MOISES (VIDA)

tip, BIOG ARQU PROF HOMB HOAT

fot, dib00282, dib00283, dib00241, dib00184, dib00107, dib00065, fot00082, fot00083, fot00134

ver, MOISES (Escritos), EGIPTO, EXODO, MARDIKH, TEOCRACIA, TABERNíCULO, LEVíTICO, NÚMEROS, CORE, DEUTERONOMIO, PENTATEUCO, HAMMURABI, LEVITAS, HEBREOS, LEVíTICO, ALTAR, MIGUEL, GENESIS, CREACIí“N, DILUVIO

vet, (Heb. «Mõsheh», «sacado de», pero la raí­z egipcia es «ms'»: «hijo, niño»). La hija de Faraón dio el nombre de «hijo» a aquel que habí­a sacado de las aguas (el mismo nombre se llama en Tutmose, Ahmose: hijo de Tut, de Ah, etc.). El gran caudillo y legislador de las hebreos; levita, de la familia de Coat, de la casa de Amram (Ex. 6:18, 20). Su madre se llamaba Jocabed (Ex. 6:20). El edicto que ordenaba arrojar a los niños varones hebreos recién nacidos a las aguas del Nilo puso en peligro la vida de Moisés. Su madre lo escondió durante tres meses en su casa; era de hermosa apariencia (Hch. 7:20). No pudiéndolo esconder ya más, lo puso en una arca hecha de juncos, hermetizándola con asfalto y brea, y la puso entre los juncos en el rí­o. La madre ordenó a su hija Marí­a, entonces adolescente, que vigilara la arquilla. La hija de Faraón descendió, junto con su séquito, para bañarse. Según Josefo se llamaba Thermutis (Ant. 2:9, 5). Courville indica una identificación ya señalada hace tiempo. Se da la existencia de una leyenda afirmando que el padre adoptivo de Moisés se llamaba Chenefres. El profesor Wiedemann señaló la similitud del nombre de Sebek-hotep III, Kha-nefer-re con Chenefres, rey cuya esposa Merrhis, según una leyenda, crió a Moisés. Otro nombre de la esposa de Chenefres era Sebeknefrure. Esta posible identificación fue descartada, sin embargo, porque según la cronologí­a convencional de Egipto quedaba fuera del posible marco histórico de Moisés. Sin embargo, en la cronologí­a revisada sí­ que se halla en el mismo marco histórico. Courville da asimismo buenas razones para la posible identificación de Moisés, en el marco de la cronologí­a revisada, con Amenemhet IV, que fue corregente durante nueve años, como prí­ncipe de la dinastí­a XII. Courville señala asimismo el hecho curioso de que se han descubierto todas las tumbas de todos los reyes de esta dinastí­a, a excepción de la de Amenemhet IV. Esto pone bajo una luz nueva las palabras de Pablo en Hebreos: «Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado» (He. 11:24, 25). (Véanse también EGIPTO, EXODO; cfr. D. E. Courville en Bibliografí­a). Al ver la princesa egipcia la arquilla, la hizo abrir, y, reconociendo que el niño que lloraba era hebreo, tuvo lástima de él. Entonces Marí­a, con una admirable presencia de ánimo, preguntó a la princesa si le daba permiso para conseguir una nodriza para el niño, a lo que la princesa accedió. De esta manera, Moisés recibió su primera formación de manos de su propia madre bajo la protección de la hija de Faraón. Cuando fue destetado (a la edad que se puede suponer de tres años, cfr. 1 S. 1:24), lo llevó a la princesa, que lo adoptó, y le puso por nombre Moisés, nombre que a la vez recordarí­a que lo habí­a sacado de las aguas y que lo habí­a adoptado como hijo (Ex. 2:1-10). Moisés recibió una educación aristocrática, y fue instruido en toda la sabidurí­a de los egipcios (Hch. 7:22), la nación más civilizada de aquella época. Aquel niño estaba destinado a elevadas funciones en Egipto, y estaba en la lí­nea del trono, por cuanto la hija de Faraón debí­a casarse con su hermano varón heredero del trono, con lo que el hijo de ella era a su vez heredero del trono. Pero Dios lo estaba preparando para caudillo del pueblo hebreo. Moisés, extremadamente dotado, recibió la instrucción necesaria para la gran tarea que le esperaba. Los descubrimientos de las pirámides y otros diversos monumentos han evidenciado lo extendida que estaba la escritura en aquella época, así­ como también las tabletas cuneiformes de Egla muestran el antiguo uso de la escritura silábica por gran parte del Oriente Medio (véase MARDIKH [TELL]). Es indudable que el joven prí­ncipe aprendió a escribir los jeroglí­ficos egipcios, el acadio cuneiforme, y una escritura ya alfabética como la de Ugarit, que era casi idéntica con la del hebreo. Moisés se familiarizó con la corte egipcia, con sus grandes personajes, con la pompa de las celebraciones religiosas, con la suntuosa exhibición de los ritos y de los sí­mbolos, con la corriente literaria y artí­stica de su época, y con la administración de la justicia. Sin embargo, Moisés no olvidó nunca su origen, y creí­a en las promesas hechas a su pueblo. Hacia el final de su estancia en Egipto, habí­a ya comprendido que Dios lo llamaba a ser el juez y liberador de los israelitas. Viendo que un egipcio golpeaba a un hebreo, dio muerte al egipcio, y escondió su cuerpo en la arena. Al dí­a siguiente, viendo a dos israelitas que se peleaban, los quiso reconciliar. Uno de ellos le dirigió estas palabras: «¿Quién te ha puesto a ti por prí­ncipe y juez sobre nosotros? ¿Piensas matarme como mataste al egipcio?» (Ex. 2:14). Sabiendo entonces que su acción habí­a sido observada y que el hecho era sabido, y que Faraón buscaba darle muerte, Moisés huyó al paí­s de Madián. Así­ renunció al tí­tulo de hijo de la hija de Faraón, y se asoció de manera clara con el pueblo de Dios. Tení­a entonces 40 años (Ex. 2:11-15; Hch. 7:23-28; He. 11:24, 25). Llegado a Madián, Moisés ayudó a las hijas del sacerdote Jetro a abrevar sus rebaños. Jetro le ofreció hospitalidad, le dio trabajo y le dio Séfora, una de sus hijas, como esposa, con la que Moisés tuvo 2 hijos: Gersón y Eliezer (Ex. 2:22; 18:3, 4). Moró 40 años en Madián (Hch. 7:30), participando de la vida de un pueblo que descendí­a de Abraham y que posiblemente adoraba al mismo Dios que él (cfr. Ex. 18:10-12). Este nuevo perí­odo de preparación puso a Moisés en estrecho contacto con Jetro, cabeza de una tribu de madianitas, sacerdote dotado de mucho discernimiento (Ex. 18). Durante este perí­odo, el pensamiento religioso de Moisés maduró. Por otra parte, se familiarizó con los caminos del desierto, con sus recursos, con su clima y con la vida de sus moradores. La solemne grandeza de los espacios desérticos y su soledad profunda favorecí­an la meditación. Hacia el final de este perí­odo, el futuro caudillo de Israel vio un fenómeno asombroso: una zarza ardiendo, pero no se consumí­a. En el momento en que se apartó del camino para observar aquello, oyó la llamada divina. El Señor rechazó las objeciones de Moisés tocantes: (a) a su propia persona (Ex. 3:11); (b) a su incapacidad de revelar al pueblo el nombre y el carácter del Dios que querí­a liberarlos (Ex. 3:13); (c) su carencia de autoridad ante el pueblo (Ex. 4:1); (d) su pobre elocuencia (Ex. 4:10); (e) finalmente, su rechazo expreso a partir (Ex. 4:13). Ante la ira de Jehová, Moisés tuvo finalmente que obedecer, y el Señor le asignó Aarón como portavoz (Ex. 4:14- 17). Moisés salió hacia Egipto con su esposa Séfora y sus dos hijos (Ex. 4:18-20), uno de los cuales, indudablemente el menor, no habí­a recibido aún la circuncisión a causa de la oposición de la madre. Al ceder a ella, Moisés habí­a desobedecido la instrucción divina, y se habí­a demostrado incompetente para llevar a cabo la magna misión que tení­a encomendada. Culpable de haber descuidado la señal del pacto, Moisés fue confrontado en una posada, una noche, por el mismo Señor, de una manera que no se especifica, pero poniendo en grave peligro su vida. Séfora, deseosa de salvar a su marido, ejecutó ella misma la operación, exclamando: «A la verdad tú me eres un esposo de sangre» (Ex. 4:24-26). Moisés y Aarón se presentaron en numerosas ocasiones a Faraón para comunicarle que Dios exigí­a la partida de los israelitas. El rechazo del rey a obedecer atrajo sobre él mismo y sobre su pueblo las diez plagas (Ex. 5-13:16). Cuando llegó el momento del éxodo, Moisés, bajo orden de Jehová, acaudilló a los hebreos. En el monte Sinaí­ Dios se manifestó a Moisés de una manera muy personal; el pueblo oyó la voz de Dios, pero sólo el profeta fue admitido a hablar con Jehová como un amigo (Ex. 24:9-11; 33:11, 17-23; 34:5-29). El Dios de Israel fue revelando gradualmente a su servidor lo que debí­a enseñar al pueblo. Así­ es como Moisés recibió en el monte los Diez Mandamiento y las leyes que los acompañaban (véase TEOCRACIA). Inmediatamente después, el profeta pasó sobre el monte cuarenta dí­as de ayuno, en el curso de los cuales Dios le reveló la forma, las dimensiones, los materiales y los utensilios del Tabernáculo que deberí­a erigir en el desierto (véase TABERNíCULO). Asimismo, Moisés recibió las dos tablas de piedra en las que estaba grabado el Decálogo. Descubriendo a su descenso del monte que el pueblo se habí­a entregado al culto del becerro de oro, Moisés, indignado, quebró las tablas de piedra. Este gesto hizo comprender al pueblo que el Pacto con Jehová estaba asimismo roto. Los levitas ejecutaron a continuación a todos los israelitas que se obstinaban en adorar al becerro de oro. Después de haber actuado como juez, Moisés intercedió ante Dios en favor de los israelitas, ofreciendo incluso su propia salvación por la de ellos (Ex. 32:32; cfr. Ro. 9:3). Jehová se aplacó, y prometió quitar su ira de sobre Israel. Así­, Dios ordenó a Moisés que subiera de nuevo al monte. El pueblo habí­a violado las ordenanzas fundamentales del culto; la Ley fue dada otra vez sobre dos tablas nuevas semejantes a las primeras (Ex. 19; 20; 32-34). En las dos ocasiones en que pasó cuarenta dí­as en el monte, Moisés no comió ni bebió (Ex. 24:18; 34:28; Dt. 9:9, 18). Más adelante, Elí­as observarí­a un ayuno idéntico (1 R. 19:8). Los ayunos de estos dos profetas prefigurarí­an el de Jesús (Mt. 2:4). El nombre de Moisés quedará asociado para siempre a las leyes promulgadas en el Sinaí­ y en el desierto (véanse LEVíTICO, NÚMEROS). Cuando Moisés descendió del Sinaí­ después del segundo ayuno de cuarenta dí­as, surgí­an rayos luminosos (heb. «cuernos») de su faz, de manera que el pueblo tuvo temor de aproximarse a él (Ex. 34:29). Moisés, sin embargo, los reunió y les comunicó las órdenes de Jehová. En Nm. 12:1 se habla de una mujer etí­ope que Moisés tení­a, acerca de la cual Aarón y Marí­a le recriminaron. Esta es la única alusión bí­blica a esta persona. Los comentaristas judí­os creen por lo general que se trata de Séfora, hija del sacerdote de Madián, cuya muerte no está registrada (Ex. 2:21; 4:25; 18:2-6). Los judí­os de época más tardí­a afirman que la etí­ope en cuestión era una princesa llamada Tharbis, convertida en mujer de Moisés cuando éste condujo una expedición militar en Etiopí­a en la época en que formaba aún parte de la corte de Faraón (Ant. 2:10, 2). Aunque muchos lo han descartado por completo, este relato puede sin embargo tener elementos verdaderamente históricos. Poco después de pasar a Cades, Coré y otros prí­ncipes se rebelaron contra Moisés y Aarón, pero Dios los destruyó (Nm. 16; véase CORE). La segunda vez que plantaron sus reales en Cades, los mismos Moisés y Aarón desobedecieron a Dios (Nm. 20). Dios les habí­a ordenado que hablaran a la roca para hacer salir agua de ella. Pero Moisés dijo al pueblo reunido allí­; «Â¡Oí­d ahora, rebeldes! ¿Os hemos de hacer salir aguas de esta peña?» Los dos hermanos se apartaban con esta actitud de su posición de dependencia con respecto a Dios. Se poní­an en lugar de Jehová, en tanto que habí­a sido El quien habí­a conducido a los israelitas fuera del paí­s de servidumbre, y que los habí­a alimentado durante cuarenta años en el desierto. En lugar de actuar en nombre de Jehová, intervinieron en su propio nombre. Se glorificaron del poder que Dios les habí­a otorgado. A continuación, Moisés «golpeó» dos veces sobre la peña, en lugar de simplemente «hablarle» (cfr. Nm. 20:8). Esta desobediencia fue de extrema gravedad. Aparte del hecho mismo de la desobediencia, la acción de golpear traicionó el significado tí­pico de la roca, que era Cristo (cfr. 1 Co. 10:4). Cristo murió una sola vez por nosotros, y su sacrificio no se repite ya jamás. Los beneficios de su obra fluyen siempre en base a la obra efectuada una vez por siempre (cfr. He. 7:26-28; 9:23-28; 10:1-18; etc.). Y fue esta desobediencia capital lo que les privó de entrar en la Tierra Prometida. Pero este castigo tan severo no alteró en nada la fidelidad de Moisés hacia su Señor; reasumió su actitud de humildad y siguió conduciendo al pueblo en dirección a Canaán. Dios le mandó que llevara a Aarón sobre el monte Hor y que transmitiera el sacerdocio a Eleazar, hijo de Aarón. En aquel monte murió Aarón (Nm. 20:22-29) Cuando los israelitas fueron atacados por la plaga de serpientes ardientes, Moisés intercedió ante Dios, que le ordenó que levantara una serpiente de bronce sobre una asta. Todo aquel que contemplara la serpiente era sanado El profeta introdujo al pueblo en el paí­s de Sehón y de Og, y conquistó aquellas tierras para Israel. Con el campamento establecido en un valle de los montes de Abarim, pudo ver desde allí­ el paí­s prometido a Abraham, a Isaac y a Jacob. La emoción de Abraham se expresó en una oración: «Señor tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza y tu mano poderosa… Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Lí­bano.» Pero el Señor respondió: «Basta, no me hables más de este asunto… no pasarás el Jordán» (Dt. 3:24-27). Se levantó el campamento y después fue vuelto a ser plantado en el valle de Sitim. Sabiendo que su muerte estaba ya cercana Moisés tomó las últimas disposiciones y dio su discurso de despedida al pueblo (véase DEUTERONOMIO). Dios habí­a designado a Josué como sucesor de Moisés. El anciano profeta puso al hijo de Num en presencia de Eleazar, el sumo sacerdote, y le impuso las manos a la vista de todo el pueblo que tení­a que acaudillar (Nm. 27:18-23, Dt. 34.9). Moisés llevó, a continuación, a Josué a la entrada del tabernáculo de reunión a fin de que Jehová diera las instrucciones al nuevo jefe de Israel (Dt. 31:14, 23). Después Moisés enseñó al pueblo un cántico lleno de sabidurí­a divina (Dt. 32), dio su bendición a las distintas tribus (Dt. 33), ascendió al monte Nebo, desde donde contempló la Tierra Prometida, y murió a la edad de 120 años sobre la cumbre del Pisga. «Sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor» (Dt. 34:7). El mismo Dios lo sepultó en el valle (Dt. 34:6). Bibliografí­a: Véanse las bibliografí­as correspondientes a GENESIS, EXODO, LEVíTICO, NÚMEROS, DEUTERONOMIO, CREACIí“N, DILUVIO, EGIPTO, EXODO (artí­culo especí­fico no sobre el libro, sino sobre la marcha de Egipto), PENTATEUCO.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado