AGUSTIN, SAN

SUMARIO: I. Jesucristo, el Mediador, único camino para llegar al verdadero Dios.-II. El método de san Agustí­n en la búsqueda de Dios.-III. El Dios cristiano: Stma. Trinidad por la propiedad de las personas, y único Dios por su divinidad inseparable.-IV. El Dios-Amor como intercomunión personal y modelo supremo de amor.-V. El Espí­ritu humano creado a imagen y semejanza de la Stma. Trinidad.

1. Jesucristo, el Mediador, único ca-mino para llegar al verdadero Dios
San Agustí­n con su concepción siempre dinámica e histórica del hombre y de la salvación, contempla tres momentos distintos en el conocimiento que la humanidad ha tenido de Dios: 1) Toda criatura racional, que no esté muy depravada, tiene algún conocimiento de Dios en cuanto autor de este mundo; 2) el pueblo judí­o llegó a conocer a Dios sin idolatrí­as; 3) pero conocer al Dios cristiano, es decir, a Dios en cuanto es Padre de Cristo, por el cual quita el pecado del mundo, es imposible sin la revelación del mismo Cristo: manifestari sine ipsius Filii manifestatione non potest (In lo. tr. 106, 4).

El Santo entronca este aspecto profético de la mediación de Cristo en la verdad de la creación, que es proclamada por todas las criaturas, mudables y temporales (¡El nos ha hecho!), y que sólo el hombre, también mudable y temporal, percibe en su espí­ritu; porque éste, y de un modo radical, vive y juzga con nociones o formas eternas (verdad, bondad, belleza, justicia), y reclama ante elmisterio del mundo y de sí­ mismo un sujeto supremo y último o una instancia personal, Vida suma, con la cual se identifiquen esas nociones o formas universales. En esto juega un papel decisivo la teorí­a neoplatónica de la participación, ya antes cristianizada por Orí­genes y san Ambrosio, y analizada por san Agustí­n con todo esmero (De diversas cuestiones 83, q.46), y que implica en sí­ las nociones de eficiencia, ejemplaridad y presencia del Sumo Bien, doquier se hallen participadas sus perfecciones. Este misterio del mundo y en especial el misterio del hombre, que percibe y siente su mutabilidad e indigencia, hacen que san Agustí­n proclame con el Apóstol (Rom 1, 19ss.) la posibilidad universal de llegar a un cierto conocimiento de Dios mediante sus criaturas con la responsabilidad que esto implica. Es conveniente hacer notar la insistencia del Santo en esta idea, que rechaza de plano en él toda sombra de ontologismo o visión inmediata de Dios, tal como se lo han atribuido algunos autores. Cfr. Conf. X, 10; De Trin. VI, 10, 12; Ib. XV, 2, 3; In lo. tr. 2, 4; Ib., tr. 106, 4; En. 2 in Ps. 26, 12; In Ps. 41, 7-8; In Ps. 73, 24; In Ps. 130, 12, etc.

El «realismo del espí­ritu», la única criatura que puede participar del Sumo Bien esas nociones o formas universales, hace que sólo el espí­ritu pueda tener una cierta visión de Dios, si bien muy distinta de la visión que tiene de sí­ mismo: Non quidem videri Deus nisi animo potest, nec tamen ita ut animus videri potest (In Ps. 41, 7; De lib. arb. II, 3-15). Para un platónico cristiano, como san Agustí­n, esa visión de Dios equivale a una cierta forma de conocimiento, aunque debilí­simo (tenuissima forma cognitionis: De lib. arb., II, 15, 39; quandoquidem cogitatio visio est animi quaedam: De Trin. XV, 9, 16).

La insistencia de san Agustí­n en contraponer la inmutabilidad de Dios y la mutabilidad y temporalidad de nuestro espí­ritu, como camino para la búsqueda de un sentido transcendente al misterio del mundo y del hombre, se convierte en un canto a la grandeza de la naturaleza humana, a pesar de sus limitaciones, puesto que es capaz de Dios y puede participar de él: summae naturae capax est (De Trin. XIV, 4, 6; XIV, 8, 11).

Bajo esta perspectiva del conocimiento de Dios, san Agustí­n pone siempre a Cristo como el único camino para llegar al Dios-Amor que nos ama y nos perdona, viendo en esto el sentido profundo de la encarnación del Verbo, para ser el Mediador único entre Dios y los hombres: en cuanto hombre, es camino hacia Dios; en cuanto Dios, él mismo es también meta del camino (quo itur, Deus; qua itur, homo: De la C. de Dios XI, 2; Conf. X, 43, 68; De Trin. IV, 17-18, 23-24; In Io. tr. 3, 17-18; tr. 69, 2).

II. El método de san Agustí­n en la búsqueda de Dios
El método filosófico-teológico de san Agustí­n tiene dos polos fundamentales en una mutua relación dialéctica, a la vez de oposición y de integración de la fe y la razón: Crede ut intelligas (cree para entender) e Intellige ut credas (entiende más y más para creer.

El proceso de san Agustí­n en toda la obra no es un puro fideí­smo, como si sólo la revelación interviniera para explicar el misterio del mundo y del hombre. Según la reflexión anterior sobre el «realismo del espí­ritu», los grandes interrogantes sobre ese misterio brotan del hombre mismo, si bien sólo las respuestas de la fe pueden satisfacer nuestra inquietud y nuestra búsqueda. Se trata, pues, de un diálogo radical y de integración de la razón y de la fe, que san Agustí­n nos recuerda con frecuencia con el célebre texto de Isaí­as (7, 9): Si no creyereis, no entenderéis (De Trin., VII, 6, 2; Ib. VIII, 5, 8; IX, 1, 1; XV, 2, 2; S. 43, etc.). Y esa fe o revelación se encuentra en la sagrada Escritura y en la santa Iglesia, como verdadera medicina de los fieles, de tal modo «que mi fe en Dios no es otra que la fe católica: Haec et mea fides est, quando haec est catholica fides (De Trin. I, 4, 7; VII, 4, 8-9; XV, 27-28; De fide et Symbolo 1, 1). Al que le pregunte con la frase del salmista: ¿Dónde está tu Dios? san Agustí­n, después de responderle, como siempre, que no lo encontrará en las criaturas, sino a través del espí­ritu mudable del hombre, le recomienda que lo busque en la Iglesia aún peregrina en este mundo, porque en ella, como tabernáculo de Dios que es, encontrará el camino (Cristo) para llegar a la casa de Dios o gloria eterna (In Ps. 41, 9).

Esa fe católica, que san Agustí­n proclama en general con las mismas expresiones de los textos bí­blicos y del Sí­mbolo de Nicea y Constantinopla, está pidiendo una mayor comprensión (fides quaerens intellectum), que sólo será posible si atendemos a las analogí­as y semejanzas del Sumo Bien en la creación, de un modo especial en el espí­ritu humano, puesto que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 26s), y en Dios vivimos, nos movemos y existimos (He 17, 27s). De este modo se integran en una única búsqueda la fe y la razón sin confundirse, pero también sin aislarse, «para dar razón de que la Trinidad es el único y verdadero Dios, y de que con cuánta verdad se dice, se cree y se entiende (dicatur, credatur, intelligatur) que el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo son de una misma sustancia o esencia» (De Trin., I, 2, 4). Con ese método desarrolla san Agustí­n la teologí­a trinitaria, especialmente en su obra Sobre la Trinidad (15 libros): en los siete primeros libros expone la fe de la Iglesia en la Trinidad, atendiendo en especial a los textos bí­blicos y a las falsas interpretaciones de los herejes para refutarlas; y, a partir del libro octavo, se dedica con una agudeza increí­ble a analizar la vida del espí­ritu humano, imagen y semejanza de la Trinidad, y por lo mismo lugar del encuentro del hombre con Dios y fuente de la más pura espiritualidad cristiana.

III. El Dios cristiano: Stma. Trinidad por la propiedad de las personas y único Dios por su divinidad inseparable (C. de Dios, XI, 24)
Tanto en su obra Sobre la Trinidad como en sus numerosas cartas y sermones san Agustí­n tiene siempre presentes las grandes desviaciones o herejí­as trinitario-cristológicas: 1) el modalismo (sabelianismo), extendido en occidente en los siglos anteriores, que negaba de raí­z la fe trinitaria al concebir a Dios como una sola persona que va apareciendo en la historia de distintos modos (de ahí­ su nombre): Padre, en cuanto creador; Hijo, en cuanto redentor, y Espí­ritu Santo en cuanto santificador; san Agustí­n trata de hacerles ver que la fe de la Iglesia en la Trinidad no destruye la unicidad de Dios; 2 ) el semiarrianismo, muy peligroso en el Africa Proconsular por la presencia de soldados germanos en las legiones romanas, con sus obispos semiarrianos, como Maximino, con el que san Agustí­n tuvo una disputa pública y contra el cual escribió dos libros en defensa de la fe trinitaria: éstos seguí­an negando la divinidad de Jesucristo o su consustancialidad con el Padre, según la fe de Nicea, y defendí­an que Jesucristo es sólo semejante al Padre (homoiousios y no homoousios); por eso Maximino aduce a san Agustí­n el concilio de Rí­mini (a. 359), en el que los latinos, por su ignorancia del griego, habí­an admitido erróneamente el término homoiousios de los arrianos (semejante), sólo diverso del homoousios de Nicea por la i intermedia, pero que cambia totalmente su sentido (Collatio cum Maximino Arianorum Ep., 2,4). El Papa san Siricio habla en una carta de la abrogación de ese concilio de Rí­mini (a. 385; DS 183); 3) también aparece en sus escritos el maniqueí­smo, heredero en gran parte del sincretismo de los gnósticos o mezcla del dualismo creacional persa (principio eterno del bien, del que proceden los espí­ritus, y principio eterno del mal o materia, Hylé, del que procederí­an los cuerpos), de la antropologí­a platónica que considera a los cuerpos como cárceles de las almas preexistentes y castigadas a vivir dentro de ellos, y de una mitologí­a pseudocristiana, según la cual Jesucristo serí­a un eón o ser intermedio entre Dios y el mundo para enseñar a los hombres a irse liberando de la materia; por eso, los maniqueos, además de prohibir el matrimonio a sus «electos», negaban un cuerpo real a Jesucristo, al igual que los gnóstico-docetas.

Para defender que la fe católica trinitaria y cristológica es la única interpretación fiel de la S. Escritura, san Agustí­n propone una doble regla para comprender los textos referentes a Cristo (De Trin. II, 1, 2): 1) el Hijo es igual al Padre porque es Dios como él (secundum Dei formam), y es menor que el Padre y que el Espí­ritu Santo en cuanto siervo u hombre (secundum servi formam); toma esa distinción básica del himno de Filipenses (2, 6-7; 2): decimos que el Hijo es «Dios de Dios, luz de luz», para expresar que el Hijo tiene su origen de otro, para el cual es Hijo; en cambio, el Padre no viene del Hijo, sino que es Padre del Hijo; y para el Espí­ritu Santo, que es enviado por el Padre y el Hijo y que todo lo recibe de ellos (Jn 14-16), nos sirve la regla de su procedencia eterna del Padre y del Hijo, siendo igual a ambos en cuanto divinidad (Ibid., II, 3, 5). Es impresionante la importancia que tiene para san Agustí­n ese himno de Filipenses, tanto para defender la fe católica en contra de las herejí­as como en cuanto programa de espiritualidad a imitación del Cristo que nos atrae a su seguimiento. (Cfr. A. VERWILGHEN, Christologie et spiritualité selon saint Augustin, L ‘hymne aux Philippiens, Paris 1985).

Al iniciar su exposición de la fe trinitaria, san Agustí­n nos dice que leyó todos los libros que le fue posible de autores católicos, tanto antiguos como nuevos, y que todos ellos tratan de enseñar según las Escrituras la fe en el Dios trino y uno con unidad e igualdad de sustancia (De Trin., I, 4, 7). Para ver el influjo en él de los santos Padres, tanto latinos como griegos, cfr. B. ALTANER, Kleine Patristische Schriften, Berlin 1967.

Con su mentalidad dinámica y funcional, como la semita de la Biblia, Agustí­n contempla esa unidad de la naturaleza divina en el principio para él fundamental de la unidad de las acciones de la Trinidad con respecto a las criaturas (ad extra): la unidad, inseparabilidad, igualdad e inmutabilidad de la naturaleza divina exige que la Trinidad sea un solo y único principio de operaciones «ad extra»; por eso, todo efecto en las criaturas se ha de atribuir a la única naturaleza divina en cuanto es poseí­da por las tres divinas personas, con sus relaciones í­ntimas, subsistentes eincomunicables (De Trin. IV, 21, 20, etc.; Contra serm. Arian. 15, 9; In Io. tr. 20, 3).

En cuanto a la tan decantada «helenización» del cristianismo por Agustí­n, según varios teólogos centro-europeos, creo que deberí­an tener en cuenta la semiótica moderna para analizar con esmero, a base del «código filosófico», la diferencia y a veces la oposición del sentido agustiniano de su terminologí­a con respecto al que tienen en la filosofí­a griega, especialmente en la aristotélica, de donde en parte los tomó ya Tertuliano. El mismo Agustí­n nos dice que usa esos términos (esencia, sustancia, persona…) porque han ido surgiendo por la necesidad de hablar y sobre todo para defender la fe contra las asechanzas o errores de los herejes (De Trin. VII, 4, 9; De civ. Dei XII, 2). Rechaza como abusivo el término sustancia atribuido a Dios, porque hace referencia a un sujeto de accidentes, y éstos no pueden darse en Dios: por eso prefiere usar el término esencia, que no corre ese peligro (Trin. VII, 5). Usa con mucha frecuencia los términos divinidad y deidad aplicados a la Trinidad, pero aun cuando usa el de sustancia no deja de llamar la atención su insistencia en llamarla sustancia viva o Vida Suma (In lo. tr. 1, 8; De Trin. II, 2, 4; IV, 1, 3; VI, 10, 11, etc.), lo cual choca de plano con el helenismo, para el cual la vida, las cualidades y la acción son meros accidentes de la sustancia. En cambio en Dios, prima et summa vita, se identifican el ser y el vivir, y el amar y el entender (hoc esse est, unum omnia: De Trin. VI, 10, 11; XIV, 12-15, 16-21; XV, 5, 7; C. de Dios, XI, 10, 1-3; In lo. tr. 5, 9). En sus sermones trata con frecuencia san Agustí­n de evitar todo peligro de confusión en los fieles y les dice: «En la Trinidad es una la sustancia de la deidad, y una la virtud, la potestad y la majestad, como es uno el nombre de la divinidad, divina Trinidad y unidad trina, que debéis creer para no ser seducidos y apartados de la fe y de la unidad de la Iglesia católica» (S. 215, 8; S. 52, 2, 2; S. 71, 12, 18); «esta Trinidad un solo Dios, una naturaleza, una sustancia, una potencia, suma igualdad, ninguna división, ninguna diversidad, caridad perpetua» (De Syrnbolo s. ad catech., 5, 13). Cuando expone el texto de la primera carta de san Juan (1 Jn 4, 8.16): Dios es caridad, nos advierte que eso se atribuye a la Trinidad, y que, por lo mismo, el amor es sustancia (nec intelligunt non aliter potuisse dici, Deur dilectio est, nisi esset dilectio substantia: De fide et symbolo 9, 19; «ut ipsa deitas dilectio intelligatur», ibid.; De Trin. XV, 23, 43).

Trinidad por la propiedad de las Personas. San Agustí­n rechaza las fórmulas que no le satisfacen, como la de Mario Victorino: Dios es triple, porque le suena a la simple unión de tres individuos, mientras que Dios es Trinidad y la Trinidad es Dios (De Trin., VI, 7, 9; VII, 6, 11; VIII, 1). Tampoco agrada a Agustí­n la analogí­a de lo universal y lo particular, lo genérico y lo especí­fico, tan usada por los Padres Capadocios para explicar de algún modo la unidad de naturaleza poseí­da por las tres personas; porque los individuos que poseen la misma naturaleza o esencia universal (hombre, animal…) constituyen naturalezas concretas distintas, mientras que en Dios las tres personas poseen la misma y única naturaleza divina o divinidad (Ibid., VII, 7-9).

San Agustí­n acepta la costumbre latina, desde Tertuliano, de distinguir a los tres de la Trinidad por el nombre genérico de persona, «por ser ya una costumbre implantada desde antiguo» (De Trin. V, 9, 10), y «porque así­ lo han dicho muchos latinos dignos de autoridad, que trataron estas cosas, al no encontrar otro modo más apto para expresar con palabras lo que ellos sin palabras entendí­an», así­ como «para llamarlos de un modo que implique su distinción» (Ibid., V, 9, 10; VII, 4,7). El reconoce que se trata de una analogí­a imperfecta, precisamente porque la distinción de las personas humanas implica ya una distinción de las naturalezas concretas de cada cual, mientras que en Dios no hay más que una sola y misma naturaleza o divinidad (Ibid. VII, 4, 7).

Para comprender la doctrina de san Agustí­n sobre la Trinidad de personas en Dios, es preciso tener en cuenta la teologí­a semiarriana y la distinción entre las propiedades y las apropiaciones en Dios, según la terminologí­a posterior de los escolásticos.

San Agustí­n es el que con más amplitud recurre a la noción de los tres relativos en Dios para deshacer la objeción principal de los arrianos contra la divinidad de Jesucristo, según la resume él mismo: «Su maquinación más astuta es ésta: Todo lo que se dice o entiende de Dios, se dice según la sustancia, no según el accidente. Por lo tanto, si el Padre es no-engendrado (ingenitum), lo es según la sustancia, y si el Hijo es engendrado (genitum), también lo es según la sustancia. Ahora bien; es distinto ser no-engendrado y ser engendrado; luego es diversa la sustancia del Padre y la del Hijo» (De Trin., V, 3, 4). San Agustí­n, siguiendo en parte la lí­nea de los Padres Capadocios también contra los arrianos mediante la doctrina de las relaciones (sjéseis), demuestra a los semiarrianos que de Dios no se dice nada según el accidente, porque es inmutable; pero también, como nos consta por la S. Escritura, no sólo se le atribuyen cosas secundum substantiam (sentido absoluto), sino también secundum relativum, o según las relaciones de origen intratrinitarias: «Por eso, aunque sea distinto el ser Padre y el ser Hijo, no hay una sustancia diversa, porque esto no se dice según la sustancia, sino según lo relativo; y esto relativo no es un accidente, porque no es mudable» (De Trin. V, 5, 6).

Contra lo que afirma L. Scheffczyk (MS, II/I, 239ss.) que esa categorí­a de la relación serí­a una expresión del neoplatonismo agustiniano, se ha de advertir que san Agustí­n la toma de las categorí­as o predicamentos aristotélicos, después de un análisis detallado de cada uno de ellos (De Trin. V, 7, 8). Los escolásticos y neoescolásticos empobrecieron muy notablemente la doctrina agustiniana de los tres relativos en Dios, precisamente porque le han atribuido sin más su propia tesis que identifica a la «persona divina con las relaciones inmanentes o intratrinitarias». En cambio, san Agustí­n no usa nunca el término abstracto de relación para designar a las divinas personas, sino el término concreto de relativo, que indica ya sujetos relativos o personas distintas: illi tres, trí­a illa, sola pluraliter relativa (Ibid. VII, 6, 12; VIII 1, 1; De civ. Dei XI, 10; In lo, tr. 39; Ep. 170, 238-241, etc.). Cfr. A. TURRADO, La teologí­a trinitaria de san Agustí­n en el «Mysterium Salutis»: Rey. Agustin. de Espir. 12 (1971) 445-459.

Teniendo presente ese aspecto esencialmente relativo o respectivo de las divinas personas, por sus relaciones intratrinitarias de origen, san Agustí­n expone las grandes profesiones de fe de la encarnación del Hijo en el seno de Marí­a recurriendo a la distinción entre propiedades y apropiaciones, según la terminologí­a escolástica posterior: las propiedades corresponden únicamente a cada persona divina en virtud de su respectividad intratrinitaria (ser Padre, ser Hijo, ser Espí­ritu Santo o comunión de ambos), y las apropiaciones corresponden de hecho a las tres personas, pero a veces se le atribuyen a una de ellas por su semejanza con la propiedad o respectividad intratrinitaria de esas personas. De este modo, sólo se encarnó el Hijo, si la encarnación es considerada como la unión personal con la naturaleza humana; sin embargo, tanto la encarnación, como la pasión y la resurrección, en cuanto son acciones divinas ad extra, pertenecena la Trinidad, principio único de las mismas: De Trin. II, 9, 11-12, 18; Contra serm. Arianorum 4, 4; In Io. tr. 99, 1, 2; Ep 11, 2-4; Ep. 169, 2-7; S. 264, 7. Por eso, según él, la concepción del Hijo en el seno de Marí­a se ,atribuye al Espí­ritu Santo sólo por apropiación, porque es una obra de caridad y el Espí­ritu Santo es caridad, comunión o don mutuo del Padre y del Hijo: «Marí­a no concibió por obra de varón o con el fuego de la concupiscencia carnal, sino con el fervor de la caridad de la fe; por eso se dice que Cristo nació del Espí­ritu Santo y de la Virgen Marí­a» (S. 214, 6; S. 215, 4; S. 233, 3, 4; Enchir. 40, 12, etc.).

Las misiones divinas, que aparecen de continuo en el NT: el Hijo es enviado por el Padre, y el Espí­ritu Santo por el Padre y el Hijo, no deben ser entendidas como expresión de una inferioridad ontológica entre las divinas personas, como pretendí­an los arrianos, sino que implican únicamente estos dos elementos: 1) la relación de origen en el seno mismo de la Trinidad; por lo tanto el Padre no puede ser enviado; el Hijo es enviado por el Padre que lo engendra, y el Espí­ritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo, puesto que procede de ambos; 2) una cierta manifestación temporal de esa relación de origen eterna, que puede ser visible, como en la encarnación del Hijo y en las teofaní­as del Espí­ritu Santo en forma de paloma o de lenguas de fuego, o invisible, como en la iluminación sapiencial por parte del Verbo, Sabidurí­a de Dios, cuando la mente percibe que esa sabidurí­a procede del Padre (De Trin. IV, 20, 28), o en la infusión de la caridad por el Espí­ritu Santo, amor y don mutuo del Padre y del Hijo, cuando el alma, al amar a Dios y al prójimo por Dios, percibe que está en ella de un modo especial el Espí­ritu Santo. (De Trin., II, 5, etc. Cfr. J.-L. MAIER, Les missions divines selon Saint Augustin, Fribourg 1960).

IV. El Dios-Amor como intercomunión personal y modelo supremo de amor
El texto de san Juan: Dios es caridad o amor (1 Jn 4, 8-16) ofrece a san Agustí­n una ocasión única para contemplar al Dios-Amor, Sumo Bien y Trinidad, como una intercomunión personal de amor en sus mismas relaciones de origen, si bien el Espí­ritu Santo, don mutuo del Padre y del Hijo, puede ser llamado caridad por apropiación (De Trin,, XV, 17, 27ss).

San Agustí­n repite con mucha frecuencia que la caridad es tan sublime que ha merecido ser llamada Dios: In Ep. lo, ad Pathos tr. 7, 4-7; Ep. 186, 3, 7; S, 156, 5,5; In Ps, 79, 2; S. 350, 1, ere, La Trinidad es una divinidad, pero esa unidad o intercomunión personal se expresa más adecuadamente como una unión de amor inefable «La caridad del Espí­ritu Santo hace que muchas almas y muchos corazones sean un solo corazón y una sola alma (He 4, 32); pues con cuanta más razón nosotros decimos un solo Dios al Padre, al Hijo y al Espí­ritu Santo, unidos siempremutua e inseparablemente por un amor inefable: «semper sibí­ invicem et inseparabiliter et ineffabilí­ charitate coherentes» (Coll. cum Maximino, Arfan. Ep., 12: PL. 42, 715; Contra Maxim. Arfan. Ep., II, 20, 1: PL 42, 788; De Trin. IV, 9, 12; VI, 5, 7), El Espí­ritu Santo, comunión o comunidad del Padre y del Hijo, pues procede del amor mutuo del Padre y del Hijo, es de algún modo especial dilección o amor: «Son tres iguales y una caridad; uno (el Padre) ama al que es de él, y uno (el Hijo) ama a aquel de quien es él, y la misma dilección» (De Trin. VI, 5, 7; Ibid., XV, 19, 37; In lo. tr. 99. 5-7),
La donación del Espí­ritu Santo a los fieles expresa el don de la caridad o amor de Dios y del prójimo, que es el que hace que Dios permanezca en nosotros y nosotros en él (1 Jn 4, 12ss); de tal modo que, sin la caridad, la fe misma deja de ser útil, y se convierte en pura y vana ciencia, como la de los demonios que creen, pero tiemblan (Sant 2, 19; De Trin, XV, 17, 31; XV, 18, 32), Cfr. A. TURRADO, Dios en el hombre, BAC, Madrid 1971, 63ss. Jesucristo, el Hijo encarnado, es el gran sacramento del amor de Dios hacia nosotros y la medicina suprema de nuestra soberbia (altum sacramentum, summum medicamentum: De Trin, VIII, 5, 7), Al tomar la forma de siervo, se hizo ejemplo visible para todos: «Amémosle, pues, y unámonos a él con la caridad difundida en nuestros corazones por el Espí­ritu Santo que nos ha sido dado (Rom 5, 5). No es, pues, extraño que, debido al ejemplo que nos da la Imagen igual al Padrepara que nos reformemos a imagen de Dios, cuando la Escritura habla de la sabidurí­a, hable del Hijo al cual seguimos viviendo con sabidurí­a» (De Trin. VII, 3, 5).

El sentido profundamente trinitario de la cristologí­a movió a san Agustí­n a ir insertándola en su tratado sobre la Trinidad, de tal modo que solamente por el Mediador, Jesucristo, podemos conocer ese misterio de la vida í­ntima de Dios, y él es el ejemplo visible de la espiritualidad cristiana y modelo de nuestra metánoia o reforma por el amor sin lí­mites,
Algunos autores han cambiado su juicio, antes negativo, sobre este particular, sin duda al contemplar que el Vaticano II, en su Constitución sobre la Iglesia (1-4) propone conjuntamente el aspecto trinitario y cristológico de la historia de salvación. Cfr.; A. TURRADO, La teologí­a trinitaria de san Agustí­n en el «Mysterium salutis», o, c., 445-459; M. SCHMAUS, Die Denkform Augustins in seinem Werk de Trinitate, Manchen 1962

V. El espí­ritu humano creado a imagen y semejanza de la Stma. Trinidad
San Agustí­n encuentra este punto fundamental de su antropologí­a en la S. Escritura, como confirmación de su teorí­a neoplatónica de la participación para explicar de algún modo la creación: que todas las cosas son participaciones del Bien Sumo (ipsum Bonum cuius participatione bona sunt:: De Trin., VIII, 3, 5), San Agustí­n, como los demás santos Padres, parte de la expresión que el )(avista pone en boca del Creador: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gén 1, 26; 9, 6). Además, ve que el Apóstol contempla a Cristo como imagen eikón) de Dios (2 Cor 4, 4; Col 1, 15), y recomienda a los cristianos que, dejando la imagen del hombre terreno o Adán, lleven en sí­ la imagen del hombre celeste, Cristo (1 Cor 15, 49; 11, 7), para irse reformando a su imagen y semejanza (Rom 8, 29; Col 3, 9-10). De hecho, todos los movimientos de reforma de la Iglesia durante los primeros siglos tení­an como sustrato esta teologí­a del hombre hecho a imagen de Dios, de la imagen deteriorada por el pecado y de toda la vida cristiana concebida como un esfuerzo para reformarse a imagen de jesucristo y del modelo evangélico. Cfr. G.G. LADNER, The Idea of Reform. Its Impact on Chistian Thought and Action in the Age of the Fathers, Cambridge (USA) 1959.

San Agustí­n contempla la imagen de la Trinidad en el «realismo del espí­ritu» tal como lo mencioné antes, que se resuelve en la ontologí­a vital o vivir radical y preconsciente del alma humana: «Pues de tal modo ha sido creada la mente humana, que siempre se recuerda a sí­ misma, siempre se entiende y siempre se ama» (De Trin; XIV, 14, 18). Esa experimentación inmediata de sí­ misma como autoconciencia, implica una concepción dinámica y unitaria del alma; y la memoria, la inteligencia y la voluntad no son tres potencias realmente distintas entre sí­ y realmente distintas del alma, como en la psicologí­a aristotélica, sino que son tres aspectos distintos e inseparables de la vida espiritual humana; es como una perikhoresis o inmanencia mutua de esa trinidad de funciones (quamvis et singula sint in semetipsis, et invicem tota in totis, sive singula in binis, sive bina in singulis. Itaque omnia in omnibus: De Trin. IX, 5, 8; XV, 22, 42, etc.). (Cfr. A. TURRADO, La antropologí­a de san Agustí­n en la polémica antipelagiana. Su lectura después del Vat. II: Obras Completas de san Agustí­n, BAC, t. XXXV, Madrid 1984).

Después de analizar diversas trí­adas de ese dinamismo del alma, como imágenes de la Trinidad, san Agustí­n prefiere la más dinámica de todas, es decir: la mente, el verbo o palabra interna formable y el amor o dilección (mens, verbum internum formabile, dilectio: Ibid., XV, 15, 24-25; 20, 39). San Agustí­n analiza muy detalladamente esta analogí­a de nuestro espí­ritu para entender de algún modo los tí­tulos y funciones que reciben en el NT el Hijo y el Espí­ritu Santo. Si Jesucristo recibe los tí­tulos de Hijo, Logos o Palabra, imagen y sabidurí­a de Dios, esto nos invita a contemplar al Padre como la mente humana, y al conocerse eternamente a sí­ mismo produce una imagen de sí­ mismo, a modo de idea o palabra de sí­, como una generación (ad modum prolis): De Trin. IX-XIII; XV, 22, 42. En cambio, el Espí­ritu Santo, al que la Sagrada Escritura le atribuye el don de la caridad (Rom 5, 5) y de los carismas (1 Cor 12, 4ss.; Gál 5, 22), que procede del Padre y del Hijo, porque es enviado por ambos y todo lo recibe de ellos Un 14-16), si bien fontalmente del Padre (principaliter: De Trin. XV, 17, 29; S. 71, 16, 26), parece que halla su imagen en el modo de actuar la voluntad: pues ésta no engendra una imagen de sí­ misma, como la mente al autoconocerse, sino que es una tendencia, lazo de unión o amor entre la mente y su imagen: por eso el Espí­ritu Santo no es Hijo, sino que procede, y es don mutuo y comunión del Padre y del Hijo: «en esto se nos insinúa en el mundo inteligible una cierta diferencia entre el nacimiento y la procedencia, puesto que no es lo mismo ver con el pensamiento que desear o gozar con la voluntad» (De Trin. XV, 27, 50). Sin embargo, san Agustí­n se preocupa de continuo de que no veamos en esta imagen o analogí­a creada más que un reflejo tenue y lejano de la Trinidad, porque en nuestro espí­ritu todo su dinamismo está cargado de temporalidad y de finitud (De Trin. XV, 22, 42; XIV, 14, 20; 15, 21). Esa imagen trinitaria está impresa naturalmente por Dios en nuestra alma (in sua mente naturaliter divinitus instituta: De Trin. XV, 20, 39; XIV, 14, 19), pero sufrió un grave deterioro por el pecado y ya no puede reformarse por sí­ misma (Ibid., XIV, 16, 22; XV, 20, 39); necesita del Mediador, Jesucristo, Médico humilde de nuestras enfermedades, camino, verdad y vida, y expresión suprema de la gratuidad del amor del Padre; ambos nos comunican el Espí­ritu Santo y la caridad en el diálogo de gracia, para que nuestro dinamismo espiritual í­ntegro, nuestro recordar, nuestro entender y nuestro amar tengan como obetivo primordial a Dios y, por lo mismo, al prójimo por Dios (De Trin. XIV, 14, 18; XV, 17, 31). Cfr. A. TURRADO, Dios en el hombre, 169ss.

[-> Amor; Analogí­a; Antropologí­a; Arrianismo; Comunión; Capadocios, Padres; Creación; Credos; Dualismo; Encarnación; Escolástica; Espí­ritu Santo; Fe; Filosofí­a; Gnosis, Gnosticismo; Helenismo; Hijo; Historia; Idolatrí­a; Iglesia; Jesucristo; Judaí­smo; Logos; Misión, misiones; Misterio; Modalismo; Naturaleza; Orí­genes; Padre; Padres (griegos y latinos); Persona; Propiedades; Relaciones, Revelación; Tertuliano; Salvación; Trinidad; Vaticano II; Vida cristiana; Vida eterna.]
BIBLIOGRAFIA: S.J. GRABOWSKI, The AllPresent God. A Study in St. Augustine, St. Louis-London 1954; J.E. SULLIVAN, The Image of God. The Doctrine of St. Augustine and its Influence, Dubuque (Iowva) 1963; O. Du RoY, L’intelligence de la foi en la Trinité selon saint Augustin. Genése de sa théologie trinitaire jusqu’en 391, Paris 1966; A. TURRADO, Dios en el hombre, BAC, Madrid 1971; ID., ¿Gran lección de la catequesis cistológicotrinitaria de san Agustí­n a algunas cristologí­as actuales?: Rev. Ag. Espir. 18 (1977) 265-340, y en EstTrin 12 (1978) 87-139; ID., Trinidad (sí­ntesis especulativa): Gran Enciclopedia Rialp, XXII (Madrid 1975) 775-782; M. ARIAS REYERO, La Doctrina Trinitaria de san Agustí­n (en el De Trinitate): TV 30 (1989) 249-270.

Argimiro Turrado

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

El tema de la revelación, si bien no fue tratado nunca de forma unitaria y sistemática, estuvo siempre en el centro de la atención de Agustí­n, desde el comienzo de su conversión hasta el final, aunque bajo diversos aspectos y con diversas preocupaciones. Sin establecer claras divisiones cronológicas, podemos decir que al principio prevalece francamente el interés apologético, en el sentido de que frente al racionalismo maniqueo, más ostentoso que verdadero, y frente a las crí­ticas paganas contra el carácter divino de la religión cristiana, en el recién convertido prevalece el afán de defender la racionalidad de la fe y la credibilidad de la revelación cristiana. Posteriormente su atención se desplaza a los aspectos más propiamente teológicos y antropológicos de la revelación (cómo salvaguardar la simplicidad y la inmutabilidad de Dios, la dimensión trinitaria, la naturaleza y la economí­a de la revelación). Finalmente, junto con la maduración de la especulación teológica y con el compromiso antidonatista y antipelagiano, crece y se desarrolla su interés por los aspectos hermenéuticos y exegéticos de las fuentes de la revelación, que estaba ya vivo en la polémica antimaniquea. Así­ pues, será éste el esquema que seguiremos en esta exposición del pensamiento agustiniano sobre el tema de la revelación.

1.ASPECTO APOLOGETICO. La conversión de Agustí­n, como es sabido, coincidió con la superación del racionalismo escéptico y de las objeciones maniqueas a la fe católica. El se habí­a echado en brazos de los maniqueos, porque denunciaban la terribilis auctoritas de la fe, exigida por la Iglesia antes de cualquier demostración de la verdad, mientras que ellos, los maniqueos, prometí­an conducir a Dios y a la verdad «con la pura y simple razón» (De utilitate credendi I, 2). Sólo después de nueve años se dio cuenta de que el maniqueí­smo, «con la promesa temeraria de la ciencia, se reí­a de la fe e imponí­a luego creer en una infinidad de fábulas absolutamente absurdas e indemostrables» (Conf. VI, 5,7). La experiencia maniquea lo obligó a encontrar en el plano racional una justificación del acto de fe en general, y de la sumisión de la mente a la autoridad cristiana (Cristo, la Escritura, la Iglesia) en particular. El eco de esta preocupación en el doble frente del paganismo y del maniqueí­smo puede advertirse tanto en los escritos inmediatamente posteriores a la conversión como en los de plena madurez.

a) Racionalidad de la fe. Para abrir brecha en las crí­ticas maniqueas a la fe católica le bastaron a Agustí­n las consideraciones de los innumerables hechos en que creí­a sin haberlos visto y sin haber asistido nunca a su desarrollo, como los acontecimientos históricos del pasado, las noticias sobre localidades y ciudades nunca vistas, la multitud de cosas absolutamente necesarias para obrar que se creen por el testimonio de los amigos, de los médicos y de tantas otras personas; ni siquiera la identidad de los padres resultarí­a aceptable si no se prestase fe a lo que se ha oí­do decir (Conf. VI, 5,7).

Consideraciones del mismo tipo aparecen y se desarrollan en los dos primeros capí­tulos del De fide rerum quae non videntur y antes, en el De utilitate credendi, en donde a modo de conclusión se afirma que en la realidad de la vida concreta casi es imposible imaginarse a un hombre que no crea en algo (Conf. XI, 25) y que «si decidiésemos no creer en nada que no pudiésemos comprender con evidencia, no habrí­a nada en la sociedad humana que permaneciese estable» (XII, 26). La fuerza de semejantes argumentaciones está en el reconocimiento del valor cognoscitivo de la fe. Esta ciertamente no da una comprensión racional, pero tampoco puede equipararse a una simple creencia y mucho menos a la credulidad. Si comprender (intelligere) es «poseer algo de modo cierto con la razón» y la opinión es una convicción arriesgada de saber lo que se ignora, la fe es el conocimiento de verdades que no se comprenden todaví­a, pero que están garantizadas por la autoridad del testigo (De util. cred. XI, 25). En resumen, para Agustí­n la fe es siempre un escalón del conocimiento (Disc. 126,1, l). Junto con la razón, es una fuente de conocimiento; más aún, el carácter propio del aprendizaje humano es empezar precisamente por la fe en la autoridad, para llegar luego al conocimiento racional (Ord. II, 9,26). La autoridad exige la fe, pero la fe prepara a la razón y la razón conduce al conocimiento intelectual (De vera rel. XXIV, 45). Así­ pues, creer no es de suyo un acto contrario a la razón; puede serlo si el contenido de la fe es absolutamente absurdo o se cree con facilidad, sin la ponderación debida de la autoridad. Semejantes consideraciones, concluye Agustí­n, tienen la finalidad de demostrar solamente que la fe «en las realidades que no se comprenden todaví­a» no puede compararse con la temeridad del que hace conjeturas. Hay una gran diferencia entre pensar que se conoce y creer por el testimonio digno de fe algo que todaví­a se ignora (De util. cred..XI, 25).

Si lo dicho hasta ahora es verdad para la fe en el plano de las verdades humanas, ¿lo es también para la fe en la verdades divinas? La respuesta de Agustí­n se sitúa en dos niveles. De la existencia y de la providencia de Dios no se puede tener un conocimiento cierto, como para los objetos sensibles o para los actos interiores vistos por la mente (Ep. 147,3); pero tampoco se cree en Dios por el testimonio de alguien. La fe en Dios nace en el corazón del que sabe escuchar el grito que se eleva de todas las cosas creadas: «No somos nosotras tu Dios; busca por encima de nosotras» (Conf. X, 6,9; De vera rel. XXIX, 52; XLII, 79). Para el que ya cree en Dios, la respuesta a la pregunta sobre la racionalidad de la fe en las verdades divinas es más compleja. Si en los asuntos ordinarios de la vida (el comercio, el matrimonio, la educación de los hijos) nadie duda de que es mejor evitar errores que cometerlos, este principio.»debe ser considerado con mayor validez todaví­a en materia religiosa, ya que es más fácil conocer las cosas humanas que las divinas y el error en estas últimas serí­a mucho más grave y peligroso» (De util. cred. XII, 27). Las dificultades que encuentra el hombre en el conocimiento de las verdades divinas no dependen solamente de la absoluta trascendencia de Dios, sino también de su condición pecadora (Mor. Ecel. Cat. I, 7,11-12): «Como los hombres son demasiado débiles para encontrar la verdad con la sola razón, tienen necesidad de una autoridad divina» (Conf. VI, 5,8); «cuando buscamos la verdadera religión, sólo Dios puede poner remedio a esta enorme dificultad» (De util. cred. XIII, 29). Naturalmente, en Dios no hay ninguna necesidad. ‘Ya en el Contra Academicos (III, 19,42) se hablaba de una popular¡ quadam clementia; en el De vera religione se habla expresamente de una «inefable benevolencia de la providencia divina… Como habí­amos caí­do en las cosas temporales y su amor nos tení­a alejados de las cosas eternas, cierta medicina temporal nos llama a la salvación, no por medio del conocimiento racional, sino por medio de la fe» (ib, XXIV, 45).

El objeto de esta revelación son «aquellas verdades que no es útil ignorar y que no estamos en disposición de conocer nosotros solos» (Civ. Dei XI, 3); «son las verdades que pertenecen a la doctrina de la salvación y que no podemos comprender todaví­a con la razón, pero que algún dí­a podremos conocer» (Ep. 120,1,3). Así­ pues, entre la razón y la fe no hay una incompatibilidad ni una exclusión, sino una complementariedad y una ayuda mutua. Este optimismo se basa en la convicción de que «Dios no puede odiar aquella facultad (la razón), en virtud de la cual nos ha creado superiores a los demás animales». Por tanto, es inconcebible «que la fe nos impida encontrar o buscar la explicación racional de lo que creemos, desde el momento en que ni siquiera podrí­amos creer, si no tuviéramos almas racionales» (ib). La comprensión racional de la fe es siempre deseable; el que no la desea, contentándose con la simple fe, ni siquiera ha comprendido para qué sirve la fe (Ep. 120,2,8). En conclusión, no se da ninguna renuncia de la razón, sino sólo un reconocimiento de los propios lí­mites. Sobre todo, «cuando se trata de verdades supremas que no se pueden comprender, es bastante razonable que la fe preceda a la razón; en efecto, purifica el corazón y lo hace capaz de acoger y de sostener la luz de la razón» (Ep. 120,1,3). Además de esta función purificadora, como ya se ha indicado, la fe tiene una función cognoscitiva: «La certeza de la fe es en cierto modo el comienzo del conocimiento» (De Trin. IX, 1,1); ofrece «las semillas de la verdad» (De util. cred. XIV, 31).

b) La credibilidad de la «auctoritas»cristiana. Si es razonable que la fe preceda a la razón al menos en orden cronológico, es igualmente verdad que la razón debe preceder a la fe en la consideración de los motivos de credibilidad por los que se debe creer a ciertas personas o libros (De vera rel. XXIV, 45). Sólo después de haber pesado escrupulosamente la fiabilidad de los testigos es lí­cito dar el asentimiento de la fe (Ep. 147,16,39).

En esta investigación Agustí­n tiene habitualmente ante los ojos la única saluberrima auctoritas, constituida por Dios para la salvación de todos los hombres (De util. cred. XVI, 34), que comprende a Cristo, a la Escritura y a la Iglesia. Sin embargo, en la polémica antipagana no es difí­cil observar una mayor atención apologética a la autoridad de Cristo, mientras que en la polémica antimaniquea prevalece el interés por la autoridad de la Iglesia.

La cultura pagana habí­a considerado ya desde Aristóteles a los oráculos como una prueba válida en las demostraciones retóricas (ARISTóTELES, Retórica I, 15,35 [1376a]). Cicerón contaba entre los testimonia divina, además de los oráculos las diversas formas de adivinación (Topica XX, 77), siguiendo en esto a los estoicos, que habí­an recurrido a las predicciones adivinatorias para probar la providencia divina (CICERóN, De natura deorum II, 65,166-66,167). Con los neoplatónicos, como Porfirio, los oráculos se convierten en fuente de la misma filosofí­a, mientras que las prácticas teúrgicas son el capí­tulo de purificación para las masas. Contra esta cultura, ya desde los primeros escritos hasta el De civitale Dei, Agustí­n intentó desenmascarar la falsedad de los testimonia divina de los paganos y exaltar la divina auctoritas de Cristo. El es el mismo entendimiento divino, que tomó un cuerpo humano para llevar a los hombres a lo divino (Contra Acad. III, 19,42). La verdadera autoridad divina es la que no sólo trasciende en los signos sensibles a todas las facultades del hombre (cosa que pueden hacer también los demonios), sino que asumió al mismo hombre y con los hechos realizados por él manifiesta su poder, con su enseñanza su naturaleza, con su humildad su misericordia (Ord. II, 9,27). En el De utilitate credendi la autoridad de Cristo se ve confirmada por los milagros y por la multitud de sus seguidores: «Con los milagros adquirió autoridad y con la autoridad mereció fe, con la fe congregó a una multitud y con la multitud alcanzó la antigüedad, con la antigüedad reforzó la religión» (De util. cred. XV, 33). Se presta una especial atención al milagro, para distinguir los verdaderos de los falsos. Agustí­n no niega que también en la religión pagana haya habido y siga habiendo todaví­a hechos extraordinarios (mira) y predicciones del futuro que superan toda capacidad humana; pero sostiene que no son obras de la divinidad, sino de los demonios, que quieren engañar y burlarse de los hombres para hacerlos esclavos (Ord. II, 9,27; De civ. Dei X, 16 1-2). Los milagros realizados por Cristo son una prueba de su autoridad divina, ya que suscitan no sólo la admiración, sino también la gratitud y el amor: «Algunos eran un claro beneficio para el cuerpo de los enfermos, otros eran signos dirigidos a la mente, y todos ofrecí­an un testimonio de la majestad divina». Eran, por tanto, milagros oportunos para reunir e incrementar la multitud de los creyentes y para que la autoridad de Cristo resultase útil a la renovación de las costumbres» (De util. cred. XVI, 34).

Un desarrollo ulterior de la apologética agustiniana puede verse en el De fide rerum quae non videntur. La fe en Cristo se justifica por algunos signos (indicia) de su divinidad: «Están totalmente equivocados los que piensan que nosotros creemos en Cristo sin prueba alguna» (De fide rerum IV). Una prueba es el carácter prodigioso del nacimiento y desarrollo de la Iglesia en el mundo. El hecho de que todos los hombres invocan a un solo Dios y ha acabado la idolatrí­a, «¿no es un prodigio tan grande que mueve a creer que de pronto ha brillado para todo el género humano la luz divina?». Sobre todo cuando se piensa que todo ha ocurrido por obra de un hombre crucificado y de unos discí­pulos pobres e ignorantes. También es extraordinaria la renovación moral del mundo; la conversión de hombres de toda condición, dispuestos a soportar la persecución y a dar la vida por la verdad; la difusión universal de la Iglesia, que crece a pesar de todas las contrariedades externas e internas (ib, V11, I0).

Otro signo de la divinidad de Cristo es el cumplimiento pleno de las profecí­as del AT. Con mucha anticipación los antiguos profetas de Israel habí­an anunciado no sólo su venida, sino también su nacimiento virginal, su pasión, su resurrección y su ascensión (ib, IV, 7). Al anuncio de Cristo los antiguos profetas asociaron la difusión universal de la Iglesia, tal como se ha realizado puntualmente (ib III, 5-6).

Relacionada con la autoridad divina de Cristo está la autoridad de las Escrituras. Ellas ocupan la cima más alta y celestial de la autoridad, hasta el punto de que han de ser leí­das con la absoluta certeza de su veracidad e inerrancia (Ep. 82,2,5). La razón de esta divina autoridad de las Escrituras está en el hecho de que contienen la palabra del mismo Cristo, que primero habló por los profetas, luego personalmente y finalmente por medio de los apóstoles. Los autores de los libros sagrados son testigos dignos de fe, porque aprendieron las verdades reveladas por inspiración del Espí­ritu Santo (De eiv. Dei XI, 34,1). Las pruebas de esta autoridad divina son múltiples. Recurriendo a las categorí­as de la retórica, Agustí­n indica entre las pruebas extrí­nsecas la difusión y el consentimiento con que las Escrituras han sido acogidas en todo el mundo desde hace tantos siglos: si no fueran dignas de fe las Escrituras cristianas que gozan de tí­tulos semejantes, habrí­a que negar la credibilidad de cualquier otra historia (Mor. Eccl. Cath. 1, 60-61). En comparación con las cristianas, las Escrituras maniqueas están privadas de autoridad, precisamente porque son recientes, desconocidas, acogidas por pocas personas, y encima carecen de credibilidad (De util. cred. XVI, 3i). Además, la autoridad de las Escrituras cristianas está reconocida en todo el mundo y entre todos los pueblos, ya que contienen muchas profecí­as del futuro perfectamente cumplidas, entre ellas la futura fe de los gentiles (De civ. Dei XII, 9,2). Finalmente Dios no habrí­a concedido una autoridad tan eminente a las Escrituras si no hubiese querido que el hombre creyese por medio de ellas en él y lo buscase (Conf. VI, 5 7-8).

También la autoridad de la Iglesia está estrechamente vinculada a la de Cristo desde el momento en que «su enseñanza brota del mismo Cristo y a través de los apóstoles ha llegado hasta nosotros y pasará de nosotros a los que vengan después» (De util. cred. VIII, 20). La Iglesia ha alcanzado el grado más alto de autoridad «de la sede apostólica a través de la sucesión de los obispos hasta la confesión de todo el género humano» (ib, XVII, 35). El testimonio de fe de la Iglesia es hoy indispensable para creer en Cristo: «Me parece que no he creí­do a otros, sino a la sólida opinión y a la fama difundida por todos los pueblos, que en todas partes han abrazado los misterios de la Iglesia católica…; he creí­do, repito, en la fama que saca su fuerza de la difusión, del consentimiento y de la antigüedad» (De util. cred. XIV, 31; C. ep. fund. IV-V). También aquí­, como puede comprobarse, las categorí­as y las palabras empleadas son las tí­picas de la retórica (opinio, fama, celebritas, consensus, vetustas), aunque es nueva la idea de tradición apostólica que está en la base de toda la argumentación.

En el De fide rerum quae non videntur y en el De civitate Dei, como ya se ha indicado, se le da un gran relieve al valor apologético de las profecí­as veterotestamentarias: junto con el anuncio de Cristo los profetas habí­an preanunciado también a la Iglesia y su desarrollo entre los pueblos paganos (De fide rerum 111, 56). Esta prueba no puede debilitarse por la sospecha de que las profecí­as sean obra de los cristianos, ya que se leen también en los códices de los hebreos, enemigos de los cristianos, que con su incredulidad -igualmente prevista y anunciada- constituyen una nueva prueba de la autoridad cristiana (De fide rerum VI, 9). Para terminar, la autoridad de la Iglesia no sólo guarda la auténtica enseñanza de Cristo, sino que garantiza la verdadera interpretación de las Escrituras (De util. cred. VI, 13) y establece su canon (C. ep. fund. V).

2. ASPECTO TEOLí“GICO. a) Sujeto y contenido de la revelación. El principio que está en la base de la reflexión agustiniana sobre la acción reveladora de Dios es el que enuncia en la carta a Nebridio: «Esta Trinidad de la fe católica se presenta y se cree tan inseparable…, que todo lo que sea realizado por ella ha de considerarse realizado juntamente por el Padre, por el Hijo y por el Espí­ritu Santo. Y nada hace el Padre sin que lo hagan también el Hijo y el Espí­ritu Santo» (Ep. 11,2). Por tanto, «cuando Dios habla y enseña, toda la Trinidad habla y enseña» (Joh. ev. 77,2). Lo mismo que la encarnación es obra de toda la Trinidad, aunque es solamente el Hijo el que se une a la naturaleza humana (De Trin.11,10,18), así­ también toda revelación debe ascribirse a toda la Trinidad, aunque puede ser atribuida con propiedad y bajo diversos aspectos a cada una de las personas divinas. De acuerdo con estos principios, Agustí­n atribuye la revelación unas veces solamente a Dios, otras al Padre, otras al Hijo y otras al Espí­ritu Santo. Instruido por el evangelio, sabe que «nada ha dicho Dios que no lo haya dicho en el Hijo» (Joh. ev. 21,4) y que «todo lo que el Padre dice a los hombres, lo dice por medio del Verbo» (ib, 22,14); «por medio de su Verbo y de su Sabidurí­a es como Dios revela a los ángeles el pasado y el futuro» (De Trin. IV, 17,22). Por otra parte, cuando habla Dios, es el Espí­ritu el que habla (Joh. ev. 2,9); y cuando en el salmo habla Cristo, es también el Espí­ritu Santo el que habla (ib, 10,8). Es a la acción del Espí­ritu a la que se atribuye la inspiración y la iluminación de los profetas (Quaest. ad Simpl. 11,2). El es propiamente el Espí­ritu profético (Disc. 243,1), que iluminó a los autores sagrados (Joh. ev. I, 6-7) y les asistió (ib, 122,8).

Pero, como justamente observa R. Latourelle, «el centro de cristalización» del pensamiento agustiniano sobre la divina revelación «es Cristo, camino y mediador» (Teologí­a de la revelación, Salamanca 1977, 147). Efectivamente, él es «la Sabidurí­a engendrada del Padre», que manifiesta «los secretos del Padre» (De fide et symb. 3,3). Es siempre Cristo el que habla en el AT y en el evangelio, ya que es el Verbo de Dios (C. Adim. XIII,3). El fue el que inspiró a los profetas y fue él mismo profeta (Jo/i. ev. 24,7); «él es el verdadero maestro celestial, tanto de los hombres como de los ángeles» (ib, 12,6); es el maestro interior que enseña a todo el que se lo pide (ib, 20,3). En cuanto Verbo de Dios, «Cristo dirige y guí­a a toda criatura espiritual y corporal del modo más adecuado a los tiempos y lugares» (Ep. 102,11). Precisamente porque Cristo es el Verbo de Dios, «todas sus acciones son para nosotros una palabra; sus milagros tienen un lenguaje para quien los entiende» (Joh. ev. 24,2); «todas sus obras son un signo cargado de un mensaje» (ib, 49,2).

En cuanto al contenido de la revelación divina, no puede ser otro sino el mismo Verbo de Dios. Siendo Cristo el Verbo del Padre, ha venido a decirnos no una palabra suya, sino la Palabra del Padre (Joh. ev. 14,7). Más en concreto, «por medio de su propio Hijo es como Dios revela al Hijo y se revela a sí­ mismo por medio del Hijo» (ib, 23,4). Más aún, es toda la Trinidad la que se ha revelada (ib, 97,1). Dios es absolutamente inefable (Doct. chr. 1, 6,6) e incomprensible para el hombre (Ep. 147,8,21). Sin embargo, el poder de Dios es tan grande que no puede permanecer totalmente escondido a la criatura racional, que utiliza la razón. Exceptuando a unos pocos, en los que la naturaleza humana está demasiado corrompida, todo el género humano reconoce en Dios al creador del mundo. Pero como Padre de Cristo, por medio del cual quita los pecados del mundo, este nombre suyo, desconocido antes para todos, lo manifestó el mismo Cristo a todos los que le ha dado el Padre (Joh. ev., 106,4). Dios envió a su Verbo, que es su único Hijo, para que los hombres conociesen por su pasión y su muerte cuánto los quiere Dios, para que fueran purificados por su sacrificio y, enriquecidos por el amor difundido por el Espí­ritu Santo, llegasen a la vida eterna (De civ. Dei VII, 31). Este inefable designio divino de abrir un camino universal de salvación era absolutamente impenetrable a la mente humana si Dios mismo no se lo hubiese revelado primero, en los tiempos antiguos, a unas pocas personas, pertenecientes sobre todo al pueblo hebreo, y luego por el mismo Mediador, presente en la carne (ib, X, 32,2).

b) La economí­a de la revelación. Un punto firme en la enseñanza de Agustí­n es que Dios no ha dejado nunca de revelarse de alguna manera a los hombres de forma que pudieran salvarse. Y esto «desde el comienzo de género humano», «no sólo en el pueblo de Israel, sino también entre los demás pueblos antes de la encarnación». Sin embargo, fueron diversas las modalidades de esta revelación, «unas veces de forma más oculta, otras más evidente, según creí­a oportuno la divina providencia en las diversas épocas» (Ep. 102,15). A los paganos que con Porfirio objetaban: «¿Por qué tan tarde y cuál fue la suerte de los hombres antes de Cristo?», Agustí­n responde: «Puesto que reconocen que los tiempos no corren por casualidad, sino por un orden determinado por la divina providencia, lo que pueda ser conveniente y oportuno a cada época es algo que sobrepasa a la inteligencia humana» (ib, 13). Agustí­n distingue en esta economí­a cinco épocas,»que contienen la profecí­a destinada a todas las gentes», desde Adán hasta Juan el Bautista; la sexta época es la edad de Cristo, que ve la realización de las profecí­as (Joh. ev. 9,6; De Trin. IV, 4,7). Así­, toda la historia humana se divide en dos grandes perí­odos: antes de Cristo es el tiempo de la profecí­a y del signo, mientras que el tiempo de Cristo es el de la realidad y el de la revelación plena. «En efecto, la profecí­a habló siempre de Cristo desde los tiempos antiguos, desde los comienzos del género humano: él estaba presente, pero oculto» (Joh. ev. 9,4). Precisamente por esta presencia suya los hombres de todos los tiempos podí­an creer en él, conocerlo de algún modo y llevar una vida justa y piadosa, según sus preceptos, y salvarse. «Lo mismo que nosotros creemos en él, no sólo viviendo con el Padre, sino ya encarnado, así­ los antiguos creí­an en él viviendo con el Padre y futuro en la carne» (Ep. 120,12). Su venida en la carne estuvo prefigurada con signos (sacramenta) apropiados (ib, 11), mediante los cuales los antiguos podí­an obtener la salvación, aunque estaba escondido para ellos lo que se revelarí­a luego en Cristo: «En el AT hay un velo que se quitará cuando cada uno pase a Cristo» (Ep. 140,10,26).

Contra la repulsa total maniquea del AT, Agustí­n se esforzó siempre en resaltar la unidad y la concordia de los dos testamentos, defendiendo su autoridad y su santidad divina. Por el contrario, en la polémica contra los pelagianos, para exaltar la novedad de la gracia de Cristo, excesivamente infravalorada, tiende a marcar sus diferencias. La alianza antigua está marcada por la carnalidad y sus promesas son las de un reino terreno; la nueva alianza, por el contrario, está marcada por la espiritualidad y el reino prometido es el de los cielos (De vera rel. XXVII, 50). La promesa diferente respondí­a a un criterio pedagógico de Dios, el cual, «queriendo mostrar cómo también la felicidad terrena y temporal es un don suyo, juzgó conveniente ordenar en las primeras etapas del mundo una antigua alianza que fuese apropiada para el hombre antiguo, por el que comienza necesariamente esta vida…». Estos bienes terrenos prometidos y concedidos preanunciaban alegóricamente los de la nueva alianza, como podí­an comprenderlo los pocos que recibí­an la gracia del don profético. Cuando, finalmente, Dios envió al mundo a su propio Hijo, entonces «se reveló en el NT la gracia que estaba escondida bajo los velos del Antiguo, es decir, el poder de hacerse hijos de Dios, concedido a los que creen en Cristo» (Ep.140,2,5-3,9).

c) Naturaleza y modalidad de la revelación. A pesar de las raras alusiones explí­citas, parece innegable que para Agustí­n hay que hablar de una revelación privada, destinada a cada uno de los hombres, y de una revelación pública, destinada a todos (De vera rel. XXV, 46; De civ. Dei XVII, 3,2). Pero las distinciones más frecuentes son las que se hacen para salvaguardar la simplicidad y la inmutabilidad de Dios, o bien las que guardan relación con el hombre y con sus facultades cognoscitivas. En contra de las interpretaciones materialistas de las teofaní­as veterotestamentarias que daban los maniqueos, Agustí­n distingue una acción inmediata de Dios (per se ipsum o per suam substantiam) y otra mediata (per creaturam) (De Trin. III, 11,22; De Gen. ad litt. X, 25,43). Por parte del hombre, teniendo en cuenta su doble dimensión interior y exterior, la revelación será también interior (con efectos en el alma humana) y exterior (las modalidades históricas, objetivas, con que Dios se revela) (W. WIELAND, Offenbarung be¡ Augustinus, Mainz 1978, 27). Otra distinción se basa en la concepción históricoporfiriana de las facultades cognoscitivas: sensus, spiritus, intellectus, a las que corresponde una triple visión cognoscitiva: corporal, espiritual e intelectual (Ep. 120,11). Se puede tener así­ una revelación per speciem corporalem, o sea, a través del cuerpo; una revelación per speciem spiritualem, o sea, a través del spiritus, «la parte o la facultad del alma donde se forman las imágenes (De Gen. ad litt. XII, 9,20) y una revelación per illuminationem directamente en la mente (De Gen. ad litt. VIII, 27,49). Las dos primeras formas de revelación son producidas por Dios por medio de los ángeles en las visiones, en los sueños y en los éxtasis; pero podrí­an ser también producidas por los demonios durante la vigilia o el sueño (De Trin. IV, 11,14). Para que se tenga una propia y verdadera revelación ha de intervenir la iluminación de la mente, que juzga e interpreta las otras formas de visión (C. Adim. XVIII, 2). Esta idea de revelación es interesante para comprender la de inspiración profética. También la verdadera profecí­a, el carisma del que hablaba Pablo (1Cor 13,2) y del que gozaban los antiguos profetas como Isaí­as, Jeremí­as y otros, tení­a lugar per informationem spiritus, esto es, por ví­a imaginativa y por obra de los ángeles, acompañada de la intelligentia de las imágenes percibidas (Quaest. ad Simpl. II, 1). En este punto surge un problema difí­cil. Para usar las palabras de Wieland: «¿En qué relación están, según Agustí­n la revelación y la inspiración? ¿Explica la primera según la idea de la inspiración profética o mediante la idea de una iluminación carismática general? ¿Hay que distinguir entre los libros proféticos y los históricos en lo que se refiere a la inspiración bí­blica? ¿Cómo responde Agustí­n a la difí­cil pregunta sobre la colaboración de Dios y del hombre en la elaboración de los escritos bí­blicos?» (W. WIELAND, O. C., 119).

Según el autor citado no hay ninguna duda: para los autores bí­blicos es válido el mismo concepto de inspiración profética (o. c., 123); y puesto que ésta se hace siempre por ví­a imaginativa gracias a los ángeles, es a través del mismo camino como los hagiógrafos reciben la revelación divina (o. c., 133-134). Entre las pruebas aducidas para sustentar esta conclusión figura un texto en el que Agustí­n afirma, sobre la base de los Hechos de los Apóstoles (7,53), que la ley fue dada por Dios mediante los ángeles (De civ. Dei X, 15); y esto valdrí­a no sólo para la ley de Moisés, sino para toda la Escritura (ib, X, 7). A una conclusión opuesta habí­a llegado R. A. Markus partiendo del concepto de profecí­a, tal como se deduce del De civitate Dei (XVII, 38): «Un evangelista o un autor de uno de los libros históricos del AT puede ser considerado profeta en sentido amplio; no en el sentido de que haya recibido de Dios una revelación especial, sino en el sentido de que su mente ha sido iluminada por un don especial para interpretar un episodio en la historia nacional de los hebreos o de la biografí­a de Jesús (R.A. MARKUS, Saint Augustine on history, prophecy and inspiration, en «Augustinus» XII [1967] 278). Me parece que esta concepción es confirmada por otros textos. En el De Trinitate, al tratar del conocimiento de los acontecimientos futuros, junto a la revelación angélica que tuvieron los profetas se pone otra revelación, «no por medio de los ángeles, sino tenida directamente (per seipsos) de otros hombres, en cuanto que sus mentes fueron elevadas por el Espí­ritu Santo a fin de captar las causas de los acontecimientos futuros como ya presentes en el supremo principio de las cosas (De Trin. I, 17,22). En otro lugar Agustí­n distingue entre una revelación per fidem reí­ creditae y otra revelación per visionem reí­ conspectae, como la que tuvo Pablo en su rapto al tercer cielo, o también Moisés (Ep. 147,12,30). Es por la revelación per fidem como el salmista, trascendiendo a todas las criaturas acie mentí­s forti et valida et praefidenti y también acie fidei, llegó a ver lo que vio el evangelista inspirado por Dios cuando dijo: «In principio erat Verbum…» (In Ps. 61,18). Del mismo modo el autor del Génesis pudo decir que Dios al principio creó el cielo y la tierra (De civ. Dei XI, 4). Las afirmaciones sobre el trabajo de los evangelistas parecen confirmar esta interpretación. El evangelio es palabra de Dios dispensada por medio de los hombres (Cons. ev. II, 12,28); ellos escriben lo que se les inspira, pero no añaden una colaboración superflua (ib, 1, 35,54); escriben recordando lo que han oí­do o visto, no del mismo modo ni con las mismas palabras. Siempre dentro del respeto a la verdad, «pueden cambiar el orden de las palabras o intercambiarlas por otras del mismo valor; pueden olvidarse de algo y no lograr, a pesar de todos sus esfuerzos, referir perfectamente de memoria lo que habí­an oí­do» (ib, II, 12,28-29).

No es fácil entender expresiones semejantes en el sentido de una inspiración hecha por medio de los ángeles, aunque -hay que reconocerlo- las cosas dichas sobre los evangelistas parecen estar en contradicción con lo que Agustí­n dice de la inspiración verbal de los Setenta (De civ. Dei XVIII, 42). En conclusión, para Agustí­n la revelación es siempre una iluminación de la mente que hace Dios directamente o por la mediación de los ángeles, que actúan sobre el spiritus, para que el hombre conozca las realidades divinas. Hay que añadir que esta revelación interior va siempre acompañada de la inspiración del amor, por lo que la revelación es también atracción (Joh. ev. 26,5).

d) Fuentes de la revelación y canon bí­blico. De lo que se ha dicho sobre la autoridad de la Iglesia se deduce con claridad que para Agustí­n es precisamente la Iglesia la depositaria de la enseñanza de Cristo (De util. cred. XIV, 31). Los evangelistas ciertamente escribieron lo que Cristo les mostró y les dijo (Cons. ev. I, 35,54). También es verdad que los apóstoles vieron al mismo Señor y nos anunciaron lo que oyeron de sus labios (Joh. ep. 1,3). Sin embargo, «hay otras muchas cosas, conservadas por toda la Iglesia, que no están escritas, para que creamos que fueron ordenadas por los apóstoles» (De bapt. V, 23,31). También en otros lugares se habla de prescripciones no escritas, pero guardadas y conservadas por todas las Iglesias por tradición, para que se juzguen establecidas y recomendadas por la autoridad de los apóstoles o por los concilios plenarios (Ep. 54,1,1). La autoridad de la Iglesia ofrece la regla para la interpretación de la Escritura (Doct. christ. III, 2,2) y para la determinación del canon bí­blico. En una época en que todaví­a habí­a en Oriente y en Occidente dudas e incertidumbres, Agustí­n nos ha dejado la lista de los libros canónicos tal como la acogerí­a luego el concilio de Trento (Doct. christ. II, 8,13), con la indicación de los criterios que siguió para ello. El más general es: han de considerarse canónicas las Escrituras reconocidas como tales por la mayor parte de las Iglesias católicas, si entre ellas se cuentan las Iglesias que merecieron tener sedes o recibir cartas de los apóstoles.

Más en particular: las Escrituras acogidas por todas las Iglesias deben preferirse a las que sólo acogen algunas; entre las no acogidas por todas, deben preferirse las acogidas por la mayor parte o por las de mayor autoridad; cuando un libro tiene en su favor el criterio del número y otro el de la autoridad, hay que considerarlos de la misma autoridad (Doct. christ. II, 8,12).

En cuanto a los libros apócrifos, pueden contener también algunas verdades, gozar del prestigio de la antigüedad e incluso ser atribuidos a escritores notables, considerados como profetas de las Escrituras canónicas, como Henoc, o bien estar excluidos del canon, tanto hebreo como cristiano. Probablemente, observa san Agustí­n, esto se debió a la dificultad de tener pruebas seguras sobre su autenticidad (De civ. Dei, XVIII, 38).

3. ASPECTO HERMENEUTICO. El problema de la interpretación de la Escritura estuvo siempre en el centro de la atención de Agustí­n. Si al principio abrazó con entusiasmo la interpretación espiritual de Ambrosio, que le permití­a superar las objeciones maniqueas al AT, muy pronto intentó enfrentarse con el problema de manera más crí­tica, pidiendo informaciones a los mejores exegetas católicos. Un resumen de los primeros resultados de esas investigaciones lo encontramos en el De genesi ad litteram liber imperfectus, en donde expone los cuatro modos de explicar las Escrituras (II, 5).

H. de Lubac niega que Agustí­n sea el fundador de la teorí­a de los cuatro sentidos de la Escritura, tal como se afirmará en la Edad Media; habrí­a hablado de los cuatro modos interpretativos para textos diversos, no para el mismo texto (H. DE LuBAC, L` éxegése médiéval. Les quatre sens de 1`Ecrfture, t. I, parte I, Parí­s 1959, 180-182).

Sea lo que fuere de esta cuestión, los esfuerzos de Agustí­n por llegar a una teorí­a hermenéutica más satisfactoria culminaron en el De doctrina christiana, definida por alguien como «el manifiesto de la hermenéutica teológica de Agustí­n» (G. RiPANTI, Agostino teorico dell’interpretazione, Brescia 1980, 13). Esta obra trata el problema de la tractatio Scripturarum en el doble momento de la inventio y de la elocutio sobre la base de una teorí­a concreta del lenguaje, en donde es fundamental la distinción entre signum y res. Signum es lo que se usa para indicar otra cosa; res, lo que tiene valor por sí­ mismo y no se usa para indicar otra cosa (Doctr. christ. 1, 2,2). A la luz de esta distinción, las Sagradas Escrituras son signa divinitus data, signos dados por Dios para revelar a los hombres las res necesarias para la salvación (ib, II, 22,3), que son: Dios uno y trino, la encarnación de Cristo, la Iglesia, la resurrección de los cuerpos, la caridad de Dios y del prójimo. La Escritura no quiere enseñar nada más que esta fe católica (ib, III, 10,15). Por eso el intérprete debe atenerse a la regula fidei en su interpretación (ib, III, 2,21), sin pasar de los lí­mites de la fe (De Gen. ad litt.1. imp.1,1,1).

Resulta claro el cí­rculo hermenéutico: «Las verdades de fe y de moral que se buscan en el texto son descifradas por la confesión de la Iglesia como interpretación autoritativa, por lo que sólo se comprende el contenido de la Escritura si ya se cree previamente» (G. RIPANTI, o.c., 82). La precomprensión teológica abre el horizonte dentro del cual hay que buscar el sentido, pero no anula el trabajo de la interpretación. Para establecer los auténticos principios exegéticos, Agustí­n apela también a la teorí­a del lenguaje. Tras la distinción entre signum y res, presenta otra de no menor importancia entre los signa propria y los signa translata. Los signos propios son «los que se usan para significar las cosas para las que han sido instituidos»; los signos trasladados son «las cosas mismas que, indicadas con las palabras propias, pasan a significar otra cosa distinta» (Doctr. christ. III, 15,23). Sobre esta doble definición se basa la distinción entre sentido literal y sentido figurado o alegórico. Puesto que la Escritura ha sido dada por Dios mediante los hombres, si por un lado la mediación humana corresponde a profundas exigencias antropológicas y teológicas, como se pone de relieve en el prólogo (4-9), por otro lado extiende una especie de velo sobre el mensaje revelado. La imagen de la nube expresa muy bien este escondimiento, producido por la palabra humana: «Las Escrituras de los profetas y de los apóstoles… pueden llamarse nube, porque las palabras que resuenan y que pasan a través del aire, cargándose también de la oscuridad de las alegorí­as, como si sobrevinieran las tinieblas, se convierten por así­ decirlo en nubes» (Doctr. christ. Il, 4,5). Las consecuencias de esta oscuridad no son siempre ni totalmente negativas; en efecto, la divina providencia dispone estas oscuridades para domar la soberbia y despertar el interés por la búsqueda, que la facilidad podrí­a hacer aburrida (ib, II, 2,7). Los peligros de interpretaciones equivocadas, unidos a la oscuridad de las alegorí­as, no dejan de ser preocupantes y justifican todos los esfuerzos por establecer principios exegéticos claros. Para Agustí­n, la legitimidad de la interpretación alegórica está fuera de discusión, ya que la practica el mismo apóstol Pablo. La pregunta que se plantea es distinta: «Respecto a la narración de los hechos, ¿todo tiene que entenderse en sentido figurado o hay que afirmar y sostener también la verdad histórica (fides) de los hechos?» (Gen. ad litt. 1. imp. I, 1, l). La respuesta se da en el De doctrina christiana: «Todos o casi todos los hechos que se narran en el AT pueden entenderse no sólo en el sentido propio (literal), sino también en el figurado» (ib, III, 22,32; De civ. Dei XVII, 3,2). Por tanto, la tarea más urgente del intérprete es la de establecer si la locución que intenta comprender tiene un sentido propio o figurado (ib, III, 24,34). Con este objetivo hay que evitar ante todo tomar al pie de la letra lo que se ha dicho en sentido figurado, para no caer en interpretaciones carnales: «Serí­a una miserable esclavitud cambiar los signos por la realidad significada» (ib, III, 5,9). En segundo lugar, no hay que tomar en sentido figurado lo que se dice en sentido propio, ya que con el pretexto de interpretaciones alegóricas se puede justificar toda clase de comportamiento moral y opiniones heréticas (ib,111,10,14-15). Vienen luego otros principios de no menor importancia: todo lo que en la palabra de Dios, entendida en sentido propio, no puede referirse a la honestidad de las costumbres ni a la verdad de la fe, hay que entenderlo en sentido figurado (ib, III, 10,14); además, en las locuciones alegóricas es necesario considerar lo que se lee con gran atención hasta llegar al reino de la caridad. Pero si la caridad está ya presente en sentido propio, no es necesario pensar en una locución figurativa (ib, 111, 15,23).

En este punto se plantea el problema de la pluralidad de sentidos en la misma locución figurada. Ciertamente, el sentido que hay que buscar sigue siendo el que entendió el autor sagrado: «El que escudriña la palabra divina debe esforzarse en llegar a la voluntas (intención) del autor, por medio del cual nos dio el Espí­ritu Santo esa Escritura. Tan sólo en el caso en que de las mismas palabras de la Escritura se llegase, no a uno, sino a dos o más sentidos, y con tal que se pueda demostrar por otros pasajes bí­blicos que esos sentidos están perfectamente de acuerdo con la verdad, se puede admitir una pluralidad de sentidos, aun cuando se ignore el sentido que entendí­a el autor sagrado» (ib, III, 27,38). Agustí­n no quiere dar ninguna licencia al albedrí­o: la pluralidad de los sentidos alegóricos sólo se admite con unas condiciones muy concretas y fuertemente limitativas. Avanza la hipótesis de una interpretación basada en la razón, pero advierte: «Este es un método peligroso; se camina con mucha más seguridad a través de las mismas Escrituras divinas» (ib, III, 28,39). La posibilidad de encontrar varios sentidos en las alegorí­as se considera como un hecho providencial, previsto y querido por el Espí­ritu Santo para el bien del lector o del oyente (Conf. XII, 18,27).

Se reserva un examen crí­tico especial a las reglas de Ticonio: pueden ser de gran utilidad para la comprensión de las Escrituras, pero -como demuestra la exégesis del mismo Ticonio- no bastan para resolver todas las oscuridades (ib, 111,30,42).

La insistencia en los principios hermenéuticos no debe hacernos pensar que Agustí­n haya soslayado los aspectos más propiamente filológicos. Dedica todo el libro II y una parte del III del De doctrina christiana a la comprensión de los signa propria y de los signa translata ignota. Le exige al intérprete de la Escritura un profundo conocimiento del mundo conceptual y lingüí­stico de la Escritura (ib, II, 9,14), un dominio de las lenguas, sobre todo el hebreo y el griego, para poder verificar la fidelidad de las versiones latinas (ib, II, 9,14). El intérprete debe hacer la collatio de los diversos códices y de las diversas versiones (ib, II, 12,17-15,22) y la emendatio del texto (ib, III, 2,2-3,7), así­ como conocer todas las ciencias, desde las ciencias naturales hasta la historia y la filosofí­a (ib,11,16,24-40, 60). Es un bagaje muy amplio de conocimientos, que el mismo Agustí­n habrí­a deseado poseer.

BIBL.: HARDY R.P., Actualité de la Révelation divine. Une étude des «Tractatus in 1ohannis Evangelium»de S. Agustin, Parí­s 1974 R., Teologí­a de la revelación, Salamanca 19897; RIPANTI G., Agostino teorico dell1interpretazione, Brescia 1980; WIELAND W., Offenbarung be¡ Augustinus, Mainz 1978.

N. Cipriani

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental