(-> misericordia, extranjeros, Mambré). La hospitalidad constituye una de las virtudes y prácticas más recomendadas no sólo en la Biblia, sino en toda la cultura oriental antigua, especialmente en los tiempos y lugares del nomadismo, cuando la falta de acogida implicaba la muerte para caminantes y peregrinos. La misma ley instituye ciudades de acogida o refugio para cierto tipo de homicidas o culpables, de manera que puedan así escapar a la venganza de sus perseguidores (cf. Nm 35,6-28; Jos 20,24; 21,13-37). Ejemplo de acogida es Abrahán (Gn 18). En el Nuevo Testamento está recomendada de un modo expreso en Rom 12,13; 1 Tit 5,10; Heb 13,2. Entre los textos y ejemplos de acogida del Nuevo Testamento podemos citar algunos más significados que se vinculan entre sí, marcando las líneas básicas de una experiencia de acogida cristiana.
(1) El que recibe a un niño en mi nombre a mí me recibe… (Mc 9,37). La comunidad cristiana aparece en el fondo de esta palabra como casa para los que no tienen casa, como lugar de acogida para los necesitados y en especial para los niños. La palabra que aquí se emplea no es la que utilizará el evangelio de Juan, al decir que el discípulo recibió (elaben) a la madre de Jesús (en gesto de acogida eclesial: Jn 19,27), sino una palabra que indica más bien la acogida y servicio social (con dexétai): acoger es ofrecer casa y familia, no sólo a los huérfanos* de la tradición del Antiguo Testamento, sino a todos los niños en cuanto necesitados. Esta exigencia de la acogida eclesial o cristiana de los niños está en la base de la identidad cristiana, tal como lo han destacado Mc 9,37, Lc 9,48 y Mt 18,5. Los niños y los necesitados vienen a presentarse de esa forma como los más importantes en la Iglesia.
(2) Fui extranjero y no me acogisteis (Mt 25,25). Esta palabra nos sigue situando en la línea de la tradición de la acogida a los huérfanos*, viudas* y extranjeros*, que remite al principio de la Ley israelita, expresada del modo más fuerte en Dt 10,19: «amaréis a los forasteros, porque forasteros fuisteis en Egipto». Todos los forasteros, sin patria, vienen a presentarse ahora como signo de Jesús, presencia de Dios en el mundo. En ese contexto se emplea la palabra más fuerte de acogida: synégagete (Mt 25,25.28), que está vinculada con la palabra sinagoga*, entendida como asamblea o comunidad. En el lugar programático donde habla del fundamento de la comunidad de creyentes, Mt 16,16 (lo mismo que 18,17) empleará la palabra Iglesia, que se ha hecho luego casi normativa para hablar de la reunión de los cristianos. Pues bien, en este contexto de juicio final, asumiendo una palabra también clásica de la tradición judía y cristiana, Mateo supone que los creyentes deben acoger en su synagogé o comunidad a los pobres y excluidos, a los que no tienen casa o referencia social, por ser extranjeros.
(3) Acogida eclesial. La Iglesia cristiana se establece como casa que acoge a los pobres, acogiendo a los enviados de Jesús. Los misioneros del Evangelio no empiezan creando casas para acoger en ellas a todos los que vengan, sino que se dejan recibir y acoger en las casas de aquellos que quieran escucharles, de manera que surge una simbiosis entre los que tienen casa (sedentarios que acogen a los itinerantes) y los itinerantes (cf. Lc 10,8-10; Mc 6,1 í; etc.). Un ejemplo especial de acogida que funda la Iglesia es el que ofrecen Marta* y María, que reciben a Jesús en su casa, ofreciéndole su servicio y escucha (cf. Lc 10,38-42). En esa línea, se ha dicho que el tema principal de la Ia de Pedro* consiste en ofrecer casa a los que no tienen casa.
(4) La recibió en su casa: Discípulo amado y Madre de Jesús. La Madre de Jesús ha jugado un papel importante en la tradición cristiana. Ella aparece vinculada a los parientes (hermanos) que quieren llevar a Jesús a su casa, a la casa de un tipo de judaismo cercano al de los escribas (cf. Mc 3,31-36). Hch 1,13-14 la incluye entre los grupos de discípulos que forman la primera Iglesia. Pues bien, Jn la ha presentado ya, introduciendo el camino de Jesús, mostrándole que falta vino en las viejas bodas de la ley judía (cf. Jn 2,1-11). Así pues, al final de su vida, desde la misma cruz, Jesús dice a la madre que el discípulo querido es su hijo y dice al discípulo que la madre de Jesús es su madre. En este contexto, el Evangelio añade que el discípulo la recibió (elaben) en su casa (o la tomó como tesoro grande, entre sus bienes, pues también puede traducirse el texto de esa forma). En el fondo de ese relato puede haber un dato histórico. María, la madre de Jesús, ha sido una mujer discutida y poderosa dentro de la Iglesia (gebíra*) entre cuyos miembros se incluye (como sabe Hch 1,13-14). Posiblemente algunos seguidores de Jesús (como los parientes a quienes Jn 7,1-9 presenta como incrédulos o los hermanos que en Mc 3,31-35 quieren llevar a Jesús a su casa) han querido capitalizar la memoria de la madre. Pues bien, nuestro pasaje zanja esa cuestión: la madre pertenece al discípulo querido, es decir, a la Iglesia que se centra en el amor. Quizá se puede dar un paso más y decir que la unión de Madre y discípulo querido es signo de la unión de judíos y cristianos. La madre pertenece a las bodas de Israel (agua de purificaciones) que deben transformarse en vino universal de gracia. Pues bien, el discípulo amado la ha recibido en la casa del amor.
Cf. I. M. Fornari-Carbonell, La escucha del huésped (Lc 10,38-42). La hospitalidad en el horizonte de la comunicación, Verbo Divino, Estella 1995; A. Serra, María según el evangelio, Sígueme, Salamanca 1988; E. Schüss-LER FIORENZA, «La práctica de la interpretación», en Pero ella dijo, Trotta, Madrid 1996, 78-106.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra