa. A partir de aquí, el budismo ha elaborado un programa de amor impresionante, concibiendo la vida como solidaridad en el sufrimiento y compasión liberadora. Su primer rasgo se llama maitri o benevolencia. Quien ha sido iluminado y sabe cómo puede superarse la cadena del destino y de la muerte se comporta de un modo dulce y discreto. Es cordial y es afectuoso. Nada puede perturbarle, nunca debe airarse. En medio deuna tierra dura y mala, destrozada por el odio, las pasiones y deseos, el auténtico budista sabe ser y comportarse de manera amable. Todo lo comprende, pero nada llega a perturbarle.
En un segundo momento es necesario el dana: regalo o donación. Su base es clara: todo sufre, se retuerce y gime en una tierra calcinada. El budista iluminado ya conoce su final de salvación, pero igualmente sabe que el dolor es destructor y quiere, en lo posible, remediarlo o, por lo menos, no aumentarlo. Por eso actúa bien e intenta ayudar al que está necesitado.
Todo eso lleva a la karuna: compasión piadosa. En el fondo de ese gesto hallamos la intuición de que el dolor, siendo muy fuerte, puede superarse. En un primer momento, cada humano ha de asumir a solas su camino y alcanzar la libertad por medio de su propia actitud de desapego. Sin embargo, el verdadero iluminado sabe que no puede separarse de los otros, sufre su dolor, se compadece de ellos, y procura abrirles el camino de la libertad definitiva. Ese fue el gesto de Buda: una vez iluminado, descubierta su verdad e inmerso en una vida sin dolor y sin deseos, dejó a un lado su propia plenitud transfigurada y ofreció su mensaje salvador a los necesitados.
Esta experiencia del budismo representa una de las máximas conquistas de la historia humana. Quizá nunca se había llegado tan arriba. Sin embargo, debemos añadir que eso resulta a nuestro juicio insuficiente. Aquí falta el gozo de la gratuidad como amor positivo que lleva hacia los otros; falta la vivencia de la comunión, el encuentro interhumano como signo primigenio del misterio;y falta, sobre todo, un Dios activo y personal que nos ofrece amor desde su hondura efusiva, trinitaria. Llegamos en busca de eso al cristianismo.
Según el cristianismo, más allá del sufrimiento y el dolor del hombre se halla la fuerza creadora de Dios. El mundo es positivo; Dios mismo lo ha creado. Por eso, superando los dolores se puede llegar a la confianza originaria: es la actitud del que se pone en brazos de la vida descubriendo en ella los signos de presencia de Dios.
Antes que la compasión del hombre está la compasión de Dios. Hay en la Biblia una palabra audaz, aventurada, milagrosamente fuerte: Dios tiene piedad de los hombres, amándoles desde el fondo de su mismo sufrimiento. Sobre esa base, se puede trazar luego una distinción. a) El Dios de Israel se compadece de los hombres pero queda fuera: sufre su dolor, le duele su miseria…, pero siempre se halla encima, está como guardado en su propia transcendencia. b) El Dios de Cristo ha dado un paso en adelante: penetra en la miseria de la historia, la padece en su interior y de ese modo la transforma.
Verdadero compasivo en esta línea cristiana no es aquel que saca al otro de la muerte o quiere hacerle desligarse de la vida. Compasivo es el que crea -el que hace ser-, el que acompaña en el dolor, el que transforma así la vida de los otros. Para el budismo, la compasión era elemento negativo: se debe acompañar a los hermanos para que ellos mismos se puedan desligar del sufrimiento y riesgo de la historia. El cristianismo, en cambio, sabe que sólo es verdadera aquella compasión que nos convierte en creadores. Sólo es digno de crear quien introduce su existencia en lo creado, quien se arriesga con sus obras, quien padece en ellas y las lleva en el regazo de su propio sufrimiento. ¡Así ha creado Dios! Lo hace arriesgándose, queriendo que seamos escandalosamente libres, para solidarizarse después con nuestra libertad y realizar nuestro destino. Por eso, la compasión es un gesto expansional de fuerza creadora: implica un movimiento de creatividad intensa, libre. Sobre la cruz del dolor de su Hijo, Dios ha decidido que este mundo permanezca y llegue a ser, creándolo de un modo personal, comprometido.
Pues bien, esta compasión creadora sólo es posible allí donde se aume el valor de las personas. Conforme a la vivencia del budismo, lo sagrado (Dios, Nirvana) ha de entenderse en forma negativa: es la libertad plena del pleno silencio, allí donde no existe la multiplicidad ni las personas; por eso, el amor compasivo de los budistas consiste, en el fondo, en acompañar a los demás en el camino que lleva hacia la muerte o deshacimiento. Por el contrario, el cristianismo ha resaltado el valor de las personas: lógicamente, la verdadera compasión consistirá en amar a los demás como distintos, ayudándoles a ser independientes, creadores de sí mismos.
Esta actitud cristiana sólo puede interpretarse y valorarse en perspectiva trinitaria: amar consiste en hacer que el otro sea. Por eso decimos que el Padre entrega su propia realidad (sustancia) al Hijo, haciendo de esa forma que se vuelva independiente (persona). Hijo y Padre se regalan y comparten la sustancia (divinidad) en gesto de amor compartido (en el Espíritu). Los hombres de este mundo son imagen trinitaria: por eso han de ayudarse en gesto de compasión creadora, ofreciendo y compartiendo la existencia.
En ese fondo debe interpretarse ahora la maitri o benevolencia, lo mismo que la lona o donación y la karuna o compasión piadosa. El verdadero amor consiste en dar la vida al otro, haciendo así que el otro sea. Amor es igualmente el gesto de acogida: recibir lo que ofrece el otro, agradecer a Dios (y a los demás) el gran regalo de la vida. Amar es, finalmente, compartir. Por eso decimos que el amor es trinitario.
Esta es la diferencia fundamental. El budismo no cree en la Trinidad: no ha sabido penetrar más allá del silencio de Dios, descubriendo en el principio del Nirvana el gran misterio de la personalidad divina (amor del Padre y el Hijo en el Espíritu); por eso no ha podido aceptar la encarnación, no descubre la presencia de Dios en el mundo ni valora a las personas. Ciertamente, es buena la compasión budista; quizá es la forma suprema de amor que los hombres pueden descubrir sobre la tierra. Pero más allá de esa compasión y su nirvana está el amor trinitario de Dios, encarnado en la vida y pascua de Jesús, el Cristo.
La visión del amor une en gran medida a cristianos y budistas, de manera que les hace compañeros de camino en el esfuerzo por vencer la violencia de este mundo. Pero ese mismo amor separa luego a cristianos y budistas. Más allá de la negatividad del amor, los cristianos han descubierto el misterio activo de un Dios que siendo comunión personal eterna nos lleva al encuentrointerhumano (de ayuda dirigida hacia los otros) en camino sostenido por la Cruz y Pascua de Jesús, el Cristo’.
III. Amor y Trinidad. La comunión divina
Precisamos los supuestos del tema. Dios no es cosmos: no es el todo que se impone a cada una de las partes, ni es el juego de las partes que entrechocan, nacen, mueren en el todo. Dios no es sexo, no es la unión originaria de los dos grandes principios de la vida que se expanden y despliegan de manera hierogámica; no es potencia masculina, ni es hondura femenina, ni la unión engendradora de ambos sexos. Dios no es eros separado: no es poder de ascenso-anhelo que nos lleva desde el mundo bajo, oscuro, hacia la luz originaria o amor pleno; no es lo de arriba como opuesto a nuestro abajo, ni tampoco el movimiento donde todo se vincula. Dios no es pura compasión, el gesto negativo del que deja los valores de este mundo mientras busca el verdadero ser en el rechazo de todos los dolores y deseos.
¿Qué es entonces? Con palabra de 1 Jn 4, 16 diremos de nuevo que es agape, el amor que se autoofrece y se regala a manos llenas para dar así la vida. Dios es la comunión originaria y transcendente que funda los caminos de los hombres y se asienta en su principio sin principio. Pues bien, por un misterio de apertura generosa que no podemos ni siquiera barruntar, el mismo Dios ha decidido expandir su comunión a nuestra historia, a través del nacimiento y de la muerte de Jesús, el Cristo. Por esodecimos que es regalo de vida y de gracia.
Dando un paso más podemos afirmar que esa comunión de Dios (misterio trinitario) ha de expresarse como metafisica del amor donde encontramos estos dos, planos. a) Por un lado el amor de Dios es fundamento de la historia: es la verdad, sentido y fuerza de la entrega de Jesús entre los hombres. b) Pero el amor es, a la vez, la hondura y la verdad eterna del encuentro primigenio que vincula al Padre con el Hijo en el Espíritu.
Nuestra fe se asienta en Jesús crucificado, Hijo de Dios, que nos ofrece su vida por la muerte. Arraigados en Jesús, hemos creído en el Padre que le envía y resucita y aceptamos la fuerza de su Espíritu. Por eso, la palabra trinitaria, como fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, resulta inseparable de la muerte de Jesús y viceversa. Una Trinidad sin el misterio de la cruz resultaría idolatría; y una cruz sin el transfondo trinitario, sin abrirse al Padre en el Espíritu, termina destruyéndose en la tierra, convertida simplemente en muerte de la vida humana.
A partir de aquí podemos llegar a una visión más honda del misterio. A lo largo de la historia hallamos varias formas de entender la Trinidad. Unos, sobre todo entre los viejos Padres griegos, toman como base el proceso de génesis de la realidad que se explicita y completa como ousía, dynamis y energueia, es decir, en tres momentos. Los autores de occidente se han fijado más en la experiencia de una mente que, al saberse y al quererse, se disocia y distingue personalmente, desde dentro. Hegel ha empleado una dialéctica de ideas… Yo he querido situarme en una línea que está cerca de Ricardo de san Víctor.
Su argumento es como sigue: Dios es amistad activa, caridad y, por lo tanto, necesita dar y recibir, hacerse encuentro. No existe amor sin comunión, sin desprenderse de sí mismo, darse al otro y encontrarse nuevamente a partir de su respuesta. Por eso, siendo amor originario, el Padre -que es principio divino sin principio- hace surgir gratuitamente al Hijo, para darle todo su misterio y realizar así el encuentro. Actuando de esa forma, el Padre aguarda: deja que a su vez el Hijo le responda. De ese modo surge la amistad en comunión: Hijo y Padre sólo tienen ser en la medida en que lo entregan y comparten.
A partir de aquí debemos dar un paso más. Sólo surge comunión definitiva si el amante y el amado concretizan su amor en un tercero, de tal forma que al mirarse y regalarse el uno al otro llevan su amor hasta la cumbre. Ese «tercero», como signo de unidad del Hijo con el Padre, ha recibido en la experiencia de la Iglesia un nombre: es el Espíritu Santo.
Evidentemente, al emplear este modelo, Ricardo de san Víctor se ha basado en la familia. Pero en este mundo, los esposos y los hijos nunca llegan a ser amor eterno, ya perfecto. En eso se refleja la riqueza y tragedia de su historia. Dios, por el contrario, concretiza el amor de un modo pleno en el encuentro del Padre con el Hijo, tal como se expresa y plenifica en el Espíritu.
Este es el esquema de Ricardo de san Víctor. a) Dios es creatividad: vida que se expande de manera gratuita y total, sin recelos ni egoísmos. Así lo descubrimos en todo su proceso y de un modo especial en su principio, el Padre. b) Dios es amistad: la fuerza de la vida no se pierde de una forma arbitraria: al contrario, lo divino se realiza como encuentro entre personas. Sólo quien comprenda y vea unidos estos dos aspectos puede barruntar lo que supone el ser divino, como vida en comunión para expandir la vida. c) Ese misterio de unidad de Padre e Hijo ha de tomarse y entenderse como gracia o como amor hecho persona: es la santidad del mismo amor, la dualidad de aquel «nosotros» personal y personalizante del Padre con el Hijo en el Espíritu. Por eso, el Espíritu no es un simple ámbito divino, un «ello» que no tiene caracteres de persona; el Espíritu es la misma comunión del encuentro intradivino, la unidad donde, llevando a plenitud el mío y tuyo, como sujetos contrapuestos, surge el nosotros personal de la gracia compartida, el Espíritu de culminación de lo divino.
De esta forma se vinculan y de algún modo se vinculan en clave de amor los dos principios fundamentales del cristianismo: la Trinidad de Dios y la encarnación-pascua del Hijo. El mismo amor eterno de Dios (Trinidad inmanente) se despliega y revela en el amor histórico del Hijo Jesucristo, que muere en favor de los hombres, por fidelidad al reino (Trinidad económica). En esta perspectiva, desde la revelación pascual del amor del Hijo debe completarse la visión en principio un poco inmanentista de la Trinidad que tiene Ricardo de san Víctor. Desligado del mensaje y de la muerte, de la Pascua y vida de Jesús, el amor trinitario correría el riesgo de convertirse en una especie de especulación gnóstica.
IV. El Espíritu Santo como amor personal
Tres son, a mi juicio, las formas de entender la relación entre el Espíritu Santo y el amor como indicaremos brevemente en lo que sigue. Recordemos que la persona o personalidad del Espíritu se encuentra velada en el misterio: podemos esbozar un poco su verdad, pero nunca llegaremos a entenderla plenamente.
1. La primera perspectiva entiende la persona del Espíritu en la línea de realización del ser que culmina su proceso amándose a sí mismo. Más que persona (en el sentido moderno), el Espíritu es modo final de la personalización de un sujeto que, conociéndose, se ama, es decir, descansa en sí mismo, ratificando y fijando su propia realidad. Así puede llamarse «culminación de Dios»: su proceso personal queda completado y clausurado en el amor pleno del Espíritu. Dios no es una línea siempre abierta que jamás llega al descanso, no es un círculo que vuelve sin cesar sobre sí mismo: es línea o círculo cumplido y la meta o realización de su proceso es el Espíritu Santo. Por eso se le llama amor, porque en amor culmina el encuentro del ser (de Dios) consigo mismo. En esta perspectiva se pone de relieve el movimiento de la naturaleza divina que se sabe, dualizándose en Padre e Hijo, y se ama, trinitarizándose en el Espíritu. Los comentaristas suelen discutir sobre la forma en que Tomásde Aquino ha concebido este proceso final de espiración de amor en que surge el Espíritu Santo. Pero casi todos tienden a pensar que en esta línea el Espíritu Santo no aparece como amor dual (de Padre e Hijo) sino como amor de esencia: es la naturaleza divina que, sabiéndose (siendo Padre-Hijo) se ama a sí misma.
Padre e Hijo, separados entre sí en el conocer, no se distinguen ya al amar. Por eso aman los dos como uno sólo, con el amor de la esencia divina que vuelve hacia sí y en sí reposa. De esta forma se completa el proceso personal del Dios que es divino, persona, siendo dueño de sí mismo, conociéndose y amándose. Situados ante esta solución, los teólogos orientales ortodoxos han protestado enérgicamente. Ellos suponen que esta forma de entender la unión de Padre e Hijo en el origen del Espíritu supone un triunfo de la pura esencia: no serían ya las personas las que actúan como tales sino la misma naturaleza de Dios que al amarse suscita (espira) el amor pleno y final del Espíritu Santo.
2. La segunda perspectiva entiende la persona del Espíritu partiendo de la unión dual de Padre e Hijo como personas distintas que se aman. Hemos citado ya a Ricardo de san Víctor. Conforme a su visión, el Espíritu Santo no es amor de esencia sino amor de personas que, ratificando su propia distinción, la sellan en gesto de entrega compartida. Los amantes son por tanto dos y su amor es recíproco y sólo puede mantenerse en la medida en que los dos son diferentes. Hay, un doble acto de amor, pero el amor con que se aman es el mismo, porque uno y otro se entregan de manera total, sin reservarse nada. Por eso, en esta línea, el Espíritu Santo se puede interpretar como el amor de comunión hecho persona: no es amor de uno o de otro, es de los dos y de esa forma es «medio» que les une.
Hasta aquí la reflexión de los diversos autores parece concordante. Las dificultades comienzan cuando se pretende precisar lo que supone esa Persona de Amor que es el Espíritu. Para algunos, ella aparece como persona ambital, campo de amor en que se encuentran Dios y Cristo: es la fuerza de Dios de la que Cristo nace (y resucita); es el amor que Cristo ofrece al Padre para que nosotros podamos realizarnos.
Para otros, el Espíritu se entiende mejor como un nosotros de amor compartido. El yo y tú (del Padre y el Hijo) se encuentran originariamente unidos y sólo existen en la medida (y a medida) que se relacionan. Pero aquí debemos descubrir el tercer elemento: en el fondo del yo-tú se halla el nosotros, no como algo externo o posterior, que les adviene desde fuera, sino como la misma hondura de su encuentro; ésta es la analogía más honda del Espíritu Santo.
3. La última perspectiva ha interpretado el Espíritu como un Tercero común que surge del amor de Padre e Hijo. Esta es la línea que ha desarrollado de manera clásica Ricardo de san Víctor, al hablar del «condilectus». El Espíritu desborda el nivel de amor común (plano ambital); es más que la unidad de amor dual o «condilectio» (co-amor) que constituye el sentido del nosotros; el Espíritu es aquel a quien Padre e Hijo aman en común, es decir el Amigo de Dos o condilecto.
En otras palabras, Hijo y Padre no se limitan a mirarse uno al otro, en amor compartido o común. Ambos se unen y «miran juntos» (en mirada que es de los dos) hacia un tercero, que es como fruto del amor que ambos se tienen. Este amor de dos, convertido en nueva persona, como nuevo centro de vida y conciencia es el Espíritu Santo.
El nosotros del amor sólo culmina y encuentra su sentido pleno allí donde suscita un tercero a quien los dos aman unidos. Ya no se limitan a mirarse uno hacia el otro, en transparencia recíproca: ambos unifican su mirar y miran juntos hacia aquel que es fruto de su amor compartido. Ese tercero, a quien podemos llamar amado de los dos no es propiedad de uno o de otro: es gracia y don que surge de la vida compartida. Por eso es el tercero, está en el fin, como culmen del proceso trinitario. Pero, al mismo tiempo, debemos concebirle como centro o medio en que se implican Hijo y Padre (cf. Santo Tomás, S. Th. 1, 37, 1 ad 3): ellos (Padre e Hijo) sólo pueden vincularse y son distintos cuando están amando juntos a un tercero (Espíritu) que les sirve de centro y les vincula. Por eso, mostrándose en el fin, el Espíritu es garantía del principio: sostiene y culmina todo el proceso trinitario.
Estas observaciones pueden parecer un poco abstractas, separadas de la vida. Sin embago, bien miradas, ellas constituyen el centro y culmen de toda la filosofía personalista de los últimos decenios. En otro tiempo, en la línea de una definición que proviene de Boecio, se solía definir a la persona en clave de «sustancia» (rationalis naturae individua substantia). Es persona el ser racional que existe por sí mismo, en forma individual. Pues bien, de esa manera resultaba muy difícil entender la Trinidad: la que importa es la unión del ser consigo mismo (la autosuficiencia individual); el amor viene a entenderse como algo posterior o secundario.
Pues bien, conforme a la visión que aquí he esbozado, visión que culmina en la teología trinitaria del Espíritu Santo, no se puede hablar de ser (sustancia) para referirse sólo luego al amor, como si fuera algo ulterior o derivado. Conforme a la postura que defiendo, apoyado en la teología trinitaria más representativa de occidente, la misma realidad de las personas viene a definirse como amor, es decir, como relación de generosidad y acogida, como entrega mutua y vida que surge de la comunión dual (del Padre y el Hijo).
V. Trinidad y metafísica de amor. Sentido de Cristo
La metafísica de occidente se ha elaborado en forma pretrinitaria, a partir del análisis del ser o de los entes, conforme a una visión que ha sido precisada y criticada en los últimos decenios por M. Heidegger. Pero Heidegger parece empeñado en volver a la «fuente griega», tal como estaría reflejada en los primeros pensadores (los presocráticos). Sólo de esa forma se podría superar la división (o escisión) establecida ya tras Platón entre el ser y los entes.
Pienso que esa crítica de Heidegger resulta en el fondo muy parcial y limitada. El problema no está en el «olvidodel ser», en la cosificación de la realidad, tal como ha venido a culminar en la visión instrumentalista y técnica de la cultura de occidente. El problema está en el olvido de las personas o, mejor dicho, en el eclipse del amor cristiano.
Existe cosificación en la cultura de occidente, existe el riesgo de manipular la realidad y destruir al ser humano. Pero ese riesgo no viene del olvido del ser (entendido en forma filosófica) sino de la falta de amor o, mejor dicho, de la destrucción del valor de la persona, tal como ella viene a revelarse en Jesucristo.
Hemos definido a la persona como forma del amor. Cada persona es un momento de amor y únicamente existe en gesto de relación gratificante. El ser sólo es persona en la medida en que se da y se acoge, en la medida en que se ofrece y se comporte. Por eso, las personas trinitarias son las formas fundantes del amor. Son eso que pudiéramos llamar el amor originario, más allá del puro nirvana (budismo) y de la eternidad del bien que todo lo atrae, sin entregarse a sí mismo (platonismo)
Dios es amor o, mejor dicho, las tres formas del amor fundante: es el amor como donación, acogida y encuentro personal. Es don eterno de sí (Padre) y es eterna receptividad (Hijo) y es comunión eterna del Padre y el Hijo que suscitan juntos al Espíritu, como verdad y plenitud del amor compartido. Más allá de este encuentro de amor no existe nada: no hay «ser» ni existen entes. Este es el misterio, es el punto de partida de todo lo que pueda darse sobre el mundo.
Este «discursq del amor trinitario», esta metafísica que habla de las tres formas fundantes de la personalidad, nos sitúa en el límite de todas las palabras: allí donde el silencio es pleno es también pleno el misterio. En el principio no está el ser ni están los entes; en el principio se encuentran las personas, el Padre que genera al Hijo, el Hijo engendrado, la comunión del Espíritu.
Esta es la fe más honda: es la experiencia fundante de los fieles. Por eso no podemos demostrarla ni probarla con razones. Esta es la verdad que la Iglesia proclama en su Credo cuando dice que «cree» en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu. Pues bien, a partir de esta experiencia fundante puede y debe darse el pensamiento, conforme a la sentencia famosa de san Anselmo: «fides quaerens intellectum»; la fe da que pensar, nos capacita para formular y conocer de forma nueva todas las realidades, especialmente la realidad del amor en las personas.
Comenzó Hegel a pensar en el amor, para convertirlo en principio de su sistema de filosofía. Pero luego prefirió dejarlo a un lado, construyendo un sistema de dialéctica lógica (racional). Juzgo que su opción resultó, en su más honda raíz, equivocada. Necesitamos un nuevo Hegel, pero un Hegel distinto, que sea capaz de pensar la realidad desde el amor, pero no como discurso lógico sino en forma de camino comprometido de entrega mutua. Porque el amor no se puede pensar en forma abstracta sino en clave de entrega compartida, de compromiso por los otros.
Pensar el amor significa vivirlo, convertirlo en principio de existencia. Esto es lo que ha hecho el Cristo. En fórmula muy bella, la teología ha concebido a Jesús como representante de Dios (mediador, revelador del Padre): representa y realiza en el mundo, en forma plena (homoousios), la hondura y verdad del amor trinitario. En otras palabras, Jesús se atreve a «representar a Dios sobre el mundo», en gesto de entrega por el reino, en actitud de amor comprometido, fuerte, intenso. Este amor por los otros (por el reino) ha puesto a Jesús en manos de los hombres; en favor de ellos se ha entregado, padeciendo la violencia de ellos ha muerto.
De este modo ha revelado (ha representado y realizado) sobre el mundo todo el misterio del amor trinitario. Por eso, la metafísica del amor, interpretada en clave trinitaria en forma de don-acogida-encuentro personal (Padre, Hijo y Espíritu) viene a expresarse de un modo concreto en el mensaje y vida, en la entrega y muerte de Jesús. Por eso, conocer a Jesús y recibirle es recibir y conocer el amor de Dios, en actitud de amor responsable.
Nadie conoce el amor desde fuera, como un espectador que mira hacia las cosas que pasan en la calle. Sólo puede conocerlo el que lo vive, identificándose a sí mismo con el proceso de acogida y entrega, de pasividad, de comunicación y comunión que es la vida trinitaria. Así lo ha mostrado Jesús, en gesto fuerte de acción (su mensaje de reino) y de pasión (se deja en manos del Padre Dios, poniéndose en manos de los hombres). Por eso dice la revelación cristiana que Jesús ha desplegado sobre el mundo el misterio pleno del amor que es el Espíritu Santo.
De esta forma debemos recordar que el amor no suplanta a Dios (como quería Feuerbach) sino que lo revela yactualiza. Allí donde el amor es pleno no se puede ya afirmar que resulta innecesaria la presencia de Dios. Al contrario, si el amor es pleno se supone que Dios está presente, como indica Mt 25, 31-46. Está presente Dios en los pobres y pequeños de este mundo; y está también en aquellos que ayudan a los pobres, haciendo así posible el surgimiento de la solidaridad gratuita y creadora sobre el mundo.
La pascua de Jesús, esto es la revelación plena del amor trinitario. Por eso, la metafísica del amor que aquí estamos esbozando carece de sentido si no lleva a la exigencia del gesto liberador, a la entrega en favor de los pobres, a la transformación de esta sociedad injusta. Los que emplean métodos de fuerza violenta y de opresión injusta para cambiar a los demás muestran así que no creen en el amor, no creen en la Trinidad de Dios ni en la pasión-pascua de Cristo. Pero aquellos que confiesan con la boca la Trinidad pero no liberan a los otros, ni se entregan gratuitamente por ellos creen de mentira. Para ellos, la Trinidad se ha convertido en una especie de especulación gnóstica que sirve para sacralizar el orden establecido; la Trinidad se diluye en una mala metafísica. Sólo aquellos que expresan la Trinidad en hermenéutica de cruz-pascua, sólo aquellos que explicitan el encuentro personal divino en categorías de reino de Jesús, de entrega liberadora por los otros, han creído de verdad en la Trinidad tal como ella viene a revelarse en Cristo.
Llegamos de esa forma al centro y culmen de toda nuestra exposición: el amor de Dios es Cristo, entregado por los hombres, en camino de liberaciónpascual. Por eso, el sentido del amor trinitario (inmanencia de Dios) sólo se comprende y vive en la fidelidad al camino de Jesús (Trinidad económica). Por otra parte, el amor de Jesús sólo alcanza su plenitud y sólo se desvela en verdad como divino (originario, fuente y cima de todo lo que existe) allí donde viene a expresarse desde el misterio trinitario como revelación plena y representación total de la Trinidad.
[ -> Budismo; Comunión; Helenismo; Persona y personificación; Ricardo de san Víctor; Trinidad.]
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Xabier Pikaza
PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992
Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano
Es la palabra clave de la fe cristiana y su contenido creíble. Sin el amor el cristianismo dejaría de existir y – se convertiría en simple gnosis. La comprensión teológica del amor no parte de la experiencia humana del mismo, va que ésta ha de considerarse, en todo caso, como demasiado limitada, en cuanto que está sujeta al límite y a la contradicción típica de la naturaleza creada; parte más bien del acontecimiento mismo de la revelación, que es en sí mismo amor. Efectivamente, la revelación de Dios se puede comprender a la luz del amor misericordioso, en el que Dios se da a la humanidad sin más razón que la de amar totalmente, sin posibilidad de recibir un intercambio coherente con su amor. Toda la historia de la revelación de Dios puede leerse a la luz de un amor que se expresa y se revela progresivamente hasta el don pleno y total de sí mismo.
El corazón de la concepción cristiana del amor es el misterio pascual. A partir de este centro es posible concretar la historia del amor divino. La cruz deja vislumbrar al mismo tiempo la libertad de Dios en su entrega por amor y el don pleno y total que lleva a cabo de sí mismo: » Nadie tiene poder para quitarme la vida; soy vo quien la dov por mi propia voluntad» (Jn 10,18). En la muerte del Hijo, Dios permite que se conozca el misterio de su amor dentro de la misma vida trinitaria. En efecto, la naturaleza de Dios es simple amor.
Entre los muchos atributos que se aplican a Dios en la Escritura, por primera y única vez la carta de Juan dirá que ~(Dios es amor» (1 Jn 4,8). El valor de esta expresión para la fe es enorme; tocamos aquí realmente la cima de la revelación, en cuanto que se afirma que este amor es origen y 6n de la vida trinitaria de Dios y forma mediante la cual él se dirige a la humanidad.
A partir de este centro van tomando cuerpo las diversas expresiones de amor que pertenecen a la historia de la revelación. En primer lugar, se ve la creación como el falto de un Dios que ama. Mediante la creación, cada uno puede reconocer el amor con el que Dios se expresa (Rom 1,20) y comprender su existencia. Las vicisitudes que llevan a Israel a constituirse como pueblo deben leerse a la luz de un amor que escoge y elige, que defiende y libera, que protege y mantiene sus promesas. A pesar de las repetidas infidelidades del pueblo, Dios corresponde siempre a través del perdón y de la protección que definen la praxis de su amor. Los profetas hablan en varias ocasiones del amor de Dios a Israel a partir de la misma experiencia del amor conyugal. Oseas puede ser considerado como el autor que más manifiesta esta tendencia. El fue llamado por Yahveh para imprimir en su historia matrimonial el drama del amor genuino de Dios a su pueblo y las repetidas infidelidades de éste. No están lejos de esta perspectiva otros profetas, como Ezequiel y Jeremías. El primero utiliza más la categoría de la fidelidad de Yahveh a su promesa y su intención de renovar su alianza con el pueblo: el segundo, por su parte, recuperando el mismo lenguaje metafórico, afirma:
«Con amor eterno te amo, por eso te mantengo mi favor» (Jr 31,36). De todas formas, en muchos aspectos esta etapa de la revelación del amor sigue estando marcada por una fuerte connotación, que podría definirse como «contractual» El Dios que ama es el que lleva a cabo una alianza y el que da una ley que ha de observarse so pena de perder su protección.
Será el acontecimiento de la encarnación el que, poniendo de relieve el compromiso mismo de Dios en primera persona, garantizará la expresividad plena de su amor. Aquí no hay ya mediaciones, sino que Dios se revela directamente a sí mismo. La comunidad cristiana, a la luz del acontecimiento pascual, se verá a sí misma como objeto de un amor peculiar por parte del Padre. En efecto, los creyentes, en virtud del amor con que son amados, pueden superar todas las dificultades y vencer incluso al enemigo último que se les presenta. la muerte: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros ?… Nada podrá separarnos del amor de Dios» (Rom 8.31 -39).
El amor de Dios se convierte en principio para la comunidad, que ha de vivir ese mismo amor con que es amada. Por tanto, el amor pasa a ser el signo expresivo que, durante siglos.
tendrá que caracterizar a la vida de los cristianos. Constituye ((el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio» (1 Jn 2,7-8) y que figura como condición para ser reconocidos como cristianos: «jMirad cómo se aman!», decían los paganos en los primeros tiempos de la Iglesia para reconocer a los creyentes: esta invitación debería escucharse de nuevo también en nuestros días.
El amor es también criterio para juzgar de la verdadera fe. A partir de las palabras tan claras de la carta de Santiago: «Tú tienes fe, yo tengo obras: muéstrame tu fe sin las obras, que yo por las obras te haré ver mi fe» (Sant 2, 18). a lo largo de toda la historia de la teología, hasta llegar a la encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia, el amor se presenta como la norma última del obrar cristiano y como el fundamento de la fe. En efecto, existe una circularidad entre la fe y el amor que permite verificar siempre tanto la dinámica de la fe como el testimonio de los creyentes.
Ha sido santo Tomás de Aquino el que, más que los otros teólogos, ha tenido el mérito de organizar armónicamente la relación entre la fe y el amor:
escribe efectivamente que » el amor es forma de la fe, en cuanto que a través del amor la fe alcanza su perfección» (11111, 4. 4). De cualquier forma, toda la teología de san Juan y de san Pablo es el fundamento para comprender esta circularidad, en la que siempre es el amor el que tiene la prioridad.
Finalmente, la expresión más significativa puede verse en el llamado «himno a la caridad» (1 Cor 13.1-13):
«Sin la caridad no soy nada». El apóstol describe aquí el amor como la condición constitutiva del ser creyente y ve este amor en la persona del mismo Jesús. Todo será inútil en la vida creyente, incluso el acto supremo con que se decide a ofrecer su propia vida en el martirio, si queda situado fuera del horizonte del amor. En una palabra, el que no ama no puede creer que Dios se haya revelado y por tanto no puede pensar en realizarse a sí mismo.
El amor, en la comprensión cristiana, sigue estando en el centro del misterio. Esto significa que sólo podrá comprenderse a la luz de una revelación que sea capaz al mismo tiempo de expresarlo y de protegerlo. En efecto, el amor no se podrá definir nunca a través de un lenguaje que sepa expresarlo por completo: en ese mismo momento quedaría totalmente destruido. Sólo podrá concebirse y comprenderse cuando se muestre abierto y dinámico para expresar la totalidad de la persona, de tal manera que sepa poner en evidencia la presencia de la gratuidad y del don. Un amor que no fuese don no sería digno ni de Dios ni de la persona: por consiguiente, estaría siempre sometido al equívoco del egoísmo en sus formas más sutiles. Sólo cuando se accede al amor en el horizonte del ser amado es posible comprender que también uno está en disposición de amar.
R. Fisichella
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PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
La tarea específica de la teología fundamental es entender e interpretar la credibilidad de la autorrevelación de Dios, verificada definitivamente a través de Jesucristo. Esta autocomunicación divina en la historia humana alcanzó su clímax con el misterio pascual y el envío del Espíritu Santo.
Incuestionablemente, los teólogos fundamentales deben dirigir su atención también a otros asuntos. Sin embargo, dos puntos primordiales, que dan a su disciplina su carácter básico son la revelación y la resurrección, entendidas ambas, no sólo dogmática, sino también apologéticamente. De modo particular la naturaleza y credibilidad de la autorrevelación de Dios y la resurrección de Cristo de entre los muertos son iluminadas por el tema del amor.
1. REVELACIí“N. Dios se ha manifestado en y a través del universo creado. El acto de la creación puede con razón ser considerado como el signo primordial que manifiesta la benevolencia divina. El amor es una complacencia que quiere y trabaja por el bien de los otros. El Dios revelado en el acto de la creación es un Dios que da su beneplácito a los seres humanos y a su mundo, y con poder divino eficaz dice: «Yo quiero que existáis».
Aun reconociendo la revelación de Dios comunicada a través de las obras y señales de la naturaleza (p.ej., Gén 9,12-17; Job 38-39; Sal 19,1-6; Sab 13,1-9), el AT da prioridad, sin embargo, a la automanifestación de Dios en la historia humana. Dios intervino de manera especial al elegir un pueblo, sacarlo de la cautividad y guiar así su historia, revelándoles cada vez más claramente su amor divino. Un antiguo credo que confiesa las poderosas hazañas del Señor reveladas en la experiencia del éxodo y en la conquista de Canaán (Dt 26,510) no habla explícitamente del amor divino, pero presenta con toda claridad un Dios cuya constante preocupación ha bendecido continuamente al pueblo.
La propia vida de Oseas dramatiza el amor salvador y compasivo de Dios a Israel. El profeta es testigo de un amor muy personal del Señor, marido que no abandonará a su pueblo prostituido (Os 1,2-3,5). El segundo Isaías describe a Dios «gimiendo como mujer en parto» (Is 42 14) o como una mujer que ha dado a luz y llevado consigo a Israel (Is 46,3-4; 49,15). Los profetas, entre otros, se sienten obligados a describir a Dios como madre, padre o esposa (p.ej., Dt 32,6). No pueden hacer de otro modo, desde el momento en que han experimentado a Dios como el que ama, salva y se ha volcado en ellos con ternura.
El Vaticano II se inspira tanto en el AT como en el NT al describir la revelación de Dios, que, «por la abundancia de su amor», nos habla como a amigos y nos invita a su divina amistad (DV 2). Esta autocomunicación de Dios (DV 6) no es actividad que busca su satisfacción, sino nuestra salvación mediante una estructura sacramental de palabras y obras (DV 2). Las palabras iluminan y expresan el valor revelador y salvador de las obras, que de otro modo podrían quedarse en meros acontecimientos anónimos y sin sentido.
El punto culminante de la autocomunicación divina llegó con Jesucristo y los acontecimientos de su vida, muerte y resurrección. En la Redemptor hominis, carta encíclica de 1979, que, como su segunda encíclica de 1980 (Dives in misericordia), tiene mucho que enseñar sobre la revelación, Juan Pablo II habla de «la revelación de amor» de Dios, que es también «descrita como misericordia». Y añade: «En la historia humana esta revelación ha tomado una forma y un nombre: Jesucristo» (Redemptor hominis 9). La esencia de la autocomunicación divina en Cristo se ha formulado diciendo: «Dios es amor» (1Jn 4,8.16).
No es que la revelación del amor de Dios estuviera ausente en el AT. Ya hemos visto antes cómo los profetas, entre otros, dan testimonio del intenso amor personal de Dios a Israel. Semejante evidencia contradice el antiguo dicho: Dios ha revelado su justicia en el AT y su amor en el NT.
Lo que Cristo trae, sin embargo, es, en primer lugar, la presencia visible, tangible y audible del «Emanuel, el Dios con nosotros» (Mt 1,23). En segundo lugar, Dios es revelado ahora como tripersonal. El Padre es conocido como la fuente última de la vida y el amor divinos. El Hijo es la presencia perceptible de ese amor. El Espíritu Santo es experimentado como el don de amor (Rom 5,5), que nos impulsa a la realización escatológica.
Los evangelios sinópticos hablan poco de «amor» cuando presentan el ministerio de Jesús. Lucas, por ejemplo, no introduce el lenguaje del amor ni siquiera en la más intensa expresión del amor misericordioso de Dios al perdido y pecador: la parábola del hijo pródigo. Lo que los sinópticos describen es una autorrevelación de amor en palabras y obras, en gran parte implícita, pero extraordinariamente real. Jesús obedeció a su Padre, sirvió a los demás, sufrió por ellos, los curó, se entregó con generosidad sin límites y, finalmente, murió en una cruz entre dos malhechores a los que ofreció su compasión y misericordia divinas. Jesús fue el amor personificado. Su crucifixión, sin embargo, dejó la pregunta abierta: ¿Es este amor obediente, en última instancia, autodestructivo y está condenado al fracaso del vacío (Flp 2,8)?
2. RESURRECCIí“N. La resurrección del Jesús crucificado reveló «el amor del Padre que es más poderoso que la muerte» (Dives in misericordia 8). El diálogo de amor entre Jesús y su Padre, interrumpido (al menos en lo que respecta a la humanidad de Jesús) por el silencio de la muerte, es reanudado ahora de una manera plena y definitiva. Para usar la frecuente imagen del NT, Jesús es exaltado al cielo y está sentado a la derecha del Padre (p.ej., He 2,33; Rom 8,34; Col 3,1).
El misterio pascual se puede examinar e interpretar en claves diversas: por ejemplo, como el punto culminante de la redención humana, como el fundamento de la fe cristiana y como la base de todas nuestras esperanzas. Ninguna aproximación puede esperar jamás penetrar el misterio. Sin embargo, la revelación eficaz y definitiva del amor de Dios es quizá la clave más apropiada para interpretar la resurrección del Jesús crucificado.
No es casual que en el evangelio de Juan, desde el capítulo 11, a medida que el misterio pascual se acerca, el lenguaje del amor desempeñe un papel cada vez más destacado. La última cena y los discursos de despedida de Jesús comienzan (Jn 13,1) y terminan (Jn 17,26) con ese lenguaje. En realidad, la oración final de Jesús, que interpreta la finalidad y el propósito de su muerte inminente y de su resurrección, concluye con una petición al Padre en favor de. los discípulos, «que el amor que tú me tienes esté en ellos, y yo también esté en ellos» (Jn 17,26).
Al resucitar de entre los muertos, Jesús funda finalmente su comunidad de amor, la Iglesia, que será descrita con imágenes nupciales (Ef 5,21-33; Ap 21,2-9). Durante su vida terrena, Jesús ha sido el signo visible y el símbolo viviente de su Padre -tema expresado clásicamente en las palabras de Jesús a Felipe, «el que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9)-. Con su muerte y resurrección, Jesús mismo ya nunca será visto de modo directo e inmediato. Su comunidad pasa a ser de lleno el signo visible y vivo de su deseo de salvar y de traer a la casa del Padre a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. A pesar de sus inexcusables fracasos, los cristianos, fortalecidos por el Espíritu Santo, siguen siendo el signo especial, para el mundo entero, de la presencia y poder del Señor resucitado.
Para concluir, la amorosa automanifestación de Dios llegó a su punto culminante con la resurrección de Jesús crucificado. La resurrección, se puede decir también, reveló la Iglesia, la nueva comunidad de amor de Dios, que vive esperando la aparición final de nuestro salvador (Tlt 2,13) cuando su gloria divina sea plenamente revelada (1 Pe 4,13).
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G. O’Collins
II. Antropología Cristiana
1. EL CONCEPTO. En la concepción más genuinamente cristiana del término, la revelación no tiene otro objeto sino Dios mismo, que se da a conocer mediante Cristo, Verbo encarnado, para que los hombres, en el Espíritu Santo, por medio del mismo Cristo tengan acceso al Padre (cf Vaticano II, DV 2). El hombre, en una primera aproximación, es el destinatario de la revelación y de la salvación que ésta anuncia y realiza, no su objeto directo. Pero, por otro lado, el conocimiento de Dios y de la salvación que en Cristo se nos ofrece nos descubre la definitiva vocación del ser humano, el designio de Dios sobre él, con una profundidad que de otro modo no nos hubiera sido nunca accesible. En este sentido el hombre, precisamente en cuanto destinatario de la revelación divina, se convierte también en objeto de la misma. Sólo a la luz de la salvación que Cristo nos trae descubrimos a qué estamos llamados y, por consiguiente, quiénes somos: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). La revelación cristiana presupone el hombre y por tanto una cierta idea que éste tendrá de sí mismo; pero, por otra parte, la novedad de la encarnación del Hijo no puede dejar de enriquecer e iluminar esta visión. Por tanto, a partir de la revelación el cristianismo puede, y aun debe, reivindicar una noción propia del hombre, que en muchos aspectos coincidirá con la que ofrezcan la filosofía y las ciencias humanas y que deberá enriquecerse con sus aportaciones, pero que poseerá una irrenunciable originalidad. En este sentido hablamos de «antropología cristiana».
2. EL HOMBRE, CREADO A IMAGEN DE Dios. De hecho, si bien es claro que la Sagrada Escritura no trata de ofrecernos una antropología sistemática, es igualmente evidente que habla del hombre en muchísimas de sus páginas, comenzando por las primeras. El relato yavista de la creación y la caída (Gén 2-3) nos presenta ya al hombre como el centro de la obra creadora de Dios: es formado por sus manos y recibe la vida del propio aliento divino (Gén 2,7). Para él planta Dios el jardín de Edén y le ordena que ponga nombre a los animales (cf Gén 2,9.19-20); le da, por último, una ayuda adecuada, porque no es bueno que el hombre esté solo (cf Gén 2,9.20-24). Tenemos aquí el núcleo de una profunda antropología: el hombre está llamado a servirse de la creación y a dominarla y es un ser eminentemente social, hecho para estar en comunión con los otros. Pero vivirá solamente si mantiene la relación con Dios, que lo ha creado y le ha comunicado su misma vida, y si es fiel a sus mandatos (cf Gén 2,16). Esto quiere decir que la relación con Dios es esencial al hombre y es aquella dimensión totalizante a partir de la que se articulan todas las demás.
El relato sacerdotal de Gén 1, 1-2,4a señala también la primacía del hombre sobre el resto de la creación. Se introduce aquí por primera vez la idea de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (cf Gén 1,26-27); ésta es la característica del ser humano que el concilio Vaticano II (GS 12) coloca en primer lugar cuando trata de explicar la respuesta de la Iglesia al interrogante acerca del hombre, sobre el que se han dado a lo largo de la historia, y se dan todavía, opiniones tan diversas, e incluso contradictorias. Merece la pena, por tanto, que veamos brevemente el sentido de estas expresiones y el modo como han sido interpretadas en la Biblia y en la tradición de la Iglesia hasta el momento actual.
El dominio del hombre sobre las criaturas es un elemento que encontramos también presente en el documento sacerdotal, y deriva ciertamente del hecho de su creación a imagen y semejanza de Dios (cf Gén 1,26-27); igualmente se pone de relieve en estos versículos el carácter social del hombre; el hombre hecho a imagen de Dios es varón y mujer. Pero también aquí la relación del hombre con Dios, aun con la diferencia radical entre Creador y criatura, es lo que parece determinante. El simple dato de que Dios cree «a su imagen y semejanza» cualifica en primer lugar el obrar divino, y determina a su vez que el hombre sea distinto de las demás criaturas. El ser humano ha sido creado para existir en relación con Dios, para vivir en comunión con él. Estos mismos elementos se hallan en Gén 5,1-3, donde se establece además una cierta analogía entre la creación del hombre por Dios a su imagen y la generación de Set según la semejanza e imagen de su padre Adán. La condición de imagen de Dios hace que la vida humana sea sagrada (cf Gén 9,6). El dominio sobre el resto de las criaturas y la vocación de Dios a participar de su vida inmortal son los puntos que se ponen de relieve en relación con la creación del hombre a imagen y semejanza divina en los otros textos del AT donde vuelve a aparecer este motivo (cf Si 17,3; Sab 2,23; cf también Sal 8,5-9).
En el NT se afirma que la imagen de Dios es Cristo (cf 2Cor 4,4; Col 1,15; también Heb 1,2; Flp 2,6). Esto no significa que se olvide la condición del hombre como creado a imagen y semejanza de Dios; por el contrario, se afirma que el hombre ha sido llamado a convertirse en imagen de Jesús si acepta por la fe la revelación de Cristo y la salvación que éste le ofrece (cf 2Cor 3,18); el Padre nos ha predestinado a conformarnos según la imagen de su Hijo, para que éste sea primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29); y como hemos llevado la imagen del primer Adán, el terrestre, hecho alma viviente, llevaremos también la imagen del Adán celeste, Cristo resucitado, en la participación de su cuerpo espiritual (cf 1Cor 15,45-49). El destino del hombre es, por consiguiente, pasar de ser imagen del primer Adán a serlo del segundo; todo ello no es algo marginal o accesorio a su «esencia», sino que esta vocación a la conformación con Cristo y a revestir su imagen constituye lo más profundo de su ser. Junto a esta reinterpretación cristológica del tema de la imagen notamos en el NT una fuerte orientación escatológica de este motivo (cf también (Jn 3,2). Con todo, no es aventurado afirmar que si el hombre está orientado a Cristo como meta final de su existencia, esta ordenación, de un modo o de otro, ha de existir desde el principio. Es convicción general del NT que el orden de la creación y el de la salvación se hallan en relación profunda: todo ha sido hecho mediante Cristo y todo camina hacia él (cf 1 Cor 8,6; Col 1,15-20; Ef 1,3-10; Jn 1,3.10; Heb 1,3); Jesús es alfa y omega, principio y fin de todo (Cf Ap 1,8; 21,6; 22,13).
La reinterpretación cristológica del motivo de la imagen prosiguió en la teología patrística. Ya en relación con el momento de la creación, y no sólo con el de la consumación final, se pone de relieve la ejemplaridad del Verbo. En efecto, sólo el Hijo es la imagen de Dios. El hombre no es estrictamente «imagen», sino que ha sido hecho «según la imagen». Pero aunque esto sea reconocido en general por todos, defieren las escuelas de la antigua Iglesia cuando se trata de precisar el significado de la imagen de Dios que es el Hijo; ello tendrá inmediatamente consecuencias antropológicas. Por una parte, los alejandrinos (Clemente, Orígenes; les seguirá sustancialmente san Agustín) consideran al Verbo preexistente la imagen de Dios; según esta imagen ha sido creado el hombre. Por ello la imagen de Dios en el ser humano sólo hace referencia a su elemento espiritual, el alma. Por el contrario, otros padres y escritores eclesiásticos (san Ireneo, Tertuliano) considerarán que la imagen de Dios Padre es el Hijo encarnado, que da así a conocer al Dios invisible. El hombre ha sido creado desde el primer instante según la imagen del Hijo, que habría de encarnarse y resucitar glorioso en su humanidad. Cuando Dios modelaba al primer Adán del barro, pensaba ya en su Hijo que habría de hacerse hombre y ser así el Adán definitivo. Según esta línea de pensamiento, el hombre ha sido creado a imagen de Dios según todo lo que es, en su alma y en su cuerpo, con una insistencia especial en este último. Ningún aspecto del ser humano queda excluido de esta condición de imagen, ya que todo él ha sido llamado a participar de la resurrección de Cristo. A pesar de estas notables diferencias, hallamos de nuevo unida la teología de los primeros siglos en la distinción entre la imagen y semejanza divinas: mientras la primera viene ya. dada con la creación, la segunda se. refiere a la perfección escatológica, a la consumación final. Aunque esta distinción no encuentre un apoyo totalmente literal en la Escritura, no es del todo ajena a ella (cf Un 3,2), y por otra parte pone bien de relieve un aspecto muy presente en el NT: el carácter de camino de la existencia humana, la necesidad constante del progreso en la unión y el seguimiento de Jesus.
Esta distinción no se mantuvo en general en los tiempos sucesivos. Por otra parte, el sentido cristológico de la creación del hombre a imagen y semejanza divina se ha hecho menos explícito en la teología y en la conciencia cristiana. Por ello es tanto más de alabar la contribución del concilio Vaticano II en la GS, al poner, como notábamos ya, en el hecho de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios el comienzo y la base de la respuesta cristiana al interrogante sobre el misterio del ser humano. Según el número 12 de la constitución pastoral, esta condición significa ante todo que el hombre es capaz de conocer y amar a su Creador, es decir, que es capaz de entrar en relación personal con Dios. A ello se añade su posición de señorío sobre las criaturas terrenas, de las que se ha de servir para gloria de Dios, y la condición social del ser humano, llamado a existir en la comunión interpersonal. Como se ve, se recogen aquí muchas de las intuiciones que veíamos. presentes en nuestro rápido recorrido escriturístico, sobre todo del AT: Pero este número 12 de GS ha de leerse juntamente con el número 22, que citamos al comienzo de estas páginas: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que tenía que venir (cf Rom 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor… No es extraño, por consiguiente, que todas las verdades antes expuestas encuentren en Cristo su fuente y en él alcancen su vértice. El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado…» La orientación cristológica de la antropología cristiana ha sido, por tanto, fuertemente subrayada por el concilio (como también en el magisterio de Juan Pablo lI; cf, p.ej., Redemptor hominis 8,2; 13,13; 28,1).
Naturalmente, el magisterio de la Iglesia no ha explicado en detalle las relaciones entre la cristología y la antropología. Estas no son entendidas de modo totalmente idéntico por la teología contemporánea. Rebasaría los límites de este artículo la exposición, siquiera sucinta, de las diferentes posiciones y modelos de explicación. Pero para todos es claro que, al recoger la revelación de Cristo, el hombre encuentra respuesta a sus más profundos interrogantes. Seguir a Cristo no es, por consiguiente, algo que se le imponga solamente desde fuera y que no tenga relación ninguna con su ser. Todo lo contrario. Solamente en Jesús alcanza la definitiva, porque desde el primer instante de la creación Dios le ha impreso esta orientación. Por ello el concilio Vaticano II (GS 41) puede afirmar que quien sigue a Cristo, el hombre perfecto, se hace también él más hombre. La novedad indeducible de la encarnación del Hijo de Dios, fruto solamente del libérrimo designio de salvación del Padre, y la orientación del mundo y del hombre hacia Cristo de tal manera que éste constituye la perfección a que tienden en este concreto orden de creación, serán dos puntos (sólo en apariencia contradictorios) que la teología cristiana, y en especial la antropología, deberán siempre tener presentes.
La fe cristiana nos dice que el hombre no ha sido fiel a este designio divino y que desde el principio el pecado ha sido una realidad que ha entorpecido la relación con Dios. Pero, en su fidelidad, Dios nos ha mantenido siempre su amor y, en Cristo, la semejanza divina deformada ha sido restaurada (GS 22). Por lo demás, la naturaleza humana, sin duda profundamente afectada por el pecado, no ha quedado con todo corrompida de raíz.
3. EL HOMBRE, LLAMADO A SER HIJO DE DIOS EN CRISTO. La antropología cristiana afirma que no hay más que una perfección del hombre: la plena conformación con Jesús, que es el hombre perfecto. Esto significa la participación en su filiación divina, en la relación irrepetible que Cristo, Hijo unigénito de Dios, tiene con el Padre. Ya en los evangelios leemos que Jesús, que se dirige siempre a Dios con el apelativo de «Padre», enseña a sus discípulos, sin colocarse él nunca en el mismo plano, a hacer lo mismo (cf Me 11,25; Mt 5, 48; 6,9; 6,32; Le 6,36; 11,2, etc.). Pablo nos dirá que ello es posible solamente por el don del Espíritu Santo, enviado a nuestros corazones y que clama en nosotros «Abba, Padre» (Gál 4,6; cf Rom 8,15), en virtud del cual podemos llevar una vida auténticamente filial respecto a Dios y fraterna respecto a los hombres. Así el Hijo unigénito de Dios se hace el primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29; Heb 2,11-12.17; tal vez Jn 20,17). La antropología cristiana contempla, por lo tanto, al hombre llamado a participar de la misma vida del Dios trino: en un mismo Espíritu tenemos todos acceso al Padre mediante Cristo (Ef 2,18); la misma unión entre los discípulos de Cristo, a la que todos los hombres están llamados, es reflejo de la unión de las personas divinas (cf Jn 17, 21-23).
Nuestro breve recorrido por algunos de los puntos de la antropología cristiana no puede dejar de mencionar la categoría de la «gracia», esencial a la visión cristiana del hombre. Nos hemos referido a la novedad indeducible de la encarnación de Jesús. Dios se autocomunica libremente en su Hijo y en su Espíritu, y es igualmente don de Dios y nunca mérito del hombre la incorporación personal a la salvación (=justificación por la fe). La visión cristiana del hombre no puede olvidar este elemento: la plenitud del hombre es recibida como don gratuito, no reducible al donde la creación, como no se deduce de ésta la encarnación de Jesús. Es, por consiguiente, un nuevo elemento irrenunciable de la visión cristiana del hombre que éste recibe su plenitud como un don inmerecido, lo cual, a su vez, no excluye que tenga que aceptarlo libremente y cooperar con Dios, que se lo otorga en su infinita bondad.
4. LA UNIDAD DEL HOMBRE EN LA DUALIDAD DE CUERPO Y ALMA. La doctrina bíblica de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios muestra la íntima relación de los órdenes de la creación y de la salvación. La fe cristiana a lo largo de los siglos se ha preocupado no sólo de exponer el sentido de la salvación, sino también de insistir en la configuración creatural del hombre, en su «naturaleza», apta para recibir esta salvación gratuita de Cristo como su intrínseca perfección. Punto esencial sin duda de esta preocupación ha sido la unidad del ser humano en la pluralidad de sus dimensiones. Ya el NT, siguiendo las huellas del AT, a la par que insiste en la unidad original del ser humano, conoce diversos aspectos del mismo: el hombre es «cuerpo» por su dimensión material, que lo hace un. ser cósmico, inserto en este mundo, solidario con los otros, con una identidad definida en los diferentes estadios de su existencia (cf 1 Cor 15,44-49); esta condición corporal del hombre se asocia a veces a la «carnal», que con frecuencia adquiere un sentido negativo, ya que indica la debilidad del hombre (cf Mc 14,38; Mt 26,41), o incluso, especialmente en Pablo, su existencia bajo el dominio del pecado (cf Rom 6,19; 8,3-9; Gál 5,13.16-17). El hombre es también «psique», vida, alma; es sujeto de sentimientos (cf Mc 3,4; 8,35; Mt 20,28; 26,38; Col 3,23). Por último el hombre tiene también la «capacidad de lo divino», está en relación con Dios; todo ello se expresa con el término «espíritu», que indica tanto la vida de Dios comunicada al hombre y principio de vida para él como el hombre mismo en cuanto movido por el Espíritu Santo; se opone con frecuencia a la «carne» en cuanto débil o sometida al pecado (cf Mc 14,38; Jn 3,6; Rom 8,2-4.6.10.15-16; Gál 5,16-18.22-25). Aunque no se haya pretendido una reflexión sistemática sobre la cuestión, no hay duda de que el NT en su conjunto nos muestra al hombre como un ser a la vez mundano y trascendente a este mundo, capaz de relación con Dios.
Es lo que a lo largo de la historia, partiendo ya de los primeros siglos cristianos, se ha expresado con la idea del hombre como formado de alma y cuerpo. El cristianismo asimiló estas nociones de la antropología griega, aunque no sin transformarlas. Los esquemas cristológicos y soteriológicos (encarnación, resurrección) han hecho que algunos Padres basaran su antropología precisamente en el cuerpo. Y aunque pronto, por el predominio de los esquemas platónicos, se pasa a considerar que el alma tiene una primacía sobre el cuerpo (y se llega a afirmar a veces que ésta es en rigor el hombre), nunca en la teología cristiana se ha considerado al cuerpo malo en sí mismo; ha sido también creado por Dios y es llamado a la transformación final en la resurrección. Santo Tomás ha subrayado la unidad de los dos componentes del hombre en su famosa fórmula «anima forma corporis». Existe una unidad sustancial originaria del hombre que abraza estos dos aspectos, de tal manera que ninguno de los dos separado del otro sería hombre o persona. No hay, por consiguiente, alma sin cuerpo ni cuerpo sin alma (prescindiendo de la pervivencia del alma después de la muerte). La unidad sustancial de alma y cuerpo se subrayó también en el concilio de Viena, el año 1312 (cf DS 900.902); el concilio V de Letrán, del año 1513, define que el alma no es común a todos los hombres, sino que es individual e inmortal (DS 1440). Del cuerpo y el alma del hombre en su unidad habla también la GS 14.
La antropología moderna prefiere no tanto hablar de que el hombre tiene un alma y un cuerpo, sino de que es alma y cuerpo. Y a veces se subraya que tanto el alma como el cuerpo son del hombre; el lenguaje expresa bien la unidad que somos y experimentamos. Nuestro psiquismo y nuestra corporalidad se condicionan mutuamente. Por ser cuerpo nos hallamos sometidos a la espacio-temporalidad estamos unidos a los demás hombres, somos finitos y mortales; por ser alma trascendemos el mundo, y estamos llamados a la inmortalidad. Una inmortalidad que, desde el punto de vista cristiano, no tiene sentido si no es en la comunión con Dios, y que por otra parte garantiza la continuidad del sujeto en nuestra vida actual y en la plenitud de la resurrección en la configuración plena con Cristo resucitado.
5. EL HOMBRE, SER PERSONAL ABIERTO A LA TRASCENDENCIA. La constitución psicosomática del hombre, en virtud de la cual; siendo un ser cósmico, trasciende este mundo, está en íntima relación con su ser «personal». El ser humano no es un objeto más en el mundo; es un sujeto irrepetible. El pensamiento cristiano ha desarrollado la noción de «persona» para expresar este carácter del hombre, que lo hace radicalmente distinto de todos los seres que le rodean y que le confiere una dignidad y un valor en sí mismo, no en función de lo que hace o de la utilidad que reporta a los demás. El concilio Vaticano II (GS 24) señala que el hombre es la única criatura terrestre que Dios ha amado por sí misma. No deja de ser significativo observar que el desarrollo antropológico de esta noción ha sido posterior en el tiempo al uso de la misma en la teología trinitaria y en la cristología. El sentido del valor y la dignidad de la persona, ampliamente reconocido en nuestros días (a pesar de numerosas contradicciones que no pueden desconocerse) aun fuera del ámbito cristiano, adquiere a partir de la visión cristiana del hombre su última fundamentación: el hombre tiene un valor absoluto para el hombre porque lo tiene para Dios, que lo ama en su Hijo Jesús y lo llama a la comunión con él.
A la condición del hombre persona y sujeto irrepetible va unida necesariamente su libertad. Esta no significa sólo, aunque incluya necesariamente este aspecto, la posibilidad de elegir entre diversos bienes o posibilidades concretas, sino que es ante todo la capacidad de configurarse a sí mismo de acuerdo con las propias opciones. Por ello se ha podido decir que el hombre no tiene libertad, sino que lo es, porque a pesar de los evidentes condicionamientos a que se halla sometido, tiene una auténtica capacidad de autodeterminarse. En el ejercicio de su libertad el hombre opta primariamente sobre sí mismo. No se debe hablar, por tanto, sólo de libertad de las trabas o impedimentos internos o externos, sino de libertad para el proyecto humano que se ha de realizar. Nada tiene que ver la libertad con el capricho. De ahí que aquélla alcance sólo su plenitud en la opción por el bien; cristianamente hablando, ello significa dejarse liberar por el Espíritu, romper las ataduras del pecado y el egoísmo para vivir en la libertad de los hijos de Dios, que es la de Jesús, que se entrega hasta la muerte por amor. Es importante notar que la libertad del hombre se da incluso frente a Dios y a su Palabra. En su revelación Dios quiere establecer un diálogo con nosotros y nos llama a la comunión de vida con él. Todo ello sería imposible en la hipótesis de que Dios nos forzara a aceptarlo. Cuando insistimos en la libertad humana aseguramos, por tanto, que también ante Dios y para Dios somos y permaneceremos siempre un auténtico sujeto, un verdadero tú.
El hombre, como ser personal y libre, se halla necesariamene abierto al mundo y los demás. Frente a ellos ejerce su libertad y en este mismo ejercicio puede experimentar su propia trascendencia. El hombre necesita del mundo que le rodea para su propia subsistencia. Esta es una experiencia fundamental e incontrovertida. Pero en esta misma relación de dependencia frente al mundo se abre el sentido de su trascendencia a él: efectivamente, con el hombre y su capacidad de transformar la realidad que lo circunda se produce en ésta una novedad; por el esfuerzo humano se dan en la naturaleza posibilidades nuevas que de otro modo nunca se hubieran alcanzado. El trabajo del hombre es, pues, un fenómeno nuevo en el ámbito cósmico; por ello puede ser calificado de «creador». Estas posibilidades de la naturaleza se convierten a su vez en posibilidades nuevas para el hombre mismo, para su libertad. Inserto en el mundo, en su misma acción, en él el ser humano muestra que lo trasciende, que no es una simple pieza de un mecanismo. Experimenta además la perpetua insatisfacción ante los logros alcanzados, entre lo que tiene y aquello a lo que aspira. Difícilmente podrá el mundo, por tanto, dar al hombre el último sentido de su vida.
La comunión entre personas es un fenómeno nuevo respecto a la relación hombre-mundo . Sólo en el otro ser humano encuentra el hombre la «ayuda adecuada», según la vieja sabiduría bíblica. Sólo el hombre es digno del hombre. Únicamente en el ejercicio de sus dimensiones sociales, y en particular con la comunión y donación interpersonal, puede el hombre ser él mismo. La noción de persona, ya en sus profundas raíces teólógicas a que hemos aludido, lleva consigo esta dimensión. En el encuentro con el otro en tanto que persona nos hallamos ante un valor absoluto que no hemos creado nosotros. Tampoco es el otro o la sociedad sin más el fundamento de este valor absoluto que hallamos ante nosotros, porque también nuestro propio ser personal es valor absoluto ante los demás. La relación interpersonal, por tanto, nos abre también al misterio de la trascendencia del hombre a cuanto nos rodea.
La limitación e indigencia humanas, que se manifiestan sobre todo en la muerte; la sensación de truncamiento que de modo casi inevitable se experimenta cuando se piensa en esta última, nos colocan también ante la cuestión del sentido de la existencia humana y de la dificultad de hallarlo si queremos permanecer en los límites de lo que vemos. La esperanza cristiana, sobre todo si se manifiesta en la vida de los creyentes, es capaz de ofrecer una respuesta plausible a estos interrogantes del hombre.
La revelación cristiana nos ofrece, según hemos visto, una imagen del hombre centrada ante todo en Jesús, el hombre perfecto, en quien somos hijos de Dios. Si ésta es nuestra última vocación, la teología cristiana no puede desentenderse de aquellos aspectos de la constitución y del ser creatural del hombre que lo hacen apto para esta llamada divina. En ellos descubre ya la huella del designio de Dios, que nos quiere para él. El ser humano aparece así abierto a la comunicación de Dios mismo en la revelación cristiana. Esta nos abre unas perspectivas que por nuestra parte jamás hubiéramos podido imaginar; es pura gracia y don de la benevolencia divina, y al mismo tiempo responde a nuestras íntimas aspiraciones y deseos: la íntima comunión con Dios, a la que Cristo nos da acceso, y la plena comunión con los hermanos con quienes vivimos en la Iglesia, «instrumento de la plena unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1), reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (LG 4).
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L. L. LADARIA
LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental
Afecto profundo o apego hacia una persona; cariño. También se designa con este término el afecto benevolente que Dios siente hacia sus criaturas o el afecto reverente que estas le deben a El. Amor también es la atracción afectiva y apasionada hacia una persona del sexo opuesto, que constituye el incentivo emocional para la unión conyugal. Un concepto estrechamente relacionado con el amor es la †œdevoción†.
Aparte de las acepciones ya indicadas, las Escrituras también hablan del amor que se basa en principios, como por ejemplo: amor por la justicia o incluso por los enemigos, por quienes normalmente no se sentiría afecto. Esta faceta o expresión del amor consiste en una devoción altruista a la justicia y un interés sincero por el bienestar duradero de otros, acompañado de una manifestación activa de tal interés.
Las palabras hebreas que se utilizan principalmente para denotar amor en los sentidos supracitados son ´a·hév y ´a·háv (amar), junto con el sustantivo ´a·haváh (amor), y es el contexto lo que determina el sentido específico de amor que representan.
Las Escrituras Griegas Cristianas emplean principalmente formas de las palabras a·gá·pe, fi·lí·a y dos palabras derivadas de stor·gue. A·gá·pe aparece con más frecuencia que los otros términos, mientras que é·ros, amor sexual, no se emplea.
El Diccionario Expositivo de Palabras del Nuevo Testamento (de W. E. Vine, 1984, vol. 1, pág. 87) dice sobre el sustantivo a·gá·pe y la forma verbal a·ga·pá·o: †œEl amor sólo puede ser conocido en base de las acciones que provoca. El amor de Dios se ve en la dádiva de Su Hijo, 1 Jn 4:9, 10. Pero es evidente que no se trata de un amor basado en la complacencia, ni afecto, esto es, no fue causado por ninguna excelencia en sus objetos, Ro 5:8. Se trató de un ejercicio de la voluntad divina en una elección deliberada, hecha sin otra causa que aquella que proviene de la naturaleza del mismo Dios, cp. Dt 7:7, 8†.
Con respecto al verbo fi·lé·o, Vine comenta: †œSe debe distinguir de agapao en que phileo denota más bien un afecto entrañable […]. Además, amar (phileo) la vida, en base de un deseo indebido de preservarla, con olvido del verdadero propósito de vivir, se encuentra con la reprobación del Señor, Jn 12:25. Al contrario, amar la vida (agapao) tal como se usa en 1 P 3:10, significa considerar el verdadero motivo de vivir. Aquí, la palabra phileo sería totalmente inapropiada† (vol. 1, pág. 88).
La Exhaustive Concordance of the Bible (de James Strong, 1890, págs. 75, 76) hace la siguiente observación en la sección del diccionario griego bajo el término fi·lé·o: †œSer un amigo de (tener cariño a [un individuo o un objeto]), es decir, sentir afecto por (en el sentido de apego personal, bien por sentimiento o emoción; mientras que [a·ga·pá·o] es más amplio, y abarca especialmente la decisión de amar después de un juicio y asentimiento deliberado sobre la base de los principios, el deber y el decoro […])†. (Véase CARIí‘O.)
Por lo tanto, a·gá·pe conlleva el significado de amor basado o gobernado por principios. Tanto puede ser que incluya afecto y cariño, como que no, aunque en muchos pasajes está claro que sí lo incluye. En Juan 3:35 Jesús dijo: †œEl Padre ama [a·ga·pái] al Hijo†, y en Juan 5:20 afirmó: †œEl Padre le tiene cariño [fi·léi] al Hijo†. Ciertamente el amor que Dios siente por Jesucristo está lleno de afecto. Jesús también explicó: †œEl que me ama [a·ga·pon] será amado [a·ga·pe·the·se·tai] por mi Padre, y yo lo amaré [a·ga·pe·so]†. (Jn 14:21.) A este amor del Padre y del Hijo lo acompaña un tierno afecto hacia esas personas que les muestran amor. Los adoradores de Jehová deben amar a Jehová y a Jesucristo, y amarse unos a otros, de la misma manera. (Jn 21:15-17.)
Por lo tanto, aunque a·gá·pe se distingue por su respeto a los principios, no es insensible; de otro modo, no se diferenciaría de la justicia fría. No obstante, no lo gobiernan la emoción o el sentimentalismo; nunca pasa por alto los principios. Los cristianos correctamente muestran a·gá·pe a otros hacia quienes quizás no sientan ningún afecto o simpatía, pero lo hacen por su bienestar. (Gál 6:10.) Ahora bien, aunque no les tienen afecto, sienten compasión e interés sincero por tales seres humanos, pero dentro de los límites y a la manera que permiten y mandan los principios justos.
Sin embargo, si bien a·gá·pe se refiere al amor gobernado por principios, estos pueden ser buenos o malos. Cabe la posibilidad de expresar una clase incorrecta de a·gá·pe, guiado por principios malos. Por ejemplo, Jesús dijo: †œSi ustedes aman [a·ga·pá·te] a los que los aman, ¿de qué mérito les es? Porque hasta los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen bien a los que les hacen bien, ¿de qué mérito, realmente, les es a ustedes? Hasta los pecadores hacen lo mismo. También, si prestan sin interés a aquellos de quienes esperan recibir, ¿de qué mérito les es? Hasta los pecadores prestan sin interés a los pecadores para que se les devuelva otro tanto†. (Lu 6:32-34.) El principio por el que estas personas actúan es: †œTrátame bien y te trataré bien†.
El apóstol Pablo dijo de uno que había sido su colaborador: †œDemas me ha abandonado porque ha amado [a·ga·pe·sas] el presente sistema de cosas†. (2Ti 4:10.) Puede ser que el amor de Demas por el mundo se haya basado en el principio que permite suponer que tal amor resulta en compensaciones materiales. Por otra parte, Jesús dijo: †œLos hombres han amado [e·gá·pe·san] la oscuridad más bien que la luz, porque sus obras eran inicuas. Porque el que practica cosas viles odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean censuradas†. (Jn 3:19, 20.) Ellos aman la oscuridad, porque es una verdad o principio innegable que tal oscuridad les sirve de amparo para sus obras inicuas.
Jesús mandó: †œContinúen amando [a·ga·pá·te] a sus enemigos†. (Mt 5:44.) Fue Dios mismo quien estableció este principio, pues Pablo dijo: †œDios recomienda su propio amor [a·gá·pen] a nosotros en que, mientras todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros […]. Porque si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo, mucho más, ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida†. (Ro 5:8-10.) Un ejemplo sobresaliente de ese amor se ve en los tratos de Dios con Saulo de Tarso, quien llegó a ser el apóstol Pablo. (Hch 9:1-16; 1Ti 1:15.) Por lo tanto, el amar a nuestros enemigos debería regirse por el principio que Dios ha establecido, y ese amor debería ejercerse en obediencia a sus mandamientos, tanto si entraña cierto cariño o afecto, como si no.
Dios. El apóstol Juan escribe: †œDios es amor†. (1Jn 4:8.) El es la mismísima personificación del amor y esta es su cualidad dominante. Sin embargo, no es cierta la idea que comunica la inversión de la frase, es decir, †˜el amor [la cualidad abstracta] es Dios†™. En la Biblia, Dios se manifiesta como una Persona y habla en sentido figurado de sus †œojos†, sus †œmanos†, su †œcorazón†, su †œalma†, etc. También tiene otros atributos, como la justicia, el poder y la sabiduría. (Dt 32:4; Job 36:22; Rev 7:12.) Por otra parte, tiene la capacidad de odiar, una cualidad completamente opuesta al amor. Su amor a la justicia exige que odie la iniquidad. (Dt 12:31; Pr 6:16.) El amor incluye sentir y expresar afecto personal, algo que solo una persona puede hacer o que solo se puede mostrar a una persona. Por supuesto, Jesucristo, el Hijo de Dios, no es una cualidad abstracta, y él dijo que había estado con su Padre, trabajando con El, agradándole y escuchándole, y que los ángeles contemplan el rostro de su Padre, todo lo cual sería imposible si Dios fuese simplemente una cualidad abstracta. (Mt 10:32; 18:10; Jn 5:17; 6:46; 8:28, 29, 40; 17:5.)
La prueba de su amor. Hay abundante prueba de que Jehová, el Creador y Dios del universo, es amor. Esta se puede ver en la misma creación física. ¡Con qué cuidado tan extraordinario ha sido hecha para la salud, el placer y el bienestar del hombre! El ser humano no solo está hecho para existir, sino para disfrutar de comer, para deleitarse en contemplar el color y la belleza de la creación, para disfrutar de los animales y en especial de la compañía de sus semejantes, y para gozar de los otros incontables deleites de la vida. (Sl 139:14, 17, 18.) Pero Dios ha desplegado su amor aún más al hacer al hombre a su imagen y semejanza (Gé 1:26, 27), con facultad para la espiritualidad y capacidad de amar, así como al revelarse a la humanidad por medio de su Palabra y su espíritu santo. (1Co 2:12, 13.)
El amor de Jehová a la humanidad es el de un Padre a sus hijos. (Mt 5:45.) El no escatima nada que sea para su bien, sin importar lo que le cueste; su amor trasciende de todo lo que nosotros podamos sentir o expresar. (Ef 2:4-7; Isa 55:8; Ro 11:33.) Su mayor manifestación de amor, lo más sublime que un padre puede hacer, fue lo que El hizo por la humanidad: dar la vida de su fiel Hijo unigénito. (Jn 3:16.) El apóstol Juan escribe: †œEn cuanto a nosotros, amamos, porque él nos amó primero†. (1Jn 4:19.) Por consiguiente, El es la Fuente del amor. Pablo, coapóstol de Juan, también dice: †œPorque apenas muere alguien por un hombre justo; en realidad, por el hombre bueno, quizás, alguien hasta se atreva a morir. Pero Dios recomienda su propio amor a nosotros en que, mientras todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros†. (Ro 5:7, 8; 1Jn 4:10.)
El amor perdurable de Dios. El amor de Jehová por sus siervos fieles es perdurable; no falla ni disminuye, prescindiendo de las circunstancias en las que se hallen —desahogadas o acuciantes— o de las incidencias —grandes o pequeñas— que pudieran sobrevenirles. A este respecto Pablo dijo: †œPorque estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni gobiernos, ni cosas aquí ahora, ni cosas por venir, ni poderes, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra creación podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús nuestro Señor†. (Ro 8:38, 39.)
La soberanía de Dios basada en el amor. Jehová se gloría en el hecho de que tanto su soberanía como el apoyo que le dan sus criaturas se basa principalmente en el amor. Solo desea como súbditos a aquellos que aman Su soberanía y la prefieren a cualquier otra por sus excelentes cualidades y porque es justa. (1Co 2:9.) Dichas personas escogen servir bajo Su soberanía más bien que intentar la independencia, ya que al conocerle, reconocen que Jehová es muy superior a ellas en amor, justicia y sabiduría. (Sl 84:10, 11.) El Diablo fracasó en este respecto, ya que con egotismo buscó su propia independencia, como hicieron Adán y Eva. De hecho, desafió la manera de gobernar de Dios, diciendo en realidad que no era ni amorosa ni justa (Gé 3:1-5), y que las criaturas no le servían por amor, sino por egoísmo. (Job 1:8-12; 2:3-5.)
Jehová Dios le ha permitido vivir y poner a prueba a sus siervos, incluso a su Hijo unigénito, hasta el extremo de causarles la muerte. Dios predijo que Jesucristo le sería leal. (Isa 53.) ¿Cómo podía comprometer su palabra por su Hijo? Por amor. Jehová conocía a su hijo y sabía del amor que este le tenía y de su amor por la rectitud. (Heb 1:9.) Conocía a su Hijo muy íntimamente y a cabalidad. (Mt 11:27.) Tenía absoluta confianza en su lealtad. Más aún, como dice la Biblia, †˜El amor es un vínculo perfecto de unión†™. (Col 3:14.) Es el vínculo más fuerte del universo, pues une al Padre y al Hijo inseparablemente. Por razones similares a estas, Jehová puede confiar en su organización, compuesta de personas que le sirven, pues sabe que cuando sean probadas, la mayoría de ellas se mantendrán adheridas a El, inconmovibles, y que, como organización, nunca se separarán de El. (Sl 110:3.)
Jesucristo. Siendo que por tiempos incalculables Jesucristo ha tenido una relación muy estrecha con su Padre, la Fuente del amor, y le conoce íntima y completamente, pudo decir: †œEl que me ha visto a mí ha visto al Padre también†. (Jn 14:9; Mt 11:27.) Por lo tanto, el amor de Jesús es completo, perfecto. (Ef 3:19.) El dijo a sus discípulos: †œNadie tiene mayor amor que este: que alguien entregue su alma a favor de sus amigos† (Jn 15:13), y con anterioridad les había dicho: †œLes doy un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros; así como yo los he amado, que ustedes también se amen los unos a los otros†. (Jn 13:34.) Este mandamiento era nuevo, ya que la Ley, bajo la cual estaban Jesús y sus discípulos en aquel tiempo, mandaba: †œTienes que amar a tu prójimo como a ti mismo†. (Le 19:18; Mt 22:39.) Exigía amor al prójimo, pero no un amor que se autosacrificase hasta el punto de entregar la vida a favor del prójimo. Tanto la vida como la muerte de Jesús fueron un ejemplo del amor que exigía este nuevo mandamiento. El seguidor de Cristo no solo tiene que hacer el bien cuando se presenta la oportunidad; más bien, ha de tomar la iniciativa y, siguiendo las instrucciones de Cristo, dar ayuda espiritual y de otras clases a los demás. Tiene que trabajar activamente para el bien de otros. La predicación y la enseñanza de las buenas nuevas a otros, algunos de los cuales pueden ser enemigos, es una de las mayores expresiones de amor, pues puede resultar en vida eterna para ellos. El cristiano debe †˜impartir, no solo las buenas nuevas de Dios, sino también su propia alma†™, al ayudar a los que aceptan las buenas nuevas y trabajar con ellos. (1Te 2:8.) Además debería estar listo para entregar su alma (o vida) a favor de ellos. (1Jn 3:16.)
Cómo se adquiere el amor. Dios utilizó su espíritu al crear al primer hombre y la primera mujer, y les dio una medida de este atributo suyo, el amor, además de la capacidad de desplegarlo, ensancharlo y enriquecerlo. El amor es un fruto del espíritu de Dios. (Gál 5:22.) Como tal, no es una cualidad que se tiene sin saber por qué, como puede suceder con ciertas aptitudes físicas o mentales, la belleza física, el talento para la música u otras cualidades similares que se heredan. Tampoco se desarrolla sin antes haber adquirido conocimiento de Dios y si no se le sirve, como tampoco si no se cultiva la meditación y el aprecio. Solo cultivando así el amor se puede llegar a ser imitador de Dios, la Fuente del amor. (Sl 77:11; Ef 5:1, 2; Ro 12:2.) Adán no lo hizo, por lo que no progresó hacia la perfección del amor; no estaba unido a Dios por ese vínculo perfecto de unión. No obstante, aun en estado de imperfección y pecado, transmitió a su prole, producida †œa su imagen†, la facultad y capacidad de amar (Gé 5:3), y en general la humanidad expresa ese amor, aunque con frecuencia es un amor mal dirigido, deteriorado y torcido.
El amor puede estar mal dirigido. Por estas razones, está claro que el amor verdadero y bien dirigido solo proviene de buscar y seguir el espíritu de Dios y el conocimiento que emana de su Palabra. Por ejemplo, un padre puede sentir afecto hacia su hijo, pero quizás permita que ese amor se deteriore o, debido al sentimentalismo, se desencamine. Tal vez le dé al niño todo, no le niegue nada, e incluso es posible que no ejerza su autoridad paternal en lo que respecta a la disciplina y, cuando es necesario, el castigo. (Pr 22:15.) Puede que tal supuesto †œamor† en realidad sea orgullo de familia, pero eso es egoísmo. La Biblia dice que una persona de esa clase no actúa con amor, sino con odio, porque no está siguiendo el proceder que salvará la vida de su hijo. (Pr 13:24; 23:13, 14.)
Ese no es el amor que procede de Dios. El amor piadoso impele a la persona a hacer por otros lo que resulta en su bien y les es provechoso. †œEl amor edifica.† (1Co 8:1.) Amor no debe confundirse con sentimentalismo. Es firme, fuerte y lo gobierna la sabiduría piadosa; además, por encima de todo, es casto y recto. (Snt 3:17.) Jehová demostró estas características del amor con su pueblo Israel, al castigarlo con severidad por su desobediencia en el interés de su bienestar. (Dt 8:5; Pr 3:12; Heb 12:6.) Las siguientes palabras de Pablo a los cristianos están en armonía con esto: †œPara disciplina ustedes están aguantando. Dios está tratando con ustedes como con hijos. Pues, ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? […] Además, solíamos tener padres que eran de nuestra carne para disciplinarnos, y les mostrábamos respeto. ¿No hemos de sujetarnos mucho más al Padre de nuestra vida espiritual, y vivir? Pues ellos por unos cuantos días nos disciplinaban según lo que les parecía bien, pero él lo hace para provecho nuestro de modo que participemos de su santidad. Es cierto que ninguna disciplina parece por el presente ser cosa de gozo, sino penosa; sin embargo, después, a los que han sido entrenados por ella, da fruto pacífico, a saber, justicia†. (Heb 12:7-11.)
El conocimiento le da al amor la orientación correcta. Nuestro amor debe estar dirigido primero a Dios, por encima de todos los demás. De otro modo, estaría mal orientado e incluso podría desviarse, hasta el punto de hacer objeto de culto a criaturas o cosas. Es esencial conocer los propósitos de Dios, porque entonces la persona sabe qué es mejor para su bienestar y el de otros, y cómo manifestar su amor de manera apropiada. Nuestro amor a Dios debe ejercerse con †˜todo el corazón, la mente, el alma y las fuerzas†™. (Mt 22:36-38; Mr 12:29, 30.) Debe ser el fiel reflejo de nuestro yo interior, no una mera manifestación superficial. El amor debe comprometer nuestras emociones (1Pe 1:22); no obstante, si la mente no está equipada con el conocimiento de lo que es amor verdadero y de cómo actúa, este puede asumir una orientación equivocada. (Jer 10:23; 17:9; compárese con Flp 1:9.) La mente debe conocer a Dios, sus cualidades, sus propósitos y cómo expresa El el amor. (1Jn 4:7.) En armonía con esto, y ya que el amor es la cualidad más importante, la dedicación a Dios significa dedicarse a la persona de Jehová mismo (en quien el amor es la cualidad dominante), no a una obra o una causa. Luego, el amor debe llevarse a la práctica con toda el alma, toda fibra de nuestro organismo, y todas nuestras fuerzas deben emplearse en el empeño.
El amor es expansivo. El amor verdadero, que es un fruto del espíritu de Dios, es expansivo. (2Co 6:11-13.) No es mezquino ni está limitado o circunscrito. Para que sea completo, se debe compartir. Hay que amar primero a Dios (Dt 6:5) y a su Hijo (Ef 6:24), luego a toda la asociación de hermanos cristianos por todo el mundo. (1Pe 2:17; 1Jn 2:10; 4:20, 21.) Se debe amar a la esposa, quien, a su vez, amará al esposo (Pr 5:18, 19; Ec 9:9; Ef 5:25, 28, 33), y el amor ha de extenderse a los hijos. (Tit 2:4.) Hay que amar a toda la humanidad, incluso a los propios enemigos, y se deben manifestar obras cristianas para con todos. (Mt 5:44; Lu 6:32-36.) Al comentar sobre los frutos del espíritu, de los que el amor es el primero, la Biblia dice: †œContra tales cosas no hay ley†. (Gál 5:22, 23.) Esto significa que no hay ninguna ley que lo pueda limitar. Es posible desplegarlo en cualquier momento o lugar y a cualquier grado con aquellos a quienes se les debe. De hecho, lo único que los cristianos tendrían que deberse unos a otros es el amor. (Ro 13:8.) Este amor entre unos y otros es una marca identificadora de los verdaderos cristianos. (Jn 13:35.)
Cómo actúa el amor piadoso. El amor, como el que Dios mismo personifica, es tan maravilloso que es difícil de definir. Resulta más fácil decir cómo actúa. En el comentario que se hace a continuación sobre esta hermosa cualidad, se considera cómo aplica a los cristianos. En primer lugar, Pablo destaca lo esencial que es para un creyente cristiano, y luego detalla cómo actúa altruistamente: †œEl amor es sufrido y bondadoso. El amor no es celoso, no se vanagloria, no se hincha, no se porta indecentemente, no busca sus propios intereses, no se siente provocado. No lleva cuenta del daño. No se regocija por la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todas las cosas las soporta, todas las cree, todas las espera, todas las aguanta†. (1Co 13:4-7.)
†œEl amor es sufrido y bondadoso.† Sobrelleva circunstancias desfavorables y acciones impropias por parte de otras personas porque lo mueve un propósito: contribuir a la salvación de aquellos que han obrado mal o que están implicados en las circunstancias desfavorables que tiene que sobrellevar, y, fundamentalmente, honrar y vindicar el nombre de Dios. (2Pe 3:15.) El amor es bondadoso, sin importar la naturaleza de la provocación. El que un cristiano trate a otros con aspereza o brusquedad no resulta en bien alguno. No obstante, el amor es firme y obra con justicia en aras de la rectitud. Aquellos a quienes se les ha conferido autoridad pueden disciplinar a un malhechor, pero al hacerlo, deben tratarlo con bondad, pues la falta de bondad no beneficia ni al consejero áspero ni al transgresor; más bien, solo puede resultar en alejarlo aún más del arrepentimiento y de la posibilidad de que rectifique su comportamiento. (Ro 2:4; Ef 4:32; Tit 3:4, 5.)
†œEl amor no es celoso.† No envidia las cosas buenas que otras personas tienen. Se regocija al ver que su semejante es ascendido a un puesto de mayor responsabilidad, y ni siquiera se resiente porque sus enemigos reciben algún beneficio. Es generoso. Sabe que Dios hace llover en beneficio tanto de justos como de injustos. (Mt 5:45.) Los siervos de Dios que manifiestan amor están contentos con lo que tienen (1Ti 6:6-8) y con el papel que desempeñan, no se salen de su lugar ni egoístamente ambicionan el puesto que otros ocupan. Movido por la codicia y la envidia, Satanás el Diablo abandonó su lugar y hasta deseó que Jesucristo le rindiese adoración. (Lu 4:5-8.)
El amor †œno se vanagloria, no se hincha†. No busca el aplauso ni la admiración de otros. (Sl 75:4-7; Jud 16.) La persona que tiene amor no rebajará a su semejante con el objeto de aparentar ser más importante, sino que, más bien, exaltará la persona de Dios y procurará con sinceridad animar y edificar a su semejante. (Ro 1:8; Col 1:3-5; 1Te 1:2, 3.) Le regocijará ver que otros compañeros cristianos progresan. No alardeará de lo que piensa hacer (Pr 27:1; Lu 12:19, 20; Snt 4:13-16), y reconocerá que todo cuanto hace se debe al poder que proviene de Jehová. (Sl 34:2; 44:8.) Jehová le dijo al pueblo de Israel: †œPero el que se gloría, gloríese a causa de esta misma cosa: de tener perspicacia y de tener conocimiento de mí, que yo soy Jehová, Aquel que ejerce bondad amorosa, derecho y justicia en la tierra; porque en estas cosas de veras me deleito†. (Jer 9:24; 1Co 1:31.)
El amor †œno se porta indecentemente†. No es mal educado. No toma parte en conducta indecente, como abusos deshonestos y comportamiento obsceno, ni es rudo, vulgar, descortés, insolente, grosero o irrespetuoso con ninguna persona. El que manifiesta amor evitará hacer aquello que, directa o indirectamente, perturbe el ánimo de sus hermanos cristianos. Pablo dio esta instrucción a la congregación corintia: †œQue todas las cosas se efectúen decentemente y por arreglo†. (1Co 14:40.) Además, el amor impulsará al cristiano a comportarse de una manera honorable a la vista de quienes no son creyentes. (Ro 13:13; 1Te 4:12; 1Ti 3:7.)
El amor †œno busca sus propios intereses†. Se apega al principio: †œQue cada uno siga buscando, no su propia ventaja, sino la de la otra persona†. (1Co 10:24.) Es aquí donde se pone de manifiesto el interés del cristiano en el bienestar eterno de otros. Esta clase de interés sincero constituye una de las motivaciones más fuertes del amor y, en lo que respecta a los resultados, una de las más eficaces y beneficiosas. La persona que manifiesta amor no exige que las cosas se hagan a su modo. Pablo dijo: †œA los débiles me hice débil, para ganar a los débiles. Me he hecho toda cosa a gente de toda clase, para que de todos modos salve a algunos. Pero hago todas las cosas por causa de las buenas nuevas, para hacerme partícipe de ellas con otros†. (1Co 9:22, 23.) El amor tampoco reclama sus †œderechos†; está más interesado en el bienestar espiritual de su semejante. (Ro 14:13, 15.)
El amor †œno se siente provocado†. No busca ni una ocasión ni una excusa para sentirse provocado. No da lugar a estallidos de cólera, pues son una obra de la carne. (Gál 5:19, 20.) La persona que tiene amor no se ofende con facilidad por lo que otros dicen o hacen. No está preocupada en exceso porque se hiera su †œdignidad†.
El amor †œno lleva cuenta del daño† (literalmente: no †œcuenta lo malo†, Int). No se considera herido para luego registrar la ofensa en un †˜libro de cuentas†™ con la intención de dirimirla o reclamar una compensación en un momento conveniente, y, en lo que ese momento llega, abstenerse de relacionarse con el ofensor. Ese proceder reflejaría un espíritu vengativo que la Biblia condena. (Le 19:18; Ro 12:19.) El amor no imputa malos motivos; más bien, se inclina a hacer concesiones y a conceder a otros un margen de confianza. (Ro 14:1, 5.)
El amor †œno se regocija por la injusticia, sino que se regocija con la verdad†. El amor se regocija con la verdad aunque esta modifique puntos de vista que se hayan sostenido antes o afirmaciones que se hayan expuesto. Se adhiere a la Palabra de verdad de Dios. Está siempre de parte de lo que es recto y no se complace en el error, la mentira o en cualquier clase de injusticia, prescindiendo de quién sea la víctima, incluso si se tratase de un enemigo. Sin embargo, si supiese de algo impropio o engañoso, el amor no tendría temor de exponerlo en aras de la verdad y para el bien de otras personas. (Gál 2:11-14.) Además, prefiere sufrir el mal si por pretender corregir un mal, pudiese incurrir en otro. (Ro 12:17, 20.) Por otra parte, cuando alguien es corregido merecidamente por quien tiene las debidas atribuciones para hacerlo, la persona amorosa no se pone de parte del que ha sido corregido, criticando la validez de la corrección o a la persona que la dio. Proceder de ese modo reflejaría falta de amor a la persona a la que se ha corregido. Así podría ganarse sus simpatías, pero le ocasionaría un mal, no un bien.
El amor †œtodas las cosas las soporta†. Desea perseverar, sufrir por causa de la justicia. Una traducción literal de la expresión es: †œTodo lo cubre† (Scío, nota). La persona amorosa no descubre con ligereza al que le ha ofendido. Si no se trata de una ofensa muy grave, la pasa por alto. En cambio, se atiene al proceder que Jesús recomendó en Mateo 18:15-17 siempre que su aplicación sea pertinente. Cuando en tales ocasiones el ofensor pide perdón y repara el daño después de exponérsele en privado, la persona amorosa demostrará que su perdón es genuino, que para ella —en imitación de Dios— la ofensa ha quedado cubierta por completo. (Pr 10:12; 17:9; 1Pe 4:7, 8.)
†œTodas las cree.† El amor tiene fe en todo cuanto Dios ha dicho en Su Palabra, aun cuando las circunstancias parezcan contradecirla y el mundo incrédulo se burle. Este amor, en especial el que le tenemos a Dios, es un reconocimiento de Su veracidad, basado en sus tratos fieles y confiables del pasado, tal como no dudamos de la palabra de un verdadero amigo al que conocemos y amamos cuando nos dice algo sin más base que su palabra. (Jos 23:14.) El amor cree en todo lo que Dios dice aunque la persona no sea capaz de comprenderlo completamente, pero está dispuesto a esperar con paciencia hasta que la información se presente en términos mucho más explícitos o hasta que se logre entenderla. (1Co 13:9-12; 1Pe 1:10-13.) El amor, además, confía en la dirección de Dios sobre la congregación cristiana y sus siervos nombrados y respalda las decisiones basadas en la Palabra de Dios que estos toman. (1Ti 5:17; Heb 13:17.) Sin embargo, el amor no es crédulo, pues se guía por el consejo dado en la Palabra de Dios: †œPrueben las expresiones inspiradas para ver si se originan de Dios†, por lo que comprueba todas las cosas aplicando la regla de medir bíblica. (1Jn 4:1; Hch 17:11, 12.) El amor genera confianza en los hermanos cristianos fieles; un cristiano no sospecharía o dudaría de ellos a menos que existiera prueba incontestable de que están en un error. (2Co 2:3; Gál 5:10; Flm 21.)
†œTodas las espera.† El amor cifra su esperanza en todas las promesas de Jehová. (Ro 12:12; Heb 3:6.) Prosigue su trabajo mientras espera con paciencia que Jehová lo haga fructificar y crecer. (1Co 3:7.) La persona amorosa desea que sus hermanos cristianos salgan airosos de cualquier circunstancia por la que atraviesen, aun en el caso de aquellos que tal vez estén débiles en su fe. Reconocerá que si Jehová es paciente incluso con estos, él debe adoptar la misma actitud. (2Pe 3:15.) Continúa proporcionando ayuda a aquellos a quienes enseña la verdad, con la esperanza de que el espíritu de Dios los mueva a servirle a El.
†œTodas las aguanta.† Se requiere amor de los cristianos para que permanezcan íntegros a Jehová Dios. Sin importar lo que el Diablo haga con el fin de poner a prueba la firmeza de la devoción y fidelidad cristianas a Dios, el amor aguantará de tal modo que ayudará al cristiano a permanecer leal a El. (Ro 5:3-5; Mt 10:22.)
†œEl amor nunca falla.† Nunca terminará ni dejará de existir. Tal vez un nuevo conocimiento y entendimiento modifique nuestro punto de vista sobre lo que en un tiempo creímos, o quizás cifremos nuestra esperanza en nuevos objetivos al irse materializando las cosas esperadas, pero el amor permanece inalterable y se hace cada vez más fuerte. (1Co 13:8-13.)
†œTiempo de amar.† El amor solo se retiene de aquellos a quienes Jehová señala como indignos de ser amados, o de los que están resueltos a seguir en un proceder de maldad. De otro modo, ha de hacerse extensivo a todas las personas, mientras estas no demuestren odiar a Dios. Tanto Jehová Dios como Jesucristo aman la justicia y odian el desafuero. (Sl 45:7; Heb 1:9.) No se debe mostrar amor a los que odian intensamente al Dios verdadero. De hecho, no se conseguiría nada aunque se les siguiera mostrando amor, pues los que odian a Dios no responderán a su amor. (Sl 139:21, 22; Isa 26:10.) Por lo tanto, Dios merecidamente los odia y tiene un tiempo para tomar acción contra ellos. (Sl 21:8, 9; Ec 3:1, 8.)
Cosas que no se deben amar. El apóstol Juan escribe: †œNo estén amando ni al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que hay en el mundo —el deseo de la carne y el deseo de los ojos y la exhibición ostentosa del medio de vida de uno— no se origina del Padre, sino que se origina del mundo†. (1Jn 2:15, 16.) Después dice: †œEl mundo entero yace en el poder del inicuo†. (1Jn 5:19.) Por consiguiente, los que aman a Dios odian todo proceder inicuo. (Sl 101:3; 119:104, 128; Pr 8:13; 13:5.)
Si bien la Biblia muestra que los esposos y las esposas deberían amarse y que este amor incluye las relaciones conyugales (Pr 5:18, 19; 1Co 7:3-5), también indica que es impropia la práctica carnal —común al mundo— de tener relaciones sexuales con otra persona que no sea el cónyuge. (Pr 7:18, 19, 21-23.) Otra práctica común al mundo es el materialismo, el †œamor al dinero† (fi·lar·gy·rí·a, literalmente: †œcariño a la plata†, Int), que es raíz de toda suerte de cosas perjudiciales. (1Ti 6:10; Heb 13:5.)
Jesucristo advirtió del peligro de buscar la gloria del hombre. Denunció con severidad a los líderes religiosos hipócritas judíos, a quienes les gustaba orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de los caminos anchos para que los vieran, y también les gustaban los lugares más prominentes en las cenas y los asientos delanteros en las sinagogas. Entonces dijo que ya habían recibido su galardón completo, el que amaban y deseaban, es decir, el honor y la gloria de los hombres; por lo tanto, no merecían ninguna recompensa por parte de Dios. (Mt 6:5; 23:2, 5-7; Lu 11:43.) El registro dice: †œHasta de los gobernantes muchos realmente pusieron fe en él [Jesús], pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga; porque amaban la gloria de los hombres más que la misma gloria de Dios†. (Jn 12:42, 43; 5:44.)
Al hablar a sus discípulos, dijo: †œEl que tiene afecto [fi·lon] a su alma la destruye, pero el que odia su alma en este mundo la resguardará para vida eterna†. (Jn 12:23-25.) El que prefiere proteger su vida actual y no está dispuesto a sacrificarla como seguidor de Cristo perderá la vida eterna, pero el que considera la vida en este mundo como algo secundario y ama a Jehová y a Cristo, así como la justicia de ellos, por encima de todo lo demás, recibirá la vida eterna.
Dios odia a los mentirosos porque no aman la verdad. La visión del apóstol Juan dice al respecto: †œAfuera [de la santa ciudad, la Nueva Jerusalén] están los perros y los que practican espiritismo y los fornicadores y los asesinos y los idólatras y todo aquel a quien le gusta [fi·lon] la mentira y se ocupa en ella†. (Rev 22:15; 2Te 2:10-12.)
El amor de la persona puede llegar a enfriarse. Cuando Jesucristo habló con sus discípulos sobre los acontecimientos que habrían de ocurrir en el futuro, les dijo que se enfriaría el amor (a·gá·pe) de muchos que profesarían ser cristianos. (Mt 24:3, 12.) El apóstol Pablo también indicó que una característica de los tiempos críticos que habrían de venir sería el que muchos llegarían a ser †œamadores del dinero†. (2Ti 3:1, 2.) En consecuencia, está claro que una persona puede alejarse de los principios rectos que ha defendido y hasta desvanecérsele el amor genuino que en un tiempo tuvo. Este hecho recalca la importancia de ejercer y acrecentar continuamente el amor meditando en la Palabra de Dios y amoldando la vida a Sus principios. (Ef 4:15, 22-24.)
Fuente: Diccionario de la Biblia
Sumario: 1. El vocabulario del amor. II. El amor natural: 1. El amor es fuente de felicidad; 2. El amor egoísta: a) Amor a la comida, al dinero, a los placeres, b) El amor sexual, c) La embriaguez del amor erótico, d) El amor desordenado a sí mismo y al mundo; 3. La amistad: a) Modelos de amistad, b) Valor inestimable de la amistad, c) Verdaderos y falsos amigos, d) Cómo conquistar y cultivar la amistad, e) El gesto de la amistad: el beso; 4. El amor en la familia: a) El noviazgo, tiempo de amor, b) El amor conyugal, c) El amor a los hijos, d) El amor dentro del clan. III. El amor religioso o sobrenatural del hombre
1. El amor de Dios: a) El mandamiento fundamental, b) Amor y temor de Dios, c) El amor al lugar de la presencia de Dios, d) El amor al Hijo de Dios, e) El amor de Dios es fuente de felicidad y de gracia; 2. El amor a la sabiduría y a la †œtórah†: a) La invitación al amor, b) El amor a la ley mosaica, c) El amor a la ley- sabiduría es fuente de felicidad y de gracia; 3. El amor al prójimo: a) ¿Quién es el prójimo al que hay que amar?, b) El amor al forastero, c) El amor a los enemigos, d) El amor expía los pecados; 4. El amor cristiano: oJjAmaos, como yo os amo!, b) Amor sincero, concreto y profundo, c) El amor fraterno es fruto del Espíritu Santo, d) El amor de los pastores de las Iglesias, e) El amor conyugal,!) †œKoino-nía y comunidad cristiana primitiva. IV. Dios es amor 1. El amor de Dios a la creación y al hombre: a) Dios crea por amor y ama a sus criaturas, b) Dios ama a los justos; 2. El amor del Señor en la historia de la salvación: a) El Señor ama a su pueblo, b) Amor benévolo y alianza, c) Los amigos de Dios, d) El Padre ama al Hijo, e) La elección de amor,!) Amor, castigo y perdón; 3. Dios revela plenamente su amor en el Hijo: a) Cristo es la manifestación perfecta del amor del Padre, b) Jesús ama a todos los hombres: los amigos y los pecadores, c) El amor de Jesús a la Iglesia.
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1. EL VOCABULARIO DEL AMOR.
Los términos amor, amar son de las palabras más comunes y más tiernas del lenguaje, accesibles a todos los hombres. No hay nadie en la tierra que no haya realizado o no realice la experiencia de la realidad significada por estos vocablos. En efecto, el hombre vive para amar y para ser amado; viene a la existencia por un acto de amor de sus padres y su vida está desde el comienzo bajo el ritmo de los gestos de ternura y de amor. El deseo más profundo de la persona es amar. El hombre crece, se realiza y encuentra la felicidad en el amor; el fin de su existencia es amar.
Ciertamente, el amor es una realidad divina: ¡Dios es amor! El hombre recibe una chispa de este fuego celestial y alcanza el objetivo de su vida si consigue que no se apague nunca la llama del amor, reavivándola cada vez más al desarrollar su capacidad de amar. Por consiguiente, el amor es uno de los elementos primarios de la vida, el aspecto dominante que caracteriza a Dios y al hombre.
Un tema tan fundamental para la existencia no podía estar ausente en la Biblia. En realidad, el libro de Dios, que recoge y describe la historia de la salvación, reserva un lugar de primer plano al amor, describiéndolo con toda la gama de sus manifestaciones, desde la vertiginosa caridad del Padre celestial hasta las expresiones del amor humano en la amistad, en el don de sí, en el noviazgo, en el matrimonio, en la unión sexual. En efecto, la Sagrada Escritura narra cómo amó Dios al mundo y hasta qué punto se manifestó a sí mismo como amor; además, muestra cómo reaccionó el nombre ante tanta caridad divina y cómo vivió el amor. Así pues, la Biblia puede definirse justamente como el libro del amor de Dios y del hombre. . La Biblia utiliza varios términos para-expresar la realidad del amor. El grupo de voces empleadas con mayor frecuencia en la traducción griega de los LXX y en el NT está representado por agapeagapánjagapétó pero también se usan con cierta frecuencia los sinónimos phllein/phi-lía/phüos. Sólo raramente encontramos en los LXX los vocablos érdsj erásthallerastés, que desconocen los autores neotestamentarios, probablemente porque estos últimos términos indican a menudo el amor erótico Pr 7,18; Pr 30,16; Os 2,5; Os 2, etcétera).
La raíz verbal hebrea que está en el origen de este vocabulario del amor es sobre todo †˜ahab, con su derivado †˜aha bah (amor). También conviene mencionar el término raham, que indica el amor compasivo y misericordioso, sobre todo del Señor con sus criaturas. Finalmente, no hay que omitir en este examen el sustantivo hesed, que los LXX suelen traducir por el término éleos, y que significa de hecho el amor benévolo, especialmente entre personas ligadas por un pacto sagrado.
II. EL AMOR NATURAL.
La Biblia es un cántico al amor de Dios a sus criaturas, y de manera especial & su pueblo; pero no ignora el amor del hombre en sus múltiples expresiones naturales y religiosas. En la Sagrada Escritura encontramos una interesante presentación del amor humano, que evidentemente no está separado de Dios y de su palabra, y que por tanioAnejniede ser considerado siempre como simplemente profano; pero este amor es vivido con sus manifestaciones de la existencia en la esfera natural, como la familia, la amistad, la solidaridad, aun cuando estas realidades sean consideradas como sagradas. Además, la Biblia habla también del amor egoísta, con sus manifestaciones eróticas. Así pues, por necesidad de una mayor claridad en nuestra exposición podemos y debemos distinguir entre el amor religioso o sobrenatural y el amor simplemente natural.
1. EL AMOR ES FUENTE DE FELICIDAD.
El Qohélet, expresión de la sabiduría humana que ha conseguido domeñar las pasiones, presenta el amor natural con cierto despego, considerándolo como uno de los momentos importantes y una de las expresiones vitales de la existencia junto con el nacimiento y la muerte (Qo 3,8), para mostrar que todo es vanidad (Qo l,2ss) y que en el fondo el hombre no conoce, esto es, no realiza la experiencia profunda ni del amor ni del odio (Qo 9,1; Qo 9,6). No todos los autores delAT, sin embargo, resultan tan pesimistas; más aún, algunos sabios presentan el amor como fuente de gozo y de felicidad. La siguiente sentencia sapiencial es muy significativa a este propósito: †œMás vale una ración de verduras con amor que buey cebado con odio†™ (Pr 15,17). El secreto de la felicidad humana radica en el amor, y no en la abundancia de bienes, en la riqueza o en el poder; por esta razón se declara bienaventurados a aquellos que mueren en el amor (Si 48,11).
2. El amor egoísta.
Pero no todas las manifestaciones concretas del amor humano llevan consigo gozo y felicidad, puesto que no siempre se trata de la actitud nobilísima de la apertura y del don de sí a otra persona; algunas veces los términos examinados indican placer, erotismo, pasión carnal, y por tanto egoísmo.
La Biblia conoce, igualmente, estas expresiones del amor humano.
a) Amor a la comida, al dinero, a los placeres. En la historia de los patriarcas, cuando se describe la escena de la bendición de Jacob por parte de su padre, se habla varias veces del plato sabroso de carne, amado por Isaac (Gn 27,4; Gn 27,9; Gn 27,14). En otros pasajes bíblicos se alude al amor al dinero. El profeta Isaías denuncia la corrupción de los jefes de Jerusalén, puesto que aman los regalos y corren tras las recompensas, cometiendo por ello abominaciones e injusticias (Is 1,23). Qohélet estigmatiza el hambre insaciable de dinero y de riquezas: el que ama esas realidades, nunca se ve pagado (Qo 5,9). El sabio anónimo del libro de los Proverbios sentencia: †œEstará en la miseria el que ama el placer, el que ama el vino y los perfumes no se enriquecerᆠ(Pr 21,17). Por su parte, el Sirácida declara que el amor al oro es fuente de injusticia, y por tan-do de perdición (Si 31,5).
b) El amor sexual. En el AT no sólo encontramos un lenguaje rico y variado sobre el amor sexual, no raras veces de carácter erótico, sino que se describen escenas de amor carnal y pasional. En estos casos el amor indica la atracción mutua de los sexos con una muestra evidente de su aspecto espontáneo e instintivo. No pocas veces, sin embargo, el vocabulario erótico es utilizado por los profetas en clave religiosa, para indicar la idolatría del pueblo de Dios.
En la historia de la familia de Jacob no sólo se nos informa de la pasión de Rubén, que se une sexualmente a una concubina de su padre (Gn 35,22), sino que se narra detalladamente la escena del enamoramiento de Siquén por Dina; éste raptó y violentó a la hija de Jacob, luego se enamoró de la joven y quiso casarse con ella; pero los hermanos de Dina, para vengar la afrenta, mataron con una estratagema a todos los varones de aquella ciudad cananea (Gn 34,1-29).
Si la acción de Siquén es considerada como una infamia, ya que fue violada una doncella de Israel, la pasión de Amnón por su hermanastra Tamar es realmente abominable. Pero la acción violenta y carnal de Siquén dio origen a un amor profundo, mientras que en el caso del hijo de David el acto violento contra la hermana engendró el odio después de la satisfacción sexual, por lo que Tamar fue echada del tálamo y de la casa después de sufrir la afrenta, a pesar de que le suplicó al hermano criminal que no cometiera tal infamia, peor aún que la primera (2S 13,1-18). El comportamiento desvergonzado de Amnón constituye uno de los ejemplos más elocuentes de un amor sexual pasional, sin el más mínimo elemento espiritual; se trata de un amor no humanizado, expresión únicamente libidinosa, y por tanto destinado a un desgraciado epílogo.
En la historia de la familia de David el autor sagrado no aprueba los amores de Salomón por las mujeres extranjeras; no tanto por su aspecto ético, es decir, el hecho de tener demasiadas mujeres y concubinas (en total, mil mujeres), sino más bien por las consecuencias religiosas de tales uniones, que fueron causa de idolatría yde abandono del Señor, el único Dios verdadero (IR 11,1-13).
En este contexto de amor carnal hay que aludir a la pasión de la mujer de Putifar; esta egipcia, enamorada locamente de José, guapo de forma y de aspecto, le tentó varias veces, invitándole a unirse con ella. Ante las sabias respuestas del joven esclavo, el amor libidinoso se transformó en odio y en calumnia, por lo que fue la causa del encarcelamiento del casto hebreo (Gn 39,6-20).
c) La embriaguez del amor erótico. Los libros sapienciales hablan en más de una ocasión del amor libertino, presentándolo en toda su fascinación, para invitar a mantenerse lejos de él, ya que es causa de muerte. La descripción de la seductora, la mujer infiel; la cortesana, astuta y bulliciosa, que invita al joven inexperto a embriagarse de amor con ella, se presenta como un boceto pictórico de gran valor artístico Pr 7,6-27). Esta mujer sale de casa en medio de la noche y, acechando en las esquinas de la calle, aguarda al incauto, lo atrae hacia sí, lo abraza y le dirige palabras seductoras: †œAc ataviado mi lecho con tapices, con finas telas de Egipto; he perfumado mi cama con mirra, áloe y cinamomo. Ven, embriaguémonos de amor hasta la mañana, gocemos de la alegría del placer†™ (Pr 7,16-18). Estas expresiones acarameladas e insistentes embaucan al joven y lo seducen con la lisonja de sus labios (Vv. 2Oss) [1 Proverbios].
El / Sirácida exhorta no solamente a estar en guardia ante los celos por la mujer amada, sino también a evitar la familiaridad con la mujer licenciosa y con la mujer ajena; sobre todo invita calurosamente a evitar a las prostitutas y a no dejarse seducir por la belleza de una mujer, ya que su amor quema como el fuego Si 9,1-9).
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d) El amor desordenado a sí mismo y al mundo. En el NT se pueden observar severas advertencias a ponerse en guardia ante el amor desordenado a la gloria terrena, al egoísmo, a las ambiciones de este mundo. Jesús condena la actitud de los hipócritas, que sólo desean el aplauso y la vanagloria, que realizan obras de justicia con la única finalidad de obtener la admiración de los otros (Mt 6,2; Mt 6,5; Mt 6,16). Este amor a la publicidad y a los primeros puestos es típico de los escribas y de los fariseos Mt 23,6; Lc 11,43; Lc 20,46).
Todavía parece más severa la condenación del amor al mundo y a sus concupiscencias, es decir, la carne, la ambición y las riquezas; esta búsqueda ávida de las realidades mundanas para fomentar el egoísmo impide la adhesión al Dios del amor: †œNo améis al mundo ni lo que hay en él. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, las pasiones carnales, el ansia de las cosas y la arrogancia, no provienen del Padre, sino del mundo†™ (IJn 2,15-16). El mundo ama y se deleita en esas realidades, expresión del egoísmo y de las tinieblas (Jn 15,19). Santiago proclama que el amor al mundo, y particularmente el adulterio, hacen al hombre enemigo de Dios (St 4,4). Pablo deplora que Demás lo haya abandonado por amor al siglo presente, o sea, al mundo (2Tm 4,10). El que se deja seducir por el mundo, expresión de la iniquidad, se encamina hacia la perdición, ya que no ha acogido el amor a la verdad, es decir, la palabra del evangelio (2Ts 2,10). El autor de la segunda carta de Pedro presenta a los falsos profetas esclavos de la carne, sucios e inmersos en el placer (2P 2,13). Estas personas egoístas serán excluidas de la Jerusa-lén celestial, es decir, del reino de la gloria divina (Ap 22,15).
En los evangelios Jesús invita a sus discípulos a guardarse del peligro del amor exagerado a la propia persona: el que pone su vida en primer lugar y la considera como el bien supremo que hay que salvaguardar a toda costa, aunque sea en contra de Cristo y de su palabra, ése está buscando su propia ruina: †œEl que ama su vida la perderá; y el que odia su vida en este mundo la conservará para la vida eterna† (Jn 12,25). Para salvar la propia vida hay que estar dispuestos a perderla en esta tierra por el Hijo de Dios y por su evangelio (Mc 8,35 y par). Los mártires de Cristo han hecho esta opción, y por eso viven en la gloria de Dios (Ap 12,11).
3. La amistad.
La Biblia conoce la dimensión erótica del amor, pero habla sobre todo de su aspecto verdaderamente humano, concretado en la amistad, en el don de sí mismo, en la vida por la persona amada. La amistad representa realmente la expresión más noble del amor y es posible únicamente a un ser racional. Sólo entre personas puede reinar la amistad. En la Sagrada Escritura, aunque no encontremos tratados completos sobre la amistad humana, sí encontramos frecuentes referencias a su fenomenología y se nos presentan ejemplos poco comunes de auténtica y profunda amistad.
a) Modelos de amistad. La Biblia nos presenta ante todo ejemplos concretos de amistad profunda entre personas que se quieren de forma espontánea y en el sentido más real de la palabra; en estos modelos el amor envuelve a todo el ser humano, a menudo hasta el riesgo de la propia vida. En el AT uno de los ejemplares más célebres y elocuentes de la auténtica amistad lo encontramos en la historia trágica del atormentado rey Saúl; su hijo mayor quería fuertemente, hasta estar dispuesto a dar su vida por él, a David, a pesar del odio con que lo trataba su padre. Cuando Jonatán vio a este joven héroe en presencia del rey con la cabeza del gigante Goliat en la mano; †œquedó prendado de David, y Jonatán comenzó a amarlo como a sí mismo† (IS 18,1); por eso hizo un pacto con el hijo de José, †œporque lo amaba como a sí mismo†, y le regaló †œsu manto, sus vestidos y hasta su espada, su arco y su cintu-rón†(lSam 18,3s).
El amor de Jonatán a David no fue sólo de orden sentimental, sino que se manifestó muy en concreto; en efecto, cuando su padre decidió matar a su amigo, le avisó para que estuviera atento e intercedió en favor suyo con unas palabras tan convincentes que hizo renunciar al rey a sus propósitos homicidas (IS 19,1-7). Como consecuencia de las persecuciones de Saúl, Jonatán tuvo que ayudar a huir a su amigo, enfrentándose con la ira de su padre, que llegó a lanzar contra él su lanza por haber defendido a David IS 20). En aquella ocasión los dos amigos hicieron un nuevo pacto: †œJonatán reiteró su juramento a David por el amor que le tenía, pues le amaba como a sí mismo† (1S 20,17). Antes de separarse, los dos amigos se besaron y lloraron juntos, hasta que David llegó al paroxismo; Jonatán entonces dijo a su amigo: †œVete en paz. En cuanto al juramento que hemos hecho en nombre del Señor, que el Señor esté siempre entre tú y yo, entre mi descendencia y la tuya† (IS 20,42). El llanto, el ayuno y la lamentación de David por la muerte de Jonatán ilustran de la forma más elocuente su tierno y profundo afecto por el amigo (2S 1,1 Is):
†œEstoy angustiado por ti, hermano mío, Jonatán, amigo queridísimo; tu amor era para mí más dulce que el amor de mujeres†(2S 1,26). En el NT encontramos modelos de amistad no menos significativos. Advirtamos que en él se registran varios casos de amistad humana, no siempre profunda (Lc 7,6 ll,5ss; Lc 14,12; Lc 15,6; Lc 15,9; Lc 15,29; Hch 10,24; Hch 19,31; Hch 27,3). No pocas veces esos amigos demuestran un amor débil y muy quebradizo, ya que se transformarán en perseguidores (Lc 21,16); en efecto, su amistad carece a menudo de raíces profundas, como la que había entre Herodes y Pilato Lc 23,12). De un tenor análogo era la amistad servil de los funcionarios romanos por el emperador, aun cuando el título que más ambicionaban era el de †œamigos del cesar†, mientras que la amenaza más grave para ellos era la acusación de no ser amigos del emperador (Jn 19,12).
Pero los evangelios nos hablan además y sobre todo de la amistad sólida de Jesús y de sus discípulos con expresiones muy elocuentes, especialmente en el último de estos libros. En efecto, Juan presenta a Jesús tratando de este tema en sus discursos de la última cena, y piensa en el maestro como modelo de la amistad profunda y concreta que llega hasta el don de la vida: †œVosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, pues el siervo no sabe qué hace su señor; yo os he llamado amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre† (Jn 15, ?? 5). En el cuarto evangelio se presentan igualmente otros ejemplos de verdadera amistad hacia Jesús: Simón Pedro amó realmente a su maestro y pudo declarar con sinceridad que estaba dispuesto al martirio por él, aunque presumiendo de sus fuerzas, ya que llegó a renegar de Cristo (Jn 1 3,37s). Pedro, después de la resurrección de Jesús, confesó con humildad y verdad su amor profundo y sincero por el Señor (Jn 21,l5ss). A pesar de la debilidad de su traición (Jn 18,17s.25ss), Pedro acudió inmediatamente a la tumba del Señor en la mañana de pascua, cuando le informaron del supuesto robo de su cuerpo (Jn 20,2ss). Peto el modelo del amigo fiel de Cristo en el cuarto evangelio es el discípulo amado, que vivió en profunda intimidad con el Hijo de Dios (Jn 13,23ss), siguió siempre al maestro, incluso durante su pasión hasta el Calvario (Jn 18,l5ss; 19,26s; 21,20), y corrió velozmente al sepulcro de Jesús apenas María Magdalena llegó con la desconcertante noticia del robo del cadáver de Jesús (Jn 20,2ss). Y no sólo ellos, sino que también los demás discípulos fueron considerados como amigos por Jesús (Lc 12,4 Jn 15,14s); ellos perseveraron, efectivamente, en el seguimiento del maestro durante sus correrías apostólicas (Lc 22,28).
Finalmente, a propósito del tema de la amistad, no hemos de omitir una alusión a la exhortación de Jesús
-realmente original- de hacerse amigos con la riqueza, aunque injusta, para ser acogidos en las moradas eternas (Lc 16,9). Con este Ioghion el Señor enseña que con la limosna y el socorro a los necesitados nos hacemos amigos de los pobres, que son quienes tienen el poder de introducir a los ricos en el reino celestial.
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b) Valor inestimable de la amistad. El afecto profundo, el amor tierno y fuerte entre dos personas, es considerado por la Biblia como un bien imposible de pagar, como un tesoro preciosísimo. La elegía de David por su amigo Jonatán exalta la dulzura y el valor extraordinario de la amistad: †œTu amor era para mí más dulce que el amor de mujeres† (2S 1,26). Esta sentencia merece nuestra atención, ya que demuestra cuan valioso y beatificante es el amor entre los amigos: produce mayor felicidad que el amor conyugal. Generalmente, el amor en el matrimonio es considerado como la forma más perfecta y más completa, como la expresión más profunda del don de sí mismo en el amor; en el matrimonio realmente se manifiesta el amor de forma plena, en cuanto que se tiene una comunión profunda, no sólo de los corazones, sino también de los cuerpos. Pues bien, David proclama que su amistad con Jonatán era más dulce y maravillosa que el amor conyugal.
En realidad, el amigo verdadero ama en todas las circunstancias, en la prosperidad y en la desdicha Pr 17,17): †œUn amigo fiel es escudo poderoso; el que lo encuentra halla un tesoro. Un amigo fiel no se paga con nada, no hay precio para él. Un amigo fiel es bálsamo de vida, los que temen al Señor lo encontrarán† (Si 6,14-16). En tiempos de infortunio los amigos consuelan, como sucedió en el caso de Jb, probado duramente por el Señor (Jb 2,11). Por esa razón no hay que abandonar nunca al amigo Pr 27,10; Si 9,10), ni mucho menos engañarlo con mentiras (Si 7,12); sobretodo, hay que estar en guardia para no traicionarlo por ningún motivo (Si 7,18). El apóstol Judas Iscariote traicionó, por desgracia, a su amigo y maestro por dinero (Mt 26,l4ss y par).
Dado el valor inestimable de la amistad, la pérdida de los amigos no puede menos de ser fuente de dolor y de tristeza. Jb, además de las pruebas indescriptibles, de las desgracias de todo tipo y de la enfermedad horrenda, saboreó la amargura del abandono de los amigos, y por ello se lamenta: †œTienen horror de mí todos mis íntimos, ios que yo amaba se han vuelto contra mí† (Jb 19,19). Análoga es la experiencia por la que atravesó el salmista: †œMis compañeros, mis amigos se alejan de mis llagas; hasta mis familiares se mantienen a distancia† (Sal 38,12). †œAlejaste de mí a mis amigos y compañeros, ahora mi compañía es sólo la tiniebla† (Sal 88,19). Los sabios enumeran algunas causas de la pérdida de la amistad: la difamación (Pr 16,28), la promesa no cumplida (Si 20,23), la recriminación o el insulto (Si 22,20), la traición de los secretos del amigo (Si 22,22; Si 27,16-21). En la historia de los primeros reyes de Israel encontramos la descripción del cambio de la amistad al odio debido a la envidia por el aumento del prestigio de la persona anteriormente querida. Saúl se aficionó a David cuando este joven llegó a su corte; él encontró benevolencia ante los ojos del rey (1S 16,2lss). Pero cuando el hijo de Jesé comenzó a realizar hazañas admirables contra los filisteos para la salvación de Israel y todo el pueblo se puso a aplaudir al joven héroe, Saúl sintió envidia, se enfadó profundamente e intentó varias veces matarlo (1S 18,5ss), ya que lo consideraba como un rival, como un enemigo (IS 18,29). En realidad, el amor puede transformarse en odio y es posible recibir mucho daño incluso de los amigos (Za 13,6).
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c) Verdaderos y falsos amigos. En realidad, no todas las amistades se muestran profundas y auténticas; existen verdaderos y falsos amigos. Algunos profetas no dan la impresión de querer fomentar la amistad, ya que exhortan a no fiarse de los amigos (Miq 7,5) o hablan de sus emboscadas y de sus engaños arteros (Jr 9,3; Jr 20,10). El Sirácida se muestra menos pesimista, aunque reconoce que existen amigos falaces Si 33,6), y exhorta a ser cautos en las amistades (Si 6,17), a no fiarse del primero que llega y ponerlo a prueba antes de darle confianza, ya que algunos se muestran amigos sólo por conveniencia o por interés y pueden transformarse en enemigos con facilidad (Si 6,7-12; Si 37,5). El verdadero amigo no se revela en la prosperidad, sino sólo en la adversidad (Si 12,8s); en esa ocasión mostrará su piedad para con el amigo desgraciado (Jb 6,14). En efecto, hay amigos sólo de nombre (Si 37,1), que en el tiempo de la tribulación se esfuman (Si 37,4), sobre todo si la amistad tenía su fundamento en el dinero y el poder (Pr 19,4; Pr 19,6 ). El amigo verdadero es un tesoro que no tiene precio (Si 6,15); por eso su pérdida es causa de sufrimiento mortal: †œ,No es una pena indecible cuando un compañero o amigo se torna enemigo?† (Si 37,2)
Ese amargo cáliz de la traición a la amistad tuvo que saborearlo también el Hijo de Dios hecho hombre:
uno de sus discípulos más íntimos, uno de los apóstoles, le traicionó; fue tal el dolor por este gesto infame, que Jesús se sintió profundamente excitado en su espíritu, cuando estaba para denunciar al traidor Jn 13,21).
La amistad política no parece desinteresada; en efecto, aunque los Ma-cabeos buscaron y apreciaron la de los romanos (IM 8,17 12,lss; IM 14, l6ss; 15,1 5ss; 2M 4,11) y la de otros reyes helenistas (1 M 10,1 5ss.59ss), este apoyo y esta simpatía estaban provocados por el poder militar de los †œamigos†(l M
8,lss) y tuvieron como epílogo la ocupación de Palestina por parte de esos aliados, que quitaron la libertad a los judíos. Al contrario, una figura de auténtica amistad es la que representa el amigo de bodas. La Escritura habla de él en la historia de Sansón (Jc 14,20; Jc 15,2; Jc 15,6) y en el contexto del último testimonio de Juan Bautista (Jn 3,29). El amigo del esposo es una figura muy importante en la celebración del matrimonio entre los judíos; es el soSbim, el que tenía que preparar? la esposa, conducirla hasta el esposo y controlar las relaciones sexuales de la joven pareja.
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d) Cómo conquistar y cultivarla amistad. El amor y la amistad tienen un valor incalculable; pero estos tesoros no llueven del cielo, sino que han de descubrirse, buscarse y conquistarse. Además, la flor maravillosa de la amistad, una vez que ha brotado y despuntado, necesita cultivarse. Los libros sapienciales contienen preciosas advertencias en este sentido, que no han perdido absolutamente nada de su valor en nuestros días, después de más de dos mil años. Ac aquí las sentencias más significativas sobre este tema: †œEl que encubre la falta cultiva la amistad† (Pr 17,9); el que se comporta con humildad y modestia, encuentra gracia ante la mirada del Señor y es amado por los hombres (Si 3,17s); el que visita a los enfermos se sentirá querido por ellos (Si 7,35), lo mismo que el que ayuda al necesitado (Si 22,23). Por consiguiente, la amistad se conquista amando concretamente al prójimo. El Sirácida exhorta a cultivar la amistad, haciendo bien al amigo y comprometiéndose en su ayuda (Si 14,13). No hay que dar crédito a las murmuraciones contra los amigos, sino que hay que buscar la verdad, ya que a menudo se trata de calumnias (Si 19,l3ss); más aún, hay que defender al amigo (Si 22,25), hay que aficionarse a él y serle siempre fiel (Si 27,17). Finalmente, no hay que tener miedo de perder el dinero por el amigo (Si 29,10); la amistad es un bien inmensamente superior a las riquezas materiales.
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e) El gesto de la amistad: el beso. En la Biblia se habla a menudo del beso, el gesto que expresa amor. No sólo se besan los padres y los hijos (Gen 27,26s; 50,1; Tb 10,13), sino también los parientes: Jacob besó a su prima Raquel; Labán abrazó y besó a su sobrino (Gn 29,13); Esaú corrió al encuentro de su hermano Jacob, lo abrazó y lo besó (Gn 33,4); Jacob abrazó y besó a los hijos de José (Gn 48,10); Moisés besó a su suegro Jetró (Ex 18,7), lo mismo que Edna a su yerno Tobías (Tb 10,13). Este gesto de afecto fue también el de Samuel con el joven Saúl, después de consagrarlo como rey de Israel (IS 10,1).
Evidentemente, los besos son deseados y dados sobre todo por los enamorados; por eso el Cantar de los Cantares se abre con esta expresión: †œiQue me bese con los besos de su boca!†(Ct 1,2). No existe otro gesto más dulce entre dos personas que se aman (Pr 24,26), lo mismo que no hay monstruosidad mayor que el beso del enemigo (Pr27,6). Judas Iscariote se precipitó en este abismo cuando con un beso entregó a su amigo y maestro (Mc 14,43-45 y par). El beso es realmente el signo más normal de la amistad y del amor. Por esta razón Jesús reprocha a su anfitrión Simón por no haberle dado un beso y no haberle mostrado ningún amor, mientras que la pecadora cubrió de besos sus pies, revelando el amor profundo de su corazón al Señor (Lc 7,45). Entre los primeros cristianos el beso era el gesto normal de saludo, de manera que Pablo termina algunas de sus cartas invitando a los fieles a darse el beso santo Rm 16,16; ICo 16,20; 2Co 13,13; lTs 5,26). En 1P 5,14 encontramos la significativa expresión: †œSaludaos mutuamente con el beso del amor fraternal†.
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4. El amor en la familia.
En la gama de manifestaciones del amor natural, la Biblia reserva un lugar de primer plano al amor dentro de la familia. Las expresiones tiernas y cariñosas de afecto entre los novios, el amor fuerte entre los esposos, las demostraciones concretas de amor entre padres e hijos encuentran un largo y profundo eco en los libros de la Sagrada Escritura.
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a) El noviazgo, tiempo de amor. La literatura profética utiliza el símbolo del noviazgo como tiempo de amor para evocar la experiencia religiosa del éxodo, cuando Israel se vio seducido por el Señor, lo siguió espontáneamente y cantó de gozo (Os 2,1 6s). Aquel período tan feliz estuvo marcado por el amor y por la adhesión total al Señor (Jr2,2). El lenguaje de los profetas en estos pasajes yen otros análogos tiene un claro significado religioso; pero se basa en la experiencia humana del noviazgo, período encantador de ternura y de amor, tiempo de perfume y de fragancia, marcado por el despuntar del amor, por la apertura del corazón a la persona deseada. En la historia de algunos célebres personajes de la Biblia se hace alguna breve alusión al período que precedió a su matrimonio, poniendo de relieve el nacimiento del amor a la mujer con que habrían de casarse. En el corazón dé Jacob, por ejemplo, se encendió un fuerte y grande amor a Raquel; para poder casarse con ella se puso al servicio de su padre, su propio tío Labán, durante siete años, †œque le parecieron unos días, tan grande era el amor que le tenía (Gn 29,17-20). También la historia no menos aventurada de Tobías está marcada por el amor de este joven a la que habría de ser su esposa: †œCuando Tobías oyó lo que le dijo Rafael y que Sara era de su raza y de la casa de sus padres, se enamoró de ella (Tb 6,1; Tb 6,9).
El / Cantar de los Cantares se presenta sin ninguna duda como una celebración poética del noviazgo, aunque parecen legítimas las dos lecturas, una en clave de amor natural y la otra en perspectiva religiosa. Más aún, quizá las dos visiones estén presentes en dicha obra, y por tanto haya que interpretar el texto en un doble nivel, o sea, como un poema sobre el amor humano de dos novios y como el canto del amor del Señor y de Israel durante el período que precedió a su matrimonio, sancionado con la alianza del Sinaí. En este libro podemos saborear toda la frescura y la dulzura del amor de dos corazones que viven el uno para el otro, de dos personas que desean apasionadamente unirse de la forma más compleja y que por eso se buscan sin descanso y no desisten hasta el encuentro beatificante y el abrazo embriagador. Este poema de amor está ambientado en el campo durante la primavera, la estación de las flores y de los aromas de la vegetación, en un clima de alegría y de canto, el más adecuado para el noviazgo, el tiempo del amor fresco e impetuoso, como la irrupción de la vida (Cant 2,1 Oss; 6,11; 7,13s). El Cantar se abre con el anhelo del beso, de las caricias y del encuentro con la persona amada, para saciarse de la felicidad de amar (Ct 1,1-4). Pero este deseo tan ardiente, para poder apagarse, exige la búsqueda: †œDime tú, amor de mi vida, dónde estás descansando, dónde llevas el ganado al mediodía† (Ct 1,7). En el corazón de la noche la novia, enferma de amor (Ct 2,5; Ct 5,8), se levanta del lecho, recorre las calles y las plazas de la ciudad en busca del amado de su corazón (Ct 3, 1-3), y no desiste ni siquiera ante los golpes y los ultrajes Ct 5,5-9). Los dos enamorados se aprecian y se desean, se elogian y se admiran, viviendo en un clima de dulce ensueño (Cant 1,9-2,3.8-14; 4,1-16; 5,10-16; 6,4-7,10). La novia salta de gozo al oír la voz del amado, y éste a su vez invita a la que ama a que le muestre su rostro encantador y le haga oír su voz melodiosa (Ct 2,4-14). En realidad, los dos enamorados viven el uno para el otro: †œMi amado es mío y yo soy suya† (Ct2,16; Ct 6,3). Se anhelan apasionadamente: †œYo soy de mi amor y su deseo tiende hacia mí† (Ct 7,11). Su ardor es fuego inextinguible: †œPonme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo; porque es fuerte el amor como la muerte; inflexibles, como el se†™oI, son los celos. Flechas de fuego son sus flechas, llamas divinas son sus llamas. Aguas inmensas no podrían ¡apagar el amor, ni los ríos ahogarlo. Quien ofreciera toda la hacienda de ,su casa a cambio del amor sería despreciado† (Cant 8,6s). Por esa razón la felicidad de los dos novios se alcanza en el encuentro, en el abrazo y en la unión indisoluble del matrimonio (Ct 3,4; Ct 8,3).
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b) El amor conyugal. Efectivamente, también para la Biblia el noviazgo tiende a la unión matrimonial; el amor tierno y ardiente de los primeros encuentros libres, la mutua búsqueda de los dos enamorados encuentra su feliz coronación en el matrimonio, donde el amor de los dos esposos alcanza la estabilidad y la maduración plena y fecunda. El grito de gozo de Adán por el don divino de la compañera inseparable de su vida, carne de su carne y hueso de sus huesos, insinúa la felicidad de la primera pareja que se deriva del amor conyugal (Gn 2,22-24). Pero la Sagrada Escritura no siempre pone de relieve la importancia del amor en la vida conyugal; a menudo resalta más la relación sexual o el atractivo-pasión que el don de sí en el amor (Gn 3,16 12,lOss). Este factor del amor destaca sobretodo en la historia de las mujeres desgraciadas o por ser estériles o porque se sienten poco amadas por sus esposos, enamorados de otras mujeres. Jacob amó a Raquel más que a Lía; esta última esperó que su marido la amaría cuando le dio hijos (Gn 29,30; Gn 29,32; Gn 29,34). Ana, la futura madre de Samuel, aunque estéril, era amada por su marido más que la otra mujer (IS 1,5-8). Del rey Roboán se narra que amó a la hija de Absalón más que a sus otras mujeres y concubinas (2Cr 11,21). La legislación mosaica considera el caso del hombre con dos mujeres, una de las cuales es menos amada que la otra (Dt 21,15-17). El éxito fabuloso de Ester comenzó con el amor preferencial del rey Asuero por aquella judía, que fue constituida reina (Est 2,l5ss).
Además de estos casos de amor de predilección, en la Biblia encontramos otras referencias al amor conyugal, y no pocas veces para exaltarlo. La descripción del matrimonio de Isaac concluye con la indicación de su amor por su esposa Rebeca, fuente de consuelo y de felicidad (Gn 24,67). Las mujeres filisteas de Sansón insisten en el amor que les tiene su marido para lograr que les revéle secretos importantes (Jc 14,16; Jc 16,15). En la historia de David se nos informa no sólo de que la hija del rey Saúl se enamoró de este joven héroe (IS 18,20), sino que se casó con él y que lo amaba (1S 18,27s). Pero Mical fue entregada como esposa a Paltiel, después de la fuga de David; este segundo marido la amó tiernamente, la acompañó y la siguió llorando continuamente cuando el nuevo rey de Israel pretendió su restitución (2S 3,13-16). La experiencia de Oseas, aunque reviste un profundo significado religioso para ilustrar concretamente el amor del Señor a su esposa Israel, se resiente ciertamente de un drama conyugal personal: el profeta tomó por esposa y amó a una prostituta, que, desgraciadamente, no se mantuvo fiel al marido (Os l,2ss; 3,lss).
Los sabios de Israel exhortan a amar profunda e intensamente a la propia mujer para experimentar gozo y felicidad: †œGoza de la vida con la mujer que amas† (Qo 9,9). El embriagador amor conyugal hará superar las asechanzas y las seducciones de las prostitutas, más allá del peligro de la infidelidad†. †œBendita sea tu fuente, y que te regocijes en la mujer de tu juventud: cierva amable y graciosa gacela, sus encantos te embriaguen de continuo, siempre estés prendado de su amor. ¿Por qué, hijo mío, desear a una extraña y abrazar el seno de una desconocida?† (Pr 5,18-20).
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c) El amor a los hÜos. El matrimonio en la Biblia fue instituido por el Señor para la fecundidad y la procreación, además de para la plenitud y la felicidad de los esposos. La bendición de Dios a la primera pareja humana muestra sin equívocos esta finalidad del amor conyugal (Gn 1,28). Por consiguiente, los hijos aparecen como el fruto del amor de los padres. Pero este amor no se agota en la procreación, sino que continúa todo el tiempo de la existencia. En la Sagrada Escritura está documentado este sentimiento o virtud, alma de la felicidad familiar. La conmovedora descripción dramática del sacrificio de Isaac por medio de su padre subraya fuertemente el amor de Abrahán a la víctima que tiene que inmolar en holocausto al Señor; se trata de su hijo, de su único hijo, tan amado (Gn 22,2). En la familia de Isaac encontramos una profunda divergencia entre los dos cónyuges: el padre amaba al primogénito Esaú, mientras que la madre prefería a Jacob (Gn 25,28). El amor preferencial de Jacob por José fue la causa del odio profundo de los demás hijos contra el hermano (Gen 37,3ss). Un amor análogo es el que profesa este patriarca a su hijo más pequeño, Benjamín, que le dio Raquel, su mujer predilecta (Gn 44,20). Por el contrario, David amaba mucho a su primogénito Amnón; por esta razón se mostró débil, disimulando el delito execrable de su hijo contra su hermana Tamar (2S 13,21). Quizá por este motivo, es decir, para no verse cegados por el amor, los sabios de Israel exhortan a los padres a un amor viril y sin debilidades para con los hijos, a no rechazar la vara y fomentar la disciplina, a usar la correa contra los indisciplinados, a reprochar a los que se equivocan (Pr 3,12; Pr 13,24; Si 30,1). El Cristo glorioso, el testigo fiel, se inspira en esta doctrina cuando ordena escribir a la Iglesia de Laodicea que él reprocha y castiga a los que ama Ap 3,19).
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El amor tierno y fuerte dentro de la familia es ciertamente un bien de un valor incalculable; constituye una ayuda poderosa para superar las crisis más profundas y también para vencer la desesperación. La Biblia nos habla de la experiencia de Sara, una mujer tremendamente desgraciada por la muerte de sus siete maridos, que fallecieron todos ellos la primera noche de bodas, antes de haber podido consumar el matrimonio. Presa de la desesperación, Sara, la futura esposa de Tobías, estaba pensando en el suicidio, pero el pensamiento de ser la hija única y tan querida de sus padres le dio fuerzas para superar esta loca tentación (Tb 3,10).
Hablando del amor familiar, no podemos omitir al menos una alusión a la conmovedora historia de Rt, la moabita, modelo de amor fuerte y concreto a la madre de su marido, una nuera excepcional que amó a la suegra más que sus siete hijos (Rt 4,15). Finalmente, en este contexto vale la pena señalar también el amor del esclavo a su amo y a la mujer que se le ha dado durante su esclavitud ¿Ex21,5;Dt 15,16).
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d) El amor dentro del clan. El amor familiar nos invita a recordar, aunque sólo sea sucintamente, a la gran familia de la raza o tribu o clan, a la que el israelita se muestra muy apegado y en la que está profundamente arraigado. El hebreo ama sinceramente a su pueblo y por él está dispuesto a hacer grandes sacrificios y a exponerse al peligro. Tobías, en sus largas y detalladas instrucciones a su hijo, no deja de exhortarle a amar a sus parientes y a su pueblo (Tb 4,13). Se presenta a Mardoqueo como un modelo de este amor; él buscaba el bien de su pueblo y tenía palabras de paz con todos los de su estirpe; por eso le amaban todos los hermanos (Est 10,3). Semejante amor del pueblo se recuerda igualmente en el caso del joven héroe que mató al gigante Goliat y derrotó a los ejércitos filisteos: †œTodos en Israel y Judá querían a David† (IS 18,22).
En la redacción lucana de la curación del siervo del centurión, el tercer evangelista pone en labios de los mensajeros judíos la frase siguiente: †œAma a nuestra raza y nos ha edificado una sinagoga† (Lc 7,5). Estas personas insisten en el amor del funcionario helenista al pueblo hebreo para estimular a Jesús a que realice el milagro que se le pide.
III. EL AMOR RELIGIOSO O SOBRENATURAL DEL HOMBRE.
Si en la Biblia encontramos una amplia y significativa presentación del amor humano, en ella tenemos sobre todo la descripción del amor en su dimensión religiosa. Con este concepto entendemos no solamente el amor que tiene por objeto a Dios, sino también el amor al prójimo tal como lo manda el Señor en la Sagrada Escritura y como está fundamentado en su palabra, es decir, el amor anclado en la alianza divina. Efectivamente, tanto el pacto sinaíti-co como el escatológico carecen del carácter paritario entre contrayentes iguales, puesto que brotan de la elección gratuita por parte del Señor, es decir, de su caridad divina. Estas alianzas están reguladas no sólo por la fidelidad, sino también por las relaciones de amor entre Dios y su pueblo, entre el hombre y el hombre. El precepto del amor, por consiguiente, marca el límite de la ley, ya que postula un orden moral por encima de ella, en cuanto que indica el impulso de atracción espontánea hacia Dios y el prójimo. Por eso el amor invita a superar la concepción jurídica de la alianza y a considerarla como una relación de don y de entrega total a la otra persona, bien sea Dios o bien el hombre. De esta manera el amor, a pesar de ser un precepto divino, más aún, el mandamiento que lleva a la perfección toda la ley del Señor, tiene que verse en una perspectiva de superación de las prescripciones meramente jurídicas, como el alma de unas relaciones profundas y vitales que, aunque basadas en el precepto para ayuda de la libertad, trascienden la imposición.
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1. El amor de Dios.
El primer objeto del amor religioso del hombre no puede menos de ser Dios, su padre y su creador. Los
piadosos salmistas cantan su amor a Dios: †œYo te amo, Señor; tú eres mi fuerza† (Sal 18,2); †œYo amo al
Señor, porque escucha el grito de mi súplica† (Sal 116,1). Invitan además a amar al Señor: †œAmad al
Señor todos sus fieles† (Sal 31,24).
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a) El mandamiento fundamental. En realidad, el amor a Dios es el primer precepto de la tórah, la ley mosaica. De este modo comienza la oración del Sema†™: †œEscucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas† (Dt 6,4s). En el Deuteronomio encontramos otras exhortaciones a amar al único verdadero Dios, el Señor Dt 11,1; Dt 30,16). Josué se hace eco de este mandamiento fundamental, y por eso invita al pueblo a amar al Señor, permaneciendo unidos a él y sirviéndole con todo el corazón y con toda el alma (Jos 22,5; Jos 23,11). Con este comportamiento se vive profundamente la alianza y se permanece dentro de su fidelidad.
Los evangelios subrayan este elemento: el amor existencial y total a Dios es el primer mandamiento. La respuesta de Jesús al escriba que le interrogó sobre este punto es clara y explícita: el primer precepto consiste en amar al Señor Dios con todo el corazón, y con toda el alma, y con toda la mente, y con todas las fuerzas (Mc 12,28-30; Mc 12,33 par). Este amor se demuestra concretamente con la observancia de los mandamientos del Señor (1Jn 5,3; 2Jn 6). Efectivamente, amor significa comunión con Dios, y por tanto conformidad plena con su voluntad (Jn 15,10). El que ama conoce a Dios (1Jn 4,7); pero este conocimiento según el lenguaje bíblico indica vida de comunión profunda, como la que reina entre el Padreyel Hijo, poruna parte, yentreel buen pastorysusovejas, porotra(Jn 10,14s). Medianteel amor uno permanece profundamente unido a Dios y a su Hijo, es decir, vive en perfecta comunión con la santísima Trinidad (Jn 14,21; Jn 14,23 15,9s; Jn 17,26 Un4,12s).
Un amor al Señor tan total y tan profundo no puede ser conquistado por el hombre, sino que es don de Dios, fruto de la circuncisión del corazón (Dt 30,6); podríamos decir que es obra de la gracia divina. David obtiene este don porque amaba a su creador y le cantaba himnos con todo su corazón (Si 47,8). Esta gracia se consigue mediante la sabiduría, que hace al hombre amigo de Dios (Sb 7,14; Sb 7,27). Jesús, en la última noche de su existencia en la tierra, pidió al Padre que concediera a sus discípulos el don de su amor (Jn 17,26).
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Israel durante su juventud, en el período de su noviazgo, amó al Señor con ternura y sinceridad. Los profetas / Oseas y / Jeremías cantan este período idílico de la historia del pueblo de Dios, cuando Israel se dejó seducir por el Señor y vivió en intimidad profunda con su Dios (Os 2,16s): †œMe he acordado de ti en los tiempos de tu juventud, de tu amor de novia, cuando me seguías en el desierto, en una tierra sin cultivar† (Jr2,2). Pero este amor duró muy poco tiempo (Os 6,4; Sal 78,36), más aún, pronto se hizo adúltero, ya que Israel se prostituyó y anduvo tras otros dioses, con los que se enredó largamente. El Señor, por labios de Oseas, acusa a su esposa de los adulterios perpetrados con las numerosas prostituciones cometidas con sus amantes y la amenaza con el castigo más severo (Os 2,4-15 3,lss). Jeremías denuncia la perversidad de esa esposa que se obstina en seguir a sus amantes, los dioses extranjeros (Jr2,25), buscando el amor lejos del Señor y traicionando continuamente a su esposo (Jr 2,33; 1s57,8). Pero el Señor castigará a esos amantes (Jr22,22), gunto con su esposa infiel (Ez 16,35ss).
En su estado de desolación, después del severo castigo de Dios, Jerusalén no encuentra un solo consolador entre todos sus amantes, a nadie que venga a enjugar sus lágri-snas (Lm 1,2). En realidad, la histo-riaide Israel es una historia de amor -creativo y tierno del Señor (Ez 16,4ss), pagado por su esposa con la infidelidad y la prostitución idolátrica (Ez 16,l5ss.25ss), cayendo conti-(ñüamente en abominaciones y des-ovarios (Ez 16,2Oss). ¡ †œJesús acusa sobre todo a los escri-bas y fariseos de amar a Dios sólo a flor de labios, mientras que su corazón está lejos de él (Mc 7,6 y par). -Realmente no aman a Dios Q, es decir, no aman al Padre celestial, no viven para él (Jn 5,42). zEn el sermón de la montaña (1 Bien-aventuranzas) Jesús proclama que el -amor al dinero excluye el amor a rDios; por tanto, el que ama a Dios, rio puede servir a mammón, porque rel amor y el servicio de Dios son de carácter totalitario y exclusivista (Mt ¿6,24 y par). El autor del Apocalipsis, -en la carta a la comunidad de Efeso, reprocha la conducta de esta Iglesia al haber abandonado su primer amor :por el Señor (Ap 2,4). éx. El amor a Dios es el don celestial cpor excelencia que puede conceder el Padre; esta gracia divina se da por medio del Espíritu Santo (Rm 5,5); Pablo y Judas se la desean a sus fieles (2Co 13,13; Ef 6,23; 2Ts 3,5 % Jud 21). Efectivamente, con este don se Aalcanza la felicidad suprema, ya que ttodas las cosas concurren al bien de los que aman a Dios (Rm 8,28). A éstos Dios les tiene preparados bienes †˜inimaginables (1Co 2,9). Desgracia-.damente, este amor a Dios se enfría en tiempos de persecución en el cora-fZOn de muchos; sin embargo, la salvación está reservada a quien persevere hasta el fin (Mt 24,12s).
El amor al Señor se demuestra concretamente guardando su palabra y amando a los hermanos. El autor de la primera carta de Juan es muy explícito en este sentido: el amor a Dios alcanza su perfección en el discípulo que guarda su palabra (1Jn 2,5; 1Jn 5,3); el que no ama al hermano, a quien ve, no puede amar al Dios, a quien no ve (lín 4,20).
La persona que amó de forma perfecta al Padre fue Jesús; lo amó concretamente, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo su alimento de la voluntad de Dios (Jn 4,34), obedeciendo hasta el fondo a su mandamiento de beber el cáliz amargo de la pasión (Jn 14,31; Jn 18,11), realizando su obra reveladora y salvífica (Jn 17,4), que alcanza su expresión suprema y perfecta en la cruz (Jn 19,28; Jn 19,30).
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b) Amor y temor de Dios. La historia de Israel, esposa amada pero adúltera, muestra la necesidad del temor del Señor, es decir, el miedo a caer en la infidelidad. En efecto, el amor de Dios no se agota en la esfera sentimental, sino que afecta a todo el hombre y se concreta en la observancia de su palabra, de sus leyes. Por consiguiente, incluye el temor reverencial a traspasar sus preceptos, a fallar en las cláusulas de la alianza. Por esta razón muchas veces en la Biblia se asocia íntimamente el amor al temor de Dios. En este sentido resulta especialmente claro el pasaje de Dt 10,12s. Este amor y temor del Señor lo demostró Israel rechazando claramente la idolatría, observando los preceptos de Dios y escuchando su voz Dt 13,2-5; Dt 19,9). En los libros sapienciales encontramos pasajes que ponen en paralelismo el amor y el temor del Señor, mostrando de este modo que se trata de dos realidades muy parecidas (Si 2,15s; 7,29s).
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c) El amor al lugar de la presencia de Dios. El israelita que se adhiere al Señor y lo ama viviendo su palabra, no se olvida de su ciudad y de su casa, sino que las ama profundamente, ya que es allí donde encuentra a su Dios, experimentando su presencia salvífica en su templo santo. El piadoso hebreo desea ardientemente la visión de Dios en su casa, lo mismo que anhela la cierva las fuentes de agua fresca; allí es realmente donde contempla el rostro del Señor (Ps 42,2ss). El salmista siente un amor apasionado por el templo de Jerusa-lén, lugar de la gloria divina (Sal 26,8). Sión es la ciudad amada por el Creador, que ha hecho morar en ella su sabiduría (Si 24,11). Por eso el salmista augura prosperidad para todos los que aman a Jerusalén (Sal 122,6), y el profeta invita a la alegría y a la exultación a todos los que la aman, ya que el Señor está a punto de inundarla de paz (Is 66,lOss). El templo suscita igualmente el amor tierno del piadoso israelita (Ps 84,2s). En Ap 20,9 la ciudad amada es la Iglesia, que al final de los tiempos se verá asaltada por Satanás, pero se salvará gracias a una intervención de Dios.
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d) El amor al Hijo de Dios. El NT, centrado en la persona de Cristo, no podía menos de resaltar el amor a esta persona divina. En el pasaje de la conversión de la pecadora pública (Lc 7,36-50), el tercer evangelista subraya el amor de esta mujer al Señor Jesús, poniéndolo en contraste con la fría acogida de Simeón; aquí se presentan íntimamente unidos el amor y la fe, puestos a su vez en relación con el perdón de los pecados. Jesús exige de su discípulo un amor superior al amor que se tiene al padre, a la madre, al hijo o la hija (Mt 10,37); el tercer evangelista inserta en esta lista a la esposa, a los hermanos y hermanas, y hasta a la propia alma, afirmando que para seguir a Cristo hay que odiar a estas personas, esto es, que el amor a Jesús tiene que ocupar el primer puesto de forma indiscutible (Lc 14,26).
Este amor al Verbo encarnado no es poseído, ciertamente, por los judíos, que se muestran más bien sus enemigos irreductibles (Jn 8,42). Realmente ama a Jesús el que guarda sus mandamientos (Jn 14,15; Jn 14,21), es decir, su palabra (Jn 14,23). Se permanece en el amor de Cristo observando sus preceptos (Jn 15,9s). El maestro reconoce que sus amigos más íntimos lo han amado (Jn 16,27) porque han observado la palabra de Dios dada al Hijo (Jn 17,6ss). Por esta razón, Simón Pedro, a pesar del triste paréntesis de su negativa, puede declarar a Cristo resucitado, que lo examinaba de amor: †œSí, Señor, tú sabes que te amo… Tú lo sabes todo: tú sabes que te amo† (Jn 21,15-17).
En las cartas apostólicas se hace mención en repetidas ocasiones del amor a Cristo. Pablo lanza el anatema, es decir, la excomunión, contra el que no ame al Señor (1Co 16,22). Pedro recuerda a sus fieles que aman a Jesucristo, aunque no lo vean (IP 1,8). El autor de la carta a los Efesios desea la gracia de Dios a todos los que aman al Señor Jesús (Ef 6,24). En efecto, el que ama al Padre, ama también al Hijo que engendró (1Jn 5,1), y por eso se ve colmado de los favores divinos y se verá coronado de gloria en el último día (2Tm 4,8). El que ama a Jesús es amado por el Padre y por el Hijo (Jn 14,21); más aún, se convierte en templo de la santísima Trinidad (Jn 14,23). Por consiguiente, este amor es fuente de la vida, de la verdadera felicidad y de la salvación plena.
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e) El amor de Dioses fuente de felicidad y de gracia. La Biblia, para estimular el amor del Señor, proclama en varias ocasiones y en diversas tonalidades los bienes salvíficos que se derivan de esa adhesión total a Dios y a sus preceptos. En el / Decálogo, donde se prohibe la idolatría, el Señor recuerda que, aunque castiga la culpa de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación para quienes lo odian, sin embargo otorga su gracia abundantemente a quienes lo aman y guardan sus mandamientos (Ex 20,5ss; Dt 5,9s). En efecto, el Señor es †œel Dios fiel, que guarda la alianza y la misericordia hasta mil generaciones a los que lo aman y cumplen sus mandamientos†™ (Dt 7,9; Ne 1,5; Dn 9,4). Efectivamente, el Señor guarda a todos los que lo aman, mientras que dispersa a todos los impíos (SaI 145,20). Dios bendice a quien es fiel a su alianza. Con el amor concreto al Señor, observando y practicando sus decretos, Israel experimentará la bendición y el amor de Dios en la fecundidad de sus familias y de sus rebaños, en la abundancia de los frutos de la tierra y en la salud (Dt 7,13-15). La fertilidad de los campos se presenta como consecuencia de este amor a Dios en la observancia de sus preceptos(Dt 11,13s). De forma análoga, la victoria sobre todas las naciones, incluso las más numerosas y poderosas, dependerá de la prueba de amor de Israel, concretado en la práctica de, los mandatos del Señor (Dt ll,22s).†™ Este amor será fuente de prosperidad total y de felicidad plena (Dt 30,6-10) y producirá la vida en abundancia (Dt 30,19s). La experiencia del amor divino, de la gracia y de la misericordia salvífica del Señor está reservada a los fieles y a los elegidos que confían en él y viven en la justicia Sb 3,9). La exaltación de Israel y la destrucción de sus enemigos está ligada al amor de Dios (Jc 5,31). Amando sinceramente al Señor es cómo los hijos de Abrahán gozarán de tranquilidad, de paz y de gozo en su país, Palestina (Tb 14,7). Los que aman el nombre del Señor tendrán en herencia las ciudades de Judá, habitarán en ellas y gozarán de su posesión (Ps 69,36s). En la experiencia de esta felicidad, los israelitas se verán también acompañados por los extranjeros que se adhieran al Señor para servirle, amando su nombre (Is 56,6s).
Para los sabios de Israel, el don o la gracia más grande que puede dispensar Dios a cuantos lo aman es la sabiduría (Si l,7s; Qo 2,26). Los salmistas, por su parte, invocan la misericordia y la bendición de Dios, fuente de gozo y de gracia, sobre cuantos aman su nombre y su salvación (Ps 5,12s; 40,17; 70,5; 119,132). El que ama al Señor experimentará su poderosa protección (Si 34,16), como ocurrió con Daniel cuando fue liberado de la fosa de los leones y pudo exclamar: †œOh Dios, te has acordado de mí y no has desamparado a los que te aman!†™(Dn 14,38), mostrando esa adhesión al Señor con la fidelidad a su pacto y a sus preceptos.
Pablo, en sus cartas, presenta el amor de Dios como el bien supremo y la fuente de la gracia y de la felicidad, de la que no puede separarnos ninguna potencia enemiga (Rm 8,31-39). El que ama de veras a Dios vive en profunda comunión con él (1Co 8,3), y por eso no hay fuerza alguna que sea capaz de arrebatar este tesoro del amor divino. Dios, Padre bueno y todopoderoso, lo predispone todo para el bien de los que lo aman (Rom 8,28ss) y prepara la corona de justicia, es decir, de gloria, en la parusía para el que ama la manifestación del Señor Jesús, es decir, para el que vive orientado hacia el encuentro final con Cristo (2Tm 4,8). Efectivamente, esta corona de gloria es la que Dios ha prometido a cuantos lo aman y demuestran su amor, venciendo todas las tentaciones del mal (Jc 1,l2ss). Los pobres a los ojos del mundo heredarán esa gloria que Dios tiene prometida para quienes lo aman (St 2,5). Este premio, que Dios prepara para sus hijos que lo aman, supera toda capacidad de imaginación (1Co 2,9). ¿Por qué motivo obtendrá una gloria tan grande el que ama? Porque en el amor divino el cristiano, elegido por el Padre antes de la creación del mundo, vive en la santidad y en la justicia perfecta durante todos sus días
Lc 1,75 Ep l,3ss).
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2. El amor a la sabiduría y a LA †œtórah†.
Un aspecto particular del amor religioso, que se subraya sobre todo en los escritos sapienciales, es el amor a la / sabiduría, encarnada en la ley de Moisés. Se trata de un tema afín al anterior, ya que la sabiduría es una realidad divina; es la hija primogénita del Señor, creada antes del mundo y enviada por Dios a Israel para que plante su tienda en medio de su pueblo a fin de instruirle, de adoctrinarle y de revelar su palabra concretada en la tórah (Pr 8,22s; Si 24,3-32).
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a) La invitación a/amor. Los sabios de Israel no se cansan de exhortar, con diversas expresiones y de diferentes maneras, a amar a la sabiduría, mostrando los efectos benéficos de ese amor(Sg l,lss):
†œAdquiérela sabiduría…; no la abandones y ella te guardará, ámala y ella te custodiarᆠ(Pr 4,5-6). La sabiduría no es una realidad imposible de encontrar ni impenetrable, sino que se deja conocer fácilmente en su esplendor incorruptible por cuantos la aman (Sb 6,12). En realidad, el sabio la ha buscado, porque la ha amado y escogido por esposa: †œYo la amé y la busqué desde mi juventud, traté de hacerla mi esposa y quedé prendado de su hermosura† (Sb 8,2).
Este amor a la sabiduría se concreta en el amor a la verdad y a la paz; por eso el profeta exhorta: †œAmad la lealtad y la paz† (Za 8,19). Tan sólo los necios desdeñan este amor a la sabiduría (Pr 18,2), mientras que †œel que ama la instrucción ama la ciencia† (Pr 12,1). Con este amor a la sabiduría el hijo alegra el corazón del padre (Pr 29,3).
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b) El amor a la ley mosaica. La sabiduría divina se ha encarnado en la tórah, la ley dada por Dios a través de Moisés (Si 24,22ss; Ba 4,1); por eso el amor a la sabiduría se demuestra con la adhesión a los preceptos del Señor. El sabio sentencia de este modo: †œAmar la sabiduría es guardar sus leyes† (Sb 6,18). El Ps 119 puede considerarse como una exaltación del amor a la ley mosaica, a la palabra de Dios. El autor confiesa que ama esta realidad divina (vv. 159. 163.167), proclama que encuentra su gozo y su salvación en el gran amor a los preceptosSeñor (vv. 47s. 113) y exclama: †œ Cuánto amo tu ley!, todo el día estoy pensando en ella† (y. 97). Los mandamientos de Dios son más preciosos que el oro más puro; por esa razón los ama el salmista (y. 127). La palabra del Señor es purísima y por eso la ama el justo (y.
140).
131
c) Elamora la ley-sabiduría es fuente de felicidad y de gracia. Con esta adhesión a la palabra de Dios se alcanza la vida verdadera y el gozo. En efecto, el que ama la ley del Señor obtiene una palabra profunda Sal 119,165). Al que ama, la sabiduría le concede riqueza y gloría, bienes imperecederos mejores que el oro fino y que la plata pura, tesoros divinos (Pr 8,l7ss). De este amor se derivan bienes
inconmensurables: esplendor que no conoce ocaso, inmortalidad y riquezas innumerables (Sg 7,lOs; 8,17s). Los frutos del amor de la justicia son las virtudes (Sb 8,7). El amor a la sabiduría no sólo vale más que el vino y que la música (Si 40,20), sino que es fuente de vida, de gozo y de gloria (Si 4,11-14). El que muestra tal amor por la sabiduría será amado a su vez por ella y obtendrá la verdadera riqueza y la gloria inmarcesible.
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3. El amor al prójimo.
En la Biblia encontramos expresiones de filantropía; sin embargo, el amor al prójimo tiene prevalentemente motivaciones religiosas; más aún, algunas veces se inserta en la experiencia salvífica del éxodo o se fundamenta en el amor del Hijo de Dios a todos los hombres. Tiene más bien un sabor filantrópico la sentencia sapiencial de Si 13,lSss, en donde el amor al prójimo se considera como un fenómeno natural. Un tenor análogo conserva la exhortación a amar a los esclavos juiciosos y a los siervos fieles (Si 7,20s). Sin embargo, en otros pasajes la motivación del amor al prójimo es ciertamente de carácter sobrenatural, ya que esta actitud se presenta como un precepto del Señor (Lv 19,18; Mt 5,43; Mt 22,39), e incluso a veces el amor al hermano se fundamenta en el amor a Dios, por lo que este segundo mandamiento es consideradA como semejante al primero sobre el amor al Señor (Mt 22,39). A este propósito, Juan se expresa así en su primera carta: †œSi alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que el que ame a Dios ame también a su hermano† 1Jn 4,20-21). Más aún, el amor auténtico al prójimo depende del amor a Dios: †œEn esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y guardamos sus mandamientos† (1Jn 5,2).
En realidad, desde los textos más antiguos de la Sagrada Escritura la relación religiosa con Dios está íntimamente vinculada al comportamiento con el prójimo. El decálogo une los deberes para con el Señor y para con los hermanos (Ex 20,1-17; Dt 5,6-21). Además, muchas veces el amor al prójimo en la Biblia se fundamenta en la conducta de Dios: hay que portarse con amor, porque el Señor ha amado a esas personas (cf Dt 10,18s; Mt 5,44s.48; Lc 6,35s; Un 4,lOs). No se trata, por consiguiente, de mera solidaridad humana o de filantropía, ya que la razón del amor al prójimo es de carácter histórico-salvífico o sobrenatural. Por tanto, en la Sagrada Escritura el hecho natural e instintivo del amor ha sido elevado a la esfera religiosa o sobrenatural e insertado en la alianza divina.
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a) ¿ Quién es el prójimo al que hay que amar? El primer problema ??t resolver, cuando se habla del amor al †œprójimo†, concierne al significado de este término. La cuestión dista mucho de resultar ociosa, ya que semejante pregunta se la dirigió también a Jesús nada menos que un doctor de la ley (Lc 10,29). Para el AT, el prójimo es el israelita, muy distinto del pagano y del forastero. En la tórah encontramos el famoso precepto divino de amar al prójimo como así mismo, en paralelismo con la prohibición de vengarse contra los hijos del pueblo israelita (Lv 19,18). El prójimo, en realidad, indica al hebreo (Ex 2,13; Lv 19,15; Lv 19,17).
En los evangelios, cuando se habla del amor al prójimo, se cita a menudo el precepto de la ley mosaica Mt 19,19; Mt 22,39; Mc 12,31; Mc 12,33) y se presupone, al menos en el nivel del Jesús histórico, que el prójimo es el israelita. Pero en la parábola del buen samaritano queda superada esta posición, ya que en ella el prójimo indica con toda claridad a un miembro de un pueblo enemigo (Lc 10,29-36). Jesús revolucionó el mandamiento de la ley mosaica que ordenaba el amor al prójimo y permitía el odio al enemigo (Mt 5,43). En las cartas de los apóstoles no pocas veces se apela a la Sagrada Escritura para inculcar el amor al prójimo (St 2,8). En este precepto del amor fraterno se ve el cumplimiento pleno de la ley (Ga 5,14 Rom 13,8ss).
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b) El amor al forastero. La ley de Moisés no ignora a los emigrados, a los que se establecen en medio de los israelitas, pero sin ser israelitas. Estos tienen que ser amados, porque también los hijos de Jacob pasaron por la experiencia de la emigración en Egipto (Lev 19,33s). En efecto, Dios ama al forastero y le procura lo necesario para vivir; por eso también los israelitas, que fueron forasteros en tierras de Egipto, tienen que amar al forastero por orden del Señor (Dt 10,18s). El autor de la tercera carta de Juan se congratula con Gayo por la caritativa acogida a los forasteros (3Jn 5s).
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c) El amor a los enemigos. El Señor en el AT no manda amar a los enemigos; más aún, en estos libros encontramos expresiones y actitudes realmente desconcertantes para los cristianos. Así, las órdenes de exterminar a los paganos y a los enemigos de Israel nos dejan muy desorientados y hasta escandalizados [/Guerra III]. Efectivamente, la historia del pueblo hebreo está caracterizada por guerras santas, en las que los adversarios fueron aniquilados en un auténtico holocausto, sin que quedara ningún superviviente ni entre los hombres ni entre los animales (cf Ex 17,8ss;Núm2l,2lss;31,lss;Dt2,34;3,3-7; Jos 6,21; Jos 6,24 8,24s). Más aún, la Biblia refiere cómo Dios ordenó a veces destinar al anatema, es decir, al exterminio, a todas las poblaciones paganas, sin excluir siquiera a los niños o a las mujeres encinta Jos 11,20; IS 15,1-3). Además, el Ps 109 contiene fuertes implicaciones contra los acusadores del salmista que han devuelto mal por bien y odio por amor (vv. 4ss). En otros lugares del AT se invoca la venganza divina contra los inicuos (Sal 5,11 28,4s; 137,7ss;Jr 11,20 20,12, etc. ). Sin embargo, incluso antes de la venida de Jesús se prescriben en la tórah actitudes que suponen la superación del odio a los enemigos, puesto que se exige la ayuda a esas personas (cf Ex 23,4s; Pr 25,21). Además, en el AT algunos justos supieron perdonar y amar a las personas que los habían odiado y perseguido. Los modelos más claros y conmovedores de esta caridad los tenemos en el hebreo José y en David. El comportamiento del joven hijo de Jacob resulta verdaderamente evangélico y ejemplar. Fue odiado por sus hermanos, hasta el punto de que tramaron su muerte; en vez de ello fue vendido como esclavo a los madianitas (Gen 37,4ss. 28ss). Cuando las peripecias de la vida lo llevaron al ápice de la gloria, hasta ser nombrado gobernador y virrey de todo el Egipto, pudo haberse vengado con enorme facilidad de sus hermanos. Por el contrario, después de haber puesto a prueba su amor a Benjamín, el otro hijo de su madre Raquel, se les dio a conocer, les perdonó, intentando incluso excusar su pecado, y les ayudó generosamente (Gén 45,lss; 50,l9ss).
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También la historia de David parece muy edificante en esta cuestión del amor a los enemigos. En efecto, el joven pastor, después de haber realizado empresas heroicas en favor de su pueblo, fue odiado por Saúl por su prestigio en aumento; más aún, este rey intentó varias veces acabar con su vida y disparó contra él su lanza (IS 18,6-11 19,8ss), le persiguió y lo acorraló (IS 23, 6ss.lgss; 26,lss). En una ocasión, mientras Saúl le perseguía, se le presentó a David la ocasión de eliminar al rey de una simple lanzada. Pero el hijo de Jesé le respetó la vida, a pesar de que sus hombres le invitaban a vengarse de su rival (IS 24,4-16; IS 26,6-20). Otro espléndido ejemplo de amor a los perseguidores nos lo ofreció igualmente David al final de su vida, con ocasión de la rebelión de su hijo Absalón; éste quería destronar a su padre, y para ello sublevó a todo el pueblo, obligando a David a huir de Jerusalén (2S 15,7ss); persiguió luego al pequeño grupo que había permanecido fiel al rey y les atacó en la selva de Efraín. Allí el rebelde se quedó enredado con su cabellera en las ramas de una encina, y Joab, faltando a las órdenes dadas por David, lo mató clavándole tres dardos en el corazón (2S 18,1-15). Cuando el rey tuvo noticias de la muerte de su hijo tembló de emoción, explotó en lágrimas y lloró, gritando amargamente:† i Quién me diera haber muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!† (2S 19,1). Este comportamiento desconcertante irritó profundamente a Joab, que reprochó a David amar a quienes lo odiaban (2S 19,7).
137
En el sermón de la montaña no sólo se anuncia la regla de oro (Mt 7,12 y par), viviendo la cual se destruye toda enemistad, sino que se prohibe formalmente el odio a los enemigos; más aún, Jesús ordena expresamente amar a esas personas, precepto realmente inaudito para un pueblo acostumbrado alanzar maldicio-íines contra sus opresores y perseguidores (cf también los Himnos de Qumrán). El pasaje de Mt 5,43-48 †˜forma el último de los seis mil paralelismos o antítesis de la amplia sec-cción del sermón de la montaña, en ; donde se recoge la nueva ley del reino de los cielos (Mt 5,21-48). Jesús, al exigir el amor a los enemigos, se enfrenta con la praxis dominante y se (inspira en la conducta del Padre celestial, que no excluye a nadie de su corazón y por eso concede a todos sus favores (Mt 5,44s; Lc 6,27-35). El modelo perfecto de este amor a los enemigos y los perseguidores lo encontramos en la persona de Jesús, que no sólo no devolvía los insultos recibidos y no amenazaba a nadie durante su pasión (IP 2,2 lss), sino que desde la cruz suplicaba al Padre por sus verdugos, implorando para ellos el perdón (Lc 23,34). El primer mártir cristiano, el diácono Esteban, imitará a su maestro y Señor, orando por quienes lo lapidaban (Ac 7,59s).
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d) El amor expía los pecados. En este contexto hemos de hacer al menos una alusión al efecto purificador de la caridad. El pasaje de Pr 10,12 contrapone el odio al amor, proclamando que, mientras que el primero sólo origina disensiones y luchas, el amor cubre todas las culpas. Esta sentencia es recogida por Pedro, el cual para estimular al amor fraterno recuerda que con el amor se obtiene el perdón de los pecados (IP 4,8
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4. El amor cristiano.
En el NT el amor cristiano se presenta como el ideal y el signo distintivo de los discípulos de Jesús. Estos son cristianos sobre la base del amor: el que ama al hermano y vive para él demuestra que es un seguidor auténtico de aquel maestro que amó a los suyos hasta el signo supremo de dar su vida por ellos. El que no ama permanece en la muerte y no puede ser considerado de ningún modo discípulo de Cristo.
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a) ¡Amaos como yo os amo! Jesús invitó a los discípulos a una vida de amor fuerte y concreto, semejante a la suya. En sus discursos de la última cena encontramos interesantes y vibrantes exhortaciones sobre este tema. En el primero de estos grandes sermones, ya desde el principio, Jesús se preocupa del comportamiento de sus amigos en su comunidad durante su ausencia; por eso les dice: †œOs doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros† (Jn 13,34s). Este precepto del amor es llamado †œmandamiento nuevo†, ya que nunca se había exigido nada semejante antes de la venida de Cristo. En efecto, Jesús exige de sus discípulos que se amen hasta el signo supremo del don de la vida, como lo hizo él (Jn 13,1 Ss); realmente, nadie tiene un amor más grande que el que ofrece su vida por el amigo (Jn 15,13). En el segundo discurso de la última cena el Maestro reanuda este tema en uno de sus trozos iniciales, centrados precisamente en el amor fraterno: †œEste es mi mandamiento: amaos unos a otros como yo os he amado… Esto os mando: amaos unos a otros†
Jn 15,12; Jn 15,17). Son diversos los preceptos que dio Jesús a sus amigos, pero el mandamiento específicamente †œsuyo† es uno solo: el amor mutuo entre los miembros de su familia.
Juan, en su primera carta, se hace eco de esta enseñanza de Cristo: †œEste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos los unos a los otros† (IJn 3,11 cf 2Jn Ss) hasta el don de la vida, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios (IJn 3,16). Los cristianos deben amarse los unos a los otros, concretamente, según el mandamiento del Padre (IJn 3,23). A imitación de Dios, que manifestó su amor inmenso a la humanidad, enviando a la tierra a su Hijo unigénito, los miembros de la Iglesia tienen que amarse los unos a los otros: †œNosotros amamos porque él nos amó primero† (1Jn 4,19). En realidad, los cristianos tienen que inspirarse en su comportamiento en el amor del Señor Jesús, que llegó a ofrecer su vida por su Iglesia (Ef 5,2).
El último día serán juzgados sobre la base del amor concreto a los hermanos: el que haya ayudado a los necesitados tomará posesión del reino; pero el que se haya cerrado en su egoísmo será enviado al fuego eterno (Mt 25,31-46).
141
b) Amor sincero, concreto y profundo. En los primeros escritos cristianos encontramos continuamente el eco de esta enseñanza de Jesús. Efectivamente, Pablo en sus cartas inculca en diversas ocasiones y en diferentes tonos el amor fraterno: el amor debe ser sincero y cordial (Rom 12,9s), a imitación del suyo 2Co 6,6). Los cristianos de Tesalónica demuestran que son modelos perfectos de ese amor sincero lTs 1,3; lTs 3,6; lTs 4,9). Entre los creyentes todo tiene que hacerse en el amor (1Co 16,14), e incluso en los castigos hay que tomar decisiones conformes con el amor (2Co 2,6-8; lTm 1,5). Efectivamente, lo que cuenta en la vida cristiana es la fe que actúa mediante el amor (Ga 5,6); por eso hay que servir con amor (Ga 5,13). En particular, Pablo enseña que por amor para con el hermano débil hay que renunciar incluso a las comidas lícitas ya la libertad, si ello fuera ocasión para su caída (Rm 14,15 iCo 8,lss).
La generosidad a la hora de ofrecer a los necesitados bienes materiales es signo de amor auténtico (2Co 8,7s). Efectivamente, el amor cristiano no se agota en el sentimiento, sino que ha de concretarse en la ayuda, en el socorro, en el compartir; por eso el rico que cierra su corazón al pobre no está animado por el amor (1Jn 3,17s). En realidad, el que sostiene que ama a un Dios que no ve y no ama al hermano a quien ve es un mentiroso, porque es incapaz de amar verdaderamente a Dios (1Jn 4,20). Pero también es verdad lo contrario: la prueba del auténtico amor a los hermanos la constituye el amor a Dios (1Jn 5,2).
o Los padres y los pastores de las Iglesias se alegran y dan gracias a Dios cuando constatan que el amor fraterno se vive entre los cristianos (2Ts 1,3; Ef 1,15 Col l,3s. Co18; Flm 5,7; Ap 2,19); ruegan además por el aumento del amor dentro de sus familias (lTs 3,12 Ep 3,16s; Flp 1,9 Col 2,lss)y amonestan a sus hijos para que profundicen cada vez más en el amor (lTh 5,12s; Hb 10,24; 2P 1,7), caminando en el amor según el ejemplo de Cristo (Ef 5,2), soportando humilde y dulcemente las contrariedades, preocupados por conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz (Ef 4, 1-6; Flp 2,1 ss), viviendo la palabra de la verdad en el :ámor y creciendo en Cristo, del que recibe su incremento el cuerpo de la Iglesia, edificándose en el amor (Ep 4,15s): †œPor encima de todo, tened amor, que es el lazo de la perfección† Col 3,14); †œCon el fin de llegar a una fraternidad sincera, amaos entrañablemente unos a otros† (IP 1,22). Todos los cristianos tienen que estar animados por el amor fraterno, pero de manera especial los ancianos (Tt 2,2). Este amor, aunque tiene como objeto específico a los miembros de ia Iglesia, incluye el respeto para con iodos (IP 2,17; IP 4,8). as i El que está poseído por este amor íraterno permanece en la luz (1Jn íilO), vive en comunión con Dios; ?que es luz (IJn 1,5) ha pasado de la ¿nuerte a la vida divina (IJn 3,14 ). Efectivamente, Dios mora en el corazón del que ama(Un4,lls). El amor se identifica realmente con Dios; es †˜una realidad divina, una chispa del corazón del Padre comunicada a sus hijos, ante la cual uno se queda admirado, lleno de asombro. Pablo exalta hasta tal punto esta virtud del amor que llega a colocarla por enci-JRa de la fe y de la esperanza, puesto *)Uéinunca podrá fallar: en la gloria del reino ya no se creará ni será ya necesario esperar, puesto que se poseerán las realidades divinas, pero se seguirá amando; más aún, la vida bienaventurada consistirá en contemplar y en amar (1Co 13). Por consiguiente, el que ama posee ya la felicidad del reino, puesto que vive en Dios, que es amor. La salvación eterna depende de la perseverancia en el amor (ITm 2,15). Dios, en su justicia, no se olvida del amor de los creyentes, concretado en el servicio (Hb 6,10). Por eso los cristianos animados por el amor aguardan con confianza el juicio de Dios (1Jn 4,17s).
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c) El amor fraterno es fruto del Espíritu Santo. Esta caridad cristiana, tan concreta y profunda, deriva de la acción del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. En efecto, sólo el Espíritu de Dios puede hacer que se obtenga la victoria sobre la carne, es decir, sobre el egoísmo; y por tanto sólo él puede hacer que triunfe el amor. El fragmento de Gal 5,16-26 se presenta en este sentido como muy elocuente y convincente: mientras que las obras de la carne son el libertinaje y el vicio, †œlos frutos del Espíritu son:
amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia† (y. 22).
Así pues, la caridad cristiana es obra del Espíritu Santo, que anima la vida de fe; por esta razón Pablo puede atribuir el amor a esta persona divina y expresarse de este modo: †œPor el amor del Espíritu Santo, os pido…† (Rm 15,30); †œEl Señor no nos ha dado Espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor† (2Tm 1,7). Efectivamente, †œel amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado† (Rm 5,5).
d) El amor de los pastores de las Iglesias. Los grandes apóstoles y padres de las comunidades cristianas primitivas están animados de una caridad muy profunda a sus discípulos e hijos; por eso se dirigen a ellos con el apelativo queridos o amados (aga-pétói) (Rm 12,19; ICo 10,14; St 1,16; IP 2,11 Un IP 2,7 etc. ). Pablo ama tiernamente a sus hijos espirituales (Rm 16,5; Rm 16,8; ICo 4,17), porque los ha engendrado a la fe. Por eso les amonesta con amor (1 Co 4,14s; 2Co 11,11): †œEn nuestra ternura hacia vosotros, hubiéramos querido entregaros, al mismo tiempo que el evangelio de Dios, nuestra propia vida† (ITs 2,8). Alberga idénticos sentimientos hacia sus colaboradores, especialmente por Timoteo (1Co 4,17; 2Tm 1,2; Ef 6,21; Col 1,7; Col 4,7). Los apóstoles y los presbíteros de Jerusalén presentan a los dos misioneros Bernabé y Pablo como hermanos queridos (Hch 15,25). Pablo desea ejercer su ministerio con amor y con dulzura; por eso no quiere verse obligado a usar la vara (1Co 4,21). Escribiendo a Filemón, le suplica con amor por su hijo Onésimo, sin querer apelar a su derecho de mandar libremente (Flm 9). En general, los apóstoles y los misioneros reciben también como recompensa el amor de sus fieles (Tt 3,15), aunque Pablo observa en algunas de sus comunidades cierta frialdad, a pesar de su fuerte amor (2Co 12,15). Para este gran apóstol de Cristo, el que es guía o pastor de la comunidad debe buscar la piedad, la justicia, la fe y el amor (ITm 6,11); debe hacerse el modelo de los fieles en el amor (ITm 4,12), debe buscar el amor (2Tm 2,22). Pablo presenta su conducta y sus palabras sobre la fe y sobre el amor fundado en Cristo Jesús como elemento de inspiración para la vida de Timoteo (2Tm 1,13; 2Tm 3,10).
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e) El amor conyugal. Un aspecto muy interesante del amor cristiano, tratado especialmente en la carta a los Efesios, tiene por objeto el comportamiento de los esposos, es decir, la vida de la pareja, consagrada con el sacramento del / matrimonio. El autor de la carta a los Colosenses se limita a exhortar a los maridos: †œMaridos, amad a vuestras esposas y no os irritéis contra ellas† (Col 3,19). Al contrario, en la carta a los Efesios se pone el amor conyugal en relación con la entrega amorosa de Cristo a la Iglesia: el marido tiene que comportarse con su esposa de la misma manera que el Señor Jesús, que entregó y sacrificó su vida por su esposa, la comunidad mesiánica (Ep 5,25ss).
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f) †œKoinonía †œy comunidad cristiana primitiva. Al hablar del amor fraterno en el NT no se puede omitir una alusión a la vida de la Iglesia apostólica. Tomando como base la descripción que de ella nos hace Lucas en los Hechos de los Apóstoles, queda uno asombrado de la perfecta comunión (koinonía) de corazón y de bienes dentro de la comunidad de los orígenes: los primeros creyentes participaban asiduamente de la vida común, además de las instrucciones de los apóstoles, de la eucaristía y de las oraciones (Hch 2,42). En aquella Iglesia reinaba la comunión plena, vivían juntos y todo era común entre todos los miembros (Ac 2,44s). En el segundo sumario de la primera sección de los Hechos encontramos otro cuadro idílico de la comunión perfecta entre los cristianos: †œTodos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma, y nadie llamaba propia cosa alguna de cuantas poseían, sino que tenían en común todas las cosas† Hch 4,32 cf vv. 34s). Por consiguiente, se vivía el amor de forma perfecta.
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IV. DIOS ES AMOR.
El amor humano se presenta como un bien inconmensurable, la fuente de la vida y de la felicidad, porque es una chispa divina, un átomo de la vida de la santísima Trinidad. En efecto, Dios es presentado y descrito como amor: el origen y la manifestación plena del amor. Dios vive en el amor y de amor; actúa porque ama; la creación y la historia encuentran su razón última en su amor. ¿Por qué razón existe el universo? ¿Cuál es la causa última del origen de la humanidad? ¿Por qué ha intervenido Dios en la historia del hombre, formándose un pueblo al†™que hacer unas promesas de salvación y de redención? ¿Por qué motivo, en la plenitud de los tiempos, envió el Padre a su único Hijo a la tierra? La respuesta a estos y otros interrogantes por el estilo se encuentra en el amor de Dios. El Señor se portó así, actuó de esta manera, porque es amor (IJn 4,8). La historia atormentada de la humanidad, con tantos momentos tenebrosos, llena de tantas atrocidades y fechorías, siempre resulta iluminada por este faro poderoso de luz: el amor de Dios. La historia de la salvación encuentra su explicación plena en el Dios-amor; la economía de la redención tiene su primer origen en el amor del Padre, es realizada por el amor de Dios y de su Hijo, es completada por el Espíritu Santo, el amor personificado en el seno de la Trinidad, y tiende a la consumación del amor en el reino celestial, el lugar o el estado de la felicidad perfecta y del amor pleno.
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1. El amor de Dios a la creación y al hombre.
Todo cuanto existe en el cosmos es obra de Dios; eí universo es una criatura del Señor. Este es el primer artículo del †œcredo† israelita; la Biblia se abre con la página de la creación del mundo: Dios dijo, y todo vino a la existencia (Gn 1). Los cielos, la tierra, el hombre, los animales, las plantas y las flores, todo ha sido hecho por la palabra de Dios (Jdt 16,14; Is 48,13; SaI 33,6; Si 42,15). El cuarto evangelista proclama que todo ha llegado a la existencia por medio del Verbo de Dios (Jn 1,3).
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a) Dios crea por amor y ama a sus criaturas. Si todo cuanto existe ha sido hecho por Dios, ¿por qué razón crea el Señor? ¿Por qué quiere comunicar la existencia? En particular, ¿por qué hace Dios al hombre partícipe de su vida inmortal? La respuesta última a estas preguntas y otras semejantes se encuentra en el amor de Dios. El Señor crea porque ama. En efecto, amor significa comunicación y don de los propios bienes y del propio ser a los demás.
El AT no ofrece esta explicación de una forma explícita, pero la presupone; por esta razón en los relatos de la creación (Gn 1-3) no aparecen nunca los términos de amor. Allí no se afirma nunca que el Señor cree por amor, porque desee entablar un diálogo de amor con el hombre. Esta refle don se hará luego, en las etapas más recientes de la revelación. Efectivamente, en el libro de la sabiduría se proclama sin equívocos que Dios ama a todas sus criaturas (Sb 11,23-26): †œTú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que hiciste, pues si algo aborrecieras no lo hubieses creado†™ (y. 24). Este pasaje insinúa por una parte que el Señor crea por amor, en cuanto que afirma que si Dios odiase alguna cosa no la habría creado; luego, por antítesis, se dice que toda criatura es fruto del amor del Señor. Sobre todo se proclama aquí que Dios ama a todas las cosas que existen y las conserva en su existencia porque las ama. Debido a este amor divino, el creador tiene compasión de todos los hombres, incluso de los pecadores.
El pasaje de Dt 10,18 contiene una afirmación interesante sobre el amor de Dios incluso con los que no son israelitas: el Señor ama al forastero y le proporciona alimento y vestido. En el libro de / Jonás se representa de forma viva y atrayente el amor inmenso del Señor a los paganos. La cicatería y mezquindad del profeta que no quiere colaborar en la salvación de los ninivitas y se entristece cuando, a su pesar, Dios muestra su amor misericordioso a este pueblo, ponen bien de relieve el interés amoroso y salvífico del Señortambién por los no judíos (Jon 1,lss; 3,lss; 4,lss.lOs).
En realidad, el Padre celestial ama a todos sus hijos de cualquier raza y color, tal como se proclama expresamente en el NT. Dios quiere que todos los hombres consigan la salvación (lTm 2,4), puesto que los ama y por esa razón envió a su Hijo unigénito a la tierra: †œPorque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna† (Jn 3,16). La muerte de Cristo en la cruz por la humanidad pecadora constituye la prueba más concreta y elocuente del amor de Dios a los hombres (Rm 5,8).
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b) Dios ama a los justos. El Señor siente una caridad fuerte y creadora por todo cuanto existe, y en particular por todos los hombres; pero ama especialmente a los que viven su palabra. El, que ama la sabiduría (Sb 8,3), la rectitud y la equidad (cf ICrón 29,17; SaI 11,7; SaI 33,5; SaI 37,28; Is 61,8), tiene un amor particular por las personas justas. El que se porta como padre con los huérfanos y como marido con las viudas, será amado más que una madre por el Altísimo (Si 4,10). Por tanto, el misericordioso es amado tiernamente como hijo de Dios. En realidad, el Señor ama a los justos y trastorna los caminos de los impíos (Ps 146,8s); ama a todos los que odian el mal y guarda la vida de sus fieles (SaI 97,10). El camino del pecador es detestado por ese Dios que ama la justicia (Pr 15,9). El justo es amado por el Señor, aun cuando muera en edad joven (Sb 4,10); él realmente poseyó la sabiduría, y por eso fue amigo de Dios y profeta; pues bien, Dios ama al que convive con la sabiduría (Sg 7,27s).
De manera muy especial Dios ama a los discípulos auténticos de su Hijo: los creyentes (Rm 1.7; lTm 6,2 ), aunque los corrige y los pone a prueba (Heb 12,5s). Son objeto de este amor todos los que ayudan generosa y gozosamente a los pobres (2Co 9,7). Jesús puede asegurar a sus amigos esta maravillosa verdad: son amados por el Padre (Jn 16,27); pero él siente la necesidad de orar a Dios, para que inunde a sus amigos de su amor (Jn 17,26).
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2. El amor del Señor en la historia de la salvación.
¡díos es amor! El ama siempre. Su amor no se limita al acto de crear, sino que se manifiesta continuamente en la existencia de la humanidad. La historia de la salvación es la revelación más elocuente y concreta del amor del Señor; más aún, constituye el diálogo más fascinante de amor entre Dios y el hombre.
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a) El Señor ama a su pueblo. Dios ama a todas las criaturas y a todos los hombres, pero sintió un amor especial por Israel y por Jeru-salén, su ciudad. El cántico de amor de la viña ilustra con imágenes concretas y elocuentes todas las atenciones y solicitudes del Señor por la casa de Israel (Is 5,1-7). Realmente, Dios amó a Jacob (Ml 1,2); por esta razón el Señor puede declarar a su esposa: †œCon amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad† (Jr31,3). Efraín es para Dios un hijo querido; un niño que hace sus delicias, ante el que se conmueve con cariño (Jr 31,20). Israel fue amado por el Señor desde su infancia, cuando vivía en Egipto, siendo educado por él con ternura y atraído con lazos amorosos Os 11,1-4). Este pueblo es muy precioso para él; tiene un gran valor a los ojos de Dios, porque es amado por él (Is 43,4). Jacob es el siervo del Señor, el elegido al que ama (Is 44,2); por este motivo Dios, en su gran amor y en su clemencia, lo rescató (Is 63,9). En efecto, tras el castigo por su infidelidad al pacto de amor con el Señor, Israel será amado de .nuevo por su esposo divino (Os 2,25); y por eso será atendido, curado e inundado de gozo, de paz y de bendición (Jr31,3-14 33,6ss). Dios renovará a Sión por su amor y se alegrará de la salvación de su pueblo (So 3,16s). El salmista celebra el amor del Señor a su pueblo proclamando que ha sometido todas las naciones a Israel, porque lo ha amado (Sal 47,5). Debido a este amor el Señor no quiso escuchar las maldiciones de Balaán contra su pueblo, cambiándDIAS más bien en bendiciones (Dt 23,6). Este amor divino se encuentra en el origen del prodigio del maná, con el que el Señor alimentó a su pueblo durante el éxodo (Sg 16,24ss). Este amor de Dios a Israel fue reconocido también por el pagano rey de Tiro (2Cr 2,10), mientras que Pablo proclama que los judíos, incluso después de haber rechazado a su mesías y salvador, son amados por Dios por causa de los padres, puesto que los dones y la elección son irrevocables (Rom ll,28s).
Este amor del Señor a su pueblo tuvo una concreción especial en la historia de Israel: la fundación de la ciudad del mesías. Efectivamente, Je-rusalén fue objeto de un amor especial de Dios. Los salmistas y los profetas cantan este amor. El Señor ha escogido el monte Sión porque lo ha amado (Sal 76,68); ama las puertas de Sión más que cualquiera otra de las moradas de Jacob (Sal 87,2). Este amor es fuente de esperanza y de gozo; por eso el profeta anima a Je-rusalén, asegurándole que el Señor la renovará por medio de su amor (So 3,16s).
En efecto, el amor de Dios triunfará y obtendrá la victoria sobre el pecado, la idolatría y la infidelidad de su pueblo, haciéndolo de nuevo capaz de amar; el Señor lo unirá consigo para siempre en el amor y la fidelidad (Os 2,21-25), transformará su corazón de piedra y le dará un corazón nuevo, con el que conocerá espontánea y vitalmente a su Dios (Jer 31 ,33s; Ez 36,26s): †œCon amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad† (Jr31,3). Efectivamente, el amor del Señor a su pueblo es más tierno y más fuerte que el de una madre a su hijo (Is 49,15).
Si Dios amó de forma tan concreta y eficaz a Israel, no ha demostrado menos amor a su nuevo pueblo, la Iglesia (2Ts 2,16). Más aún; en la última fase de la historia de la salvación, con la llegada del mesías y la creación de la comunidad escatológi-ca, el amor del Señor ha alcanzado la expresión y la concreción suprema. Dios amó al mundo hasta tal punto que le dio a su único Hijo, el cual salva a la humanidad mediante la Iglesia (Jn 3,16s), recogiendo en la unidad a los hijos dispersos de Dios, es decir, dando vida al nuevo pueblo de Dios con su muerte redentora (Jn 11 ,Sis). En efecto, los miembros de la Iglesia, amigos de Cristo, son amados por el Padre (Jn 14,21; Jn 16,27; Jn 1 Tes Jn 1,4); este amor se concreta en la inhabitación de la santísima Trinidad en el corazón de los fieles (Jn 14,23). La prueba suprema del amor de Dios a su pueblo está constituida por el envío del Hijo al mundo (1Jn 4, 9s. 19), para que llevase a cabo la redención de la humanidad con su muerte en la cruz (Rm 5,8). Este amor de Dios por los miembros de la Iglesia se concretó en el don de la filiación divina: †œMirad qué gran amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad† (1Jn 3,1). En la oración de su †œhora† Jesús pide para su pueblo el don de la unidad perfecta, para que el mundo reconozca que el Padre amó a la Iglesia como amó a su Hijo (Jn 17,23). El maestro pide que ese amor reine siempre y se manifieste continuamente dentro de su comunidad (Jn 17,26).
Este amor divino es acogido con la fe (1Jn 4,16) y constituye el secreto de las victorias de la Iglesia contra el mal y la muerte en todos los tiempos, pero sobre todo bajo el peso de las pruebas y de las tribulaciones (Rom 8,35ss). El pueblo de Dios realiza la experiencia del amor divino mediante el don del Espíritu, que se derrama en el corazón de los creyentes (Rm 5,5). Este amor constituye el bien supremo de la Iglesia, del que no puede separarla jamás ninguna fuerza o poderío adverso (Rom 8,38s). En realidad, el Señores el Dios del amor (2Co 13,11); más aún, el amor tiene su origen en él (1Jn 4,7), porque él es el amor (1Jn 4,8; 1Jn 4,16).
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b) Amor benévolo y alianza. En el AT se le reserva un puesto muy importante al aspecto del amor ligado ala alianza, pero trascendiéndola, en cuanto que ese amor indica la misericordia del Señor con su pueblo debido a su fidelidad al pacto sinaí-tico. No solamente muestra Dios su amor tierno y benévolo a su esposa por ser fiel a la alianza, sino que perdona las infidelidades de Israel y sigue concediéndole su asistencia salvífica, ya que ama a su criatura de un modo espontáneo, casi irracional, al menos según la lógica humana. Pues bien, esta actitud divina de amor fiel y misericordioso se expresa mediante el término hesed, imposible de traducir a las lenguas modernas, y que se indica con varios sustantivos:
gracia, amor, misericordia, benevolencia. El Señor, por labios del profeta Oseas, le promete a su esposa unirla consigo para siempre en la justicia, en la santidad, en el amor o benevolencia y en la misericordia cariñosa (Os 2,21). En realidad, este Dios amó a Israel con un amor tierno y lo condujo con benevolencia y amor (Jr31,3). El es el Dios fiel, que mantiene la alianza y la benevolencia o amor a quienes lo aman Dt 79), pero de manera especial a su pueblo, debido al pacto y al amor benévolo que juró a los padres Dt 7,12). En estos últimos pasajes se subraya la relación del hesed con la alianza; pero a este propósito hay que recordar que el pacto sancionado por el Señor con Israel no es de carácter paritario y ?revalentemente jurídico, sino que expresa el amor salvífico, la gracia, la benevolencia de Dios, aunque con la connotación de su fidelidad a la alianza.
En el salterio se invoca o se exalta continuamente este amor benévolo del Señor. El hombre piadoso que sufre suplica a Dios que lo salve y le socorra con su benevolencia (Sal 6,5), que se acuerde de él según su amor misericordioso (Sal 25,7). El Señor es verdaderamente el Dios de la benevolencia (Sal 59,11; Sal 59,18); todos sus senderos son amor benévolo y fidelidad (Sal 25,10), que superan los cielos (Sal 36,6 ). El israelita, confiando en la gracia benévola de Dios (Sal 13,6), a semejanza del rey (Sal 21,8), se verá siempre acompañado de este amor misericordioso (Sal 23,6). En el Ps 89 se canta este amor benévolo? del Señor a David y su descendencia (Vv. lss), que jamás fallará, a pesar de la infidelidad del hombre (vv. 29-38). El Señor corona con este amor misericordioso incluso al pecador, renovándolo con su perdón Sal 103, 3ss). El amor benévolo del Señor es eterno; por eso los salmistas invitan a todos a alabar y a dar gracias a este Dios bueno por ese amor misericordioso tan grande (Sal 106,1; Sal 107,1; Sal 107,8; Sal 107,15 117,ls; 118,lss, etc. ). Las intervenciones salvíficas del Señor en la historia de Israel encuentran su fuente y su explicación en este amor benévolo de Dios; más aún, la misma creación es fruto de este heseddivino; el Ps 136 presenta poéticamente a Dios creador y salvador, caracterizado por este amor benévolo: la frase †œporque es eterno su amor† forma el estribillo y la aclamación de cada versículo.
En este contexto no podemos dejar de llamar la atención sobre la famosa endíadis hesed we †˜emet, que significa el amor fiel a las personas con las que uno está ligado mediante un pacto por el vínculo de la sangre. En el AT se apela frecuentemente a este amor fiel del Señor para implorar su misericordia y su ayuda. Moisés en el Si-naí apela en su oración a esta bondad benigna o amor misericordioso del Señor, como fruto de su fidelidad al pacto (Ex 34,6s). El salmista celebra y exalta este amor benévolo y fiel del Señor (Sal 40,11) y lo invoca con ardor en las situaciones desesperadas de la existencia para ser salvado ). Con la protección de este amor fuerte y misericordioso no hay por qué temer ninguna adversidad; por eso mismo se apela a él (Sal 40,12; Sal 61,8).
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c) Los amigos de Dios. En el pueblo de Dios algunas personas en particular son amadas por el Señor porque desempeñan una misión salvífica y han amado con todo el corazón a su Dios, adhiriéndose a él por completo, escuchando su voz y viviendo su palabra: tales son los padres de Israel, Moisés, los justos, el rey David; se les llama amigos de Dios. / Abrahán es el primer padre de Israel, presentado como amigo del Señor (2Cr 20,7; 1s41,8; Dn 3,35; St 2,23). Dios conversó afablemente con este siervo suyo y le manifestó sus proyectos, lo mismo que se hace con un amigo íntimo (Gen 18,l7ss). También Benjamín fue considerado de tal modo porque fue amado por el Señor (Dt 33,12). ¡ Moisés es otro gran amigo de Dios: hablaba con él cara a cara, lo mismo que habla un hombre con su amigo (Ex 33,11). Moisés fue amado por Dios y por los hombres; su memoria será bendita (Si 45,1); en efecto, él fue el gran mediador de la revelación del amor misericordioso del Señor (Ex 34,6s; Núm 14,18s; Dt 5,9s). También ¡Samuel fue amado por el Señor (Si 46,13), lo mismo que ¡ David y Salomón (2S 12,24 ICrón 2S 17,16 [LXX]; Si 47,22; Ne 13,26), y lo mismo el siervo del Señor (Is 48,14). Finalmente, todos los hombres fieles y piadosos son amigos de Dios (Sal 127,2).
En el NT los amigos de Dios y de su Hijo son los creyentes (cf 1 Tes 1,4; 2Ts 2,13; Col 3,12), y de manera especial los apóstoles y los primeros discípulos, que son amados por el Padre y por Jesús Jn 14,21; Jn 17,23). Pero es preciso merecer esta amistad divina, observando y guardando la palabra del Hijo de Dios (Jn 14,23s), es decir, creyendo vitalmente en él (Jn 17,26). En el grupo de los primeros seguidores de Cristo hay uno que es designado especialmente por el cuarto evangelista como †œel discípulo amado†™, es decir, el amigo de Jesús (Jn 21,7; Jn 21,20), que se reclinó sobre el pecho del maestro Jn 13,23), es decir, vivió en profunda intimidad con el Hijo de Dios, lo siguió hasta el Calvario (Jn 18,15 19,26s)y lo amó intensamente (Jn 20,2-5).
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d) El Padre ama al Hijo. Dios ama las cosas creadas, a los hombres, a su pueblo, y de manera especial a los justos y a los discípulos de Cristo; pero el objeto primero y principal de su amor es su Hijo unigénito, el Verbo hecho carne. El Padre en persona proclama a Jesús, su Hijo predilecto y amado; a la orilla del Jordán, durante el bautismo de Cristo, hizo oír su voz: †œTú eres mi Hijo amado (ho agapéíós)†(Mc 1,11 y par). Análoga proclamación se oye en la cima del Tabor, durante la transfiguración de Jesús (Mc 9,7 y par.; 2P 1,17). En la parábola de los viñadores homicidas se presenta al heredero como hijo amado, con evidente alusión a Jesús (Mc 12,6 y par.). El primer evangelista recoge también el oráculo proféti-co de Is 42,lss, en donde se presenta al mesías como el siervo amado por el Señor (Mt 12,18).
En realidad, el Padre ama al Hijo ya desde la eternidad (Jn 17,24); por eso lo ha puesto todo bajo su poder (Jn 3,35). Este amor único explica la razón de por qué el Padre muestra al Hijo todo lo que hace Jn 5,20). Por otro lado, Jesús es Hijo obediente, dispuesto a ofrecer su vida para cumplir la voluntad del Padre; por eso lo ama el Padre (Jn 10,17). Este amor tan fuerte y profundo es análogo al que siente Jesús por sus amigos (Jn 15,9). Por consiguiente, Cristo es el amado por excelencia, el predilecto del Padre Ef 1,6), que ha arrancado a los creyentes del dominio de las tinieblas para trasladarlos al reino del Hijo de su amor (Col 1,13).
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e) La elección de amor.
El Deuteronomio en particular presenta la historia de Israel como una elección de amor: Dios escogió a este pueblo, no porque fuera mayor y mejor que las demás naciones, sino porque lo amó con un amor de predilección. El Señor escogió para sí a este pueblo y lo hizo suyo con pruebas, signos, portentos, luchas, con mano fuerte y brazo extendido, aplastando a naciones más poderosas, para hacerlo entrar en posesión de la tierra prometida, sólo porque amó a sus padres (Dt 4,34-38). Por amor a los padres, el Señor se unió con los israelitas, escogiéndolos entre todos los pueblos (Dt 10,15). La razón última de la elección y de la liberación de Israel reside, por tanto, únicamente en el amor especial de Dios a este pueblo (Dt 7,7s). El Señor escogió a Jacob porque lo amó más que a Esaú (Mal l,2s; Rm 9,13; Rm 9,25).
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f) Amor, castigo y perdón.
El Señor amó a Israel con un amor tan apasionado y fuerte, que unió a esta comunidad consigo como a una esposa. La liberación de la esclavitud de Egipto y la alianza del Sinaí son consideradas por los profetas como realidades nupciales; la epopeya del éxodo representa la celebración del matrimonio entre el Señor e Israel. Desgraciadamente, esta esposa se mostró muy pronto infiel; se prostituyó a los dioses extranjeros, abandonando al único verdadero Dios. ¿Qué hará este esposo celoso después de las traiciones y adulterios de su esposa? La castigará con dureza y severidad (Os 9,15), la obligará a abandonar a sus amantes, la llevará a una conversión radical y profunda, y luego le concederá su perdón y la rehabilitará, destruyendo sus abominables pecados (Os 2,4-25; Os 3,1-5; Os 14,5-9): †œYo los curaré de su aposta-sía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos (Os 14,5).
El Señor por boca de los profetas denuncia la maldad de su pueblo y su escaso amor, amenazándole con desventuras y castigos (Jer ll,l5ss). Dios repudia a la que era la delicia de su alma, abandonándolaen manos de sus enemigos (Jer 4,27ss; 12,7), golpeándola con un castigo despiadado por su gran iniquidad (Jer 30,14s). Sin embargo, tras el castigo vendrá el perdón: el Señor curará las heridas de su esposa y volverá a conducirla a la patria, mostrándole su compasión y su amor creador (Jer 30,l6ss; 31,3-14.23- 28). El profeta Ezequiel, en dos párrafos muy extensos y cargados átpathos, presenta la historia de Israel en clave de amor nupcial, traicionado por la esposa del Señor con sus adulterios y prostituciones. Este pueblo está simbolizado en dos hermanas, Jerusalén y Samaría, infieles a Dios desde su juventud, y por eso mismo castigadas severamente. Después del tremendo castigo reservado a las adúlteras, el Señor volverá a acordarse del pacto sinaí-tico y establecerá con su esposa perdonada una alianza perenne, renovándola y purificándola de todas sus inmundicias y suciedad (Ez 16; Ez 23; Ez 36,16-36).
Jerusalén, bajo los golpes del castigo divino que la aniquilaron y la dejaron hecha una desolación (Lam 1,lss), reconoce la justicia de Dios (Lam 1,l8ss) porque se ha convertido. Tobiten su cántico invita a Israel a convertirse, ya que el castigo del destierro fue merecido justamente por sus iniquidades (Tob 13,3ss). Este cambio radical atrae el amor y la misericordia de Dios (Tb 13,8). Por lo demás, el Señor asegura a su pueblo que lo hará resurgir, puesto que lo ama como si no lo hubiera rechazado nunca (Za 10,6).
En realidad, también el castigo es signo de amor; la prueba y la corrección muestran el interés de Dios por su pueblo, para que se convierta (Heb 12,4ss). El testigo fiel y verdadero reprocha con severidad a la Iglesia de Laodicea su frialdad y sus miserias porque la ama, y por eso la invita urgente y calurosamente a la conversión (Ap 3,19).
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3. DIOS REVELA PLENAMENTE SU amor en EL Hijo.
El Señor se manifestó concretamente en la historia de Israel como un Dios de amor y de bondad, como un padre benévolo y piadoso que perdona todas las culpas de su pueblo y lo cura de todas sus enfermedades (cf Ps 85,2ss; 103,3.13); pero la plenitud de esta revelación del amor la experimentamos en la fase final de la economía de la salvación, con la venida a la tierra del Hijo unigénito de Dios.
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a) Cristo es la manifestación perfecta del amor del Padre. El NT proclama en varias ocasiones y sin equívoco alguno que la prueba suprema del amor de Dios a la humanidad se nos ofreció en el don de su Hijo, el unigénito. Por eso Jesús, con su persona y con su obra, constituye la revelación plena del amor del Padre al mundo y a su pueblo. Dios no habría podido imaginarse ni ofrecer un signo más elocuente y más fuerte de su amor ardiente a los hombres pecadores: †œPorque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único†™ (Jn 3,16). El Verbo encarnado constituye realmente la manifestación suprema de la caridad inconcebible del Padre a la humanidad dispersa, necesitada de redención y de salvación. Toda la persona de Cristo es don del amor de Dios; en él el Padre revela perfectamente los latidos de su corazón solícito por el mundo sumergido en las tinieblas del pecado.
El cuarto evangelista no menciona expresamente en este pasaje la muerte en la cruz del Hijo de Dios, aun cuando esté insinuada en el contexto próximo, ya que poco antes quedó proclamada la necesidad de que fuera levantado el Hijo del hombre a semejanza de la serpiente de bronce en el desierto (Jn 3,14). Pablo, por el contrario, declara de forma explícita que el signo supremo del amor de Dios para con nosotros, pecadores, se encuentra en la muerte del Señor Jesús: †œDios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros† (Rm 5,8). El Padre nos ha amado tanto que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó en sacrificio por todos nosotros (Rm 8,32). Cristo crucificado, sabiduría de Dios (1Co 1,30; ICo 2,1-7), es, por consiguiente, la concreción plena y perfecta del amor que el Padre tiene a su Iglesia (Rm 8,39).
Juan en su primera carta sintetiza los dos aspectos de la revelación del amor del Padre en el envío del Hijo y en el sacrificio del Calvario: †œEn esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados† (1Jn 4,9s). En efecto, la presentación de Jesús como propiciación o propiciatorio o víctima de expiación recuerda los pasajes en donde Jesucristo es proclamado propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo (1Jn 2,2), ya que el Hijo de Dios nos purifica de todo pecado con su sangre (1Jn 1,7; Rm 3,25). En estos textos es bastante transparente la alusión a la muerte redentora de Cristo. Por consiguiente, la revelación o prueba suprema del amor del Padre a la humanidad pecadora está constituida por el Hijo, que muere en la cruz por haber amado a su Iglesia hasta el límite supremo (Jn 13,1 lss). No puede concebirse un amor más grande y más fuerte de Dios y de su Hijo.
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b) Jesús ama a todos los hombres: los amigos yios pecadores.
Cristo es la manifestación perfecta de la caridad divina del Padre; en realidad él amó de forma profunda y concreta, como solamente un hombre de corazón puro y un verdadero Dios podía amar. Jesús amó sinceramente a todos los hombres, a los justos y a los pecadores. Observemos en primer lugar que él quiso profundamente a sus amigos. Al ser verdadero hombre, sintió necesidad de la amistad, del calor de una familia a la que amar. El grupo de los primeros discípulos formó su familia espiritual, a la que estuvo siempre muy apegado y cuyos miembros constituían sus amigos. En su segundo discurso de la última cena les hace esta declaración de amor: †œVosotros sois mis amigos… Ya no os llamo siervos…; yo os he llamado amigos…†™ (Jn 15,14s). Baste con este recuerdo, pues al hablar de los amigos de Dios tocamos ya el presente tema.
El Verbo encarnado amó de verdad con corazón humano. El segundo evangelio, en la relación de la vocación del joven rico, indica que Jesús lo amó apenas su interlocutor le aseguró que había guardado todos los mandamientos de Dios desde su niñez (Mc 10,17-21). Este amor se transformó pronto en conmiseración, ya que el joven no acogió la invitación del maestro bueno, debido a las muchas riquezas que poseía (Mc 10,77). Por el contrario, en el caso de Lázaro y de sus hermanas, Jesús demostró una amistad sólida y profunda. María y María pueden contar con el apoyo de Jesús; por eso, con ocasión de la enfermedad mortal de su hermano, le envían este recado: †œTu amigo está enfermo† (Jn 11,3). La indicación del evangelista sobre el amor del maestro por la familia de Lázaro (Jn 11,5) insiste en que Jesús se había encariñado mucho con aquellos hermanos. Pero la observación que pone más de manifiesto el profundo amor de Cristo por el amigo muerto radica en sus lágrimas, expresión de amor profundo, hasta el punto de que los judíos comentan: †œMirad cuánto lo quería† (Jn ll,35s).
Jesús quiso sincera y profundamente a sus amigos, pero es el salvador de todos los hombres (Jn 4,42); por consiguiente, no excluye a nadie de su corazón; más aún, los pobres y los pecadores son el objeto privilegiado de su caridad divina. Los sinópticos están de acuerdo en señalar la familiaridad del maestro con los publica-nos y los pecadores; en la descripción de la vocación de Leví se mostró vivamente este comportamiento de Jesús, que para los escribas y fariseos se convierte en motivo de escándalo y ocasión de reproche y contestación, ya que el maestro compartió su mesa y comió con los pecadores, personas aborrecibles para los †œjustos† (Mc 2,13-16 y par). La respuesta de Jesús Jesuíta muy luminosa sobre su misión salvífica, y por tanto sobre su †˜conducta: †œNo tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores†(Mc 2,17 y par). El tercer evangelista añade la expresión †œpara que se conviertan† (Lc 5,32), indicando que el maestro con su amor intenta favorecer el cambio -radical de vida de los pecadores. Jesús es el médico divino, que ha venido a-curar a la humanidad herida mor–talmente por el pecado; por eso, para poder cumplir con su misión, es decir, para devolver la salud y salvar a los pecadores, tiene que amarlos, tiene que interesarse por ellos, tiene que visitarlos y estar cerca de ellos. Era ián evidente el interés, el amor, la familiaridad de Jesús con los peca-idores, que sus calumniadores lo definían como †œamigo de los publicados y de los pecadores† Mt 11,19 = Xc7,34).
El evangelista que describe con especial esmero la amistad de Jesús con los pecadores es Lucas. Se deleita refiriendo palabras y representando escenas de conversión, en las que resulta conmovedor el cariño de Jesús ¿por esas personas, que los †œjustos† ryitan y desprecian. La descripción Qs la unción de los pies del maestro por parte de la prostituta en la casa del fariseo Simón constituye una escena de fino arte dramático y de profunda soteriología. La confrontación de los dos personajes, el †œjusto† y la pecadora, hace resaltar por oposición no sólo la fe y el amor de la mujer, sino también la compasión y la misericordia del Señor. En efecto, Jesús defiende a la pecadora, y muestra al fariseo que la ha salvado su fe. Jesús la ha acogido, se ha dejado tocar, lavar y ungir los pies por ella (con grave escándalo del †œjusto† Simón), porque la ama, ya que es el salvador de todos los hombres (Lc 7,36-50). En el episodio de la conversión de Zaqueo, que es una copia del relato de la vocación de Leví, se subraya la finalidad salvífica de la amistad de Jesús con este †œarchipublicano† (jefe de los publícanos). También aquí se recogen las murmuraciones de los justos por haberse autoinvitado el maestro a la casa de ese pecador público. Jesús, después de proclamar que su visita ha traído la salvación, declara que ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,1-10). Cristo es realmente el buen pastor, que va en busca de la oveja perdida y no desiste en su empeño hasta haberla encontrado; cuando finalmente la encuentra, la pone sobre sus hombros, lleno de gozo, y celebra una gran fiesta con los amigos y los vecinos para hacerlos partícipes de su felicidad; tanto ama el buen pastor a sus ovejas! (Lc 15,4ss). Obsérvese que las tres maravillosas parábolas de la misericordia divina (Lc 15,3-32) brotaron del corazón de Cristo para justificar su comportamiento amoroso y familiar con los publica-nos y pecadores frente a las murmuraciones de los fariseos y de los escribas, los †œjustos† (Lc 15,1-3). Pablo es uno de esos pecadores conquistados por el amor del buen pastor; la gracia misericordiosa del Señor Jesús sobreabundó en él con la fe y el amor que hay en Cristo (lTm 1,14).
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c) El amor de Jesús a la Iglesia.
El Hijo de Dios amó a todos los hombres y murió efectivamente para salvar a todos; pero siente un amor único, un amor esponsal, por su Iglesia, formada por las personas que acogen su palabra. En realidad, esa porción de la humanidad es la esposa de Cristo, amada por el esposo mesiánico (cf Mc 2,l8ss y par; Mt 22,2ss; 25, lss; Jn 3,29) hasta el signo supremo: †œAntes de la fiesta de la pascua, sabiendo que le había llegado la hora…, Jesús, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin† Jn 13,1). Cristo amó en serio a su Iglesia (2Ts 2,13; Ef 2,4; Ap 3,9) y con un amor semejante al que el Padre tiene por el Hijo (Jn 15,9), ofreciéndole la prueba suprema del amor: el sacrificio de su vida por su salvación (Jn 15,13; 1Jn 3,16); a Jesucristo, †œa aquel que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su propia sangre y nos ha hecho un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos† (Ap 1,5).
Jesús amó concretamente a su esposa, ofreciéndose a sí mismo por ella como oblación y sacrificio de suave olor a Dios (Ef 5,2)). La Iglesia es realmente la esposa de Cristo, objeto de su caridad divina; ha sido salvada con su muerte redentora, actualizada y hecha eficaz en los sacramentos. †œCristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, a fin de santificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra† (Ep 5,25s).
Ninguna adversidad ni ninguna fuerza enemiga podrán separar a la Iglesia del amor de su esposo:
†œ,Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?… Pero en todas estas cosas salimos triunfadores por medio de aquel que nos amó† (Rm 8,35; Rm 8,37). Más aún, este amor tan fuerte y tan ardiente del Señor Jesús, concretado en el sacrificio de la cruz, tiene que constituir la fuerza dinámica, la energía de la vida de la comunidad cristiana: †œPorque el amor de Cristo nos apremia, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con él; y murió por todos para que los que viven no vivan para sí, sino para quien murió y resucitó por ellos† (2Co 5,14s). Pablo experimentó en primera persona este amor del Señor Jesús, y lo vive de forma profunda para corresponder al don de la caridad divina, concretada en la muerte del Calvario: †œYa no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. Mi vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí† (Ga 2,20). Este amor de Cristo trasciende y supera todo conocimiento humano; su experiencia, tan divina y embriagadora, es un don del Padre, y por eso hay que pedirlo en la oración (Ef 3, 14-19); aquí el autor sagrado pide por sus fieles, para que, arraigados y fundamentados en el amor, consigan entender †œcuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que sobrepasa todo conocimiento† (Vv. 18s).
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica
Sumario: 1. El vocabulario del arnor. II. El arnor natura†™: 1. El amor es fuente de felicidad; 2. El amor egoísta: a) Amor a la comida, al dinero, a los placeres, b) El amor sexual, c) La embriaguez del amor erótico, d) El amor desordenado a sí mismo y al mundo; 3. La amistad: a) Modelos de amistad, b) Valor inestimable de la amistad, c) Verdaderos y falsos amigos, d) Cómo conquistar y cultivar la amistad, e) El
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gesto de la amistad: el beso; 4. El amor en la familia: a) El noviazgo, tiempo de amor, b) El amor conyugal, c) El amor a los hijos, d) El amor dentro del clan. III. El amor religioso o sobrenatural del hombre
1. El amor de Dios: a) El mandamiento fundamental, b) Amor y temor de Dios, c) El amor al lugar de la presencia de Dios, d) El amor al Hijo de Dios, e) El amor de Dios es fuente de felicidad y de gracia; 2. El amor a la sabiduría y a la †œtórah†™: a) La invitación al amor, b) El amor a la ley mosaica, c) El amor a la ley- sabiduría es fuente de felicidad y de gracia; 3. El amor al prójimo: a) ¿Quién es el prójimo al que hay que amar?, b) El amor al forastero, c) El amor a los enemigos, d) El amor expía los pecados; 4. El amor cristiano: oJjAmaos, como yo os amo!, b) Amor sincero, concreto y profundo, c) El amor fraterno es fruto del Espíritu Santo, d) El amor de los pastores de las Iglesias, e) El amor conyugal,!) Koino-nía y comunidad cristiana primitiva. IV. Dios es amor 1. El amor de Dios a la creación y al hombre: a) Dios crea por amor y ama a sus criaturas, b) Dios ama a los justos; 2. El amor del Señor en la historia de la salvación: a) El Señor ama a su pueblo, b) Amor benévolo y alianza, c) Los amigos de Dios, d) El Padre ama al Hijo, e) La elección de amor,!) Amor, castigo y perdón; 3. Dios revela plenamente su amor en el Hijo: a) Cristo es la manifestación perfecta del amor del Padre, b) Jesús ama a todos los hombres: los amigos y los pecadores, c) El amor de Jesús a la Iglesia.
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1. EL VOCABULARIO DEL AMOR.
Los términos amor, amar son de las palabras más comunes y más tiernas del lenguaje, accesibles a todos los hombres. No hay nadie en la tierra que no haya realizado o no realice la experiencia de la realidad significada por estos vocablos. En efecto, el hombre vive para amar y para ser amado; viene a la existencia por un acto de amor de sus padres y su vida está desde el comienzo bajo el ritmo de los gestos de ternura y de amor. El deseo más profundo de la persona es amar. El hombre crece, se realiza y encuentra la felicidad en el amor; el fin de su existencia es amar.
Ciertamente, el amor es una realidad divina: ¡Dios es amor! El hombre recibe una chispa de este fuego celestial y alcanza el objetivo de su vida si consigue que no se apague nunca la llama del amor, reavivándola cada vez más al desarrollar su capacidad de amar. Por consiguiente, el amor es uno de los elementos primarios de la vida, el aspecto dominante que caracteriza a Dios y al hombre.
Un tema tan fundamental para la existencia no podía estar ausente en la Biblia. En realidad, el libro de Dios, que recoge y describe la historia de la salvación, reserva un lugar de primer plano al amor, describiéndolo con toda la gama de sus manifestaciones, desde la vertiginosa caridad del Padre celestial hasta las expresiones del amor humano en la amistad, en el don de sí, en el noviazgo, en el matrimonio, en la unión sexual. En efecto, la Sagrada Escritura narra cómo amó Dios al mundo y hasta qué punto se manifestó a sí mismo como amor; además, muestra cómo reaccionó el nombre ante tanta caridad divina y cómo vivió el amor. Así pues, la Biblia puede definirse justamente como el libro del amor de Dios y del hombre. . La Biblia utiliza varios términos para-expresar la realidad del amor. El grupo de voces empleadas con mayor frecuencia en la traducción griega de los LXX y en el NT está representado por agapeagapánjagapétó pero también se usan con cierta frecuencia los sinónimos phllein/phi-lía/phüos. Sólo raramente encontramos en los LXX los vocablos érdsj erásthallerastés, que desconocen los autores neotestamentarios, probablemente porque estos últimos términos indican a menudo el amor erótico Pr 7,18; Pr 30,16; Os 2,5; Os 2, etcétera).
La raíz verbal hebrea que está en el origen de este vocabulario del amor es sobre todo †˜ahab, con su derivado †˜aha bah (amor). También conviene mencionar el término raham, que indica el amor compasivo y misericordioso, sobre todo del Señor con sus criaturas. Finalmente, no hay que omitir en este examen el sustantivo hesed, que los LXX suelen traducir por el término éleos, y que significa de hecho el amor benévolo, especialmente entre personas ligadas por un pacto sagrado.
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II. EL AMOR NATURAL.
La Biblia es un cántico al amor de Dios a sus criaturas, y de manera especial & su pueblo; pero no ignora el amor del hombre en sus múltiples expresiones naturales y religiosas. En la Sagrada Escritura encontramos una interesante presentación del amor humano, que evidentemente no está separado de Dios y de su palabra, y que por tanioAnejniede ser considerado siempre como simplemente profano; pero este amor es vivido con sus manifestaciones de la existencia en la esfera natural, como la familia, la amistad, la solidaridad, aun cuando estas realidades sean consideradas como sagradas. Además, la Biblia habla también del amor egoísta, con sus manifestaciones eróticas. Así pues, por necesidad de una mayor claridad en nuestra exposición podemos y debemos distinguir entre el amor religioso o sobrenatural y el
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amor simplemente natural.
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1. EL AMOR ES FUENTE DE FELICIDAD.
El Qohélet, expresión de la sabiduría humana que ha conseguido domeñar las pasiones, presenta el amor natural con cierto despego, considerándolo como uno de los momentos importantes y una de las expresiones vitales de la existencia junto con el nacimiento y la muerte (Qo 3,8), para mostrar que todo es vanidad (Qo l,2ss) y que en el fondo el hombre no conoce, esto es, no realiza la experiencia profunda ni del amor ni del odio (Qo 9,1; Qo 9,6). No todos los autores delAT, sin embargo, resultan tan pesimistas; más aún, algunos sabios presentan el amor como fuente de gozo y de felicidad. La siguiente sentencia sapiencial es muy significativa a este propósito: †œMás vale una ración de verduras con amor que buey cebado con odio†™ (Pr 15,17). El secreto de la felicidad humana radica en el amor, y no en la abundancia de bienes, en la riqueza o en el poder; por esta razón se declara bienaventurados a aquellos que mueren en el amor (Si 48,11).
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2. El amor egoísta.
Pero no todas las manifestaciones concretas del amor humano llevan consigo gozo y felicidad, puesto que no siempre se trata de la actitud nobilísima de la apertura y del don de sí a otra persona; algunas veces los términos examinados indican placer, erotismo, pasión carnal, y por tanto egoísmo.
La Biblia conoce, igualmente, estas expresiones del amor humano.
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a) Amor a la comida, al dinero, a los placeres. En la historia de los patriarcas, cuando se describe la escena de la bendición de Jacob por parte de su padre, se habla varias veces del plato sabroso de carne, amado por Isaac (Gn 27,4; Gn 27,9; Gn 27,14). En otros pasajes bíblicos se alude al amor al dinero. El profeta Isaías denuncia la corrupción de los jefes de Jerusalén, puesto que aman los regalos y corren tras las recompensas, cometiendo por ello abominaciones e injusticias (Is 1,23). Qohélet estigmatiza el hambre insaciable de dinero y de riquezas: el que ama esas realidades, nunca se ve pagado (Qo 5,9). El sabio anónimo del libro de los Proverbios sentencia: †œEstará en la miseria el que ama el placer, el que ama el vino y los perfumes no se enriquecerᆠ(Pr 21,17). Por su parte, el Sirácida declara que el amor al oro es fuente de injusticia, y por tan-do de perdición (Si 31,5).
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b) El amor sexual. En el AT no sólo encontramos un lenguaje rico y variado sobre el amor sexual, no raras veces de carácter erótico, sino que se describen escenas de amor carnal y pasional. En estos casos el amor indica la atracción mutua de los sexos con una muestra evidente de su aspecto espontáneo e instintivo. No pocas veces, sin embargo, el vocabulario erótico es utilizado por los profetas en clave religiosa, para indicar la idolatría del pueblo de Dios.
En la historia de la familia de Jacob no sólo se nos informa de la pasión de Rubén, que se une
sexualmente a una concubina de su padre (Gn 35,22), sino que se narra detalladamente la escena del
enamoramiento de Siquén por Dina; éste raptó y violentó a la hija de Jacob, luego se enamoró de lajoven
y quiso casarse con ella; pero los hermanos de Dina, para vengar la afrenta, mataron con una estratagema
a todos los varones de aquella ciudad cananea (Gn 34,1-29).
Si la acción de Siquén es considerada como una infamia, ya que fue violada una doncella de Israel, la pasión de Amnón por su hermanastra Tamar es realmente abominable. Pero la acción violenta y carnal de Siquén dio origen a un amor profundo, mientras que en el caso del hijo de David el acto violento contra la hermana engendró el odio después de la satisfacción sexual, por lo que Tamar fue echada del tálamo y de la casa después de sufrir la afrenta, a pesar de que le suplicó al hermano criminal que no cometiera tal infamia, peor aún que la primera (2S 13,1-18). El comportamiento desvergonzado de Amnón constituye uno de los ejemplos más elocuentes de un amor sexual pasional, sin el más mínimo elemento espiritual; se trata de un amor no humanizado, expresión únicamente libidinosa, y por tanto destinado a un desgraciado epílogo.
En la historia de la familia de David el autor sagrado no aprueba los amores de Salomón por las mujeres
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extranjeras; no tanto por su aspecto ético, es decir, el hecho de tener demasiadas mujeres y concubinas (en total, mil mujeres), sino más bien por las consecuencias religiosas de tales uniones, que fueron causa de idolatría yde abandono del Señor, el único Dios verdadero (IR 11,1-13).
En este contexto de amor carnal hay que aludir a la pasión de la mujer de Putifar; esta egipcia, enamorada locamente de José, guapo de forma y de aspecto, le tentó varias veces, invitándole a unirse con ella. Ante las sabias respuestas del joven esclavo, el amor libidinoso se transformó en odio y en calumnia, por lo que fue la causa del encarcelamiento del casto hebreo (Gn 39,6-20).
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c) La embriaguez del amor erótico. Los libros sapienciales hablan en más de una ocasión del amor libertino, presentándolo en toda su fascinación, para invitar a mantenerse lejos de él, ya que es causa de muerte. La descripción de la seductora, la mujer infiel; la cortesana, astuta y bulliciosa, que invita al joven inexperto a embriagarse de amor con ella, se presenta como un boceto pictórico de gran valor artístico Pr 7,6-27). Esta mujer sale de casa en medio de la noche y, acechando en las esquinas de la calle, aguarda al incauto, lo atrae hacia sí, lo abraza y le dirige palabras seductoras: †œAc ataviado mi lecho con tapices, con finas telas de Egipto; he perfumado mi cama con mirra, áloe y cinamomo. Ven, embriaguémonos de amor hasta la mañana, gocemos de la alegría del placer† (Pr 7,16-18). Estas expresiones acarameladas e insistentes embaucan al joven y lo seducen con la lisonja de sus labios (vv. 2Oss) [1 Proverbios].
El / Sirácida exhorta no solamente a estar en guardia ante los celos por la mujer amada, sino también a evitar la familiaridad con la mujer licenciosa y con la mujer ajena; sobre todo invita calurosamente a evitar a las prostitutas y a no dejarse seducir por la belleza de una mujer, ya que su amor quema como el fuego Si 9,1-9).
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d) El amor desordenado a sí mismo y al mundo. En el NT se pueden observar severas advertencias a ponerse en guardia ante el amor desordenado a la gloria terrena, al egoísmo, a las ambiciones de este mundo. Jesús condena la actitud de los hipócritas, que sólo desean el aplauso y la vanagloria, que realizan obras de justicia con la única finalidad de obtener la admiración de los otros (Mt 6,2; Mt 6,5; Mt 6,16). Este amor a la publicidad y a los primeros puestos es típico de los escribas y de los fariseos Mt 23,6; Lc 11,43; Lc 20,46).
Todavía parece más severa la condenación del amor al mundo y a sus concupiscencias, es decir, la carne, la ambición y las riquezas; esta búsqueda ávida de las realidades mundanas para fomentar el egoísmo impide la adhesión al Dios del amor: †œNo améis al mundo ni lo que hay en él. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, las pasiones carnales, el ansia de las cosas y la arrogancia, no provienen del Padre, sino del mundo† (IJn 2,15-16). El mundo ama y se deleita en esas realidades, expresión del egoísmo y de las tinieblas (Jn 15,19). Santiago proclama que el amor al mundo, y particularmente el adulterio, hacen al hombre enemigo de Dios (St 4,4). Pablo deplora que Demás lo haya abandonado por amor al siglo presente, o sea, al mundo (2Tm 4,10). El que se deja seducir por el mundo, expresión de la iniquidad, se encamina hacia la perdición, ya que no ha acogido el amor a la verdad, es decir, la palabra del evangelio (2Ts 2,10). El autor de la segunda carta de Pedro presenta a los falsos profetas esclavos de la carne, sucios e inmersos en el placer (2P 2,13). Estas personas egoístas serán excluidas de la Jerusa-lén celestial, es decir, del reino de la gloria divina Ap 22,15).
En los evangelios Jesús invita a sus discípulos a guardarse del peligro del amor exagerado a la propia persona: el que pone su vida en primer lugar y la considera como el bien supremo que hay que salvaguardar a toda costa, aunque sea en contra de Cristo y de su palabra, ése está buscando su propia ruina: †œEl que ama su vida la perderá; y el que odia su vida en este mundo la conservará para la vida eterna† (Jn 12,25). Para salvar la propia vida hay que estar dispuestos a perderla en esta tierra por el Hijo de Dios y por su evangelio (Mc 8,35 y par). Los mártires de Cristo han hecho esta opción, y por eso viven en la gloria de Dios (Ap 12,11).
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3. La amistad.
La Biblia conoce la dimensión erótica del amor, pero habla sobre todo de su aspecto verdaderamente humano, concretado en la amistad, en el don de sí mismo, en la vida por la persona amada. La amistad
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representa realmente la expresión más noble del amor y es posible únicamente a un ser racional. Sólo entre personas puede reinar la amistad. En la Sagrada Escritura, aunque no encontremos tratados completos sobre la amistad humana, sí encontramos frecuentes referencias a su fenomenología y se nos presentan ejemplos poco comunes de auténtica y profunda amistad.
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a) Modelos de amistad. La Biblia nos presenta ante todo ejemplos concretos de amistad profunda entre personas que se quieren de forma espontánea y en el sentido más real de la palabra; en estos modelos el amor envuelve a todo el ser humano, a menudo hasta el riesgo de la propia vida. En el AT uno de los ejemplares más célebres y elocuentes de la auténtica amistad lo encontramos en la historia trágica del atormentado rey Saúl; su hijo mayor quería fuertemente, hasta estar dispuesto a dar su vida por él, a David, a pesar del odio con que lo trataba su padre. Cuando Jonatán vio a este joven héroe en presencia del rey con la cabeza del gigante Goliat en la mano; †œquedó prendado de David, y Jonatán comenzó a amarlo como a sí mismo† (IS 18,1); por eso hizo un pacto con el hijo de José, †œporque lo amaba como a sí mismo†, y le regaló †˜su manto, sus vestidos y hasta su espada, su arco y su cintu-rón†(lSam 18,3s).
El amor de Jonatán a David no fue sólo de orden sentimental, sino que se manifestó muy en concreto; en efecto, cuando su padre decidió matar a su amigo, le avisó para que estuviera atento e intercedió en favor suyo con unas palabras tan convincentes que hizo renunciar al rey a sus propósitos homicidas (IS 19,1-7). Como consecuencia de las persecuciones de Saúl, Jonatán tuvo que ayudar a huir a su amigo, enfrentándose con la ira de su padre, que llegó a lanzar contra él su lanza por haber defendido a David IS 20). En aquella ocasión los dos amigos hicieron un nuevo pacto: †œJonatán reiteró su juramento a David por el amor que le tenía, pues le amaba como a sí mismo† (IS 20,17). Antes de separarse, los dos amigos se besaron y lloraron juntos, hasta que David llegó al paroxismo; Jonatán entonces dijo a su amigo: †œVete en paz. En cuanto al juramento que hemos hecho en nombre del Señor, que el Señor esté siempre entre tú y yo, entre mi descendencia y la tuya (IS 20,42). El llanto, el ayuno y la lamentación de David por la muerte de Jonatán ilustran de la forma más elocuente su tierno y profundo afecto por el amigo (2S 1,1 Is):
†œEstoy angustiado por ti, hermano mío, Jonatán, amigo queridísimo; tu amor era para mí más dulce que el amor de mujeres(2S 1,26). En el NT encontramos modelos de amistad no menos significativos. Advirtamos que en él se registran varios casos de amistad humana, no siempre profunda (Lc 7,6 ll,5ss; Lc 14,12; Lc 15,6; Lc 15,9; Lc 15,29; Hch 10,24; Hch 19,31; Hch 27,3). No pocas veces esos amigos demuestran un amor débil y muy quebradizo, ya que se transformarán en perseguidores (Lc 21,16); en efecto, su amistad carece a menudo de raíces profundas, como la que había entre Herodes y Pilato Lc 23,12). De un tenor análogo era la amistad servil de los funcionarios romanos por el emperador, aun cuando el título que más ambicionaban era el de †œamigos del cesar†™, mientras que la amenaza más grave para ellos era la acusación de no ser amigos del emperador (Jn 19,12).
Pero los evangelios nos hablan además y sobre todo de la amistad sólida de Jesús y de sus discípulos con expresiones muy elocuentes, especialmente en el último de estos libros. En efecto, Juan presenta a Jesús tratando de este tema en sus discursos de la última cena, y piensa en el maestro como modelo de la amistad profunda y concreta que llega hasta el don de la vida: †œVosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, pues el siervo no sabe qué hace su señor; yo os he llamado amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre† (Jn 15, ?? 5). En el cuarto evangelio se presentan igualmente otros ejemplos de verdadera amistad hacia Jesús: Simón Pedro amó realmente a su maestro y pudo declarar con sinceridad que estaba dispuesto al martirio por él, aunque presumiendo de sus fuerzas, ya que llegó a renegar de Cristo (Jn 13,37s). Pedro, después de la resurrección de Jesús, confesó con humildad y verdad su amor profundo y sincero por el Señor (Jn 21,l5ss). A pesar de la debilidad de su traición (Jn 18,17s.25ss), Pedro acudió inmediatamente a la tumba del Señor en la mañana de pascua, cuando le informaron del supuesto robo de su cuerpo (Jn 20,2ss). Peto el modelo del amigo fiel de Cristo en el cuarto evangelio es el discípulo amado, que vivió en profunda intimidad con el Hijo de Dios (Jn 13,23ss), siguió siempre al maestro, incluso durante su pasión hasta el Calvario (Jn 18,l5ss; 19,26s; 21,20), y corrió velozmente al sepulcro de Jesús apenas María Magdalena llegó con la desconcertante noticia del robo del cadáver de Jesús (Jn 20,2ss). Y no sólo ellos, sino que también los demás discípulos fueron considerados como amigos por Jesús (Lc 12,4 Jn 15,14s); ellos perseveraron, efectivamente, en el seguimiento del maestro durante sus correrías apostólicas (Lc 22,28).
Finalmente, a propósito del tema de la amistad, no hemos de omitir una alusión a la exhortación de Jesús
-realmente original- de hacerse amigos con la riqueza, aunque injusta, para ser acogidos en las moradas eternas (Lc 16,9). Con este Ioghion el Señor enseña que con la limosna y el socorro a los necesitados nos hacemos amigos de los pobres, que son quienes tienen el poder de introducir a los ricos en el reino celestial.
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b) Valor inestimable de la amistad. El afecto profundo, el amor tierno y fuerte entre dos personas, es considerado por la Biblia como un bien imposible de pagar, como un tesoro preciosísimo. La elegía de
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David por su amigo Jonatán exalta la dulzura y el valor extraordinario de la amistad: †œTu amor era para mí más dulce que el amor de mujeres (2S 1,26). Esta sentencia merece nuestra atención, ya que demuestra cuan valioso y beatificante es el amor entre los amigos: produce mayor felicidad que el amor conyugal. Generalmente, el amor en el matrimonio es considerado como la forma más perfecta y más completa, como la expresión más profunda del don de sí mismo en el amor; en el matrimonio realmente se manifiesta el amor de forma plena, en cuanto que se tiene una comunión profunda, no sólo de los corazones, sino también de los cuerpos. Pues bien, David proclama que su amistad con Jonatán era más dulce y maravillosa que el amor conyugal.
En realidad, el amigo verdadero ama en todas las circunstancias, en la prosperidad y en la desdicha Pr 17,17): †œUn amigo fiel es escudo poderoso; el que lo encuentra halla un tesoro. Un amigo fiel no se paga con nada, no hay precio para él. Un amigo fiel es bálsamo de vida, los que temen al Señor lo encontrarán (Si 6,14-16). En tiempos de infortunio los amigos consuelan, como sucedió en el caso de Jb, probado duramente por el Señor (Jb 2,11). Por esa razón no hay que abandonar nunca al amigo Pr 27,10; Si 9,10), ni mucho menos engañarlo con mentiras (Si 7,12); sobretodo, hay que estar en guardia para no traicionarlo por ningún motivo (Si 7,18). El apóstol Judas Iscariote traicionó, por desgracia, a su amigo y maestro por dinero (Mt 26,l4ss y par).
Dado el valor inestimable de la amistad, la pérdida de los amigos no puede menos de ser fuente de dolor y de tristeza. Jb, además de las pruebas indescriptibles, de las desgracias de todo tipo y de la enfermedad horrenda, saboreó la amargura del abandono de los amigos, y por ello se lamenta: †œTienen horror de mí todos mis íntimos, ios que yo amaba se han vuelto contra m톙 (Jb 19,19). Análoga es la experiencia por la que atravesó el salmista: Mis compañeros, mis amigos se alejan de mis llagas; hasta mis familiares se mantienen a distancia† (SaI 38,12). †œAlejaste de mí a mis amigos y compañeros, ahora mi compañía es sólo la tiniebla† (SaI 88,19). Los sabios enumeran algunas causas de la pérdida de la amistad: la difamación (Pr 16,28), la promesa no cumplida (Si 20,23), la recriminación o el insulto (Si 22,20), la traición de los secretos del amigo (Si 22,22; Si 27,16-21). En la historia de los primeros reyes de Israel encontramos la descripción del cambio de la amistad al odio debido a la envidia por el aumento del prestigio de la persona anteriormente querida. Saúl se aficionó a David cuando este joven llegó a su corte; él encontró benevolencia ante los ojos del rey (1S 16,2lss). Pero cuando el hijo de Jesé comenzó a realizar hazañas admirables contra los filisteos para la salvación de Israel y todo el pueblo se puso a aplaudir al joven héroe, Saúl sintió envidia, se enfadó profundamente e intentó varias veces matarlo (1S 18,5ss), ya que lo consideraba como un rival, como un enemigo (IS 18,29). En realidad, el amor puede transformarse en odio y es posible recibir mucho daño incluso de los amigos (Za 13,6).
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c) Verdaderos y falsos amigos. En realidad, no todas las amistades se muestran profundas y auténticas; existen verdaderos y falsos amigos. Algunos profetas no dan la impresión de querer fomentar la amistad, ya que exhortan a no fiarse de los amigos (Miq 7,5) o hablan de sus emboscadas y de sus engaños arteros (Jr 9,3; Jr 20,10). El Sirácida se muestra menos pesimista, aunque reconoce que existen amigos falaces Si 33,6), y exhorta a ser cautos en las amistades (Si 6,17), a no fiarse del primero que llega y ponerlo a prueba antes de darle confianza, ya que algunos se muestran amigos sólo por conveniencia o por interés y pueden transformarse en enemigos con facilidad (Si 6,7-12; Si 37,5). El verdadero amigo no se revela en la prosperidad, sino sólo en la adversidad (Si 12,8s); en esa ocasión mostrará su piedad para con el amigo desgraciado (Jb 6,14). En efecto, hay amigos sólo de nombre (Si 37,1), que en el tiempo de la tribulación se esfuman (Si 37,4), sobre todo si la amistad tenía su fundamento en el dinero y el poder (Pr 19,4; Pr 19,6 ). El amigo verdadero es un tesoro que no tiene precio (Si 6,15); por eso su pérdida es causa de sufrimiento mortal: †˜,No es una pena indecible cuando un compañero o amigo se torna enemigo?† (Si 37,2
Ese amargo cáliz de la traición a la amistad tuvo que saborearlo también el Hijo de Dios hecho hombre:
uno de sus discípulos más íntimos, uno de los apóstoles, le traicionó; fue tal el dolor por este gesto infame, que Jesús se sintió profundamente excitado en su espíritu, cuando estaba para denunciar al traidor Jn 13,21).
La amistad política no parece desinteresada; en efecto, aunque los Ma-cabeos buscaron y apreciaron la de los romanos (IM 8,17 12,lss; IM 14, l6ss; 15,1 5ss; 2M 4,11) y la de otros reyes helenistas (1 M 10,1 5ss.59ss), este apoyo y esta simpatía estaban provocados por el poder militar de los †œamigos†™(l M
8,lss) y tuvieron como epílogo la ocupación de Palestina por parte de esos aliados, que quitaron la libertad a los judíos. Al contrario, una figura de auténtica amistad es la que representa el amigo de bodas. La Escritura habla de él en la historia de Sansón (Jc 14,20; Jc 15,2; Jc 15,6) y en el contexto del último testimonio de Juan Bautista (Jn 3,29). El amigo del esposo es una figura muy importante en la celebración del matrimonio entre los judíos; es el soSbim, el que tenía que preparar? la esposa, conducirla hasta el esposo y controlar las relaciones sexuales de la joven pareja.
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d) Cómo conquistar y cultivarla amistad. El amor y la amistad tienen un valor incalculable; pero estos tesoros no llueven del cielo, sino que han de descubrirse, buscarse y conquistarse. Además, la flor maravillosa de la amistad, una vez que ha brotado y despuntado, necesita cultivarse. Los libros sapienciales contienen preciosas advertencias en este sentido, que no han perdido absolutamente nada de su valor en nuestros días, después de más de dos mil años. Ac aquí las sentencias más significativas sobre este tema: †œEl que encubre la falta cultiva la amistad† (Pr 17,9); el que se comporta con humildad y modestia, encuentra gracia ante la mirada del Señor y es amado por los hombres (Si 3,17s); el que visita a los enfermos se sentirá querido por ellos (Si 7,35), lo mismo que el que ayuda al necesitado (Si 22,23). Por consiguiente, la amistad se conquista amando concretamente al prójimo. El Sirácida exhorta a cultivar la amistad, haciendo bien al amigo y comprometiéndose en su ayuda (Si 14,13). No hay que dar crédito a las murmuraciones contra los amigos, sino que hay que buscar la verdad, ya que a menudo se trata de calumnias (Si 19,l3ss); más aún, hay que defender al amigo (Si 22,25), hay que aficionarse a él y serle siempre fiel (Si 27,17). Finalmente, no hay que tener miedo de perder el dinero por el amigo (Si 29,10); la amistad es un bien inmensamente superior a las riquezas materiales.
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e) El gesto de la amistad: el beso. En la Biblia se habla a menudo del beso, el gesto que expresa amor. No sólo se besan los padres y los hijos (Gen 27,26s; 50,1; Tb 10,13), sino también los parientes: Jacob besó a su prima Raquel; Labán abrazó y besó a su sobrino (Gn 29,13); Esaú corrió al encuentro de su hermano Jacob, lo abrazó y lo besó (Gn 33,4); Jacob abrazó y besó a los hijos de José (Gn 48,10); Moisés besó a su suegro Jetró (Ex 18,7), lo mismo que Edna a su yerno Tobías (Tb 10,13). Este gesto de afecto fue también el de Samuel con el joven Saúl, después de consagrarlo como rey de Israel (IS 10,1).
Evidentemente, los besos son deseados y dados sobre todo por los enamorados; por eso el Cantar de los Cantares se abre con esta expresión: †œiQue me bese con los besos de su boca!†(Ct 1,2). No existe otro gesto más dulce entre dos personas que se aman (Pr 24,26), lo mismo que no hay monstruosidad mayor que el beso del enemigo (Pr27,6). Judas Iscariote se precipitó en este abismo cuando con un beso entregó a su amigo y maestro (Mc 14,43-45 y par). El beso es realmente el signo más normal de la amistad y del amor. Por esta razón Jesús reprocha a su anfitrión Simón por no haberle dado un beso y no haberle mostrado ningún amor, mientras que la pecadora cubrió de besos sus pies, revelando el amor profundo de su corazón al Señor (Lc 7,45). Entre los primeros cristianos el beso era el gesto normal de saludo, de manera que Pablo termina algunas de sus cartas invitando a los fieles a darse el beso santo Rm 16,16; ICo 16,20; 2Co 13,13; lTs 5,26). En 1P 5,14 encontramos la significativa expresión: †œSaludaos mutuamente con el beso del amor fraternal†.
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4. El amor en la familia.
En la gama de manifestaciones del amor natural, la Biblia reserva un lugar de primer plano al amor dentro de la familia. Las expresiones tiernas y cariñosas de afecto entre los novios, el amor fuerte entre los esposos, las demostraciones concretas de amor entre padres e hijos encuentran un largo y profundo eco en los libros de la Sagrada Escritura.
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a) El noviazgo, tiempo de amor. La literatura profética utiliza el símbolo del noviazgo como tiempo de amor para evocar la experiencia religiosa del / éxodo, cuando Israel se vio seducido por el Señor, lo siguió espontáneamente y cantó de gozo (Os 2,16s). Aquel período tan feliz estuvo marcado por el amor y por la adhesión total al Señor (Jr2,2). El lenguaje de los profetas en estos pasajes y en otros análogos tiene un claro significado religioso; pero se basa en la experiencia humana del noviazgo, período encantador de ternura y de amor, tiempo de perfume y de fragancia, marcado por el despuntar del amor, por la apertura del corazón a la persona deseada. En la historia de algunos célebres personajes de la Biblia se hace alguna breve alusión al período que precedió a su matrimonio, poniendo de relieve el nacimiento del amor a la mujer con que habrían de casarse. En el corazón dé Jacob, por ejemplo, se encendió un fuerte y grande amor a Raquel; para poder casarse con ella se puso al servicio de su padre, su propio tío Labán, durante siete años, †œque le parecieron unos días, tan grande era el amor que le tenía† (Gn 29,17-20). También la historia no menos aventurada de Tobías está marcada por el amor de este joven a la que habría de ser su esposa: †œCuando Tobías oyó lo que le dijo Rafael y que Sara era de su raza y de la casa de sus padres, se enamoró de ella† (Tb 6,1; Tb 6,9).
El / Cantar de los Cantares se presenta sin ninguna duda como una celebración poética del noviazgo, aunque parecen legítimas las dos lecturas, una en clave de amor natural y la otra en perspectiva religiosa.
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Más aún, quizá las dos visiones estén presentes en dicha obra, y por tanto haya que interpretar el texto en un doble nivel, o sea, como un poema sobre el amor humano de dos novios y como el canto del amor del Señor y de Israel durante el período que precedió a su matrimonio, sancionado con la alianza del Sinaí. En este libro podemos saborear toda la frescura y la dulzura del amor de dos corazones que viven el uno para el otro, de dos personas que desean apasionadamente unirse de la forma más compleja y que por eso se buscan sin descanso y no desisten hasta el encuentro beatificante y el abrazo embriagador. Este poema de amor está ambientado en el campo durante la primavera, la estación de las flores y de los aromas de la vegetación, en un clima de alegría y de canto, el más adecuado para el noviazgo, el tiempo del amor fresco e impetuoso, como la irrupción de la vida (Cant 2,1 Oss; 6,11; 7,1 3s). El Cantar se abre con el anhelo del beso, de las caricias y del encuentro con la persona amada, para saciarse de la felicidad de amar (Ct 1,1-4). Pero este deseo tan ardiente, para poder apagarse, exige la búsqueda: †œDime tú, amor de mi vida, dónde estás descansando, dónde llevas el ganado al mediodía† (Ct 1,7). En el corazón de la noche la novia, enferma de amor (Ct 2,5; Ct 5,8), se levanta del lecho, recorre las calles y las plazas de la ciudad en busca del amado de su corazón (Ct 3, 1-3), y no desiste ni siquiera ante los golpes y los ultrajes Ct 5,5-9). Los dos enamorados se aprecian y se desean, se elogian y se admiran, viviendo en un clima de dulce ensueño (Cant 1,9-2,3.8-14; 4,1-16; 5,10-16; 6,4-7,10). La novia salta de gozo al oír la voz del amado, y éste a su vez invita a la que ama a que le muestre su rostro encantador y le haga oír su voz melodiosa (Ct 2,4-14). En realidad, los dos enamorados viven el uno para el otro: †œMi amado es mío y yo soy suya† (Ct2,16; Ct 6,3). Se anhelan apasionadamente: †œYo soy de mi amor y su deseo tiende hacia m톙 (Ct 7,11). Su ardor es fuego inextinguible: †œPonme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo; porque es fuerte el amor como la muerte; inflexibles, como el se†™oI, son los celos. Flechas de fuego son sus flechas, llamas divinas son sus llamas. Aguas inmensas no podrían ¡apagar el amor, ni los ríos ahogarlo. Quien ofreciera toda la hacienda de ,su casa a cambio del amor sería despreciado† (Cant 8,6s). Por esa razón la felicidad de los dos novios se alcanza en el encuentro, en el abrazo y en la unión indisoluble del matrimonio (Ct 3,4; Ct 8,3).
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b) El amor conyugal. Efectivamente, también para la Biblia el noviazgo tiende a la unión matrimonial; el amor tierno y ardiente de los primeros encuentros libres, la mutua búsqueda de los dos enamorados encuentra su feliz coronación en el matrimonio, donde el amor de los dos esposos alcanza la estabilidad y la maduración plena y fecunda. El grito de gozo de Adán por el don divino de la compañera inseparable de su vida, carne de su carne y hueso de sus huesos, insinúa la felicidad de la primera pareja que se deriva del amor conyugal (Gn 2,22-24). Pero la Sagrada Escritura no siempre pone de relieve la importancia del amor en la vida conyugal; a menudo resalta más la relación sexual o el atractivo-pasión que el don de sí en el amor (Gn 3,16 12,lOss). Este factor del amor destaca sobretodo en la historia de las mujeres desgraciadas o por ser estériles o porque se sienten poco amadas por sus esposos, enamorados de otras mujeres. Jacob amó a Raquel más que a Lía; esta última esperó que su marido la amaría cuando le dio hijos (Gn 29,30; Gn 29,32; Gn 29,34). Ana, la futura madre de Samuel, aunque estéril, era amada por su marido más que la otra mujer (IS 1,5-8). Del rey Roboán se narra que amó a la hija de Absalón más que a sus otras mujeres y concubinas (2Cr 11,21). La legislación mosaica considera el caso del hombre con dos mujeres, una de las cuales es menos amada que la otra (Dt 21,15-17). El éxito fabuloso de Ester comenzó con el amor preferencial del rey Asuero por aquella judía, que fue constituida reina (Est 2,l5ss).
Además de estos casos de amor de predilección, en la Biblia encontramos otras referencias al amor conyugal, y no pocas veces para exaltarlo. La descripción del matrimonio de Isaac concluye con la indicación de su amor por su esposa Rebeca, fuente de consuelo y de felicidad (Gn 24,67). Las mujeres filisteas de Sansón insisten en el amor que les tiene su marido para lograr que les revéle secretos importantes (Jc 14,16; Jc 16,15). En la historia de David se nos informa no sólo de que la hija del rey Saúl se enamoró de este joven héroe (IS 18,20), sino que se casó con él y que lo amaba (1S 18,27s). Pero Mical fue entregada como esposa a Paltiel, después de la fuga de David; este segundo marido la amó tiernamente, la acompañó y la siguió llorando continuamente cuando el nuevo rey de Israel pretendió su restitución (2S 3,13-16). La experiencia de Oseas, aunque reviste un profundo significado religioso para ilustrar concretamente el amor del Señor a su esposa Israel, se resiente ciertamente de un drama conyugal personal: el profeta tomó por esposa y amó a una prostituta, que, desgraciadamente, no se mantuvo fiel al marido (Os l,2ss; 3,lss).
Los sabios de Israel exhortan a amar profunda e intensamente a la propia mujer para experimentar gozo y felicidad: †œGoza de la vida con la mujer que amas† (Qo 9,9). El embriagador amor conyugal hará superar las asechanzas y las seducciones de las prostitutas, más allá del peligro de la infidelidad†. †œBendita sea tu fuente, y que te regocijes en la mujer de tu juventud: cierva amable y graciosa gacela, sus encantos te embriaguen de continuo, siempre estés prendado de su amor. ¿Por qué, hijo mío, desear a una extraña y abrazar el seno de una desconocida?† (Pr 5,18-20).
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c) El amor a los hijos. El matrimonio en la Biblia fue instituido por el Señor para la fecundidad y la procreación, además de para la plenitud y la felicidad de los esposos. La bendición de Dios a la primera pareja humana muestra sin equívocos esta finalidad del amor conyugal (Gn 1,28). Por consiguiente, los hijos aparecen como el fruto del amor de los padres. Pero este amor no se agota en la procreación, sino que continúa todo el tiempo de la existencia. En la Sagrada Escritura está documentado este sentimiento o virtud, alma de la felicidad familiar. La conmovedora descripción dramática del sacrificio de Isaac por medio de su padre subraya fuertemente el amor de Abrahán a la víctima que tiene que inmolar en holocausto al Señor; se trata de su hijo, de su único hijo, tan amado (Gn 22,2). En la familia de Isaac encontramos una profunda divergencia entre los dos cónyuges: el padre amaba al primogénito Esaú, mientras que la madre prefería a Jacob (Gn 25,28). El amor preferencial de Jacob por José fue la causa del odio profundo de los demás hijos contra el hermano (Gen 37,3ss). Un amor análogo es el que profesa este patriarca a su hijo más pequeño, Benjamín, que le dio Raquel, su mujer predilecta (Gn 44,20). Por el contrario, David amaba mucho a su primogénito Amnón; por esta razón se mostró débil, disimulando el delito execrable de su hijo contra su hermana Tamar (2S 13,21). Quizá por este motivo, es decir, para no verse cegados por el amor, los sabios de Israel exhortan a los padres a un amor viril y sin debilidades para con los hijos, a no rechazar la vara y fomentar la disciplina, a usar la correa contra los indisciplinados, a reprochar a los que se equivocan (Pr 3,12; Pr 13,24; Si 30,1). El Cristo glorioso, el testigo fiel, se inspira en esta doctrina cuando ordena escribir a la Iglesia de Laodicea que él reprocha y castiga a los que ama Ap 3,19).
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El amor tierno y fuerte dentro de la familia es ciertamente un bien de un valor incalculable; constituye una ayuda poderosa para superar las crisis más profundas y también para vencer la desesperación. La Biblia nos habla de la experiencia de Sara, una mujer tremendamente desgraciada por la muerte de sus siete maridos, que fallecieron todos ellos la primera noche de bodas, antes de haber podido consumar el matrimonio. Presa de la desesperación, Sara, la futura esposa de Tobías, estaba pensando en el suicidio, pero el pensamiento de ser la hija única y tan querida de sus padres le dio fuerzas para superar esta loca tentación (Tb 3,10).
Hablando del amor familiar, no podemos omitir al menos una alusión a la conmovedora historia de Rt, la moabita, modelo de amor fuerte y concreto a la madre de su marido, una nuera excepcional que amó a la suegra más que sus siete hijos (Rt 4,15). Finalmente, en este contexto vale la pena señalar también el amor del esclavo a su amo y a la mujer que se le ha dado durante su esclavitud ¿Ex21,5;Dt 15,16).
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d) El amor dentro del clan. El amor familiar nos invita a recordar, aunque sólo sea sucintamente, a la gran familia de la raza o tribu o clan, a la que el israelita se muestra muy apegado y en la que está profundamente arraigado. El hebreo ama sinceramente a su pueblo y por él está dispuesto a hacer grandes sacrificios y a exponerse al peligro. Tobías, en sus largas y detalladas instrucciones a su hijo, no deja de exhortarle a amar a sus parientes y a su pueblo (Tb 4,13). Se presenta a Mardoqueo como un modelo de este amor; él buscaba el bien de su pueblo y tenía palabras de paz con todos los de su estirpe; por eso le amaban todos los hermanos (Est 10,3). Semejante amor del pueblo se recuerda igualmente en el caso del joven héroe que mató al gigante Goliat y derrotó a los ejércitos filisteos: †œTodos en Israel y Judá querían a David† (IS 18,22).
En la redacción lucana de la curación del siervo del centurión, el tercer evangelista pone en labios de los mensajeros judíos la frase siguiente: †œAma a nuestra raza y nos ha edificado una sinagoga† (Lc 7,5). Estas personas insisten en el amor del funcionario helenista al pueblo hebreo para estimular a Jesús a que realice el milagro que se le pide.
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III. EL AMOR RELIGIOSO O SOBRENATURAL DEL HOMBRE.
Si en la Biblia encontramos una amplia y significativa presentación del amor humano, en ella tenemos sobre todo la descripción del amor en su dimensión religiosa. Con este concepto entendemos no solamente el amor que tiene por objeto a Dios, sino también el amor al prójimo tal como lo manda el Señor en la Sagrada Escritura y como está fundamentado en su palabra, es decir, el amor anclado en la alianza divina. Efectivamente, tanto el pacto sinaíti-co como el escatológico carecen del carácter paritario entre contrayentes iguales, puesto que brotan de la elección gratuita por parte del Señor, es decir, de su caridad divina. Estas alianzas están reguladas no sólo por la fidelidad, sino también por las relaciones de amor entre Dios y su pueblo, entre el hombre y el hombre. El precepto del amor, por consiguiente, marca el límite de la ley, ya que postula un orden moral por encima de ella, en cuanto que indica el impulso de atracción espontánea hacia Dios y el prójimo. Por eso el amor invita a superar la concepción jurídica de la
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alianza y a considerarla como una relación de don y de entrega total a la otra persona, bien sea Dios o bien el hombre. De esta manera el amor, a pesar de ser un precepto divino, más aún, el mandamiento que lleva a la perfección toda la ley del Señor, tiene que verse en una perspectiva de superación de las prescripciones meramente jurídicas, como el alma de unas relaciones profundas y vitales que, aunque basadas en el precepto para ayuda de la libertad, trascienden la imposición.
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1. El amor de Dios.
El primer objeto del amor religioso del hombre no puede menos de ser Dios, su padre y su creador. Los
piadosos salmistas cantan su amor a Dios: †œYo te amo, Señor; tú eres mi fuerza† (Sal 18,2); †œYo amo al
Señor, porque escucha el grito de mi súplica† (Sal 116,1). Invitan además a amar al Señor: †œAmad al
Señor todos sus fieles† (Sal 31,24).
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a) El mandamiento fundamental. En realidad, el amor a Dios es el primer precepto de la tórah, la ley mosaica. De este modo comienza la oración del Sema†™: †œEscucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas† (Dt 6,4s). En el Deuteronomio encontramos otras exhortaciones a amar al único verdadero Dios, el Señor Dt 11,1; Dt 30,16). Josué se hace eco de este mandamiento fundamental, y por eso invita al pueblo a amar al Señor, permaneciendo unidos a él y sirviéndole con todo el corazón y con toda el alma (Jos 22,5; Jos 23,11). Con este comportamiento se vive profundamente la alianza y se permanece dentro de su fidelidad.
Los evangelios subrayan este elemento: el amor existencial y total a Dios es el primer mandamiento. La respuesta de Jesús al escriba que le interrogó sobre este punto es clara y explícita: el primer precepto consiste en amar al Señor Dios con todo el corazón, y con toda el alma, y con toda la mente, y con todas las fuerzas (Mc 12,28-30; Mc 12,33 par). Este amor se demuestra concretamente con la observancia de los mandamientos del Señor (1Jn 5,3; 2Jn 6). Efectivamente, amor significa comunión con Dios, y por tanto conformidad plena con su voluntad (Jn 15,10). El que ama conoce a Dios (1Jn 4,7); pero este conocimiento según el lenguaje bíblico indica vida de comunión profunda, como la que reina entre el Padreyel Hijo, poruna parte, yentreel buen pastorysusovejas, porotra(Jn 10,14s). Medianteel amor uno permanece profundamente unido a Dios y a su Hijo, es decir, vive en perfecta comunión con la santísima Trinidad (Jn 14,21; Jn 14,23 15,9s; Jn 17,26 Un4,12s).
Un amor al Señor tan total y tan profundo no puede ser conquistado por el hombre, sino que es don de Dios, fruto de la circuncisión del corazón (Dt 30,6); podríamos decir que es obra de la gracia divina. David obtiene este don porque amaba a su creador y le cantaba himnos con todo su corazón (Si 47,8). Esta gracia se consigue mediante la sabiduría, que hace al hombre amigo de Dios (Sb 7,14; Sb 7,27). Jesús, en la última noche de su existencia en la tierra, pidió al Padre que concediera a sus discípulos el don de su amor (Jn 17,26).
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Israel durante su juventud, en el período de su noviazgo, amó al Señor con ternura y sinceridad. Los profetas / Oseas y / Jeremías cantan este período idílico de la historia del pueblo de Dios, cuando Israel se dejó seducir por el Señor y vivió en intimidad profunda con su Dios (Os 2,16s): †œMe he acordado de ti en los tiempos de tu juventud, de tu amor de novia, cuando me seguías en el desierto, en una tierra sin cultivar† (Jr2,2). Pero este amor duró muy poco tiempo (Os 6,4; Sal 78,36), más aún, pronto se hizo adúltero, ya que Israel se prostituyó y anduvo tras otros dioses, con los que se enredó largamente. El Señor, por labios de Oseas, acusa a su esposa de los adulterios perpetrados con las numerosas prostituciones cometidas con sus amantes y la amenaza con el castigo más severo (Os 2,4-15 3,lss). Jeremías denuncia la perversidad de esa esposa que se obstina en seguir a sus amantes, los dioses extranjeros (Jr2,25), buscando el amor lejos del Señor y traicionando continuamente a su esposo (Jr 2,33; 1s57,8). Pero el Señor castigará a esos amantes (Jr22,22), gunto con su esposa infiel (Ez 16,35ss).
En su estado de desolación, después del severo castigo de Dios, Jerusalén no encuentra un solo consolador entre todos sus amantes, a nadie que venga a enjugar sus lágri-snas (Lm 1,2). En realidad, la histo-riaide Israel es una historia de amor -creativo y tierno del Señor (Ez 16,4ss), pagado por su esposa con la infidelidad y la prostitución idolátrica (Ez 16,l5ss.25ss), cayendo conti-(ñüamente en abominaciones y des-ovarios (Ez 16,2Oss). i †œJesús acusa sobre todo a los escri-†™bas y fariseos de amar a Dios sólo a flor de labios, mientras que su corazón está lejos de él (Mc 7,6 y par). -Realmente no aman a Dios Q, es decir, no aman al Padre celestial, no viven para él (Jn 5,42). zEn el sermón de la montaña (1 Bien-†™aventuranzas) Jesús proclama que el -amor al dinero excluye el amor a rDios; por tanto, el que ama a Dios, rio puede servir a mammón, porque rel amor y el servicio de Dios son de carácter totalitario y exclusivista (Mt ¿6,24 y par). El autor del Apocalipsis, -en la carta a la comunidad de Efeso, reprocha la conducta de esta Iglesia al haber abandonado su primer amor :por el Señor (Ap 2,4). éx. El amor a Dios
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es el don celestial cpor excelencia que puede conceder el Padre; esta gracia divina se da por medio del Espíritu Santo (Rm 5,5); Pablo y Judas se la desean a sus fieles (2Co 13,13; Ef 6,23; 2Ts 3,5 % Jud 21). Efectivamente, con este don se Aalcanza la felicidad suprema, ya que ttodas las cosas concurren al bien de los que aman a Dios (Rm 8,28). A éstos Dios les tiene preparados bienes inimaginables (1Co 2,9). Desgracia-.damente, este amor a Dios se enfría en tiempos de persecución en el cora-fZOn de muchos; sin embargo, la salvación está reservada a quien persevere hasta el fin (Mt 24,12s).
El amor al Señor se demuestra concretamente guardando su palabra y amando a los hermanos. El autor de la primera carta de Juan es muy explícito en este sentido: el amor a Dios alcanza su perfección en el discípulo que guarda su palabra (1Jn 2,5; 1Jn 5,3); el que no ama al hermano, a quien ve, no puede amar al Dios, a quien no ve (lín 4,20).
La persona que amó de forma perfecta al Padre fue Jesús; lo amó concretamente, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo su alimento de la voluntad de Dios (Jn 4,34), obedeciendo hasta el fondo a su mandamiento de beber el cáliz amargo de la pasión (Jn 14,31; Jn 18,11), realizando su obra reveladora y salvífica (Jn 17,4), que alcanza su expresión suprema y perfecta en la cruz (Jn 19,28; Jn 19,30).
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b) Amor y temor de Dios. La historia de Israel, esposa amada pero adúltera, muestra la necesidad del temor del Señor, es decir, el miedo a caer en la infidelidad. En efecto, el amor de Dios no se agota en la esfera sentimental, sino que afecta a todo el hombre y se concreta en la observancia de su palabra, de sus leyes. Por consiguiente, incluye el temor reverencial a traspasar sus preceptos, a fallar en las cláusulas de la alianza. Por esta razón muchas veces en la Biblia se asocia íntimamente el amor al temor de Dios. En este sentido resulta especialmente claro el pasaje de Dt 10,12s. Este amor y temor del Señor lo demostró Israel rechazando claramente la idolatría, observando los preceptos de Dios y escuchando su voz Dt 13,2-5; Dt 19,9). En los libros sapienciales encontramos pasajes que ponen en paralelismo el amor y el temor del Señor, mostrando de este modo que se trata de dos realidades muy parecidas (Si 2,15s; 7,29s).
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c) El amor al lugar de la presencia de Dios. El israelita que se adhiere al Señor y lo ama viviendo su palabra, no se olvida de su ciudad y de su casa, sino que las ama profundamente, ya que es allí donde encuentra a su Dios, experimentando su presencia salvífica en su templo santo. El piadoso hebreo desea ardientemente la visión de Dios en su casa, lo mismo que anhela la cierva las fuentes de agua fresca; allí es realmente donde contempla el rostro del Señor (Ps 42,2ss). El salmista siente un amor apasionado por el templo de Jerusa-lén, lugar de la gloria divina (Sal 26,8). Sión es la ciudad amada por el Creador, que ha hecho morar en ella su sabiduría (Si 24,11). Por eso el salmista augura prosperidad para todos los que aman a Jerusalén (Sal 122,6), y el profeta invita a la alegría y a la exultación a todos los que la aman, ya que el Señor está a punto de inundarla de paz (Is 66,lOss). El templo suscita igualmente el amor tierno del piadoso israelita (Ps 84,2s). En Ap 20,9 la ciudad amada es la Iglesia, que al final de los tiempos se verá asaltada por Satanás, pero se salvará gracias a una intervención de Dios.
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d) El amor al Hijo de Dios. El NT, centrado en la persona de Cristo, no podía menos de resaltar el amor a esta persona divina. En el pasaje de la conversión de la pecadora pública (Lc 7,36-50), el tercer evangelista subraya el amor de esta mujer al Señor Jesús, poniéndolo en contraste con la fría acogida de Simeón; aquí se presentan íntimamente unidos el amor y la fe, puestos a su vez en relación con el perdón de los pecados. Jesús exige de su discípulo un amor superior al amor que se tiene al padre, a la madre, al hijo o la hija (Mt 10,37); el tercer evangelista inserta en esta lista a la esposa, a los hermanos y hermanas, y hasta a la propia alma, afirmando que para seguir a Cristo hay que odiar a estas personas, esto es, que el amor a Jesús tiene que ocupar el primer puesto de forma indiscutible (Lc 14,26).
Este amor al Verbo encarnado no es poseído, ciertamente, por los judíos, que se muestran más bien sus enemigos irreductibles (Jn 8,42). Realmente ama a Jesús el que guarda sus mandamientos (Jn 14,15; Jn 14,21), es decir, su palabra (Jn 14,23). Se permanece en el amor de Cristo observando sus preceptos (Jn 15,9s). El maestro reconoce que sus amigos más íntimos lo han amado (Jn 16,27) porque han observado la palabra de Dios dada al Hijo (Jn 17,6ss). Por esta razón, Simón Pedro, a pesar del triste paréntesis de su negativa, puede declarar a Cristo resucitado, que lo examinaba de amor: †œSí, Señor, tú sabes que te amo… Tú lo sabes todo: tú sabes que te amo† (Jn 21,15-17).
En las cartas apostólicas se hace mención en repetidas ocasiones del amor a Cristo. Pablo lanza el anatema, es decir, la excomunión, contra el que no ame al Señor (1Co 16,22). Pedro recuerda a sus fieles que aman a Jesucristo, aunque no lo vean (IP 1,8). El autor de la carta a los Efesios desea la gracia de Dios a todos los que aman al Señor Jesús (Ef 6,24). En efecto, el que ama al Padre, ama también al Hijo que engendró (1Jn 5,1), y por eso se ve colmado de los favores divinos y se verá coronado de gloria en el último día (2Tm 4,8). El que ama a Jesús es amado por el Padre y por el Hijo (Jn 14,21); más aún, se
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convierte en templo de la santísima Trinidad (Jn 14,23). Por consiguiente, este amor es fuente de la vida, de la verdadera felicidad y de la salvación plena.
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e) El amor de Dioses fuente de felicidad y de gracia. La Biblia, para estimular el amor del Señor, proclama en varias ocasiones y en diversas tonalidades los bienes salvíficos que se derivan de esa adhesión total a Dios y a sus preceptos. En el / Decálogo, donde se prohibe la idolatría, el Señor recuerda que, aunque castiga la culpa de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación para quienes lo odian, sin embargo otorga su gracia abundantemente a quienes lo aman y guardan sus mandamientos (Ex 20,5ss; Dt 5,9s). En efecto, el Señor es †œel Dios fiel, que guarda la alianza y la misericordia hasta mil generaciones a los que lo aman y cumplen sus mandamientos† (Dt 7,9; Ne 1,5; Dn 9,4). Efectivamente, el Señor guarda a todos los que lo aman, mientras que dispersa a todos los impíos (Sal 145,20). Dios bendice a quien es fiel a su alianza. Con el amor concreto al Señor, observando y practicando sus decretos, Israel experimentará la bendición y el amor de Dios en la fecundidad de sus familias y de sus rebaños, en la abundancia de los frutos de la tierra y en la salud (Dt 7,13-15). La fertilidad de los campos se presenta como consecuencia de este amor a Dios en la observancia de sus preceptos(Dt 11,13s). De forma análoga, la victoria sobre todas las naciones, incluso las más numerosas y poderosas, dependerá de la prueba de amor de Israel, concretado en la práctica de, los mandatos del Señor (Dt ll,22s).†™ Este amor será fuente de prosperidad total y de felicidad plena (Dt 30,6-10) y producirá la vida en abundancia (Dt 30,19s). La experiencia del amor divino, de la gracia y de la misericordia salvífica del Señor está reservada a los fieles y a los elegidos que confían en él y viven en la justicia Sb 3,9). La exaltación de Israel y la destrucción de sus enemigos está ligada al amor de Dios (Jc 5,31). Amando sinceramente al Señor es cómo los hijos de Abrahán gozarán de tranquilidad, de paz y de gozo en su país, Palestina (Tb 14,7). Los que aman el nombre del Señor tendrán en herencia las ciudades de Judá, habitarán en ellas y gozarán de su posesión (Ps 69,36s). En la experiencia de esta felicidad, los israelitas se verán también acompañados por los extranjeros que se adhieran al Señor para servirle, amando su nombre (Is 56,6s).
Para los sabios de Israel, el don o la gracia más grande que puede dispensar Dios a cuantos lo aman es la sabiduría (Si l,7s; Qo 2,26). Los salmistas, por su parte, invocan la misericordia y la bendición de Dios, fuente de gozo y de gracia, sobre cuantos aman su nombre y su salvación (Ps 5,12s; 40,17; 70,5; 119,132). El que ama al Señor experimentará su poderosa protección (Si 34,16), como ocurrió con Daniel cuando fue liberado de la fosa de los leones y pudo exclamar: †œiOh Dios, te has acordado de mí y no has desamparado a los que te aman!†(Dn 14,38), mostrando esa adhesión al Señor con la fidelidad a su pacto y a sus preceptos.
Pablo, en sus cartas, presenta el amor de Dios como el bien supremo y la fuente de la gracia y de la felicidad, de la que no puede separarnos ninguna potencia enemiga (Rm 8,31-39). El que ama de veras a Dios vive en profunda comunión con él (1Co 8,3), y por eso no hay fuerza alguna que sea capaz de arrebatar este tesoro del amor divino. Dios, Padre bueno y todopoderoso, lo predispone todo para el bien de los que lo aman (Rom 8,28ss) y prepara la corona de justicia, es decir, de gloria, en la parusía para el que ama la manifestación del Señor Jesús, es decir, para el que vive orientado hacia el encuentro final con Cristo (2Tm 4,8). Efectivamente, esta corona de gloria es la que Dios ha prometido a cuantos lo aman y demuestran su amor, venciendo todas las tentaciones del mal (Jc 1,l2ss). Los pobres a los ojos del mundo heredarán esa gloria que Dios tiene prometida para quienes lo aman (St 2,5). Este premio, que Dios prepara para sus hijos que lo aman, supera toda capacidad de imaginación (1Co 2,9). ¿Por qué motivo obtendrá una gloria tan grande el que ama? Porque en el amor divino el cristiano, elegido por el Padre antes de la creación del mundo, vive en la santidad y en la justicia perfecta durante todos sus días Lc 1,75 Ep l,3ss).
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2. El amor a la sabiduría y a LA †œtórah†.
Un aspecto particular del amor religioso, que se subraya sobre todo en los escritos sapienciales, es el amor a la / sabiduría, encarnada en la ley de Moisés. Se trata de un tema afín al anterior, ya que la sabiduría es una realidad divina; es la hija primogénita del Señor, creada antes del mundo y enviada por Dios a Israel para que plante su tienda en medio de su pueblo a fin de instruirle, de adoctrinarle y de revelar su palabra concretada en la tórah (Pr 8,22s; Si 24,3-32).
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a) La invitación a/amor. Los sabios de Israel no se cansan de exhortar, con diversas expresiones y de diferentes maneras, a amar a la sabiduría, mostrando los efectos benéficos de ese amor(Sg 1,lss):
†œAdquiérela sabiduría…; no la abandones y ella te guardará, ámala y ella te custodiarᆠ(Pr 4,5-6). La
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sabiduría no es una realidad imposible de encontrar ni impenetrable, sino que se deja conocer fácilmente en su esplendor incorruptible por cuantos la aman (Sb 6,12). En realidad, el sabio la ha buscado, porque la ha amado y escogido por esposa: †œYo la amé y la busqué desde mi juventud, traté de hacerla mi esposa y quedé prendado de su hermosura† (Sb 8,2).
Este amor a la sabiduría se concreta en el amor a la verdad y a la paz; por eso el profeta exhorta: †œAmad la lealtad y la paz† (Za 8,19). Tan sólo los necios desdeñan este amor a la sabiduría (Pr 18,2), mientras que †œel que ama la instrucción ama la ciencia† (Pr 12,1). Con este amor a la sabiduría el hijo alegra el corazón del padre (Pr 29,3).
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b) El amor a la ley mosaica. La sabiduría divina se ha encarnado en la tórah, la ley dada por Dios a través de Moisés (Si 24,22ss; Ba 4,1); por eso el amor a la sabiduría se demuestra con la adhesión a los preceptos del Señor. El sabio sentencia de este modo: †œAmar la sabiduría es guardar sus leyes† (Sb 6,18). El Ps 119 puede considerarse como una exaltación del amor a la ley mosaica, a la palabra de Dios. El autor confiesa que ama esta realidad divina (Vv. 159. 163.167), proclama que encuentra su gozo y su salvación en el gran amor a los preceptosSeñor (vv. 47s. 113) y exclama: †œ Cuánto amo tu ley!, todo el día estoy pensando en ella (y. 97). Los mandamientos de Dios son más preciosos que el oro más puro; por esa razón los ama el salmista (y. 127). La palabra del Señor es purísima y por eso la ama el justo (y.
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c) Elamora la ley-sabiduría es fuente de felicidad y de gracia. Con esta adhesión a la palabra de Dios se alcanza la vida verdadera y el gozo. En efecto, el que ama la ley del Señor obtiene una palabra profunda Sal 119,165). Al que ama, la sabiduría le concede riqueza y gloría, bienes imperecederos mejores que el oro fino y que la plata pura, tesoros divinos (Pr 8,l7ss). De este amor se derivan bienes
inconmensurables: esplendor que no conoce ocaso, inmortalidad y riquezas innumerables (Sg 7,lOs; 8,17s). Los frutos del amor de la justicia son las virtudes (Sb 8,7). El amor a la sabiduría no sólo vale más que el vino y que la música (Si 40,20), sino que es fuente de vida, de gozo y de gloria (Si 4,11-14). El que muestra tal amor por la sabiduría será amado a su vez por ella y obtendrá la verdadera riqueza y la gloria inmarcesible.
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3. El amor al prójimo.
En la Biblia encontramos expresiones de filantropía; sin embargo, el amor al prójimo tiene prevalentemente motivaciones religiosas; más aún, algunas veces se inserta en la experiencia salvífica del éxodo o se fundamenta en el amor del Hijo de Dios a todos los hombres. Tiene más bien un sabor filantrópico la sentencia sapiencial de Si 13,l5ss, en donde el amor al prójimo se considera como un fenómeno natural. Un tenor análogo conserva la exhortación a amar a los esclavos juiciosos y a los siervos fieles (Si 7,20s). Sin embargo, en otros pasajes la motivación del amor al prójimo es ciertamente de carácter sobrenatural, ya que esta actitud se presenta como un precepto del Señor (Lv 19,18; Mt 5,43; Mt 22,39), e incluso a veces el amor al hermano se fundamenta en el amor a Dios, por lo que este segundo mandamiento es consideradA como semejante al primero sobre el amor al Señor (Mt 22,39). A este propósito, Juan se expresa así en su primera carta: †œSi alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Este es el mandamiento que hemos recibido de él: que el que ame a Dios ame también a su hermano† 1Jn 4,20-21). Más aún, el amor auténtico al prójimo depende del amor a Dios: †œEn esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y guardamos sus mandamientos†™ (1Jn 5,2).
En realidad, desde los textos más antiguos de la Sagrada Escritura la relación religiosa con Dios está íntimamente vinculada al comportamiento con el prójimo. El decálogo une los deberes para con el Señor y para con los hermanos (Ex 20,1-17; Dt 5,6-21). Además, muchas veces el amor al prójimo en la Biblia se fundamenta en la conducta de Dios: hay que portarse con amor, porque el Señor ha amado a esas personas (cf Dt 1O,18s; Mt 5,44s.48; Lc 6,35s; Un 4,lOs). No se trata, por consiguiente, de mera solidaridad humana o de filantropía, ya que la razón del amor al prójimo es de carácter histórico-salvífico o sobrenatural. Por tanto, en la Sagrada Escritura el hecho natural e instintivo del amor ha sido elevado a la esfera religiosa o sobrenatural e insertado en la alianza divina.
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a) ¿ Quién es el prójimo al que hay que amar? El primer problema ??t resolver, cuando se habla del amor al †œprójimo†, concierne al significado de este término. La cuestión dista mucho de resultar ociosa, ya que semejante pregunta se la dirigió también a Jesús nada menos que un doctor de la ley (Lc 10,29). Para el AT, el prójimo es el israelita, muy distinto del pagano y del forastero. En la tórah encontramos el famoso
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precepto divino de amar al prójimo como así mismo, en paralelismo con la prohibición de vengarse contra los hijos del pueblo israelita (Lv 19,18). El prójimo, en realidad, indica al hebreo (Ex 2,13; Lv 19,15; Lv 19,17).
En los evangelios, cuando se habla del amor al prójimo, se cita a menudo el precepto de la ley mosaica Mt 19,19; Mt 22,39; Mc 12,31; Mc 12,33) y se presupone, al menos en el nivel del Jesús histórico, que el prójimo es el israelita. Pero en la parábola del buen samaritano queda superada esta posición, ya que en ella el prójimo indica con toda claridad a un miembro de un pueblo enemigo (Lc 10,29-36). Jesús revolucionó el mandamiento de la ley mosaica que ordenaba el amor al prójimo y permitía el odio al enemigo (Mt 5,43). En las cartas de los apóstoles no pocas veces se apela a la Sagrada Escritura para inculcar el amor al prójimo (St 2,8). En este precepto del amor fraterno se ve el cumplimiento pleno de la ley (Ga 5,14 Rom 13,8ss).
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b) El amor al forastero. La ley de Moisés no ignora a los emigrados, a los que se establecen en medio de los israelitas, pero sin ser israelitas. Estos tienen que ser amados, porque también los hijos de Jacob pasaron por la experiencia de la emigración en Egipto (Lev 19,33s). En efecto, Dios ama al forastero y le procura lo necesario para vivir; por eso también los israelitas, que fueron forasteros en tierras de Egipto, tienen que amar al forastero por orden del Señor (Dt 10,18s). El autor de la tercera carta de Juan se congratula con Gayo por la caritativa acogida a los forasteros (3Jn 5s).
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c) El amor a los enemigos. El Señor en el AT no manda amar a los enemigos; más aún, en estos libros encontramos expresiones y actitudes realmente desconcertantes para los cristianos. Así, las órdenes de exterminar a los paganos y a los enemigos de Israel nos dejan muy desorientados y hasta escandalizados [/Guerra III]. Efectivamente, la historia del pueblo hebreo está caracterizada por guerras santas, en las que los adversarios fueron aniquilados en un auténtico holocausto, sin que quedara ningún superviviente ni entre los hombres ni entre los animales (cf Ex 17,8ss;Núm2l,2lss;31,lss;Dt2,34;3,3-7; Jos 6,21; Jos 6,24 8,24s). Más aún, la Biblia refiere cómo Dios ordenó a veces destinar al anatema, es decir, al exterminio, a todas las poblaciones paganas, sin excluir siquiera a los niños o a las mujeres encinta Jos 11,20; IS 15,1-3). Además, el Ps 109 contiene fuertes implicaciones contra los acusadores del salmista que han devuelto mal por bien y odio por amor (vv. 4ss). En otros lugares del AT se invoca la venganza divina contra los inicuos (Sal 5,11 28,4s; 137,7ss;Jr 11,20 20,12, etc. ). Sin embargo, incluso antes de la venida de Jesús se prescriben en la tórah actitudes que suponen la superación del odio a los enemigos, puesto que se exige la ayuda a esas personas (cf Ex 23,4s; Pr 25,21). Además, en el AT algunos justos supieron perdonar y amar a las personas que los habían odiado y perseguido. Los modelos más claros y conmovedores de esta caridad los tenemos en el hebreo José y en David. El comportamiento del joven hijo de Jacob resulta verdaderamente evangélico y ejemplar. Fue odiado por sus hermanos, hasta el punto de que tramaron su muerte; en vez de ello fue vendido como esclavo a los madianitas (Gen 37,4ss. 28ss). Cuando las peripecias de la vida lo llevaron al ápice de la gloria, hasta ser nombrado gobernador y virrey de todo el Egipto, pudo haberse vengado con enorme facilidad de sus hermanos. Por el contrario, después de haber puesto a prueba su amor a Benjamín, el otro hijo de su madre Raquel, se les dio a conocer, les perdonó, intentando incluso excusar su pecado, y les ayudó generosamente (Gén 45,lss; 50,l9ss).
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También la historia de David parece muy edificante en esta cuestión del amor a los enemigos. En efecto, el joven pastor, después de haber realizado empresas heroicas en favor de su pueblo, fue odiado por Saúl por su prestigio en aumento; más aún, este rey intentó varias veces acabar con su vida y disparó contra él su lanza (IS 18,6-11 19,8ss), le persiguió y lo acorraló (IS 23, 6ss.lgss; 26,lss). En una ocasión, mientras Saúl le perseguía, se le presentó a David la ocasión de eliminar al rey de una simple lanzada. Pero el hijo de Jesé le respetó la vida, a pesar de que sus hombres le invitaban a vengarse de su rival (IS 24,4-16; IS 26,6-20). Otro espléndido ejemplo de amor a los perseguidores nos lo ofreció igualmente David al final de su vida, con ocasión de la rebelión de su hijo Absalón; éste quería destronar a su padre, y para ello sublevó a todo el pueblo, obligando a David a huir de Jerusalén (2S 15,7ss); persiguió luego al pequeño grupo que había permanecido fiel al rey y les atacó en la selva de Efraín. Allí el rebelde se quedó enredado con su cabellera en las ramas de una encina, y Joab, faltando a las órdenes dadas por David, lo mató clavándole tres dardos en el corazón (2S 18,1-15). Cuando el rey tuvo noticias de la muerte de su hijo tembló de emoción, explotó en lágrimas y lloró, gritando amargamente:† ¡ Quién me diera haber muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!† (2S 19,1). Este comportamiento desconcertante irritó profundamente a Joab, que reprochó a David amar a quienes lo odiaban (2S 19,7).
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En el sermón de la montaña no sólo se anuncia la regla de oro (Mt 7,12 y par), viviendo la cual se destruye toda enemistad, sino que se prohibe formalmente el odio a los enemigos; más aún, Jesús ordena
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expresamente amar a esas personas, precepto realmente inaudito para un pueblo acostumbrado alanzar maldicio-íines contra sus opresores y perseguidores (cf también los Himnos de Qumrán). El pasaje de Mt 5,43-48 †˜forma el último de los seis mil paralelismos o antítesis de la amplia sec-cción del sermón de la montaña, en ; donde se recoge la nueva ley del reino de los cielos (Mt 5,21-48). Jesús, al exigir el amor a los enemigos, se enfrenta con la praxis dominante y se (inspira en la conducta del Padre celestial, que no excluye a nadie de su corazón y por eso concede a todos sus favores (Mt 5,44s; Lc 6,27-35). El modelo perfecto de este amor a los enemigos y los perseguidores lo encontramos en la persona de Jesús, que no sólo no devolvía los insultos recibidos y no amenazaba a nadie durante su pasión (IP 2,2 lss), sino que desde la cruz suplicaba al Padre por sus verdugos, implorando para ellos el perdón (Lc 23,34). El primer mártir cristiano, el diácono Esteban, imitará a su maestro y Señor, orando por quienes lo lapidaban (Ac 7,59s).
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d) El amor expía los pecados. En este contexto hemos de hacer al menos una alusión al efecto purificador de la caridad. El pasaje de Pr 10,12 contrapone el odio al amor, proclamando que, mientras que el primero sólo origina disensiones y luchas, el amor cubre todas las culpas. Esta sentencia es recogida por Pedro, el cual para estimular al amor fraterno recuerda que con el amor se obtiene el perdón de los pecados (IP 4,8
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4. El amor cristiano.
En el NT el amor cristiano se presenta como el ideal y el signo distintivo de los discípulos de Jesús. Estos son cristianos sobre la base del amor: el que ama al hermano y vive para él demuestra que es un seguidor auténtico de aquel maestro que amó a los suyos hasta el signo supremo de dar su vida por ellos. El que no ama permanece en la muerte y no puede ser considerado de ningún modo discípulo de Cristo.
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a) ¡Amaos como yo os amo! Jesús invitó a los discípulos a una vida de amor fuerte y concreto, semejante a la suya. En sus discursos de la última cena encontramos interesantes y vibrantes exhortaciones sobre este tema. En el primero de estos grandes sermones, ya desde el principio, Jesús se preocupa del comportamiento de sus amigos en su comunidad durante su ausencia; por eso les dice: †œOs doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros† (Jn 13,34s). Este precepto del amor es llamado †œmandamiento nuevo†, ya que nunca se había exigido nada semejante antes de la venida de Cristo. En efecto, Jesús exige de sus discípulos que se amen hasta el signo supremo del don de la vida, como lo hizo él (Jn 13,1 Ss); realmente, nadie tiene un amor más grande que el que ofrece su vida por el amigo (Jn 15,13). En el segundo discurso de la última cena el Maestro reanuda este tema en uno de sus trozos iniciales, centrados precisamente en el amor fraterno: †œEste es mi mandamiento: amaos unos a otros como yo os he amado… Esto os mando: amaos unos a otros†
Jn 15,12; Jn 15,17). Son diversos los preceptos que dio Jesús a sus amigos, pero el mandamiento específicamente †œsuyo† es uno solo: el amor mutuo entre los miembros de su familia.
Juan, en su primera carta, se hace eco de esta enseñanza de Cristo: †œEste es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos los unos a los otros† (IJn 3,11 cf 2Jn Ss) hasta el don de la vida, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios (IJn 3,16). Los cristianos deben amarse los unos a los otros, concretamente, según el mandamiento del Padre (IJn 3,23). A imitación de Dios, que manifestó su amor inmenso a la humanidad, enviando a la tierra a su Hijo unigénito, los miembros de la Iglesia tienen que amarse los unos a los otros: †œNosotros amamos porque él nos amó primero† (IJn 4,19). En realidad, los cristianos tienen que inspirarse en su comportamiento en el amor del Señor Jesús, que llegó a ofrecer su vida por su Iglesia (Ef 5,2).
El último día serán juzgados sobre la base del amor concreto a los hermanos: el que haya ayudado a los necesitados tomará posesión del reino; pero el que se haya cerrado en su egoísmo será enviado al fuego eterno (Mt 25,31-46).
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b) Amor sincero, concreto y profundo. En los primeros escritos cristianos encontramos continuamente el eco de esta enseñanza de Jesús. Efectivamente, Pablo en sus cartas inculca en diversas ocasiones y en diferentes tonos el amor fraterno: el amor debe ser sincero y cordial (Rom 12,9s), a imitación del suyo 2Co 6,6). Los cristianos de Tesalónica demuestran que son modelos perfectos de ese amor sincero ITs 1,3; ITs 3,6; ITs 4,9). Entre los creyentes todo tiene que hacerse en el amor (1Co 16,14), e incluso en los castigos hay que tomar decisiones conformes con el amor (2Co 2,6-8; ITm 1,5). Efectivamente, lo que cuenta en la vida cristiana es la fe que actúa mediante el amor (Ga 5,6); por eso hay que servir con
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amor (Ga 5,13). En particular, Pablo enseña que por amor para con el hermano débil hay que renunciar incluso a las comidas lícitas ya la libertad, si ello fuera ocasión para su caída (Rm 14,15 iCo 8,lss).
La generosidad a la hora de ofrecer a los necesitados bienes materiales es signo de amor auténtico (2Co 8,7s). Efectivamente, el amor cristiano no se agota en el sentimiento, sino que ha de concretarse en la ayuda, en el socorro, en el compartir; por eso el rico que cierra su corazón al pobre no está animado por el amor (1Jn 3,175). En realidad, el que sostiene que ama a un Dios que no ve y no ama al hermano a quien ve es un mentiroso, porque es incapaz de amar verdaderamente a Dios (1Jn 4,20). Pero también es verdad lo contrario: la prueba del auténtico amor a los hermanos la constituye el amor a Dios (1Jn 5,2).
o Los padres y los pastores de las Iglesias se alegran y dan gracias a Dios cuando constatan que el amor fraterno se vive entre los cristianos (2Ts 1,3; Ef 1,15 Col l,3s. Co18; FIm 5,7; Ap 2,19); ruegan además por el aumento del amor dentro de sus familias (lTs 3,12 Ep 3,16s; Flp 1,9 Col 2,lss)y amonestan a sus hijos para que profundicen cada vez más en el amor (lTh 5,12s; Hb 10,24; 2P 1,7), caminando en el amor según el ejemplo de Cristo (Ef 5,2), soportando humilde y dulcemente las contrariedades, preocupados por conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz (Ef 4, 1-6; Flp 2,1 Ss), viviendo la palabra de la verdad en el :ámor y creciendo en Cristo, del que recibe su incremento el cuerpo de la Iglesia, edificándose en el amor (Ep 4,15s): Por encima de todo, tened amor, que es el lazo de la perfección† Col 3,14); †œCon el fin de llegar a una fraternidad sincera, amaos entrañablemente unos a otros†™ (IP 1,22). Todos los cristianos tienen que estar animados por el amor fraterno, pero de manera especial los ancianos (Tt 2,2). Este amor, aunque tiene como objeto específico a los miembros de ia Iglesia, incluye el respeto para con iodos (IP 2,17; IP 4,8). as i El que está poseído por este amor íraterno permanece en la luz (1Jn íilO), vive en comunión con Dios; ?que es luz (IJn 1,5) ha pasado de la ¿nuerte a la vida divina (IJn 3,14 ). Efectivamente, Dios mora en el corazón del que ama(Un4,lls). El amor se identifica realmente con Dios; es una realidad divina, una chispa del corazón del Padre comunicada a sus hijos, ante la cual uno se queda admirado, lleno de asombro. Pablo exalta hasta tal punto esta virtud del amor que llega a colocarla por enci-JRa de la fe y de la esperanza, puesto *)Uéinunca podrá fallar: en la gloria del reino ya no se creará ni será ya necesario esperar, puesto que se poseerán las realidades divinas, pero se seguirá amando; más aún, la vida bienaventurada consistirá en contemplar y en amar (1Co 13). Por consiguiente, el que ama posee ya la felicidad del reino, puesto que vive en Dios, que es amor. La salvación eterna depende de la perseverancia en el amor (ITm 2,15). Dios, en su justicia, no se olvida del amor de los creyentes, concretado en el servicio (Hb 6,10). Por eso los cristianos animados por el amor aguardan con confianza el juicio de Dios (1Jn 4,17s).
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c) El amor fraterno es fruto del Espíritu Santo. Esta caridad cristiana, tan concreta y profunda, deriva de la acción del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. En efecto, sólo el Espíritu de Dios puede hacer que se obtenga la victoria sobre la carne, es decir, sobre el egoísmo; y por tanto sólo él puede hacer que triunfe el amor. El fragmento de Gal 5,16-26 se presenta en este sentido como muy elocuente y convincente: mientras que las obras de la carne son el libertinaje y el vicio, †œlos frutos del Espíritu son:
amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia†™ (y. 22).
Así pues, la caridad cristiana es obra del Espíritu Santo, que anima la vida de fe; por esta razón Pablo puede atribuir el amor a esta persona divina y expresarse de este modo: †œPor el amor del Espíritu Santo, os pido…†™ (Rm 15,30); †œEl Señor no nos ha dado Espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor† (2Tm 1,7). Efectivamente, †œel amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado†™ (Rm 5,5).
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d) El amor de los pastores de las Iglesias. Los grandes apóstoles y padres de las comunidades cristianas primitivas están animados de una caridad muy profunda a sus discípulos e hijos; por eso se dirigen a ellos con el apelativo queridos o amados (aga-pétói) (Rm 12,19; ICo 10,14; St 1,16; IP 2,11 Un IP 2,7 etc. ). Pablo ama tiernamente a sus hijos espirituales (Rm 16,5; Rm 16,8; ICo 4,17), porque los ha engendrado a la fe. Por eso les amonesta con amor (1 Co 4,14s; 2Co 11,11): †œEn nuestra ternura hacia vosotros, hubiéramos querido entregaros, al mismo tiempo que el evangelio de Dios, nuestra propia vida† (ITs 2,8). Alberga idénticos sentimientos hacia sus colaboradores, especialmente por Timoteo (1Co 4,17; 2Tm 1,2; Ef 6,21; Col 1,7; Col 4,7). Los apóstoles y los presbíteros de Jerusalén presentan a los dos misioneros Bernabé y Pablo como hermanos queridos (Hch 15,25). Pablo desea ejercer su ministerio con amor y con dulzura; por eso no quiere verse obligado a usar la vara (1Co 4,21). Escribiendo a Filemón, le suplica con amor por su hijo Onésimo, sin querer apelar a su derecho de mandar libremente (Flm 9). En general, los apóstoles y los misioneros reciben también como recompensa el amor de sus fieles (Tt 3,15), aunque Pablo observa en algunas de sus comunidades cierta frialdad, a pesar de su fuerte amor (2Co 12,15). Para este gran apóstol de Cristo, el que es guía o pastor de la comunidad debe buscar la piedad, la justicia, la fe y el amor (ITm 6,11); debe hacerse el modelo de los fieles en el amor (ITm 4,12), debe
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buscar el amor (2Tm 2,22). Pablo presenta su conducta y sus palabras sobre la fe y sobre el amor fundado en Cristo Jesús como elemento de inspiración para la vida de Timoteo (2Tm 1,13; 2Tm 3,10).
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e) El amor conyugal. Un aspecto muy interesante del amor cristiano, tratado especialmente en la carta a los Efesios, tiene por objeto el comportamiento de los esposos, es decir, la vida de la pareja, consagrada con el sacramento del / matrimonio. El autor de la carta a los Colosenses se limita a exhortar a los maridos: †œMaridos, amad a vuestras esposas y no os irritéis contra ellas (Col 3,19). Al contrario, en la carta a los Efesios se pone el amor conyugal en relación con la entrega amorosa de Cristo a la Iglesia: el marido tiene que comportarse con su esposa de la misma manera que el Señor Jesús, que entregó y sacrificó su vida por su esposa, la comunidad mesiánica (Ep 5,25ss).
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f) †œKoinonía †œy comunidad cristiana primitiva. Al hablar del amor fraterno en el NT no se puede omitir una alusión a la vida de la Iglesia apostólica. Tomando como base la descripción que de ella nos hace Lucas en los Hechos de los Apóstoles, queda uno asombrado de la perfecta comunión (koinonía) de corazón y de bienes dentro de la comunidad de los orígenes: los primeros creyentes participaban asiduamente de la vida común, además de las instrucciones de los apóstoles, de la eucaristía y de las oraciones (Hch 2,42). En aquella Iglesia reinaba la comunión plena, vivían juntos y todo era común entre todos los miembros (Ac 2,44s). En el segundo sumario de la primera sección de los Hechos encontramos otro cuadro idílico de la comunión perfecta entre los cristianos: †œTodos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma, y nadie llamaba propia cosa alguna de cuantas poseían, sino que tenían en común todas las cosas† Hch 4,32 cf vv. 34s). Por consiguiente, se vivía el amor de forma perfecta.
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IV. DIOS ES AMOR.
El amor humano se presenta como un bien inconmensurable, la fuente de la vida y de la felicidad, porque es una chispa divina, un átomo de la vida de la santísima Trinidad. En efecto, Dios es presentado y descrito como amor: el origen y la manifestación plena del amor. Dios vive en el amor y de amor; actúa porque ama; la creación y la historia encuentran su razón última en su amor. ¿Por qué razón existe el universo? ¿Cuál es la causa última del origen de la humanidad? ¿Por qué ha intervenido Dios en la historia del hombre, formándose un pueblo al†™que hacer unas promesas de salvación y de redención? ¿Por qué motivo, en la plenitud de los tiempos, envió el Padre a su único Hijo a la tierra? La respuesta a estos y otros interrogantes por el estilo se encuentra en el amor de Dios. El Señor se portó así, actuó de esta manera, porque es amor (1Jn 4,8). La historia atormentada de la humanidad, con tantos momentos tenebrosos, llena de tantas atrocidades y fechorías, siempre resulta iluminada por este faro poderoso de luz: el amor de Dios. La historia de la salvación encuentra su explicación plena en el Dios-amor; la economía de la redención tiene su primer origen en el amor del Padre, es realizada por el amor de Dios y de su Hijo, es completada por el Espíritu Santo, el amor personificado en el seno de la Trinidad, y tiende a la consumación del amor en el reino celestial, el lugar o el estado de la felicidad perfecta y del amor pleno.
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1. El amor de Dios a la creación y al hombre.
Todo cuanto existe en el cosmos es obra de Dios; eí universo es una criatura del Señor. Este es el primer artículo del †œcredo† israelita; la Biblia se abre con la página de la creación del mundo: Dios dijo, y todo vino a la existencia (Gn 1). Los cielos, la tierra, el hombre, los animales, las plantas y las flores, todo ha sido hecho por la palabra de Dios (Jdt 16,14; Is 48,13; SaI 33,6; Si 42,15). El cuarto evangelista proclama que todo ha llegado a la existencia por medio del Verbo de Dios (Jn 1,3).
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a) Dios crea por amor y ama a sus criaturas. Si todo cuanto existe ha sido hecho por Dios, ¿por qué razón crea el Señor? ¿Por qué quiere comunicar la existencia? En particular, ¿por qué hace Dios al hombre partícipe de su vida inmortal? La respuesta última a estas preguntas y otras semejantes se encuentra en el amor de Dios. El Señor crea porque ama. En efecto, amor significa comunicación y don de los propios bienes y del propio ser a los demás.
El AT no ofrece esta explicación de una forma explícita, pero la presupone; por esta razón en los relatos de la creación (Gn 1-3) no aparecen nunca los términos de amor. Allí no se afirma nunca que el Señor cree por amor, porque desee entablar un diálogo de amor con el hombre. Esta refle don se hará luego, en las etapas más recientes de la revelación. Efectivamente, en el libro de la sabiduría se proclama sin equívocos que Dios ama a todas sus criaturas (Sb 11,23-26): †œTú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que hiciste, pues si algo aborrecieras no lo hubieses creado† (y. 24). Este pasaje insinúa por
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una parte que el Señor crea por amor, en cuanto que afirma que si Dios odiase alguna cosa no la habría creado; luego, por antítesis, se dice que toda criatura es fruto del amor del Señor. Sobre todo se proclama aquí que Dios ama a todas las cosas que existen y las conserva en su existencia porque las ama. Debido a este amor divino, el creador tiene compasión de todos los hombres, incluso de los pecadores.
El pasaje de Dt 10,18 contiene una afirmación interesante sobre el amor de Dios incluso con los que no son israelitas: el Señor ama al forastero y le proporciona alimento y vestido. En el libro de / Jonás se representa de forma viva y atrayente el amor inmenso del Señor a los paganos. La cicatería y mezquindad del profeta que no quiere colaborar en la salvación de los ninivitas y se entristece cuando, a su pesar, Dios muestra su amor misericordioso a este pueblo, ponen bien de relieve el interés amoroso y salvífico del Señortambién por los no judíos (Jon 1,lss; 3,lss; 4,lss.lOs).
En realidad, el Padre celestial ama a todos sus hijos de cualquier raza y color, tal como se proclama expresamente en el NT. Dios quiere que todos los hombres consigan la salvación (lTm 2,4), puesto que los ama y por esa razón envió a su Hijo unigénito a la tierra: †œPorque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna† (Jn 3,16). La muerte de Cristo en la cruz por la humanidad pecadora constituye la prueba más concreta y elocuente del amor de Dios a los hombres (Rm 5,8).
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b) Dios ama a los justos. El Señor siente una caridad fuerte y creadora por todo cuanto existe, y en particular por todos los hombres; pero ama especialmente a los que viven su palabra. El, que ama la sabiduría (Sb 8,3), la rectitud y la equidad (cf ICrón 29,17; SaI 11,7; SaI 33,5; SaI 37,28; Is 61,8), tiene un amor particular por las personas justas. El que se porta como padre con los huérfanos y como marido con las viudas, será amado más que una madre por el Altísimo (Si 4,10). Por tanto, el misericordioso es amado tiernamente como hijo de Dios. En realidad, el Señor ama a los justos y trastorna los caminos de los impíos (Ps 146,8s); ama a todos los que odian el mal y guarda la vida de sus fieles (SaI 97,10). El camino del pecador es detestado por ese Dios que ama la justicia (Pr 15,9). El justo es amado por el Señor, aun cuando muera en edad joven (Sb 4,10); él realmente poseyó la sabiduría, y por eso fue amigo de Dios y profeta; pues bien, Dios ama al que convive con la sabiduría (Sg 7,27s).
De manera muy especial Dios ama a los discípulos auténticos de su Hijo: los creyentes (Rm 1,7; lTm 6,2 ), aunque los corrige y los pone a prueba (Heb 12,5s). Son objeto de este amor todos los que ayudan generosa y gozosamente a los pobres (2Co 9,7). Jesús puede asegurar a sus amigos esta maravillosa verdad: son amados por el Padre (Jn 16,27); pero él siente la necesidad de orar a Dios, para que inunde a sus amigos de su amor (Jn 17,26).
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2. El amor del Señor en la historia de la salvación.
¡díos es amor! El ama siempre. Su amor no se limita al acto de crear, sino que se manifiesta continuamente en la existencia de la humanidad. La historia de la salvación es la revelación más elocuente y concreta del amor del Señor; más aún, constituye el diálogo más fascinante de amor entre Dios y el hombre.
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a) El Señor ama a su pueblo. Dios ama a todas las criaturas y a todos los hombres, pero sintió un amor especial por Israel y por Jeru-salén, su ciudad. El cántico de amor de la viña ilustra con imágenes concretas y elocuentes todas las atenciones y solicitudes del Señor por la casa de Israel (Is 5,1-7). Realmente, Dios amó a Jacob (MI 1,2); por esta razón el Señor puede declarar a su esposa: †œCon amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad† (Jr31,3). Efraín es para Dios un hijo querido; un niño que hace sus delicias, ante el que se conmueve con cariño (Jr 31,20). Israel fue amado por el Señor desde su infancia, cuando vivía en Egipto, siendo educado por él con ternura y atraído con lazos amorosos Os 11,1-4). Este pueblo es muy precioso para él; tiene un gran valor a los ojos de Dios, porque es amado por él (Is 43,4). Jacob es el siervo del Señor, el elegido al que ama (Is 44,2); por este motivo Dios, en su gran amor y en su clemencia, lo rescató (Is 63,9). En efecto, tras el castigo por su infidelidad al pacto de amor con el Señor, Israel será amado de nuevo por su esposo divino (Os 2,25); y por eso será atendido, curado e inundado de gozo, de paz y de bendición (Jr31,3-14 33,6ss). Dios renovará a Sión por su amor y se alegrará de la salvación de su pueblo (So 3,16s). El salmista celebra el amor del Señor a su pueblo proclamando que ha sometido todas las naciones a Israel, porque lo ha amado (SaI 47,5). Debido a este amor el Señor no quiso escuchar las maldiciones de Balaán contra su pueblo, cambiándDIAS más bien en bendiciones (Dt 23,6). Este amor divino se encuentra en el origen del prodigio del maná, con el que el Señor alimentó a su pueblo durante el éxodo (Sg 16,24ss). Este amor de Dios a Israel fue reconocido
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también por el pagano rey de Tiro (2Cr 2,10), mientras que Pablo proclama que los judíos, incluso después de haber rechazado a su mesías y salvador, son amados por Dios por causa de los padres, puesto que los dones y la elección son irrevocables (Rom ll,28s).
Este amor del Señor a su pueblo tuvo una concreción especial en la historia de Israel: la fundación de la ciudad del mesías. Efectivamente, Je-rusalén fue objeto de un amor especial de Dios. Los salmistas y los profetas cantan este amor. El Señor ha escogido el monte Sión porque lo ha amado (SaI 76,68); ama las puertas de Sión más que cualquiera otra de las moradas de Jacob (Sal 87,2). Este amor es fuente de esperanza y de gozo; por eso el profeta anima a Je-rusalén, asegurándole que el Señor la renovará por medio de su amor (So 3,16s).
En efecto, el amor de Dios triunfará y obtendrá la victoria sobre el pecado, la idolatría y la infidelidad de su pueblo, haciéndolo de nuevo capaz de amar; el Señor lo unirá consigo para siempre en el amor y la fidelidad (Os 2,21-25), transformará su corazón de piedra y le dará un corazón nuevo, con el que conocerá espontánea y vitalmente a su Dios (Jer 31 ,33s; Ez 36,26s): †œCon amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad† (Jr31,3). Efectivamente, el amor del Señor a su pueblo es más tierno y más fuerte que el de una madre a su hijo (Is 49,15).
Si Dios amó de forma tan concreta y eficaz a Israel, no ha demostrado menos amor a su nuevo pueblo, la Iglesia (2Ts 2,16). Más aún; en la última fase de la historia de la salvación, con la llegada del mesías y la creación de la comunidad escatológi-ca, el amor del Señor ha alcanzado la expresión y la concreción suprema. Dios amó al mundo hasta tal punto que le dio a su único Hijo, el cual salva a la humanidad mediante la Iglesia (Jn 3,16s), recogiendo en la unidad a los hijos dispersos de Dios, es decir, dando vida al nuevo pueblo de Dios con su muerte redentora (Jn 11 ,Sis). En efecto, los miembros de la Iglesia, amigos de Cristo, son amados por el Padre (Jn 14,21; Jn 16,27; Jn 1 Tes Jn 1,4); este amor se concreta en la inhabitación de la santísima Trinidad en el corazón de los fieles (Jn 14,23). La prueba suprema del amor de Dios a su pueblo está constituida por el envío del Hijo al mundo (1Jn 4, 9s. 19), para que llevase a cabo la redención de la humanidad con su muerte en la cruz (Rm 5,8). Este amor de Dios por los miembros de la Iglesia se concretó en el don de la filiación divina: †œMirad qué gran amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad† (1Jn 3,1). En la oración de su †œhora† Jesús pide para su pueblo el don de la unidad perfecta, para que el mundo reconozca que el Padre amó a la Iglesia como amó a su Hijo (Jn 17,23). El maestro pide que ese amor reine siempre y se manifieste continuamente dentro de su comunidad (Jn 17,26).
Este amor divino es acogido con la fe (1Jn 4,16) y constituye el secreto de las victorias de la Iglesia contra el mal y la muerte en todos los tiempos, pero sobre todo bajo el peso de las pruebas y de las tribulaciones (Rom 8,35ss). El pueblo de Dios realiza la experiencia del amor divino mediante el don del Espíritu, que se derrama en el corazón de los creyentes (Rm 5,5). Este amor constituye el bien supremo de la Iglesia, del que no puede separarla jamás ninguna fuerza o poderío adverso (Rom 8,38s). En realidad, el Señores el Dios del amor (2Co 13,11); más aún, el amor tiene su origen en él (1Jn 4,7), porque él es el amor (1Jn 4,8; 1Jn 4,16).
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b) Amor benévolo y alianza. En el AT se le reserva un puesto muy importante al aspecto del amor ligado ala alianza, pero trascendiéndola, en cuanto que ese amor indica la misericordia del Señor con su pueblo debido a su fidelidad al pacto sinaí-tico. No solamente muestra Dios su amor tierno y benévolo a su esposa por ser fiel a la alianza, sino que perdona las infidelidades de Israel y sigue concediéndole su asistencia salvífica, ya que ama a su criatura de un modo espontáneo, casi irracional, al menos según la lógica humana. Pues bien, esta actitud divina de amor fiel y misericordioso se expresa mediante el término hesed, imposible de traducir a las lenguas modernas, y que se indica con varios sustantivos:
gracia, amor, misericordia, benevolencia. El Señor, por labios del profeta Oseas, le promete a su esposa unirla consigo para siempre en la justicia, en la santidad, en el amor o benevolencia y en la misericordia cariñosa (Os 2,21). En realidad, este Dios amó a Israel con un amor tierno y lo condujo con benevolencia y amor (Jr31,3). El es el Dios fiel, que mantiene la alianza y la benevolencia o amor a quienes lo aman Dt 7,9), pero de manera especial a su pueblo, debido al pacto y al amor benévolo que juró a los padres Dt 7,12). En estos últimos pasajes se subraya la relación del hesed con la alianza; pero a este propósito hay que recordar que el pacto sancionado por el Señor con Israel no es de carácter paritario y ?revalentemente jurídico, sino que expresa el amor salvífico, la gracia, la benevolencia de Dios, aunque con la connotación de su fidelidad a la alianza.
En el salterio se invoca o se exalta continuamente este amor benévolo del Señor. El hombre piadoso que sufre suplica a Dios que lo salve y le socorra con su benevolencia (Sal 6,5), que se acuerde de él según su amor misericordioso (Sal 25,7). El Señor es verdaderamente el Dios de la benevolencia (Sal 59,11; Sal 59,18); todos sus senderos son amor benévolo y fidelidad (Sal 25,10), que superan los cielos (Sal 36,6
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). El israelita, confiando en la gracia benévola de Dios (Sal 13,6), a semejanza del rey (Sal 21,8), se verá siempre acompañado de este amor misericordioso (Sal 23,6). En el Ps 89 se canta este amor benévolo? del Señor a David y su descendencia (vv. lss), que jamás fallará, a pesar de la infidelidad del hombre (vv. 29-38). El Señor corona con este amor misericordioso incluso al pecador, renovándolo con su perdón Sal 103, 3ss). El amor benévolo del Señor es eterno; por eso los salmistas invitan a todos a alabar y a dar gracias a este Dios bueno por ese amor misericordioso tan grande (Sal 106,1; Sal 107,1; Sal 107,8; Sal 107,15 117,ls; 118,lss, etc. ). Las intervenciones salvíficas del Señor en la historia de Israel encuentran su fuente y su explicación en este amor benévolo de Dios; más aún, la misma creación es fruto de este heseddivino; el Ps 136 presenta poéticamente a Dios creador y salvador, caracterizado por este amor benévolo: la frase †œporque es eterno su amor† forma el estribillo y la aclamación de cada versículo.
En este contexto no podemos dejar de llamar la atención sobre la famosa endíadis hesed we †˜emet, que significa el amor fiel a las personas con las que uno está ligado mediante un pacto por el vínculo de la sangre. En el AT se apela frecuentemente a este amor fiel del Señor para implorar su misericordia y su ayuda. Moisés en el Si-naí apela en su oración a esta bondad benigna o amor misericordioso del Señor, como fruto de su fidelidad al pacto (Ex 34,6s). El salmista celebra y exalta este amor benévolo y fiel del Señor (Sal 40,11) y lo invoca con ardor en las situaciones desesperadas de la existencia para ser salvado ). Con la protección de este amor fuerte y misericordioso no hay por qué temer ninguna adversidad; por eso mismo se apela a él (Sal 40,12; Sal 61,8).
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c) Los amigos de Dios. En el pueblo de Dios algunas personas en particular son amadas por el Señor porque desempeñan una misión salvífica y han amado con todo el corazón a su Dios, adhiriéndose a él por completo, escuchando su voz y viviendo su palabra: tales son los padres de Israel, Moisés, los justos, el rey David; se les llama amigos de Dios. / Abrahán es el primer padre de Israel, presentado como amigo del Señor (2Cr 20,7; 1s41,8; Dn 3,35; St 2,23). Dios conversó afablemente con este siervo suyo y le manifestó sus proyectos, lo mismo que se hace con un amigo íntimo (Gen 18,l7ss). También Benjamín fue considerado de tal modo porque fue amado por el Señor (Dt 33,12). ¡ Moisés es otro gran amigo de Dios: hablaba con él cara a cara, lo mismo que habla un hombre con su amigo (Ex 33,11). Moisés fue amado por Dios y por los hombres; su memoria será bendita (Si 45,1); en efecto, él fue el gran mediador de la revelación del amor misericordioso del Señor (Ex 34,6s; Núm 14,18s; Dt 5,9s). También ¡Samuel fue amado por el Señor (Si 46,13), lo mismo que ¡ David y Salomón (2S 12,24 ICrón 2S 17,16 [LXX]; Si 47,22; Ne 13,26), y lo mismo el siervo del Señor (Is 48,14). Finalmente, todos los hombres fieles y piadosos son amigos de Dios (Sal 127,2).
En el NT los amigos de Dios y de su Hijo son los creyentes (cf 1 Tes 1,4; 2Ts 2,13; Col 3,12), y de manera especial los apóstoles y los primeros discípulos, que son amados por el Padre y por Jesús Jn 14,21; Jn 17,23). Pero es preciso merecer esta amistad divina, observando y guardando la palabra del Hijo de Dios (Jn 14,23s), es decir, creyendo vitalmente en él (Jn 17,26). En el grupo de los primeros seguidores de Cristo hay uno que es designado especialmente por el cuarto evangelista como †œel discípulo amado†, es decir, el amigo de Jesús (Jn 21,7; Jn 21,20), que se reclinó sobre el pecho del maestro Jn 13,23), es decir, vivió en profunda intimidad con el Hijo de Dios, lo siguió hasta el Calvario (Jn 18,15 19,26s)y lo amó intensamente (Jn 20,2-5).
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d) El Padre ama al Hijo. Dios ama las cosas creadas, a los hombres, a su pueblo, y de manera especial a los justos y a los discípulos de Cristo; pero el objeto primero y principal de su amor es su Hijo unigénito, el Verbo hecho carne. El Padre en persona proclama a Jesús, su Hijo predilecto y amado; a la orilla del Jordán, durante el bautismo de Cristo, hizo oír su voz: †œTú eres mi Hijo amado (ho agapéíós)†(Mc 1,11 y par). Análoga proclamación se oye en la cima del Tabor, durante la transfiguración de Jesús (Mc 9,7 y par.; 2P 1,17). En la parábola de los viñadores homicidas se presenta al heredero como hijo amado, con evidente alusión a Jesús (Mc 12,6 y par.). El primer evangelista recoge también el oráculo proféti-co de Is 42,lss, en donde se presenta al mesías como el siervo amado por el Señor (Mt 12,18).
En realidad, el Padre ama al Hijo ya desde la eternidad (Jn 17,24); por eso lo ha puesto todo bajo su poder (Jn 3,35). Este amor único explica la razón de por qué el Padre muestra al Hijo todo lo que hace Jn 5,20). Por otro lado, Jesús es Hijo obediente, dispuesto a ofrecer su vida para cumplir la voluntad del Padre; por eso lo ama el Padre (Jn 10,17). Este amor tan fuerte y profundo es análogo al que siente Jesús por sus amigos (Jn 15,9). Por consiguiente, Cristo es el amado por excelencia, el predilecto del Padre Ef 1,6), que ha arrancado a los creyentes del dominio de las tinieblas para trasladarlos al reino del Hijo de su amor (Col 1,13).
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e) La elección de amor.
El Deuteronomio en particular presenta la historia de Israel como una elección de amor: Dios escogió a este pueblo, no porque fuera mayor y mejor que las demás naciones, sino porque lo amó con un amor de predilección. El Señor escogió para sí a este pueblo y lo hizo suyo con pruebas, signos, portentos, luchas, con mano fuerte y brazo extendido, aplastando a naciones más poderosas, para hacerlo entrar en posesión de la tierra prometida, sólo porque amó a sus padres (Dt 4,34-38). Por amor a los padres, el Señor se unió con los israelitas, escogiéndolos entre todos los pueblos (Dt 10,15). La razón última de la elección y de la liberación de Israel reside, por tanto, únicamente en el amor especial de Dios a este pueblo (Dt 7,7s). El Señor escogió a Jacob porque lo amó más que a Esaú (Mal l,2s; Rm 9,13; Rm 9,25).
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f) Amor, castigo y perdón.
El Señor amó a Israel con un amor tan apasionado y fuerte, que unió a esta comunidad consigo como a una esposa. La liberación de la esclavitud de Egipto y la alianza del Sinaí son consideradas por los profetas como realidades nupciales; la epopeya del éxodo representa la celebración del matrimonio entre el Señor e Israel. Desgraciadamente, esta esposa se mostró muy pronto infiel; se prostituyó a los dioses extranjeros, abandonando al único verdadero Dios. ¿Qué hará este esposo celoso después de las traiciones y adulterios de su esposa? La castigará con dureza y severidad (Os 9,15), la obligará a abandonar a sus amantes, la llevará a una conversión radical y profunda, y luego le concederá su perdón y la rehabilitará, destruyendo sus abominables pecados (Os 2,4-25; Os 3,1-5; Os 14,5-9): †œYo los curaré de su aposta-sía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos (Os 14,5).
El Señor por boca de los profetas denuncia la maldad de su pueblo y su escaso amor, amenazándole con desventuras y castigos (Jer ll,l5ss). Dios repudia a la que era la delicia de su alma, abandonándolaen manos de sus enemigos (Jer 4,27ss; 12,7), golpeándola con un castigo despiadado por su gran iniquidad (Jer 30,14s). Sin embargo, tras el castigo vendrá el perdón: el Señor curará las heridas de su esposa y volverá a conducirla a la patria, mostrándole su compasión y su amor creador (Jer 30,l6ss; 31,3-14.23- 28). El profeta Ezequiel, en dos párrafos muy extensos y cargados átpathos, presenta la historia de Israel en clave de amor nupcial, traicionado por la esposa del Señor con sus adulterios y prostituciones. Este pueblo está simbolizado en dos hermanas, Jerusalén y Samaría, infieles a Dios desde su juventud, y por eso mismo castigadas severamente. Después del tremendo castigo reservado a las adúlteras, el Señor volverá a acordarse del pacto sinaí-tico y establecerá con su esposa perdonada una alianza perenne, renovándola y purificándola de todas sus inmundicias y suciedad (Ez 16; Ez 23; Ez 36,16-36).
Jerusalén, bajo los golpes del castigo divino que la aniquilaron y la dejaron hecha una desolación (Lam l,lss), reconoce la justicia de Dios (Lam 1,l8ss) porque se ha convertido. Tobiten su cántico invita a Israel a convertirse, ya que el castigo del destierro fue merecido justamente por sus iniquidades (Tob 13,3ss). Este cambio radical atrae el amor y la misericordia de Dios (Tb 13,8). Por lo demás, el Señor asegura a su pueblo que lo hará resurgir, puesto que lo ama como si no lo hubiera rechazado nunca (Za 10,6).
En realidad, también el castigo es signo de amor; la prueba y la corrección muestran el interés de Dios por su pueblo, para que se convierta (Heb 12,4ss). El testigo fiel y verdadero reprocha con severidad a la Iglesia de Laodicea su frialdad y sus miserias porque la ama, y por eso la invita urgente y calurosamente a la conversión (Ap 3,19).
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3. DIOS REVELA PLENAMENTE SU amor en EL Hijo.
El Señor se manifestó concretamente en la historia de Israel como un Dios de amor y de bondad, como un padre benévolo y piadoso que perdona todas las culpas de su pueblo y lo cura de todas sus enfermedades (cf Ps 85,2ss; 103,3.13); pero la plenitud de esta revelación del amor la experimentamos en la fase final de la economía de la salvación, con la venida a la tierra del Hijo unigénito de Dios.
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a) Cristo es la manifestación perfecta del amor del Padre. El NT proclama en varias ocasiones y sin equívoco alguno que la prueba suprema del amor de Dios a la humanidad se nos ofreció en el don de su Hijo, el unigénito. Por eso Jesús, con su persona y con su obra, constituye la revelación plena del amor del Padre al mundo y a su pueblo. Dios no habría podido imaginarse ni ofrecer un signo más elocuente y más fuerte de su amor ardiente a los hombres pecadores: †œPorque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su
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Hijo único†™ (Jn 3,16). El Verbo encarnado constituye realmente la manifestación suprema de la caridad inconcebible del Padre a la humanidad dispersa, necesitada de redención y de salvación. Toda la persona de Cristo es don del amor de Dios; en él el Padre revela perfectamente los latidos de su corazón solícito por el mundo sumergido en las tinieblas del pecado.
El cuarto evangelista no menciona expresamente en este pasaje la muerte en la cruz del Hijo de Dios, aun cuando esté insinuada en el contexto próximo, ya que poco antes quedó proclamada la necesidad de que fuera levantado el Hijo del hombre a semejanza de la serpiente de bronce en el desierto (Jn 3,14). Pablo, por el contrario, declara de forma explícita que el signo supremo del amor de Dios para con nosotros, pecadores, se encuentra en la muerte del Señor Jesús: †œDios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros† (Rm 5,8). El Padre nos ha amado tanto que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó en sacrificio por todos nosotros (Rm 8,32). Cristo crucificado, sabiduría de Dios (1Co 1,30; ICo 2,1-7), es, por consiguiente, la concreción plena y perfecta del amor que el Padre tiene a su Iglesia (Rm 8,39).
Juan en su primera carta sintetiza los dos aspectos de la revelación del amor del Padre en el envío del Hijo y en el sacrificio del Calvario: †œEn esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados† (1Jn 4,9s). En efecto, la presentación de Jesús como propiciación o propiciatorio o víctima de expiación recuerda los pasajes en donde Jesucristo es proclamado propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo (1Jn 2,2), ya que el Hijo de Dios nos purifica de todo pecado con su sangre (1Jn 1,7; Rm 3,25). En estos textos es bastante transparente la alusión a la muerte redentora de Cristo. Por consiguiente, la revelación o prueba suprema del amor del Padre a la humanidad pecadora está constituida por el Hijo, que muere en la cruz por haber amado a su Iglesia hasta el límite supremo (Jn 13,1 lss). No puede concebirse un amor más grande y más fuerte de Dios y de su Hijo.
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b) Jesús ama a todos los hombres: los amigos y los pecadores.
Cristo es la manifestación perfecta de la caridad divina del Padre; en realidad él amó de forma profunda y concreta, como solamente un hombre de corazón puro y un verdadero Dios podía amar. Jesús amó sinceramente a todos los hombres, a los justos y a los pecadores. Observemos en primer lugar que él quiso profundamente a sus amigos. Al ser verdadero hombre, sintió necesidad de la amistad, del calor de una familia a la que amar. El grupo de los primeros discípulos formó su familia espiritual, a la que estuvo siempre muy apegado y cuyos miembros constituían sus amigos. En su segundo discurso de la última cena les hace esta declaración de amor: †œVosotros sois mis amigos… Ya no os llamo siervos…; yo os he llamado amigos…†™ (Jn 15,14s). Baste con este recuerdo, pues al hablar de los amigos de Dios tocamos ya el presente tema.
El Verbo encarnado amó de verdad con corazón humano. El segundo evangelio, en la relación de la vocación del joven rico, indica que Jesús lo amó apenas su interlocutor le aseguró que había guardado todos los mandamientos de Dios desde su niñez (Mc 10,17-21). Este amor se transformó pronto en conmiseración, ya que el joven no acogió la invitación del maestro bueno, debido a las muchas riquezas que poseía (Mc 10,77). Por el contrario, en el caso de Lázaro y de sus hermanas, Jesús demostró una amistad sólida y profunda. María y María pueden contar con el apoyo de Jesús; por eso, con ocasión de la enfermedad mortal de su hermano, le envían este recado: †œTu amigo está enfermo† (Jn 11,3). La indicación del evangelista sobre el amor del maestro por la familia de Lázaro (Jn 11,5) insiste en que Jesús se había encariñado mucho con aquellos hermanos. Pero la observación que pone más de manifiesto el profundo amor de Cristo por el amigo muerto radica en sus lágrimas, expresión de amor profundo, hasta el punto de que los judíos comentan: †œMirad cuánto lo quería† (Jn ll,35s).
Jesús quiso sincera y profundamente a sus amigos, pero es el salvador de todos los hombres (Jn 4,42); por consiguiente, no excluye a nadie de su corazón; más aún, los pobres y los pecadores son el objeto privilegiado de su caridad divina. Los sinópticos están de acuerdo en señalar la familiaridad del maestro con los publica-nos y los pecadores; en la descripción de la vocación de Leví se mostró vivamente este comportamiento de Jesús, que para los escribas y fariseos se convierte en motivo de escándalo y ocasión de reproche y contestación, ya que el maestro compartió su mesa y comió con los pecadores, personas aborrecibles para los †œjustos†™ (Mc 2,13-16 y par). La respuesta de Jesús Jesuíta muy luminosa sobre su misión salvífica, y por tanto sobre su conducta: †œNo tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores(Mc 2,17 y par). El tercer evangelista añade la expresión †œpara que se conviertan† (Lc 5,32), indicando que el maestro con su amor intenta
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favorecer el cambio -radical de vida de los pecadores. Jesús es el médico divino, que ha venido a-curar a la humanidad herida mor–talmente por el pecado; por eso, para poder cumplir con su misión, es decir, para devolver la salud y salvar a los pecadores, tiene que amarlos, tiene que interesarse por ellos, tiene que visitarlos y estar cerca de ellos. Era ián evidente el interés, el amor, la familiaridad de Jesús con los peca-idores, que sus calumniadores lo definían como †œamigo de los publicados y de los pecadores† Mt 11,19 = Xc7,34).
El evangelista que describe con especial esmero la amistad de Jesús con los pecadores es Lucas. Se deleita refiriendo palabras y representando escenas de conversión, en las que resulta conmovedor el cariño de Jesús ¿por esas personas, que los †œjustos† ryitan y desprecian. La descripción Qs la unción de los pies del maestro por parte de la prostituta en la casa del fariseo Simón constituye una escena de fino arte dramático y de profunda soteriología. La confrontación de los dos personajes, el †œjusto† y la pecadora, hace resaltar por oposición no sólo la fe y el amor de la mujer, sino también la compasión y la misericordia del Señor. En efecto, Jesús defiende a la pecadora, y muestra al fariseo que la ha salvado su fe. Jesús la ha acogido, se ha dejado tocar, lavar y ungir los pies por ella (con grave escándalo del †œjusto† Simón), porque la ama, ya que es el salvador de todos los hombres (Lc 7,36-50). En el episodio de la conversión de Zaqueo, que es una copia del relato de la vocación de Leví, se subraya la finalidad salvífica de la amistad de Jesús con este †œarchipublicano† (jefe de los publícanos). También aquí se recogen las murmuraciones de los justos por haberse autoinvitado el maestro a la casa de ese pecador público. Jesús, después de proclamar que su visita ha traído la salvación, declara que ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,1-10). Cristo es realmente el buen pastor, que va en busca de la oveja perdida y no desiste en su empeño hasta haberla encontrado; cuando finalmente la encuentra, la pone sobre sus hombros, lleno de gozo, y celebra una gran fiesta con los amigos y los vecinos para hacerlos partícipes de su felicidad; tanto ama el buen pastor a sus ovejas! (Lc 15,4ss). Obsérvese que las tres maravillosas parábolas de la misericordia divina (Lc 15,3-32) brotaron del corazón de Cristo para justificar su comportamiento amoroso y familiar con los publica-nos y pecadores frente a las murmuraciones de los fariseos y de los escribas, los †œjustos† (Lc 15,1-3). Pablo es uno de esos pecadores conquistados por el amor del buen pastor; la gracia misericordiosa del Señor Jesús sobreabundó en él con la fe y el amor que hay en Cristo (lTm 1,14).
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c) El amor de Jesús a la Iglesia.
El Hijo de Dios amó a todos los hombres y murió efectivamente para salvar a todos; pero siente un amor único, un amor esponsal, por su Iglesia, formada por las personas que acogen su palabra. En realidad, esa porción de la humanidad es la esposa de Cristo, amada por el esposo mesiánico (cf Mc 2,l8ss y par; Mt 22,2ss; 25, lss; Jn 3,29) hasta el signo supremo: †œAntes de la fiesta de la pascua, sabiendo que le había llegado la hora…, Jesús, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin† Jn 13,1). Cristo amó en serio a su Iglesia (2Ts 2,13; Ef 2,4; Ap 3,9) y con un amor semejante al que el Padre tiene por el Hijo (Jn 15,9), ofreciéndole la prueba suprema del amor: el sacrificio de su vida por su salvación (Jn 15,13; 1Jn 3,16); a Jesucristo, †œa aquel que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su propia sangre y nos ha hecho un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos† (Ap 1,5).
Jesús amó concretamente a su esposa, ofreciéndose a sí mismo por ella como oblación y sacrificio de suave olor a Dios (Ef 5,2)). La Iglesia es realmente la esposa de Cristo, objeto de su caridad divina; ha sido salvada con su muerte redentora, actualizada y hecha eficaz en los sacramentos.† †œCristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, a fin de santificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra† (Ep 5,25s).
Ninguna adversidad ni ninguna fuerza enemiga podrán separar a la Iglesia del amor de su esposo:
†œ,Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?… Pero en todas estas cosas salimos triunfadores por medio de aquel que nos amó† (Rm 8,35; Rm 8,37). Más aún, este amor tan fuerte y tan ardiente del Señor Jesús, concretado en el sacrificio de la cruz, tiene que constituir la fuerza dinámica, la energía de la vida de la comunidad cristiana: †œPorque el amor de Cristo nos apremia, pensando que si uno murió por todos, todos murieron con él; y murió por todos para que los que viven no vivan para sí, sino para quien murió y resucitó por ellos† (2Co 5,14s). Pablo experimentó en primera persona este amor del Señor Jesús, y lo vive de forma profunda para corresponder al don de la caridad divina, concretada en la muerte del Calvario: †œYa no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí. Mi vida presente la vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí† (Ga 2,20). Este amor de Cristo trasciende y supera todo conocimiento humano; su experiencia, tan divina y embriagadora, es un don del Padre, y por eso hay que pedirlo en la oración (Ef 3, 14-19); aquí el autor sagrado pide por sus fieles, para que, arraigados y fundamentados en el
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amor, consigan entender †œcuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad y conocer el amor de Cristo, que sobrepasa todo conocimiento† (Vv. 18s).
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SA. Panimolle
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica
I. Reflexiones metódicas previas
1. La palabra a. se entiende aquí de manera que puede emplearse para indicar la relación de Dios con el hombre, la relación del hombre con Dios y la de los hombres entre sí (sobre este último aspecto cf. también –> amor al prójimo). Esto exige una ampliación y, a par, una diferenciación del concepto de a., lo cual es muy difícil, pues hemos de luchar con el peligro de quedarnos únicamente con una cifra casi ininteligible.
2. La palabra a. (o caridad) se emplea en el cristianismo de manera tan universal que designa, ya no algo particular, ya no un dato del mundo de nuestra experiencia (existencial), sino la totalidad de ese mundo según la forma que él debe presentar para poder ser bueno y perfecto (aunque, por otra parte, esta bondad y perfección, si su concepción no ha de terminar en un seco formalismo, debe ser entendida a su vez como a.). Pues la salvación y la justificación (o sea, el todo del hombre) son concebidas en el cristianismo como a: La salvación y la justificación se dan junto con el amor y no se dan sin él. Con ello está ya dicho que el a. así entendido no puede ser definido por factores que se hallen fuera de él o que sean sus «componentes» simplemente como partes. El a. sólo puede ser descrito, no definido.
3. Como lema misterioso (que efectivamente significa al hombre entero que se introduce siempre a sí mismo en el misterio del Dios incomprensible) para indicar el todo (recto) del hombre, el término a. está codeterminado en su contenido por todo lo que pertenece al hombre, y particularmente por su historicidad. El a. tiene una historia (lo cual es más que un constante repetirse temporalmente), el a. aparece en su acto y en la reflexión sobre él (en la teoría sobre él) bajo formas siempre nuevas, bajo siempre nuevos aspectos y perspectivas en el peso existencial de sus factores. De ahí la posibilidad y el hecho real de que el término a. pertenezca al pequeño grupo de las palabras claves bajo las cuales se intenta esclarecer el todo de la existencia que se realiza históricamente. Así se explica que «amor», como palabra que apunta a la totalidad de la existencia humana y no significa únicamente un proceso particular de la misma, aparezca de alguna manera en todas las religiones (cf. TH. OHM, Die L. xu Gott in den nichtchristlichen Religionen, 1950, Fr 21957). El a. es ya muy central en la teología del Deuteronomio (Dt 6, 4s, etc.), pero sólo en el NT viene a ser lema propísimo y centralísimo, aun cuando luego en la historia de la teología apenas se sostenga claramente este punto. Y, en efecto, aun hoy día es objetivamente posible mirar este acto fundamental del hombre entero respecto de Dios y de su prójimo bajo otro aspecto y, por ende, con otro concepto clave. Para ‘ello se ofrecen bíblicamente y dentro de la historia de la teología sobre todo, naturalmente, la -> fe o la –> esperanza; pero cabe también imaginar otras ideas semejantes que sean tan centrales y claves como ésas. A semejanza de la relación mutua entre los transcendentales (ens, unum, verum, bonum) en medio de su unidad y diferencia, los cuales forman todos juntos una realidad última, cada una de las palabras a las que hemos aludido, cuando su contenido es pensado hasta el fin, fluye hacia la otra (y puede ser así palabra clave o central) y, sin embargo, no dice simplemente lo mismo. Si bien, pensando históricamente y con discreción querigmática, hemos de tener siempre en cuenta la permutabilidad de lo que en esas ideas claves y relativas a la totalidad del hombre permanece diferente, y esto para no sobrecargar la palabra a. en el querigma, sin embargo, dicho vocablo sigue siendo el término neotestamentario para significar lo que es Dios y lo que debe ser el hombre, conservando su validez incluso para la posterior predicación del mensaje cristiano.
4. El problema metodológico se agudiza todavía si el a. se predica de Dios hasta llegar a decir que Dios es el a.; el a. es, consiguientemente, su «esencia» (Deus formaliter est caritas, dice Duns Escoto). Puede naturalmente hacerse comprender (cf. después iii) qué se quiere decir cuando Dios es llamado amor. Pero, en este predicado, hay que pensar siempre a la vez que el a. entra en el misterio absoluto, que es Dios, y, consiguientemente, se hace también incomprensible para nosotros. Y la afirmación de que Dios nos ama sólo puede hacerse en un acto de fe y de esperanza radicales, puesto que este a. de Dios para con nosotros no es simplemente lo experimentado como la cosa más natural del mundo, sino lo esperado por la fe «contra toda esperanza» (Rom 4, 18).
II. Amor en general
1. Ensayos clásicos de descripción
Aquí no puede darse una historia filosófica y teológica del concepto de a. No puede sobre todo darse una fenomenología del a., tal como es vivido por el hombre en sus experiencias de interhumanidad condicionadas corporal e históricamente (relación de hijo y madre, a. sexual en sentido estricto etc.) (–> matrimonio, –> sexualidad). Sólo cabe llamar la atención sobre algunos temas de la filosofía y de la teología que nos parecen adecuados para mostrar el contenido del concepto y sus matices. En este punto no siempre es posible delimitar estrictamente las diversas opiniones. Tampoco vamos a ofrecer la historia de las distintas interpretaciones; nos limitaremos más bien a esbozar el núcleo permanente del problema.
a) El a. como amor benevolentiae y amor concupiscentiae, amor desinteresado e interesado. Si el a. se entiende de antemano como el acto total en que una -> persona adquiere la recta y plena relación con otra persona (-> acto moral), en cuanto conoce y afirma la totalidad del otro en su bondad y dignidad, danse de antemano dos aspectos de esta relación: la referencia de un sujeto (amante) al otro sujeto (amado) y la relación inversa, que es igualmente aprehendida y aceptada en el acto del amor. El sujeto en su –> transcendencia y -> libertad, por las que puede aprehender el en sí y para sí del sujeto y así cabalmente llegar a la más propia realización de sí mismo (a su «dicha», «felicidad» o «bienaventuranza»), conoce y afirma al otro sujeto en su autonomía, dignidad e insustituible diversidad como algo «en sí», válido por sí mismo; quiere al otro sujeto como lo permanentemente otro. Pero el sujeto aprehende y afirma al mismo tiempo la importancia que para él tiene el otro y lo refiere a sí mismo. Desde este punto de vista, el amor benevolentiae y el amor concupiscentiae no son en el a. antítesis que mutuamente se combaten, sino aspectos diversos del único a., los cuales están fundados en la transcendentalidad del sujeto que puede (querer) afirmar, del sujeto que está ordenado no sólo por el conocimiento, sino también por la voluntad al algo en-sí de la realidad personal como otro yo, y que precisamente aprehendiendo su alteridad lo conoce como importante para él. Con ello no se excluyen desplazamientos recíprocos de acento en estos factores del único a. Así se explica que la tradicional teología escolástica haya elaborado más bien la antítesis entre el amor concupiscentiae y el amor benevolentiae, hasta admitir una separabilidad de ambos actos. Pero en tal caso el amor benevolentiae aparece como exaltación o estima desinteresada del otro o (con Espinoza) como mero motor de un conocimiento «objetivo» (amor intellectualis Dei), y el amor concupiscentiae se presenta como «egoísta», quedando clasificado entonces en la virtud teologal de la –> esperanza más bien que en la virtud de la caridad (el amor benevolentiae, como respuesta a la comunicación de Dios, que por la gracia posibilita y sostiene esta respuesta). Pero, a pesar de la posibilidad (particularmente en la historia individual) de desplazar los acentos entre los dos aspectos, seria de considerar que el a. más desinteresado y extático, como la acción más radical del hombre, es » apasionado» en su sentido más sublime (de lo contrario no ha alcanzado la plenitud de su esencia) y cabalmente como tal constituye la beatificante afirmación de la esencia propia del sujeto. E igualmente hemos de tener en cuenta cómo un amor concupiscentiae que quisiera buscar al otro como mero medio de su propia dicha ya no sería a., sino satisfacción egoísta del apetito sensitivo, el cual busca lo particular, y en ese caso el sujeto mismo no encontraría tampoco su propia esencia. (Partiendo de ahí cabría, p. ej., componer, desde su raíz, la vieja contienda entre atrición y contrición; cf. –> conversión).
b) Eros – agape. Esta distinción (elaborada por A. NYGREN, Eros und Agape, [2 tomos] Gü 1930-37) quiere decir que eros, en la interpretación griega del a., es el a. concupiscente, apasionado, el cual, arrebatado y extático ante la bondad y belleza previamente dada y estéticamente contemplada del tú amado, trata de atraerlo hacia él como un factor de su propia dicha; en contraste con ello, el ágape o la caridad (en sentido bíblico) sería el a. de Dios que se inclina a lo pequeño y pecador, a lo carente de valor, el a. que regala sin recibir, se prodiga neciamente y sólo por su propia acción hace al hombre digno de este amor; y, finalmente, sólo por pura gracia de Dios se le da al hombre parte en este ágape divino con que él ama a Dios mismo y a su prójimo. En esta distinción es por de pronto exacto y religiosamente importante, que sólo el a. de Dios puede ser real y absolutamente creador, que el a. creado se entiende siempre como respuesta a la bondad previamente dada (la cual a la postre es el a. originario de Dios), y que la inclinación radical al prójimo y a Dios es posibilitada y sostenida por aquel a. incondicional de Dios para con nosotros que va anejo a la autocomunicación divina. Pero la diferencia no puede simplemente entenderse como diferencia entre el a. pagano y el a. cristiano, o como formas del a. que mutuamente se excluyeran. Pues la comunicación de Dios, la cual, sobrepasando los límites de la revelación de la palabra vétero y neotestamentaria, coexiste con toda la historia, en virtud de su universal voluntad salvífica ofrece a todo hombre la posibilidad de un ágape – o caridad- para con Dios y para con el prójimo al que sólo cabe cerrarse por culpa grave. Y el eros «natural» es ya para ello una -> potencia obediencial, porque también él, si no mata culpablemente su propia naturaleza, quiere al otro como el otro y no sólo como su propia dicha (la cual, en efecto, rectamente entendida y plenamente desplegada consiste en amar al otro «desinteresadamente»). En este sentido, finalmente, todo a. del hombre, aun el más espiritual, que a pesar de su espiritualidad es el de este hombre corpóreo, lleva siempre también una base «erótica», de la cual no tiene por qué avergonzarse y que llega a su perfección en la perfección del a. personal (-> resurrección de la carne).
c) Amor a sí mismo – amor al otro. ¿Puede uno amarse a sí mismo, como ya parece suponer la Escritura (Mt 22, 39), o, a causa de la ineludible culpabilidad del hombre y de la insuperable repercusión del –>pecado original toda afirmación de sí mismo es egoísta y por tanto lo contrarío del amor a pesar de su carácter transcendental? En general la teología escolástica afirma, y con razón, que el a., incluso como virtud infusa de la caridad teologal, tiene también como objeto al mismo sujeto que ama (¡obligación de amarse a sí mismo! ), a condición de que esta afirmación de sí mismo no sea simplemente cautividad instintiva dentro de sí en la «lucha por la existencia», sino que se base en un conocimiento y afirmación objetivos del propio valer y de la propia dignidad dentro del todo de la realidad y en referencia a Dios. Ese «ser digno» (en virtud de un don ajeno) del propio amor queda afirmado, no precisamente porque es propio del sujeto, sino porque reviste un rango óntico y por tanto un valor en sí. Con ello no se niega naturalmente que, en su historia concreta, el amor su¡ en términos agustinianos no se pervierta una y otra vez en egoísmo (como contemptus Dei). Partiendo de esta respuesta teóricamente positiva cabe responder positivamente a la cuestión de si Dios se ama a sí mismo. Por ello no es «egoísta», porque así afirma su perfección infinita y «objetiva», y se afirma precisamente como el bonum diffusivum su¡, como el «amor desinteresado», que es su esencia (1 Jn 4, 7-10). Estas reflexiones son importantes para la recta inteligencia de la doctrina bíblica y eclesiástica sobre la -> gloria de Dios.
d) Interpretación extática y «física» del amor. Esta controversia entre -> escotismo y –> tomismo es inteligible y teóricamente soluble partiendo de lo ya dicho. El escotismo ve el a. como un salir extático de sí mismo por parte del amante, salida por la que él se olvida a sí mismo y se hace «centrífugo»; ama precisamente lo que no es ya referible a sí mismo; no ama su bien, sino a Dios en lo que es para sí y no en lo que es para nosotros; es más, seguiría amando a Dios aun cuando, por un imposible, él condenara al que ama. El tomismo ve en el a. la inclinación natural en que el sujeto busca su bien (que, a la verdad, en el hombre precisamente, a diferencia de la criatura infrahumana, sólo puede «bastar» como bien infinito); síguese que el amor a Dios y im a. a sí mismo rectamente entendido, el cual no recorte culpablemente la naturaleza del hombre, son dos aspectos del único a., en que se encuentra uno precisamente a sí mismo, cuando, amando, se pierde en Dios. Si la concepción tomista es recta aun dentro de la ontología existencial, la concepción escotista llama con razón la atención, fenomenológica, existencialmente y con miras al hombre que sólo se hace en la historia y es pecador, sobre el hecho de que únicamente a base de una salida aparentemente casi suicida de su finitud categorial y de su egoísmo pecador puede él alcanzar por la fe y la esperanza su verdadera naturaleza, y eso gracias a la fuerza de un a. regalado por el agape de Dios.
e) Históricamente han sido también tratados otros muchos aspectos del a. que sólo podemos insinuar aquí en una selección muy breve y arbitraria. Hasta aquí hemos supuesto siempre como «destinatario» del amor un sujeto espiritual y personal. Y con razón, porque sólo con esta condición puede hablarse de a. en sentido propio. Pero una y otra vez se habla del a. a otras realidades. Si por a. se significa cualquier benevolencia positiva y cualquier conducta recta, y no se desconoce teórica y prácticamente la diferencia entre ese a. y el que propiamente se concede a las personas, nada hay que objetar contra tal vocabulario (p.ej., amor a los animales). También es posible que, en ese a. a una realidad aparentemente impersonal, tras ella se esconda como «destinatario» el mismo Dios y, por tanto, él esté allí como objeto amado, con tal que dicha realidad no sea divinizada por desconocimiento de su naturaleza y, en consecuencia, amada falsamente. Así puede hablarse recta y falsamente de un amor fati o de un «amor a la muerte» o de «amor cósmico», etc. El a. puede, consiguientemente, interpretarse desde otras experiencias fundamentales del hombre, p. ej., como acto de comunidad, como amistad, como servicio desinteresado, como adoración (a. a Dios).
f) Históricamente, en la cuestión del a. también entra siempre en juego el problema (en el fondo el mismo) de la relación entre –> entendimiento y –> voluntad (en cuanto no se desplace una vez más el problema por una moderna tripartición ametafísica de las facultades espirituales del hombre). En un intelectualismo griego la voluntad aparece casi como mera dinámica y motor del conocimiento (aspiración y a. a la verdad), y además el a. se presenta así como dicha connatural de la posesión del bien, que es la misma verdad. En un pensamiento opuesto, el conocimiento puede ser concebido como mero presupuesto (luz) del amor. Ninguna de las dos concepciones hará suficientemente honor a una visión profunda de la unidad y recíproca irreductibilidad de verdad y bondad (y, por tanto, de entendimiento y voluntad). El a. no es solamente estadio previo y fenómeno concomitante de la gnosis, como lo pensaba también una tendencia entre los padres griegos, ni el conocimiento es tampoco mero supuesto intermedio del amor. El «dualismo», la no identidad en la unidad de ambos actos aparece como insuperable en la doctrina de las dos «procesiones» en la Trinidad. Con ello, a la verdad, se plantea una vez más el problema de por qué, sin embargo, el todo único de la existencia cristiana puede caracterizarse simplemente como a., tal como lo hace la tradición. En definitiva habrá que decir, partiendo de esta problemática, que el a. sólo representa la última palabra clave de la existencia cristiana, pero en tal caso la representa también realmente, en cuanto es dado como aquel a. que sana y perfecciona la totalidad de esa existencia (de acuerdo con el ordo de las «procesiones» trinitarias), sin que por eso haya de atribuirse al conocimiento «anterior» en el orden de las referencias transcendentales del hombre una mera función de medio, o el a. haya de entenderse como una mera aprehensión beatífica de la verdad.
2. Un paso más en la descripción del amor
Como no puede efectivamente ser nuestra intención dar una «definición» del a., lo dicho en ii/1 puede ya en gran parte pasar como descripción del a. Llamemos, pues, solamente la atención como complemento sobre algunos puntos que en la teología escolástica del a. se tratan acaso menos expresamente que lo dicho en rr/1.
a) Es conocido de siempre y de siempre resulta enigmático e impenetrable el dualismo entre esencia y ser, idea y realidad (existencia en sentido escolástico). Ambas magnitudes son incomprensibles sin referencia permanente entre sí, y, sin embargo, no pueden reducirse una a otra, ni entenderse una como mero momento de la otra. Puede desde luego pensarse el «ser» en el sentido de Tomás como la magnitud superior a la esencia (al ser ideal), para que el ente real no se reduzca a una mera presencia de una quideidad ideal, a una presencia de la cual ya no se sabe qué añade propiamente a la «verdad eterna» de la idea. Pero no se vence propiamente con ello el dualismo permanente, que debe reconocerse como realidad fundamental infranqueable, por mucho que haya de pensarse sobre él y, especialmente, sobre las muchas variaciones de la relación de estas dos magnitudes y sobre su unidad (sin muerta identidad). Ahora bien, con esta misteriosa incomprensibilidad de todo ente tiene que ver el a. de manera singular. Dondequiera y en la medida que la idea se hace realidad y la realidad se ilumina idealmente y llega a su esencia aceptada (sin esta aceptación se corrompe y a la postre se oscurece esa realidad misma), y la realidad es aceptada en su «facticidad» (la cual sigue siendo propia de Dios como el libre en su aseidad, que no puede reducirse a la de una «idea eterna»), acontece el amor (a la voluntad que lo emite y no se cierra a él). Amor es concordia o armonía de la realidad consigo misma en la no identidad positiva de esencia y ser, la cual implica un momento de actualidad (analógicamente distinto, naturalmente, en Dios y en la criatura).
b) El amor como palabra y respuesta. Lo que aquí ha de decirse, tiene acaso el más claro acceso en la antigua cuestión de si puede uno amar, aun cuando no sea amado por el amado. Si se dice que esto es posible, se pasa por alto que parejo a. no correspondido puede estar siempre sostenido por la esperanza de una correspondencia en lo futuro (aun cuando este futuro sea aún desconocido en su forma). Efectivamente, la teología escolástica tradicional funda ahí, desde Agustín, la posibilidad del amor al enemigo y explica que los condenados no pueden ser amados. Se mantiene, consiguientemente, en teoría el carácter dialogístico del amor. Sin él no sería ya tampoco comprensible la compenetración de eros y ágape, de a. desinteresado y «concupiscente» (cf. antes i/1). No puede uno entregarse radicalmente a otro (y, por tanto, amarlo) con su ser propio, válido y responsable en sí mismo, si este otro no afirma y acepta en principio y definitivamente (no quiere, por tanto, amar) ese ser del primero. Pero aquí hay que observar lo que se dirá en v acerca de la unidad del a. a Dios y del a. al prójimo: dondequiera se ofrece a. a otro, el Dios que ama es siempre (aunque por lo general indirectamente) el interlocutor dialogístico que hace razonable una abertura unilateral del diálogo, aunque con ello no se dice que toda forma de pareja oferta del a. entre hombres deba ser contestada por la misma forma de a., que tal vez es deseada egoístamente. Pero el llamamiento del a. por parte de una reclama siempre una respuesta. El a. es dialogístico. Y por eso el a. a Dios es siempre respuesta a un agape gratuito y no motivado de Dios (v. después). No por esto la correspondencia de a. deja de ser el prodigio de la libertad actualizada para el que ama en la oferta. Porque el a. no se mueve de antemano en la lógica concluyente del contexto de las ideas, sino en la dimensión de la libre facticidad de la realidad existente. El a. es siempre gracia, y la gracia real es amor.
c) Amor y esperanza. En los esquemas a base de los cuales se ha descrito hasta ahora el a., es aparentemente difícil señalar su lugar a la esperanza y definir, por tanto, su relación con el a., a pesar de la doctrina sobre las tres virtudes teologales. Pues estos esquemas fueron siempre dos: entendimiento y voluntad, esencia y ser, dos procesiones trinitarias, etc. Podría por de pronto decirse simplemente que la esperanza es el aspecto del amor concupiscentiae, mientras éste no está aún en posesión de su bien (bonum arduum), aunque tampoco tiene que desesperar todavía de alcanzarlo. Pero con esto no queda ciertamente dicho todo sobre la relación del a. con la esperanza. Precisamente porque el a. es dialogístico y por tanto está siempre pendiente de la respuesta libre y posible (o sea, que permanece libre aun como dada) del «otro», que por ser sujeto nunca admite un cálculo previo, lleva siempre en sí bajo todos sus aspectos – y no sólo como a. concupiscente- un factor de esperanza; y esto incluso en su consumación, en que «permanece» la esperanza (1 Cor 13, 13 ). Sobre la función mediadora de la esperanza entre la fe y la caridad cf. Rahner vitr, 551-579.
III. Amor de Dios al hombre
1. Por lo que se refiere al contenido (y al hecho) de la proposición según la cual Dios ama al hombre en forma de ágape, se ha dicho ya lo fundamental en otros lugares: -> creación, voluntad salvífica universal de Dios (-> salvación) –> providencia, -> gracia, -> revelación de Dios. Las afirmaciones bíblicas y las del magisterio sobre esta proposición pueden darse aquí por supuestas, ya que están contenidas en dichos artículos. Este ágape divino consiste a la postre en que Dios, no conformándose con ser el señor y garante de la creación, por amor se da a sí mismo al mundo en la criatura espiritual, se convierte por comunicación personal en el más íntimo misterio de la creación, así como de su historia y consumación, mientras el mundo abandonado a sus fuerzas permanecería siempre «fuera de Dios». Este a. pone diferencias por sí mismo y, sin embargo, las mantiene unidas en virtud de su relación a él, al «Uno». Tiene en sí mismo, análogamente, un ingrediente de «celo» (de deseo), porque el Dios que de nada necesita, quiso necesitar por libre a. de un mundo, el cual es su propia historia a causa de dicha comunicación por la -> gracia y la –> encarnación. Es dialogístico (funda -> alianza y es «nupcial»), pues constituye la razón y el principio del a. del hombre a Dios, de modo que, así como Dios puede considerar como palabra suya una palabra humana (-> fe, -> revelación), igualmente el hombre por la gracia puede amar divinamente a Dios, y en este sentido amando dice sí a Dios por obra del mismo Dios. De ahí se deduce que el a. de Dios al hombre sólo muy parcialmente puede describirse mediante la representación sugerida por el término «Padre». Únicamente cuando la «filiación» es entendida según la manera como jesús tiene conciencia de ser Hijo de Dios y como él sabe que nosotros somos «hijos» por participación, o sea, solamente en la radical intimidad de la comunicación divina por la gracia y la encarnación, queda superado el rasgo extrinsecista y paternal que va implicado en nuestra representación de la «paternalidad» del a. de Dios para con nosotros. Cuando este a. aparece como ley señorial que pide la obediencia humilde del «siervo», reflexiónese sobre todo lo que hay que decir acerca de la relación entre la -> ley y el Evangelio.
2. La predicación de que Dios ama al hombre y, por habérsele comunicado, es para él el a. simplemente, se encuentra hoy día en una situación difícil, que debe verse sin prevención y serenamente. Puesto que se ha hecho más claro (aun cuando se supo «de siempre») que Dios no es una parte del mundo, y no se encuentra como realidad particular junto a otras en el campo de nuestra experiencia, su «lejanía», su inefabilidad, el radical misterio de su realidad es el sello histórico que se ha impuesto a nuestra existencia. Que este Dios nos pueda < amar", que tenga una relación personal con cada uno como índividuo y que esa relación proteja la existencia, no es tan fácil de < verificar" como frecuentemente parece serlo en un inocuo charlar religioso. Tanto el ateísmo que se concibe como un "callar sobre aquello de que no puede hablarse con claridad", como también el ateísmo de la desesperación trágica por los horrores de la existencia humana, son hoy día aun para los teístas cristianos los permanentes ataques, amenazadoramente provocantes, contra su fe en el a. de Dios, contra la fe en un Dios amante. Nunca nos es lícito actualmente hablar sobre el a. de Dios para con nosotros como si habláramos ante gentes que, cerrando los ojos a lo absurdo que las rodea, encuentran evidente desde su armonioso bienestar que el mundo en su totalidad está después de todo bien ordenado y regido por un Dios amante. Sólo en medio de una solidaridad incondicional con los "condenados de esta tierra", podemos atrevernos a hablar del a. de Dios para con nosotros. En tal caso, esta manera de hablar renuncia de suyo a ser meramente "filosófica"; apela de antemano en testimonio y acción a la última decisión del hombre por la fe y esperanza, que no tienen de ventaja ninguna seguridad forzosa. Después de Auschwitz, dijo alguien una vez, sólo se puede ser ateo. Ante los muertos de Auschwitz, dijo otro, tengo que creer y esperar en Dios y en su a., pues de otro modo no se los puede justificar y se los traiciona precisamente por la propia incredulidad. En este punto ha de verse claro que la dicha (esperada y planeada dentro del mundo, y que se precipita una y otra vez a la muerte) de los que han de venir no justifica la desdicha de los que precedieron. Hay que decir desprevenida y duramente que: el a. de Dios es un misterio tan radical como Dios mismo; el mundo no se torna más lúcido por maldecir sus tinieblas; la impotencia de la fe en el a. de Dios fatalmente sufrida y la negación culpable de esta fe no son lo mismo, aun cuando se alojen una cerca de la otra; finalmente, el que ama de veras al prójimo -y lo ama "de obra y en verdad" sin ilusión ninguna- y acepta este a. como una absoluta obligación sagrada, en el fondo, sépalo o no reflejadamente, cree en Dios y en su amor al hombre. IV. La teología del amor justificante del hombre a Dios 1. La Escritura Para designar el a. a Dios, tanto el A. como el NT evitan los términos eros y storgué, rara vez emplean filía y usan constantemente agapé y agapan, términos que fueron introducidos por los Lxx en la lengua literaria y religiosa, llenándolos de sentido nuevo. ígape significa no sólo el a. de Dios para con nosotros, sino también el a. al prójimo, al enemigo y a Dios mismo (esto último en Juan, pero también en Pablo: p. ej., 1 Cor 8, 3). Aquí sólo hay que hablar por de pronto del ágape del hombre a Dios y al prójimo, como elemento de la justificación (sobre la unidad de ambas v. después). Este acto es una actividad que integra la existencia entera del hombre ("de todo corazón", etc.) (Mc 12, 30 par., con referencia a Dt 6, 4s), está sostenida por el pneuma de Dios (gracia) y es fruto suyo (Rom 15, 30; Gál 5, 22; Col 1, 8; 2 Tim 1, 7). El ágape es la esfera existencial en la cual hay que permanecer (Ef 5, 2; 1 Jn 4, 16). E1 que está en el ágape, está justificado (Rom 13, 9s; 1 Jn 4, 16; Gál 5, 6; 1 Cor 13, 13; Mt 22, 36-40; Lc 10, 25-28 ). 2. Magisterio eclesiástico Las declaraciones decisivas del magisterio eclesiástico extraordinario sobre el a. o la caridad se hallan dentro del contexto de la doctrina sobre la justificación en la sesión sexta del concilio de Trento. Es fundamental la declaración de que la posesión de la justificación va inseparablemente unida a la posesión de la virtud infusa de la caridad (Dz 800 821; sin determinar más exactamente la relación entre la gracia santificante y la caridad), y la de que el libre proceso de la justificación del adulto sólo llega a su punto culminante y a su plena esencia en el acto de la caridad (Dz 800s, 819, 889); lo cual sigue en pie aun cuando se admita que la gracia de la justificación pueda ser infundida en el sacramento antes del acto de caridad a base de mera atrición y, en ciertas circunstancias, sólo más tarde se actualiza -pero necesariamente - en el acto de caridad (Dz 1101, 1155ss, 1289). Por tanto, para la terminología eclesiástica la fe y la esperanza, sin perjuicio de su propia tendencia a perfeccionarse en la caridad, son actos cuya esencia específica no implica todavía la plena unión del hombre con Dios por la gracia (Dz 801 819 839 1525), unión que, por otra parte, queda expresada recta y enteramente con la palabra caridad. La cuestión de si la caridad se infunde también en el niño por el bautismo (cuestión antes abierta: Dz 410 483), está resuelta después del Tridentino (Dz 799s con 791s), aun cuando con ello no se niega que la libre aceptación de la gracia de la justificación por el acto de caridad califica en el adulto la posesión de la gracia misma. La virtud infusa de la caridad, a diferencia de la fe, se pierde por todo pecado mortal (Dz 808 837s). No se ofrece una descripción más concreta de esta caridad. Se la distingue del a. "natural", que como tal es teóricamente posible (Dz 1034 1036); e igualmente de las formas imperfectas e iniciales (salvíficas) del a. a Dios (798 889 1146). Se insinúa que puede concebirse como "amistad con Dios (Dz 799, 803). No se define con mayor precisión la relación entre el a. a Dios y el a. al prójimo. Que en ambos modos del a. se da exactamente el mismo objeto formal, pudiera ser libre opinión teológica (PSJ mz n .I> 240).
Naturalmente, del hábito y del acto de esta caridad cabe decir lo que el magisterio eclesiástico dice en general sobre las -> virtudes sobrenaturales y los actos salvíficos, sobre la pérdida, el aumento y la experiencia de la gracia. Si es cierto que el a. aparece como elemento universal y total que integra en sí mismo todo lo demás de la existencia cristiana, el magisterio rechaza, sin embargo, enérgicamente la idea de que así se niege todo pluralismo relativo de lo moral y de lo salvífico. Pues, no sólo hay actos positivamente salvíficos que no son simplemente a. (Dz 915, 898, 817s, 798), sino que, además, el justificado, el cual es un ser creado, finito, todavía peregrino y, por tanto, no puede integrarse adecuadamente a sí mismo, conoce con razón otros motivos morales que son distintos de la caridad (Dz 508, 1327s, 1349, 13941408, 1297).
V. Unidad y diferencia entre el amor a Dios y el amor al prójimo
1. Esta cuestión requiere hoy día atención particular. En tiempos de un ateísmo socialmente manifiesto, es obvia la tendencia a declarar a Dios y el a. a Dios como mera cifra del carácter absoluto del hombre y del a. al prójimo, la tendencia a «desmitificar» la oración en un diálogo interhumano, etc. Esta situación obliga al cristiano a una confesión inquebrantable de Dios, que no es el mero carácter absoluto del hombre, y del a. a Dios, que sigue siendo el «primer mandamiento» (Mt 22, 38); pero obliga también a una inteligencia interna de la verdadera unidad (lo cual no significa indistinción) del a. a Dios y del a. al prójimo; inteligencia que resuelve desde dentro el problema de un a. ateo al prójimo, sabiendo que un -> a. al prójimo realmente absoluto encierra ya un teísmo (no hecho tema) e implícitamente el a. a Dios y que, precisamente por eso, el a. a Dios como el misterio oculto y más alto de la existencia humana debe convertirse en tema explícito.
2. En favor de esta unidad hay que remitir a la Escritura y la Tradición. Los dos mandamientos (de a. a Dios y al prójimo) son iguales o semejantes y de ambos penden la ley y los profetas (Mt 22, 39s; Lc 10, 28; Mc 12, 31); más aún, Pablo puede sencillamente decir que el que ama al prójimo ha cumplido la ley (Rom 13, 8-10; Gál 5, 14). En los discursos escatológicos, donde jesús amenaza con el juicio, el a. al prójimo es en Mt el único criterio expresamente mentado según el cual se juzga al hombre, y el enfriamiento de la caridad equivale a la rebelión de los últimos tiempos contra Dios (Mt 25, 34-46; Mt 24, 12). El a. al prójimo es el mandamiento regio (Sant 2, 8) y la forma definitiva de la existencia cristiana (1 Cor 12, 31-13, 13 ). En Juan encontramos luego una primera reflexión sobre la justificación de este radicalismo del a. al prójimo por el que ese a. se convierte en el todo de la existencia cristiana, radicalismo que pudiera parecer en otro caso una exageración piadosa, como efectivamente se atenúa en la reflexión de la parénesis cristiana en el sentido de que el a. al prójimo es un punto particular de la exigencia cristiana, sin el cual, a pesar de su dificultad, se malograría cabalmente la salud eterna. Según Juan, somos amados por Dios (Jn 14, 21) y por Cristo para que nos amemos los unos a los otros (Jn 13, 34), amor que es el nuevo mandamiento de Cristo (Jn 13, 34), el mandamiento especificamente suyo (Jn 15, 12) y el encargo que se nos ha dado (Jn 15, 17). Y de ahí, de que siendo Dios el amor (1 Jn 4, 16) nos ha amado a nosotros, Juan saca como consecuencia, no precisamente que también nosotros hemos de amarle, sino que nosotros nos amemos mutuamente (1 Jn 4, 7, 11). Pues nosotros no vemos a Dios, él no es verdaderamente asequible por el camino exclusivo de una intimidad mística de tipo gnóstico, como si así se convirtiera en objeto directo del a. (1 Jn 4, 12), y, por eso el «Dios en nosotros» es, en el a. recíproco, el único Dios al que nosotros podemos amar (1 Jn 4, 12), hasta tal punto que es realmente verdad y constituye un argumento – ordinariamente falto de evidencia para nosotros, pero radicalmente contundente para Juan -que «el que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20).
La tradición escolástica sostiene por lo menos que la caridad infusa, la virtud teologal que une con Dios (virtus caritatis in Deum) es también la virtud con que se ama al prójimo, aun cuando la tradición conoce muchas otras virtudes (teologales y morales), que son distintas de la virtud teologal de la caridad, y de suyo no le sería difícil a la teología escolástica el concebir una virtud propia y subordinada como raíz del a. al prójimo. Hay que conceder que, desde el punto de vista de la Escritura y la Tradición, quedan muchos puntos oscuros en esta unidad y es obvia la tentación de pensar después de todo el a. al prójimo únicamente como una consecuencia obligatoria, piedra de toque y prueba del a. a Dios.
3. Sin embargo, puede decirse que existe una auténtica unidad radical entre los dos modos del a., siempre bajo el supuesto de la comunicación de Dios por la gracia al hombre a quien se debe amar, y no por razones puramente «filosóficas».
Si: a) se distingue entre una afirmación de carácter explícito y temático en los conceptos y una afirmación de una realidad de carácter atemático que está dada en la realización de un acto dirigido intencionalmente a otro objeto (cf. -> ateísmo, -> transcendencia, -> revelación, –> acto moral y religioso); b) se entiende que todo conocimiento metafísico es transmitido por la inmanente experiencia histórica, de modo que sólo en ella y desde ella cabe aprehender originalmente y entender las declaraciones sobre las realidades transcendentes; c) la experiencia amorosa del prójimo queda esclarecida, no como una experiencia cualquiera, sino como aquella realización personal e intramundana de la existencia humana que integra en sí la totalidad de la experiencia del mundo; d) toda decisión absoluta, positivamente moral es estimada como teísmo implícito y «cristianismo anónimo»; supuesto todo eso, en principio puede decirse sin reserva que el acto de a. al prójimo es realmente el acto más originario (todavía atemático) del a. de Dios. Esto no excluye, sino que incluye el hecho de que también se debe amar a Dios bajo una explícita temática «categorial». Pues la referencia implícita a Dios, que se da en todo acto moral y, por tanto, primariamente en el a. al prójimo, siendo la suprema y última profundidad y fuerza de esa central experiencia intramundana (del a. al prójimo), ha de hacerse tema explícito en la palabra e historia del hombre. El a. a Dios y el a. al próijmo viven recíprocamente uno de otro, porque a la postre son una sola cosa («sin separación y sin mezcla»). El a. a Dios sólo se hace existencialmente real cuando es también a. al prójimo, y el a. al prójimo sólo aprehende su último misterio, su carácter absoluto y la posibilidad de ese carácter absoluto, con relación a un hombre finito y pecador, cuando «desemboca» en el a. a Dios.
4. El punto culminante dentro de la historia de la salvación y la última garantía de la unidad del a. a Dios y del a. al prójimo son alcanzados en el a. a jesucristo en su unidad de Dios y hombre (-> encarnación). Como «Hijo del hombre» sabe que es el compañero misterioso que es juntamente amado en todo a. efectivo a un hombre (Mt 25, 34-40), de tal suerte que en la unidad del a. a él y al prójimo se decide el destino de todo hombre, aun en el- caso de que no se tenga conciencia de esta unidad (Mt 25, 37ss). Esto se comprende mejor si pensamos que: a) el auténtico a. a una persona determinada abre al hombre para el a. a todos, y b) el a. dialogístico, dado en respuesta, a un hombre finito e inevitablemente pecador (eventualmente enemigo) afirma juntamente como fundamento y garante a un Dios-hombre como presencia o futuro esperado, si ese a. ha de tener aquel carácter incondicional con que debe realizarse por la gracia. Así, Jesús exige también a. expreso a él (Jn 8, 42; 14, 15 21 23 28), para que el a. del Padre al Hijo (Jn 3, 35, etc.) se extienda a quellos que aman al Hijo (Jn 14, 21 23; 17, 23 26) y «permanecen en su amor» (Jn 15, 9s; 1 Jn 4, 7 ), que lo comprende todo: a Dios, al Dios-hombre, a los hombres, todos los cuales son a par sujetos y destinatarios de este a. único.
Karl Rahner
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
AMOR
Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento
véase Amar
AA. VV., Vocabulario de las epístolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996
Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas
«Dios es amor» «Amaos los unos a los otros» El hombre, antes de llegar a esta cima de la revelación del NT, debe purificar las concepciones totalmente humanas que se forman del amor, para acoger el misterio del amor divino, el cual pasa por la cruz. La palabra «amor» designa, en efecto, gran cantidad de cosas diferentes, carnales o espirituales, pasionales o pensadas, graves o ligeras, que expansionan o que destruyen. Se ama una cosa agradable, a un animal, a un compañero de trabajo, a un amigo, a los padres, a los hijos, a una mujer. El hombre bíblico conoce todo esto. El Génesis (cf. Gén 2,23s, 3,16, 12,10-19; 22; 24; 34), la historia de David (cf. ISa 18,1ss; 2Sa 3,16; 12,15-25; 19,1-5), el Cantar de los cantares son, entre otros muchos, testigos de sentimientos de todas clases. Con frecuencia se mezcla en ello el pecado, pero también hallamos rectitud, profundidad y sinceridad bajo palabras habitualmente sobrias y discretas.
Israel, poco llevado a la abstracción intelectual, da con frecuencia a las palabras una coloración afectiva: para él, *conocer es ya amar; su *fidelidad a los vinculos sociales y familiares (hesed) está totalmente impregnada de arranque y de espontaneidad generosa (cf. Gén 24,49; Jos 2,12ss; Rut 3,10; Zac 7,9). «Aman (hebr. ahab; gr. agapan) tiene tantos armónicos como en nuestras lenguas.
En una palabra, el hombre bíblico sabe el valor de la afectividad (cf Prov 15,17), aun cuando no ignora sus riesgos (Prov S; Eclo 6,5-17). Cuando la noción de amor penetra su psicología religiosa, está completamente cargada de una experiencia humana densa y concreta. Al mismo tiempo suscita numerosas cuestiones. Dios, tan grande, tan puro, ¿puede abajarse a amar al hombre pequeño, pecador? Y si Dios tiene la condescendencia de amar al hombre, ¿cómo podrá el hombre corresponder con amor a ese amor? ¿Qué relación existe entre el amor de Dios y el amor de los hombres? Las religiones se esfuerzan, cada una a su manera, por responder a estas cuestiones, cayendo ordinariamente en uno de dos extremos opuestos relegar el amor de Dios a una esfera inaccesible, a fin de mantener la distancia entre Dios y el hombre, o profanar el amor de Dios convirtiéndolo en un amor totalmente humano, a fin de hacer a Dios presente al hombre. A estas búsquedas metafísicas o místicas responde la Biblia con claridad. Dios ha tomadora iniciativa de un diálogo de amor con los hombres; en nombre de este amor los induce y les enseña a amarse unos a otros.
1. EL DIíLOGO DE AMOR ENTRE DIOS Y EL HOMBRE
AT. Aun cuando en los relatos de la creación (Gén 1; 2-3) no figura la palabra amor, en ellos se insinúa el amor de Dios a través de la bondad de que son objeto Adán y Eva. Dios quiere darles la *vida con plenitud, pero este don supone una libre adhesión a su *voluntad; Dios entabla el diálogo de amor indirectamente a través del mandamiento. Adán lo descartó queriendo apoderarse por fuerza de lo que le estaba destinado como don. Y pecó. Entonces el misterio de la bondad se profundiza en *misericordía para con el pecador mediante las *promesas de *salvación; progresivamente se restablecerán los lazos de amor que unen a Dios y al hombre La historia del paraíso expresa en compendio la historia sagrada.
1. Amigos y confidentes de Dios. Dios, al llamar a Abraham, un pagano entre tantos (Jos 24,2s), a ser su amigo (Is 41,8), expresa su amor en forma de una *amistad: Abraham viene a ser el confidente de sus secretos (Gén 18,17). Si es así, es que Abraham ha respondido a las exigencias del amor divino: ha dejado su patria siguiendo la llamada de Dios (12,1); debe penetrar más adentro en el misterio del *temor de Dios que es amor, pues es llamado a sacrificar a su hijo único, y con el su amor humano: Toma a tu hijo, al que amas. (Gén 22,2).
*Moisés no tiene que sacrificar a su hijo; pero su pueblo entero se pone en contingencia por el conflicto entre la santidad divina y el pecado; Moisés está desgarrado entre Dios, cuyo enviado es, y su pueblo, al que representa (Ex 32,9-13). Si se mantiene fiel, es porque desde su vocación (3,4) hasta su muerte no cesó de progresar en la intimidad de Dios, conversando con él como con un amigo (33,11; *prójimo); tuvo la revelación de la ternura inmensa de Dios, de un amor que, sin sacrificar nada de la *santidad, es *misericordia (34,6s).
2. La revelación profética. Los profetas, también confidentes de Dios (Am 3,7), amados personalmente por un Dios, cuya elección se posesiona de ellos (7,15), los desgarra a veces (Jer 20,7ss), pero los llena también de gozo (20,11ss), son los testigos del drama del *amor y de la *ira de Yahveh (Am 3,2). Oseas, luego Jeremías y Ezequiel, revelan que Dios es el *esposo de Israel, el cual, sin embargo, no cesa de ser infiel; este amor apasionado y exclusivo es correspondido únicamente con ingratitud y traición. Pero el amor es más fuerte que el pecado, aun cuando deba sufrir (Os 11,8); *perdona y re-crea en Israel un *corazón *nuevo capaz de amar (Os 2,21s; Jer 31, 3.20.22; Ez 16,60-63; 32,26s). Otras imágenes, como la del *pastor (Ez 34) o de la *viña (Is 5; Ez 17,6-10), expresan el mismo celo divino y el mismo drama.
El Deuteronomio, promulgado sin duda (2Re 22) en el momento en que el pueblo parece preferir definitivamente al amor de Dios el culto de los *ídolos, recuerda incesantemente que el amor de Dios a Israel es, gratuito (Dt 7,7s) y que Israel debe «amar a Dios con todo su corazón» (6,5). Este amor se expresa en actos de *adoración y de *obediencia (11,13; 19,9) que suponen una elección radical, un desprendimiento costoso (4,9-28; 30,15-20). Pero solo es posible si Dios en persona viene a *circuncidar el corazón de Israel y a hacerlo capaz de amar (30,6).
3. Hacia un diálogo personal. Después de la *cautividad Israel, purificado por la prueba, descubre que Dios se dirige al corazón de cada uno. En otro tiempo se hablaba del amor de Yahveh a la colectividad (Dt 4,7) o a los jefes (2Sa 12,24); ahora se sabe ya que todo judío es amado, sobre todo el *justo (Sal 37, 25-29; 146,8), el *pobre y el pequeño (Sal 113,5-9). Esto lo expresa admirablemente el Cantar de los cantares: el diálogo de amor, con sus alternativas de posesión y de busca, se establece entre Yahveh e Israel. Poco a poco se esboza incluso la idea de que más allá del judío, el amor de Dios respeta también a los paganos (Jon 4,10s), y hasta a toda criatura (Sab 11,23-26).
Próximamente a la venida de Cristo, el judío piadoso (hebr. hasid: Sal 4,4; 132,9.16) sabe ser amado por un Dios, del que canta la misericordiosa *fidelidad a la *alianza (Sal 136; JI 2,13), la bondad (Sal 34,9; 100,5), la *gracia (Gén 6,8; Is 30,18). Por su parte reitera sin cesar su amor a Dios (Sal 31,24; 73,25; 116,1) y a todo lo que se relaciona con El: su *nombre, su *ley, su *sabiduría (Sal 34,13; 119,127; Is 56,6; Eclo 1,10; 4,14). Este amor debe con frecuencia probarse frente al ejemplo y a la presión de los *impios (Sal 10; 40,14-17; 73; Eclo 2,11-17), y esto puede llegar hasta al *martirio, el de los Macabeos (2Mac 7) o el de rabbi Aquiba, que muere por su fe el 135 después de J.C.: «Le he amado con todo mi corazón, dirá, y con toda mi fortuna; todavía no había tenido ocasión de amarlo con toda mi *alma. El momento ha llegado». Cuando se pronunciaba esta palabra sublime, la revelación plenaria había sido dada ya a los hombres por Jesucristo.
NT. El amor entre Dios y los hombres se había revelado en el AT a través de una sucesión de hechos: iniciativas divinas y repulsas del hombre, sufrimiento del amor desdeñado, superaciones dolorosas para estar al nivel del amor y aceptar su gracia. En el NT el amor divino se expresa en un hecho único, cuya naturaleza misma transfigura los datos de la situación: Jesús viene a vivir como Dios y como hombre el drama del diálogo de amor entre Dios y el hombre.
1. El don del Padre. La venida de Jesús es en primer lugar un gesto del Padre. Después de los profetas y de las promesas del AT, «acordándose de su misericordia» (Lc 1,54s; Heb 1,1) se da Dios a conocer (Jn 1,18); manifiesta su amor (Rm 8,39; IJn 3,1; 4,9) en aquel que no es sólo el *mesías salvador esperado (Lc 2,11), sino además su propio *Hijo (Mc 1,11; 9,7; 12,6), aquel a quien ama (Jn 3,35; 10,17; 15,9; Do! 1,13), el que es uno con El, Dios como El (Jn 1,1; cf. 10,30-38; 17, 21; Mt 11,27).
El amor del Padre se expresa entonces en una forma que no puede ser superada por nada. Se realiza la nueva *alianza y se concluyen las nupcias eternas del *esposo con la humanidad. La gratuidad divina, que existía desde siempre (Dt 7,7s), llega a su colmo en un *don sin medida común con el valor del hombre (Rm 5,6s; Tit 3,5; IJn 4,10-19). Este don es definitivo, más allá de la existencia terrenal de Jesús (Mt 28,20; Jn 14,18s); es llevado al extremo, pues consiente con la muerte del Hijo para que el *mundo logre la vida (Rm 5,8; 8,32) y para que nosotros seamos *hijos de Dios (IJn 3,1, Gál 4,4-7). Si «Dios amo tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16), es para que los hombres tengan la *vida eterna: pero a si mismos se condenan los que se niegan a creer en el que ha sido enviado y «aman más las tinieblas que la luz (3,19). La opción es inevitable: o el amor por la fe en el Hijo, o la *ira por la repulsa de la fe (3,36).
2. El amor perfecto revelado en Jesús. Ahora ya el drama del amor se desarrolla no sólo con ocasión del contacto con Jesús, sino también a través de su persona. Por su misma existencia es Jesús revelación concreta del amor. Jesús es el *hombre que realiza el diálogo filial con Dios y da su testimonio delante de los hombres. Jesús es Dios que viene a vivir en plena humanidad su amor y a hacer oir su ardiente llamamiento. En su persona misma el hombre ama a Dios y es amado por él.
a) La vida entera de Jesús manifiesta este doble diálogo. Dado al Padre desde los comienzos (Lc 2,49; cf. Heb 10,5ss), viviendo en oración y en acción de gracias (cf. Mc 1,35; Mt 11,25) y sobre todo en perfecta conformidad con la voluntad divina (Jn 4,34; 6,38), está incesantemente a la *escucha de Dios (5,30; 8,26. 40), lo cual le asegura que es escuchado por él (11,41s; cf. 9,31). Por lo que se refiere a los hombres su vida se da completamente, no sólo a algunos *amigos (cf. Mc 10,21; Lc 8,1ss; Jn 11,3.5.36), sino a todos (Mc 10,45); pasa por el mundo haciendo bien (Act 10,38; Mt 11,28ss), en un desinterés total (Lc 9,58) y atento a todos, incluso, y sobre todo, a los más despreciados y a los más indignos (Lc 7,36-50; 19,1-10; Mt 21,31s); escoge gratuitamente a los que quiere (Mc 3,13) para hacerlos sus amigos (Jn 15,15s).
Este amor exige reciprocidad; el mandamiento del Deuteronomio se mantiene en vigor (Mt 22,37; cf. Rom 8,28; ICor 8,3; IJn 5,2), pero se le obedece a través de Jesús: amándole se ama al Padre (Mt 10 40; Jn 8,42; 14,21-24). Finalmente, amar a Jesús es guardar íntegramente su *palabra (Jn 14,15.21.23) y *seguirle renunciando a todo (Mc 10, 17-21; Lc 14,25s,s). Consiguientemente, a lo largo del evangelio se opera una división (Lc 2,34) entre los que aceptan y los que rechazan este amor, frente al cual no se puede permanecer neutral (Jn 6,60-71; cf. 3,18s; 8,13-59; 12,48).
b) En la *cruz revela el amor en forma decisiva su intensidad y su drama. Era preciso que Jesús sufriera (Lc 9,22; 17,25; 24,7.26; cf. Heb 2,8), para que se revelara plenamente su *obediencia al Padre (Flp 2,8) y su amor a los suyos (Jn 13,1). Totalmente libre (cf. Mt 26 53; Jn 10,18), a través de la tentación y del aparente *silencio de Dios (Mc 14,32-41; 15,34; cf. Heb 4,15) en la radical *soledad humana (Mc 14,50; 15,29-32), perdonando sin embargo y acogiendo todavía (Lc 23,28.34.43; Jn 19,26), llega Jesús al instante único del «más grande amor» (Jn 15,13). Entonces da todo, sin reserva, a Dios (Lc 23,46) y a todos los hombres sin excepción (Mc 10. 45; 14,24; 2Cor 5,14s; ITim 2,5s). Por la cruz es Dios plenamente *glorificado (Jn 17,4); del hombre Jesús» (ITim 2,5) y con él la humanidad entera merece ser amada por Dios sin reserva (Jn 10,17; Flp 2,9ss). Dios y el hombre comunican en la *unidad, según la última oración de Jesús (Jn 17). Pero todavía es preciso que el hombre acepte libremente un amor tan total y exigente, que debe llevarle a sacrificarse siguiendo a Cristo (17,19). Halla en el camino el *escándalo de la *cruz, que no es sino el escándalo del amor. Ahi es donde se manifiesta en su plenitud el don del Esposo a la esposa (Ef 5,25ss; Gál 2,20), pero tambien para los hombres la suprema tentación de la infidelidad.
3. El amor universal en el Espíritu. Si el calvario es el lugar del amor perfecto, la manera como lo manifiesta es una *prueba decisiva: de hecho los amigos del crucificado lo abandonan (Mc 14,50; Lc 23,13-24); es que la adhesión al amor divino no es cuestión de encuentro físico ni de razonamiento humano, en una palabra, de «conacimiento según la *carne» (2Cor 5,16); hace falta el don del *Espirito, que crea en el hombre un «*corazón *nuevo» (cf. Jer 31,33s; Ez 36,25ss). El Espiritu derramado en *pentecostés (Act 2,1-36), como lo había prometido Cristo (Jn 14,16ss; cf. Lc 24,49) está desde entonces presente en el mundo (Jn 14,16) por la Iglesia (Ef 2,21s). y *enseña a los hombres lo que Jesús les ha dicho (Jn 14,26) haciéndoselo comprender desde dentro, con un verdadero *conocimiento religioso; los hombres, testigos o no de la vida terrestre de Jesús, son aquí iguales, sin distinción de tiempo ni de raza. Todo hombre tiene necesidad del Espiritu para poder decir «Padre» (Rm 8,15) y glorificar a Cristo (Jn 16,14). Asi se derrama en nosotros un amor (Rom 5,5) que nos apremia (2Cor 5,14), un amor del que nada puede ya separarnos (Rom 8,35-39) y que nos prepara al encuentro definitivo de amor, en el que «conoceremos como somos conocidos» (ICor 13,12).
4. Dios es amor. El amor entre Dios y el hombre tiene finalmente por fuente el amor eterno del Padre y del Hijo (Jn 17,24.26), que es también el amor del Espiritu (2Cor 13, 13), en una palabra, el amor eterno de la Trinidad. Y en ésta aparece la afirmación que es la última palabra de toda cosa: en su esencia misma *Dios es amor (IJn 4,8.16).
II. LA CARIDAD FRATERNA.
AT. Ya en el AT el mandamiento del amor de Dios se completa con el «segundo mandamiento»: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). A decir verdad, este mandamiento se presenta en forma menos solemne que el otro (comp. Lev 19,1-37 y Dt 6,4-13) y la palabra *prójimo tiene un sentido bastante restringido. Pero al israelita se le invita ya a prestar atención a «los otros». En los textos más antiguos es ya una ofensa a Dios ser indiferente u hostil al prójimo (Gén 3,12; 4,9s) y la ley une a las exigencias que conciernen a las relaciones con Dios, las que atañen a las relaciones entre los hombres: así el Decálogo (Ex 20,1217) o el Código de la alianza., que abunda en prescripciones de atención para con los *pobres y los pequeños (Ex 22,20-26; 23,4-12). Toda la tradición profética (Am 1-2; Is 1,14-17, Jer 9,2-5; Ez 18,5-9; Mal 3,5) y toda la tradición sapiencial (Prov 14,21; 1,8-19; Eclo 25,1; Sab 2,10ss) van en el mismo sentido; no se puede agradar a Dios sin respetar a los otros hombres, pero sobre todo a los más abandonados, los menos «interesantes». Nunca se creyó poder amar a Dios sin interesarse por los hombres: «practicaba la justicia y el derecho… juzgaba la causa del pobre y del desgraciado. *Conocerme, ¿no es esto?» (Jer 22, 15s). El oráculo concierne a Josías, pero alcanza a todo Israel (cf. Jer 9,4)
Que a este amor se le llama explicitamente amor, esto no se dice con frecuencia (Lev 19,18; 19,34; Dt 10,19). Sin embargo, ya con ocasión del amor para con el *extranjero se funda el mandamiento en el deber de obrar como Yahveh en los tiempos del *Exodo: «Yahveh ama al extranjero y le alimenta y le viste. Amad también vosotros al extranjero, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egiptos (Dt 10,18s). El motivo no es una mera solidaridad natural, sino la historia de la salvación.
Antes de la venida de Cristo, el judaísmo profundiza la naturaleza del amor *fraterno. En el amor del prójimo se incluye al adversario judio y hasta al enemigo pagano; el amor se hace más universal, aun cuando Israel conserva su papel central. «Ama la paz», dice Hillel. «Aspira a la paz. Ama a las criaturas condúcelas a la ley». Se descubre que amar es prolongar la acción divina: «Lo mismo que el Santo -¡bendito sea!- viste a los que están desnudos, consuela a los afligidos, entierra a los muertos, así tú también viste a los que están desnudos, visita a los enfermos, etc.. En estas condiciones era ya fácil hacer el enlace entre los dos mandamientos de amor de Dios y de amor del prójimo; así lo hizo un día un escriba que abordó a Jesús (Lc 10,26s).
NT. Si la concepción judía podia hacer creer que el amor fraterno se yuxtapone en el mismo plano a otros mandamientos, la visión cristiana, en cambio, le da el puesto central y hasta único.
1. Los dos amores. De un extremo a otro del NT el amor del *prójimo aparece indisociable del amor de Dios: los dos mandamientos son el ápice y la clave de la ley (Mc 12,28-33 p); es el compendio de toda exigencia moral (Gál 5,22; 6,2; Rom 13, es; Col 3,14), el mandamiento único (IJn 15,12; 2Jn 5); la caridad es la *obra única y multiforme de toda *fe viva (Gál 5,ó.22): «el que no ama a su hermano, al que ve, ¿cómo amará a Dios, al que no ve» (IJn 4,20s)?
Este amor es esencialmente religioso, de un espíritu completamente distinto de la mera filantropía. En primer lugar por su modelo: imitar el amor mismo de Dios (Mt 5,44s; Ef 5,1s.25; IJn 4,11s). Luego por su fuente, y sobre todo porque es la obra de Dios en nosotros: ¿cómo seríamos nosotros *misericordiosos como el Padre celestial (Lc 6,36) si no nos lo enseñara el Señor (ITes 4,9), si no lo derramara el Espíritu en nuestros corazones (Rm 5,5; 15,30)? Este amor viene de Dios y existe en nosotros por el hecho mismo de que Dios nos toma por *hijos (IJn 4,7). Y, venido de Dios, vuelve a Dios: amando a nuestros hermanos amamos al Señor mismo (Mt 25,40), puesto que todos juntos formamos el *cuerpo de Cristo (Rm 12,5-10; ICor 12,12-27). Tal es la manera como podemos responder al amor con que Dios nos amó el primero (IJn 3,16; 4,19s).
Mientras se aguarda la parusía del Señor, la caridad es la actividad esencial de los discípulos de Jesús, según la cual serán juzgados (Mt 25, 31-46). Tal es el testamento dejado por Jesús: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado». (Jn 13,34s). El acto de amor de Cristo sigue expresándose a través de los actos de los discípulos. Este mandamiento, si bien antiguo por estar ligado con las fuentes de la revelación (IJn 2,7s), es *nuevo: en efecto, Jesús inauguró una era nueva que anunciaban los profetas, dando a cada uno el Espiritu que crea corazones nuevos. Si, pues, están unidos los dos mandamientos, es porque el amor de Cristo continúa expresándose a través de la caridad que manifiestan los discípulos entre sí.
2. El amor es don. La caridad cristiana es vista, sobre todo por los sinópticos y san Pablo, conforme a la imagen de Dios que da gratuitamente su Hijo por la salvación de todos los hombres pecadores, sin mérito alguno por su parte (Mc 10,45; Rom 5,6ss). Es, pues, universal, sin dejar que subsista barrera alguna social o racial (Gál 3,28), sin despreciar a nadie (Lc 14,13; 7,39); más aún, exige el amor de los *enemigos (Mt 5,43-47; Lc 10,29-37). El amor no puede desalentarse: tiene como leyes el *perdón sin limites (Mt 18, 21s; 6,12.14s), el gesto espontáneo para con el adversario (Mt 5,23-26), la *paciencia, el bien devuelto a cambio del mal (Rm 12,14-21; Ef 4,25-5,2). En el *matrimonio se expresa en forma de don total, a imagen del sacrificio de Cristo (Ef 5,25-32). Para todos es finalmente una *esclavitud mutua (Gál 5,13), en la que el hombre renuncia a si mismo con Cristo crucificado (Flp 2,1-11). Pablo, en su «himno a la caridad» (1Cor 13) manifiesta la naturaleza y la grandeza del amor. Sin descuidar en modo alguno sus exigencias cotidianas (13,4ss), afirma que sin la caridad nada tiene valor (13,1ss), que sólo ella sobrevivirá a todo: amando como Cristo vivimos ya una realidad divina y eterna (13,8-13). Por ella es *edificada la Iglesia (ICor 8, 1; Ef 4,16); por ella el hombre viene a ser perfecto para el *dia del Señor (Flp I,9ss).
3. El amor es comunión. Desde luego, Juan no ignora la universalidad y la gratuidad del amor divino (Jn 3,16; 15,16; IJn 4,10), pero es más sensible a la *comunión del Padre y del Hijo en el Espiritu. Este amor se difunde en nosotros y nos invita a participar en él, no sólo amando a Dios, sino viviendo a su imagen en una intensa comunión religiosa de intercambio y de reciprocidad. La comunión de los discípulos es un fuego de amor que el cristiano debe animar con todo su corazón. Frente al *mundo, al que no debe amar (IJn 2,15; cf. Jn 17,9), amará a sus hermanos con un amor exigente y concreto (IJn 3,11-18), en el que entra en juego la ley de la renuncia y de la muerte, sin la cual no hay verdadera *fecundidad (Jn 12,24s). Por esta caridad el creyente *permanece en comunión con Dios (IJn 4,7-5,4). Tal fue la última oración de Jesús: «que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26). Este amor fraterno, vivido por los discípulos en medio del mundo al que no pertenecen (17,11.15s), es el *testimonio a través del cual el mundo puede reconocer a Jesús como enviado del Padre (17,21): «En esto conocerán que sois mis discípulos: si tenéis caridad los unos con los otros» (13,35). -> Amigo – Ira – Conocer – Elección – Esposo – Eucaristía – Enemigo – Hermano – Odio – Misericordia – Prójimo – Sacrificio – Celo.
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001
Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas
Las Escrituras definen el amor en la única forma que puede y debe ser definido, esto es, enumerando sus atributos: «El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser» (1 Co. 13:4–8a). El amor es comunión entre personas; es una acción de entrega personal.
Dios es amor en su esencia misma (1 Jn. 4:8, 16). La naturaleza eterna y autogenerativa de Dios actúa ella misma en una entrega mutua entre el Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando Cristo vino a la tierra, encarnó perfecto amor. Llevó el sello mismo de la naturaleza divina; los que lo vieron, vieron al Padre. Aun los enemigos de Cristo no encontraron falta en él.
La salvación fue concebida por el amor de Dios. El Padre planeó la salvación; el Hijo la ejecutó y el Espíritu Santo la aplica. Hay tal perfecta unidad en la deidad que algunos actos de redención se le atribuyen a una de las personas específicas o bien a la Deidad esencialmente.
El amor es el verdadero punto de contacto entre Dios y el hombre. El hombre ha sido hecho a la imagen de Dios, y la imagen de Dios es la capacidad de entrega personal. Mientras más bondadoso y amante es un hombre, mucho más se parece a Dios. Un hombre bueno prefiere a otros antes que a él mismo; un hombre malo es egoísta.
El amor anula la ley por medio de sobrepasar la ley, ya que el amor contiene su propio sentido de obligación. Si una madre escucha el llanto de sus niños, corre a su lado sin estar obligada por el deber legal. El amor no necesita la ley. Por tanto, cuando se les manda a los cristianos a amar, el mandamiento es tanto un juicio contra el desamor como una prescripción para ser amante.
El primer y más grande mandamiento es, «Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mr. 12:29–30). Dado que dependemos totalmente de Dios, no nos relacionamos con él correctamente a menos que estemos totalmente rendidos a él. El amor a Dios resulta en adoración, y la adoración termina en comunión—comunión hecha posible por la vida y muerte de Cristo.
El segundo gran mandamiento es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mr. 12:31). Todo ser humano normal tiene un sentido de su propia dignidad escrito en su corazón. Jamás llamará bueno a un hombre que no muestra señales espontáneas de recibir su dignidad. De esta forma, el amor a uno mismo es la base del amor al prójimo. Debemos amar al prójimo con la misma intensidad y celo y consistencia que nos amamos a nosotros mismos. Y dado que no hay límites prácticos a los derechos del amor propio, tampoco hay límites prácticos para nuestro deber de amar al prójimo.
Cuando Cristo se preparaba para abandonar este mundo, dijo a sus discípulos; «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros» (Jn. 13:34). Moisés dio forma a la ley del amor (Lv. 19:18; Dt. 6:5), pero sólo Cristo pudo darle sustancia. La vida de Cristo es la norma final por la que un cristiano mide la virtud en él y en otros. Cristo perfeccionó la naturaleza humana amando a Dios con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo.
El amor puede ir acompañado o no por el afecto personal. Podemos ser amables y considerados con una persona, aun cuando no nos guste. Cristo nos manda a amar aun a nuestros enemigos. «Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?… Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt. 5:46–48). Ya que Dios nos amó aun cuando estábamos en nuestros pecados (Ro. 5:8), nosotros tenemos un motivo vital para amar a aquellos que son desagradables.
El amor es la marca del verdadero discípulo. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos a los otros» (Jn. 13:35). J. C. Ryle observa que la humildad y el amor son precisamente las gracias que los hombres del mundo pueden entender, en el caso que no entiendan las doctrinas. Son gracias en las cuales no hay misterio, y están al alcance de todas las clases.
El amor es la llave para la felicidad como también de la virtud, ya que sin amor no hay vida. Puede que exista un suicidio potencial, pero no habrá vida. Si uno no ama no goza de la liberación que viene de la entrega personal. El que busca salvarse se perderá.
Los griegos entendieron correctamente que el hombre no es virtuoso hasta hacer funcionar su esencia. Pero los griegos confundieron el hombre racional con el hombre vital. Pensaron que el hombre es bueno cuando se sujeta a los dictados de la razón. Pero esta estrategia deja el orgullo y el egoísmo intactos. Un hombre racional puede evadir la misión de la entrega personal, pero al hacer esto queda destituido de la gloria de Dios.
BIBLIOGRAFÍA
- Kierkegaard, Works of Love; Reinhold Niehuhr, «Love and Law in Protestantism and Catholicism» en Christian Realism and Political Problems, pp. 147–173; Anders Nygren, Agape and Eros.
Edward John Carnell
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (25). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología
Introducción
Es la tercera y más importante de las virtudes Divinas enumeradas por San Pablo (1 Cor, 13,13), usualmente llamada caridad y es definida como: hábito divinamente infundido, inclinación de la voluntad del hombre a amar a Dios por Sí mismo sobre todas las cosas y al hombre por el amor a Dios.
La definición realza las características principales de la caridad:
(1) Su origen, por infusión divina: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” (Rom. 5,5). Es, por lo tanto, distinto de y superior a la inclinación innata o el hábito adquirido de amar a Dios en el orden natural. Los teólogos (v. Teología) concuerdan al decir que es infundida junto con la gracia santificante, con la cual está íntimamente relacionada ya sea por identidad real, como algunos sostienen o, de acuerdo a una idea más común, por medio de una emanación connatural.
(2) Su morada es la voluntad humana. Aunque a veces la caridad es intensamente emocional y frecuentemente reacciona sobre nuestras facultades sensoriales, reside propiamente en la voluntad racional, un hecho que no deben olvidar aquellos que la hacen una virtud imposible.
(3) Su acto específico, es decir, el amor de benevolencia y amistad. Amar a Dios es desearle todo honor, gloria y todo bien; y esforzarnos, en la medida que podemos, obtenerlo para Él. San Juan (14,23; 15,14) enfatiza el rasgo de reciprocidad que hace de la caridad una auténtica amistad del hombre con Dios.
(4) Su motivo, es decir, la bondad Divina o amabilidad tomada absolutamente y como dada a conocer a nosotros por la fe. No importa si esa bondad es vista en uno, o varios, o todos los atributos Divinos, sino que en todos los casos, nos debemos adherir a ella, no como una fuente de ayuda o premio o felicidad para nosotros mismos, sino como un bien en sí mismo, infinitamente (v. infinito) merecedor de nuestro amor, en este único sentido, Dios es amado por Sí mismo. Sin embargo, la distinción de los dos amores: concupiscencia, la cual incita la esperanza; y benevolencia, la cual anima la caridad, no deben ser forzadas a un tipo de exclusión mutua, pues la Iglesia ha condenado repetidamente cualquier intento por desacreditar las obras de la esperanza cristiana.
(5) Su alcance: Es decir, ambos, Dios y el hombre. Mientras solo Dios es todo amable, puesto que como todos los hombres, por gracia y gloria, ya sea que realmente comparten o al menos son capaces de compartir la bondad divina, se deduce que el amor sobrenatural (. orden sobrenatural) más bien los incluye que excluye, de acuerdo a Mateo 22,39 y Lucas 10,27. Por lo tanto, una y la misma virtud de la caridad concluyen en ambos, Dios y el hombre, en Dios principalmente y en el hombre secundariamente.
El amor de Dios
El deber supremo de amar a Dios está concisamente expresado en Deut. 6,5; Mt. 22,37; y Lc. 10, 27. Es bastante obvio el carácter imperativo de las palabras “Deberás”. Inocencio XI (Denzinger, núms. 1155-57) declara que el precepto no está cumplido por un acto de caridad realizado una vez en la vida, o cada cinco años, o en las muy indefinidas ocasiones cuando la justificación no se puede conseguir de otra forma.
Los moralistas apremian la obligación al comienzo de la vida moral cuando la razón ha logrado su desarrollo total; en el momento de la muerte; y de tiempo en tiempo durante la vida, no siendo ni posible ni necesario un cálculo exacto dado que el hábito cristiano de la oración diaria seguramente cubre la obligación.
La violación del precepto es generalmente negativa, es decir, por omisión o indirecta, es decir, implícita en cada falta grave; sin embargo, hay pecados directamente opuestos al amor de Dios: la pereza espiritual, al menos cuando conlleva una aborrecimiento voluntario a los bienes espirituales, y el odio a Dios, ya sea como abominación a Sus leyes restrictivas y punitivas o una aversión a Su Sagrada Persona. (v. pereza, odio).
Los requisitos de “con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas” no significan un máximo en intensidad, porque la intensidad de una acción nunca cae bajo su mandato; y mucho menos implican la necesidad de experimentar un amor más sensible por Dios que por las criaturas, porque las criaturas visibles, aunque imperfectas, atraen nuestra sensibilidad mucho más que Dios invisible. Su verdadero significado es que, tanto en nuestra apreciación mental como en nuestra decisión voluntaria, Dios debe estar por sobre todo el resto, sin exceptuar padre o madre, hijo o hija (Mt. 10,37). Santo Tomás (II-II, Q. XLIV, a. 5) asignó un significado especial a cada una de las cuatro frases bíblicas; otros, con mayor razón, toman la oración completa en su sentido acumulativo y ven en ella el propósito, no sólo de elevar la caridad sobre el bajo materialismo de los saduceos o el ritualismo oficial de los fariseos, sino también declarando que “amar a Dios sobre todas las cosas es asegurar la santidad de toda nuestra vida.” (Le Camus, «Vie de Notre-Seigneur Jesus-Christ», III, 81.)
El amor a Dios es incluso mas que un precepto que ata la conciencia humana; es también, como observa Le Camus, “el principio y meta de la perfección moral.”
Como el principio de perfección moral en el orden sobrenatural, con la fe como fundamento y la esperanza como incentivo, el amor a Dios ocupa el primer lugar entre los medios de salvación que los teólogos llaman necesario “necesitate medii”. Al establecer que “la caridad no acaba nunca” (1 Cor. 13,8), San Pablo da a entender claramente que no hay diferencia de clase, sino sólo de grado, entre la caridad aquí abajo y la gloria allá arriba; como consecuencia, el amor Divino, se torna en un comienzo necesario de aquella vida semejante a la de Dios que alcanza su plenitud sólo en el Cielo. La necesidad de la caridad habitual se infiere de su intima comunión con la gracia santificante. La necesidad de la caridad verdadera no es menos evidente. Fuera de los casos de recepción real en el bautismo, la penitencia, o la extremaunción donde el amor de caridad por un acto especial de la voluntad de Dios, admite atrición como substituto, todos los adultos la necesitan, según 1 Jn. 3,14: “quien no ama permanece en la muerte”
Como el objetivo de la perfección moral, siempre en el orden sobrenatural, el amor a Dios es llamado “el mas importante y el primero de los mandamientos” (Mt. 22,38), “el fin del mandamiento” (1 Tim. 1,5), “el vínculo de la perfección” (Col. 3,14.) Se yergue como el factor más importante en las dos fases principales de nuestra vida espiritual: la justificación y la adquisición de méritos. El poder justificante de la caridad, tan bien expresado en Lc. 7, 47 y en 1 Ped. 4,8, no ha sido de modo alguno abolido o reducido por la institución de los Sacramentos del bautismo y penitencia, como medios necesarios de rehabilitación moral; sólo se ha hecho para incluir una buena disposición de recibir estos sacramentos donde y cuando sea posible. Su poder meritorio, enfatizado por San Pablo (Rom. 8, 28) cubre ambos, los actos producidos o los ordenados por caridad. San Agustín (De laudibus quartets) llama a la caridad la “vida de las virtudes” (vita virtutum); y Santo Tomás (II-II, Q. 8), “la forma de las virtudes” (forma virtutum.) Lo que significa que las otras virtudes, aunque poseen un valor real propio, derivan una más fresca y mayor excelencia de su unión con la caridad, la cual, alcanzando directamente a Dios, ordena todas nuestras acciones virtuosas hacia Él.
En cuanto a la forma y grado de influencia que la caridad debe ejercer sobre nuestras acciones virtuosas, para hacerlas meritorias del cielo, los teólogos están lejos de ponerse de acuerdo, algunos sostienen que se requiere sólo el estado de gracia, o caridad habitual; otros insisten sobre la más o menos frecuente renovación de los distintos actos de amor divino. Por supuesto, el poder meritorio de la caridad es, como la virtud misma, susceptible de crecimiento indefinido. Santo Tomás (II-II, Q. XXIV, 24 a. 4 y 8) menciona tres etapas principales: (1) liberarse del pecado mortal a través de la tenaz resistencia frente a la tentación,
(2) evadir los pecados veniales deliberados por la asidua práctica de la virtud, (3) unión con Dios a través de la repetición frecuente de actos de amor.
A éstos, escritores ascéticos como Alvarez de Paz, Santa Teresa, San Francisco de Sales, agregan muchos más grados, anticipando así aun en este mundo las “muchas mansiones en la casa del Padre”. Sin embargo, las prerrogativas de la caridad no deben ser interpretadas de forma que incluyan la inadmisibilidad. Lo dicho por San Juan (1 Jn. 3,6) “Quien permanece en El (en Dios), no peca”, significa ciertamente la especial permanencia de la caridad principalmente en sus grados mas altos, pero no es garantía absoluta contra la posibilidad de perderla; mientras el habito infundido nunca es disminuido por el pecado venial, una sola falta grave es suficiente para destruirla y terminar así la unión y amistad del hombre con Dios.
El amor al hombre
Mientras la caridad abarca a todos los hijos de Dios en el cielo, en la tierra y en el purgatorio (v. Comunión de los Santos), aquí es considerado como el amor sobrenatural del hombre hacia el hombre en este mundo; como tal, incluye tanto el amor a sí mismo como el amor al prójimo.
3.1. Amor a sí mismo: San Gregorio el Grande (Hom. XIII en Evang.) se opone a la expresión “caridad hacia uno mismo” argumentando que la caridad requiere dos términos, y San Agustín (De bono viduitatis, XXI) comenta que no es necesario ningún mandamiento que ordene al hombre amarse a sí mismo. Obviamente, la objeción de San Gregorio es puramente gramatical; la observación de San Agustín se aplica al amor propio natural. De hecho, el precepto del amor sobrenatural a sí mismo no es solamente posible o necesario, sino también claramente contenido en el mandato de Cristo de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Sin embargo, su obligación afecta vagamente sobre la salvación de nuestra alma. (Mat., 16,26), la adquisición de los méritos (Mt. 6,19ss), el uso cristiano del cuerpo (Rom. 6,13; 1 Cor. 6,19; Col., 3.5) y difícilmente puede reducirse a puntos prácticos que no hayan sido ya cubiertos por preceptos mas específicos.
3.2 Amor al Prójimo. La idea cristiana de amor fraternal, comparado al concepto pagano (v. paganismo) o judío (v. judaísmo), ha sido tocada en otras partes. (v. Caridad y Caridades). Brevemente, su rasgo distintivo, como también su superioridad, se encuentra menos en sus mandamientos o prohibiciones, o incluso en sus resultados, que en el motivo que impulsa sus leyes y prepara sus logros. El fiel cumplimiento del “nuevo mandamiento” es llamado el criterio del verdadero discipulado cristiano (Jn. 13,34ss.), el criterio por el cual seremos juzgados (Mt. 25,34ss.), la mejor prueba que amamos a Dios Mismo (1 Jn. 3,10) y el cumplimiento de toda la ley (Gal. 5,14) porque, viendo al prójimo en Dios y a través de Dios, tiene el mismo valor que el amor a Dios. La expresión “amar al prójimo por el amor a Dios” significa que nos elevamos por sobre la consideración de una mera solidaridad natural y el sentido fraternal, a una visión más elevada de nuestra común adopción sobrenatural y herencia celestial; sólo en ese sentido nuestro amor fraternal puede llevarnos cerca del amor que Cristo tuvo por nosotros (Jn. 13,35) y una especie de identidad moral entre Cristo y el prójimo (Mt. 13,50). De este elevado motivo la universalidad de la caridad fraternal sigue como consecuencia necesaria. Quienquiera que vea en su prójimo, no las peculiaridades humanas, sino los dones y privilegios de Dios, ya no podrá restringir su amor a miembros de la familia, o correligionarios, o conciudadanos, o extranjeros dentro de las fronteras (Lev. 19,34), sino que necesitará extenderla sin distinción de judío o gentil (Rom. 10,12), a todas las unidades de la especie humana, a todos socialmente marginados (Lc. 10,33ss.), e incluso a los enemigos (Mt. 5,23ss). Muy enérgica es la lección donde Cristo llama a sus oyentes a reconocer, en el muy menospreciado samaritano (v. Samaria), al verdadero tipo de prójimo y verdaderamente nuevo es el mandato a través del cual Él nos impela a perdonar a nuestros enemigos, reconciliarnos con ellos, asistirlos y amarlos. El ejercicio de la caridad podría rápidamente transformarse en imprudente e inoperante a no ser que haya en ella, como en todas las virtudes morales, un orden bien definido.
El ordo caritatis, como lo catalogan los teólogos, posiblemente de una errada interpretación al Latin de Cant., II, 4 (ordinavit in me charitatem), toma en consideración los siguientes tres factores diferentes:
1. las [pe[rsonas]] que reclaman nuestro amor,
2. las ventajas que deseamos procurarles y,
3. la necesidad en la que son ubicadas.
Lo anterior es lo suficientemente simple cuando estos factores son considerados en forma separada. Considerando solo a las personas el orden es de algún modo como sigue: sí mismo, esposa, niños, padres, hermanos y hermanas, amigos, domésticos, vecinos, paisanos y todos los demás.
Considerando los bienes en sí mismos existe un orden triple:
1. los bienes espirituales más importantes en relación a la salvación del alma, deben ser los primeros que deben despertar nuestro afán; luego
2. los bienes intrínsecos y naturales del alma y el cuerpo, como la vida, la salud, el conocimiento, la libertad, etc.;
3. finalmente, los bienes extrínsecos como la reputación, la riqueza, etc.
Considerando aparte los varios tipos de necesidades, el siguiente orden obtendría:
1. primero, extrema necesidad, allí donde un hombre esté en peligro de condenación, o de muerte, o de pérdida de otros bienes de más o menos igual importancia y no puede hacer nada por ayudarse;
2. Segundo, necesidad grave, cuando alguien esté en peligro similar puede salir de ella solo por esfuerzos heroicos;
3. tercero, necesidad común, tales como aquellas que afectan a pecadores ordinarios o limosneros que pueden ayudarse a sí mismos, sin gran dificultad.
Cuando los tres factores se combinan, surgen reglas complicadas, la principal de ellas, son estas:
1. El amor de complacencia y el amor de beneficencia no siguen el mismo criterio, el primero guiado por el mérito, y el último por la cercanía y necesidad del prójimo.
2. Nuestra salvación personal es la que debe ser preferida por sobre todas. Nunca somos justificados de cometer ni el mas mínimo pecado por el amor a nadie o a nada, tampoco debemos exponernos a peligro espiritual excepto en algunos casos con tal precaución de estar en lo moralmente correcto y con la garantía de la protección de Dios.
3. Estamos obligados a socorrer a nuestro prójimo en extrema necesidad espiritual incluso aunque nos cueste nuestra vida. Una obligación que, sin embargo supone la certeza de la necesidad de nuestro prójimo y la efectividad de nuestro servicio a él.
4. Excepto en muy raros casos descritos más arriba, no estamos obligados a arriesgar nuestra vida o miembros por el prójimo, sino solo de padecer la cantidad de inconvenientes que son justificados por la necesidad y cercanía al prójimo. Los casuistas no concuerdan respecto a lo correcto de dar nuestra propia vida por otra vida de igual importancia.
Fuente: TANQUEREY, De virtute caritatis en Synopsis Theologiae Moralis, II (New York, 1906), 426; SLATER, A Manual of Moral Theology, I (New York, 1909), 179 sqq.; BATIFFOL, L’Enseignement de Jésus (Paris 1905); NORTHCOTE, The Bond of Perfection (London, 1907); GAFFRE, La Loi d’Amour (Paris, 1908); DE SALES, Traité de l’amour de Dieu; PESCH Praelectiones Dogmaticae, VIII (Freiburg im Br., 1898), 226 sqq.; DUBLANCHY in Dict. de Théol. Cath. s. v. Charité, con una exhaustiva bibliografía de teólogos y místicos que han tratado esta materia.
Traducido por Lucía Lessan. Revisado y corregido por Luz María Hernández Medina
Fuente: Enciclopedia Católica