MONARQUIA

Véase REY.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Sistema de gobierno basado en una sola persona como referencia. Ordinariamente al monarca se la denomina rey o emperador, pudiendo serlo absoluto si no tiene limitaciones en el ejercicio de su poder, o constitucional si sus poderes están condicionados por un parlamento o una constitución.

Contra los sistemas antiguos de mirar las monarquí­as como provenientes de Dios y de acuñar en las monedas la expresión de «rey por la gracia de Dios», en los tiempos posteriores al parlamentarismo del siglo XIX se hace proceder la monarquí­a de la aceptación y representación popular. Ningún rey en buena lógica lo es por herencia, sino por la aceptación de la sociedad sobre la que va a regir.

La Iglesia no tiene nada que decir sobre el mejor sistema de gobierno, pues todos son igualmente aceptables mientras cumplan sus promotores con el deber de promover el bien común como objetivo primero. Pero sí­ lo tiene que decir sobre el origen de la autoridad y sobre el respeto a los derechos naturales como fuente de todo poder de unos hombres sobre otros.

No tienen ningún valor significativo las expresiones monárquicas o las doctrinas sobre los reyes que pueden derivarse de algunos textos bí­blicos, que suelen ser efectos de las culturas en las que surgieron cada forma concreta.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(David, Samuel, Jotán, federación de tribus, mesianismo). La federación de tribus de Israel resultó poco eficaz ante la amenaza organizada de los pueblos del entorno, especialmente de los filisteos de la costa (entre la actual Tel Avivy Gaza), que habí­an construido un fuerte aparato estatal al servicio de la guerra. Una federación de hombres libres, sin estructuras militares adecuadas, no puede resistir si es que hay a su lado unos pueblos de tipo imperialista. Por eso, conforme a la lógica de la historia, para mantener su independencia, los federados tuvieron que ceder parte de su autoridad, creando una monarquí­a unificada, a pesar de la crí­tica de algunos profetas y sabios.

(1) Crí­tica antimonárquica. Como supo decir bellamente Jotán*, al principio se pudo evitar la función del rey: la vida de las tribus se expresaba con sí­miles hondos de árboles buenos (vid, olivo, higuera), que dan fruto y enriquecen a todos; la monarquí­a con sus clases superiores se concebí­a como zarza parásita que vive de los otros árboles del bosque, de manera que habí­a que evitarla (cf. Je 9,7-15). En esa lí­nea sigue presentando Samuel, profeta y vidente, las cargas de la monarquí­a: «Este será el derecho del rey que reinará sobre vosotros: tomará a vuestros hijos y los empleará en su carroza y sus caballos; les nombrará a su servicio jefes de mil y jefes de cincuenta, utilizándolos también para labrar su labrantí­o, segar sus mieses y fabricar sus armas de guerra… Tomará a vuestras hijas como perfumistas, cocineras y panaderas. Se apoderará de vuestros campos, vuestros viñedos y vuestros olivares mejores y se los dará a sus servidores. Exigirá, además, el diezmo de vuestras sementeras y vuestros viñedos y vuestros olivares mejores y los dará a sus ministros» (1 Sm 8,11-16). A pesar de esa advertencia, el pueblo quiso un rey y, según la tradición que está en el fondo del texto, Dios dijo a Samuel: «No te rechazan a ti, sino a mí­ mismo me rechazan, para que no reine sobre ellos» (1 Sm 8,7). Dios era garantí­a de unidad y defensa y ahora se vuelve de algún modo innecesario: en el lugar del Dios fraterno, que unifica y salva al pueblo, surge el rey dictador como signo de concentración social y militar, garantizando la estabilidad israelita, pero al modo de los otros pueblos de la tierra (1 Sm 8,6). Nace el ejército profesional y la división de clases, con un estamento administrativo (siervos del rey) y otro militar (jefes de tropa, comandantes de los carros de combate) que vive del trabajo e impuestos de los otros, necesitando una plusvalí­a económico-social. Esto sucedió en torno al 1000 a.C. Hubo primero un ensayo breve, bajo el liderazgo de Saúl*, pero la monarquí­a verdadera empezó con David. Ciertamente, los israelitas siguieron creyendo en un Dios superior que les defendí­a y dirigí­a (que era su verdadero Rey). Pero, al mismo tiempo, ellos pensaron que ese Dios podí­a relacionarse con un reino (un Estado) y con un templo nacional (el de Jerusalén). Estos dos datos (reino y templo) no eran nada nuevo, pues los habí­an buscado también los pueblos del entorno (babilonios, egipcios, moabitas, fenicios, etc.). De esa forma, los israelitas se hicieron como otros pueblos. En ese contexto podemos distinguir, apoyándonos en el texto de la Biblia, más que en datos arqueológicos e históricos, que son bastante parcos, los tres momentos siguientes, que apare cen detallados en los libros de 1-2 Reyes y de 1-2 Crónicas.

(!) Reino. David y Salomón (del 1000 al 900 a.C.). En el principio del reino de Israel está David*, una especie de caudillo militar o condotiero de la tribu de Judá, en la zona sur (en tomo a Hebrón), para convertirse luego en rey carismático sobre el conjunto de las tribus. David fue el primero que unificó la tierra de Palestina bajo un mando israelita y su figura quedó más tarde idealizada, de manera que aparece en la tradición posterior como signo de la presencia de Dios, garantí­a de paz, principio de una familia de la que debe nacer el Mesí­as. Tras él reinó su hijo Salomón*, que mantuvo el imperio de su padre David, constmyendo bajo su autoridad el templo de Jerusalén, que se convertirá más tarde (hasta el dí­a de hoy) en signo de presencia de Dios para Israel. Ese nuevo modelo social aportó ciertas ventajas: los israelitas superaron el riesgo de una ocupación militar permanente, que en aquel momento hubiera supuesto la extinción del pueblo, y conquistaron casi toda Palestina, extendiendo su influjo por Oriente. Más aún, algunos gmpos del sur (Judá y Benjamí­n) interpretaron la monarquí­a como signo sagrado: Dios mismo era Rey y protector del pueblo a través de David y sus hijos, que así­ recibieron rasgos mesiánicos, conforme a una visión muy extendida entre las naciones e imperios que divinizaban a sus reyes. A pesar de sus defectos, el modelo monárquico aportó dos elementos positivos: un aumento de unidad nacional (aunque centrada en Jerusalén y marginando a las tribus del Norte) y una experiencia mesiánica, mediada a través de un rey, hombre especial en el que Dios expresa su acción salvadora.

(3) División de reinos (del 900 al 721 a.C.). Significativamente, muchos israelitas sintieron que la monarquí­a sagrada de David y Salomón era contraria a la presencia directa de Dios (como único Rey) y pensaron además que se oponí­a a las tradiciones de libertad de los hebreos (que no querí­an más rey que Dios). Las tribus del Norte, formadas sobre todo por los grupos de Efraí­n y Manasés, rechazaron la monarquí­a de Jerusalén (de la casa de David), para mantener su identidad y su independencia. Así­ crearon un reino especial, llamado «Israel» (en el sentido limitado de la palabra, pues también las tribus del sur eran israelitas), que tení­a su capital en Samarí­a y de esa forma los israelitas tuvieron dos reinos: uno centrado en Samarí­a y otro en Jerusalén. Fueron años turbulentos, que sirvieron para la consolidación de las tradiciones antiguas. En este tiempo surgieron los primeros grandes profetas, sobre todo en el reino del Norte, con Elias* y Elí­seo, y después con Amos* y Oseas*. Ellos descubrieron la acción de Dios como presencia de amor y como urgencia de justicia. Pero la historia fue muy dura y el año 721 a.C. los asirios conquistaron y destruyeron para siempre el reino del Norte, con Samarí­a y Galilea.

(4) El reino judí­o de Jerusalén (721 586 de C.). Tras el 721 a.C. sólo quedó el reino del Sur, llamado de Judea (de manera que desde ahora los nombres de judí­o e israelita tienden a identificarse). Ese reino estaba centrado en tomo a Jerusalén y organizado como una pequeña monarquí­a, mantenida por los descendientes de David. En ese tiempo surgieron grandes profetas, como Isaí­as* y Jeremí­as* que desarrollaron las más poderosas experiencias religiosas de Israel y que constituyen una de las cumbres espirituales de la historia humana. Pero la monarquí­a de los reyes judí­os, descendientes de David, fue sólo una etapa en el proceso israelita. El año 587 a.C., los babilonios conquistaron y destmyeron Jerusalén, llevando cautivos a muchos de sus habitantes y destmyendo el templo. Según eso, el tiempo de la monarquí­a nacional independiente ha ocupado sólo un perí­odo muy corto de la historia de los judí­os, que han vivido desde entonces sin tierra ni nación propia. De todas formas, muchos judí­os posteriores han sentido la tentación de recuperar la monarquí­a y la nación, reconstruyendo el reino: los macabeos* (de los años 176 al 150 a.C.), los rebeldes del 67-70 d.C. (casi en el tiempo de Jesús) y los sionistas actuales (es decir, los defensores del actual Estado de Israel, en conflicto casi permanente con los musulmanes de la zona).

Cf. J. BRIGHT, La Historia de Israel, Desclée de Brouwer, Bilbao 2003; S. HERMANN, Historia de Israel, en la época del Antiguo Testamento, Sí­gueme, Salamanca í979; M. NOTH, Historia de Israel, Garriga, Barcelona 1966; J. A. SOGGIN, Nueva historia de Israel: de los orí­genes a Bar Kokba, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. El monoteí­smo como problema polí­tico (E. Peterson): recepción y crí­tica.-II. La monarquí­a intradivina (el Padre como fuente, origen y principio.-III. Monarquí­a y reciprocidad relacional.

El término «monarquí­a» (monos arkhé, un solo principio), además de otros usos o significados, aparece con frecuencia en la terminologí­a teológica de los primeros siglos como parte intetrante de la doctrina sobre Dios y de la teologí­a trinitaria; el término llegó incluso a convertirse en bandera de una interpretación modalista o monarquia’na de la realidad divina («monarchiam tenemus») que querí­a mantener a toda costa la tradición monoteí­sta del AT ‘Sin renunciar al lenguaje del NT sobre Dios Padre, Hijo y E. Santo. Como estos aspectos son tratados en otra parte [cf. Modalismo, Monoteí­smo, Trinidad], aquí­ se tendrán en cuenta únicamente los indicados a continuación.

I. El monoteí­smo como problema polí­tico (E. Peterson): recepción y crí­tica
E. Peterson (1890-1960), estudioso de los orí­genes cristianos, teólogo protestante convertido al catolicismo en 1930, publicó en 1935 un artí­culo en el que reelaboraba algunos trabajos previos sobre la monarquí­a divina. Pocos percibieron entonces las conexiones de este estudio histórico-teológico sobre textos antiguos con el trasfondo polí­tico-elesial del momento. Las referencias no eran ciertamente explí­citas, sino en clave, envueltas en un análisis erudito de especialistas; resultaban, sin embargo, innegables en aquel contexto de relaciones entre Iglesia, teologí­a y nacionalismo. Para Peterson, el hecho de que sobre todo gran parte del protestantismo alemán se dejara instrumentalizar tan fácilmente se debí­a a que ya antes habí­a ido vaciándose de contenido; la identificación más o menos explí­cita entre una verdad teológica (revelación o reino de Dios) y un hecho histórico determinado (estado, raza, reino terreno) lo habí­a dejado sin capacidad de reacción. En este trasfondo establece Peterson su propia tesis: sólo una concepción de Dios como soberano único que gobierna a través de instancias intermedias (monarquí­a divina), esquema presente en autores judí­os, en los primeros apologistas y en teólogos de palacio como E. de Cesarea, puede llevar a una justificación del monoteí­smo polí­tico mediante el monoteí­smo religioso; por el contrario, con la interpretación trinitaria de la monarquí­a divina, formulada sobre todo por los Capadocios, la comprensión de Dios se ve libre de manipulaciones ideológicas, ya que la doctrina ortodoxa de la Trinidad, establecida en el s. IV, imposibilita de raí­z toda «teologí­a». Con este concepto se referí­a crí­ticamente a C. Schmitt (1922), el cual lo habí­a acuñado para expresar el hecho histórico de que la conceptualidad propia de la doctrina moderna sobre el estado no es sino un conjunto de conceptos teológicos secularizados; según Schmitt, se da un nexo indisoluble entre cualquier concepto teológico y una determinada situación polí­tico-social.

La tesis del P. no suscitó especiales discusiones y fue objeto de una recepción más bien tranquila. A finales de los años sesenta, con motivo de los debates en torno a la «nueva teologí­a polí­tica» (Metz, Moltmann, Maier, Schmitt), experimenta una revitalización. Pero los protagonistas del debate discuten ahora sobre la herencia legí­tima de las instancias de la tesis de P.; tenerlo a favor se interpreta como fortalecimiento de la propia postura, de ahí­ que sea invocado tanto por los promotores como por los detractores de las nuevas propuestas. Así­, mientras P., en nombre de la fe trinitaria, rechazaba una teologí­a polí­tica que no era sino justificación ideológica de una situación dada, Metz considera la misma fe trinitaria como el fundamento de una nueva teologí­a polí­tica, crí­tica con el poder social dominante, aplicable también a la comprensión monárquica o absoluta del pode en las estructuras eclesiales. Por su par te, Moltmann asume la tesis de P. pero quiere hacer de la doctrina trinita ria punto de apoyo no sólo para la crí­ tica, sino también para propuestas con cretas en el ámbito polí­tico, eclesial-teológico: más allá del monoteí­smo teocrático, identificado con el poder único, central y absoluto; más allá del monoteí­smo clerical, que se expresa en el episcopado monárquico; más allá de monoteí­smo teológico, que contribuyo a la helenización dei Dios judeocristiano, para elaborar una comprensión de la unidad divina que sea auténticamente trinitaria y que favorezca una comunidad humana sin privilegios ni sometimientos. En dirección opuesta se mueve el planteamiento de Maier; también él recurre a la tesis de P., pero valorándola como un veredicto de ilegitimidad aplicable también al proyecto do la nueva teologí­a polí­tica; según él, la doctrina trinitaria hace efectiva la distinción entre polí­tica y religión como ámbitos distintos, cada uno con racionalidad propia, y trae consigo tanto una desteologización de la polí­tica como una despolitización de la religión. Finalmente, Schmitt vuelve sobo el tema (1970), después de mucho: años, para considerar la tesis de P como una especie de leyenda no suficientemente fundada en sus análisis históricos, expresión ella misma de una determinada teologí­a polí­tica.

El interés teológico de la tesis de P y de su recepción tan diversa radica en la pregunta por la posible relevancia polí­tica que corresponderí­a a determinadas afirmaciones centrales de la fe cristiana en Dios, es decir, en la pregunta por las posibles relaciones entre dogma cristiano e ideologí­a polí­tico-social. Se trata de una tesis con pretensiones sistemáticas, fundamentada en el análisis histórico de textos antiguos. Bajo ambos aspectos ha sido objeto de análisis detallados (Schindler), cuyo resultado final conduce a una postura reticente tanto frente a las argumentaciones históricas como frente a las generalizaciones sistemáticas de P.; en el plano histórico no parece suficientemente demostrado que una fe monoteí­sta termine siempre y necesariamente en una instrumentalización de la religión (cf. profetismo bí­blico) ni que la doctrina trinitaria ortodoxa otorgue sin más, por sí­ misma, una especie de inmunización automática frente a toda posible ideologización de la fe. A pesar de todo, aunque sea muy difí­cil demostrar históricamente que el monoteí­smo como problema polí­tico haya quedado definitivamente superado, la tesis de P. sigue ejerciendo un gran poder de atracción por haber puesto de manifiesto la coherencia de la fe en Dios con determinados comportamientos polí­tico-sociales (la incoeherencia con otros) y por haber planteado llena de interés y actualidad: la relación del monoteí­smo con las diversas formas de intolerancia, intransigencia o fanatismo polí­tico-religioso; la legitimación del poder absoluto o de las dictaduras mediante el recurso a convicciones religiosas; la libertad, el pluralismo, la diversidad y la convivencia de cosmovisiones distintas como prueba de fuego, en la sensibilidad contemporánea, para toda convicción de fe que se presente con pretensiones de verdad única y absoluta.

II. La monarquí­a intradivina (el Padre como fuente, origen y principio)
A diferencia del tema anterior (implicaciones entre monoteí­smo divino y configuraciones polí­ticas de la sociedad), la pregunta por la monarquí­a intradivina es una cuestión estricta de teologí­a trinitaria; en rigor no es sino la pregunta por el modo de garantizar la unidad intradivina en la Trinidad de personas. Y aquí­ nos encontramos con elementos comunes a la tradición oriental y occidental, con diversidad de acentos, terminologí­a o esquemas conceptuales y con una controversia muy concreta (el Filioque) en la que repercuten directamente las coincidencias y las divergencias.

Desde los estudios de Régnon es usual caracterizar la doctrina trinitaria latina como esencialista (por partir de la naturaleza o esencia común para pensar desde ella la diversidad de personas) y la doctrina trinitaria griega de personalista (por partir de las personas, en concreto del Padre, para descubrir en ellas la esencia común). La diferencia real de perspectivas no justificada, sin embargo, ningún tipo de rigidez esquemática fija, como si entre los latinos el apersonalismo fuera manifiesto o general o como si los griegos no tuvieran interés alguno en reflexionar sobre la esencia (Le Guillou, Halleux). De hecho, la condición del Padre como fuente, origen y principio de toda la divinidad, la radicación última de la monarquí­a intradivina en la persona del Padre, la comprensión de las relaciones intratrinitarias como relaciones de origen, todos ellos son datos comúnmente compartidos, que propiamente no han constituido objeto de controversia entre ambas tradiciones. Si es cierto que la tradición oriental acentúa con preferencia el estatuto «monárquico» del Padre, también lo es que esta condición en modo alguno resulta desconocida para la tradición occidental. Dionisio de Roma defiende la monarquí­a divina frente al riesgo de su escisión si se habla de tres hipóstasis separadas (DS 112); el mismo san Agustí­n, cuya doctrina se considera como paradigma de la teologí­a trinitaria occidental, habla de la persona del Padre como del principio de la divinidad («totius divinitatis, vel si melius dicitur, deitatis principium», CCL 50, 200); en la misma lí­nea, la tradición de los concilios toledanos presenta al Padre como «fons et origo totius divinitatis» [cf. Concilios]. La monarquí­a del Padre, por tanto, como garantí­a de la unidad divina en ambas tradiciones teológicas.

Las diferencias son de carácter terminológico y conceptual. Los griegos reservan exclusivamente para el Padre los términos de «causa» (aití­a) y de «principio» (arkhé), porque únicamente el Padre es la última causa no causada, el principio sin principio. Pero se trata de un concepto de causa fuertemente personalizado, que acentúa la diferencia neta entre el Padre como fuente personal última y como único principio originante causal (aí­tios), de una parte, y el Hijo y el Espí­ritu Santo como realidades originadas y causadas (aitiatoí­), de otra parte. Algunos testimonios de la tradición griega parecen limitar exclusivamente a la persona del Padre toda causalidad intradivina. El Ps-Dionisio, p. e., habla de él como de la única fuente de la divinidad superesencial (PG 3, 641D); en el mismo sentido se expresa san Atanasio (PG 28, 97B); Gregorio N. asegura que el Padre comunica al Hijo todo cuanto es y posee, excepto la condición de principio causal (aití­a) (PG 36, 252A); J. Damasceno hablará también, por su parte, del Padre como del único capaz de causar (monos aí­tios ho patér, PG 94, 649 B). Nada extraño que esta tradición de pensamiento haya llevado a la exclusión de cualquier participación del Hijo en la causalidad originante del Padre y, por lo tanto, al rechazo decidido del Filioque.

El término latino «principium», aplicado al Padre con una frecuencia mucho mayor que el de «causa», significa también la fuente primordial última, pero no tiene una connotación tan personalizada exclusivamente en el Padre. Por ello, puede hablarse más fácilmente del Padre y del Hijo conjuntamente como un único principio espirativo del Espí­ritu Santo, e. d., el Hijo habrí­a recibido del Padre, juntamente con la esencia divina, también esta capacidad espirativa. Ambos ejercerí­an conjuntamente una forma concreta de actuación, la de ser principio único del E. Santo. Algunos autores griegos no tendrí­an mayores reparos en admitir una participación activa del Hijo en el surgimiento del Espí­ritu, pero se resisten a interpretarla en categorí­as de causalidad; solamente así­ puede despejarse cualquier asomo de diarquí­a en la divinidad y cualquier oscurecimiento de la condición monárquica del Padre. Tal como se puso de manifiesto en las discusiones habidas en el concilio de Florencia, la verdadera divergencia entre latradición oriental y occidental a propósito de la procedencia del E. Santo no estaba en la equivalencia de las fórmulas «a Patre per Filium» y «a Patre et Filio», sino en la contraposición entre el monopatrismo sistematizado por la tradición fociana (a Patre solo) y el filioquismo de los occidentales (a Patre Filioque). Nadie pretendí­a cuestionar la monarquí­a del Padre, pero las dificultades de entendimiento mutuo y la diversidad de presupuestos conceptuales no pudieron al fin ser superadas (H.J. Marx).

III. Monarquí­a y reciprocidad relacional
Un observador atento de los desarrollos recientes en la teologí­a trinitaria contemporánea podrá comprobar hasta qué punto los nuevos proyectos pretenden superar encasillamientos acostumbrados y se mantienen abiertos a estí­mulos de otras tradiciones. Por lo que Se refiere en concreto a la teologí­a occidental puede hablarse de una recepción ,rmplia otorgada al esquema más propio de la tradición oriental, el que toma punto de partida la revelación de Dios en la economí­a salví­fica y la identificación del Padre con el único Dios verdadero (Rahner, Kasper). Lo cual lleva consigo consecuencias metodológicas, perceptibles p. e. en la superación generalizada de la división tradicional del tratado sobre Dios en dos tratados separados (Deo Uno et Deo Trino). Pero las implicaciones metodológicas no son meramente formales, sino que van parejas con cuestiones de contenido, al identificar al Dios único no tanto con la naturaleza divina única cuanto con el Padre de Jesucristo. Son cuestiones no siempre satisfactoriamente resueltas: ¿cómo justificar la identificación de la esencia de Dios con la paternidad divina en cuanto principio sin principio? ¿Será posible hablar en rigor de un proceso de personalización en Dios, sobre todo para el Logos y el Espí­ritu, que tiene en el Padre su impulso originario y alcanza su culminación en el desarrollo de los acontecimientos históricos salví­ficos (Schoonenberg)? ¿Obliga el orden trinitario de la economí­a salví­fica, tal como aparece en Mt 28, 19, a mantener ese mismo ordenamiento en las afirmaciones de carácter ontológico y a comprender las relaciones intratrinitarias entre las personas divinas únicamente como relaciones de origen entre principio originante y realidades originadas, de tal modo que el único esquema válido sea el que habla del Padre como «a nudo», del Hijo como «a Patre» y del E. Santo bien como «a Patre solo» bien como «a Patre et Filio»?
Algunos temen que la respuesta afirmativa, especialmente en la última pregunta, lleve necesariamente a la comprensión de las personas divinas desde la desigualdad y haga en último término imposible la superación convincente de un cierto subordinacionismo residual e inevitable. De ahí­ la urgencia de repensar toda la cuestión dando mucho más relieve a la reciprocidad relacional, sin pretender negar con ello la monarquí­a del Padre.

Es, en otros, lo que pretende, por ejemplo, Pannenberg en sus propuestas más recientes de teologí­a trinitaria: pensar la unidad divina de las personas como reciprocidad de dependencia y de relación, partiendo para ello de la identidad entre Trinidad económica e inmanente. En la historia salví­fica vemos que el Hijo es enviado por el Padre, pero también que el Padre hace depender su divinidad de la misión del Hijo (la llegada de su reino). El Padre no solamente da al Hijo, sino que también recibe de él. Algo semejante puede decirse del Espí­ritu: procede del Padre y es enviado por el Hijo, pero es igualmente cierto que en el orden de la economí­a el Hijo recibe también el don del Espí­ritu. No basta, por tanto, con decir que el Hijo y el Espí­ritu proceden del Padre, pues el Padre depende también del Hijo y del Espí­ritu en la llegada de su reino y en la glorificación que le corresponde. En la economí­a de la salvación se revela una reciprocidad de dependencia que permite hablar de una reciprocidad mutua de relaciones como constitutivo de las personas trinitarias. Además, el uso trinitario del concepto de persona no puede ser uní­voco, sino análogo, pues la forma peculiar de ser persona que tiene el Padre, el Hijo y el Espí­ritu es tan distintiva que en ello radica la única posibilidad de diversidad hipostática intratrinitaria. Padre, Hijo y Espí­ritu, cada uno en su peculiaridad propia, es persona desde la relacionalidad respectiva y recí­proca con las otras personas trinitarias, desde el diálogo mutuo interpersonal. Las personas trinitarias pueden considerarse, en esta perspectiva, como diálogo (mejor, triálogo) permanente de comunión. Partir de la monarquí­a del Padre no imposibilita comprender la vida intradivina como unidad en el amor y en la comunión, pero absolutizar esta perspectiva oscurece la importancia de la reciprocidad relacional. A su redescubrimiento han contribuido las profundas modificaciones sufridas por el concepto de persona y la importancia dada a la interpersonalidad e intersubjetividad. Todo lo cual pone de manifiesto que la unidad divina es unidad comunional (de perikhóresis).

[-> Agustí­n; Amor; Atanasio; Capadocios; Comunión; Concilios; Creación; Credos; Espí­ritu Santo; Filioque; Hijo; Jesucristo; Logos; Misión; Modalismo; Monoteí­smo; Padres (griegos y latinos); Perikhóresis; Personas divinas; Procesiones; Propiedades; Rahner; Régnon, Tb. de; Reino; Relaciones; Subo rdinacionismo; Teologí­a y Economí­a; Trinidad; Triteí­smo; Unidad.]
Santiago del Cura Elena

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano