Véase COMUNIí“N.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
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Actitud y actividad de colaborar con los demás o de tomar parte en una empresa y proyecto. En educación, como en todo tipo de producción rentable, se habla de la necesidad de participación. Y lo mismo se hace en los ámbitos educativos religiosos, en donde la participación es condición de eficacia y acierto. Con todo es bueno recordar los distintos grados de participación que pueden darse y la necesidad de discernir los más convenientes en cada ámbito y tiempo, para aplicar en cada caso la más conveniente.
– Es participación informativa la que sólo informa quien manda a los que deben obedecer.
– Es participación colaborativa, la que añade a la información la petición de colaboración y sugiere cauces para que sea libre, voluntaria y eficaz.
– Es participación cogestiva, la que implica responsabilidad repartida y compartida, solidaria y proporcional a los derechos y deberes de cada parte.
– Es participación autogestiva la que depende en las decisiones mayoritarias expuestas democráticamente de manera igualitaria y en virtud de criterios justos de proporcionalidad.
La participación en las tareas educativas, y sobre todo en el cumplimiento de los objetivos básicos de las mismas, es condición de eficacia. Para que sea auténtica tiene que ser inteligente. Sólo es tal si se sabe huir por igual de la dictadura y de la demagogia. Una participación falaz es la que provoca expectativas que luego no se van a cumplir. Y es manipuladora la que condciona las decisiones, no a la conveniencia de los que participan, sino a los intereses de quienes gobiernan la comunidad.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
La participación, fenómeno analizado por la sociología y por la ciencia política, indica la implicación de la persona y del grupo humano en la vida social y en sus orientaciones. En otras palabras, el término «participación» se refiere a la persona en su actividad de sujeto de la vida social. La cuestión de la participación resulta hoy fundamental incluso en los países de régimen democrático, ya que se registra una progresiva tendencia del Estado a invadir niveles y espacios que hay que dejar para la libre iniciativa de ías personas y de los diversos colectivos sociales. La verdadera participación presupone un modelo de sociedad estructurada en personas y en formaciones sociales autónomas respecto al poder político, abiertas al bien común del que el poder político ha de seguir siendo el supremo valedor. El problema de las sociedades democráticas es el de cómo hacer efectiva la participación de los ciudadanos en la elaboración de las decisiones, y no solamente en su ejecución; el de cómo conciliar la democracia representativa con la directa, sobre todo en orden a opciones decisivas para el futuro de la humanidad, como el control democrático de la economía, de la ciencia y de la técnica.
No se puede menos de advertir una contradicción en las democracias de los países europeos: por un lado, se percibe una difusa ideología de participación popular; por otro, se observan prácticas cada vez más oligárquicas en la dirección de las instituciones.
La participación figura entre las categorías éticas que están más presentes en la enseñanza social de la Iglesia, en donde se la considera como condición indispensable del crecimiento del hombre y de la sociedad.
La participación en la vida social y política es una exigencia de la dignidad y de la libertad del hombre. En la vida privada y pública, el hombre no puede ser objeto de opciones ajenas, sino sujeto participante de opciones que afectan a todos. «Aspiración a la igualdad, aspiración a la participación: dos formas de la dignidad y de la libertad del hombre» (0T 22). La participación social adquiere densidad y finalización a la luz de los principios que regulan la convivencia humana: solidaridad, subsidiaridad y bien común. La participación, como derecho-deber de la persona, está en contra de toda organización de la sociedad de tipo autoritario y totalitario, en donde se mortifica y se reprime toda instancia libre y creativa de las personas y de los grupos sociales. Sin embargo, la participación real no está garantizada automáticamente en las sociedades de tipo democrático.
Puede quedar bloqueada por una excesiva presencia del Estado o por la hegemonía de algunos grupos o colectivos sociales. La sociedad participada es un objetivo más que un dato real. Y esto hace pensar en la formación de personas capaces, así como en la creación de estructuras adecuadas.
L. Lorenzetti
Bibl.: G. Mattai, Participación, en DSoc, 1228-1236; B. Tellia, Participación política, Ibíd., 1236-1243; G. Barceló Matutano, La participación, solución a la crisis de autoridad. Distresa, Zaragoza 1982; D. Butler, Estudios del comportamiento político, Tecnos, Madrid 1964′ E, Nasarre, El compromiso político del cristiano, en A, A, Cuadrón (ed.), Manual de doctrina social de la Iglesia, BAC, Madrid 1993, 739-761.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO: I. Del «léxico» a la «realidad»: 1. El léxico; 2. El léxico litúrgico; 3. El léxico litúrgico conciliar – II. Datos relevantes y esclarecedores de la participación: 1. Datos del «ayer» litúrgico: a) La enseñanza de la historia, b) La «participación en la celebración», ideal del movimiento litúrgico; 2. Datos provenientes del «hoy» litúrgico: a) Del «movimiento litúrgico» a la «reforma litúrgica» con vistas a la «renovación litúrgica», b) Un «trasfondo paralitúrgico» que se basa en interpretaciones inadecuadas o impropias de la participación en la acción litúrgica – III. Participación, «clave» de la liturgia: 1. «Participación» en relación directa con «celebración»; 2. Participación, ejercicio del «sacerdocio» cristiano; 3. Participación, catalizador entre «misterio» y «vida», 4. Participación, conformación diversificada y progresiva con Cristo, sumo y eterno sacerdote – IV. Intercambios «entre» pastoral litúrgica, catequesis litúrgica, teología litúrgico-sacramental, espiritualidad litúrgica «y» participación en la celebración: 1. Pastoral litúrgica; 2. Catequesis litúrgica; 3. Teología litúrgico-sacramental; 4. Espiritualidad litúrgica – V. Conclusión.
La liturgia cristiana es ante todo celebración -> memorial del -> misterio salvífico de Cristo. Es mediante la -> celebración como se capta interiormente, en la fe, la acción redentora de Cristo resucitado, presente [-> Jesucristo, II, 2] en virtud del -> Espíritu Santo. Haciendo propia tal acción redentora, se construye en cada fiel la santidad. Sólo ofreciendo a la santísima Trinidad la santidad originaria desde la participación en la celebración «memorial» de Cristo, cada fiel puede tributar el verdadero culto de adoración, en espíritu y verdad (cf Jua 4:24), que Dios espera desde siempre de los hombres.
Medio, por tanto, para concretar y realizar las dos principales dimensiones de la liturgia, la descendente o de santificación y la ascendente o de culto ‘, es la realidad de la participación en la celebración.
Sin embargo, se nos presenta en seguida un doble interrogante: ¿Qué significa «participación en la celebración «? Y puesto que la liturgia no se agota en el momento-acontecimiento de la celebración, que tiene, de hecho, un antes y un después existencial, es lícito preguntarse: ¿Cuál es el significado más amplio de «participación y liturgia»?
1. Del «léxico» a la «realidad»
Puesto que los términos se han inventado para significar realidades, es evidente que se ha de considerar en primer lugar el término participación con sus significados comunes, y después comparar estos últimos con los significados que el vocablo asume en el ámbito litúrgico.
1. EL LEXICO. Participación es un término que aparece comúnmente en la liturgia de hoy. Derivado del latín tardío (participatio = partem capere: tomar parte), es sinónimo de adhesión y de intervención. Se usa, por ejemplo, en las acepciones de participar en el teatro, en una competición deportiva, etc. Deteriorado para colmo en el lenguaje económico y político-económico (participación en los bienes, participación mixta; participaciones estatales, etc.), en la vida cotidiana indica no sólo el tomar parte en algo, sino también la invitación (una tarjeta de participación) dirigida a amigos, parientes, conocidos para que participen en acontecimientos alegres (nacimientos, bautismos, matrimonios, aniversarios, etc.) o tristes (lutos, funerales, etcétera): aquí participación significa provocar a una adhesión solidaria.
No vendrá mal recordar que el español y todas las lenguas modernas reflejan el término latino (partem capere) y sus significados. Como equivalentes del término español participación tenemos: participation (francés), partecipazione (italiano), participaçao (portugués), Teilnahme, Teilhabe (alemán), etc.
En este sentido, el término se usa también, como es obvio, en documentos oficiales de la iglesia, y los mismos documentos conciliares lo emplean con riqueza de significados: participación en la vida cultural, en la vida social, en el mundo del trabajo, en la vida pública en la comunidad internacional.
De modo particular y con una tonalidad específica y especial, participación aparece en el primer documento conciliar: la constitución sobre la sagrada liturgia. Más adelante nos detendremos en las connotaciones del término en la SC [-> infra, I, 3]. Un análisis más puntual y profundo realizado fuera de tal documento nos llevaría a algo mucho más vasto que el término considerado en sí mismo. De hecho, como afirman Blaise-Chirat, participatio significa, en general, el hecho de tener relación con, tener en común con, estar en comunión; que equivaldría a relación, comunicación, semejanza, conjunción, etc. En el ámbito de estos significados es donde debe buscarse el sentido de participación en la celebración.
2. EL LEXICO LITÚRGICO. Con su concinnitas, el lenguaje litúrgico nos ha transmitido desde la antigüedad el término clave para la comprensión de la liturgia: precisamente el de participación. Ya presente en la oración Supplices del canon romano, que se inspira en 1Co 10:16-18, este término guarda en tal texto relación directa con la recepción del cuerpo y de la sangre del Señor, como expresión de máxima participación. Efectivamente, en la latinidad tardía el término expresaba el condividir algo, el entrar en comunicación con una realidad. Con estas connotaciones está presente en el latín cristiano. En el latín litúrgico, a la luz de la lex orandi, las connotaciones se refieren a la participación en la comunión de los santos misterios, en particular en la eucaristía y en sus múltiples efectos. La semántica del término se colorea de tonalidades típicamente cultuales. En tal contexto se le encuentra en oraciones de los antiguos Sacramentarios -especialmente en las oraciones equivalentes a la actual de «después de la comunión»- que pasaron al Misal Romano, tanto postridentino como al actual.
El estudio del vocablo participación en el ámbito de la liturgia ha sido afrontado por Lupp. Este filólogo demuestra que los términos griegos méthesis, metoché y koinónía pasan a la traducción latina participatio, al principio exclusivamente entre los filósofos, en un segundo momento en las versiones de la Escritura y, finalmente, en el uso litúrgico. Ello implica que el significado denso del término cristiano-litúrgico esté cargado de conceptos provenientes de la historia, que lleva consigo una múltiple estratificación, como en las sedimentaciones geológicas. Tal estratificación constituye una riqueza que espera todavía ser excavada y sacada a la luz.
Tanto más si tenemos en cuenta que para las fuentes litúrgicas no interesa sólo el término participación; de hecho, en el contexto litúrgico nos encontramos siempre ante sintagmas como «participatio sacramenti»; «participatio huius/sacri/ tui mysterii»; «participatio caelestis/ salutaris/ divina/ perpetua/ sacra/sancta»; «participatio misericordiae»; «participatio muneris divini», etc. Dado que la acción supone siempre la percepción del objeto hacia el cual se dirige la acción, no debe sorprendernos que también la participación en la celebración, en cuanto acción, se dirija hacia el sacramentum, el mysterium, el munus, etcétera.
De esta forma, la participación en el ámbito litúrgico comporta un triple aspecto: la acción de participar aquello en que se participa y los participantes.
a) La acción de participar, en cuanto acción humana (de los fieles que participan), implica y postula actitudes externas y actitudes internas. Unas y otras son, a su vez, susceptibles de graduaciones y modalidades diferentes, todas dirigidas a la finalidad o meta de la acción participativa: el mysterium-sacramentummunus, etc. [-> Misterio; -> Sacramentos; -> Historia de la salvación]. Con estos términos y con las realidades que implican se pueden sintetizar con justicia todos los sintagmas y las adjetivaciones que acompañan, en las fuentes litúrgicas de ayer y en los libros litúrgicos de hoy, al término participatio.
b) Aquello en que se participa en el ámbito litúrgico es el misterio que se celebra haciendo de él el -> memorial. Así, si la acción del participar, para no reducirse a pura formalidad, no puede dirigirse sólo a las actitudes externas, sino que debe afectar y cambiar las actitudes internas de los participantes, lo mismo y a fortiori que el misterio que se celebra demanda toda la atención del momento y una inteligencia y comprensión de la -> celebración más provechosa y profunda.
Efectivamente, se puede afirmar que el participar en la celebración se realiza por medio de la acción externa-ritual (gestos, ritualidad, lenguaje, lengua, adaptación litúrgica), pero no se agota solo en el ámbito de los signos litúrgicos planteados de modo adecuado y apropiado. Participar en la celebración significa trascender y sobrepasar el ámbito semántico-ritualista para penetrar en el corazón de la acción litúrgica. En otras palabras: la participación externa (hecha de actitudes externas: responder, cantar, levantarse, estar de rodillas, etc. [-> Gestos]) es sólo el primer estadio de la participación en la celebración, que es la identificación subjetiva y objetiva con el mysterium-sacramentum. La fusión entre participación externa y participación interna es un ideal que se ha prefijado el -> movimiento litúrgico [-> infra, II, 1, b], y también el sostén y el alma de la -> pastoral litúrgica [-> infra, IV, 1] y de la -> espiritualidad litúrgica [-> infra, IV, 4].
En el ámbito litúrgico, y precisamente según las categorías comunes de la liturgia (signo/ palabra y realidad significada/ presente), se puede afirmar que la participación externa, para no fallar o resultar vana, debe ser signo de la participación interior-espiritual: ésta es el alma de la participación externa, la cual, a su vez, si es auténtica, tiene que ser conforme únicamente a la verdad misma de la santificación de los fieles y de la glorificación de la santísima Trinidad.
c) Las personas que participan son, sobre todo, los fieles, que deben llegar a ser, cada vez más actores facitores de la celebración. Esta es una realidad no individualista, sino eclesial: de hecho, el fiel participa (incluso el catecúmeno es tal, al ser «iam de domo Christi») en una acción en la que están implicadas otras personas (la ecclesia Dei) que interactúan entre sí, como sucede con los fieles asistentes a la celebración; pero, además, están también presentes las personas divinas. Por este simple hecho, la participación asume necesariamente modalidades diversas y pluralidad de tonalidades. Es más, en virtud de la presencia y acción de -> Jesucristo [II, 2] y de la presencia y acción del -> Espíritu Santo, la participación en la celebración, al par que es siempre una realidad nueva y que hace nuevos a los fieles, necesita renovarse y reaccionar a todo tipo de rutina o de estandarización.
En este aspecto la participación en la celebración es mucho más que la simple communio-communicatio. Se convierte en respuesta personal del fiel en la «unica mystica persona» (la iglesia) a la iniciativa del Padre, en-con-por Cristo, «virtute Spiritus Sancti», entregada a la realización en camino de la economía divina, anticipadora de las realidades futuras, realizadora del mysterium que es el progresivo endiosarse de las criaturas con el Creador, de los fieles con Cristo autor y consumador de la fe, de aquellos que están animados por el Espíritu con el Espíritu mismo, que es el santificador, para gloria de Dios.
Parece que justamente en este sentido se mueve el léxico litúrgico conciliar, sobre el que centramos ahora la atención.
3. EL LEXICO LITÚRGICO CONCILIAR. Todo lo que afirma la constitución litúrgica nos ayuda a comprender el significado de participación en la liturgia. Todo lo que se codifica en la SC señala el punto de llegada de todo lo que se había prefijado el movimiento litúrgico [-> infra, II, 1, b], el punto de partida para la -> reforma litúrgica que sigue al concilio y el punto de animación de todo tipo de pastoral litúrgica [-> infra, IV, 1].
Esta, a su vez -con algunas de sus instancias, como la voluntad de introducir la -> lengua vulgar en la celebración, la recuperación de la -> concelebración, la preferencia por la sagrada comunión durante la celebración eucarística, la afirmación del concepto del sacerdocio común de los fieles [-> Sacerdocio, IV, 1], una relación de nuevo cuño en el campo teórico y práctico entre pietas litúrgica y ejercicios piadosos devocionales [-> Religiosidad popular, II], etcétera , había provocado ya la intervención del magisterio con la encíclica Mediator Dei (22 nov. 1947). En la sección referida al culto eucarístico, que ocupa efectivamente la parte central del documento, se afronta también la cuestión de la participación de los fieles en el sacrificio eucarístico.
La encíclica apunta hacia la participación, que ante todo debe ser interna, o lo que es lo mismo, con piadosa atención del ánimo y con íntimo afecto del corazón. De hecho, con esta participación los fieles «entran en íntimo contacto con el sumo sacerdote…, ofreciendo con él y por él (el sacrificio), santificándose con él». Los fieles intervienen en la acción celebrativa de modo activo, en cuanto ofrecen con el sacerdote que preside el sacrificio y en cuanto deben ofrecerse a sí mismos como víctima. Usando el término participar, la encíclica subraya el oficio que tiene la jerarquía de iluminar e instruir a los fieles sobre su derecho y deber de participar en el sacrificio eucarístico de modo activo, para que se pongan en contacto con Cristo sumo sacerdote. Sin embargo, no estará fuera de lugar recordar que la encíclica hace consistir la participación en la imitación de Cristo y en la apropiación de sus sentimientos, poniendo la acción de los fieles en un plano más psicológico que mistérico.
La encíclica dice además: «Son, pues, dignos de alabanza aquellos que se afanan para que la liturgia, aun externamente, sea una acción sagrada, en la cual realmente tomen parte todos los presentes. Esto puede realizarse de varias formas, a saber: cuando todo el pueblo, según las normas rituales, o bien responde disciplinadamente a las palabras del sacerdote, o sigue los cantos correspondientes a las distintas partes del sacrificio, o hace las dos cosas, o, finalmente, cuando en las misas solemnes responde alternativamente a las oraciones del ministro de Jesucristo y se asocia al canto litúrgico» En otros términos: la encíclica subraya la importancia de la participación externa. Esta, junto con la interna, constituye la participación activa, que se hace perfecta cuando es concomitante a la participación sacramental, por la cual «los fieles presentes participen no sólo espiritualmente, sino también recibiendo el sacramento de la eucaristía, a fin de que reciban más abundantemente el fruto de este sacrificio».
En la Mediator Dei es evidente una gradación de la participación: externa + interna = activa, que tiende a la participación sacramental como forma plena de la participación. Es claro también, en la encíclica, el ámbito y el interés de la participación, restringido a la eucarística. Y es bien sabido que la participación no se considera en el documento llano un estar-activamente-presentes en la acción mistérica de Cristo actuada en la celebración. La acción de ofrenda, que los fieles realizan junto con el sacerdote «en el modo que les está permitido» y «en cierto modo», se refiere al culto litúrgico («qua quidem participatione, populi quoque oblatio ad ipsum liturgicum refertur cultu»); pero no es directamente culto litúrgico.
La Sacrosanctum concilium, heredera de una posición similar, la supera y pone la base para ulteriores clarificaciones de la participación. La constitución, en efecto, consciente de que «las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos» y que «por eso pertenecen a todo el cuerpo de la iglesia, lo manifiestan y lo implican» (SC 26), supera decididamente toda discusión sobre la cuestión del sacerdocio común, y declara que «cada uno de los miembros… recibe un influjo (en las acciones litúrgicas) diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual (cf lat. actualis: ¡en acto!)» (SC 26).
Sintetizando todo lo que está presente en el léxico de la Sacrosanctum concilium, se debe convenir que ésta, pese a dejar abierta la cuestión a ulteriores adquisiciones o precisiones, modula la realidad de la participación sobre algunos puntos claros:
a) Ante todo, la SC, eco concreto de las instancias teológico-litúrgicas y pastorales en las que se basaba el movimiento litúrgico, trata de la participación en la celebración de forma repetida, viva y profunda, implicándola ya en el c. I cuando se ocupa de los `principios generales para la reforma y el incremento de la sagrada liturgia» (SC 5-46). Este capítulo fundamental vuelve una decena de veces sobre el tema de la participación. La constitución rompe todo titubeo al extender la realidad de la participación a toda acción litúrgica (sacramento o no): puede haber participación en todas las acciones litúrgicas. La mentalidad del tiempo y la producción litúrgico-pastoral insistía en la participación en la misa, que con el movimiento litúrgico se consideraba, con justicia, no ya como algo exclusivo del sacerdote, sino de todo el pueblo de Dios. Sin embargo, en el tiempo del concilio, por ejemplo, el oficio divino seguía siendo todavía acción litúrgica (no sacramental) propia [sólo] de quien por ordenación, por título jurídico (canonicato) o por profesión religiosa estaba obligado a recitarlo. En cambio, SC 14 afirma: «La santa madre iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (1Pe 2:9; cf 2,4-5)».
El principio enuncia el ideal (plena, consciente y activa participación), la fuente (el sacerdocio bautismal), la motivación íntima (la naturaleza misma de la liturgia), las consecuencias prácticas (el derecho y el deber que tienen los fieles). Por eso la SC 14 continúa: «Al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano, y, por lo mismo, los pastores de almas deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral por medio de una educación adecuada».
b) La participación en la liturgia es parte integrante y constitutiva de la misma acción litúrgica. No es algo extrínseco que se refiere accesoriamente a la santificación y al culto, sino que es una realidad directamente santificadora y cultual. «Por esta razón, los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC 11). Aquí se plantea la participación en la línea clásica que es propia de la sacramentología, es decir, en la línea de la fructuosidad o, lo que es lo mismo, de la concreta eficacia cultual y santificante de la celebración.
Ahora bien, esta doble eficacia conecta con la celebración, pero no se explica sólo en el espacio de la misma. Con otras palabras, como se expresa SC 12, «la participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual», pero tiene su fuente y su cumbre (cf SC 10) en la celebración, de modo que toda la vida del fiel se convierte en una ofrenda eterna (cf SC 12). Consiguientemente, para poder obtener o garantizarse la plena eficacia de la gracia, «es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano» (SC 11).
Por tanto, la finalidad de la participación se alcanza no sólo en el momento celebrativo, sino en toda la vida de los fieles, que han unido su propia vida a Jesucristo, sumo y eterno sacerdote; ya que Cristo concede a los fieles una parte de la propia función sacerdotal para que realicen un culto espiritual, de modo que por medio de su testimonio y de su servicio Dios sea glorificado y los hombres alcancen la salvación (cf LG 34; AA 3).
c) La participación, al ser una exigencia de la naturaleza misma de la liturgia (cf SC 14), permite estar presentes «activamente» en la acción mistérica de Cristo actuada en la I celebración. Esto surge del planteamiento general de la constitución, que presenta la liturgia en clave de historia de la salvación. En efecto, es mediante la liturgia como «se ejerce la obra de nuestra redención» (SC 2). Con otras palabras: la liturgia es historia de la salvación todavía en acto por medio del perenne sacerdocio de Cristo, en el que participan los fieles. Cuando estos últimos toman parte en la celebración, no sólo están en situación de presencia en el acontecimiento histórico de la salvación, sino que lo ejercen en Cristo, por Cristo, con Cristo siempre presente y siempre vivo para cumplir su sumo y único sacerdocio (cf Heb 7:25).
d) A partir de este planteamiento teológico-litúrgico de la participación, la SC deriva una apremiante necesidad respecto de la formación litúrgica:
– de aquellos que deben prepararse para ser pastores (cf SC 15-17) [-> Formación litúrgica de los futuros presbíteros];
– de los pastores con cura de almas, que deben ponerse al día continuamente, porque es imposible esperar una plena y consciente participación de los fieles si ellos mismos no se hacen maestros de la participación. Deben estar llenos de celo y de paciencia para guiar a su grey no sólo con la palabra, sino también con el ejemplo (cf SC 19). La constitución traza una especie de índice de un gran libro todavía por escribir: el de la deontología profesional del pastor en todo lo concerniente a la participación (cf SC 18-19);
– de los fieles, que deben ser seguidos y formados según su edad, género de vida y grado de cultura religiosa (cf SC 19), ayudándoles con todos los medios oportunos a comprender cada vez con más plenitud aquello en lo que participan y a vivir la vida litúrgica, esto es, a expresar en la vida lo que celebran con la fe (cf SC 10) [l Formación litúrgica].
e) La participación en la celebración, tal como aparece en el lenguaje conciliar y posconciliar, induce a captar la riqueza de tal concepto en clave de -> pastoral litúrgica, de renovación del -> estilo celebrativo, de animación de la -> asamblea, según los diversos ministerios y roles de los fieles participantes en la acción litúrgica. El conjunto se basa en dos ideas teológico-litúrgicas correlativas entre sí: el sacerdocio común de los fieles y la eclesiología. Más adelante [-> infra, III, 2] dirigiremos la atención sobre la primera de estas dos ideas base. Aquí reclamamos que la eclesiología litúrgica tiene su humus en la realidad de la participación en la celebración.
Una cosa es cierta: si al comienzo del siglo los traductores del motu proprio de san Pío X Tra le sollecitudini (22 nov. 1903), cuyo texto original estaba en italiano recurrieron a la terminología latina actuosa communicatio para traducir partecipazione activa, porque no encontraron el término participatio en el latín clásico, hoy incluso un simple fiel, gracias a la formación que debe recibir de sus pastores, recurriría con facilidad a una terminología que no debería ser un simple flatus vocis, sino vira fidelium. En efecto, así como el léxico se ha enriquecido de significados y de contenidos, todavía debería ser más rica la teología, la catequesis y la pastoral litúrgica, ya que el progreso que en este campo se ha alcanzado en los últimos veinte años consiste, entre otras cosas, en haber puesto en claro los fundamentos, las motivaciones, las implicaciones práctico-pastorales de la participación en la celebración.
Ahora bien, si es verdad que el léxico nos ha capacitado para captar el ámbito de la realidad de la participación en la celebración, quizá es también lícito preguntar si este ámbito de la participación en la celebración agota o no la realidad de la participación en la liturgia. En efecto:
– la liturgia no se agota sólo en la celebración. El estilo mismo de los documentos conciliares habla de «vida litúrgica»; y también documentos litúrgicos posconciliares repiten una verdad parecida;
– la misma celebración tiene un antes y un después celebrativo que no son de ningún modo amorfos, sino que postulan, también ellos, una participación activa y consciente. Tanto más cuanto que la realidad de la participación destaca por importancia desde los datos mismos de la historia, los cuales además nos hacen entender cómo los pioneros del movimiento litúrgico tenían un concepto de participación más extenso que el que se ciñe únicamente a la celebración.
II. Datos relevantes y esclarecedores de la participación
Puntualizada la situación léxico-gráfica, creemos oportuno tomar ahora en consideración dos series de datos relevantes dentro de la experiencia eclesial de nuestros días, que pueden aclararnos las raíces de la problemática relativa a la participación, y al mismo tiempo darnos pistas para una ulterior profundización de la misma.
1. DATOS PROVENIENTES DEL «AYER» LITÚRGICO. La intuición de los incalculables beneficios que se hubieran derivado de un contacto, incluso limitado pero consciente y rectamente entendido, con las grandes y valiosas riquezas de la liturgia -considerada, entre otras cosas, como alimento de la fe- ha sido el alma del movimiento litúrgico en las diversas fases de su nacimiento y desarrollo 3’. Pero no se trató de una intuición exclusiva del t movimiento litúrgico propiamente dicho. En realidad, un análisis y una lectura atentos de los datos histórico-litúrgico-pastorales podrían demostrar que, en el cristianismo, cada época cultural, unas más, otras menos, ha hecho esfuerzos relevantes para llevar a las diversas generaciones de fieles a participar en la acción litúrgica. Esto ha sucedido según formas adaptadas a las diversas condiciones de los creyentes y a las múltiples coyunturas eclesiales: ciertas épocas, por ejemplo, no han teorizado el fenómeno de la participación, como se ha hecho desde el siglo pasado hasta nuestros días; pero se podría probar cómo la idea y el estímulo incesante de la realidad han estado siempre presentes en la vivencia eclesial
a) La enseñanza de la historia. Las reformas en el campo litúrgico-sacramental proyectadas y realizadas en la época moderna y contemporánea se han orientado siempre a llevar la liturgia a los fieles y los fieles a la liturgia. Tales reformas -emprendidas sea por individuos, como la proyectada por Giustiniani y por Quirini o por Quiñones, sea por concilios, como la del Lateranense IV y del Tridentino, sea por reformadores, como la de Lutero, la ya típica del sínodo de Pistoia o la del congreso de Ems (Alemania)- en sus instancias últimas e íntimas se movían en torno al centro de interés de la participación en la acción litúrgica, volviendo a las fuentes antiguas y a la vida simple y fuertemente intensa de la iglesia antigua.
También es verdad que algunos de los intentos ahora recordados, al haber afrontado de forma imprudente o exagerada el problema de una adecuada participación en la acción litúrgica por parte de los fieles, han retrasado la consecución de la meta °°. Sin embargo, el primer fruto y la más ingenua aportación de tales intentos, incluidos los heterodoxos, aunque especialmente y más propiamente de los ortodoxos, fue el haber trazado las coordenadas de lo que después sería la pastoral litúrgica, cuya intención sigue siendo conducir y conservar al pueblo a/en Cristo, sumo y eterno sacerdote, y Cristo a su pueblo.
En este ámbito es donde encontramos las raíces del movimiento litúrgico clásico: en su delinearse en un primer momento con la renovación monástica se asiste al redescubrimiento de la participación en la celebración por parte de los mismos monjes. La acentuada toma de conciencia de que el mejor modo de vivir el cristianismo y de sentirse y ser iglesia es vivir la liturgia mediante las modalidades de la participación a distintos niveles, llevará a los liturgistas en primer lugar a insistir en la formación del clero en esta dirección; después, con un clero formado para participar conscientemente en la celebración, se llegará a la preocupación de conducir progresivamente y en manera siempre nueva al pueblo a la participación. De aquí la explosión de iniciativas de tipo pastoral-litúrgico, todas centradas en torno a la cuestión de la participación en la celebración: congresos, semanas de estudios o publicaciones de diversas clases, dirigidos a la recepción, por medio de una adecuada catequesis, de la necesidad de una participación verdadera y auténtica en la celebración.
En verdad todo lo que emerge de los datos de la historia enseña que la participación en la acción litúrgica ha sido el punto de apoyo sobre el que han gravitado iniciativas tendentes a obtener del pueblo resultados que, en un determinado momento histórico, se consideraban necesarios para el mismo bien espiritual de los fieles «. Además la historia nos enseña que el concepto de participación en la celebración es relativo y se relaciona con la comprensión -propia de cada época y de cada generación de cristianos- de la realidad de la -> celebración y de cuanto en ella se realiza. La comprensión crece continuamente.
Sin duda también el actual concepto de participación en el ámbito de la liturgia necesita ponerse en crisis (como se suele decir) para examinar a fondo su alcance, su extensión y las correspondientes implicaciones práctico-operativas en conexión tanto con la realidad de la participación como con la realidad de la celebración [-> infra, III, 1]. Todo lo que proviene del movimiento litúrgico nos induce también a realizar estas afirmaciones.
b) La `participación en la celebración» ideal del movimiento litúrgico. Creemos oportuno resaltar los siguientes avances, que ponen de relieve de qué forma la participación en la celebración es el ideal al que ha tendido el movimiento litúrgico.
‘†¢ Los antecedentes del movimiento litúrgico, que hunde sus raíces en el s. xvii 5°, ven la necesidad de una mayor simplicidad de formas y de fórmulas, de modo que se alcance una más profunda e inmediata inteligencia de la liturgia. Se perfilan las líneas que, al desembocar en la pastoral litúrgica, se concretarán en la terminología usada inmediatamente después, y que se condensa en torno al sustantivo participación.
†¢ La aparición del movimiento litúrgico une a la instrucción y a la formación litúrgica la invención de medios y de subsidios para llevar al pueblo a la liturgia y la liturgia al pueblo de Dios. Es más, con el redescubrimiento del aspecto comunitario, en sintonía con la eclesiología renovada, se perfilan los horizontes luminosos de aquel despertar que, hacia finales del siglo pasado y en la primera mitad de éste, formula ya de modo más claro una teoría sobre la participación en la celebración.
†¢ El movimiento litúrgico clásico, en sus instancias más genuinas, orienta sus esfuerzos hacia la obtención de una participación verdadera y consciente de los fieles en la liturgia. Para alcanzar esta meta, el movimiento litúrgico se une a la aportación de los movimientos colaterales bíblico y catequético y aprovecha sus adquisiciones. A su vez, el movimiento litúrgico, mientras ayuda a aquéllos, anticipa también el movimiento ecuménico.
Es claro que para el movimiento litúrgico la participación en la celebración tiene una doble validez: es meta y medio; meta: porque su intención es conducir a los fieles a la conciencia de su cristianismo, vivido, fomentado, incrementado con una vida de fe que se apoya toda ella en la eucaristía. Frutos del movimiento litúrgico son: la sagrada comunión anticipada a los niños, la comunión frecuente, la posibilidad de celebrar la eucaristía por la tarde, etcétera; todo ello para que la vida de los fieles estuviese estimulada eucarísticamente; medio: para que con la participación en la celebración los fieles, reunidos por el Espíritu Santo, puedan dirigirse a Dios como pueblo suyo, como iglesia, de modo no sólo abstracto, sino concreto: orando juntos, cantando con un solo corazón y con un alma sola, para vivir del modo arriba indicado.
Todo lo que el movimiento litúrgico perseguía, después de vicisitudes de distinto tipo 55, fue recogido en los mismos documentos oficiales de la iglesia, como el motu proprio Tra le sollecitudini, de san Pío X, del 22 de noviembre de 1903, sobre la música sagrada; y bajo el mismo pontificado el decreto de la entonces sagrada Congregación «de disciplina sacramentorum» Quam singulari, de 8 de agosto de 1910, sobre la edad de la primera comunión.
Para el potenciamiento del canto y de la música sacros intervino también Pío XI con la constitución apostólica Divini cultus, del 20 de diciembre de 1928. Son importantísimas las encíclicas de Pío XII Mystici corporis, del 29 de junio de 1943 59, y especialmente la ya citada Mediator Dei, del 20 de noviembre de 1947. Pío XII da comienzo a las primeras reformas con el restablecimiento de la vigilia pascual en 1951 61, con nuevas normas para el ayuno eucarístico en 1953, con la reforma de toda la semana santa en 1955’ y la simplificación de las rúbricas, también en 1955. El mismo año este mismo papa vuelve a tratar el tema de la música sacra.
Entre tanto se había comenzado un inmenso trabajo, preparatorio de una reforma general de la liturgia», que vio con Juan XXIII una simplificación de las rúbricas del Breviario y del Misal Romano (25 de junio de 1960) en nombre de la autenticidad de la celebración. El fermento y las primeras realizaciones de la reforma litúrgica, como acercamiento concreto de muchas instancias del movimiento litúrgico, serán sancionadas programáticamente por el Vat. II. Oficialmente se han promulgado mediante las disposiciones del mismo concilio y de los documentos y -> libros litúrgicos posconciliares.
Efectivamente, como han demostrado Baraúna y otros», la participación en la celebración es el punto de apoyo sobre el que gravita la constitución conciliar sobre la liturgia. Lo mismo podría demostrarse de los mencionados documentos posconciliares de interés litúrgico, así como de los libros litúrgicos promulgados oficialmente: la participación en la celebración es su motivo de fondo.
2. DATOS PROVENIENTES DEL «HOY» LITÚRGICO. LOS problemas prácticos que suscita la participación de los fieles en la acción litúrgica no son nuevos. Los estudios realizados, por ejemplo, sobre la lengua vulgar en la liturgia han puesto de relieve que si la oración, por una parte, tiene un valor y una eficacia propios, independientemente de la comprensión que de ella puedan tener tanto el celebrante como los fieles, por la otra es preciso evitar el considerarla como algo mágico, desatendiendo la aportación de los participantes «ex opere operantis, et operantis ecclesiae». Es obvio, por tanto, que cada época, como ya hemos dicho (especialmente en los últimos días, con el movimiento litúrgico estrechamente ligado a las aperturas de la más sana teología sacramental), trata de conseguir una comprensión lo más profunda posible de los textos y de los ritos, para que la participación en la celebración sea espiritualmente fructífera y mistéricamente plena y completa. Trazando ahora un breve diagnóstico del hoy litúrgico, podrán ponerse con facilidad de relieve sombras y luces: las primeras, para hacerlas desaparecer; las segundas, para potenciarlas.
a) Del «movimiento litúrgico» a la «reforma litúrgica» con vistas a la «renovación litúrgica». Alcanzadas algunas metas que los pioneros del movimiento litúrgico se habían prefijado y que el Vat. II hizo propias, codificó y están en curso de realización en la reforma litúrgica posconciliar, se ha caído en la cuenta de que falta todavía mucho por hacer en orden a la consecución de las verdaderas metas de la renovación litúrgica». Esta última trataría de llevar a los fieles participantes al corazón de la celebración, de modo que vivan cuanto celebran para poder celebrar de modo auténtico cuanto viven. El flujo y reflujo entre la vida y la celebración debería reducir y, en último término, eliminar el divorcio presente en muchos fieles entre celebración y vida.
Pero mientras se apunta a la renovación litúrgica, se cae en la cuenta de que el impacto de la reforma litúrgica -y de algunas de sus metas alcanzadas: lengua vulgar, mayor simplicidad y linealidad de las acciones litúrgicas, etc.- con el genio de los diversos pueblos desemboca en la vasta problemática de la -> adaptación. A este propósito es preciso recordar que, en la promoción de la adaptación, hay que tener siempre presente todo lo que la verdadera participación postula y exige. Ahora, en el contexto actual la participación efectiva tiene lugar con modalidades diversas, no siempre adecuadas a la naturaleza de la realidad litúrgica.
Ello sucede especialmente en donde se ha hecho y se hace consistir la reforma litúrgica en simples cambios de ritos y de modalidades externo-celebrativas. Es evidente que, en tales casos, se han desatendido tanto el confepto cuanto la realidad de la participación en la celebración. Aquí se entiende por participación una implicación sólo periférica (y nos atreveríamos a decir epidérmica) de los fieles en la acción litúrgica. Se trata de una participación meramente externa, aunque de nuevo cuño ritualista, formal. Una vez perdido el mordiente de la novedad, tal participación, ligada a la rutina, acaba por volverse rancia. De aquí una desafección a la acción litúrgica, que no se quiere porque no se conoce o bien porque se conoce en formas que ya están muertas antes de nacer. No extraña, en tal contexto, el abandono de la frecuencia de la acción litúrgica; por ejemplo, la misa festiva, la celebración de la penitencia, etc.
Otros, recurriendo a formas celebrativas (de tipo conservador o de tipo innovador) reconocidas oficialmente como posibles (lo dicen las mismas rúbricas cuando, por ejemplo, sugieren: «bis vel similibus verbis»; «pro opportunitate»; etc.), piensan que alcanzan lo sustancial cambiando lo accidental. Es verdad que para quien actúa de este modo sigue estando vivo, al menos en un cierto sentido, todo el gran tema de la participación en la celebración. Pero es igualmente verdadero que si éstos tienen siempre presente la meta que hay que alcanzar, se equivocan no poco respecto de los medios y los métodos. De hecho desatienden el gran capítulo de la -> formación litúrgica del pueblo que debe participar. Se tiene así la pretensión de querer alcanzar la meta sin querer recorrer el camino.
Pero no todo es sombra. La luz proviene de aquellos que favorecen una participación que colme cada vez más el gap y acorte la distancia entre el fiel y el misterio celebrado, entre vida y celebración. Para éstos la participación en la celebración es la fuente primera de la espiritualidad cristiana y la cima a la que ella tiende naturalmente [I Espiritualidad litúrgica]. Quien actúa así se mueve por las más genuinas exigencias de la cura animarum, tal como la entiende la sana tradición. Tódos sus esfuerzos se orientan al paso de la reforma litúrgica (primer fruto del movimiento litúrgico) a la renovación litúrgica (verdadera finalidad de aquél). Precisamente esta justa concepción de la finalidad de la participación en la celebración ayuda a comprender la auténtica naturaleza de la participación misma.
b) Un «trasfondo paralitúrgico» que se basa en interpretaciones inadecuadas o impropias de la participación en la acción litúrgica. Este trasfondo salta a la vista incluso de aquel que no haya realizado un diagnóstico en profundidad de la situación. Nos encontramos ante interpretaciones inadecuadas o instrumentalizaciones indebidas de participación en el ámbito de la liturgia. Aducimos sólo algunos ejemplos con el fin de señalar los límites dentro de los cuales debe mantenerse el concepto -> realidad de la participación.
Esta no puede convertirse en pretexto para sustituir con los propios criterios personales el sensus ecclesiae en materia litúrgico-sacramental y formular así una teoría que lleve a la subversión de todos los parámetros litúrgicos. Sigue teniendo siempre valor el -> derecho litúrgico-sacramental que trata de salvaguardar, entre otras cosas, la perennidad de la tradición. Desatender el derecho litúrgico y la tradición que éste conserva podría crear una especie de divergencia desde otras experiencias e indicaciones provenientes de las comunidades cristianas que nos han precedido. Se formaría entonces una discontinuidad en la vitalidad de la tradición o se incurriría en los mismos errores cometidos, debatidos o combatidos por otros en otras épocas, en las mismas longitudes de onda actuales «.
La participación no puede tampoco ser instrumentalizada para conseguir una adaptación litúrgica mal interpretada. Participación y adaptación litúrgicas no son antitéticas: ésta está al servicio de aquélla. De hecho, los mismos libros litúrgicos actuales (así como los documentos posconciliares) tienen un gran tema de fondo: la adaptación ‘^. Pero forzar la adaptación, que es un medio para alcanzar la meta de la participación en la celebración, casi como si aquélla fuera el fin y el objeto, es cometer el error opuesto de quienes absolutizan la tradición hasta llevar a identificarla con la conservación y el inmovilismo.
La participación no puede adoptarse para crear una confusión en las relaciones pluripersonales que forman la base de la interacción de los participantes. En la ecclesia los fieles, participando en la celebración, interactúan entre sí y con las personas divinas [-> supra, I, 2, c]. El respeto hacia todo aquello que es propio de los términos de la relación (por una parte, todo lo que es propio de la naturaleza y de la acción de Dios, y, por la otra, todo lo que es propio de la naturaleza y de la acción de los fieles), es la base del verdadero concepto/realidad de la participación. Sería, por tanto, absurdo que en nombre de la participación se elevara de grado la veneración de las formas mudables (aunque indispensables) de la acción litúrgica, en perjuicio del espíritu de la liturgia perenne. Sería igualmente absurdo absolutizar este espíritu, con la consecuencia de crear una especie de desencarnación de la acción litúrgica, que desatendería a los fieles participantes. Los dos extremos se convierten fácilmente en espejismos. Es lo que les sucede, por ejemplo, a quienes, partiendo de las exigencias y de las instancias del fiel (persona humana que cree), no consiguen, o lo consiguen con dificultad o de modo inadecuado, «reajustar al hombre para darle de nuevo su lugar en el orden de la realidad, en la conciencia de sus límites y de su dependencia de la realidad que se celebra. Ni horizontalismo, ni verticalismo, sino fidelidad a Dios y fidelidad al hombre (creyente).
En otros términos: la participación en la celebración no puede ser simplemente fruto de una experiencia o de medios humanos orientados a hacer comprender y gustar las celebraciones. Procediendo así se reinstaurarían esas formas de sentimentalismo paralitúrgico que ya han sido superadas en el campo teórico desde las diatribas de los primeros veinte años del siglo'». Ciertas formas de piedad popular, que algunos quisieran introducir en la acción litúrgica en nombre de la adaptación o de una participación mal entendida, son formas camufladas de sentimentalismo.
De modo similar, la participación en la celebración no puede agotarse en ser sólo la meta a la que un sano y bien entendido activismo pedagógico podría llegar. En este caso: dado que la liturgia recibe su naturaleza y su fin de un campo que trasciende de por sí los valores humanos, la participación no puede limitarse a ser una realidad puramente extrínseca, accidental, externa; debe ser interna, verdadera, consciente, activa y crear en la persona del fiel la sintonía con la realidad litúrgica, que comporta la santificación de los fieles en Cristo, en virtud del Espíritu, por un culto en espíritu y en verdad.
Está claro que si la liturgia trasciende los valores humanos, no por eso los niega: en la medida en que son valores auténticos, pueden, deben y están de hecho llamados a dar su contribución a la realidad integral y fructífera de la participación. Esta postula la comprensión de la -> historia de la salvación celebrada y, en consecuencia, actuada, hecha presente por medio de la acción de las personas divinas, en beneficio de las personas de los fieles, que constituyen la asamblea litúrgica concreta. Esta última es simplemente signo de la iglesia universal y católica». Es `pro ecclesia, in ecclesia, una cum ecclesia» como la celebración tiene su verdadero valor, elevado al nivel de signo por la asamblea concreta de los fieles que participan. De forma que la presencia activa, consciente y verdadera de los fieles asume un carácter inderogable e insustituible en el hodie y en el hic et nunc celebrativo. Ahora bien, aunque la celebración podría alcanzar de por sí sus propias finalidades incluso si nuestra participación fuera mínima, sin embargo se postula y exige una participación cada vez más personal y comunitaria, interna y exterior, plena y profunda, para que no resulte desatendida, coartada, soportada e inutilizada la iniciativa y la participación de las personas divinas.
III. Participación, «clave» de la liturgia
Analizando el léxico [-> supra, I] se ha podido llegar a una mejor comprensión de la realidad de la participación en la celebración y se ha captado una especie de desarrollo y de profundización que se ha dado en los documentos oficiales de la iglesia [-> supra, 1, 31. Y el pronóstico, aunque superficial, de algunos datos provenientes de la vivencia eclesial de ayer y de hoy [-> supra, II] ha puesto de relieve, por otro lado, tanto la importancia pastoral que ha tenido y tiene todavía hoy la participación en la celebración en la pastoral litúrgica como la necesidad de una profundización posterior en la realidad de la participación, ya que no todo se ha agotado en el estudio, y por consiguiente tampoco en la pastoral litúrgica. Aquí quisiéramos puntualizar qué significa participación en la celebración, exponiendo en síntesis todo lo que al respecto es seguro.
1. «PARTICIPACIí“N» EN RELACIí“N DIRECTA CON «CELEBRACIí“N». La celebración a que nos referimos no es sólo la que tiene lugar en la eucaristía, sino a toda celebración: sacramental y no sacramental (piénsese en la liturgia de las Horas). Más aún: en la celebración están implicados no sólo el ministro o los ministros, como en la concelebración eucarística (pero no sólo en tal concelebración: de hecho se puede dar la concelebración justamente con varios ministros, por ejemplo en la unción de los enfermos; en el matrimonio son dos los ministros: los esposos que lo celebran [¿o concelebran?; -> infra, IV, 3]); en la celebración están implicados no sólo los sujetos, por ejemplo el bautizando, el confirmando, el penitente, los que comulgan, etc. La celebración implica a todos los presentes de formas diversas. Piénsese en quien realiza un ministerio particular en la celebración sin ser ni el que preside ni un simple fiel participante. Todos, en todo caso, intervienen con respuestas, cantos, gestos, ritos, etc.
De esta primera constatación surge que la máxima participación es la de aquellos que están inmediatamente implicados como sujetos directos de la acción litúrgica (sea o no sacramento). Es preciso, por tanto, aceptar que dentro de la misma participación activa hay una graduación basada en una prioridad de valores. Por ejemplo, respecto de la eucaristía, la participación debe ser activa también por parte de quien, presente en la asamblea, no comulga; mientras que es plena y máxima en aquellos que comulgan dignamente y con las debidas disposiciones. Por lo que se refiere a la liturgia de las Horas, la participación es máxima y plena por parte de todos los presentes. Pero es claro que, por ejemplo, en la celebración de la confirmación, la participación será plena y máxima sólo por parte de los confirmandos, etc. ¿Qué significa participar en la celebración para aquellos que están presentes y toman parte en la misma sin ser sujetos directos de ella?
Este y análogos interrogantes encuentran respuesta múltiple en la profunda y completa comprensión de lo que es participar [-> supra, I, 1-3] y de qué es -> celebración. Aquí recordamos, en síntesis:
†¢ la celebración no es pura ceremonia, mero fruto de condicionamientos sociológicos o de una determinada preparación religiosa de una determinada comunidad. De esta forma, la participación, en el ámbito litúrgico, se distancia del modo común de decir cuando se habla de participar en acontecimientos profanos (por ejemplo, en una competición deportiva o en una ceremonia civil);
* la celebración no puede reducirse a un momento didáctico-catequético durante el cual la asamblea se instruye sobre algunas verdades. También aquí la participación se diferencia de expresiones/realidades como la siguiente: participar en una clase, etc.;
* la celebración es hacer presente lo que las personas divinas han realizado por la salvación de cada hombre/mujer dentro del pueblo que ellas se han elegido; de tal forma que participar es hacerse presente del modo más adecuado, en Cristo, «virtute Spiritus Sancti», en la intervención de Dios en la historia. En efecto, celebrar es actuar el misterio de la salvación que se ha hecho historia, que se recuerda en sentido litúrgico [-> Memorial] y se revive en su plenitud en el aquí y ahora, en el hoy celebrativo. Puesto que la celebración litúrgica es simultáneamente presencia, memoria y profecía de la historia de la salvación, que tiene en el misterio de Cristo su centro y su síntesis X1, la participación debe asumir las características que provienen de la celebración.
Y celebrar es epifanía de lo divino, es decir, una revelación que se actúa por la gracia divina comunicada y dada a los que participan en la acción litúrgica; de aquí que participación signifique acogida activa a la intervención de Dios.
Celebrar es un acontecimiento ordenado a la santificación de los participantes para que puedan tributar alabanza y dar culto a Dios.
En otros términos: celebrar es presencia y acción de la Trinidad que actúa e interviene (en la celebración) para hacer verdad cuanto los fieles cumplen precisamente con la participación. Esta es, por tanto, actitud responsable y cada vez más responsabilizada, que sintoniza con la acción divina.
2. PARTICIPACIí“N, EJERCICIO DEL «SACERDOCIO» CRISTIANO. Todos los fieles pueden dar una respuesta adecuada a la intervención de las personas divinas tomando parte en la celebración, porque todos gozan de un jus nativum o legado primigenio con el sacerdocio común de los fieles.
En tiempos cercanos a nosotros, especialmente desde el siglo pasado, por obra de Scheeben » y Rosmini, el sacerdocio de los bautizados ha sido puesto de relieve cuando, prescindiendo de las diatribas de la reforma protestante, se han descubierto sus implicaciones litúrgicas. Por más que la temática del sacerdocio de los fieles [-> Sacerdocio, IV, 1] se debata todavía hoy, se ha superado decididamente la concepción reductiva que se había ido creando después de la polémica con la reforma protestante. En íntima relación con el sacerdocio ministerial, aunque sin confundirse con él, participa de la misma fuente y síntesis del único sumo y eterno sacerdote, Jesucristo.
En general, hoy, después de las acentuaciones hechas en las encíclicas Mystici corporis (de forma indirecta) y Mediator Dei (más directamente), y las aperturas de los documentos conciliares, el sacerdocio común de los fieles se pone en estrecha relación no sólo con la liturgia bautismal, en la que encuentra su origen primero, sino también con la liturgia de la confirmación, considerada como la explicitación más completa de la concesión de tal sacerdocio 86. Además se pone en relación con la celebración eucarística, que es el locus por excelencia donde las funciones propias del sacerdocio común se explicitan en un doble modo máximo: ofreciendo Cristo al Padre, por virtud del Espíritu Santo, a través del sacerdocio ministerial, y haciendo posible la oblación directa de sí mismos por parte de los bautizados (y confirmados) en-con-por Cristo.
Es, en efecto, esencial para la iglesia no sólo que los fieles tengan calificación sacerdotal (constituyen un pueblo de sacerdotes), sino también que ejerzan los actos de este sacerdocio. Los actos del sacerdocio encuentran su puesto en el campo de las acciones litúrgicas, que expresan a la iglesia y la constituyen. Con la participación, por tanto, los fieles ejercen en la celebración su sacerdocio, desarrollando ulteriormente la fundamental incorporación en Cristo: unidad en Cristo que comporta para el fiel la posibilidad de participar con y en Cristo en su ser sacerdotal. En consecuencia, la participación en la celebración (especialmente en la eucaristía) es fuente y cumbre de la vida cristiana, que se convierte así en una vida de culto en espíritu y verdad, en el que se perpetúa el doble y más profundo fruto de la participación en la acción litúrgica: una vida de santificación y de culto.
3. PARTICIPACIí“N, CATALIZADOR ENTRE «MISTERIO» Y «VIDA». La celebración es integración del misterio de salvación en una acción litúrgica (fuente) de santificación y de culto para la vida del fiel. Y simultáneamente es integración de la vida cristiana en una acción litúrgica (cumbre) a través de la cual el misterio se convierte en historia en el hic et nunc celebrativo. En este flujo y reflujo entre «misterio-celebración-vida ‘ y «vida-celebración-misterio»; la participación juega el papel de catalizador de las actividades de los participantes. Se ha demostrado, en efecto, que en la realidad y en el concepto de celebración entran el reunirse con, el dirigirse a, el hacer, el actuar, el ofrecer, el conformarse, términos y realidades que revelan las características de las acciones de los participantes tendentes a unir la vida al misterio y el misterio a la vida. Las fuentes litúrgicas acentúan verdaderamente la tonalidad de -> fiesta propia de la participación. En todo caso, es cierto que, más allá de las acentuaciones que puede asumir la celebración -estando ligada en parte, en la ritualidad y en la gestualidad, con la índole de los fieles implicados-, la participación, al menos mínima, se exige (y se augura la participación total y máxima) como constitutivo de la celebración. La acción litúrgica-sacramental, en efecto, no es sólo una acción externa, suficiente en sí misma; por el contrario, es una acción que indica y realiza, en la espera de una plenitudo escatológica, el cumplimiento del misterio que la Trinidad ha pensado y va realizando con la cooperación del fiel en Cristo-iglesia por virtud del Espíritu Santo.
La participación hace precisamente de catalizador de las voluntades (actitudes exteriores e internas) de los fieles, que en la iglesia (y la iglesia con y en los fieles particulares) con-celebran con-por-en Cristo. Por ello, los fieles no pueden quedarse en el rito exterior en el que toman parte, sino que deben participar en la realidad que trasciende al rito. Y en la liturgia cristiana, el rito remite siempre más allá de sí mismo. Se comprende, por tanto, que, mientras la celebración actúa y realiza el opus redemptionis, el acto de tomar parte filtra y concreta el opus salvificum para la vida de cada fiel.
4. PARTICIPACIí“N, CONFORMACIí“N DIVERSIFICADA Y PROGRESIVA CON CRISTO, SUMO Y ETERNO SACERDOTE. LOS fieles pueden participar en la celebración porque están en Cristo, sumo y eterno sacerdote, el liturgo por excelencia, desde el día de su bautismo [-> supra, 2] y ejercitan así su propio sacerdocio. Sin embargo, dado que la participación está en relación directa con la celebración [-> supra, 1] y que ésta es siempre un acontecimiento nuevo, se debe convenir que es constitutivo de la participación al menos un doble dinamismo de transformación conformadora con Cristo. En efecto, participar en la celebración significa:
a) transformación existencial. Todo fiel, al participar en la acción litúrgica, se hace cada vez más consciente de pertenecer al pueblo de Dios, y cada celebración transforma cada vez más radical y profundamente la asamblea en cuerpo místico del Señor. El cuerpo de la iglesia se forma celebrando los mysteria. Y el cuerpo místico de Cristo ya constituido se robustece y se va haciendo más compacto con la celebración repetida, en la que los fieles toman parte activamente. Cada participación es unívocamente nueva e irrepetible en sus efectos ontológicos. Así, en la participación en la celebración bautismal los fieles se descubren como familia de Dios, pueblo sacerdotal, real, profético, un conjunto de hijos reunidos en el Unigénito del Padre, en la fuerza del Espíritu, mientras otra persona (o más), esto es, el bautizado, se está convirtiendo en hijo adoptivo del Padre. En la celebración de la confirmación, la ecclesia, ya animada por el Espíritu, en virtud de la participación se vuelve a encontrar bajo la acción del mismo Espíritu, que la impele a una disponibilidad y docilidad ilimitadas a su acción, con vistas a las funciones y las tareas específicas de cada uno de sus miembros. Participando en la celebración eucarística, la ecclesia se encuentra como renovada oblación de comunión con Cristo, sumo y eterno sacerdote para que, obedeciéndole a él («haced esto en memoria mía»), pueda hacer perenne su misterio en la máxima tonalidad. En la celebración de la penitencia o reconciliación, la ecclesia, santa y siempre necesitada de purificación, se encuentra junto a sus miembros, que cantan la misericordia del Padre, desbordante en el Hijo, en virtud del Espíritu. Con la participación en la celebración de la unción de los enfermos, la ecclesia se redescubre asociada en sus miembros sufrientes, sujetos directos de la celebración; a los sufrimientos de Cristo en la cruz, a fin de que, al sufrir de modo existencial con el crucificado siervo de Yavé, al redimir y rescatar al mundo de las consecuencias del pecado, ella misma perpetúe el misterio de liberación del hombre de todo cuanto lo lleva a la destrucción de la persona. Quien participa en la celebración del orden se encuentra como ecclesia amalgamada por un tejido articulado que la estructura y la ayuda a perennizarse en el tiempo y en el espacio, transmitiendo de generación en generación el «depositum mysteriorum et ministeriorum Christi «. Finalmente, en la celebración del matrimonio la ecclesia se revela a sí misma como aquella que es amada por Cristo y se asocia a él con amor esponsal, de tal forma que el hombre y la mujer, que ya son uno en Cristo por ser fieles (al menos una de las dos partes), asumen ahora el honor y la obligación en nombre de la iglesia («in facie ecclesiae») de reproducir, de actuar, de perpetuar en sí mismos el depositum vitalitatis que Dios ha derramado en la humanidad y que en Cristo se ha convertido en depositum vitae, que es él mismo.
Por tanto, mientras los sujetos de las diversas celebraciones están implicados como participantes directos, a todo fiel participante que sea consciente del acontecimiento celebrado le alcanza un conjunto de efectos salvíficos que transforman su personalidad. La participación en la celebración indicada además
b) transformación vitalizadora de las capacidades de los participantes (incluso en un niño muy pequeño, o en una persona en coma, o en un disminuido psíquico, etc.). La celebración tiene la capacidad de hacer coincidir el anuncio con el acontecimiento-evento. El anuncio es para todos («id…, anunciad… a todas las gentes»), ya que para todos es el acontecimiento-evento. La transformación vitalizadora, efectuada por la participación en la celebración, hace de una persona un hijo de Dios por adopción (bautismo); de un fiel, un ministro constituido en un sacerdocio ministerial (orden); de un pecador (y todos lo somos) en camino hacia la conversión, un convertido que canta gloria a Dios (penitencia); del pan y del vino ofrecido por personas humanas, cuerpo y sangre del Señor, que vuelve a ofrecerse a sí mismo al Padre con los oferentes (eucaristía); de un fiel que se encuentra en estado de precariedad física, un alter Christus, que sufriendo redime al mundo (unción de los enfermos); etc.
En último término, la transformación vitalizadora y la existencial indican que participación equivale a conformidad y solidaridad con Cristo: esto, al menos, afirman las fuentes litúrgicas. Es más, conformidad y solidaridad con Cristo no se encuentran nunca en el mismo nivel. En efecto, el esse in Christo (= conformidad) es la raíz y la fuente ontológica de la participación (= solidaridad). El esse in Christo pone de relieve la iniciativa del Padre, que nos convoca en el Hijo; y la participación es repuesta a tal iniciativa (= dimensión apocrítica propia de la participación en la celebración). Puesto que la respuesta no es algo pasivo o estático, sino que indica más bien unión con, comunión con, conformidad con, solidaridad con Cristo, postula una progresión hacia la plenitud de la maduración en Cristo. La participación en la celebración es diversificada en cada fiel, porque es activa, consciente, operativa. Y cada uno comercia con sus talentos de modo diverso también al tomar parte en la acción litúrgica. En todo caso, para todos es progresiva, porque el esse in Christo está en relación directa con el in Christum. Progresiva es la conformación con Cristo, porque progresiva debe ser la «sinergia» con Cristo. En otros términos: la participación en la celebración postula una modificación continua de la actitud y del modo de vivir, de pensar, de juzgar, etcétera, para asumir los sentimientos y las actitudes de Cristo [-> infra, IV, 4: participación como base de la espiritualidad].
Quien participa en la liturgia se asimila existencialmente al Cristo liturgo, de modo que es llevado suave, gradual y progresivamente a plasmar en la vida cuanto celebra (el movimiento progresivo lleva a renunciar voluntariamente a todo aquello que antes se consideraba justo; a dejar a un lado las máscaras, los revestimientos pseudocristianos de formas de vida antes consideradas cristianas, pero que resultan siempre perfectibles o susceptibles de ulteriores esfuerzos de cristianización).
Todo esto puede conseguirse en la medida en que cada fiel participa en la celebración en «sin-tonía» con el Espíritu Santo. Participación en la acción litúrgica expresa, en efecto, punto de intersección entre el misterio y la vida [-> supra, III, 3] en virtud de la presencia y de la acción del -> Espíritu Santo.
Cuanto se realiza tomando parte activa y consciente en la celebración podría considerarse como un dar forma humana a la acción divina y un dar forma divina a la acción humana. Se está, de hecho, en modo analógico, frente al misterio (= hecho histórico salvífico) de la encarnación, para alcanzar, siempre mediante la acción litúrgica, los fines pretendidos por el Verbo al hacerse carne, es decir, a la asimilación, o bien, comunión y unión progresiva de la humanidad con la divinidad en Cristo-iglesia. Y ésta es también la finalidad de la liturgia cristiana, que se puede justamente sobreponer a la participación en la acción litúrgica.
IV. Intercambios «entre» pastoral litúrgica, catequesis litúrgica, teología litúrgico-sacramental, espiritualidad litúrgica «y» participación en la celebración
Desde principios de siglo, las palabras augurales de san Pío X pasan de libro en libro, de boca en boca. El papa auguraba que de la restauración y de la participación activa y consciente en la celebración brotase una renovación de la fe, de la piedad, de toda la vida cristiana. Es más, con las palabras de un benemérito liturgista, Vismara «, se debe añadir que la reforma y la renovación litúrgica deben realizarse, en primer lugar, en la parroquia. Nosotros añadimos que es preciso recomenzar otra vez a formar a los futuros pastores y animadores de las parroquias para no invalidar la realidad de la participación en la celebración. Por lo que nos parecen, con plena razón, implicadas diversas disciplinas (con sus teorías y prácticas) en la comprensión y actuación de la realidad participativo-litúrgiea. Y mientras que la participación en la celebración está en conexión con problemas de tipo teológico-litúrgico y pastoral-litúrgico, ella misma es, al tiempo, medio para la solución de algunos problemas.
1. PASTORAL LITÚRGICA. La pastoral litúrgica tiene su lugar de recepción y su campo de prueba en la parroquia. La renovación de la vida parroquial, hoy míseramente abandonada, descuidada o debilitada con meros compromisos formales, está en relación directa con la renovación litúrgica. Es en la parroquia donde se debe formar la conciencia cristiana del pueblo; aquí es donde se le debe comunicar el verdadero espíritu cristiano. Reconduciendo, sea a los diversos -> grupos y movimientos, que también realizan una función propia y benéfica para los fieles, sea a los fieles particulares, a vivir con madura conciencia la pertenencia a la comunidad local-parroquial, se vivirán más fácilmente tos frutos de la participación en la celebración, que no es algo privado, de grupo, de élite, sino que es realidad del pueblo; la pertenencia a la parroquia: las parroquias en la diócesis son el sustrato, fruto y alimento de la realidad de la participación en la celebración. «Hoy, mientras nacen y prosperan tantas asociaciones, ¿cuántos laicos, incluso devotísimos, sienten la vida parroquial y la vida diocesana?… Y ¿quién ve una catedral no sólo como milagro del arte, sino como iglesia madre?. Con otras palabras: es urgente una formación de los fieles en el sentido de pertenencia al pueblo de Dios. Las vías para esta formación son múltiples, muchos los medios que deben usarse para comunicar a los fieles el verdadero espíritu cristiano. «A nadie debe descuidársele; pero precisamente por esto no debe descuidarse lo que constituye la fuente primera e indispensable del verdadero espíritu cristiano. Por lo demás, ¿no es quizá ya por sí misma completamente litúrgica o grabada e inspirada en la liturgia toda la acción que se desarrolla en el recinto de la iglesia (parroquial)? Son, por tanto, encomiables los esfuerzos hechos por la pastoral litúrgica, que en estos últimos años ha apuntado, con distintos subsidios, a realizar el tipo más profundo posible de participación en la celebración. Por desgracia, hay que deplorar que en algunas partes no se haya pasado de la participación externa, casi como si fuese un fin en sí misma. El impasse en el que, en efecto, se encuentra en parte la pastoral litúrgica actual hay que atribuirlo al hecho de que se ha desatendido la formación litúrgica de los fieles como pueblo de Dios. Se ha pretendido recoger sin sembrar. El parón se superará si se apunta a la meta: la verdadera, íntima, activa participación en la celebración, en la que confluye y de la que fluye la vida del fiel.
Son útiles los actos externos (arrodillarse, estar sentados, en pie, con las manos alzadas) sintonizados con los momentos de la celebración. Particularmente útil y necesaria es la recuperación del canto por parte de la asamblea y el responder al unísono. Todo esto es signo y medio para comprender qué significa participar en el misterio que, se celebra en la acción litúrgica. Esta, sin embargo, necesita una preparación (= llevar la vida a la celebración) y comporta consecuencias (= llevar la celebración a la vida). La pastoral litúrgica vive y se renueva si apunta a la propia meta y se enraíza en el propio fundamento, que es la participación en la celebración, ya que todo tipo de pastoral litúrgica debe orientarse a conducir a los fieles a vivir existencialmente aquello en lo que participan y celebran.
2. CATEQUESIS LITÚRGICA. LOS mismos fines que la catequesis litúrgica quiere alcanzar encuentran su meta en la participación en la acción litúrgica. No se puede conseguir una participación activa y consciente de los fieles sin una instrucción suficiente. A su vez, esta instrucción está informada por el animus proveniente de la participación.
Puesto que la -> catequesis litúrgica se articula en un cierto número de elementos (primer anuncio del evangelio; búsqueda de los motivos para llegar a la fe celebrada; experiencia de vida cultual cristiana; integración en una comunidad cultual; etc.), es obvio que si se quieren presentar tales elementos al catequizando en una perspectiva sintético-operativa, la participación en la celebración será el medio privilegiado. De hecho, una auténtica catequesis litúrgica se orienta dinámicamente a la celebración, se enriquece constantemente de contenidos litúrgicos, se estructura fundamental y primariamente sobre textos y acciones litúrgicas.
La participación en la celebración evita en la catequesis litúrgica el riesgo de agotarse en puras nociones. En efecto, a la luz y el impulso de la celebración, la catequesis litúrgica apunta a la persona ético-religioso-cristiana. La persona es valor subsistente. La formación de la persona es necesariamente integral y, por tanto, no puede referirse sólo a esos aspectos humanos que la ciencia psicológica y pedagógica consigue analizar de un modo asfixiante con sus experimentaciones más o menos atendibles, sino que debe dirigirse a la persona del fiel con sus instancias naturales y sobrenaturales. Una acción catequético-litúrgica debe hacer cuentas con aquello que funda el primado del orden religioso como espacio perfectible del ser humano y desemboca en el primado de la persona. Es el tomar-parte/coparticipar-en, el-misterio, el alma de la personalidad cristiana. Hacer vivir, en efecto, todo lo que se celebra, objeto final de toda participación en la acción litúrgica, significa conseguir el fin de la catequesis litúrgica.
3. TEOLOGíA LITÚRGICO-SACRAMENTAL. No es inútil llamar la atención sobre el hecho de que existe un intercambio fecundo entre teología litúrgico-sacramental y participación en la celebración. Sen muchos los aspectos que interesan, pero prestaremos atención sólo a dos:
†¢ La teología litúrgico-sacramental se beneficia de la recta comprensión de la participación en la celebración. Esta, partiendo del sacerdocio común de los fieles, pone de relieve -con la doctrina del carácter propia de los sacramentos del bautismo y de la confirmación- el derecho y el deber que tienen los fieles de participar en los sacramentos que ellos mismos celebran. Con una terminología que todavía puede tener su valor, cabe afirmar que los fieles tienen la «capacidad de recibir». Pero no se debe pensar en nada pasivo. Recibir dignamente comporta una participación verdadera y personal. Además, merced al carácter bautismal y de la confirmación, los fieles participan, con tonalidades diversas, en razón de los sacramentos ya recibidos (en clave ontológica, un simple bautizado de modo diverso de un confirmado), en el sacerdocio de Cristo. Cada vez que un fiel celebra un sacramento sucesivo al del bautismo (y/ o la confirmación), completa el propio sacerdocio común, especialmente en el acto de participar en la acción litúrgica. Sin embargo, así como el carácter puede existir sin la gracia (en tal caso el sacramento no alcanza su pleno fruto), así el derecho natural de todo bautizado a participar en la acción litúrgica puede realizarse sin alcanzar la propia finalidad. Nos encontraríamos de frente a un tipo de participación meramente externa, sin llegar a su fecunda fuente.
Además el concepto exacto de participación en la celebración contribuye de modo eminente a hacer salir a la teología sacramental del círculo cerrado al que la relega todavía una cierta teología teórico-especulativa. En efecto, mientras la celebración litúrgico-sacramental es algo puntual en el tiempo y en el espacio (justamente en el donde y en el aquí y ahora de la celebración), el participar conscientemente en ella exige una adecuada preparación (el antes de la celebración), a la que siguen consecuencias cristiano-existenciales (el después de la celebración) de múltiples implicaciones. La teología litúrgico-sacramental, por tanto, debe extender el objeto de su estudio, incluso de modo más directo y vivaz, sea a la realidad de la preparación (piénsese en el catecumenado propiamente dicho; o en el catecumenado impropiamente dicho, para la confirmación, para el matrimonio…), sea a la realidad de los efectos y de la eficacia de la celebración. De modo similar debe tomar en consideración los dinamismos conectados con la realidad celebrativa. La extensión del estudio al ámbito de preparación, de los efectos, de los dinamismos propios de la celebración tendrá como consecuencia práctica la comprensión de que el ser cristiano y el actuar cristiano, siendo fruto de la acción litúrgica, postulan una superación de perspectivas que tienden a dicotomizar el vivir como cristianos. El principio de la unificación del ser-actuar-vivir como cristianos ha de buscarse en la participación en la celebración. Esta se halla en la base de toda acción y actividad del fiel y alimenta su constancia, su fidelidad, su perseverancia final.
†¢ Otra cuestión de teología litúrgico-sacramental que se beneficia de la exacta comprensión de la participación en la celebración es la concerniente a la concelebración. En efecto, la I concelebración eucarística puede considerarse una participación particular y típica en la acción litúrgica por parte de los presbíteros. A su vez, la participación en la eucaristía por parte de los fieles, pese a no ser ellos mismos ministros, puede en algún modo entenderse como una concelebración a nivel de sacerdocio común de los fieles. Por lo demás, en el matrimonio los fieles contrayentes parece que cumplen una verdadera concelebración, al ser ellos mismos los ministros del sacramento. En otros términos: la participación en la acción litúrgica revela un concepto de concelebración que tiene grados distintos y diferentes, según que los celebrantes tengan sólo el sacerdocio común de los fieles ‘°^ o bien también el sacerdocio ministerial, según que haya simultáneamente sujetos, ministros, coministros o participantes.
4. ESPIRITUALIDAD LITÚRGICA. La misma -> espiritualidad litúrgica se beneficia de la realidad de la participación en la celebración. En efecto, una vez convocada, la asamblea litúrgica evoca (mediante la proclamación de la palabra de Dios) las «cosas maravillosas» que las personas divinas realizan para ella, e invoca, alabando y suplicando, la bondad del Padre, desbordante de amor en el Hijo, con acciones de gracias, en virtud del Espíritu.
Evocada en la celebración la grandeza del plan salvífico, mediante la participación cada fiel se redescubre como formando parte de una asamblea que es la continuación y la perpetuación de las asambleas litúrgicas de todos los tiempos. En concreto, esta asamblea se descubre como visibilización del pueblo de Dios que Cristo ha constituido en unidad, incorporándola a sí en el propio misterio pascual, regenerándolo en vida nueva, para hacerlo partícipe de la función sacerdotal, real y profética. Cristo habilita al pueblo de Dios para el culto espiritual, que es la esencia de la economía salvífica.
Es aquí donde la espiritualidad litúrgica, a través de la participación en la celebración, identifica a los participantes como bautizados (y confirmados) en Cristo (virtute Spiritus Sancti) que viven del sacerdocio común, que se desempeña en el mejor de los modos en la celebración y de modo perenne en la vida «en espíritu y verdad». Más aún: la espiritualidad litúrgica hace comprender que la participación en la acción litúrgica es la puntualización viva de un continuo y progresivo proceso que abraza la existencia cristiana en sus múltiples vocaciones, tareas, carismas. La existencia cristiana implica una toma de conciencia continua y cada vez más plena de pertenecer a Cristo, con el que se asimila de modo progresivo hasta la edad madura en él (Efe 4:13).
V. Conclusión
Nos hemos topado con una múltiple adjetivación especificadora de la participación en la celebración; con las connotaciones de participación externa e interna, personal y comunitaria, consciente y activa, sacramental. Es más; hemos visto que si en la literatura corriente y en el modo común de expresarse la participación en la acción litúrgica en la mayor parte de los casos se refería sólo a la santa misa, en la cual la forma más completa es comulgar el cuerpo y la sangre del Señor, en realidad se toma parte en toda acción en grados y formas típicas, en relación tanto con el misterio-sacramento que se celebra (el participar en la confirmación -como sujetos directos o no- es diverso de participar en el sacramento de la penitencia, etc.) cuanto con la acción litúrgica (el participar en la liturgia de las Horas es diverso de participar en la eucaristía), o en razón del sacerdocio del que se está dotado (común o ministerial). También en razón de la cualificación que se atribuye a la participación se pueden verificar graduaciones diversas. Es claro que la participación externa en la celebración no puede realizarse en base a criterios subjetivos y con formas arbitrarias. Y mucho menos puede ser uniforme y reiteradamente siempre la misma, so pena del deterioro de las mismas actitudes de los fieles; debe, en cambio, adecuarse a los momentos de la celebración, que dependen de la naturaleza de cuanto se celebra. De aquí la necesidad de un conocimiento (histórico, bíblico-teológico, espiritual, etc.) de las acciones particulares y una comprensión verdadera de su función en el conjunto de la estructura de la celebración. Además no se pueden desatender las diversas tareas que corresponden a los diferentes miembros de la -> asamblea, diversificada en ministerios específicos (presidente, diácono, lectores, salmista, etc.). Tampoco la participación externa puede reducirse a utilidad pastoral, para que cada fiel reciba los frutos de cuanto se celebra. En efecto, la participación externa, expresión de la interna, tiende a la comprensión del misterio, pero no debe reducirse a conceptualismo o limitarse a gustar cuanto se celebra. Podrían faltar tanto el conocimiento noético, como el sentimiento o gusto, dándose, en cambio, una participación auténtica. Esta se obtendrá fácilmente con la fe en el misterio celebrado. Puesto que la presencia mistérica del evento es lo que debe ser comprendido y en lo que se debe participar, es necesaria la fe. Los -> estilos celebrativos, la -> animación de la asamblea, los diversos modos de -> canto, etc., son sólo medios utilísimos para una sabia pastoral litúrgica. Esta debe saber «equilibrar la fidelidad a la liturgia con una adaptación a las situaciones reales de la comunidad, para educarla progresivamente hacia lo más completo y perfecto».
A. M. Triacca
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987
Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Fenomenologia de la participación:
1. La participación en las sociedades occidentales;
2. La participación en lo social;
3. La participación, causa y efecto de la democracia.
II. Mensaje bíblico-teológico sobre la participación:
1. Categorías bíblico-teológicas sobre la participación:
a) La creación como realidad dinámica,
b) El hombre creado como ser social,
c) La historia como historia de salvación;
2. Etica y participación:
a) Sociedad participativa,
b) Reacciones fundantes.
III. Perspectivas de participación hoy:
1. Cuestión de los fines;
2. La mediación de la política.
I. Fenomenología de la participación
En una aproximación primera y genérica puede decirse que la participación social es coextensiva al hecho social: toda persona, lo quiera o no, interactúa con otros y concurre, aunque sea con su pasividad y su sumisión, a un cierto modo de ser social. Sin embargo, con el término «participación», en cuanto fenómeno analizado por la sociología y por la ciencia política, se intenta evidenciar la implicación de la persona o del grupo en la vida social en formas y modalidades diversas. En otras palabras, se considera a la persona en su condición de sujeto de la vida social, de su organización y de su proyecto.
La participación asume formas diversas en virtud de los cambios socioculturales, que, a su vez, pueden considerarse también fruto y efecto de la participación y de su modo de manifestarse en la historia. Por principio puede observarse que las características de una determinada sociedad, en un preciso período histórico, indican globalmente también las posibilidades y las modalidades de la participación. Por tanto, los binomios sociedad estática o dinámica, simple o compleja, monocultural o pluricultural, indigente o de consumo son otras tantas determinaciones de la participación social. En particular, la participación cambia de connotación según que en la sociedad esté vigente una concepción de tipo jerárquico o bien tendencialmente democrática, de tipo innovador o conservador. Todo esto marca el nivel y el contenido de la participación social real.
1. LA PARTICIPACIí“N EN LAS SOCIEDADES OCCIDENTALES. En la sociedad posindustrial y posmoderna se ha creado casi un circuito de abierto-cerrado en cuestión de participación. El desarrollo de la ciencia y de la técnica, que representa el verdadero salto cualitativo de la época actual respecto a las épocas precedentes, si por un lado ha abierto espacios de posibilidad participativa y por tanto de cambio, por otro los ha limitado también drásticamente. En efecto, se experimenta una serie de coacciones sociales, de las que es típico el fenómeno de la burocratización: toda forma de participación se canaliza dejando poco o ningún espacio a la creatividad y a la libertad.
Además ha cambiado la relación entre lo privado y lo público, marcando negativamente sobre todo la participación política y la dedicación a la causa común.
Las grandes ideologías del progreso, por un lado, y de la revolución, por otro, supieron hasta un tiempo bastante reciente conducir y movilizar una participación de amplio alcance. Ahora estos grandes ideales sociales han entrado en crisis, sin que se vean surgir en el horizonte otras estrellas polares orientadoras y polarizadoras. Es difícil establecer fines, metas y valores comunes que gocen de consenso y movilicen recursos y personas en la participación.
Una casi absorción de lo privado por lo público ha sido sustituida por una neta demarcación y antagonismo entre lo privado -considerado y vivido como lugar de libertad- y lo público, vivido y experimentado como lugar de coacción y de lucha. La sociología actual saca a la luz una nueva categoría que caracteriza el fenómeno social en nuestras sociedades: la cultura de lo privado y la necesidad subjetiva.
Estas nuevas categorías son expresión de las nuevas orientaciones de las sociedades occidentales a partir del período de la contestación que las ha recorrido, indicando a la vez un alto nivel de participación y de movilización e, inmediatamente después, una caída de la misma por la difusión de un sentimiento general de impotencia y de incapacidad de cambio.
Ciertamente, la ocupación de lo privado y la reapropiación de la necesidad subjetiva no puede leerse solamente en términos negativos. En realidad indican una valorización de cuanto se había sacrificado y reprimido con demasiada frecuencia en nombre de una discutible causa común. Sin embargo, el fenómeno es negativo en un sentido global, en la medida en que indica la aparición de la apatía y del descompromiso respecto a todo lo que es acción política, concertación e iniciativa común.
El retorno a lo privado, y en la mejor de las hipótesis a lo social, se vive en términos alternativos y antagonistas a lo político. En el espacio de un breve lapso de tiempo se ha producido una llamativa inversión de tendencia respecto a la política, entendida como lugar de poder y como ámbito de decisión que se refiere a la colectividad: del «todo es política» se ha pasado primero a la «política no lo es todo», hasta el rechazo o la indiferencia respecto a la política misma.
2. LA PARTICIPACIí“N EN LO SOCIAL. La difusión de la indiferencia en el área de la política se expresa con una fuerte recuperación de la participación en el espacio social. El fenómeno está ampliamente documentado por encuestas sociológicas, que se han multiplicado en este período, también en la zona católica. Comunidades y grupos aceptan gustosamente colocarse, y a menudo con gran generosidad, en el plano de lo social en sus diversas expresiones: desde el barrio a la escuela, desde la asistencia al deporte; pero rehúsan el paso a la política propiamente dicha, que tiene como tema específico la gestión del Estado o, empleando la terminología católica tradicional, la realización del bien general, respecto al cual los otros bienes aparecen como particulares.
Este fenómeno puede traducirse, y de hecho muchas veces se traduce, en un nuevo modo de hacer política, es decir, como presión sobre el gobierno de la cosa pública en orden a realizar opciones precisas de cambio. Sin embargo, la opción exclusiva de lo social, o cuando menos la opción de lo prepolítico que caracteriza también a una cierta parte del mundo católico, no representa en absoluto la solución de los problemas que se imponen a la colectividad; solamente se les puede hacer frente y gestionar mediante la activación de la participación política propiamente dicha. Es superfluo observar que la participación política no se realiza sólo a través de los partidos políticos; pero tampoco se puede prescindir de los mismos en un sistema de democracia representativa.
La salida de la política en el plano de los hechos representa sólo una ilusión: la política no queda abolida, queda sólo disminuida la participación. En otras palabras, el problema no se resuelve, sino que se agrava; porque el poder político, debido a la falta de participación de los individuos y de los grupos sociales, camina hacia la impotencia o el abuso.
En esta perspectiva no es suficiente reafirmar la validez del primado de la sociedad respecto al Estado; más bien es necesario establecer la conexión de lo privado y de lo social con lo político, y viceversa. A su vez, la política ha de ser capaz de formular proyectos globales y generales dentro de los cuales introducir sin sacrificarlos los legítimos intereses particulares.
3. LA PARTICIPACIóN, CAUSA Y EFECTO DE LA DEMOCRACIA. La participación social a primera vista puede parecer un problema que tiene que ver sólo con los países de régimen totalitario, donde justamente toda forma de participación que no se resuelva en una reproducción del status quo es sofocada y reprimida. En realidad, la cuestión de la participación de las personas y de las agregaciones sociales libres se plantea, aunque sea con modalidades diversas, también en los países de régimen democrático, donde se registra una progresiva tendencia del Estado a invadir niveles y espacios que deben dejarse a posibles iniciativas libres. En otras palabras, se trata de la intervención del Estado a costa de las infraestructuras sociales libres, de modo que las formaciones sociales libres se ven de hecho impedidas de actuar y de dar una aportación creativa a la convivencia civil.
Por otra parte, las formaciones sociales libres, en especial las principales, como los partidos políticos y los sindicatos, no deben replegarse en intereses puramente corporativos, olvidando la necesaria vinculación con la causa común y los intereses generales. La participación social, en teoría y en práctica, debe ir más allá de la concepción «estatalista», por una parte, y «antiestatalista», por otra, ambas presentes en nuestro país. La concepción o tradición antiestatalista tiende a la reafirmación del primado y de la validez de lo social y de su autonomía respecto a lo político, a lo cual se atribuye por principio voluntad de dominio y de atropello autoritario; por su parte, la concepción estatalista parte de la convicción acrítica respecto a la función progresiva del poder político y estatal en relación con una sociedad considerada retrasada y desarticulada. Cuando estas dos tendencias se radicalizan, la sociedad civil permanece bloqueada en su evolución y en su camino de crecimiento. El estatalismo pretende imponer su propia lógica y sus estructuras en perjuicio de las libertades de las personas y de los grupos sociales espontáneos; por otra parte, el antiestatalismo se hace la ilusión de que es posible guiar a una sociedad moderna sin una estructura central eficiente y rechaza también los instrumentos necesarios para coordinar los intereses de cada uno y cada colaboración al bien común. En un caso tenemos la asfixia del pluralismo social; en otro se difunde el pluralismo salvaje, que se repliega en particularismos y en intereses corporativos.
Podemos decir que una participación real prevé y presupone un modelo de sociedad estructurada en personas y en formaciones sociales libres, autónomas e independientes respecto al poder político y obligatoriamente abiertas al bien común, del cual el ~oJcr político o estatal ha de ser garante y promotor.
En esta perspectiva adquiere significado y valor la discusión, y sobre todo la existencia, no sólo de un pluralismo en las instituciones, sino también y necesariamente de un pluralismo de las instituciones.
El verdadero problema de las sociedades democráticas es cómo hacer verdadera y efectiva la participación de los ciudadanos en la elaboración de las decisiones, y no sólo en la ejecución de las opciones hechas en ambientes restringidos; cómo conciliar la democracia representativa y la directa, sobre todo en orden a opciones decisivas para el futuro de la humanidad como, por ejemplo, el control de la economía, de la ciencia y de la técnica para que se orienten al bien general y no a los intereses de grupo o de pueblos particulares.
Finalmente, no puede dejarse de advertir una contradicción que caracteriza a las democracias de los países europeos y americanos: por un lado, la difusión de una ideología de participación popular; por otro, praxis cada vez más oligárquicas presiden la vida de las instituciones.
II. Mensaje bíblico-teológico sobre la participación
Sería ilusorio pretender que la revelación contenida en la Biblia ilustre el término y la realidad de la participación en la misma amplitud de onda en la que se plantean los problemas actuales. Las perspectivas más pertinentes las encontramos dentro de categorías bíblicas específicas, tales como la creación en cuanto realidad dinámica, la sociedad humana, el sentido de la historia, cuyo significado y horizonte ulterior revela la escatología. En la pespectiva de estas categorías se clarifica el sentido y la dirección de la participación.
1. CATEGORíAS BíBLICO-TEOLí“GICAS SOBRE LA PARTICIPACIí“N. a) La creación como realidad dinámica. A la concepción estática y fixista del mundo, según la cual las cosas habrían sido creadas de una vez por todas, ha seguido una concepción dinámica y evolutiva: la creación es a la vez un dato y una tarea. Las adquisiciones científicas evolucionistas, ampliamente divulgadas, han creado en nuestros contemporáneos la idea de un mundo abierto a nuevas posibilidades; en el mismo plano hay que situar las consecuencias del progreso científico-técnico, que contribuyen a delinear la imagen que tenemos de la realidad cambiante. Hoy se es más consciente de que el universo y el hombre mismo son realidades perceptibles, y se relee el mensaje bíblico en una óptica diversa que hace más comprensible y significativo el mandato dado por Dios al hombre de someter y dominar la tierra. El hombre, con su actividad múltiple, está llamado a llevar a su cumplimiento la obra de la creación, que permanece abierta a realizaciones siempre nuevas, hasta culminar en los cielos nuevos y en la tierra nueva. El concilio Vat. II ha propuesto de manera sugestiva esta imagen dinámica del universo y el encargo que Dios ha confiado al hombre de participar en esa cocreación. «La actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad (cf Gén 1:26-27; Gén 9:2-3; Sab 9:2-3), sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo (cf Sal 8:7.10)» (GS 34).
El interlocutor de aquel «someter la tierra» es el ser humano, que es llamado por Dios a ser responsablemente partícipe de la suerte del universo. Ciertamente, esta participación activa en el destino del mundo cambia radicalmente según que se parta de una concepción estática o, viceversa, dinámica del universo. Mas, en cualquier caso, la imagen de la creación como realidad dinámica no se resuelve en un apoyo que legitimice cualquier posible intervención del hombre.
b) El hombre creado como ser social. Una categoría bíblica ulterior que funda la participación es la socialidad intrínseca de la persona humana. El dato originario del hombre no es sólo la autoconsciencia, sino también y esencialmente la relación a los otros y la diferenciación de los demás. Individualidad y exigencia de la comunidad son dimensiones igualmente originarias del hombre: y uno y otro aspecto están integrados en la noción de l persona, que significa estar en relación. En virtud de esta constitución de nuestro ser, la persona se realiza plenamente en cuanto se da, en cuanto que sabe salir de sí misma. No existe realización alguna de sí prescindiendo de la participación humana recíproca en una dinámica del recibir y del dar; no existe falsificación más profunda del hombre que el cierre en el egoísmo. El mandamiento cristiano del amor es una exigencia de la misma naturaleza humana.
El Génesis, desde el principio, expone las estructuras básicas del ser humano: la individualidad y, contemporáneamente, la relacionalidad. El hombre ha sido creado varón y hembra; y esto, más allá de la valencia procreativa, asume un valor comunitario preciso y explícito (cf 2,18ss). En la visión bíblica, la humanidad desde su creación está pensada como una gran unidad. Por tanto, según la Biblia, no puede existir un concepto individualista del hombre, lo mismo que no puede existir un concepto individualista de la salvación.
c) La historia como historia de salvación. La salvación cristiana no es salvación más allá de la historia, sino que es salvación para este mundo y para esta historia, si bien representa un radical quid novum respecto a la historia. Se debe sobre todo a las nuevas teologías haber puesto el anuncio y la realidad del reino de Dios en relación con la historia humana.
Entre reino de Dios e historia humana, tal como se va fatigosamente construyendo en este mundo, no hay lejanía, indiferencia y contraposición, sino interdependencia recíproca; la historia humana está llamada a ser aquí y ahora historia de salvación. La participación en el reino de Dios, que viene y que habrá de venir en plenitud, se funda y pasa a través de la participación fiel en la construcción de esta historia. Lo afirma decididamente el concilio Vat. II: La espera de una tierra nueva no ‘debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo» (GS 39; 43). El problema está en cómo ser y obrar en este mundo para que sea un mundo en camino hacia Dios, y no en el hecho de estar en este mundo: el mensaje cristiano no le permite a nadie evadirse del mundo y de la historia de los hombres. La fe en Dios Padre de todos, la fraternidad que liga a los seres humanos entre sí, el mundo creado para todos son verdades que mueven incesantemente a ser partícipes responsablemente en la historia de la humanidad junto con todos los hombres que buscan sinceramente el bien. En la participación responsable en la historia no hay espacio para integrismos y presencias monopolistas; este mundo es un mundo de Dios y es de todos; no hay un mundo para los creyentes y otro para los no creyentes; esta historia es la única historia a cuya construcción todos, según el designio de Dios, están llamados, aunque no todos hayan llegado a la verdad del único Dios personal que se nos ha comunicado a nosotros en Cristo Jesús.
El reino de Dios y la historia humana única que hay que construir guardan entre sí un recíproco movimiento de conversión; una trascendencia que se hace inminencia y una inminencia que a su vez e incesantemente se hace trascendencia. En esta perspectiva resulta iluminador el descubrimiento de la categoría bíblica de los «signos de los tiempos» como medio para comprender el curso de los acontecimientos y guiar las modalidades y los horizontes de la participación.
i. ETICA Y PARTICIPACIí“N. a) Sociedad participativa.. El pensamiento social cristiano a nivel magisterial y teológico [l Doctrina social de la Iglesia] propone el ideal de la sociedad participativa en todos los campos: desde la comunidad más pequeña, la familia, a la gran comunidad de los pueblos. La sociedad participativa es causa y efecto de un modelo de sociedad que privilegia la dimensión comunitaria horizontal respecto a la jerárquico-vertical. En el modelo piramidal de sociedad y de Iglesia no queda mucho espacio para la participación; todo 1o- que se pide es meramente ejecución obediente y sumisión pasiva, sacrificando todo impulso creador y libre. En realidad, la sociedad participativa supone un modelo de sociedad personalista y pluralista, en el sentido del reconocimiento de la autonomía de la persona frente al poder público, e igualmente del derecho de la persona a la libre creación de formaciones o agregaciones sociales independientes frente al Estado, pero coordinadas para el bien común, del cual la autoridad pública ha de ser garante. En esta perspectiva la categoría ética de la participación es de las más cultivadas en la enseñanza social católica, donde se la considera como condición imprescindible de crecimiento del hombre y de la sociedad. En el pensamiento social católico, la valoración de la participación se afirma de modo cada vez más acentuado, ganando poco a poco en extensión y, sobre todo, en razones fundantes.
A propósito de esta evolución se pueden distinguir diversas fases. -Desde León XIII a Pío XII (período clásico en la enseñanza social eclesial), la participación es casi exclusivamente la participación obrera en la propia asociación y en la empresa económica. Se trata de la participación de la clase dominada en un ámbito (la empresa) reservado fuertemente a la clase dominante, lo cual explica tanto la importancia de la implicación como la escasa eficacia operativa a que estaba naturalmente expuesta a causa de la desigualdad objetiva de las condiciones iniciales. -Con Juan XXIII y el concilio Vat. II la participación se extiende desde el ámbito de la empresa económica al ámbito mismo de la política, en el contexto de una renovada comprensión de la relación entre economía y política. -Por último, la dinámica participativa, experimentada por la condición obrera en cuanto tal, es reclamada e invocada por cada ciudadano y se transfiere a la vida social entera en todos sus ámbitos.
En la perspectiva participativa de todos y a todos los niveles, la carta apostólica Octogesima adveniens (1971), de Pablo VI, representa la «carta magna» de la participación, tanto por los ámbitos que se explicitan como por la metodología que sugiere.
b) Reacciones fundantes. La participación de la vida social es una exigencia de la dignidad y de la libertad del hombre. En la vida pública el hombre no puede ser objeto de elecciones ajenas; es sujeto partícipe de elecciones que se refieren a todos. «Aspiración a la igualdad, aspiración a la participación: dos formas de la dignidad y de la libertad del hombre» (Octogesima adveniens, 22). Es exigencia de dignidad humana la que hace pasar al hombre de sujeto pasivo a ciudadano responsable del propio destino y corresponsable del de los demás. La misma visión del hombre la desarrolla Juan Pablo II en la Laborem exercens (1981), donde habla de la organización del trabajo, aunque el principio debe extenderse a cualquier otro ámbito (cf n. 6). Se afirma con vigor que el hombre es sujeto y no objeto: el hombre es el que debe decidir; la iniciativa, la responsabilidad es del hombre. Un ámbito social en el cual el hombre no puede ser nunca sujeto de decisión, sino sólo destinatario de decisiones ajenas, representa una radical inversión del designio de Dios y de cualquier humanismo. Se puede reconocer ciertamente que en muchos ambientes y en situaciones diversas podemos ser objeto de opciones ajenas; mas si esto se verificase sistemáticamente, ese sistema sería inhumano y deshumanizador.
La participación social adquiere enfoque, densidad y finalización a la luz de los principios clásicos del pensamiento social cristiano: «bien común», «solidaridad», «subsidiariedad».
El «bien común» es, por definición, el bien para y de todos; pero el concepto expresa también que se realiza sucesivamente con la participación y con la aportación creadora y libre de todos. Además de bien participado por todos sin discriminaciones y desigualdades injustas, bien común significa también, y en sentido propio, que es fruto de la participación de todos, individuos y grupos sociales. Y esto exige, entre otras cosas, que se ofrezca a todos idéntica oportunidad de participar en el bien de la colectividad.
La participación encuentra en el valor de la l «solidaridad» como principio fundamental de la ética social, su punto de partida y, a la vez, el punto de llegada. Siendo la solidaridad humana sin fronteras, también la participación es sin fronteras; y por eso está orientada a crear la igualdad de los derechos humanos de toda la familia humana.
El principio de «subsidiariedad» está «dirigido a maximizar la participación de los particulares y a reformar los organismos intermedios con el fin de evitar un centralismo asfixiante» (B. Háring).
III. Perspectivas de participación hoy
1. CUESTIí“N DE LOS FINES. El crecimiento de la subjetividad, o sea, la creciente consciencia de la dignidad y de la libertad del hombre -el hombre sujeto, y no objeto de opciones ajenas; sujeto codeterminante en los procesos decisionales; artífice del destino común- coincide con la instancia y exigencia de participación en la vida social
Paradójicamente, la exigencia de participación se afirma en una época que ha creado, gracias a los gigantescos medios proporcionados por el desarrollo técnico y científico, una densa red de coacciones en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural y política. Por desgracia, burocracia y tecnocracia no son eslóganes y palabras vacías. Una ética de la participación corre el riesgo de ser abstracta e ingenua si no tiene en cuenta los mecanismos «inmodificables» ante los cuales el individuo experimenta un sentimiento de impotencia: la sensación del «todo está programado», que desalienta de entrada la libertad y la creatividad.
La rendición y la adaptación pueden ser, sin embargo, una tentación, pero nunca una opción humana. Por otra parte, la participación puede verificarse, es decir, hacerse verdadera sólo en este tiempo y en esta sociedad. Tenemos, pues, aquí un supuesto primario que se refiere a la cultura contemporánea: en el hoy es donde el hombre, el cristiano y las Iglesias están llamados a hacer actual la participación. A esto conduce la reflexión sobre la categoría de los signos de los tiempos: el orden del día, o sea, los contenidos y modalidades de la participación, están dados por la historia; y la capacidad de discernimiento y de individuación de las potencias positivas y negativas a la luz del perfeccionamiento de las personas y de la convivencia humana en la tierra resulta ser condición imprescindible de la participación humana.
Se perfila así que la ética de la participación es esencialmente una ética de la finalización: participación, ¿para qué?
La participación no puede movilizarse más que por fines u objetivos capaces de obtener consenso y de justificar el compromiso. La crisis de participación social es, en última instancia, crisis de motivaciones y de valores sociales capaces de dar sentido y orientación.
Han caído o están en declive irreversible-las grandes ideologías y utopías sociales: en su tiempo, las ideologías del progreso sin límites, de la revolución, el mito de la ciencia y de la técnica movilizaron a la gente y permitieron que las personas fueran más allá de sí mismas. En la fase histórica presente de las sociedades occidentales no parece que surjan grandes ideales o valores unificadores; por lo cual, en el mejor de los casos, la gente se repliega en lo social, en alternativa con lo político carente de proyectos; y en el peor de los casos se refugia en la esfera privada de los intereses individualistas y corporativos.
Desde luego, no se vuelve atrás; pero tampoco se puede seguir adelante comunitariamente si no se vuelve a hablar y a preguntarse sobre las grandes finalidades sociales. Se advierte hoy, justamente en las sociedades llamadas avanzadas, una fuerte demanda ética, que se califica como demanda de sentido de finalización. De una manera cada vez más amplia se comienza a pensar que los problemas de las relaciones entre ética y economía, entre ética y política, entre ética y ciencia encuentran su verdadero planteamiento en el reconocimiento de que toda opción económica, política, científica y técnica debe orientarse al bien del hombre y al bien de la convivencia humana. La pregunta fundamental es entonces: ¿Qué tipo de hombre y de sociedad se quiere construir? En esta perspectiva se advierte que los términos «derecha e izquierda» no tienen ya valor discriminante si, en fin de cuentas, se demuestra que el cambio proyectado está siempre prisionero del orden de los medios.
Es necesario un gran cambio cultural en sentido ético, es decir, que proponga un nuevo modelo de vida humana, un nuevo modo de vivir y de convivir. En esta dirección los cristianos y las Iglesias pueden hacer mucho si, por un lado, abandonan retornos nostálgicos y, por otro, no se muestran acomodadizos y transigentes acríticamente al modelo de la modernización.
No basta simplemente afirmar el deber de acoplar las opciones económicas, científicas y tecnológicas al bien del hombre y de la sociedad; es preciso traducirlo a la práctica. Y una de las mediaciones necesarias, aunque no exclusiva, es la ! política, lugar esencial donde pueden hacerse realidad valores y fines.
2. LA MEDIACIí“N DE LA POLíTICA. La política recupera la capacidad de proyectar y se hace capaz de juntar y movilizar solamente y a condición de que sepa relacionarse con la ética. Por otra parte, la ética, con sus valores y horizontes de humanización del hombre y de la humanidad a nivel planetario, tiene necesidad, como se ha dicho anteriormente, de la política.
Los valores de la solidaridad para la libertad y la justicia de todos no se hacen realidad con la simple intención ni con la buena voluntad del particular, sea individuo o grupo. No es posible desertar de la política en cuanto lugar de las decisiones que se refieren a todos, en cuanto lugar donde todo interés particular está llamado obligatoriamente a ajustarse al bien general.
No se puede menos de valorizar la participación en lo social, que se evidencia como campo privilegiado de compromiso de las jovenes generaciones; y en dichos casos se puede reconocer que, sin lugar a dudas, es de naturaleza política por los objetivos concretos que se establecen y proponen. Pues hacer política no pasa necesariamente a través de la acción de los partidos.
En cambio, la presencia en lo social constituye un problema cuando se la vive y emprende como alternativa y contraposición a la participación política propiamente dicha. La política es algo demasiado importante para dejarla sólo en manos de algunos que únicamente pueden aprovecharse y abusar de este poder en blanco. Pues el poder fácilmente puede convertirse en arbitrio o exceso en el clima general del desinterés y la indiferencia.
De todas formas, el verdadero problema ético a propósito de la participación lo representa el fenómeno de la tendencia privatista e individualista. Sin embargo, la relación desequilibrada entre lo privado, considerado como lugar de la verdadera vida pública, y lo público, como lugar de la lucha y de la contraposición conflictiva, no puede superarse con la simple apelación moral al deber de la participación. Una vez más, no es adecuada la terapia si no se presta atención a las causas, que van más allá de la buena o mala voluntad subjetiva, puesto que implican centros objetivos que remiten a la lógica y a la estructura de la sociedad.
La construcción de la relación equilibrada entre lo privado y lo público, y por lo tanto el hacer posible, además de obligada, la participación, pasa por una doble conversión; lo público debe convertirse a lo personal, a su valorización y promoción; recíprocamente, lo personal ha de saber abrirse y conectar con lo público, so pena de perder incluso lo privado y personal.
Activar fructuosa y eficazmente la participación implica y supone un cambio de la sociedad, un modo nuevo de trabajar y de gestionar el equilibrio social. «No es imaginable un impulso a la participación en un contexto en el cual de hecho se es excluido siempre, y a todo nivel, de cualquier participación… Sólo activando a todos los niveles nuevas energías de participación, se podrá realizar un elevado grado de participación también en el plano de la vida pública» (G. CAMPANINI, 53).
La participación del hombre y de la mujer como exigencia de la dignidad humana se opone a cualquier organización de la sociedad de tipo autoritario y totalitario, donde cualquier instancia libre y creativa de las personas y de los grupos sociales es sacrificada y reprimida. Pero la participación efectiva y real no queda garantizada sin más o automáticamente en las sociedades de tipo democrático, donde la participación efectiva puede ser más formal que real. De modo especial puede quedar bloqueada por una doble serie de factores: por una presencia e intervención excesiva e intromisiva del Estado, por una parte, o por una hegemonía que algunos grupos o agregaciones sociales pueden ejercer respecto a las otras agregaciones de menor peso y poder.
La sociedad participativa es un objetivo más que un dato de hecho, y ello remite tanto a la formación de personas capaces de participación como a la creación de estructuras que respondan y promuevan participación.
Por parte de las personas, hombres y mujeres, además de espíritu de servicio y de entrega se requiere, especialmente en la sociedad compleja y diferenciada como es la sociedad posmoderna, adiestramiento en la l información y hábito del espíritu crítico, disponibilidad al cambio y al diálogo. Por parte de la sociedad se exige un esfuerzo incesante para crear estructuras de participación a todos los niveles, de suerte que los ciudadanos no sean. simplemente convocados a ratificar decisiones ya tomadas desde arriba, sino realmente llamados, de acuerdo con una metodología apropiada, a la preparación y a la elaboración de las decisiones.
La formación en la capacidad y la capacidad real de participación viene de lejos: la familia, la escuela y cualquier otra institución educativa ejercen una labor decisiva si, a la vez que educan en la participación como derecho y deber de la persona, se manifiestan de hecho como instituciones donde la participación misma es ya efectivamente practicada, y por tanto experimentada. Poder experimentar la participación es el modo mejor de aprenderla.
[/Doctrina social de la Iglesia; /Política; /Poder; /Solidaridad; /Sistemas políticos].
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L. Lorenzetti
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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral
I. Historia del problema
Junto al -> ser, la -> unidad, la -> analogía del ser, etc., la p. es uno de aquellos conceptos centrales en que se ha sedimentado terminológicamente el pensamiento metafísico y teológico de occidente, surgido de la experiencia griega y bíblico-cristiana de la realidad. Por eso la inteligencia, la estimación crítica y la posibilidad de una nueva apropiación de la idea de p. incluyen una interpretación de la -> metafísica occidental, particularmente en lo relativo a su origen y al encuentro decisivo entre la experiencia existencial griega y la cristiana.
Platón fue el primero que puso la p. en el centro de su pensamiento, de forma que esta idea quedó siempre ligada a su nombre. La importancia de este paso sólo puede comprenderse teniendo en cuenta el cambio en la experiencia e inteligencia de la unidad y diferencia de toda realidad que se produjo desde los presocráticos hasta Platón. Las palabras originarias del primer pensamiento griego (eínai, physis, alétheía, logos, etc.) muestran que el ser fue experimentado siempre como unidad envolvente que encierra en sí las diferencias, las arroja hacia fuera y vuelve a congregarlas en su seno. Esta primera experiencia griega de la unidad y diferencia del ser se condensó gramaticalmente en la forma del participio (griego: metojé), que denomina una dualidad fundada en la -> identidad (Heidegger). Así, el participio ón contiene la dualidad o diferencia del ente y del ser («diferencia ontológica»). Ahora bien, en Platón la diferencia aparece en forma de una rotura o de una separación entre el verdadero ser y el no ser. Platón entiende más concretamente esta separación como el abismo entre el ser constante y permanente de la idea y el ente caduco y evolutivo, entre el espíritu y la sensibilidad, entre la eternidad y el tiempo, etc. La p. expresa en Platón cómo y de qué manera tras la rotura resplandece la unidad originaria. La méthepsis traba a los separados en una unidad. La forma concreta de esta unión (p.) está determinada por la manera en que se muestran la diferencia y los diferentes. Si para Platón la diferencia significa un abismo entre el óntos ón y el mé ón, la p. sólo puede tomar la forma de relación entre prototipo e imagen que ha permanecido determinante de múltiples maneras para toda la metafísica clásica occidental. Pero hemos de decir además que el pensamiento platónico occidental habla de p. y la utiliza, pero no reflexiona sobre su verdadera naturaleza: los diferentes concebidos como prototipo e imagen son puestos sin duda en relación mutua, pero no se piensa la relación misma; y esto significa que no se piensa el hecho de la unidad y diferencia o, más radicalmente, el movimiento de la unidad y diferencia (cf. lo que diremos en II).
En qué medida tan escasa se vio y desarrolló la problemática de la primigenia unidad y diferencia en el tiempo posplatónico, se pone de manifiesto en la crítica de Aristóteles a la idea de participación. Para él, la p. es sólo una nueva palabra para designar una opinión más antigua (de los pitagóricos), que, a su juicio, quedó sin esclarecer; pero Aristóteles mismo no aporta un esclarecimiento digno de mentarse sobre la cuestión (Met. A 987b 7-14). Esto resulta comprensible, pues la idea de p. no encaja sin más en su sistema causal (sin embargo, Tomás de Aquino intentará posteriormente unir la p. y la causalidad). En la tradición posplatónica, particularmente en Plotino y Proclo, la p. se interpreta como proceso de emanación desde el uno originario: la unidad originaria que mantiene la relación o la diferencia es tan poco pensada que la p. está en peligro de ser tergiversada en un proceso de identidad que corre en una línea recta vertical.
Para explicar la recepción cristiana de la idea de p. se acostumbran a resaltar ciertos pensamientos de la sagrada Escritura. Así se mencionan, p. ej., las siguientes afirmaciones del AT: los hombres han sido creados a imagen y semejanza de Dios y, por la alianza, participan de la plenitud de bienes de Yahveh; Yahveh es mi posesión y la parte de mi cáliz (Sal 16, 5), etc. En el NT se encuentra la idea de p.; p. ej., en las frases relativas al reino de Dios y al banquete escatológico, en las promesas y bienaventuranzas, en los conceptos de comunión (koinonia) y filiación divina (uíothesía), en las fórmulas «en Cristo» y «con Cristo», «permanecer en», «estar en», «tener» y expresamente en Heb 3, 14 (métojoi tou Jristou) y en 2 Pe 1, 4 (theías koinonoi fyseos). También se acostumbra a resaltar que estos últimos conceptos proceden desde luego de la filosofía religiosa helenística, pero han experimentado una elaboración fundamental por parte de los autores neotestamentarios. Sobre ese punto hemos de decir que tales enunciados particulares hacen comprensibles algunos aspectos de la recepción cristiana de la idea griega de p., pero con ello no se aclara en modo alguno el fenómeno entero de la recepción, señaladamente en su alcance y en la problemática que entraña. En concreto no se tiene en cuenta cómo la idea griega de p. brota de una inteligencia del ser que se diferencia fundamentalmente de la experiencia bíblico-cristiana de la existencia, la cual se caracteriza sobre todo por los tres lemas: -> gracia, -> libertad e -> historia (acontecimiento), que están totalmente ausentes en la inteligencia griega del ser. Se trata, pues, de un encuentro de dos experiencias e inteligencias fundamentalmente diversas del ser, encuentro que todavía hoy – y sobre todo hoy – determina nuestro pensamiento.
Cómo se realizó este encuentro decisivo puede verse sobre todo en Agustín y Tomás de Aquino. Si el primero sustituye el mundo noético neoplatónico por el verbum aeternum, en cuyas rationes aeternae immutabilesque participa nuestro conocimiento, ello pone de manifiesto que sigue predominando el pensamiento griego platónico, aunque Agustín hace explícitos y resalta en muchos aspectos elementos específicamente bíblico-cristianos (-> espíritu). Pero sobre todo en Tomás la idea recibida de p. vino a ser el esquema ideal que lo sostiene y domina todo. Cómo el pensamiento óntico tomista se basa en la idea de p. aparece en las dos tesis centrales: Dios es esse per essentiam; la criatura es esse per participationem. Lo mismo cabe decir de todas las demás perfecciones, como verdad, bondad, conocer, vivir, etc. En Tomás cabe distinguir dos modos de explicar con más precisión la p. En general él emplea el esquema de la composición: algo (un sujeto) participa en una perfección (forma) por el hecho de que recibe dicha perfección y así la limita (p. por composición); el «caso» más importante de tal modo de p. es la composición real de todos los entes finitos de esencia (como «potencia» y «sujeto») y existencia o acto del ser (como perfección óntica participada). Esa manera de p. contiene, si se considera como primaria y hasta como única, una aporía insuperable: al entrar el «sujeto» en una composición con la perfección recibida, permanece un principio externo frente a ésta (cabalmente un coprincipio); la consecuencia es un dualismo metafísico que no es compatible ni con una auténtica ontología, ni menos todavía con la doctrina cristiana sobre Dios. Pero Tomás conoce también, aunque más en segundo plano, otro modo de p., a saber, la jerarquía de los grados del ser a base de una semejanza deficiente (similitudo deficiens): los entes finitos participan del ser en cuanto representan modos deficientes (finitos) de «realización», es decir, de presencia de la perfección del ser. Este modo de participación es más apto para interpretar la presencia originaria del todo en lo particular.
En la escolástica postomista se fue formalizando más y más la idea de p., con lo que también se olvidó más y más su posición central en el pensamiento de Tomás de Aquino. En el pensamiento moderno no escolástico se emplea poco la expresión p., aunque esto no significa que no se piense la cosa misma. En todo caso la emplean pensadores como L. Lavelle para explicar la relación entre la conciencia y el ser, y M. Buber para interpretar la correlación interpersonal de yo y tú.
II. Visión sistemática
La cuestión de si y en qué medida la idea de p. todavía hoy puede tener un significado, no ha de resolverse a priori, sino solamente a base de una inteligencia de su contenido primigenio, de su origen y de su interpretación histórica. De lo expuesto en I se desprende que la idea de p. siempre fue entendida de manera más o menos expresa como solución del problema de la identidad y diferencia del ser en el todo; su intención fundamental es expresar el hecho, la necesidad y el modo de la presencia del todo en lo particular o la inserción de lo particular en el todo. La idea de p. quiere conservar tanto el todo como lo particular en su respectiva «esencia», más exactamente: dice que el todo (la unidad) sólo se da y es visto como tal cuando lo particular (lo «diferente») no desaparece en él, sino que llega precisamente a lo que le es propio, de forma que la identidad y la diferencia, el todo y lo particular «crecen» (es decir, se revelan) en la misma proporción, y no en proporción inversa.
Estas consideraciones, que parecen muy abstractas, abren ante todo la posibilidad de una inteligencia y de una repetición de la idea clásica de p. para una exposición de la revelación cristiana acomodada a la actual conciencia del problema. Pues, en efecto, si pertenece a la esencia de la unidad participativa que el «todo» resalte como verdadero todo en la medida en que los particulares (diferentes) lleguen a su propia peculiaridad, ello significa que la p. no debe concebirse a manera de una estructura estática (como si el todo y los individuos estuvieran ya siempre y para siempre presentes en su propio ser), sino como un acontecer, como el acontecer de la revelación del todo por y en la autorrealización de las «partes», es decir, de las individualidades (diferentes). La p. es historia. Ahora bien, si se mira a la experiencia cristiana del «todo», se pone de manifiesto cómo esta historia no significa un acontecer anónimo cualquiera (p. ej., en forma de un «acontecer» mítico o natural), sino que ostenta un carácter de acontecimiento en que entra esencialmente la libertad. Ese acontecer así mediado, posibilitado y sostenido por la libertad es la revelación del sentido de la identidad-diferencia entre Dios y el mundo humano: cuanto más se revela Dios como Dios, es decir, cuanto mayor es la sima de la diferencia, tanto más radical aparece su acción unificante que encierra y abarca al – hombre y al mundo o sea, tanto más radicalmente aparece la unidad que impera partiendo de él mismo. La originalidad singular de esta inteligencia bíblico-cristiana de la realidad, que se apropia la idea griega de p., estriba en la concepción del acontecer como algo radicalmente personal y libre, en que el hombre puede ser interlocutor libre de Dios porque está siempre introducido en la libre dimensión del diálogo abierta de antemano por Dios mismo. Ahí radica el sentido más profundo de la p., el cual sólo puede interpretarse cristianamente. Con ello, el todo de que hasta aquí se ha hablado de manera indeterminada se revela como el acontecimiento singular y único de la comunicación de Dios y de la del hombre, es decir, como aquella primigenia unidad que hace aparecer y sustenta la inconmensurable diferencia entre Dios y el mundo humano (cf. relación entre Dios y el mundo, comunicación de -> Dios mismo al hombre).
Lo dicho hasta ahora debería concretarse más respecto de todas las totalidades «particulares» de nuestra realidad, que se presentan en forma muy varia y graduada: la persona y obra de Jesucristo, la historia de la salvación, la humanidad, la Iglesia, la sociedad, el Estado, etc. Dondequiera y en la medida en que aparezcan totalidades, deben entenderse como unidades participativas, es decir, como unidades cuyo sentido y esencia sólo se cumple por la configuración y la liberación de las «partes» (diferencias, individuos) para su propia realidad. Si las totalidades no se entienden participativamente, se quedan abstractas y no dicen nada (como sería una Iglesia clericalizada que se encerrara en sí misma), o se convierten en totalitarismos, en cuanto las individualidades no se insertan en el todo respectivo de manera auténtica, es decir, participativa, sino por coacción y opresión. Desde aquí puede medirse la importancia eminente de la idea de p., no sólo para la solución de cuestiones especulativas, sino también, y especialmente, para encauzar problemas concretos de la Iglesia, de la sociedad, etc.
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Lourencino-Bruno Puntel
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
koinonia (koinwniva, 2842), (a) comunión, compañerismo, compartir en común (de koinos, común). Se traduce «participación» en Phi 3:10; Flm 6; véase COMUNIí“N. Nota: Para meris, traducido «para la participación» en Col 1:12 (VM; RV: «para participar»), véase PARTE, Nº 2. PARTICIPAR, PARTICIPANTE, PARTíCIPE A. VERBOS 1. koinoneo (koinwnevw, 2841), tener una parte de, compartir con, tomar parte en, participar (relacionado con B, Nº 1). Se traduce en Phi 4:15 «participó» (RV: «comunicó»); 1 T 5.22: «partícipes» (RV: «comuniques»); Heb 2:14a: «participaron»; para 2.14b, véase Nº 4); 1Pe 4:13 «sois participantes»; 2 Joh_11 «participa» (RV: «comunica»). Véase COMPARTIR, Nº 1. 2. sunkoinoneo (sugkoinwnevw, 4790), tener comunión con o en (sun, con, y Nº 1). Se utiliza en Eph 5:11 «no participéis» (RV: «no comuniquéis»); Phi 4:14 «en participar conmigo» (RV: «que comunicasteis juntamente»); Rev 18:4 «no seáis partícipes» (RV: «seáis participantes»). Lo que se expresa es el compartir con otros lo que uno posee, a fin de subvenir a sus necesidades.¶ 3. metalambano (metalambavnw, 3335), tener, o conseguir, una parte de. Se traduce participar (2Ti 2:6; Heb 12:10). Véanse COMER, RECIBIR, TENER. 4. meteco (metevcw, 3348), participar de, compartir en (meta, con; eco, tener), relacionado con B, Nº 5. Se traduce «de recibir» en 1Co 9:10 (VHA, VM: «de participar»); «participar» en v. 12 (RV: «tienen»); «participamos» (10.17); «participar» (RV: «ser participes»; v. 21); «participo» (v. 30); «participó de lo mismo», esto es, de carne y sangre; cf. con Nº 1 en este mismo v.; en Heb 5:13, metafóricamente, de recibir una enseñanza espiritual elemental: «que participa de la leche»; en Heb 7:13, se dice de Cristo (el antitipo de Melquisedec), «es» (RV, RVR; VM: «pertenecía»), de su pertenencia a otra tribu que la de Leví. Véanse RECIBIR, SER. 5. sunkakopatheo (sugkakopaqevw, 4777), sufrir penalidades con. Se traduce en 2Ti 1:8 «participa de las aflicciones» del evangelio (RV: «sé participante de los trabajos»); en los mss. más comúnmente aceptados se encuentra también en 2.3: «sufre penalidades» (RV: «sufre trabajos»). Véanse PENALIDAD, SUFRIR.¶ 6. sunupokrinomai (sunupokrivnomai, 4942), (sun, con; jupokrinomai, relacionado con jupokrisis; véase ), unirse en una actuación hipócrita, al pretenderse actuar con un motivo, en tanto que es otro el que verdaderamente inspira el acto. Así en Gl 2.13; Pedro, al separarse con otros judíos creyentes de los creyentes gentiles en Antioquía, pretendía que su motivo era la lealtad a la ley de Moisés, en tanto que lo que en realidad lo movió a ello fue su temor a los judaizantes. Se traduce «en su simulación participaban» (RV: «a su disimulación consentían»; VM: «disimulaban juntamente»). Véase .¶ 7. summerizo (summerivzw, 4829), primariamente, distribuir en partes (sun, con; meros, parte), en la voz media, tener una parte en. Se utiliza en 1Co 9:13 «del altar participan» (VM: «participan juntamente con el altar»), esto es, se alimentan con otros de aquello que, habiendo sido sacrificado, ha sido puesto sobre un altar. De esta manera el creyente participa de Cristo, que es el altar mencionado en Heb 13:10:¶ Notas: (1) Para koinonia, véanse y ; se traduce «participar» en 2Co 8:4; (2) para metalempsis, traducido «participasen» en 1Ti 4:3, véase B, Nº 3.¶ B. Adjetivos 1. koinonos (koinwnov», 2844), adjetivo que significa alguien que posee en común (koinos), aparece como «partícipes del altar» en 1Co 10:18; en el v. 20 se utiliza con ginomai, venir a ser, «que os hagáis partícipes con los demonios»; en 1Pe 5:1 «participante»; 2Pe 1:4 «participantes». Véanse COMPAí‘ERO. 2. sunkoinonos (sugkoinwnov», 4791), se traduce «participante» en Rom 11:17 y «participantes» en Phi 1:7 (RV: «compañeros»). Véase , Nº 1. 3. metale(m)psis (metavlhyi», 3336), participación, toma, recepción. Se utiliza en 1Ti 4:3, en relación con la comida, «para que con acción de gracias participasen», lit., «con vistas a (eis) participación».¶ 4. meris (meriv», 3310), se traduce «para participar» en Col 1:12 (VM: «participación»). Véanse , Nota, y PARTE, Nº 2. 5. metocos (mevtoco», 3353), significando participante en o de, se traduce «participantes» (Heb 3:1,14; 12.8); «partícipes» (Heb 6:4). Véase COMPAí‘ERO bajo COMPAí‘ERISMO, B, Nº 2. 6. summetocos (summevtoco», 4830), participante juntamente con, copartícipe (sun, con, y Nº 5). Se traduce «copartícipes» (Eph 3:6; RV: «consortes»); «partícipes con» (5.7; RV: «aparceros»). Véase , Nº 2.¶ Notas:(1) Para koinoneo, traducido con la frase verbal «han sido hechos participantes» en Rom 15:27; «haga partícipe» en Gl 6.6; «sois participantes» en 1Pe 4:13, véase A, Nº 1. (2) Para sunkoinoneo, traducido «seáis partícipes» en Rev 18:4, véase A, Nº 2.
Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento