APARICIONES

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En principio, alusión a las apariciones o manifestación de Jesús después de su Resurrección. Pero se hace referencia también con tal expresión a diferentes formas como figuras celestes (ángeles, santos, Marí­a, el mismo Jesús) se comunican con los hombres y se les hacen presentes de forma personal y original.

Las apariciones celestes no entran en el esquema dogmático de la fe y no afectan en nada sustancial al misterio cristiano. Son creencias personales o de grupo. Son posibles por parte de Dios y por parte de los hombres. La historia de la Iglesia está llena de creencias al respecto y multitud de santos o cristianos excelentes han dejado testimonios múltiples de tales contactos con las figuras sobrenaturales.

Sin embargo, la Iglesia nada publica ni proclama sobre estos hechos posibles, salvo su juicio autorizado de que en muchas de ellas no hay nada que se oponga a la fe y a las buenas costumbres y que los cristianos son libres de admitirlas o rechazarlas, de aceptar su mensaje o quedar indiferentes ante él.

En las diversas comunicaciones divinas a los seres humanos, no hay ningún mensaje dogmático, según la enseñanza tradicional de la Iglesia. Son hechos de piedad personal o grupal que pueden ser muy beneficiosos para la vida cristiana, pero que nada añaden al mensaje evangélico ni a la piedad esencial del creyente que los conoce.

En la ascética tradicional, y sobre todo en la vida mí­stica de los cristianos, es habitual el aceptar la posibilidad y la autenticidad de muchas de esas comunicaciones divinas. No son solamente las que admiran las más importantes, sino las que se ajustan más al Evangelio.

Muchas pueden ser atribuidas a la credulidad de tiempos antiguos, cuando las leyendas y la ingenuidad era frecuente en la sociedad y surgí­an creencias sobre ayudas divinas que hoy se pierden en la oscuridad del pasado (El Pilar, Covadonga, Santiago…). Otras más recientes resultan admirables por su mensaje de piedad y por los efectos saludables en la vida cristiana de los fieles (Lourdes, Fátima, Guadalupe, Sdo. Corazón de Montmartre, La Salette).

En la catequesis hay que saber asumir posturas de equilibrio y proporción en relación a estos hechos y creencias religiosas. Tan desafortunado es la ingenua aceptación de todo lo que parece sobrenatural y celeste como inoportuna es la negación frontal de todo acontecimiento que tenga que ver con lo divino.

La autoridad de la Iglesia, al respetar creencias y testimonios o al autorizar el culto y la devoción que acompañan a muchas imágenes, santuarios, lugares o recuerdos, simplemente se limita a reconocer su compatibilidad con la doctrina y la moral cristiana. Y deja lo demás, creer o no creer, aceptar o rechazar, a la particular opinión de cada cristiano.

En catequista debe seguir el mismo criterio, aunque debe acomodarse a la piedad popular de cada lugar y tiempos con sentido abierto y con juicio correcto. Debe respetar la religiosidad de las personas, sobre todo sencillas como son los niños y la gente no culta. Pero debe evitar el énfasis crédulo diferenciando bien la distancia que hay entre el Evangelio de Jesús y las creencias pasajeras y secundarias.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

En general, llamamos «apariciones» a las manifestaciones visibles del mundo sobrenatural en nuestro espacio y tiempo. Casi en todas las religiones existe la convicción de su posibilidad y de su realidad, especialmente cuanto se trata de alguna manifestación de Dios («teofaní­a»).

En el Antiguo Testamento se repite frecuentemente la afirmación de que nadie puede ver a Dios y seguir viviendo en esta tierra (Ex 33,20). Pero en los libros sagrados se habla continuamente de «teofaní­as», a modo de revelación por medio de algún signo externo o de alguna experiencia fuerte acontecimiento salví­fico, fuego, nube, montaña, hecho milagroso, mensaje profético, etc.

En el Nuevo Testamento, la misma persona de Jesús es la epifaní­a personal de Dios a través de su humanidad «Quien me ve a mí­ ve al Padre» (Jn 14,9). En él, a través sus «signos» y manifestaciones, se puede «ver» la «gloria» de Dios (Jn 1,14). Pero durante su vida terrena y en relación con su persona, tiene lugar una «teofaní­a» en su bautismo (Mt 3,16-17) y otra, también con Moisés y Elí­as, en el monte Tabor (17,1-9). Para descubrir a Cristo en sus manifestaciones, será necesaria la fe (Jn 20,29).

La apariciones de Jesús resucitado tienen unas caracterí­sticas y un valor especial para la fe cristiana. El Señor, después de muerto, se manifestó resucitado a sus discí­pulos, con su mismo cuerpo, invitando a ver, tocar y, sobre todo, creer en lo que les habí­a profetizado (Lc 24,39). San Pablo, hacia los años 35-40, hace un resumen de estas apariciones de Jesús resucitado, incluyendo la concedida al mismo apóstol (1Cor 15,4-8). Es Jesús quien «se deja ver» con signos externos, pero como un don de revelación que reclama la fe. Sin la resurrección real de Jesús, la fe cristiana en Jesús Salvador, verdadero Dios y verdadero hombre, carecerí­a de fundamento (1Cor 15,14). A través de las apariciones (y de la venida del Espí­ritu Santo en Pentecostés), los apóstoles y discí­pulos quedarán capacitados para la misión de anunciar el misterio de Cristo a todos los pueblos (Mt 28-19-20; Mc 16,14-18).

Las apariciones de la Virgen, de los ángeles y de los santos se distinguen de las de Jesús resucitado. No se puede excluir su posibilidad, especialmente porque está en juego la iniciativa divina. El caso de la Virgen es especial, por el hecho de estar glorificada en cuerpo y alma (Asunción). La Iglesia ha reconocido algunas de estas apariciones, o, al menos, ha garantizado la autenticidad del mensaje y autorizado el culto, sin precisar las naturaleza de los fenómenos. Pero siempre se ha advertido que toda comunicación («revelación» privada) debe estar en armoní­a con el depósito de la fe y con la revelación propiamente dicha, que ya quedó clausurada en los tiempos apostólicos.

Referencias Apariciones marianas, discernimiento del Espí­ritu, fenómenos extraordinarios, resurrección de Cristo, revelación, santuarios.

Lectura de documentos CEC 67, 638-658.

Bibliografí­a J.M. STAEHLIN, Apariciones. Ensayo crí­tico (Madrid, Razón y Fe, 1954); G. TYRREL, Apariciones (Buenos Aires, Paidós, 1965). Ver bibliografí­a de referencias.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
1. Historificación de lo metahistórico
La claridad posible en una cuestión tan enmarañada nos obligarí­a a distinguir entre «aparición» y «apariciones».

a) La «aparición» o visión recogida en la fórmula de fe (1 Cor 15, 5) pertenece a la tradición original; fue mencionada siempre por la predicación o el anuncio de la resurrección; incluso habrí­a que decir que fue la única aparición que se contaba nivel de la predicación oficial. Esta «aparición-visión» perteneció a la primera fase del anuncio del hecho como tal. Esta afirmación tení­a la finalidad de establecer la verdad de lo afirmado en el kerigma: Cristo vive, resucitado por Dios; la visión por parte de los discí­pulos está en la lí­nea de la identificación del Resucitado, que vive en la Iglesia, con el Jesús terreno.

La sobriedad absoluta de esta afirmación deja insatisfecha nuestra curiosidad, pero tiene la ventaja de evitar cualquier tipo de distracción y nos obliga a centrarnos en lo verdaderamente esencial. El Señor «se apareció» o «fue visto» (= ófze, aoristo pasivo del verbo orao: «fue visto»; en cuanto intransitivo: «se apareció»). Para la comprensión de su sentido tenemos un buen punto de partida en la visión que Pablo tuvo de Cristo camino de Damasco (Hch 9,1-19; 22, 6-16; 26, 12-18). Para el autor de Hechos esta ón se en la í­nea más estricta testimonio; sin ella no era posible el testimonio apostólico (Hch 1, 21-22).

El mismo Apóstol la considera como una auténtica ón (Gal 1, 16), que tuvo lugar en su interior; una revelación, una acción de Dios comparable con la misma creación (2Cor 4, 6); dicha revelación es comparada con luz interior que posibilita el conocimiento de Dios manifestado en Cristo. En resumen, la visión tenida por Pablo es una acción poderosa de Dios, que le afecta personalmente y transforma radicalmente el rumbo de su vida.

b) Como antecedente de esta visión-aparición debemos recordar las í­as del A. T Pensemos, a modo de ejemplo, en la que experimentó Abram (Gen 12, 7; «Yahvé se apareció a Abram y le dijo…»). El significado de dicha teofaní­a es el siguiente: realidad oculta hasta ese se , se desvela, se da a conocer. Por tanto, la visión-aparición pone de relieve un acontecimiento que ha sido sacado a la luz por Dios. El medio del que Dios se sirve para llevarlo a cabo es la manifestación de su «gloria»; la «gloria» de Dios es Dios mismo en cuanto se manifiesta, en cuanto manifiesta su presencia actuante de forma que el hombre, de alguna manera, la que sea, pueda percibirlo; de este modo, el hombre puede conocer el camino de Dios, al que acepta en la fe.
La percepción sensible de la manifestación de la «gloria» o de Dios mismo es descrita como un «ver». Con este término técnico se pretende hacer visible la presencia invisible de Dios. Por eso las apariciones tienen siempre caracteres apocalí­pticos; deben recurrir a sí­mbolos misteriosos que no pertenecen a una imaginerí­a normal y controlable (Is 6, 1 ss; Ez 1, 1-3,16). La fuerza de la presencia de Dios, experimentada por el hombre, busca medios de representación y de objetivación. Los cuadros, signos e imágenes son un medio interpretativo.

c) En consecuencia, el se ó o fue visto (= ófze) no pertenece simplemente al terreno de la identificación, sino que es un término técnico, que es utilizado para la representación de Jesús como el Señor; presentación que implica, por parte del hombre, la aclamación y la adoración. el «ófze» se que Jesús fue presentado por Dios a la Iglesia como Señor y Cristo; la expresión «se apareció» equivale a «se hizo visible», fue desvelado su misterio, fue dado a conocer, fue presentado por Dios a los discí­pulos como el Señor en su poder, como el Hijo del hombre exaltado y como el Mesí­as.
El encuentro con el Resucitado es descrito también como «visión» en el célebre texto de 2Pe 1, 16-19. El texto tiene gran importancia porque a la visión se añade «la voz»:…después haber visto con nuestros propios ojos… nosotros mismos escuchamos esta voz, del cielo, estando él en el monte santo. Visión, voz, monte santo. La terminologí­a pertenece al campo de la revelación. La voz añadida a la visión tiene la finalidad de revelar el misterio de la persona de Jesús. Y este misterio se halla en relación con el y la venida de nuestro Señor (2Pe 2, 16).

El poder al que alude el texto es poder salvador, y la venida (= í­a) no es la segunda y última venida -comúnmente conocida como la parusí­a- sino su venida, presencia en la Iglesia a partir de la Pascua. De ahí­ la evocación del «monte santo», que no indica un lugar geográfico, sino teológico: Así­ como el antiguo pueblo de Dios se constituyó en el monte (en el Sinaí­), así­ el nuevo monte, el de Galilea, significa el encuentro constitutivo de los discí­pulos con el Señor resucitado.

El texto de la segunda carta de Pedro nos lleva a una constatación importante: en la primitiva comunidad cristiana, revelación pascual Resucitado se so én con los medios estilí­sticos propios de la apocalí­ptica: como la parusí­a, la venida del Hijo del hombre, el poder, la presentación como Mesí­as-Hijo del hombre, al que va unida la idea de la ascensión trono y la consiguiente «sesión», estar sentado a la derecha del Padre.

d) De la visión-aparición pasemos a visiones-apariciones. A la absoluta sobriedad de la primera sucede una descripción tan frondosa, detallada, dramatizada, que nos da la impresión de no tener nada que ver con la aparición narrada en el kerigma. Para valorarlas debidamente debemos tener en cuenta una serie de principios:

1°) En primer lugar, las apariciones concretas tienen la finalidad de vestir la desnudez del dato anterior, que expresaba la «aparición» mediante el esquematismo frí­o de una única palabra, ófze. Las son la resurrección lo que otros relatos élicos a las demás proclamadas el kerigma. Diremos más adelante que las apariciones del Resucitado no son «prueba» de la resurrección. Tampoco lo fue la aparición original. Pero tanto unas como la otra sirven para o vincular un acontecimiento estrictamente sobrenatural en nuestra historia. De esta manera se convierten, de algún modo, en la ví­a de acceso razonable al Resucitado. De ahí­ la necesidad, desde punto de vista ético, de estudiar con la máxima objetividad posible dichas apariciones. ¿No pudieron ser inventadas o ser fruto del deseo ardiente que los discí­pulos y demás seguidores tení­an de ver a Jesús? Afirmemos al respecto, con todo el énfasis posible, lo siguiente;
-Los discí­pulos no esperaban la resurrección. Por tanto, no pudieron inventar algo en lo que no creí­an. Se muestran absolutamente escépticos cuando les es anunciada (Mc 16, 9-11: dos sí­ntesis de «aparición» y de anuncio de la resurrección a los discí­pulos, que terminan con un tajante «pero no les creyeron»).

En la misma lí­nea debe verse la aparición a la Magdalena y la consiguiente comprobación de Pedro, Jn 20: cualquier explicación es buena con tal de excluir que Jesús hubiese resucitado.

2°) Todaví­a queda algo importante que añadir al respecto. El anunciar la resurrección de Jesús no sólo no les beneficiaba (podí­an haberla inventado si de ello hubiesen obtenido algún beneficio), sino que les perjudicó gravemente: son llevados a los tribunales por su anuncio, son encarcelados… (véanse los primeros capí­tulos del libro de los Hechos). La resurrección se les impuso como un hecho indiscutible, a pesar de todas las resistencias. El sepulcro vací­o, aunque se encuentre en todos los relatos desde el principio, no fue en modo alguno causa de la fe en la resurrección. Lo verdaderamente decisivo fueron las experiencias con el Resucitado o los encuentros con él. Lo que llamamos las «apariciones».

3°) Otro aspecto, que justifica la novedad de las «apariciones» frente a la «aparición» es el tiempo en el que aparecen en la tradición. Estamos en la última fase del anuncio del evangelio. En este momento, el encuentro con el Resucitado debí­a ser presentado con unas categorí­as tan materiales como fuese posible para que el hecho cristiano se en ideologí­a más del entorno cultural, al estilo de la ideologí­a gnóstica. Las apariciones adquirieron así­ el aspecto de esrealistas de la ón. Escenificaciones tan realistas que dan la impresión de que la resurrección es la vuelta de un cadáver a la vida. De alguna manera «materializan» la resurrección y han sido la responsables de una concepción excesivamente material de la resurrección en el sentido de ser entendidas como simple «reanimación» del cadáver de Jesús.

La venida del Señor (Jn 20, 19); el encuentro con los discí­pulos, participando incluso con ellos en la mesa; la salida al paso y el siguiente diálogo con las mujeres (Mt 28, 9-10); la escena tan complicada protagonizada por la Magdalena (Jn 20); el paseo dado con los de Emaús y la cena subsiguiente (Lc 24); la dirección, desde la orilla, de la pesca milagrosa de los discí­pulos, que también termina en comida (Jn 21)… parecen acontecimientos de este mundo. Jesús actúa en ellos como lo hací­a antes de su muerte. La sobrenaturalidad intentan salvarla algunos detalles como la aparición repentina, «con las puertas cerradas», la «desaparición», la «sorpresa» provocada por el pan…

4°) Debemos tener en cuenta también que la importancia extraordinaria que nosotros hemos dado a las apariciones no fue reconocida a ese nivel en la predicación cristiana de los orí­genes. Más aún: estas experiencias pospascuales, los encuentros personales concretos con el Resucitado, no formaron parte del anuncio original del evangelio. Desde este punto de vista pueden ser comparadas con los relatos de la infancia. Lo mismo que fue posible anunciar e incluso escribir el evangelio sin dichos relatos sobre la infancia de Jesús… lo fue el presentar el evangelio sin las apariciones particulares.

El análisis de las secciones donde se hallan enmarcadas las apariciones demuestra que se trata de narraciones independientes; eran tradiciones particulares aisladas, que fueron enmarcadas por nuestros evangelistas donde hoy las tenemos para cumplir la finalidad que ellos las asignaron. Repitamos que, originariamente, el kerigma recogí­a una única aparición a los discí­pulos. La localización de la misma, Galilea (versiones de Marcos y Mateo) o Jerusalén (versión de Lucas), duplicó dicha aparición. Creemos, sin embargo, que se trata de la misma; habrí­a que hablar incluso de la aparición según la versión de Mateo y de la misma con estilo joánico. Mientras que en la de Mateo se pone de relieve el significado de la resurrección para la Iglesia, para su misión, la de Juan acentuarí­a dicha misión en la lí­nea del perdón de los pecados. Dicho de otro modo: la única aparición original se duplicó y, posteriormente, se enriqueció con la adición de las apariciones particulares.

5°) Las apariciones narradas no son presentadas como «pruebas» de la resurrección, sino como manifestaciones del Resucitado. hallan subordinadas no al mundo como «prueba», a la iniciativa del , que se da a a los están a aceptarle mediante la fe. Y el testimonio es el siguiente: Jesús, después de su muerte, vive; su vida, la realidad de su humanidad, no se halla sometida a las leyes biológicas y fisiológicas por las que se regí­a antes de morir; su vida es una realidad pneumática, glorificada y misteriosa; él, que es la consumación de la historia de la salvación, después de su muerte, estableció la comunión con sus discí­pulos y seguidores. Esto quiere decir, por otra parte, que las apariciones no pueden ser objeto de una investigación histórico-cientí­fica, aunque tengan, bien estudiadas, un alto valor apologético. La apologética debe centrarse en el estudio, lo más profundo y exhaustivo posible, de los personajes que protagonizaron dichas apariciones.

2. Diversificación en los evangelios
El proceso seguido en la valoración y diversa acentuación de lo que conocemos como el hecho pascual lo pone de relieve el estudio comparativo de los cuatro evangelios:

1. relato de Marcos acentúa que el mensaje pascual es revelación (de esta consideración viene el motivo del joven vestido con «vestiduras blancas» que habla a las mujeres); una revelación que no fue importante para la Iglesia, ya que las mujeres no dijeron nada a nadie; deja constancia de la sobrenaturalidad del hecho en el dato mencionado de los vestidos blancos, (que eran considerados como propios del mundo sobrenatural y se convertí­an en su sí­mbolo) así­ como en el asombro de las mujeres. Para Marcos, lo ocurrido en el sepulcro no fue constitutivo de la fe pascual. El se limita a remitir a los discí­pulos al encuentro con el Resucitado en Galilea. Sin embargo, es claro que el narrador busca un punto de apoyo para la fe pascual en la constatación del sepulcro vací­o.

La extraordinaria aportación de Marcos,(que da muy escasa importancia a las apariciones. Creemos que las dos «sí­ntesis» que de ellas nos ofrece; la de la Magdalena y la de los de Emaús, fueron añadidas a un evangelio que no contaba ninguna aparición, pues terminaba originalmente en 16, 8) consistió en «desmaterializar» las apariciones. Y lo hace diciendo que Jesús se apareció en otra forma (= én etéra é, 16,12). Esto nos habla de una forma distinta a la humana, diferente de la que habí­a poseí­do en su vida anterior, no perteneciente al aspecto humano, en la «forma de Dios» que es contrapuesta, como dice el apóstol Pablo, a la «forma de siervo» (Fi! 2, 6-11). La resurrección sitúa a Jesús en esta «otra forma», distinta de la humana, y que sólo puede ser la divina.

2. En la ón de Mateo, el sepulcro vací­o y las apariciones conservan su valor, pero de las cosas definitiva, ya que pueden ser interpretadas de muchas maneras. Lo definitivo es la palabra del Resucitado, que les garantiza su presencia entre ellos hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Esto es lo que da a la Iglesia la verdadera seguridad. No la seguridad de la «demostración», sino la seguridad de la fe en la palabra del Señor. El sepulcro vací­o podí­a ser explicado como un robo (el evangelista se está debatiendo con el judaí­smo; de ahí­ la necesidad de acentuar que habí­a guardia en el sepulcro; por otra parte, las mujeres ni siquiera entraron en el sepulcro).
El teológico se nota en la presencia del ángel, que aparece como érprete del sepulcro vací­o y de la palabra de Jesús. Mateo, lo mismo que Marcos, no fundamenta la fe pascual en el sepulcro vací­o, sino en la revelación (el sepulcro vací­o serí­a una confirmación de la resurrección para el creyente, no su fundamento). El ángel no enví­a a los discí­pulos a visitar el sepulcro ni a comprobar su experiencia con la que habí­an tenido las mujeres. Esto significa que ni el sepulcro vací­o ni la experiencia de las mujeres eran constitutivos de la fe pascual ni argumento utilizable para demostrarla. Lo decisivo fue el encuentro con Jesús
3. El de interés de la ón lucana está en afirmar que el fundamento del mensaje pascual es el mismo Señor resucitado que vive en la Iglesia. El resto debe ser juzgado desde el punto de vista del testimonio. De ahí­ que quite importancia a lo protagonizado por las mujeres, porque no se les reconocí­a capacidad de testimoniar en un proceso, no podí­an ser testigos en un juicio; sin embargo, «duplica» los testigos en el sepulcro: «dos hombres con vestiduras resplandecientes», porque la validez del testimonio exigí­a que fuese dado por dos testigos; no enví­a a los discí­pulos a Galilea, y en lugar de ello, Galilea se convierte en el lugar donde Jesús habí­a predicho su resurrección.

Para Lucas, el acontecimiento pascual es, sobre todo, el punto de apoyo y de esencial referencia para una comprensión más profunda de la obra de Cristo, de su cristologí­a, que es cumplimiento de la Escritura. Finalmente, frente al testimonio tan ampliamente narrado de los de Emaús, destaca la importancia del testimonio de Pedro (Lc 24, 34).

4. Con la ón joánica se alcanza la meta. En perfecta coherencia con todo el evangelio no dice que el Resucitado es el Jesús terreno (tradición sinóptica), sino que Jesús terreno es Señor, el Exaltado. Precisamente por eso, en el evangelio de Juan la muerte es la glorificación, los milagros son signos y el testigo es el mismo Jesús. El sepulcro vací­o también es importante, pero como «signo». De ahí­ que sea constatado no sólo por las mujeres, sino por Pedro y por el discí­pulo amado. Este discí­pulo, personificación del discí­pulo ideal, «vio y creyó»: en el sepulcro vací­o vio un signo que, más allá del hecho, le llevó a descubrir su significado. El testigo fidedigno de la fe pascual es Jesús mismo.

Para el cuarto evangelio, los ángeles no son testigos ni intérpretes, sino guardias de honor. Y el encuentro con Magdalena pone relieve la imperfección de su fe. Llama a Jesús «Maestro», como antes de morir. Y el relato subraya lo más posible que la resurrección no es la vuelta de un cadáver a la vida, el retorno al Padre. El testimonio que Jesús mismo da de la resurrección es «demostrativo», tiene carácter obligatorio, porque él es el enviado del Padre.

fe de la en la resurrección de Jesús es la respuesta adecuada al testimonio dado por Jesús mismo. Es evidente que la Escritura tiene mucha importancia en el descubrimiento del hecho (Jn 20, 9), pero la Escritura tampoco es fundamento de la fe de la Iglesia, de la fe pascual. La Escritura es un medio secundario, un segundo camino para la aceptación y la inteligencia del acontecimiento pascual. La fe en su palabra, en la palabra de Jesús, está por encima de la Escritura. Sólo cuando la Magdalena reconoció la voz, la palabra de Jesús, creyó.

3. Esfuerzo necesario para la comprensión
presentación de la resurrección en nuestros dí­as debe tener en cuenta los principios siguientes:

1°) Evitar un lenguaje que lleve casi inevitablemente a una falsa inteligencia de la resurrección de Cristo. se trata de la simple vuelta de un cadáver a la vida, ni de un hecho histórico como los otros que llamamos así­, ni de un suceso demostrable en sí­ mismo. Se trata de un acontecimiento único, para expresar el cual le falta al hombre el lenguaje adecuado. Lo que dice la Escritura es que Jesús de Nazaret, que murió y fue sepultado, no está muerto ni en el sepulcro, y ello gracias a una intervención de la acción poderosa y maravillosa de Dios.

Acerca del modo y manera como esto ocurrió, la Escritura guarda silencio. No aduce testigos del hecho. El «cómo» es secundario y marginal frente al «hecho» y el «por mí­». Es un hecho en relación de vinculación con nuestra historia y que al mismo tiempo la trasciende. La ausencia de testigos de la resurrección misma y las apariciones del Resucitado escapan al observador neutral y al control objetivo de las medidas modernas (como, por supuesto, de las antiguas). Lo demostrable, en definitiva, es la convicción de los testigos y de la Iglesia primitiva. El sepulcro vací­o no es una prueba para demostrar la facticidad de la resurrección o el carácter «objetivo» de las apariciones, sino un «signo» y una confirmación para los creyentes. Y esto aunque de la investigación bí­blica se deduzca con claridad que, para Pablo y para la Iglesia primitiva, la predicación de la resurrección de Cristo es totalmente incompatible con la permanencia de su cadáver en el sepulcro (esto hubiese sido posible si hubiesen sido utilizadas unas categorí­as antropológicas dualistas, que han sido las occidentales hasta no hace mucho tiempo). La afirmación expresa del sepulcro vací­o es un «signo» de que el reino de Dios, su señorí­o, ha comenzado realmente al ser vencida la muerte. Las afirmaciones de 1 Cor 15, 3. 8 no son una prueba de la resurrección, sino un testimonio y prueba de la credibilidad del mismo.

2°) Exponer la resurrección de Cristo en toda su dimensión. La resurrección de Cristo, como el evangelio en general, siempre será un «escándalo» para los hombres de todos los tiempos. Así­ fue ya al principio. Pedir argumentos evidentes es exigir pruebas a Dios (Mc 8,11), equivale a establecer una medida humana para juzgar la acción divina y cuando dicha acción es sobrenatural, deberí­a rebajarse Dios al nivel humano, lo cual equivaldrí­a a destruir la acción misma. Serí­a establecer la razón humana como medida absoluta de la verdad. Pretender «demostrar» al hombre moderno la resurrección y, para hacérsela asequible, reducirla al mí­nimo falseando la resurrección misma. Es preciso manifestarla en toda su dimensión y, a pesar de su «indemostrabilidad», presentar la fe en ella no como una fe «ciega». Nos viene dada en el evangelio en cuanto documento fidedigno y fiable, transmitida como palabra de Dios por testigos fidedignos y fiables.

La evocación de la tradición antigua y la coincidencia con la predicación de los demás apóstoles, la enumeración de los testigos, es decir, las apariciones (1 Cor 15, 5-8) sirven para una demostración de la credibilidad. El mismo alcance tiene la expresión «según las Escrituras», que tení­a para los judí­os el sentido de «prueba de Escritura». En la misma dirección debe interpretarse 1 Cor 15, 34ss (la «forma» como resucitan los muertos) con alusión a la Escritura (v. 45); se trata de hacer creí­ble el mensaje de la resurrección. No podemos ahorrar a nadie el «escándalo» ni el riesgo de la fe (que es, al mismo tiempo, la seguridad absoluta, aunque de otra naturaleza), pero tampoco podemos callar la ayuda que nos ofrece la Biblia ni silenciar los argumentos de credibilidad.

En esta dimensión total de la resurrección debe destacarse la identidad entre el Resucitado y el Crucificado, la revelación del poder de Dios, la entronización de Cristo como Señor, la victoria sobre la muerte, la irrupción del reino de Dios, el comienzo de la nueva creación y la posibilidad de la salvación para todos, la pertenencia, mediante la fe y los sacramentos, al Señor resucitado y no al primer Adán. Así­, la resurrección de Cristo es el cumplimiento de las promesas del A. T.

La resurrección no es sólo una interpelación que Dios me dirige ni la mera explicitación del significado de la cruz (R. Bultmann). Para el autor citado carece de interés la cuestión sobre la resurrección y sobre el ser mismo del Resucitado. Para él, la realidad de la resurrección y del Señor resucitado es la realidad del kerigma. De modo que K. Barth le ha preguntado si, para él, «Jesucristo ha resucitado en el kerigma».

Tampoco puede reducirse la resurrección a la convicción de que «la causa de Jesús sigue adelante» (Die Sache Jesu weiter, Marxsen). Es todo eso (lo afirmado por Bultmann y por Marxsen), pero es bastante más. Mejor dicho, es todo eso porque es mucho más.

La resurrección de Jesucristo es el suceso, el acontecimiento por el cual Jesús fue liberado del poder de la muerte y fue constituido como Señor de todo en su total existencia humano-divina. Es la acción de Dios por la cual somos redimidos del poder de la muerte y por la cual se nos posibilita la participación en la vida del Resucitado, que fundamenta nuestra esperanza en la resurrección.

3°) Exponer el significado especial del mensaje pascual para el hombre de hoy:

a) Partiendo de su experiencia de la lejaní­a de Dios, de un mundo «humanizado», «desacralizado», en el que la antropologí­a parece hacer innecesaria la teologí­a. lejaní­a de Dios se hace en Cristo, en Cristo resucitado; en el Hijo somos hijos; con él podemos entrar en relación con Dios; en el Hijo resucitado podemos llamar Padre a Dios. Todo lo consignado en la Escritura del Antiguo y del N. T. es palabra válida de Dios y sobre Dios; pero todo adquiere su eficacia y definitividad en la resurrección de Jesús.

) La mutua relación entre los hombres es otro preocupante al hombre de hoy. La resurrección de Cristo nos orienta al nuevo «pueblo», que se hizo realidad con la resurrección de Cristo. En el N. T. se nos anuncia y presenta al Resucitado como el «hombre nuevo» (Ef 2, 14), que forma, con todos los que creen en él y son bautizados en su nombre, un cuerpo (1 Cor 12, 12-13), y constituyen una «unidad» (Gal 3, 28). La unidad que no pueden lograr los hombres es una realidad en el «cuerpo» del Resucitado.
) La valoración del mundo. Ha desaparecido la concepción griega del cuerpo como cárcel del alma y la consiguiente añoranza por la liberación. Ha sido sustituida por la unidad aní­mico-corporal del hombre y su parentesco con el cosmos. Esta es realmente también la concepción bí­blica. ¿Tiene algo que decir en este punto el mensaje pascual?
Nos habla no sólo de la supervivencia de Cristo, sino de la resurrección de entre los muertos. Todo el hombre í­ntegro que era Jesús de Nazaret ha sido resucitado, y con su existencia corporal-aní­mica participa de la gloria del Padre.

La resurrección de Cristo es la consuón de la encarnación de Dios. En cuanto Señor «corporal», es «palpable» para nosotros, es decir, cognoscible y representable como un tú y hermano nuestro. En su corporeidad resucitada es un «signo» y un «comienzo» (1 Cor 15, 20-23) de nuestra existencia futura y del cosmos. Cómo sea ese futuro en particular permanece oculto para nosotros. Pero la ignorancia del modo del hecho no excluye el hecho mismo.

BIBL. — P. BENOIT, ón y resurrección del Señor, Fax, Madrid, 1971; . DANIELOU, Resurrección, Studium, Madrid, 1971; A. AMMASSARI, Resurrezione, nell’insegnamento, nella profezia, nelle apparizioni di Gesú, Cittá Nuova Edit, Roma, 1975; B. RICAUx, I’a ressuscité, Duculot, Bruselas, 1972; U. WILCKENS, Resurrección de jesús. Estudio histórico-crí­tico del testimonio bí­blico, Sí­gueme, 1981.

E Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Con el término de aparición, en teologí­a, suele aludirse a una manifestación visible de lo sobrenatural dentro de las categorí­as espacio-temporales del sujeto que es su destinatario.

Es necesario distinguir entre diversas formas de apariciones. La primera se designa con el término de teofaní­a y se nos describe con frecuencia en el Antiguo Testamento. Tanto los textos históricos como los proféticos se refieren a diversas teofaní­as para indicar una comunicación reveladora de Yahveh. La mediación de la aparición se saca con frecuencia de la naturaleza y se describe con rasgos simbólicos, aunque no faltan relatos en los que la teofaní­a se presenta a través de la descripción de personajes con caracterí­sticas humanas. La nube, el fuego, la montaña, el desierto… se toman como categorí­as capaces de expresar la experiencia inexpresable, que es fruto de elección y de gracia por parte de Dios.

También el Nuevo Testamento presenta relatos de teofaní­as en los momentos más significativos de la vida de Jesús, como por ejemplo el bautismo y la transfiguración. De todas formas, como no es posible ver a Dios y seguir viviendo (Ex 33,20), el Antiguo Testamento, aunque narra las teofaní­as, se refiere a ellas como a un fenómeno verbal y no visual. En una palabra, de

Dios sólo puede oí­rse su voz y percibirse su presencia, pero sin ver su rostro. Esta no-visibilidad de Dios se rompe con el Nuevo Testamento, que indica el tiempo de la presencia corporal de la divinidad en Jesús (Col 2,9). A Dios se le ve y se le escucha ahora, ya que se expresa por el Hijo.

0 segundo término es el de cristofaní­a, que indica la aparición de Cristo después de su resurrección. Todas las fuentes neotestamentarias nos narran las apariciones del Resucitado: sin embargo, tiene un valor particular la narración que se encuentra en 1 Cor 15,5, ya que reproduce la primera profesión de fe cristiana, puesta por escrito desde los comienzos de la comunidad, por los años 35-40. Pablo, utilizando una terminologí­a técnica usual entre los rabinos, afirma que él mismo habí­a recibido lo que transmití­a entonces: además del acontecimiento de la muerte y resurrección, repite hasta cuatro veces en dos versí­culos que Jesús «se apareció» (ophthe), en el sentido de que se dio a ver a Pedro, a los apóstoles, a Santiago, a más de 500 hermanos y finalmente al mismo Pablo. El verbo que emplea Pablo no exige necesariamente una percepción visual del Resucitado -ésta puede tan sólo satisfacer a la curiosidad-, sino que indica más bien que se trata de un acontecimiento de revelación. En efecto, las cristofaní­as, tal como nos las narran los evangelios, tienen siempre algunas caracterí­sticas peculiares que pueden sintetizarse de este modo: en primer lugar el Jesús que se hace ver es el «resucitado», es decir, con un cuerpo en el que el principio espiritual domina sobre el material (1 Cor 15,42-49). El empeño de los evangelistas en mostrar que el objeto de la aparición no es » un fantasma» -y que, por consiguiente, los discí­pulos no estaban sometidos a una alucinación-, sino que es Jesús, el mismo que habí­a muerto y habí­a sido sepultado, les mueve a describir al Resucitado y su aparición en términos materiales. Además, la cristofaní­a va siempre ligada a una misión que se les confí­a a los videntes; finalmente, se les promete la presencia constante y la asistencia del Espí­ritu.

La tercera categorí­a es la que comprende las apariciones de la Virgen o de los santos. Teológicamente, hay que mantener en estos casos una distinción importante: para la Virgen, creemos en su asunción corporal, mientras que para los santos esto no se ha verificado todaví­a. De aquí­ surgen problemas que afectan a la modalidad de las apariciones. No es posible, de suyo, excluir semejantes apariciones sin negar la libertad misma de Dios. La historia de la Iglesia presenta continuamente diversas apariciones en momentos diferentes y en los lugares más heterogéneos; la Iglesia ha reconocido la validez de algunas de ellas, mientras que para otras sólo ha autorizado el culto popular Puesto que las apariciones van siempre unidas a las revelaciones, a partir del concilio Lateranense Y se tomaron algunas iniciativas para limitar la publicación de estas profecí­as, tanto para salvaguardar la ortodoxia de la fe como para no crear confusiones o desorientaciones entre los fieles. El papa Benedicto XIV trató este mismo tema (De 5e~orum Dei beatificatione), estableciendo algunos principios que siguen siendo válidos en nuestros dí­as.

En virtud de esta vinculación con la revelación, se impone siempre una criteriologí­a capaz de establecer no sólo el grado de veracidad de la aparición, junto con la garantí­a del equilibrio del vidente, sino también la relación entre el posible mensaje comunicado en la aparición y su coherencia con el depósito de la fe.

R. Fisichella

Bibl.: J. M. Staehlin. Apariciones, Ensayo crí­tico, Razón y Fe, Madrid 1954; K. Rahner, Visiones y- profecí­as, Dinor, Pamplona 1958.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico