PROFETAS

(voceros de Dios).

Dicen lo que Dios les indica, muchas veces sin entenderlo> ni interpretarlo. y dice la Biblia que todas las profecí­as verdaderas son inspiradas por el Espí­ritu Santo, pero que ninguna es para interpretación «privada»: (2Pe 1:2021). ¡es la Iglesia quien tiene ese poder!: (Mat 16:19, Mat 18:18, Luc 10:16). y nos dice también que muchas «herejí­as» han surgido por falsas interpretaciones de los escritos de San Pablo, y del resto de las Escrituras: (2Pe 3:16).

1- En el Antiguo Testamento: Dios, en la historia de la salvación, hizo surgir primero los Patriarcas; luego, los Jueces; después, los Reyes, y, finalmente, los Profetas.Los Profetas surgieron cuando el Reino se dividió en dos, a la muerte de Salomón: 1- En el Reino del Norte: (Israel).

Elí­as, 1 R.17, Eliseo, 2 R.2, Amós,Oseas.

2- En el reinado del Sur: (Judá).

Isaí­as, Miqueas, Jeremí­as, Sofoní­as, Baruc, Habacuc, Joel.

3- A Edón: Libro de Abdí­as: 4- A Ní­nive: Libros de Jonás y de Nahum: 5- En Babilonia: Ezequiel y Daniel.

6- Después del exilio de Babilonia: Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as. Ver Biblia
2- En el Nuevo Testamento: Dios hizo surgir los Apóstoles, evangelistas. ¡y también los profetas!.

– Jesucristo es el Profeta por Excelencia, Heb.l1:1-4: (Ver «Profecí­as de Jesus»).

– Juan el Bautista y otros: Ver «Profecí­as en el N.T.».

– Cada «creyente» es un «profeta»: (1Pe 2:7-9); es la gran manifestación del espí­ritu de que habla Pedroen Hec 2:17-21, que habta profetizado Joe: (Hec 2:28-32).

Misión del Profeta: De ti y de mí­: Cada «cristiano» es un «profeta», como acabamos de exponer: Cada «católico», cuando es Bautizado, es nombrado oficialmente por la Iglesia, «profeta de Cristo», y «sacerdote» y «rey». y, cuando es Confirmado, se le confirma también de los tres honores, con sus derechos y obligaciones.

La misión del «profeta», la tuya y la mí­a, es la misma que la de Isaí­as y Jeremí­as, es hablar a los hombres de Dios: Cuando le ensenas la religión a tu hijo, estás cumpliendo con tu deber de profeta. cuando con tu palabra o vida, ensenas y animas a otro a ser buen cristiano, estás cumpliendo tu sagrado deber de profeta. es «construir hoy sobre naciones y pueblos, arrancando y destruyendo lo malo, destruyendo y arruinando el error y la mentira, edificando y plantando un verdadero cristianismo»: (Jer 1:10). Y San Pablo nos dice que profetizar es hablar a los hombres de Dios, para su edificación, consolación y exhortación: (animarlos), en 1Co 14:3 : (el capí­tulo de la profecí­a y las lenguas).

Y para ser un buen «profeta», antes hay que ser un buen «sacerdote»: Antes de «hablar a los hombres de Dios», hay que «hablar a Dios de los hombres», y «ofrecer nuestros cuerpos a Dios, como hostia viva, santa, grata a Dios»: (Rom 12:1).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

[013]

El que habla (pro-femi: hablar a favor) es el profeta. Ordinariamente se tiene la idea de que es persona que anuncia hechos venideros.

– Estrictamente es el que anuncia y proclama cosas de Dios. La Profecí­a es un fenómeno religioso que se da en todas las religiones. Tiene que ve con la necesidad de seres humanos intermediarios entre la divinidad y los hombres que aceptan esa divinidad. En diversas culturas o creencias se identifica profeta con «adivino», «vidente», «sacerdote», «mago».

– En sentido más amplio, equivale a augurio, adivinación y oráculo, como cauce para conocer la voluntad o los deseos de la divinidad. Profeta es toda figura o persona que interviene en lo religioso.

Los profetas han aparecido a lo largo de la Historia y en casi todas las sociedades y religiones.

1. Religiones antiguas
En los templos del antiguo Egipto los gestos y las figuras proféticas se multiplicaron grandemente. Y lo mismo aconteció en Mesopotamia y en los pueblos que se sucedieron en el Oriente: caldeos, sumerios, babilonios, fenicios, persas, griegos. En la intersección de ambos mundos, egipcio, mesopotámico y sirofenicio, se sitúa el profetismo bí­blico.

También en las religiones orientales, hinduismo, budismo, taoí­smo, mazdeí­smo, zoroastrismo, etc. y en sus libros religiosos, Los Schu, los Vedas, el Tao-te-king, etc, se habla de las previsiones o profecí­as sobre acontecimientos o personajes. Buda fue preanunciado mucho antes de su nacimiento. Zoroastro comunicaba de antemano lo que recibí­a de la Divinidad.

2. Judaí­smo y cristianismo

Heredaron el concepto y la praxis del profetismo de las culturas del entorno y lo atribuyeron una significación religiosa singular.

2.1. En la Biblia judaica.

El profeta es un elegido por Dios, a menudo en contra de su voluntad, con el fin de revelar los planes celestes a su pueblo terreno. Es portador de la revelación y habla en nombre de Dios, incluso cuando no quieren oí­rle (Jeremí­as) o cuando incluso pretende engañar (Balaam).

Además de los libros que se escribieron con las profecí­as principales, hay muchas figuras proféticas que se hacen presentes en la historia del pueblo de Israel.

– En la Biblia se recogen cuatro libros largos de profetas: Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel y Daniel (profetas mayores).

– Hay otros más breves: doce profetas menores, que son Oseas, Joel, Amós, Abdí­as, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofoní­as, Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as.

– Y hay referencias a profetas que no escribieron, pero que originaron escritos que otros escribieron sobre ellos: Elí­as, Eliseo, Samuel, Natán.

No todo profeta responde al mismo modelo de persona: los hay pastores y cortesanos, los hay con milagros y de vida sencilla, los hay laicos y sacerdotes. El común denominador de todos es la referencias a Dios.

2.2. El cristianismo.

Heredó esa visión del judaí­smo. Los primeros discí­pulos se esforzaron por dejar bien claro que ellos creí­an en los profetas antiguos y que ellos habí­an escrito sobre Jesús.

La figura de Jesús estaba siempre presente en las profecí­as más antiguas y todos los escritos del Nuevo Testamento abundan en referencias a ella.

En los Evangelios 11 veces se alude a la expresión «la ley y los profetas» y 27 sólo a los «profetas»; 17 veces se alude a Isaí­as y 13 a otros profetas (Oseas, Miqueas, Zacarí­as…) de forma explí­cita e ilustrativa.

El mismo Jesús se presenta como un Profeta que habla en nombre de Dios. Lo hace hasta 21 veces con más o menos claridad. («Aquí­ hay uno que es más que profeta» Jn. 6.14)

Y los Apóstoles actúan como nuevos profetas que van anunciando la voluntad divina en los nuevos tiempos. Esa capacidad profética de los primeros evangelizadores se irá suavizando con el tiempo, a medida que se desarrolle la estructura jerárquica de la Iglesia. Luego serán los presbí­teros, los diáconos y los obispos los animadores de la comunidad.

Sin embargo, la existencia de visionarios cristianos de todos los tiempos, con frecuencia llamados profetas, no desapareció nunca del todo. A través de ellos habló y seguirá hablando el Espí­ritu Santo.

3. Los profetas que no escribieron
En la tradición judí­a se denominan Profetas anteriores a los libros históricos que anteceden a los Escritos llamados proféticos, los cuales surgen sólo desde el siglo VII y tienen a Isaí­as, a Oseas y a Amós como iniciadores.

Los primeros profetas estaban muy relacionados con los cultos primitivos en los diversos lugares de Israel, cuando todaví­a no se centralizaba la acción cultual en el Templo de Jerusalén. Se les llamaba videntes, jueces, mensajeros.

Intervienen de diversas maneras en la marcha histórica de la comunidad israelita y encontramos su reflejo en la Biblia:

– Melquisedec (Gn. 14.1-24) se presenta como Sacerdote y Profeta del Altí­simo.

– Balaam (Num. 22. 22-40) no habla, a su pesar, más que lo inspirado por Dios.

– Débora (Jue. 4. 4-10) era profetisa que alentaba la defensa del Pueblo.

– Samuel (1 Sam. 3. 1-20) adquiere reputación decisiva en tiempos de Saúl y David.

– Natán (2 Sam. 7.1-20) aparece en la historia de David y en su corte.

– Gad (2 Sam 24. 10-17) echa en cara a David imprudencias y anuncia castigos.

– Ají­as (1 Rey. 11. 29-33) predice la división del Reino de Salomón.

– Jehú (1 Rey. 16.11-8) condena las acciones del Rey Basá.

– El profeta anónimo (1 Rey. 13. 1-33) que predijo la ruina del altar cismático de Jeroboam.

– Elí­as (1 Rey. 17. 1 a 2 Rey. 2. 11) que luchó por el yaweí­smo contra los cultos fenicios de Baal y las injusticias del Rey.

– Eliseo (2 Rey 2.l a 12.24) que expresa su acción taumatúrgica en medio de Israel y de los otros pueblos arameos.

4. Los cuatro grandes profetas
El significado especial en Israel lo tienen los cuatro que Israel, y también los cristianos, mirarán como los modelos o emblemas del profetismo, tanto por la importancia de sus figuras, como por el contenido mesiánicos de sus libros.

4.1. El llamado Libro de Isaí­as.

Es el más largo y el más citado por los escritos del Nuevo Testamento. Sin embargo, el libro que se le atribuye recoge textos escritos durante varios siglos y, con toda seguridad, procedentes de tres autores que se amparan en el prestigioso nombre del brillante estilo de Isaí­as.

Según los datos de la misma Biblia, era hijo de Amós y nació en el seno de una familia aristocrática de Jerusalén hacia el 760 a.C. Profetizó durante los reinados de Ajaz y de su hijo y sucesor Ezequí­as. La tradición asegura que fue asesinado el 701 o el 690 a. C.

Su estilo es vivo, agresivo, bello, impresionante. Su mensaje le convirtió en uno de los autores bí­blicos más reverenciados. La mayorí­a de los especialistas piensa que el libro, como hoy lo conocemos, no es anterior al año siglo IV, pero su espí­ritu refleja el profetismo de denuncia propio del primer escritor que tanto impresionó a los judí­os y también a los primeros cristianos.

4.1.1. El llamado Primer Isaí­as.

Abarca los primeros 39 capí­tulos. Parece de la segunda mitad del siglo VIII a. C. Los primeros 12 capí­tulos contienen las profecí­as más vivas y denuncian los abusos religiosos y sociales.

En algunos episodios biográficos: relato de su vocación (6. 1-13), una hermosa parábola (5. 1-7) y un salmo de acción de gracias (12,1-6) se muestra su genio inspirado.

Del 7 al 12 son descripciones del Mesí­as y de la era mesiánica. Se habla en ellos del Emmanuel o Dios con nosotros. Los capí­tulos 13 al 23 son pronunciamientos, en especial contra las naciones extranjeras y los enemigos.

4.1.2. El Segundo Isaí­as.

Escribió los capí­tulos 40 al 55 en torno a los años de la Cautividad, es decir hacia el 586. Suele denominarse Libro de la consolación de Israel. Su temática insiste en consolar a los que parecen abocados a la destrucción.

Israel, Siervo de Dios, es probado, pero se volverá a reconstruir. Muchos de los datos, como la profecí­a de Ciro el persa, son claramente posteriores a la Cautividad. Tiene hermosos cantos sobre el «Siervo de Yaweh» (42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12) que los cristianos han considerado por tradición profecí­as relativas a la misión y pasión de Jesucristo.

4.1.3. El Tercer Isaí­as
Abarca los capí­tulos del 56 al 66, que son ya texto de diversos autores, posteriores a la vuelta de la Cautividad el 538. Las lí­neas maestras de su obra se caracterizan por su inquietud por las reglas ceremoniales y rituales del Israel reconstruido. Jesús leyó y comentó parte de este libro en la Sinagoga de Nazareth (Lucas 4,16-30) y entendió que El las daba cumplimiento. 4.2. El libro de Jeremí­as.

No es menos impresionante, y tal vez sea un siglo posterior al de Isaí­as. Jeremí­as nació en torno al 650 a.C., actuó en el 627 a.C., y murió tras la conquista de Jerusalén hacia el 586 a.C., tal vez en Egipto a donde fue arrastrado contra su voluntad en la última rebelión de los judí­os.

4.2.1. Su vida y obra.

Son ambas dramáticas, pues tiene que abrir los ojos a un pueblo que se empeña en escaparse del castigo y terminará siendo arrasado. Se mueve en la Corte del Rey de Judá. Tiene poderosos enemigos ante los que se juega la vida constantemente. Incluso tiene amigos y defensores.

Su libro es amplio, ardoroso y profundo. Es fruto de sucesivas ediciones y redacciones. Las profecí­as son breves y tienen forma de poemas. Se advierten varios fragmentos diferentes, tal vez dispuestos sobre un texto original. Armoniza profecí­as y relatos biográficos.

4.2.2. Elementos.

Los crí­ticos modernos diferencian tres tipos de materiales utilizados para la composición:
– (a) oráculos proféticos y relatos narrados en primera persona;
– (b) relatos de otros acerca de Jeremí­as, que aparecen en un estilo coherente; tal vez los hizo su compañero o secretario Baruc;
– (c) las profecí­as derivadas o posteriores, que serí­an añadiduras al núcleo original.

Además tiene, en su redacción actual, que por lo demás es diferente entre la que presentan los textos hebreos masoréticos y la que conocemos de la traducción de los LXX, tres partes muy definidas.
* La primera (capí­tulos 1 al 25) recoge las profecí­as contra Judá y Jerusalén pronunciadas durante el reinado de los reyes Josí­as, Joaquí­n y Sedecí­as. Están expuestas en primera persona.
* La segunda parte, del 26 al 42, menos los capí­tulos 30 y 31 que son intercalados, está en prosa y es narrativa. Versa sobre las persecuciones que tuvo que soportar.
* La tercera parte, del 42 al final, es una colección de oráculos contra diversas naciones, que bien pudo ser añadidura de alguien que pretendió ampararse en la autoridad y fama del profeta. El capí­tulo 52 es un apéndice histórico tardí­o.

4.2.3. Mensaje
Las ideas de Jeremí­as fueron muy acogidas por los judí­os, sobre todo de la Diáspora:

– que hay que adorar a Dios en todas partes y no sólo en Jerusalén o en Siló…, que es importante que cada uno tenga su propia responsabilidad.

– que está naciendo una nueva Alianza que no es sólo la antigua de Abraham…,

– que es más importante la limpieza de corazón que el culto exterior.

4.2.4. Baruc.

Muy relacionado con Jeremí­as está el libro de Baruc, que es un escrito atribuido al secretario y compañero de Jeremí­as, pero esa relación es discutible o, al menos, muy tardí­amente establecida.

Tal vez es del inicio del siglo II. Está en griego. No fue admitido en la Biblia de Jerusalén. Sí­ lo fue entre los judí­os de la Diáspora ya en el siglo I.

4.2.5. «Las Lamentaciones»

Algo similar acontece en el libro llamado de. Son cinco cánticos fúnebres y dolorosos. Fueron atribuidas a Jeremí­as, pero no pueden ser de él por diversidad de expresiones.

Tal vez fueron lamentaciones que se cantaban por algunos judí­os después de la destrucción del Templo en el 586.

Se cantaban en algunas comunidades sobrevivientes o acaso se recitaban entre los deportados a Babilonia. Parecen del siglo V y tal vez contiene las primitivas, recopiladas hacia el siglo IV.

4.3. El libro de Ezequiel

Es del tiempo de la Cautividad. Es el Profeta de los desterrados. Habla y escribe para mantener su fe en Yaweh y su esperanza en la restauración. Profetizó entre el 597 y 571 a.C.

4.3.1. Su figura.

Probablemente este consolador de exiliados escribió núcleos primitivos, por ejemplo los capí­tulos 40 al 48, y luego se fueron completando con otras referencias proféticas o recopilaciones de textos antiguos, por supuesto de la misma pluma.

El profeta se presenta como uno de los deportados a Babilonia en el 597 a. C., once años antes de la caí­da de Jerusalén. Sus referencias y conocimientos de los ritos del Templo indican que ejerció como sacerdote antes del exilio.

Desde el 597 al 586 a.C. Ezequiel tuvo un papel de profeta iracundo; pero tras la caí­da de Jerusalén en manos de Nabucodonosor, se hizo consolador e inspirador. Sobrevive al regreso y se hace legislador, codificador y diseñador de las formas del culto restaurado.

4.3.2. Partes
El libro actual tiene cuatro partes definidas y con cierta homogeneidad de contenido y estilo.
* La primera (capí­tulos 1 al 24) es la condena de la idolatrí­a y el anuncio de un castigo si hay abandono del culto.

* La segunda (25 al 32) es un abanico de anatemas a los otros pueblos enemigos de Judá. Se les anuncia castigo y destrucción.

* En la tercera (33 al 39) se multiplican las palabras y los gestos de consuelo: sobre todo se anuncia con claridad la restauración del Templo y la vuelta a la amistad con Dios. Las visiones de esta parte son vistosas y espectaculares * La cuarta (capí­tulos 40 al 48) Ezequiel describe la nueva patria teocrática de los judí­os y la restauración del pueblo.

El estilo apocalí­ptico de Ezequiel y su literatura fantasiosa y visionaria se convertirán en un modelo bí­blico de escritos posteriores. Influirá mucho en el pueblo y hará volver los ojos hacia el culto como ayuda a la fidelidad del judaí­smo posterior. También tendrá peso en el cristianismo y en algunos libros como el Apocalipsis.

4.4. El libro de Daniel.

Es singular y se halla en las fronteras del género profético y de la mitologí­a. Se presenta al autor como un prisionero que, por su valí­a, escala las cumbres del poder polí­tico en Babilonia a la llegada de los persas.

Los datos que aporta y los modos expresivos le hacen libro tardí­o, tal vez del siglo II. Eso hizo que fuera rechazado del canon de Jerusalén al principio, aunque hacia el año 90 d. C. ya se la aceptaba.

4.4.1. Su presentación.

Ha sido muy diferente, según el texto que se maneja.

– Los textos judí­os suelen tener 12 capí­tulos, probablemente los más antiguos.

– Y las Biblias católicas suelen añadir determinados apéndices que se le atribuyen: Cántico de Azarí­as en el horno, Cántico de los tres jóvenes, historia de Susana, historia de Bel y de la serpiente de los babilonios.

4.4.2. Resonancias
Ha sido el libro más discutible y discutido, aunque la Iglesia católica lo reconoce como inspirado. El Libro de Daniel es el relato de un hombre que se aferra a su fe, a pesar de las tremendas presiones que recibe. Trata de alentar a los judí­os contra las persecuciones, como las que el rey seléucida Antí­oco IV a mediados del siglo II a. C. desencadenó para helenizar Palestina.

Su mensaje se centra en la certeza de que Dios protege a su pueblo y que nunca terminarán por triunfar los adversarios del pueblo elegido.

5. Los otros profetas
Se les suele denominar como menores por la desigualdad brevedad de sus libros. Aunque tuvieron menos influencia en Israel y tendemos a considerarlos de menor importancia, bueno será que recordemos que poseen el mismo alcance de inspiración divina y de fe religiosa, sobre todo para los cristianos que vieron en los profetas los anunciadores de la venida del Salvador
5.1. Anteriores a la cautividad.

Fueron diversos y sus profecí­as son hermosas. Los podemos recordar en sí­ntesis:

5.1.1. Amós.

Era pastor en Tecoa, en el desierto de Judá. Predica en el reinado de Jeroboam II, en el Norte, en Samaria. De allí­ es expulsado por incomprensión y por ser tan duro su mensaje.

En aquellos años (783-743) no podí­a ser bien recibido su mensaje, pues habí­a paz todaví­a y los fuertes explotaban a los pobres. No interesaba escuchar sus denuncias.

5.1.2. Oseas.

Es contemporáneo de Amós. Recoge su desafí­o y lo convierte en predicación. Su vida personal, dramática y dolorida, se convierte en anuncio. Todaví­a hoy nos impresionan sus lamentaciones en torno a su infiel esposa y a sus hijos rechazados. Quien conoció de cerca sus desventuras, no pudo menos de pensar en lo terrible que iba a resultar el castigo que se avecinaba.

Si fueron gestos proféticos o fueron realidades sangrantes, poco nos importa hoy. Lo verdaderamente impresionante fue el anuncio que proclamó. En su mensaje se condensa toda la misión de un profeta, de un enviado de Yaweh.

5.1.3. Miqueas.

Era profeta de Judá y actuó antes de la toma de Samaria, el 721, por los asirios y de las destrucción del Reino del Norte, Israel. Reclama la conversión. Anuncia el castigo inmediato. Llama la atención de quien quiera oí­r su grito de aviso. Sus imágenes son tan vigorosas, que tení­an que romper el corazón de los sinceros y llenar de miedo a los impenitentes
5.1.4. Sofoní­as.

Profetiza al principio de Josí­as (640-609). Su llamada a la conversión tiene ya por trasfondo la destrucción del Norte y el riesgo que representa el poder de Nabucodonosor. Su grito de alerta tiende a que todos se vuelvan a Yaweh, la última esperanza antes del castigo.

5.1.5. Nahum.

Pronunció su breve reclamo profético, hacia el 612. Llama la atención sobre la posibilidad de que en Jerusalén, no pase lo que ya sucedió en el Norte y lo mismo que ha pasado en Ní­nive, destruida en esa fecha.

5.1.6. Habacuc.

Realiza su breve profecí­a antes del 612. Es un grito de confianza en que habrá perdón si hay conversión. Es una alabanza a la fidelidad de unos pocos, pero también un alerta a la posibilidad de una obstinación en el mal.

5.2. Profetas de la Cautividad
Los profetas no fueron escuchados por el Pueblo ni por sus prí­ncipes. La Cautividad fue el castigo. Samarí­a y el Reino del Norte fueron arrasados por los asirios el 721. Jerusalén y el Reino de Judá fueron destruidos por Babilonia el 697 y el 686. Ezequiel y Daniel son los mejores exponentes de este perí­odo.

5.3. Posteriores a la cautividad.

5.3.1. Ageo.

El 538 Ciro permite a los judí­os volver a Jerusalén y reconstruir el templo.

La empresa es dura y arriesgada, por los adversarios que rodean el pequeño núcleo que se organiza en torno a la asolada Jerusalén. El 520 hace su labor Ageo, pues alienta, ayuda, insiste en que hay que cumplir con la voluntad de Yaweh.

5.3.2. Zacarí­as.

Es contemporáneo a Ageo y realiza su misma labor. Hay que alentar en aquella magna y sobrehumana empresa, pues es lo que Dios espera de aquellos redimidos. Su reclamo está en la restauración de aquel lugar de Yaweh, el cual será la fuente de las bendiciones divinas.

5.3.3. Malaquí­as Su nombre significa ‘mi mensajero’. Es un libro anónimo, pero que encierra la enseñanza de que hay que conservar la fidelidad en medio de las dificultades. Esto lo grita este mensajero desconocido, o al menos lo escriben hacia el final de la reconstrucción del Templo, hacia el 515. Tal vez Malaquí­as es el reflejo de otros muchos consoladores que existieron en Israel.

5.3.4. Abdí­as.

El más corto de los libros proféticos (21 versos) se pierde en el misterio del tiempo, desde luego después de la vuelta de la Cautividad. Es uno de esos documentos que reflejan la inquietud que los creyentes sienten ante el riesgo de que triunfe el mal. Alguien lo proclamó y lo escribió.

5.3.4. Joel.

Resulta un eco semejante, tal vez escrito hacia el 400, pero que refleja una inquietud por el juicio de Dios cuando no se cumplen sus designios. Es también de alguien que cree que Dios sigue actuando en medio de su pueblo.

5.4. El libro de Jonás.

Rompe los moldes del profetismo. Es simplemente la historia breve y sapiencial de un hombre que anuncia la ruina de Ní­nive y tiene que reconocer la gran enseñanza que hay detrás de todo el Profetismo: Dios actúa, es misericordioso, incluso con los gentiles. si hay conversión y mejora de vida.

Por eso, el Libro de Jonás es la sí­ntesis del profetismo y por eso ha cerrado siempre las ediciones de las Biblias más antiguas, como eran las que regí­an en las comunidades judí­as desde el siglo II antes de que viniera el último de los profetas, al que ya los judí­os no querrí­an reconocer.

6. Mesianismo en los Profetas.

Por el personaje misterioso que late en las Profecí­a antiguas es la figura de Jesús el Salvador. El criterio de los escritores del nuevo Testamento es la realización de las promesas de los antiguos profetas. Y ese criterio se transformará en el proyecto de todos los Profetas del Nuevo Testamento, que será anunciar (evangelio) el gozo de que las promesas se han cumplido y la salvación ya ha llegado.

6.1. Mensaje profético y Mesí­as.

Por eso es decisivo el mensaje de los Profetas, cuando los catequistas anuncian:

– Cristo es el Mesí­as salvador.

– Ha llegado como anunciaron los Profetas: nació, vivió, murió, triunfó.

– Muchas palabras y parábolas de Jesús, están tomadas de las profecí­as que tenemos en la Escritura.

El fondo de toda catequesis es la fe en Jesús: si en el Antiguo Testamento estaba teñida de esperanza, en el Nuevo lo está de caridad y de alegrí­a.

Si la referencia a los Patriarcas parece facilitar la comprensión de la «Historia» de la salvación (datos, hechos, lugares, momentos, etapas), la referencia a los Profetas facilita la comprensión de la «Salvación» hecha historia (anuncio, misericordia, presencia divina, confianza, fidelidad).

6.2. Espí­ritu profético
No cabe duda de que la acción del Espí­ritu Santo es esencial para que haya profecí­a y profetas. Pero es más fundamental la actitud ante la verdad.

El ministerio profético de todos los tiempos ha hecho insistente hincapié en que hay que defender y proclamar la verdad revelada.

La grandeza de los profetas, al margen de sus mensajes y de sus lenguajes, está en su intermediación en la tarea salvadora de los hombres.

Por eso, al estudiar las figuras proféticas de la Biblia se desencadenan sentidos diversos que van desde el temor a la admiración, desde la sorpresa hasta la alegrí­a de ver que lo que anuncia se va siempre a cumplir.

7. Profetismo y catequesis Es bueno recordar que la tarea catequí­stica es una forma de profetismo: de anuncio, de proclamación, de consejo, de vida de los creyentes a partir de la palabra divina. Por eso interesa al catequista penetrarse bien del sentido y del misterio de los profetas.

7.1. Biblia como fuente.

Los autores bí­blicos sintieron que en medio de ellos habla hombres que hablaban en nombre de Dios. Unas veces escucharon sus voces y cambiaron su conducta. Muchas otras veces se obstinaron en su mal proceder.

Los escritores del Nuevo Testamento, los seguidores de Jesús, siguieron creyendo en los profetas como hombres cercanos que hablaban de Dios.

A lo largo de la Historia los evangelizadores más comprometidos han actuado de profetas y han seguido enseñando al pueblo, y a cada miembro del pueblo de Dios, que Dios actúa en el mundo.

7.2. Tarea del catequista
Es precisamente la tarea profética del catequista: el sentirse mensajero de salvación entre sus catequizandos.

Conviene también recordar que, así­ como hubo falsos profetas, (recordar Balaam, llamado para maldecir al pueblo, Núm. cap. 22 a 26; y recordar a Sedecí­as, que hirió al profeta verdadero, Miqueas, 1 Rey. 22. 5-15), también puede haber falsos catequistas que no dan el verdadero mensaje a sus catequizandos.

Las enseñanzas de los profetas son pista y estí­mulo de la buena acción pastoral en la Iglesia de hoy.

7.3 Los lenguajes proféticos
En general predomina en el estilo profético el lenguaje figurado, subjetivo y parcial ya en si mismo, pero especialmente difí­cil de ser interpretado, si nos atenemos a la materialidad de la palabra.

Pero en la forma, el lenguaje profético es un ejemplo para la catequesis:

– anuncios llenos referencias al presente, pero en los que misteriosamente late el porvenir del Pueblo elegido.

– gestos y sí­mbolos que se quedan grabados en el oyente;

– metáforas y parábolas que atraen fuertemente la atención de los oyentes;

– referencia a tiempos y lugares simbólicos simulando que se escribe en ellos;

– narraciones reales o figuradas que facilitan la retención de los mensajes;

– plegarias fáciles que los oyentes pueden repetir y asociar a los hechos de la vida;

– elegí­as, proclamas, cartas, avisos, discursos, oráculos, amenazas hacia personas, lugares, acciones o tiempos venideros.

El catequista debe familiarizarse con el lenguaje de los profetas, que constituyen el principal modelo de catequesis del Antiguo Testamento.

Sólo así­ se dispone para entender suficientemente las catequesis del Nuevo Testamento: las parábolas y los discursos de Jesús, que dan cumplimiento a todo lo anunciado en los Profetas antiguos. (Ver Biblia y catequesis 1.2 y 7.3.4)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Los profetas son conocidos en muchas religiones. La idea fundamental no es tanto «predecir» el futuro cuanto «decir ante», es decir, ser mediador e intérprete de la voluntad de Dios. En Israel hubo profetas extáticos (de ex-stasis, «desplazamiento») desde los primeros tiempos (cf Núm 11,24-30; lSam 10,6-13). Están también los profetas clásicos, muy distintos a sus contemporáneos del Oriente Próximo; son en su mayorí­a los que dan nombre a los libros proféticos del Antiguo Testamento. Eran llamados por Dios, quien los enviaba a transmitir su palabra, su juicio sobre los acontecimientos o los comportamientos morales —a menudo en forma poética—. Crucial durante toda la historia profética de Israel fue el discernimiento entre los verdaderos y los falsos profetas (cf Jer 23,9-40; 28,1-17). No habí­a en teorí­a conflicto entre los profetas y los sacerdotes en el Antiguo Testamento, aunque sin duda existieron tensiones entre la religión institucionalizada y la palabra profética (cf Am 5,4-7.21-27).

Para el Nuevo Testamento, la profecí­a anterior culmina en la misión de Jesús (Mt 25,56; He 3,17-24). Los profetas (hoi prophétai, con artí­culo) son los profetas del Antiguo Testamento, que profetizaron hasta Juan (Mt 11,13). En el Nuevo Testamento se habla también de profetas vivos, que constituyen junto a los apóstoles el fundamento de la Iglesia (cf Ef 2,20) y aparecen inmediatamente después de los apóstoles en las listas carismáticas (lCor 12,28-29; Ef 4,11). La actitud de Pablo ante la profecí­a es extremadamente positiva: «Aspirad a los carismas espirituales, especialmente el de profecí­a» (lCor 14,1; cf 3-5.39). El capí­tulo 14 de lCor está dedicado en gran medida a problemas relativos a la profecí­a: los profetas tienen una función pública en la comunidad, que Pablo regula; no se trata de profecí­a extática, sino inteligible —a diferencia de la glosolalia, que necesita interpretación—; la tarea del discernimiento, que ha aparecido ya hacia el año 50 (cf ITes 5,19-21), es importante y es función de los otros profetas. En Mateo encontramos una referencia a los falsos profetas; en este caso el discernimiento se basa en hacer la voluntad del Padre y en los frutos (cf Mt 7,15-21).

La profecí­a acabará en los tiempos escatológicos (to teleion, 1Cor 13,10). Entre tanto vemos cómo la Iglesia del Nuevo Testamento es enriquecida por el >carisma de los profetas y guiada por él (cf He 11,27-28; 13,1; 21,9-11; Ap 1,10-11; 2-3; 19,10). En las cartas pastorales la palabra profética es también un criterio de actuación y reclama una respuesta (1Tim 1,18; 4,14).

Los profetas siguen representando un papel en las Iglesias de los años inmediatamente posteriores a los escritos del Nuevo Testamento. En la >Didaché se considera la posibilidad de que haya profetas en la comunidad: el discernimiento de los mismos ha de hacerse por su comportamiento, y no ya por su doctrina o por su discernimiento carismático como en lCor (11,3-12); no han de sujetarse a las mismas normas que los demás en la celebración de la eucaristí­a o en la oración durante el banquete comunitario (10,7); es preciso mantenerlos (13,1-7). Pero hay también indicios de que los episkopoi y los diakonoi están empezando a desempeñar su papel (15,1-2), proceso que se muestra más avanzado en >Ignacio de Antioquí­a. La única referencia que hace este a la profecí­a es el relato de una profecí­a que él mismo recibió. >Hermas también habla de los profetas, afirmando que el discernimiento entre los verdaderos y los falsos ha de hacerse a través del comportamiento: los falsos profetas buscan dinero, realizan prácticas adivinatorias y rehúyen el encuentro con las personas santas. >Policarpo de Esmirna es llamado maestro y obispo «profético». Aunque los primeros Padres, a excepción de Orí­genes, suponen que el don profético permanecerá en la Iglesia, el papel de la profecí­a fue quedando asumido poco a poco dentro del oficio episcopal, transición casi completa ya en los tiempos del >montanismo. No obstante, las >Constituciones apostólicas, de finales del siglo IV, se ocupan de los profetas, si bien con una tendencia a minusvalorarlos: no deben considerarse por encima de sus hermanos; los que son profetas no por ello necesariamente son santos; los verdaderos profetas, tanto hombres como mujeres, tienen que ser humildes.

Como en el caso de otros carismas, la visión dispensacionalista prevaleció en gran medida sobre la profecí­a: esta era algo provisional, que aparecí­a quizá en la vida de los grandes santos, pero que no era una nota común en la vida de la Iglesia. En la Edad Media santo Tomás se esfuerza por relacionar lo que lee en las Escrituras con su experiencia de la Iglesia contemporánea. Se ocupa ampliamente de la profecí­a, agrupando dentro de ella todos los carismas relativos al conocimiento. La profecí­a consiste en la comunicación de lo que sólo es conocido por Dios. La revelación de actos futuros contingentes es lo más caracterí­stico de la profecí­a (ad prophetiam propriisime pertinet). La profecí­a perdura en la Iglesia, pero no para producir nuevas doctrinas, sino para dirigir los actos humanos. Santo Tomás deja claro también que nadie puede estar absolutamente seguro de que ha sido iluminado por Dios y que la profecí­a no es algo que el receptor pueda ejercitar a voluntad, sino que es una iluminación transitoria de Dios.

Antes del Vaticano II se renovó el interés por la dimensión profética de la Iglesia y por el >triple «oficio»: sacerdote, profeta y rey, especialmente en Y. Congar y en K. Rahner. Esta teologí­a estaba pues madura y pudo así­ entrar en el concilio. Por las Actas sabemos que LG 12 trata del oficio profético de la Iglesia: «El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre». El resto del párrafo habla del >sensus fidei, el instinto sobrenatural de la fe, por el que el pueblo «se adhiere indefectiblemente a la fe»…, «penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida». Puede decirse que el segundo párrafo de LG 12, que trata del carisma, se refiere todaví­a al oficio profético de todo el pueblo. Estas ideas vuelven a tratarse y se desarrollan en LG 35, que se ocupa del oficio profético de los laicos’, aspecto clave del cual es la evangelización. Todos los miembros de la Iglesia están obligados a dar testimonio de Jesús «por el espí­ritu de profecí­a» (PO 2). Los laicos participan del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo (AA 2). Después del concilio hubo un renacimiento de la profecí­a en la >Renovación carismática'». En ella la profecí­a aparece con la mayor parte de las caracterí­sticas que encontramos en los textos de san Pablo relativos al carisma.

La profecí­a, de manera explí­cita o inconsciente, pertenece a la naturaleza de la Iglesia: todas las épocas necesitan profetas que sean «examinadores del pueblo» (Jer 6,27) y «centinelas» (Ez 3,17) para dar a conocer la voluntad de Dios por medio de sus palabras y sus obras; toda comunidad eclesial tiene que orar también para que surjan profetas que sean para ella «edificación, estí­mulo y consuelo» (ICor 14,3). Como en los tiempos bí­blicos, el discernimiento de la auténtica profecí­a será siempre una difí­cil tarea de la Iglesia.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

1. Introducción

Con los sabios de Grecia, los mí­sticos de la India y los moralistas de China, los profetas de Israel han sido y son representantes supremos de creatividad, portadores de autoridad carismática: nadie es profeta por aprendizaje, ordenación o encargo, sino por experiencia personal de Dios.

(1) Profetas israelitas. Ciertamente, habí­a profetas (mensajeros de Dios) en el entorno, como sabe incluso la Escritura (cf. 1 Re 18), pero sólo en Israel han elaborado una visión especí­fica de Dios (monoteí­smo) y una propuesta ética (de justicia social) que sigue siendo una clave de la cultura de Occidente. Siendo carismáticos, los profetas han formado un tipo de «unidad» o escuela significativa, de manera que sus oráculos y cantos han sido acogidos en la Biblia (Isaí­as*, Jeremí­as*, Ezequiel y los Profetas Menores: Oseas*, Joel, Amos, Abdí­as, Jonás*, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofoní­as*, Ageo, Zacarí­as*, Malaquí­as). Ellos se presentan a sí­ mismos como enviados de Dios (cf. Is 6; Jr 1; Ez 1-3): no sacralizan la guerra, ni sancionan sin más la Ley, ni reproducen una tradición antigua, sino que escuchan al Señor de Israel, responden a su voluntad y la expresan como Palabra. No apelan a ninguna institución (no son funcionarios de templo o Estado, representantes de clanes), pero adquieren y ejercen gran autoridad a través de su misma palabra: proclaman la justicia de Dios y denuncian la injusticia del sistema, convirtiéndose así­ en la autoridad más propia de Israel, como reconoce Dt 17,14-18,22, poniéndolos al lado del rey y sacerdote, cuyas funciones después han acabado. Como portadores del carisma israelita (cf. Dt 18,15), permanecen los profetas, testigos de la voluntad de Dios. Moisés, oyente y transmisor originario de la Palabra de Dios, aparece así­ como el primero de los profetas, que le siguen.

(2) Del profetismo carismático a la Ley judí­a. Los profetas se encuentran, por un lado, vinculados a la Ley: no pueden romper el fundamento de la vida israelita. Pero, al mismo tiempo, son portadores de una experiencia propia y sorprendente de encuentro con Dios y fidelidad a su Mandato, y de esa forma ejemplifican la paradoja israelita: por un lado, asumen a Moisés, no son fundadores, sino reformadores; por otro, sancionan la libertad carismática de Dios, abriendo un excedente de libertad y justicia sobre todas las instituciones. Los profetas son carismáticos que vuelven a las raí­ces de la experiencia humana, para hablar en nombre de Dios. Por eso es normal que, conforme a una larga tradición reasumida por Jesús y los cristianos, se diga que «han sido siempre perseguidos». Es fácil aceptarlos en teorí­a (cf. Dt 18,15); difí­cil en la práctica. Ellos no tienen más autoridad que su experiencia y testimonio: son contemplativos (hombres de Dios), que viven y hablan en el centro del conflicto de la historia. De esa forma han visto y expresado algo que nadie habí­a visto todaví­a. Por eso, les recuerdan los israelitas, que han unido de modo indisoluble Ley y Profecí­a (cf. Dt 18,15; Lc 24,27). En esa lí­nea seguirá la Misná cuando dice: «Moisés recibió la Torah (la Ley) desde el Sinaí­ y la transmitió a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas, los profetas a los hombres del Gran Sanedrí­n…» (Abot 1,1). De esa manera, la profecí­a viene a condensarse en la Ley. Judí­o es, según eso, el que acepta como definitiva la revelación profética de Dios a Moisés, pero sabiendo que la verdadera profecí­a se contiene y expresa en la Ley escrita (Pentateuco) y en la tradición (Misná, Talmud). De esa manera, algunos judí­os han corrido el riesgo de someter la profecí­a al control de una Ley sagrada.

(3) Cristianismo. Profetismo mesiánico carismático. Ley y profetas se encuentran vinculados. Pero los judí­os rabí­nicos destacarán la Ley, los cristianos la profecí­a. Como profeta de Dios, Jesús ha recreado la ley israelita desde los expulsados de su pueblo. No es repetidor de normas, sino mensajero de la Ley de la libertad (cf. Sant 2,12; Mt 5,17-19), de tal forma que ha podido presentarse como profeta mesiánico y carismático: portador definitivo de la obra de Dios. La autoridad profética sigue siendo básica en la Iglesia, sobre todo en los sectores más sensibles a la denuncia social y a la experiencia de la novedad del Evangelio. Los judí­os pueden presentarse como «discí­pulos» de un hombre de Ley, que es Moisés; por eso pueden y deben mantener la exigencia normativa de esa Ley, que fija sus relaciones con Dios. Por el contrario, los cristianos son discí­pulos de un profeta, llamado Jesús, de manera que pueden y deben mantener la actitud y gesto de ese profeta, definiéndose a sí­ mismos como «pueblo de profetas». Desde esa perspectiva, la Iglesia debe superar toda esclavitud legal, elevando su protesta fraterna, solidaria, gratuita, contra los sistemas opresores; su autoridad ha de ser signo de liberación y diálogo ante todas las restantes formas de poder del mundo, porque se funda en la Palabra de Dios y desborda los modelos y motivos del sistema. Por eso, allí­ donde asume los esquemas de poder normales de este mundo, dentro del entorno israelita o romano, oriental u occidental (rey y sacerdote, caudillo o patriarca, capitalista o burócrata), la Iglesia pierde su identidad profética, que viene de Israel y ha sido recreada por Jesús, para repetir de un modo mimético los esquemas de poder del mundo.

Cf. W. BRUEGGEMANN, La imaginación profética, Sal Terrae, Santander 1989; A. NEHER, La Esencia del Profetismo, Sí­gueme, Salamanca 1975; W. ZIMMERLI, La ley y los profetas, Sí­gueme, Salamanca 1980.

PROFETAS
2. Israel

(-> sacerdotes, jueces, Baal, Isaí­as, Jeremí­as). Los profetas (nebiim) han empezado siendo carismáticos, hombres en los que actúa el Espí­ritu, la ruah de Yahvé, que se expresa en el éxtasis emocional, de tipo guerrero, orgiástico o de transformación interior, más que en la palabra. Se pensaba que la ruah* o fuerza de Yahvé actúa de forma especial por aquellos que se encuentran poseí­dos de una fuerza superior, que les lleva a trascender los lí­mites normales, de manera que ellos pueden comportarse de una forma que rompe los esquemas establecidos de la conducta personal y social. Una visión semejante se desarrolló también en otros pueblos, de manera que al principio habí­a entre ellos pequeñas diferencias. Pero luego las lí­neas se separan. En general, para los pueblos del entorno, la ruah seguirá siendo el poder de lo extraordinario, expresión de la presencia divina en unos hombres especiales en quienes se expresa el en tusiasmo de la vida. Israel hará un camino propio que le llevará a descubrir la trascendencia de Dios, descubriendo su presencia y acción en la palabra que conduce a la transformación personal de los creyentes.

(1) Profetismo de Baal. Orgí­a extática. En este contexto debemos citar el texto privilegiado del sacrificio de Elias*, donde se enfrentan los profetas de Baal con los de Yahvé. Los profetas de Baal, preparado el sacrificio, actúan de esta forma: «Invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodí­a, diciendo: ¡Baal, respóndenos! Pero no habí­a voz, ni quien respondiese; entre tanto, ellos andaban saltando cerca del altar que habí­an hecho… Y ellos clamaban a grandes voces, y se cortaban con cuchillos y con lancetas conforme a su costumbre, hasta chorrear la sangre sobre ellos. Pasó el mediodí­a, y ellos siguieron gritando frenéticamente hasta la hora de ofrecerse el sacrificio, pero no hubo ninguna voz, ni quien respondiese ni escuchase» (1 Re 18,26-29). Los portadores privilegiados del culto de Baal no son simples sacerdotes de cidto, profesionales instalados en los grandes o pequeños santuarios, sino profetas-sacerdotes: hombres de experiencia extática, expertos en transformación carismática. El altar y el sacrificio que ofrecen permanece en un segundo plano. Lo esencial es el baile y canto estremecido, sobre la montaña sagrada de las tradiciones del Carmelo. Ellos gritan (invocan a Baal, le llaman), saltan (en baile rí­tmico alargado todo el dí­a) y de esa forma llegan a un tipo de hipnotismo sagrado, de manera que se cortan el rostro y van sangrando, mientras crecen las voces y se acelera el ritmo de los gritos (o tambores). Ellos cultivan un tipo de experiencia orgiástica, vinculada a la transformación mental y al despliegue de la fecundidad, una especie de orgí­a ritual del canto y baile, en la montaña sagrada: varios cientos de profetas danzando en tomo al altar, pronunciando en trance palabras de posesos, como testigos de una presencia o poder sacral más alto que va a manifestarse pronto en forma de transformación extática del pueblo (¡todos bailan en rito sexual, pidiendo lluvia!). Evidentemente, la Biblia está ofreciendo una parodia de esta religión orgiástica, una crí­tica de todos los cultos antiguos y nuevos que sacralizan danza y canto como búsqueda de transformación hipnótica donde al fin se mezclan lluvia y sexo, fuego y trance. El texto rechaza este tipo de experiencia extática, vinculada al entusiasmo suprarracional, al descenso (o ascenso) hacia las fuentes cósmicas de la vida. Estos profetas, danzantes de la montaña sagrada, giran y giran en tomo a un ara inútil, adorando a un Dios que, según la Biblia, no existe, sufriendo por un señor (= Baal) que no responde. Son profetas admirables de entusiasmo vano.

(2) Profetismo extático israelita. En un primer momento, los profetas de Israel son muy parecidos a los de Baal. Ellos también se valen de los mismos medios religiosos para suscitar un tipo de trance que parece un elemento central de la profecí­a extática. Es normal que se dejen inspirar (transformar) por la música (cf. Ex 15,20) o por otros medios de tipo hipnótico. La ruah de Yahvé aparecí­a así­ como fuerza que saca al hombre fuera de sí­, sumiéndole en un tipo de emoción y/o transformación mental que puede tener rasgos negativos (1 Sm 10,10; cf. 1 Sm 16,14; 18,10). Esta experiencia profética no es un fenómeno mí­stico de contacto con la divinidad, sino una excitación religiosa, que no lleva a la transformación interior silenciosa, sino a proclamar la acción de Dios… El Israel de esta época atribuye todo lo que sobrepasa las fronteras de lo normal a la acción de Yahvé, pensando que Yahvé utiliza su ruah para mostrar su presencia en su pueblo. Estos primeros nebiim o profetas extáticos aparecen así­ como testigos de un poder milagroso de Dios, que se introduce y actúa en la vida de los hombres. Los nebiim constituyen una fuerza de cohesión y de entusiasmo religioso-nacional. Con sus arrebatos de fanatismo proclaman que éste es el pueblo de Yahvé y que Yahvé está presente en medio de su pueblo. Por su misma naturaleza, son un testimonio elocuente, hirviente, del yahvismo. Pero, a los ojos del yahvismo posterior, ellos tienen rasgos muy ambiguos. Si Israel hubiera permanecido para siempre en esa actitud se hubiera diferenciado muy poco de los demás pueblos vecinos; no hubiera podido aportar su más honda palabra profética.

(3) Novedad y vocación de los nuevos profetas. La visión israelita de Dios se centra en los profetas posteriores (a partir de Amos y Oseas, siglo VIII a.C.), hombres y mujeres en quienes la experiencia de Dios se vuelve palabra de llamada y exigencia, de denuncia y de anuncio, palabra de comunicación y creatividad personal. El Dios de esos profetas, cuyos oráculos han sido recogidos en los libros de su nombre, dentro de la Biblia, no es puro Silencio, misterio escondido en la contemplación solitaria (religiones de la interioridad), ni el Señor del sacrificio que se sacia y aplaca con sangre (religiones de la naturaleza), ni el Poder extático, que arranca al hombre de su razón normal, actuando a través de él. El Dios de los profetas dialoga con los hombres, abriéndoles un espacio y camino de fidelidad ética y de encuentro personal que culmina en la reconciliación final sobre la tierra. Los profetas aparecen así­ como hombres y mujeres a los que Dios ha llamado, para decir su palabra. No son representantes de la institución sacerdotal, ni delegados de un grupo social, sino portadores de la Palabra de Dios. Por eso hablan en su nombre y fundamentan su palabra en la propia experiencia del Dios que les ha llamado. Para descubrir el carisma y tarea profética de Israel son fundamentales los textos de vocación, pues ellos avalan y definen la autoridad de los profetas como mensajeros del misterio. Los más antiguos parecen de tipo autobiográfico y han sido formulados por sus mismos receptores: Amos (Am 7,1017), Oseas (Os 1,1-9), Isaí­as (Is 6,1-13), Jeremí­as (Jr 1,1-19) y Ezequiel (Ez 1-3). Más tarde los que han escrito el Pentateuco y la historia Dtr han utilizado ese modelo de vocación para condensar en una llamada de tipo profético el sentido de los grandes personajes del principio israelita: Abrahán (Gn 12.1-9), Moisés (Ex 2-4), Gedeón (Je 6,11-24), Samuel (1 Sm 3), Eliseo (2 Re 2.1-18). Todos los grandes personajes de la antigua historia israelita aparecen así­ como profetas, portadores de una palabra de Dios para los hombres.

(4) Deiiteronornio. Magia y profecí­a. La Biblia israelita ha reflexionado sobre la misión de sus profetas en la historia, como muestra Dt 18,9-22, donde se contraponen dos grandes figuras religiosas: el mago* o encantador de los pueblos del entorno que, según la Biblia, quiere manejar a Dios a base de conjuros o ensalmos, y el profeta del pueblo elegido que proclama en radicalidad la voz de Dios. El Deuteronomio supone que los cananeos se moví­an todaví­a en un nivel de magia: estaban dominados por el deseo de escuchar la voz de astrólogos y adivinos que encierran al hombre en la pura complejidad cósmica, en el campo de los vaticinios del deseo. Por el contrario, la perfección de los israelitas (que han de ser perfectos: tarnrnirn, Dt 18,13) consiste en superar el cí­rculo de angustia y esclavitud de los poderes cósmicos, para situarse en el nivel de la profecí­a que nos permite dialogar de modo personal con Dios, descubriendo y cultivando así­ su llamada ética. La acción de los profetas de Israel (Dt 18,15-20) aparece como una consecuencia de la fe en la creación (Gn 1,1-2,4): ninguna realidad o fuerza de este mundo es Dios; ninguna resulta divina por sí­ misma… Por eso, los que evocan y cultivan el poder sacral del cosmos, los que quieren encontrar la voz de lo divino en las voces de este mundo se equivocan, puesto que ellas son voces creadas: ni los muertos ni los pozos (por poner los ejemplos del texto) nos revelan lo divino. Profetas son los hombres que dejan que Dios sea divino, expresándose en ámbito de fe y manifestándose a través de una palabra de exigencia ética y de transformación personal. Los profetas no han querido explorar la sacralidad de la naturaleza; no se han puesto a explicar voces de espí­ritus o muertos, no han investigado en nubes o serpientes. Desde su misma radicalidad ética, desde la afirmación del valor de la persona (el pacto), escuchan a un Dios que siendo divino (siempre nos trasciende) dialoga con nosotros. Frente a la magia, que pretende controlar la sacralidad cósmica para provecho propio, se eleva así­ el nuevo camino del encuentro personal con Dios, en cuanto palabra. Desaparecen (quedan superados) todos los gestos de imposición religiosa; pasan a segundo plano los sacerdotes, lo mismo que el rey. Dios se manifiesta en una lí­nea que une a Moisés (primer profeta, testigo de la Ley primordial) y a los profetas posteriores (hombres que siguen escuchando y transmitiendo Palabra en la historia). La profecí­a viene a presentarse así­ como experiencia de encuentro personal con Dios, como palabra que nos capacita para descubrir el sentido del mundo y para compro meternos en plano de justicia interhumana. (5) Discernimiento profético (Dt18,21-22). El mago era hombre de control: su conjuro y su ritual es positivo si sacia la curiosidad del hombre, si cura su miedo cósmico, dentro de unas coordenadas de presencias y poderes espirituales. El profeta no puede acudir a controles de ese tipo, no quiere manejar a Dios; su aval es sólo la palabra que se escucha y se cumple, como tal palabra (no como poder mágico); vivir a la luz de esa palabra y presentarla como sentido de la historia, ésa es su verdad. Sobre esa base sabemos que el profeta habla en nombre de Yahvé (cf. 18,20), situando su vida a la luz de la trascendencia de Dios, en gesto de diálogo; de esa manera, situándose en un espacio de libertad, el profeta abre para los hombres un camino y esperanza de futuro; no sacraliza lo que hay, sino que ofrece una palabra en la historia: no decide desde fuera, no impone, no asegura… Hace algo mucho más grande: sitúa al hombre ante la palabra de Dios, en actitud de diálogo personal, de denuncia y creatividad. No se aí­sla en un plano resguardado de misticismo o contemplación interna, sin más control que la propia tranquilidad espiritual. No habita en un mundo de espí­ritus contradictorios, como adivino o mago, a merced de influjos que operan a capricho, sino que dialoga con Dios en la historia, en un camino que está abierto hacia la verdad del hombre, que se encuentra vinculada a la manifestación del mismo Dios. Frente al atrevimiento de la mántica/ magia que quiere controlar el jardí­n encantado de la realidad, al superar ese nivel y abrirse hacia el misterio siempre trascendente de Dios, los israelitas han tenido que elaborar una forma nueva de entender la historia y de entenderse a sí­ mismos a partir de la palabra. Como representantes de esa novedad de Israel, los profetas hablan en nombre de Yahvé apareciendo así­ como portadores de una palabra que no puede cumplirse en un plano material inmediato (como la magia), sino en el proceso de la vida del pueblo, abierto a la revelación definitiva de Dios y de los hombres. En ese sentido, el profeta no es un puro vaticinador, una especie de adivino de la historia, pues los adivinos son magos de lo in mediato. Al contrario, los profetas son hombres de Dios en la historia: no deciden desde fuera lo que ha de pasar, no imponen, pero ofrecen a los hombres y mujeres una palabra de diálogo con Dios. Saben que Dios dialoga con el hombre y que ese diálogo está abierto hacia un futuro, es decir, hacia la manifestación total del sentido de la historia en la que Dios se manifiesta.

Cf. K. BALTZER, Die Biographie de Propiieten, WMANT, Neukirchen 1975; A. J. HESCHEL, Los profetas. Simpatí­a y fenomenologí­a I-III, Paidós, Buenos Aires 1973; S. BRETí“N, Vocación y misión: formulario profético, Istituto Bí­blico, Roma 1987; G. DEL OLMO, Vocación de lí­der en el antiguo Israel, Universidad Pontificia, Salamanca 1973; O. GARCíA DE LA FUENTE, La Búsqneda de Dios en el Antiguo Testamento, Guadarrama, Madrid 1971; A. GONZíLEZ, Profetismo y sacerdocio. Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, La Casa de la Biblia, Madrid 1969; A. NEHER, La esencia del profetismo, Sí­gueme, Salamanca 1975; X. PIKAZA, Dios judí­o, Dios cristiano, Verbo Divino, Estella 1996; J. L. SICRE, Profetismo en Israel, Verbo Divino, Estella 1992.

PROFETAS
3.Jesús, Iglesia primitiva

Jesús, Iglesia). Jesús fue un profeta mesiánico, condenado precisamente por serlo y por querer instaurar el reino de Dios. Algunos de sus discí­pulos más significativos fueron también profetas, de manera que la Iglesia puede y debe entenderse como institución profética.

(1) Entorno. Los oráculos de los profetas israelitas contienen elementos apocalí­pticos (cf. Is 25-27; Ez 1-3; 36-48; Zac 7-14; Dn 1-11), que han sido más desarrollados en los libros apócrifos (no aceptados en el canon de la Escritura) y que están muy relacionados con el ambiente mesiánico de Jesús (ciclo de Henoc, Jubileos, Testamento de los XII Patriarcas, textos de Qumrán, etc.). Habí­a en el tiempo de Jesús profetas apocalí­pticos, cuyos oráculos y esperanzas solí­an centrarse en la llegada del fin de los tiempos. Por su mensaje, están cerca de fariseos y esenios* y su inspiración aparece ya en escritos anteriores: en las tradiciones de Daniel* y Henoc*, en el Libro de los Jubileos, en los Testamentos de los XII Patriarcas y en diversos textos conservados en Qumrán*. Estos profetas eran individuos aislados que formaban grupos peque ños, no iglesias o comunidades universales. Entre los más conocidos de aquel tiempo, atestiguado por los evangelios cristianos y por Flavio Josefo, se encuentra Juan Bautista, que suscitó en su entorno un movimiento cercano al de Jesús. Flavio Josefo ha conservado también la memoria de otros profetas a quienes tiende a llamarse sofistas o engañadores, pues con su mensaje y entusiasmo mesiánico contribuyeron al alzamiento contra Roma, aunque no hubieran proclamado directamente la guerra. En esa lí­nea actuó Teudas y un judí­o de origen egipcio que lograron juntar seguidores, a quienes animaron con promesas de liberación (cf. Hch 5,34-37). La tradición cristiana recuerda también el surgimiento de falsos profetas y cristos (Mc 13,2 par), posiblemente vinculados a la guerra contra Roma (67-70 d.C.). El rabinismo posterior tendió a condenar a todos estos profetas de los tiempos finales, vinculados al judaismo y cristianismo (que estaban aún poco diferenciados). Ellos debieron crear expectativas de liberación inmediata entre los seguidores de Jesús. Serí­a importante conocer mejor los rasgos y estructura de esos profetas condenados por Flavio Josefo y los cristianos y judí­os posteriores. Sin duda, las acusaciones contra ellos son interesadas, pues provienen de miembros de grupos que compiten con ellos.

(2) Jesús, profeta escatológico y social. Desde esa perspectiva podemos y debemos entender a Jesús y presentarle ante todo como profeta escatológico, que se considera a sí­ mismo como investido con una autoridad de Dios, para realizar su obra final sobre el mundo. Jesús fue mensajero escatológico, que anuncia la venida de Dios y el fin del orden viejo, traduciendo y expresando su venida en forma de transformación humana. Se sabe enviado de Dios y en su nombre (con su autoridad) anuncia el Reino, realizando gestos que expresan y anticipan el cambio de los tiempos. Lc importan sobre todo los pecadores, expulsados de la alianza, a quienes ofrece la gracia de Dios, superando la Ley israelita. Por eso decimos, al mismo tiempo, que él fue un profeta del cambio social: no se concibió como Mesí­as polí­tico, ni era partidario de la lucha armada contra Roma, sino que ha promovido un movimiento de transformación personal y social, a partir de Galilea, empezando por los pobres (marginados) de la sociedad establecida, a quienes ayudaba, no en lí­nea de esplritualismo, sino de cambio integral del ser humano. No fue un hombre aislado; en su entorno habí­a otros profetas escatológicos que no apelan a la guerra contra Roma, sino a la intervención salvadora de Dios: expresan con signos su presencia, preparan el cambio del pueblo (de sus seguidores) para el tiempo escatológico. Esos profetas no luchaban como los macabeos, pero tampoco se encerraban en una vida retirada de pureza elitista (como en Qumrán), sino que anuncian y promueven la intervención de Dios, la salvación del pueblo. El más importante de ellos parece Juan, a quien la tradición llama Bautista y vincula con Jesús (cf. Mt 11,9; 14,5; 2i,46).

(3) Rasgos apocalí­pticos. Muchos han distinguido entre profetas y apocalí­pticos, como si fueran contrapuestos, de manera que los segundos no podrí­an provenir de los primeros: los profetas anunciarí­an una culminación histórica de la humanidad, los apocalí­pticos apelarí­an a una salvación más allá de la historia; los profetas destacarí­an el diálogo de los hombres con Dios y defenderí­an la libertad del hombre, partiendo de principios éticos; los apocalí­pticos anunciaron la venida mí­tica de poderes sobrehumanos (ángeles, demonios…), proclamando así­ un tipo de destino… Es claro que estas oposiciones tienen un valor, pero debemos añadir que ha sido la misma profecí­a la que ha desembocado en un tipo de visión apocalí­ptica, quizá bajo el influjo de otras culturas del entorno (persas). De todas formas, la apocalí­ptica ha puesto de relieve algunos elementos nuevos, como son los personajes trascendentes, que influyen en la historia (ángeles y demonios, videntes celestiales…), y la dimensión cósmica de la caí­da y salvación final de los hombres. Por eso, la apocalí­ptica puede hablar de catástrofes naturales e intervenciones sobrenaturales (caí­da de astros, juicio final de Dios), que marcan el carácter frágil de la historia. En esa lí­nea podemos afirmar que el mensaje de Jesús contiene rasgos apocalí­pticos, pero no es apocalí­ptico puro, de manera que es quizá mejor llamarle profeta escatológico, pues anuncia y anticipa, con gestos y palabras, la liegada de las realidades últimas, la culminación de la vida y de la historia humana. De ordinario, dentro de la Biblia, la escatologí­a suele expresarse con la ayuda de signos apocalí­pticos (de revelación o lucha entre poderes sobrenaturales). Esos sí­mbolos cósmicos (caí­da de astros) o bélicos (batallas de ángeles y satanes), lo mismo que las imágenes externas del juicio de Dios (banquete de los justos, fuego del infierno), han de tomarse como expresión de una experiencia muy profunda, que resultaba esencial para la visión profética de la historia: los seres humanos no hemos alcanzado todaví­a nuestra identidad, sino que debemos alcanzarla, con la ayuda de Dios, para superar de esa manera el riesgo de violencia y muerte que dominan actualmente sobre el mundo. En esa lí­nea se ha movido Jesús, profeta mesiánico de rasgos apocalí­pticos.

(4) Profeta mesiánico. Jesús ha sido un profeta escatológico que emplea, como otros de aquel tiempo, una serie de sí­mbolos apocalí­pticos (y sapienciales) que iremos precisando. Pero, al mismo tiempo, ha sido un profeta mesiánico, bien arraigado en la esperanza de la culminación de su pueblo (y del conjunto de la humanidad). Esa esperanza solí­a vincularse a un nuevo rey triunfante (como David), que lograrí­a la paz y libertad para su pueblo. Pero ella podí­a expresarse también a través de otras figuras de carácter personal y social, que definí­an la identidad israelita, en clave de mesianismo sacerdotal, legal o incluso profético, de manera que las visiones de los diversos representantes del pueblo de Israel (y de los samaritanos) no eran concordantes. En esa lí­nea, podí­a hablarse de personajes individuales de tipo sobrenatural, más cercanos a una visión apocalí­ptica de la historia, que vendrí­an a manifestarse desde el cielo (un ángel o ser superior, un patriarca uránico o un Hijo de Hombre) o de figuras colectivas, que poní­an de relieve el mesianismo del propio pueblo, destacando así­ la transformación israelita (reunión de los dispersos, nueva Jerusalén) y la pacificación de la naturaleza (armoní­a cósmica, paz animal), sin apelar a una persona individual estricta. Estas y otras visiones existí­an en tiempo de Jesús y no es nada sorprendente que Jesús las haya utilizado en su men saje. Pero en el centro de su vida no han estado esas figuras, sino la certeza de que llega el Reino de Jesús, a cuyo servicio se ha puesto como profética carismático (en la lí­nea de Elias*) y como pretendiente mesiánico (en la lí­nea del Hijo* de David). Así­ le han visto los sacerdotes del templo, condenándole como a falso profeta; así­ le ha visto Poncio Pilato, ajusticiándole como a «Rey de los judí­os». El sentido de su profetismo ha quedado, por tanto, vinculado a su muerte* y ha sido recreado por la experiencia pascual.

(5) Testimonio eclesial. Comunidades galileas. Jesús resucitado aparece no sólo como profeta, sino como Cristo o Mesí­as profético, y sus discí­pulos pueden concebirse y se conciben como un grupo profético dentro de Israel, como sabe no solamente Pablo, sino la misma tradición sinóptica. Los portadores de la misión de Jesús en las comunidades de Galilea son, ante todo, profetas carismáticos, cercanos a la historia de Jesús. En principio, ellos no se identifican con los Doce (más centrados en Jerusalén), ni con los apóstoles de la misión helenista y paulina, abierta a los gentiles. Esos profetas constituyen la primera autoridad de la Iglesia, (a) Tradición sinóptica. Esos profetas cristianos se encuentran en el fondo del enví­o misionero recogido por Mc 6,7-11 y Q, Lc 10,1-8 par. Ellos son signo de todos los mensajeros (apóstoles) y profetas (testigos) que Jesús irá enviando a lo largo de la Iglesia. Jesús era profeta mesiánico; profetas serán sus primeros enviados. Marcos identifica implí­citamente a los enviados (apóstoles: cf. Mc 3,14) con los Doce, a quienes presenta como sí­mbolo y compendio de los misioneros de la Iglesia, que al final del evangelio (Mc 16,7) no aparecen ya como Doce, sino como mujeres y discí­pulos con Pedro. Así­ ha trazado una lí­nea que va de los profetas itinerantes carismáticos del tiempo de Jesús a los misioneros de su tiempo; a todos les une la experiencia y tarea profética. Lucas distingue dos enví­os, uno más particular (Lc 9,1-2) y otro más universal (Lc 10,1-8), pero en ambos casos presenta a los enviados como profetas (lo mismo sucede en Mt 10,5 y 28,15-20). (b) Profetas exorcistas. Jesús les hace ante todo exorcistas (menos en Lc 10, que refleja una situación eclesial posterior), ofreciéndoles su autoridad salvadora para enfrentarse a los espí­ritus impuros. Exorcista fue Jesús (cf. Mt 12,28 par) y lo serán sus discí­pulos, con una autoridad de curación que no se puede reglamentar por ordenaciones, ni fundar en sacrificios religiosos, ni victorias militares. El exorcista no es escriba, sacerdote, guerrero, presbí­tero o inspector (= obispo) de una comunidad instituida, sino un profeta carismático, alguien con poder para curar (liberar) a los posesos: autoridad, que no se puede reglamentar por oficio. Así­ surgen los profetas en una comunidad de carismáticos, centrados en la tarea de humanización (liberación) de los posesos y excluidos, (c) Profetas terapeutas. Ciertamente, ellos pueden ser y son mensajeros del Reino, como ha destacado Q (en Lc 10 y Mt 10); pero su anuncio es de gestos sanadores, más que de palabras: promueven conversión o cambio intenso (como supone el fin de Marcos: 16,12), expresando la más alta sabidurí­a de Dios en la curación de los enfermos y el anuncio escatológico del Reino. Ellos son la primera autoridad, mensajeros de Jesús o terapeutas, sanadores: curan, ayudan a vivir a los humanos. No son dirigentes, ni pastores de un rebaño (a pesar de la imagen de Mt 10,6), sino profetas misioneros, creadores de humanidad.

(6) Pablo. Comunidades proféticas. Pablo presenta a los profetas, inmediatamente después de los apóstoles, como portadores de la novedad cristiana. «Sois el Cuerpo del Cristo, y cada uno un miembro… A unos los ha designado Dios en la Iglesia: primero apóstoles, segundo profetas, tercero maestros; luego, poderes; después, don de curaciones, acogidas, direcciones, don de lenguas…» (1 Cor 12,27-30; cf. 14,29-32; 1 Tes 2,15). Los primeros en la Iglesia son los apóstoles, avalados por Jesús para fundar comunidades. Lógicamente, no son los Doce de Lucas-Hechos, sino los enviados mesiánicos, creadores de iglesias. Pues bien, después de ellos aparecen los profetas, que en la tradición sinóptica parecí­an itinerantes. Pablo, en cambio, sólo ha presentado como itinerantes (fundadores de comunidades) a los apóstoles. Profetas y maestros se encuentran unidos, como sedentarios, dentro de una iglesia donde ofrecen testimonio de Jesús (profetas) o enseñan el camino de evangelio (maestros). Ciertamente, los profetas son más carismáti cos y testimoniales; los maestros están más vinculados a la enseñanza… Pero de hecho se unen de tal modo que parece difí­cil separarlos: son portadores de la palabra de Jesús dentro de una Iglesia ya formada o creada a partir de los apóstoles.

(7) Profetas, sabios, escribas. Iglesia de Mateo. Asumiendo una palabra de tipo sapiencial, el mismo Jesús resucitado dice en el evangelio de Mateo: «Mirad. Yo os enví­o profetas, sabios y escribas: a unos mataréis y crucificaréis, a otros azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad, de manera que caiga sobre vosotros toda sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarí­as…» (Mt 23,34-35). Este Jesús no enví­a apóstoles, ni presbí­teros u obispos, sino que el núcleo dirigente de la Iglesia está formado por profetas que expresan el sentido de la muerte y pascua de Jesús, por sabios que despliegan su misterio y por escribas, que saben interpretar desde esa base las Escrituras antiguas. Estos ministros de la Iglesia no son obispos o presbí­teros, liturgos o pastores, en sentido posterior, sino mensajeros de un Jesús a quienes el judaismo oficial ha rechazado. Esta Iglesia no ha creado ministerios nuevos (pues profetas, sabios y escribas ya existí­an en Israel), pero les ha dado un contenido nuevo, desde el Cristo. Frente al poder que se eleva matando a los otros (asesinato), ha elevado Mt (siguiendo en esto a Me) la autoridad del amor gratuito y de la palabra que se ofrece a todos. Mt no necesita detallar las estructuras ministeriales de esa Iglesia. Ciertamente, sabe que han existido (o existen) mensajeros itinerantes de la palabra y acción de Jesús (cf. 10,6-15), pero ni ellos ni los profetas-sabios-escribas ya citados pueden volverse estructura impositiva (cf. Mt 23,8-10; cf. unión de profetas y justos en Mt 13,17).

(8) El riesgo de la profecí­a. Los profetas son autoridad carismática, que se funda en la presencia y palabra de Dios, que los hombres pueden manipular. Por eso, desde el Antiguo Testamento, ha existido una fuerte polémica contra los profetas falsos. Aquí­ destacaremos dos testimonios del Nuevo Testamento, (a) Falsos profetas. Mateo. La iglesia de Mt conoce también la existencia de profetas mentirosos: «Cuidaos de los falsos profetas, que vienen vestidos de ovejas y dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis: ningún árbol bueno produce frutos malos, ni uno malo frutos buenos. No todo el que me dice: Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino quien cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos. Muchos me dirán aquel dí­a: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre y expulsamos demonios en tu nombre e hicimos muchos milagros en tu nombre? Y entonces les diré: jamás os conocí­; apartaos de mí­, obradores de iniquidad» (Mt 7,15-23). De esa forma ha condenado Mt el poder de unos profetas, exorcistas y carismáticos (sanadores) que ponen su autoridad al servicio de los propios intereses, diciendo ¡Señor, Señor!, para oprimir a los demás. En ese sentido habla también de falsos profetas y cristos (cf. Mt 24,24; Mc 13,22). (b) Falsos profetas. Apocalipsis. La segunda Bestia del Apocalipsis es el Profeta Falso (Ap 13,11-18). Parece no violento, porque es delicado y muestra rasgos de Cordero. Tiene, sin embargo, la crueldad de una mente poderosa y retorcida y la pone (se pone) al servicio de la Bestia imperial, para engañar a los hombres de manera aún más intensa. Es el espí­ritu de la mentira, la violencia mental y psicológica, que seduce a las personas ansiosas de milagros y las fascina con el fuego de la tierra y con los signos infernales de la magia. Quizá podamos añadir que es la razón de Estado que protege a los que sirven al sistema y que destruye a quienes lo rechazan. Aquellos que no acepten la mentira de este profeta -su propaganda e ideologí­a polí­tica, sus artes o prodigiosno podrán llevar la marca de la Bestia: estarán fuera de la ley, no podrán ni comprar ni vender, ni tener refugio, sino que vivirán como desterrados sobre el mundo. Esta es la acción de la segunda Bestia, representada por los sacerdotes e ideólogos de un Imperio Sagrado al que todos los hombres debí­an elevar el incienso de su culto. Para que el triunfo de sus armas y soldados sea pleno, el Imperio tiene que apoyarse en el Falso Profeta: no puede permitir que los hombres sean libres; por eso necesita la mentira y seducción de la falsa ideologí­a.

Cf. D. E. Auné, Propliecy in Early Christianity and the Ancient Mediterranean World, Eerdmanns, Grand Rapids MI 1983; M. Casey, FromJewish Prophet to Gentile God: The Origins and Development of New Testament Christologv, J. Knox, Louisville KY 1991; J. Crenshaw, LOS falsos profetas. Conflicto en la religión de Israel, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986; A. González, N. Lohfink y G. von Rad, Profetas verdaderos, profetas falsos, Sí­gueme, Salamanca 1976.

PROFETAS
4.Religiones proféticas

Las tres religiones monoteí­stas (judaismo, cristianismo, islam) han surgido gracias a la intervención de unos profetas (Moisés, Cristo, Mahoma) que han sabido descubrir la voluntad de Dios y la han expuesto y propagado (promulgado) en medio de la historia.

(1) Notas conumes y notas distintivas. (a) En los tres casos, el profeta es un hombre que sabe escuchar la Palabra de Dios. No es sólo chamán (extático), ni contemplativo interior (un mí­stico), ni sacrificador (sacerdote). Ordinariamente es un hombre de acción, alguien que se encuentra inmerso dentro de las tareas y trabajos de este mundo y que a partir de ellas, en el centro de este mundo, descubre y discierne la voluntad de Dios, (b) El profeta es también un hombre comprometido en una tarea social: ha descubierto la voluntad de Dios y quiere que se cumpla: por eso denuncia los males de la sociedad, anuncia el juicio de Dios y procura que los hombres respondan en gesto de conversión y fidelidad intensa. En ese aspecto, el profeta es un vigí­a, un testigo de la obra de Dios entre los hombres, (c) Para los judí­os el profeta verdadero y central es Moisés, a quien conciben como depositario principal (definitivo) de la revelación de Dios, como ratifica la Misná: «Moisés recibió la Torah (la Ley) desde el Sinaí­ y la transmitió a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas, los profetas a los hombres del Gran Sanedrí­n…» (Abot 1,1). Judí­o es según eso el que acepta como normativa la revelación profética de Dios a Moisés, conservada en la Ley Escrita de la Biblia hebrea y en la oral de la Misná. (d) Los cristianos han interpretado Dt 18,15ss como un anuncio de Jesús (cf. Hch 3,22) a quien confiesan profeta final, Hijo de Dios y Mesí­as verdadero. Eso significa que para ellos hay un avance, una historia que lleva del profetismo israelita (preparación) al nuevo profetismo mesiánico. Los profetas israelitas forman parte del Antiguo Testamento y su palabra ha sido asumida, culminada y de alguna forma abrogada por el Cristo. Sólo Jesús, profeta final y verdadero, ofrece el Nuevo y definitivo Testamento de Dios para los hombres, (e) El islam no admite gradación o progreso salvador entre los profetas. «Decid: Creemos en Dios y en lo que se nos ha revelado, en lo que se reveló a Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus; en lo que Moisés, Jesús y los profetas recibieron de su Señor. No distinguimos a ninguno de ellos y nos sometemos a Dios» (Corán 2,136). Muhammad ha nivelado de esta forma a los profetas, presentándolos como representantes y testigos de una misma actitud de fe monoteí­sta y de sometimiento a Dios. A su juicio, todos han dicho lo mismo, aunque esa doctrina ha podido ser desfigurada por sus seguidores (judí­os o cristianos). Sólo él, Muhammad, recogiendo de forma clara y total lo que han dicho los viejos profetas (especialmente Abrahán, Moisés y Jesús), puede presentarse y se presenta como sello de la profecí­a, revelador del Corán eterno para los hombres.

(2) Judaismo. La ley (Moisés) antes que los profetas. Los judí­os han puesto la Ley de Moisés (entendida en su sentido fundante como profecí­a) en el principio de todas las manifestaciones de Dios. Los profetas escritores que han venido después de Moisés (Isaí­as y Jeremí­as, Ezequiel y hasta Daniel…) han avalado esa visión de la ley originaria, válida por siempre. En algún sentido se puede afirmar que para los judí­os la profecí­a verdadera se ha parado (o ha culminado) ya en Moisés: lo que vino luego no ha ofrecido un verdadero avance. Dios lo habí­a dicho todo al revelar su Nombre (Yahvé) en el fuego de la zarza, al manifestar a Moisés su misterio y pedirle que libere al pueblo cautivado (Ex 3,14). Siendo profeta, Moisés aparece como hombre del misterio (descubre el fuego de Dios, escucha su Nombre), legislador (ofrece al pueblo la Ley Eterna de Dios) y liberador (saca a los hebreos de Egipto). La Palabra de Dios, que él escucha y transmite a su pueblo, es fuente de experiencia profunda (se identifica con el mismo Dios), que se expresa al mismo tiempo como Ley (que el mismo pueblo asume) y como principio de liberación (salida de Egipto). Quizá podamos afirmar que los judí­os identifican la profecí­a con Moisés, diciendo que él ha recibido la revelación integral del misterio para el pueblo de su alianza. Como suponí­a Abot 1,1, después de Moisés ya no existe nueva revelación: tanto la Escritura como la tradición (recogida en Misná y Talmud) se limitan a recopilar y expresar la misma y única Ley eterna que Moisés ha descubierto al descubrir el fuego de Dios y al escuchar su nombre. No hay para el judaismo dos Testamentos o Escrituras de Dios (como en el cristianismo) sino dos formas (una escrita y otra oral) de expresar la misma y única palabra que Dios reveló a Moisés para siempre. Por eso, él no es un profeta, sino el Profeta. De manera consecuente, podemos afirmar que la profecí­a ha cumplido su misión y ha terminado: se ha expresado en la Ley, allí­ perdura y ofrece la voluntad salvadora de Dios para los hombres.

(3) Cristianismo. Historia profética y rnesiánica. Los cristianos en cambio han destacado una historia profética que debe entenderse a partir de las categorí­as de promesa y cumplimiento. Ciertamente, ellos veneran a Moisés, pero no le separan del resto de los profetas (Isaí­as, Jeremí­as, etc.). Quizá debamos añadir que los cristianos han invertido la lí­nea dominante del judaismo, interpretando al mismo Moisés a partir de esos profetas (Isaí­as, Jeremí­as…), situándole en un camino que conduce a la revelación rnesiánica. Ellos, Moisés y los profetas, son precursores de Jesús: abren un camino que ha venido a culminar y recibir sentido pleno en Cristo. Entre los dos testamentos (profetas antiguos y Jesús) existe una continuidad y una ruptura. Lo antiguo debe cumplirse y terminar, para que llegue lo nuevo. Por eso los cristianos han conservado la Escritura israelita como verdadera palabra de Dios, pero la han entendido como Antiguo Testamento de aquello que ha venido a realizarse en Cristo. Moisés era legislador y liberador más que profeta. Pues bien, siendo también un (el) profeta, Jesús es sobre todo el enviado mesiánico y el Hijo de Dios. Así­ podemos entenderle como nueva creación, el hombre definitivo, ya salvado: Hijo de Hombre universal que desborda los lí­mites del judaismo y de su ley particular para presentarse como signo universal de Dios (el Hijo) para todos los humanos. De esa forma, la profecí­a se vuelve encarnación; el portador de la Palabra aparece como Palabra de Dios en persona.

(4) Los musulmanes finalmente piensan que la profecí­a ha sido siempre la misma, aunque sólo con Muhammad ha logrado expresarse al fin de manera sencilla y segura, en forma de mensaje abierto (a través de los creyentes árabes) a todos los humanos, sin distinción de razas o culturas. El contenido del mensaje profético ha sido siempre el mismo, de Adán a Jesús, pero los receptores no han sabido conservarlo limpio, lo han mezclado con otras palabras que no vienen de Dios, lo han adulterado. Por eso ha sido necesario que se exprese la auténtica profecí­a de un modo claro y preciso, de un modo condensado y fuerte, a través del pueblo árabe. Eso es lo que ha venido a realizar de un modo ejemplar Muhammad, que se considera heredero de todos los profetas.

Cf. K. ARMSTRONG, Una historia de Dios. 4.000 arios de búsqueda en el judaismo, el cristianismo y el Islam, Paidós, Barcelona 2001; J. KUSCHEL, Discordia en la casa de Abrahán. Lo que separay lo que une a judí­os, cristianos y musulmanes, Verbo Divino, Estella 1996; X. Pikaza, Monoteí­smo y globalización. Moisés, Jesils, Muhammad, Verbo Divino, Estella 2002.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. El fenómeno profético: 1. Las personas nos cuestionamos sobre lo imprevisible; 2. Dios responde al hombre. II. Los inicios del profetismo en Israel. III. El perí­odo clásico del profetismo: 1. El siglo VIII en el Norte; 2. El siglo VIII en el Sur; 3. Los profetas del preexilio; 4. Los profetas del exilio. IV. El declive del profetismo y la apocalí­ptica. V. ¿Qué es un profeta bí­blico? VI. Los profetas bí­blicos en la catequesis.

I. El fenómeno profético
Antes de entrar en un fenómeno tan complejo como el profetismo bí­blico, convendrí­a que aclarásemos un problema terminológico: ¿qué queremos decir cuando nos referimos al profetismo?, ¿a quién llamamos profeta? Como veremos más adelante, el concepto profeta requiere diversas matizaciones, pero sí­rvanos como punto de partida la definición que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia. No es una definición técnica, y por ello tampoco demasiado precisa, pero sí­ recoge lo que está en el ambiente general, lo que la gente de nuestro entorno hablante entiende, básicamente, por profeta: «El que posee el don de profecí­a. El que, por señales o cálculos hechos previamente, conjetura y predice acontecimientos futuros». Esta definición podrí­a completarse con la que se nos ofrece a propósito de lo que es profecí­a: «Don sobrenatural que consiste en conocer por inspiración divina las cosas distantes o futuras».

Desde esta aproximación inicial obtenemos ya dos puntos de referencia importantes: primero, la profecí­a es un don que procede del ámbito sobrenatural, divino; y segundo, está ordenada al conocimiento de cosas ocultas, en especial de las relacionadas con acontecimientos futuros. Podrí­amos añadir, quizá, una tercera, pero esta no siempre aparece en todos los fenómenos proféticos, se trata de la preparación para el conocimiento de lo oculto, es decir, la presencia en estas prácticas de «señales o cálculos hechos previamente».

Si preguntamos a la Biblia qué dice de sus profetas, coincidirá, en parte, con lo que se ha dicho, pero habrá que matizarlo considerablemente. Para entablar este diálogo con la Sagrada Escritura, situémonos primero en un marco más amplio que el del mundo bí­blico y hagamos entonces la siguiente pregunta: ¿por qué en todos los ambientes, en todas las culturas y en todas las épocas, se han dado fenómenos más o menos relacionados con lo que llamamos profecí­a?
1. LAS PERSONAS NOS CUESTIONAMOS SOBRE LO IMPREVISIBLE. El fenómeno profético está en relación directa con la preocupación de las personas sobre su futuro, sobre las cosas más inmediatas (trabajo, familia, salud) y sobre las más trascendentales (su destino último). Algunas de ellas dependen de nuestro propio esfuerzo y de nuestra previsión; otras, en cambio, se escapan a nuestro control. Aquí­ es donde entra en juego la profecí­a. A lo largo de la historia, los humanos hemos creí­do que habí­a fuerzas ocultas que intervení­an, en mayor o menor medida, en la suerte de los individuos y de los grupos o pueblos. Llamemos a estos poderes, de un modo genérico, fuerzas sobrenaturales. Estas fuerzas eran entendidas como favorables o desfavorables para el hombre; habí­a por tanto que ganarse su amistad o, en caso contrario, protegerse de ellas. Podrí­amos pensar que este fenómeno era más propio de culturas antiguas, de civilizaciones en ví­as de extinción. Pero llama la atención la cantidad de consultas que aún hoy reciben en nuestras culturas cientí­ficas los magos, los echadores de cartas, los astrólogos, etc. A algunos fenómenos extraños los antiguos los relacionaban con intervenciones de espí­ritus; hoy los denominamos fenómenos parapsicológicos.

Partiendo de esta base común humana, de querer penetrar hasta en lo incomprensible, la profecí­a se sitúa a medio camino entre las personas que se cuestionan y las fuerzas ocultas que responden. Si entendemos que estas fuerzas son ciegas y actúan mecánicamente (astrologí­a), los profetas intervienen entonces en calidad de adivinos. Poseedoras de un don especial, estas personas son capaces de conocer cosas que las demás no alcanzan a ver.

Pero también hay otro modo de resolver el problema: estas fuerzas no son ciegas ni actúan mecánicamente, sino que son libres y tienen planes concretos sobre los hombres. Entonces nos situamos ya en la esfera de la religión. En este caso, el profeta se coloca entre la humanidad y la divinidad como mediador, como quien posibilita el diálogo entre ambas.

Cabrí­a una tercera solución: no hay tales fuerzas; todo lo que afecta al hombre se encuentra y se explica dentro de los lí­mites de lo natural. Entonces no cabrí­a ya plantearse la profecí­a, pues este fenómeno necesita siempre una referencia a lo sobrenatural.

La profecí­a bí­blica se enmarca dentro del ámbito de la interpretación religiosa. Pero aun aquí­ cabrí­a una matización. Hay religiones que conciben la divinidad como un ser influenciable por la intervención humana. Se puede conseguir de ella, forzando de algún modo su voluntad, tanto lo bueno (para el propio grupo religioso) como lo malo (para los enemigos). En este caso los creyentes no tienen la sana intención de obedecer la voluntad del dios, o de los dioses, sino la de intervenir en ella para ponerlos de su parte, en favor de sus intereses. En tal caso estarí­amos ante un fenómeno más propio de la mentalidad mágica que de la religiosa. Pero también aquí­ tiene su lugar la profecí­a; el profeta serí­a, ante todo, un mago. El Israel bí­blico no estuvo libre de esta tentación; como tampoco hoy lo estamos nosotros. Esta fue una de las más duras batallas que sostuvo el movimiento profético bí­blico en su época: defender a Dios de los manejos de las personas religiosas, recordarles cuál era su auténtica voluntad y reclamarles una absoluta obediencia.

2. DIOS RESPONDE AL HOMBRE. Ya hemos señalado que lo misterioso provoca en el hombre un ansia irrefrenable de saber. Pero en la Biblia la iniciativa de la profecí­a no está en el hombre, sino en Dios. Cuando parte del hombre va degenerando hasta convertirse en «falsa profecí­a» (Miq 4,5-8). Y es falsa porque, en lugar de revelar los planes de Dios, los enmascara y tergiversa.

En la Biblia el más empeñado en la tarea profética es el propio Dios (Am 3,7). En la concepción bí­blica del hombre, este es criatura de Dios; de un Dios que lo ha creado a su imagen y semejanza. Es un ser que crece y se desarrolla en el encuentro con su Creador. Dios construye, realiza y alienta la existencia humana. Y la profecí­a es esta salida en busca del hombre para caminar a su lado, para construir juntos la historia, una historia de salvación.

La Biblia comprende a Dios como un padre que cuida de sus hijos, que quiere lo mejor para ellos, que los educa y los guí­a por el camino más conveniente (Os 11,1-4); como una madre que no repara en sacrificios para sacar a sus hijos adelante, que los mima, los entiende y los quiere profundamente (Is 49,14s). Es una visión muy antropomórfica, pero quizá no haya otra mejor para hablar de Dios.

En la profecí­a, la Biblia nos descubre que Dios, más que querer comunicar al hombre sus designios, busca comunicarse a sí­ mismo. De los profetas bí­blicos podemos decir que lo mejor de ellos no es tanto que nos hayan hablado en nombre de Dios cuanto que nos han hablado de Dios. Dios se nos ha revelado, nos ha salido al paso por medio de estos elegidos.

Por eso, la palabra de los profetas se convierte en palabra de Dios, porque no sólo importa lo que se dice, sino quién lo dice. Y esa palabra resuena en el corazón del creyente con la fuerza de que quien la pronuncia es su Señor, su Creador, su Padre.

En sí­ntesis, podrí­a decirse que los mensajes de los profetas tienen cuatro puntos principales de interés: 1) la instrucción: en nombre de Dios, el profeta educa al creyente en los valores más importantes para la vida cotidiana, la privada y la social, la coyuntural y la más permanente; 2) la interpretación: Dios nos sale al paso en todo momento, pero no siempre lo reconocemos; el profeta desvela la presencia de Dios interpretando en su nombre el sentido de los acontecimientos ordinarios y extraordinarios; 3) la denuncia: en ocasiones el creyente toma caminos equivocados, y Dios lo corrige, el profeta denuncia su error, lo acusa, lo amenaza y lo invita a la conversión; y 4) el anuncio: el hombre no ve más allá de sí­ mismo, de sus lí­mites como criatura; por eso el profeta le anuncia lo que Dios quiere construir con él, lo encamina hacia un futuro que está por hacer (no hay adivinación), pero que llegará a ser porque Dios ha empeñado su palabra en ello.

II. Los inicios del profetismo en Israel
En primer lugar, habrí­a que distinguir dos tipos diferentes de inicios: uno tomado en sentido teológico y otro en sentido histórico.

a) Desde el punto de vista teológico, el Antiguo Testamento sitúa el nacimiento de la profecí­a en Moisés. Moisés recibe el espí­ritu de Dios con el fin de poder gobernar en su nombre al pueblo liberado de Egipto. Este espí­ritu pasó después a los setenta ancianos que sirvieron de ayuda a Moisés en este gobierno (Núm 11,16s.24s). Esta tradición bí­blica nos dice que «cuando se posó sobre ellos el espí­ritu se pusieron a profetizar, pero no continuaron», no volvieron a hacerlo ya más. Moisés es el intercesor por excelencia en la época originaria de Israel. No es, pues, posible pensar en un profeta al margen del espí­ritu de Dios. En Israel no se es profeta por tener un don particular, como ocurre en otras religiones, sino por estar tocado por el espí­ritu de Dios. Dios elige a sus profetas conforme a sus planes, no conforme a sus capacidades o dotes excepcionales.

b) Respecto al origen histórico de la profecí­a habrí­a que situarlo quizá algo más tarde. Las denominaciones de Moisés como profeta, o de su hermana Marí­a como profetisa, son posiblemente anacrónicas (Ex 15,20), aplicaciones tardí­as de estos tí­tulos a personajes ilustres y relevantes del pasado. Aun en el caso de aceptar la profecí­a en los orí­genes de Israel como pueblo (éxodo), podemos constatar, no obstante, una laguna entre el perí­odo mosaico y los momentos previos a la monarquí­a, donde ya hay personas que ejercen un tipo de profecí­a ampliamente reconocida entre las tribus de Israel. Salvando el caso de Débora, denominada profetisa en Jue 4,4, pero cuya función más relevante fue la de actuar como juez en nombre de Dios para salvar a su pueblo del enemigo, hemos de ir hasta Samuel para encontrar un verdadero profeta.

Samuel es un personaje que se sitúa en el siglo XI a.C. Las tradiciones bí­blicas que hablan de él son muy posteriores, o al menos están muy retocadas por autores tardí­os (teologí­a deuteronomista), por lo que no todas las interpretaciones ulteriores que sobre su persona y ministerio se han hecho a lo largo de los siglos coinciden absolutamente con el personaje histórico al que se refieren. Podrí­amos decir de él que era un vidente que actuaba en torno a los santuarios (de Betel, Guilgal y Mispá, principalmente), recibí­a donativos de la gente que le consultaba, y dirigí­a, en ocasiones, el culto (ISam 9,1-13). Su intervención más relevante fue la unción del primer rey, Saúl, su posterior rechazo en nombre de Dios, y la subsiguiente elección del nuevo rey: David.

La etapa que comprende desde esta época hasta el siglo VIII se conoce como perí­odo preclásico. Abarca unos tres siglos, en los que destacan grandes figuras proféticas como Samuel, Gad, Natán, Ají­as de Siló, Miqueas ben Yimlá, Elí­as y Eliseo. Las caracterí­sticas de los profetas de este tiempo podrí­amos resumirlas del modo siguiente: 1) Están presentes en los conflictos bélicos, alentando el fervor patriótico; en nombre de Dios apoyan a su pueblo (lRe 22,6). 2) Suelen actuar en grupo, teniendo vida en común, lo que favorece la experiencia extática, arropada por el contagio mutuo mediante cantos, danzas, música (ISam 10,9-12). Al lí­der de estos grupos se le denomina padre y a sus discí­pulos se les conoce con el apelativo de hijos de los profetas. 3) Viven, normalmente, en torno a los santuarios, pudiendo estar ligados a la actividad cultual. También se dan casos de personajes aislados, que igualmente aprovechan esos ámbitos para ejercer su misión (IRe 13,1ss.; 14,1-3). 4) Junto a esto, encontramos, asimismo, profetas en el ámbito de la corte, donde aparecen como consejeros del rey (2Sam 7,1-17).

Respecto a las caracterí­sticas teológicas de su ministerio, podemos destacar la comprensión de Israel como un único pueblo, elegido por Dios y ligado a él por la Alianza, su preocupación por el cumplimiento de esta alianza, en especial por parte de las clases dirigentes, y por la fidelidad absoluta del pueblo al Dios que selló con ellos este pacto. Lucharon contra todo tipo de delito y de idolatrí­a, resaltando con la fuerza de su palabra y de sus acciones la total soberaní­a de Dios frente a otros dioses (I Re 18,20-40). Fueron grandes defensores de la coherencia entre lo que hoy podrí­amos llamar, ética y fe.

III. El perí­odo clásico del profetismo
En el siglo VIII llega a su cumbre el desarrollo del movimiento profético en Israel. Es un tiempo de esplendor, que durará hasta la caí­da del reino de Judá y su exilio en el siglo VI. Los grandes profetas de este perí­odo son Amós y Oseas en Israel, e Isaí­as y Miqueas en Judá. El ejercicio de su ministerio difiere dependiendo de su singular personalidad y de las condiciones (sociales, polí­ticas y religiosas) que se daban en cada uno de los dos reinos israelitas. Antes de precisar sus peculiaridades, digamos algo de las caracterí­sticas comunes a todo este perí­odo.

a) En primer lugar hay que destacar que, por primera vez, nos encontramos libros independientes dedicados al ministerio particular de los profetas. Este hecho hace que se les conozca como profetas escritores, si bien no significa, necesariamente, que fueran ellos los autores de sus libros.

En estos libros encontramos muy poco interés por los datos biográficos de sus protagonistas; la atención se centra más en su ministerio, que es lo importante. En la mayorí­a de los casos, los datos que se recogen son útiles para la comprensión del mensaje profético. Así­, por ejemplo, Oseas está casado con una prostituta que le es infiel, como infiel y adúltero es Israel, que abandona a Dios, su único esposo, en busca de otros dioses, sus amantes. O el caso de Amós, del que se nos dice que era «boyero y descortezador de sicómoros», es decir, tení­a una profesión y viví­a de ella, no de ejercer la profecí­a; por eso podí­a hablar con toda libertad contra la polí­tica del rey y los abusos de los poderosos, pues no dependí­a de ello su subsistencia (Am 7,10-15).

Emplean un lenguaje sencillo y directo, toman prestadas de otros ámbitos (litúrgico, sapiencial, jurí­dico) fórmulas con las que expresar mejor sus anuncios. Su profecí­a está cargada de sentimientos, los suyos y los de Dios. Se produce una auténtica simpatí­a entre Dios y sus profetas.

b) En torno a ellos hemos de suponer un grupo de discí­pulos, quizá algo diferente de lo que encontramos en el perí­odo preclásico. Estos serí­an los que habrí­an mantenido vivas, a lo largo del tiempo, las profecí­as originales de sus maestros, adaptándolas a las nuevas situaciones y reelaborándolas en todo momento; haciendo tradición viva lo que fue, en vida del profeta, una desbordante e inabarcable intuición. Aun cuando el anuncio se hubiese cumplido ya, la palabra de Dios seguí­a viva y activa en la historia, y habí­a que seguir transmitiéndola, pues el verdadero cumplimiento es inagotable. Las reformas y añadidos en los textos proféticos no son por ello signo de fraude en la tradición, sino de enriquecimiento. La inspiración divina no sólo ha de verse en el origen de una profecí­a, en la persona que la proclamó, sino también en la tradición que la mantuvo viva.

Y pasemos ya al mensaje especí­fico de estos profetas, y con él a su peculiar modo de anunciarlo.

1. EL SIGLO VIII EN EL NORTE. En el Reino del norte, o Israel, profetizaron en esta época Amós y Oseas.

a) La datación del ministerio de Amós se sitúa en torno a los años 760/750 a.C., y su actividad probablemente haya que reducirla a algunos meses, o incluso a algunas semanas, actuando en diversos lugares: Betel, Samarí­a y Guilgal. Aunque predicó en el Norte, su origen estaba en el Sur: nació en Técoa, y era, como ya se ha dicho, boyero y descortezador de sicómoros. Su lenguaje es duro, enérgico y conciso; son frecuentes las referencias a la vida rural. Su anuncio se centra en la advertencia del inminente castigo divino sobre Israel, porque ha abandonado a su Dios y los poderosos del pueblo oprimen a los más débiles.

La situación económica y polí­tica para Israel era en esta época muy prometedora. La riqueza aumentaba en el escaparate, pero en la trastienda la pobreza de los débiles era cada vez mayor. La teologí­a oficial, la que se producí­a en los santuarios reales y en la corte, veí­a en esta recuperación económica la mano benefactora de Dios. Amós declarará que esta euforia era ilusoria; Israel debí­a despertar de la fantasí­a en la que viví­a, pues su riqueza era fruto de la opresión y la injusticia. Los pecados más graves que Amós denuncia podemos resumirlos en cuatro categorí­as: 1) la insolidaridad, el lujo en que viví­an los poderosos sin dolerse de la suerte de los débiles (6,1-7); 2) la injusticia, fuente verdadera de las riquezas conseguidas por la opresión de los pobres (5,7.10-17); 3) la falsa seguridad religiosa: el pueblo se siente privilegiado por la elección divina y cree que no debe temer ninguna desgracia (6,1-9); y 4) el culto falso: injusticia y vida religiosa son absolutamente incompatibles (4,1-5; 5,18-26). Mediante cinco visiones, el profeta anuncia el final de un pueblo que construye de este modo su historia: Dios mismo lo derrumbará, aunque se trate de su pueblo elegido (7,1-9,4). Sólo una cosa podrá salvarlo: la conversión, la búsqueda sincera de Dios (5,4-6), que se traduce en la práctica de la justicia y el derecho, en la defensa de los débiles (5,14s). Amós ha pasado a la tradición, y con justicia, como el profeta defensor de los pobres.

b) Oseas incrementará aún más, si cabe, la denuncia de la injusticia y la idolatrí­a. Como una esposa infiel, Israel se ha alejado de Dios, sólo vive para sí­ mismo y para sus amantes. Injusticias y corrupción no son tolerables por el Dios justo, pues él prefiere el amor a los sacrificios (6,6). Pero los sentimientos de Dios son demasiado fuertes como para abandonar a su adúltera esposa; intentará enamorarla de nuevo y se compadecerá de ella (2,16-25). Pero todo el esfuerzo de Dios resultará inútil: Israel no quiere convertirse; aunque Dios tiende la mano, su pueblo no la coge (conversión), y así­ camina hacia su ruina.

2. EL SIGLO VIII EN EL SUR. La situación social, polí­tica y religiosa en Judá no es muy distinta de la de Israel. Las crí­ticas proféticas contra las injusticias son muy similares; el peligro de la idolatrí­a no es tan acusado, pero sí­ en cambio la tentación de convertir a Dios en un í­dolo del que servirse. So capa de una auténtica piedad, expresada en aparatosas liturgias en el templo de Jerusalén, los israelitas del sur buscaban tranquilizar unas conciencias que Dios espoleaba por boca de sus profetas. Isaí­as, que recibe su vocación en el propio templo (6,1-13), es quizá el más sensible a este fraude pseudorreligioso (1,10-20).

a) Se conoce como Proto-Isaí­as al profeta que predicó en Jerusalén en el siglo VIII. Salvo algunas excepciones (pues también hay textos tardí­os), su mensaje se recoge en los primeros 39 capí­tulos de su libro. Sus orí­genes parecen estar vinculados a la aristocracia de la capital; no obstante esta es la clase social que recibe los más duros ataques del profeta. En su teologí­a ocupan un papel central dos ideas con fuerte arraigo en las tradiciones de Judá: una doble elección, la de Jerusalén y su templo, como morada de Dios, y la de la dinastí­a daví­dica como vehí­culo privilegiado para regir a su pueblo. Ambas elecciones privilegian a los judaí­tas, pero no los exime de una conducta recta; al contrario, les exige una mayor coherencia con la alianza. Las ideas fundamentales de su ministerio las encontramos sintetizadas en el relato de su vocación. Serí­an: 1) la santidad de Dios; 2) la conciencia de pecado personal y colectivo; 3) la necesidad de un castigo, y 4) la esperanza de la salvación. Estos elementos, conjugados con la elección de Sión y de la dinastí­a daví­dica, nos dan las claves de su profecí­a.

En sí­ntesis, podemos decir que su predicación abarca dos grandes temas: 1) La problemática social, donde destaca su crí­tica a la clase dirigente por su lujo y orgullo, su codicia desmedida, sus injusticias; todo esto no se puede conjugar con una vida auténticamente religiosa (5,1-7). 2) La polí­tica. La seguridad de Judá se asienta en las promesas de Dios a su pueblo. El Señor es el garante de la paz y la prosperidad. Pero estas promesas no son incondicionadas: requieren una respuesta fiel por parte del pueblo, en especial de sus gobernantes. Lo contrario es buscar la tranquilidad en la seguridad de los medios humanos. A la fe se opone el temor, la duda. Frente a la desconfianza del rey en Dios, Isaí­as asegura su trono anunciándole la llegada inminente de un sucesor, de un nuevo mesí­as que traerá la paz y la justicia y consolidará el trono de David; durante su reinado no habrá ni temor (rebeldí­a a Dios) ni opresión a los débiles (7,1-17; 11,1-16). El hombre cree tener la historia en sus manos, pero está en las de Dios, a quien debe convertirse.

b) El otro gran profeta de este momento es Miqueas, gran defensor de la justicia social. En su denuncia subraya la cólera de Dios, pero sin excluir la misericordia. Condena enérgicamente los ritos litúrgicos que no van acompañados de la integridad moral de quienes los celebran (6,1-8). Aletargada por los oráculos de los falsos profetas, Judá se precipita hacia la catástrofe (2,6-11; 3,5-8). Pero Dios no dejará morir a su pueblo, lo salvará; pero eso sí­, no se servirá de grandes mediaciones, elegirá medios humildes: la salvación no vendrá de Jerusalén, sino de la pequeña ciudad de Belén (5,1-3); no será inmediata, llegará tras un perí­odo de purificación en el que un resto sobrevivirá; ahora es tiempo de dolor (4,1-14); cuando Dios salve, los enemigos de su pueblo serán exterminados, pero estos no son las otras naciones (interpretación tradicional), sino los í­dolos que su propio pueblo se ha fabricado confiando en ellos: el ejército, las fortalezas, los adivinos, los falsos dioses (5,9-14).

3. Los PROFETAS DEL PREEXILIO. Durante el siglo VII, y hasta la caí­da de Judá ante Babilonia en el año 586, se oye la voz de unos profetas que siguen expresando en nombre de Dios la urgencia de la conversión. Los reveses en la historia son interpretados por los judaí­tas como castigos de Dios; pero estos no han servido para hacerles volver de verdad al Señor. Ni siquiera aprendieron viendo la desgraciada suerte que corrió Israel, su nación hermana, conquistada y deportada por Asiria. Por el contrario, los habitantes de Judá, confiando en que a ellos no les pasarí­a nada, pues Dios los defenderí­a, viví­an despreocupadamente sin plantearse que todo lo torcido termina por derrumbarse. Entre los profetas de este perí­odo destacan Sofoní­as y Jeremí­as (también actuaron Nahún y Habacuc, pero su predicación no fue tan relevante como la de estos).

a) Las palabras de Sofoní­as se recogen en un pequeño libro. Su intervención podrí­a datarse en los primeros años de gobierno del rey Josí­as (640-609), y quizá fue uno de los alentadores de su reforma religiosa (2Re 22-23). En su libro no se plantean grandes temas teológicos, más bien el profeta sale al paso de los problemas inmediatos del momento: idolatrí­a, opresión, indiferencia religiosa (1,4-13). Esta situación era insostenible y provocarí­a la ira de Dios, y con ella su castigo. A este profeta pertenecen los conocidos pasajes del dies irae (1,14-18). Pero, una vez más, el castigo no es la última palabra de Dios. Sofoní­as abre el futuro a la esperanza por medio de un «pueblo humilde y pobre… el resto de Israel» (3,11-20). El profeta invita al pueblo a ponerse del lado de este resto fiel y a abandonar una vida alejada de Dios; sólo así­ podrá gozarse de la salvación anunciada. Una vez más, las clases dirigentes se llevan las más duras crí­ticas: los jefes son leones rugientes; los jueces, lobos nocturnos; los profetas (falsos), fanfarrones e impostores, y los sacerdotes, profanadores de las cosas santas y violadores de la ley (3,3s).

b) Jeremí­as es la figura más grande del profetismo de esta época. Era benjaminita. La tribu de Benjamí­n estaba muy unida polí­ticamente a Judá, pero sus tradiciones teológicas estaban más cerca de las de Israel. Ni la elección de Sión ni la de la dinastí­a daví­dica pesaron tanto en el pensamiento de este profeta como en el de Isaí­as; por eso sus crí­ticas contra el templo y la monarquí­a fueron todaví­a más duras que las de este. Comenzó su misión siendo aún muy joven; el relato de su vocación tiene grandes paralelos literarios con el de la llamada divina a Moisés.

Podemos distinguir cuatro etapas en su ministerio: 1) Durante el reinado de Josí­as (ca. 627-609). Debió aprobar y apoyar la reforma del rey, aunque quizá la considerase incompleta, pues no se luchó suficientemente ni contra la injusticia ni contra el ritualismo (1-6). 2) Durante el reinado de Joaquí­n (609-598). Su crí­tica se vuelve muy dura, arremetiendo incluso contra los devotos y aparentemente justos que frecuentan el templo (7,1-15; 26). Sus palabras de condena e invitaciones a la conversión no encontraron mucho eco, produciendo en él el fuerte sentimiento de frustración que inspiró sus famosas confesiones (11,18-12,6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18). Su vida corrió grave peligro en más de una ocasión. Pero, lleno del valor que da el espí­ritu de Dios, Jeremí­as anunció en este perí­odo el fin de Judá; su inminente caí­da no tení­a remedio (10,17-22; 11,15-17). El mismo pueblo elegido habí­a roto la alianza con su Dios. El profeta lloró amargamente la suerte de su pueblo (8,18-23). De nada habí­an servido sus mensajes, Jerusalén no habí­a querido escuchar ni convertirse (7,13.24-26; 13,23). El pecado estaba fuertemente grabado en su corazón (17,1). 3) Durante el reinado de Sedecí­as (597-586). A Joaquí­n le sucede su hijo Jeconí­as, quien a los pocos meses, y tras el primer golpe de Babilonia, marchó al destierro. Su sucesor fue Sedecí­as, cuyos primeros años de gobierno fueron de cierta calma polí­tica; después, el rey se vio arrastrado por otros paí­ses vecinos a levantarse contra Babilonia; esto originó la catástrofe definitiva. Mientras tanto, Jeremí­as alentaba a los que, con Jeconí­as, marcharon deportados, y seguí­a urgiendo a la conversión a los que quedaron. Pero, una vez más, tampoco fue escuchado. El pueblo prefirió oí­r a los falsos profetas que auguraban el rápido regreso de los deportados y el inminente resurgimiento de Judá (28,1-17). El profeta no ve ya el modo de evitar la catástrofe; no obstante, en nombre de Dios pronuncia una palabra de esperanza: Judá será restaurada; pero no a partir de los que quedaron en la tierra, sino de los que marcharon al exilio. El Señor los traerá de nuevo y construirá con ellos un pueblo nuevo, justo y agradable a sus ojos (24,1-10). 4) Después de la caí­da de Jerusalén. Nabucodonosor conquistó Judá, deportó gran parte de su población y puso como gobernador a Godolí­as. Jeremí­as estuvo a su lado hasta que fue asesinado poco tiempo después. Entonces marchó obligado a Egipto, donde finalizaron sus dí­as. Allí­ profetizó la invasión de Egipto y acusó a sus compatriotas refugiados de haber recaí­do en la idolatrí­a (40-44).

4. Los PROFETAS DEL EXILIO. El exilio supuso para el pueblo de Dios la crisis de fe más grande hasta entonces vivida. ¿Cómo era posible que Dios hubiera permitido esto: que se violase la Ciudad santa, que se profanase su templo, que se truncara la dinastí­a de David, que los descendientes de Abrahán fueran arrojados de la tierra que Dios mismo les habí­a dado en cumplimiento de sus promesas…? ¿Acaso era Dios un traidor, un débil frente a los enemigos, injusto en su proceder? ¿Habí­a abandonado a su pueblo? Esta crisis llevó a muchos creyentes a renunciar de su fe o, cuando menos, a la acomodación desesperanzada a unas nuevas circunstancias adversas. Ezequiel y el conocido como Segundo Isaí­as fue-ron los encargados de hacer resurgir la esperanza y de anunciar una nueva actuación divina.

a) Ezequiel fue, probablemente, uno de los que marcharon fuera de su tierra en la primera deportación del 598/597, siendo aún muy joven. En su ministerio podemos distinguir dos etapas: una centrada en la condena y otra en la salvación. El giro se produce tras la caí­da definitiva de Jerusalén (586). Su libro es, quizá, el que mejor orden cronológico ha conservado; procederemos siguiendo este orden: 1) En primer lugar su vocación (13), tal vez en torno al año 592. En estos capí­tulos se recoge la irrupción de Dios en la vida de Ezequiel, su elección como profeta, el enví­o y la mala acogida que va a tener. 2) Condena de Judá (4-24). No se trata, como en el caso de sus predecesores, de amenazas que buscan mover a la conversión, sino de borrar en el ánimo de los deportados la nostalgia de un mundo ya condenado que camina a su destrucción. Hay que deshacer vanas ilusiones y abrir caminos nuevos. Estos últimos se obrarán por la con-versión. Habrá esperanza para todos, pues Dios no se complace con la muerte del pecador, sino con que viva (18,21-23). 3) Oráculos contra las naciones (25-32). Como sus predecesores, Ezequiel atacará ahora a las naciones extranjeras. Su originalidad está en relacionar su suerte con la de Jerusalén. 4) Promesas de restauración (33-39). El profeta anuncia la llegada de una nueva era. Los desterrados serán ahora el germen de un nuevo pueblo; pero tendrán que convertirse para serlo de hecho. Dios reunirá el rebaño que los malos pastores (prí­ncipes, sacerdotes, nobles, profetas y terratenientes) habí­an dispersado (34); la grey volverá a su tierra; los huesos secos de su pueblo volverán a revivir (37), y Dios triunfará sobre todos los enemigos de su pueblo (39). 5) La Torá (Ley) de Ezequiel (40-48). Esta última parte del libro podrí­a datarse en torno al año 573. En ella se anuncia la reconstrucción religiosa y polí­tica del paí­s, relacionándola con la restauración del templo y del culto.

b) El Segundo Isaí­as es un profeta anónimo al que se adjudican los capí­tulos 40-55 del libro de Isaí­as. Su biografí­a no es nada segura. Debió actuar entre los desterrados en Babilonia a finales del exilio, quizá entre el 553 (comienzo de las campañas de Ciro el Grande) y el 539 (rendición de Babilonia). Su mensaje es claro y rotundo: el pueblo de Dios volverá a su tierra, Jerusalén será restaurada. Esta será una gesta de Dios que supere incluso al éxodo de Egipto. El Señor vencerá todas las adversidades: el orgullo de Babilonia (47), sus dioses (que no son más que í­dolos [45,15-46,13]), y la más grande de todas: la desesperanza de su propio pueblo, que se cansa de esperar (40,27), tiene miedo (41,13s.), es ciego y sordo (42,18-20), pecador (43,23s.), falso y obstinado (48,1-8), se cree abandonado (49,14). Para contagiar su propia esperanza, el profeta exalta el poder de Dios, que es capaz de hacer lo imposible; por eso todo se puede esperar.

El mensaje de este profeta podrí­a sintetizarse en cinco discursos, precedidos de un relato relacionado con su vocación, en el que se presenta solemnemente el nuevo plan divino (40,1-11): 1) La hora de Dios (40,12-42,12). El Señor es el soberano del universo y de la historia, su pueblo debe confiar en él, pues su destino está en sus manos, no en ningunas otras. 2) El rescate de Israel (42,14-44,23). Dios rescatará a su pueblo, pero esta salvación vendrá no por el esfuerzo de Israel, sino por el perdón generoso y gratuito de Dios a los suyos (43,22-44,5). No han sido los sacrificios o las penitencias las que han borrado el pecado del pueblo, sino el amor de su Dios. 3) El camino de salvación (44,27-49,13). El Señor sacará a su pueblo del lugar en donde está; él mismo irá abriendo la senda. 4) Sión resurge de sus ruinas (49,14-52,12). Jerusalén estaba desanimada, se creí­a abandonada. Pero, ¿cómo podrí­a Dios abandonarla? Aun así­, el profeta tendrá que luchar contra la incredulidad de los suyos. 5) El porvenir (54-55). A Jerusalén le espera, tras el oprobio sufrido, un futuro de gloria. Ya no será como una viuda, y volverá a tener hijos, una multitud de ellos que su Dios le dará. Pues el Señor la ha tomado de nuevo por esposa. Insertos entre estos discursos se encuentran los cuatro cantos del Siervo (42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12), cuya interpretación es muy variada, pudiéndose relacionar en ocasiones con Israel, con el propio profeta o con un tercer personaje de identificación discutible. La tradición cristiana los ha aplicado desde siempre a Jesucristo.

IV. El declive del profetismo y la apocalí­ptica
Después de las grandes figuras proféticas que actuaron durante el exilio, sus sucesores carecen ya de la energí­a y espontaneidad que caracterizó a la profecí­a clásica. Los profetas del perí­odo posexí­lico vivieron, en gran medida, de las ideas de sus predecesores. Su rasgo más caracterí­stico hay que buscarlo mejor en la adaptación de las profecí­as anteriores a las nuevas circunstancias que en la originalidad de sus ideas. Entre los profetas conocidos de esta época hay que señalar, con este posible orden cronológico, al Tercer Isaí­as (Is 56-66), Ageo, Primer Zacarí­as (Zac 1-8), Malaquí­as, Abdí­as, Joel y Segundo Zacarí­as (Zac 9-14).

La profecí­a de esta época mira con mayor optimismo el nuevo futuro de Israel. Sus temas más comunes se centran, generalmente, en el Templo y la Ley (los grandes pilares que en estos momentos dan cohesión a la comunidad israelita). Subsiste también un cierto interés por la restauración daví­dica (Zac 6,9-15) y por algunos temas relacionados con la salvación definitiva de Israel, en donde se mantiene la centralidad del dominio universal de Dios.

A finales del siglo III a.C., la profecí­a decae profundamente, al tiempo que surge un nuevo modo de hablar e interpretar la acción de Dios en la historia: la apocalí­ptica. Ya se habí­an dado algunos precedentes mixtos, profecí­a-apocalí­ptica, en textos proféticos anteriores (Is 24-27; 56-66; Zac 9-14), todos ellos tardí­os. Y sus formas literarias están igualmente anticipadas en Ez y Zac 1-6. Como literatura independiente floreció cuando terminó la profecí­a (en torno a mediados del siglo II). Es el vehí­culo de expresión del movimiento radical nacionalista en esta época, y tiene las siguientes caracterí­sticas: 1) anuncio y exigencia del arrepentimiento nacional; 2) oposición absoluta a la helenización, y 3) esperanza escatológica de la inminente intervención divina, definitiva y favorable para Israel. El contexto de esta literatura es siempre una crisis nacional. Los últimos grandes apocalipsis escatológicos proceden de finales del siglo 1 d.C.

Se trata de una literatura muy estilizada, con simbolismos convencionales, que se alimenta de fuentes veterotestamentarias. Aparece cargada, y en ocasiones recargada, de sueños y visiones (en especial del trono celestial). Aunque su trasfondo y el contenido de su mensaje son judí­os, muchas de las formas de expresión no lo son.

En cuanto heredera de la profecí­a, viene a reafirmar las promesas proféticas para el futuro; haciéndolas pertinentes para el aquí­ y ahora del escritor. Por esta razón, las obras son pseudoní­micas; sus autores utilizan nombres de santos del Antiguo Testamento. Con ello no buscan hacer un fraude; no pretenden situar su obra en la época antigua, sino que se sienten los intérpretes actuales de la revelación recibida en la antigüedad. Con esta intención, algunos de estos escritores ofrecen al lector resúmenes históricos que unen la época anterior con su actualidad. Y a estos resúmenes les dan la forma literaria de una predicción profética, pero ciertamente no lo son. Muestran así­ estos escritores cómo se ha ido cumpliendo en el tiempo la profecí­a y, lo que es más importante, lo que queda aún por cumplirse.

Israel arrastra ya un largo perí­odo de dominaciones extranjeras tras el exilio. ¿Dónde quedaron las promesas proféticas de una restauración gloriosa? En este contexto, el autor apocalí­ptico subraya la idea de que Dios no ha abandonado a su pueblo y la salvación prometida llegará. El eje central de su obra está atravesado por la afirmación de la soberaní­a absoluta de Dios sobre la historia y sobre la creación. Dios ha predeterminado el curso de la historia y su momento final. Las personas no quedan abocadas, no obstante, a un determinismo fatalista. El destino de su historia depende de su adhesión al plan de Dios. De ahí­ las insistentes invitaciones al arrepentimiento y a la acción ética.

La salvación escatológica trasciende todo acontecimiento conocido; por eso se la presenta como nueva creación, en la que serán eliminadas todas las formas del mal, por muy poderosas que sean. Esta nueva era es denominada reino de Dios, y reemplazará definitivamente a los imperios de este mundo.

La obra bí­blica más representativa de esta literatura es el libro de Daniel; el resto de la producción apocalí­ptica judí­a nunca fue considerado canónico, ni en el judaí­smo ni en el cristianismo.

V. ¿Qué es un profeta bí­blico?
Después de este recorrido histórico y teológico por el desarrollo del movimiento profético bí­blico, nos quedarí­a una cuestión por resolver: en sí­ntesis, ¿qué dice la Biblia de sus profetas?
En la Biblia se denomina profetas a aquellos hombres y mujeres (pues también las hay) que sienten profundamente una llamada de Dios para ser sus mensajeros. Cómo anuncian su mensaje, cuál es su contenido, etc., es algo que dependerá de cada época y circunstancia, no hay un cliché riguroso. No obstante, podemos establecer ciertas constantes en la profecí­a bí­blica, algunas de las cuales podrí­an deducirse de los relatos de vocación: 1) Aunque el profetismo es, en su origen, un fenómeno colectivo (se actúa en grupo), con el paso del tiempo se decanta por una actuación personal, individual, si bien no al margen de una serie de discí­pulos. 2) Se opera en el profeta una experiencia religiosa profunda, por medio de la cual Dios irrumpe en su vida y lo enví­a a una misión. 3) El profeta queda revestido de la autoridad de aquel que lo enví­a. La fuerza de su palabra descansa sólo en Dios, no en ningún poder o cualidad sobrenatural; no son personas con superpoderes, sino creyentes. 4) Sintiéndose revestidos de esta autoridad divina, se enfrentan a cualquier otro tipo de autoridad, incluso religiosa (cf Am 7,10-17). Su denuncia no es sólo la queja de un hombre, sino ante todo el juicio de Dios sobre los planes humanos. Esto llevará al profeta a duros enfrentamientos, por lo que podemos decir que estos enviados, más que vivir de su profecí­a, sobreviví­an a pesar de ella. 5) Su voz es la voz de Dios, y se dirige al hombre no para decirle lo que quiere oí­r, sino para que oiga lo que Dios tiene que decirle. Por eso su mensaje se compone de dos elementos: denuncia del mal (injusticia, idolatrí­a, etc.) y anuncio de salvación. 6) El lenguaje que emplean es terriblemente duro, en la denuncia de las injusticias, y profundamente tierno, en los anuncios de salvación. El profeta se ve contagiado de los sentimientos de un Dios que es absolutamente intolerante con el pecado, con el opresor, y ardiente defensor de los pequeños, de los oprimidos. Hemos de ser muy conscientes de que son personas separadas de nosotros por muchos siglos de historia y por una lengua, una cultura y una sensibilidad muy diferentes. 7) Y por último salvemos una comprensión defectuosa de la profecí­a: los profetas no son, fundamentalmente, personas que hablen de cosas futuras que están por ocurrir, o de amenazas de catástrofes inminentes. No anuncian el futuro (esto se da, pero escasamente); más bien juzgan el presente. Son hombres y mujeres profundamente creyentes, que saben mirar la vida con los ojos de la fe, descubriendo dónde se encuentra Dios y dónde no; que saben qué le agrada y qué le desagrada; que sienten cómo y con quién se compromete su palabra salvadora.

En la Iglesia serí­an aquellos que, sin grandes dotes, tí­tulos o reconocimientos, nos ayudan a vivir de verdad más evangélicamente; que no comprometen su voz con los intereses de los poderosos de este mundo, por muy piadosos que parezcan, sino que proclaman, entre muchas persecuciones y olvidos, las verdaderas exigencias del reino de Dios. Un profeta serí­a, pues, aquel que, con la mirada de Dios, juzga la realidad, descubre la presencia de Dios en la vida y nos desvela sus planes para con la historia, al tiempo que nos implica en su realización.

VI. Los profetas bí­blicos en la catequesis
La catequesis supone, para las personas que intervienen en ella (catecúmenos, catequistas, comunidad creyente), no un esfuerzo de adoctrinamiento en las enseñanzas que transmite la Iglesia, sino un camino de búsqueda y encuentro con el Dios que mueve la historia hacia un horizonte de plenitud. Este proyecto de Dios sobre la humanidad no lo han vivido a ciegas los creyentes que nos han precedido: Dios mismo ha ido iluminando su camino con pequeñas candelas, hasta derramar plenamente su luz en la persona de su Hijo. Los profetas bí­blicos han de ser leí­dos en la tarea catequética desde esta clave: Dios conduce y reconduce el camino de la historia de su pueblo (en este caso el Israel bí­blico) hacia ese horizonte de plenitud, y ellos son las luces que Dios va encendiendo para no errar la ruta.

Las palabras de los profetas van dibujando un rostro preciso de Dios y de los hombres y mujeres, sus hijos, tal como él quiere que sean, conforme a su imagen y semejanza. Los cristianos reconocemos la definitiva manifestación del rostro de Dios en lo que de él nos ha hablado su Hijo. Así­, en una labor catequética cristocéntrica, los profetas han de ser integrados como ese boceto de Dios que la revelación bí­blica ha ido trazando. Estos mensajeros anuncian una intervención divina en la historia de la humanidad, una intervención que desbordará incluso toda expectativa humana y que se va a hacer realidad en la llegada de Jesús. En su persona se cumplen, de modo absoluto, los planes de Dios sobre la vida de sus hijos. Por eso, y teniendo muy en cuenta las circunstancias históricas que envolvieron a cada profeta, nos encontraremos a estos heraldos como grandes luchadores por la justicia, ardientes defensores de los débiles, crí­ticos tenaces de unas autoridades que pretendí­an desplazar o manejar la voluntad de Dios.

Leer hoy a los profetas bí­blicos no es una tarea arqueológica -¿qué dijeron aquellos hombres del pasado?-; es una necesidad muy actual. La voz de Dios no cambia, cambian sus voceros. La palabra de Dios que un dí­a sonó en boca de los profetas de Israel, y que se manifestó de modo pleno en su Hijo, sigue resonando hoy en medio de la comunidad eclesial. El bautismo convierte a todo cristiano en profeta, en cuanto continuador de la misión profética de Jesús. Su palabra y su vida, como las de Jesús, deben seguir juzgando al mundo de hoy, a la Iglesia de hoy, y deben seguir abriendo, porque Dios mismo ha empeñado su palabra en ello, la historia del mañana.

Todo creyente está llamado a hablar palabras de Dios, pero sólo si antes las ha escuchado, si primeramente ha reconocido bien quién le llamaba. En este caso, será su voz la que suene, pero será Dios quien hable; y su boca podrá ser tapada y silenciada, como lo fue la de Jesús, pero su palabra, como procedí­a de Dios, seguirá siendo eficaz, seguirá abriendo caminos, rompiendo í­dolos, sembrando vida. Una comunidad creyente, que de verdad escucha la voz de Dios, se convertirá sin duda, tarde o temprano, en una comunidad profética, y vivirá su misión con el mismo convencimiento con que lo vivió el profeta Amós, que justificaba así­ su ministerio: «el león ruge, ¿quién no temerá?; el Señor Dios habla, ¿quién no profetizará?» (3,8).

BIBL.: íBREGO J. M., Profetas, Verbo Divino, Estella 1993; ALONSO SCHí“KEL L.-SICRE DíAZ J. L., Profetas. Comentario (2 vols.), Cristiandad, Madrid 1980; BEAUCAMP E., Los profetas de Israel, Verbo Divino, Estella 1988; FONDEVILA J. M., El profetismo de los laicos, Herder, Barcelona 1967; HARING B., Profetas, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 1609-1620; LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teologí­a fundamental, San Pablo, Madrid 1992, especialmente CONROY CH., Profetas, 1081-1086 y FISICHELLA R., Profecí­a, 1068-1081; PIKAZA X., Profetas-Profetismo, en MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 973-981; SALAS A., Los profetas. Heraldos del Dios que actúa, San Pablo, Madrid 1993; SAVOCA G., Profecí­a, en RossANO P.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Nuevo diccionario de teologí­a bí­blica, San Pablo, Madrid 1990, 1520-1538; SICRE J. L., El profetismo en Israel, Verbo Divino, Estella 1992; (ed.), Los profetas, Reseña bí­blica 1 (1994); SICRE J. L. Y OTROS, La Iglesia y los profetas, El Almendro, Córdoba 1989.

Juan Antonio Mayoral López

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO: I. Los profetas preparan la venida del Profeta: 1. Los profetas de Israel y el espí­ritu profético en las religiones; 2. Escogidos y enviados por Dios; 3. Los profetas y el espí­ritu de Dios; 4. Los profetas y las autoridades terrenas: 5. Los profetas y la alianza: 6. Los profetas y los signos de los tiempos; 7. Palabra de amenaza y de alivio; 8. El lenguaje de los profetas – II. Cristo, profeta: 1. Juan, el bautista de Cristo: 2. Cristo, ungido por el Espí­ritu; 3. El conflicto profético; 4. Cristo, piedra angular – III. El espí­ritu profético en la Iglesia: 1. El acontecimiento de pentecostés; 2. Los doce y el Apóstol de las gentes: 3. Apóstoles y profetas en la Iglesia apostólica y post-apostólica; 4. La permanencia del ministerio profético en la Iglesia.

Para conocer a Jesucristo, profeta y sacerdote profético, y para hacerse una idea exacta de la espiritualidad especí­ficamente cristiana, son de vital importancia la realidad y el concepto del profetismo tal como está delineado en la Sagrada Escritura. La renovación bí­blica y pastoral querida por el Vat. II insiste en el hecho de que todos los cristianos están llamados a participar de la función y de la misión profética de Cristo. «Cristo, el gran Profeta, que proclamó con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra el reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria no sólo a través de la jerarquí­a, que enseña su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes constituye en testigos suyos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cf He 2,17-18; Ap 9,10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria familiar y social» (LG 35) [,YExperiencia espiritual en la Biblia 1. 3].

I. Los profetas preparan la venida del Profeta
1. LOS PROFETAS DE ISRAEL Y EL ESPíRITU PROFETICO EN LAS RELIGIONES – Los profetas son elegidos con vistas a Cristo. que es el profeta y el único mediador entre Dios y los hombres. Por una parte, podemos decir que es imposible comprender bien los textos bí­blicos referidos a Cristo sin conocer la historia profética de Israel. Por otra, es igualmente, o aún más, verdad que podemos comprender plenamente el papel de los profetas tan sólo en orden a Cristo y a su luz. Toda la historia que precede a la venida de Cristo es un catecumenado de la humanidad, y los profetas son `los testigos y los artí­fices de este catecumenado de la humanidad. Los profetas representan en medio del pueblo elegido un papel difí­cil, a veces trágico, pero igualmente privilegiado; en la historia de la salvación prefiguran al profeta. Cristo, cuyo camino preparan y del cual son heraldos, a pesar de que todaví­a no intuyan su personalidad.

Los exegetas nos demuestran que algunas formas de expresión profética tienen origen en cierto profetismo presente en otras naciones: pero, al mismo tiempo, subrayan el carácter especí­fico de los profetas bí­blicos’. Dios es el creador y salvador de todas las naciones, que participan de la alianza que Dios ofreció a Adán y a Noé y nunca fueron abandonadas por él. Además, podemos decir que Dios ha suscitado entre las naciones ciertas mujeres y hombres proféticos para profundizar y purificar el sentido religioso de todos los seres humanos. Mientras los profetas de Israel participan de la revelación que preparan directamente la venida de Cristo en medio de su pueblo, las personas religiosas, promotoras de la fe y la religiosidad auténticas surgidas en el seno de otras naciones, forman parte de la historia universal de la revelación de Dios’. Por lo demás, en el ámbito mismo del mensaje profético de Israel está claro que Dios es «Padre de todos los hombres y su fidelidad es prenda para todos: Dios muestra su misericordia a todos y llama a todos para que lo adoren» *.

2. ESCOGIDOS Y ENVIADOS POR DIOS – El elemento constitutivo de la experiencia profética es la experiencia de ser elegidos, escogidos, tomados y enviados por Dios mismo. Los profetas hablan en nombre de Dios y, partiendo de la experiencia de ser llamados por él a convertirse en instrumentos dentro de la historia de la salvación, se ven impulsados a cumplir su difí­cil cometido. Podemos hacernos una idea de cuál debe ser el poder de su comunicación existencial reviviendo la impresión que todaví­a producen los escritos de los profetas; no cabe duda de que el secreto de su influencia es la experiencia profunda que tienen del misterio de un Dios santo y misericordioso’.

Pero no se trata solamente de una experiencia mí­stica cualquiera del amor de Dios hacia el interesado: se trata más bien de la exacta experiencia de que el Dios santo los ha elegido para integrarlos profundamente en su obra de purificación y de santificación. En el contexto de esta experiencia el profeta percibe de modo penetrante su indignidad personal: también él tiene necesidad de la misericordia divina y de la obra purificadora de la gracia. A este respecto es significativa la visión del profeta Isaí­as, como se refiere en Is 6. Ante todo se subraya la historicidad del hecho: «El año de la muerte del rey Ozí­as» (v. 1). La primera impresión que aparece en el ánimo del profeta es el santo temor de Dios: «Â¡Ay de mí­!. perdido estoy, que soy hombre de labios impuros» (v. 5). Pero de igual dimensión es la experiencia de la nueva creatura producida por la acción purificadora de Dios. El profeta responde a la elección divina diciendo: «Heme aquí­: mándame a mi» (v. 8). La llamada divina es inexorable. Lo vemos en todos los profetas, particularmente en el profeta «ridí­culo», Jonás, que quiere escaparse de la presencia del Señor y de su elección. La fuerza de la elección está expresada de forma clásica en Jeremí­as: «Me has seducido, Yahvé, y yo me he dejado seducir; has sido más fuerte que yo, me has podido» (Jer 20,7). La misma experiencia le tocará vivir al gran profeta del NT. san Pablo: «Si predico el Evangelio. no tengo de qué gloriarme; es que tengo obligación. Pues ¡ay de mí­ si no evangelizara!» (1 Cor 9,16).

El profeta no recibe su legitimación del rey o de los sacerdotes; sabe que ha sido elegido y enviado por Dios. Y no hay más prueba de la legitimidad que el testimonio de la vida y la fuerza de la palabra que comunica la experiencia de Dios. Las palabras del profeta proceden del corazón de Dios, están inscritas en el suyo y por eso pueden tocar y conmover los corazones de los hombres de buena voluntad.

El profeta no solamente piensa, sino que, además, sabe que es un centinela (Os 9,8), servidor de Dios y del pueble (Am 3,7; Jer 25,4: 26,5), mensajero del Dios viviente (Ag 1,13). cualificado por el espí­ritu de Dios para discernir los caminos del pueblo (Jer 6,27). Involucrado en el proyecto de Dios sobre todas las naciones (Jer 1,5), forma parte de la dinámica de la historia de la salvación (Jer 1.10). El profeta nunca habla de Dios con conceptos abstractos e impersonales, sino que con toda su existencia comunica el amor apasionado y la ardiente santidad de Dios, que no puede permitir falsos dioses junto a él.

3. LOS PROFETAS Y EL ESPíRITU DE DIOS – Oponiéndose a los falsos profetas, que hablan para agradar a los poderosos, Miqueas dice lo siguiente: «Yo, en cambio, estoy lleno de fuerza, del espí­ritu de Yahvé. de juicio y de valor para anunciar a Jacob su delito y a Israel su pecado» (3,8). Los profetas tienen, por así­ decirlo, un conocimiento experimental de que todo es don de Dios. Quien se inspira en ellos no seguirá nunca el pelagianismo. La salvación y la liberación en el sentido profético son obra del espí­ritu de Dios, que da un corazón nuevo, una fuerza y esperanza invencibles’.

Los profetas anuncian a aquel que será totalmente dócil al espí­ritu de Dios, por el cual será ungido y enviado: «Sobre él reposará el espí­ritu de Yahvé, espí­ritu de sabidurí­a y de inteligencia, espí­ritu de consejo y de fuerza, espí­ritu de conocimiento y de temor de Yahvé» (Is 11,2). Dios promete solemnemente: «He puesto en él mi espí­ritu» (Is 42,1). La salvación viene al pueblo con el don del espí­ritu: «Mi espí­ritu estará en medio de vosotros» (Ag 2,5; Zac 12,10). Ezequiel es el gran profeta de la obra renovadora del espí­ritu de Dios (cf Ez 11,19; 18,31; 26,26; 37,5-6).

4. LOS PROFETAS Y LAS AUTORIDADES TERRENAS – No existe de por sí­ una oposición o un contraste entre el rey. los sacerdotes y los profetas; pero hay entre ellos una diferencia profunda. Dios promete su espí­ritu y su gracia también al rey y a los sacerdotes si cifran totalmente en él su esperanza. Sin embargo, tanto los reyes como los sacerdotes buscan con frecuencia su propia voluntad y siguen sus propias pasiones por un deseo de poder y de prestigio. Los falsos profetas hacen lo mismo. Los profetas no están constituidos en autoridad para reinar sobre los demás. No son una clase social o una casta, ni unos asalariados. Al contrario, muchas veces son sometidos a graves sufrimientos por parte de aquellos que ejercen la autoridad terrena. Los sacerdotes, cuando se constituyen en casta o clase social privilegiada, caen con frecuencia en la rutina y en el legalismo, y explotan al pueblo. El profeta, movido por el espí­ritu de Dios, tiene el don de la parresia, es decir, el don de la franqueza y del valor. Su misión primordial no es, con todo, la contestación [>’Contestación profética]. sino el anuncio de la salvación. Sin embargo, la misión de desenmascarar los pecados -sobre todo el abuso de la autoridad y del poder, aunque también los pecados del pueblo- forma parte integrante de la misión más amplia que constituye a los profetas en heraldos de la necesidad y de la posibilidad de convertirse a Dios y ser salvados.

Los profetas no critican desde el exterior, como si fueran extraños a la experiencia del pueblo. Al contrario, la misión profética es siempre expresión de la solidaridad más profunda: están totalmente de parte de Dios, que es quien los manda: pero al mismo tiempo son intercesores ante él en favor del pueblo. Castigados por las autoridades y despreciados por el pueblo, los profetas sufren y ejercen su propia misión en favor de aquéllas y de éste.

Con frecuencia los profetas reúnen una comunidad de discí­pulos: pero saben bien que su carisma no puede quedar institucionalizado, sino que debe ser recibido de la libertad de Dios como don gratuito y como misión que incluye el sufrimiento.

5. LOS PROFETAS Y LA ALIANZA – Los profetas no son tradicionalistas, pero están profundamente arraigados en la tradición del pueblo de Dios, en cuyo centro se encuentra el don de la alianza. que a su vez contiene la gracia y la vigorosa amonestación a la fidelidad.

Los profetas pueden definirse como revolucionarios; pero debemos ser muy cautos en el uso de este concepto, porque ellos no incitan a la rebelión, sino a una fidelidad renovada al Señor de la alianza y al pueblo de la alianza. Sin embargo, para los profetas resulta inconcebible una fidelidad entendida como mera ortodoxia, es decir, como una fidelidad a ideas y conceptos abstractos. El Dios vivo que los envió es el Dios que viene y se compromete, que sufre con el pueblo; es el Dios santo y misericordioso: por tanto, la respuesta debe ser la fidelidad comprometida por el amor misericordioso, por la justicia y por la paz. Los profetas no pecan de un verticalismo alienante, pero tampoco de horizontalismo [>Horizontalismo/verticalismo]: para ellos la fe es fidelidad a Dios y, al mismo tiempo, un programa de vida. Para un profeta es inaceptable tanto el individualismo religioso como la ortodoxia vací­a. El anuncia al Salvador en cuanto «alianza del pueblo» (Is 42, 6).

Quien piense que los profetas de Israel fueron opositores o despreciadores del culto estarí­a completamente equivocado: precisamente porque querí­an que Dios fuera adorado en toda la vida humana denunciaban un culto estéril y alienado de la vida. Los profetas enseñan y promueven un culto fecundo en amor a la justicia. a la misericordia y a la paz. En la experiencia y en el mensaje proféticos se da reciprocidad entre la fidelidad a Dios y al pueblo, entre la experiencia del Dios santo y misericordioso y la justicia y la misericordia para con el prójimo. Manuel Levinas resume la tradición profética diciendo que conoce verdaderamente a Dios tan sólo aquel que acoge al pobre procedente de abajo con su miseria, y que precisamente bajo este ropaje es enviado de lo alto. No podemos ver el rostro de Dios, pero podemos experimentarlo al volverse hacia nosotros cuando honramos el rostro del prójimo, del otro que nos compromete con sus necesidades: en la fidelidad al pobre, al extranjero y al oprimido demostramos la fidelidad a la alianza de Dios.

6. LOS PROFETAS Y LOS >SIGNOS DE LOS TIEMPOS – Con la palabra y con su vida, los profetas anuncian al Dios Emmanuel. Yahvé no es un Dios lejano, sino el Dios con nosotros, salvador y liberador de su pueblo. Dios está cerca de nosotros con su fidelidad a la alianza, pero también con la inexorable llamada a que le respondamos con fidelidad y solidaridad. El Dios de los profetas es el Dios de la historia; aquel que era, que viene y que vendrá. El profeta está í­ntimamente implicado con el Señor de la historia y con el pueblo peregrino. No es un experto en el calendario de los acontecimientos futuros, pero comunica el sentido del futuro para que sea iluminado por el presente, con sus oportunidades y sus peligros. El nos invita al reconocimiento por el pasado y a la esperanza respecto al futuro, para que se pueda descubrir de esta forma el significado y la vocación del presente. El cometido del profeta es interpretar los acontecimientos como palabra. mensaje y llamada de Dios. Este es el sentido de cuanto afirma ardientemente Amós: «Porque no obra el Señor Yahvé cosa alguna sin que manifieste su plan a sus siervos los profetas» (3,7). Las virtudes predicadas y vividas por los profetas son principalmente la gratitud, la esperanza y la vigilancia, junto con el espí­ritu del discernimiento que es un don de Dios.

7. PALABRA DE AMENAZA Y DE ALIVIO – El espí­ritu de Dios impele a los profetas a desenmascarar a los falsos profetas, que anuncian paz y prosperidad sin reclamar la conversión. Cuando por oposición a los falsos profetas deben anunciar el desastre y los juicios divinos que habrán de caer sobre el pueblo infiel, sufren y se angustian. Denuncian y desenmascaran enérgicamente los pecados de los reyes, de los sacerdotes y del pueblo; pero nada habrí­a más erróneo que pensar en los profetas como si ante todo fueran contestatarios o nuncios de amenazas y de castigos. Ellos predican la justicia de Dios para abrir el corazón del pueblo a su misericordia. Predican el pecado y el castigo tan sólo en el contexto de la buena nueva de que la conversión es posible. Son, en primer lugar, profetas del corazón nuevo y del espí­ritu nuevo, de la obra redentora de Dios y de la paz del pueblo que se convierte a Dios. Aunque parezcan vivir en la agoní­a y en la angustia. llevan en el corazón la paz y la esperanza. «Mientras en las alturas hay un cúmulo de rayos y truenos, en lo profundo hay luz y encanto’.

Los profetas saben que es una bendición para los hombres el hecho de que Dios los juzgue dignos de ser reprendidos. Esta misma reprensión divina demuestra que la misericordia de Dios no tiene lí­mites y que la finalidad de los castigos es la purificación y la salvación.

8. EL LENGUAJE DE LOS PROFETAS – Los géneros literarios y el lenguaje de los profetas vienen determinados por la intención, la personalidad y, sobre todo. la experiencia de Dios. propios del profeta. La palabra profética manifiesta de qué forma el profeta ve en los acontecimientos una palabra, un mensaje y una vocación divinos. Su vida y sus gestos, a veces dramáticos, subrayan y enfatizan la palabra.

Como el mensaje profético surge de la experiencia religiosa y afecta a toda la persona, también los gestos y el lenguaje fantástico de los profetas tienden a cambiar a la persona: inteligencia, voluntad, afectividad y pasiones. Sobre todo a un moralista, que piensa primordialmente en categorí­as de normas que determinan el mí­nimo, el lenguaje profético puede resultar muy exagerado. Pero es preciso recordar siempre que nada aborrece más el profeta que la mediocridad y el minimalismo. Su predicación está inspirada en la fe en que el pueblo de Dios está llamado a la santidad de vida, a una vida que corresponda al don de la alianza.

II. Cristo, profeta
Cristo no es uno de los profetas (tampoco debiera ser presentado nunca como uno de los grandes genios religiosos, en el mismo plano que Buda, Mahoma, etc.). Cristo es el Profeta, es el hombre religioso, porque es el Hombre-Dios.

Cristo lleva a su consumación toda la historia profética y abre una era nueva: la era en que el espí­ritu de Dios se difunde en tal medida que el pueblo de Dios se caracteriza por la participación de la función profética del Hijo.

1. JUAN. EL BAUTISTA DE CRISTO – Que Cristo es el Profeta lo subraya la figura de Juan el Bautista. el último y el mayor de los profetas. El pueblo sencillo lo acoge y lo sigue, mientras que la clase dirigente -sacerdotes, fariseos y saduceos- lo rechaza. Es el profeta Juan, el bautizador, quien anuncia la venida de Cristo, el cumplimiento de la esperanza de Israel.

La entrada de Cristo en el mundo se caracteriza por una auténtica explosión de espí­ritu profético. Isabel, la madre del último profeta de Israel, «quedó llena de espí­ritu santo» (Lc 1.41). Después del nacimiento de Juan, también Zacarí­as, «su padre, fue lleno de espí­ritu santo y profetizó» (Lc 1,67). Cuando el niño Jesús es presentado en el templo no son los sacerdotes, sino representantes del pueblo humilde -Simeón y Ana- quienes lo saludan y profetizan. En la predicación de Juan Bautista, la llamada a la conversión total es particularmente urgente, porque está cerca el Mesí­as, el gran signo de la esperanza que llevará a todo hombre a decidir por él o contra él. «Viene ya el que es más fuerte que yo, y a quien no soy digno de desatar las correas de sus sandalias. El os bautizará en el Espí­ritu Santo y en el fuego» (Lc 3,16).

2. CRISTO. UNGIDO POR EL ESPíRITU – La teofaní­a que se produce en el momento del bautismo de Cristo en ol Jordán lo revela como siervo de Dios, el Hijo predilecto y el gran profeta. El espí­ritu de Dios desciende visiblemente sobre él. Jesús es bautizado «no sólo con agua. sino con agua y con la sangre. Y es el Espí­ritu el que da testimonio, porque el Espí­ritu es la verdad. Pues tres son los que dan testimonio: el Espí­ritu, el agua y la sangre» (1 Jn 5,6-8).

Cristo mismo subraya programáticamente su carácter de profeta en la sinagoga de Nazaret: «El Espí­ritu del Señor está sobre mí­. porque me ungió, me envió a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18).

Cristo es constituido profeta para todas las naciones. A la mujer de Samaria, que lo reconoce como tal, se le revela como el Mesí­as venido al mundo para que todos los hombres sean con él y en él «vérdaderos adoradores que adoren al Padre en espí­ritu y verdad» (Jn 4,23).

Toda la vida de Jesús, hasta el derramamiento de su sangre redentora en la cruz, es glorificación del Padre y manifestación de su amor hacia todos los hombres. De esta forma nos introduce en el nuevo culto, fuente y norma de la conversión total y de la misión de ser sal de la tierra y luz del mundo. Quien cree en Cristo sabe que el verdadero monoteí­smo no puede agotarse en una idea vací­a, sino que se verifica en el amor fraterno y universal y en el compromiso por la justicia y por la paz, que unifica a todos los hombres para honor del único Padre y de su Hijo unigénito en el Espí­ritu Santo. Quien conoce a Cristo el profeta sabe que es imposible la privatización de la religión y el individualismo religioso. Allí­ donde el reino de Dios, llegado a nosotros en Cristo, es acogido con gratitud, comienza la tierra nueva y se anuncia el cielo nuevo.

3. EL CONFLICTO PROFETICO – COMO ya hemos visto, la contestación profética (seguida del conflicto con la clase dirigente) no constituye el centro de la misión profética, pero se deriva de ella.

Los profetas anuncian constantemente que Dios quiere regir toda nuestra vida, pública y privada, y lo anuncian de una manera histórica y concreta. Precisamente esta concreción con que debemos expresar nuestra respuesta a Dios nos lleva al conflicto con los poderosos, con quienes no quieren convertirse y no intentan renunciar al egoí­smo individual y colectivo.

Más que ningún otro profeta, Cristo es el profeta en el sentido de signo de contradicción y de división (cf Lc 2,34), Se pone en conflicto con sacerdotes y fariseos, con la clase dominante, preocupada más de los privilegios y de las tradiciones que de la voz del Dios vivo y de las necesidades y de la dignidad de los hombres. En choque con su persona, su mensaje y su ejemplo, resulta terriblemente evidente el entumecimiento de los tradicionalistas y los ritualistas. Ciertamente, Cristo no excluye de su proyecto de salvación a los sacerdotes y los fariseos. Antes bien, hace todo lo posible para ganarse su adhesión a sus propios planes. No obstante, por amor a ellos y al pueblo emplea también palabras y realiza acciones drásticas con el fin de dejar al descubierto los pecados para dar comienzo a la curación. Ni siquiera rechaza una áspera ironí­a: «Â¡Para guardar vuestras tradiciones, violáis el mandamiento de Dios!» (Mc 7,9). Frente a su endurecimiento, Jesús sitúa hasta cierto punto en el mismo plano a aquella zorra de Herodes y a los «piadosos» sacerdotes: «Guardaos de la levadura de los fariseos y de la de Herodes» (Mc 8,15).

Cristo utiliza el lenguaje profético: «Â¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis el reino de los cielos a los hombres!: ¡No entráis vosotros ni dejáis entrar a los que quieren! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que recorréis mares y tierras para hacer un prosélito, y cuando llega a serlo, lo hacéis hijo de la gehenna dos veces más que vosotros!» (Mt 23,13-15).

Al igual que los profetas del Antiguo Testamento, Jesús realiza gestos proféticos drásticos como, por ejemplo, la maldición de la higuera que no da fruto y la expulsión de los mercaderes del templo.

La aspereza profética no solamente golpea a los enemigos declarados de Jesús, sino también, aunque sólo sea excepcionalmente, a sus mismos discí­pulos. Reiteradas veces reprobará su afán por ocupar los primeros puestos, sus luchas por los problemas de carrera y la espera de un héroe nacional triunfador como Mesí­as. Pedro, que no quiere que Cristo sea el Mesí­as paciente y ultrajado. recibe la misma lección (casi palabra por palabra) de Satanás en el relato de las tentaciones: «Lejos de mí­, Satanás» (Mc 16,23; cf Mt 4,10). A los «hijos del trueno» -Juan y Santiago-, que aspiraban ardientemente a la afirmación del reino de Dios con fuego y azufre, se les amonesta: «No sabéis lo que pedí­s» (Mc 10,38). Querí­an un Mesí­as que caminara sobre las huellas de Ellas, el cual habí­a degollado a los sacerdotes de Baal. Ni siquiera en presencia del Cristo humilde y manso habí­an intuido la desaprobación por Dios de los métodos del profeta rabioso: «Sopló un viento fuerte e impetuoso que descuajaba los montes y quebraba las peñas delante de Yahvé; pero Yahvé no estaba en el viento. Después del viento, un terremoto; pero Yahvé no estaba en el terremoto. Tras el terremoto, un fuego; pero Yahvé no estaba en el fuego. Y al fuego siguió un ligero susurro de aire» (1 Re 19,11-13). La contestación profética de Cristo es más fuerte que la de Elí­as, porque es el mensaje de quien enseña con toda su vida y con su muerte: «Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). La mansedumbre y la bondad de Cristo no tienen nada que ver con la debilidad. El no se abate ante el conflicto, sino que lo sostiene con un amor irreducible hacia todos, hasta orar por aquellos que lo crucifican: «Padre, perdónalos. porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

4. CRISTO, PIEDRA ANGULAR – Cristo, culminación de la historia profética, desenmascara a todos los falsos profetas. Tan sólo aquellos que lo reconocen como el profeta. el Hijo de Dios vivo, ya sea en la vida o con la palabra, pueden participar de la historia profética. El no ha venido para juzgar ni para condenar, sino para salvar. A sus discí­pulos les da una norma fija: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis medidos» (Mt 7,1-2). Pero en el mismo contexto del sermón de la montaña nos enseña el Señor a distinguir entre los verdaderos y falsos profetas: «Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con vestido de oveja y por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,15-16). Cualquiera que seofrezca como guí­a y profeta debe someterse a este criterio de discernimiento. Sin embargo, éste no se aplica para condenar a la persona. sino para discernir los espí­ritus, para acoger a quienes poder seguir. El criterio de nuestro discernimiento es Cristo mismo. La cuestión que ha de plantearse siempre es si nosotros mismos y los que intentan guiarnos tienen o no el espí­ritu de Cristo.

III. El espí­ritu profético en la Iglesia
1. EL ACONTECIMIENTO DE PENTECOSTES – La Iglesia, fundada por Cristo, es alimentada por su Espí­ritu. Ella, que brota del corazón traspasado de Cristo. nace y es testimonio visible ante el mundo en pentecostés. La vida de la Iglesia y los criterios de una vida auténticamente cristiana y de la validez de las instituciones cristianas quedan fijados a la luz del acontecimiento pentecostal, como también a la luz de las palabras, del ejemplo y del misterio pascual de Cristo. Como hicieron los apóstoles unidos a Marí­a, madre de Jesús, para prepararse a la efusión del Espí­ritu, así­ también nosotros debemos abrirnos siempre con toda la Iglesia al Espí­ritu con humilde oración y gratitud. El Espí­ritu Santo no es nunca posesión nuestra: su gracia debe ser siempre honrada como don gratuito.

En la experiencia pentecostal, el jefe de los apóstoles, Pedro, intuye claramente que el espí­ritu profético no puede ser monopolio de un grupo, aunque su asistencia sea prometida de forma especial a los apóstoles. Pedro cita al profeta Joel: «Y sucederá en los dí­as postreros, dice Dios, que derramaré mi Espí­ritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes tendrán visiones, y vuestros ancianos tendrán sueños; y aun sobre mis siervos y sobre mis siervas en los dí­as aquellos derramaré mi Espí­ritu y profetizarán» (He 2,17-18). Con la venida de Cristo y con la efusión del Espí­ritu sobre la Iglesia naciente se lleva a cumplimiento, aunque no se cierra, la historia del profetismo. Lo que caracteriza la vida y el testimonio de los profetas de Israel deberá distinguir especialmente a la Iglesia de Cristo.

Si queremos colegir de la Sagrada Escritura los elementos de una teologí­a del profetismo, no basta que prestemos atención a la palabra «profeta», sino que ante todo conviene que prestemos atención a la acción del Espí­ritu Santo, a sus carismas y a la libertad de Dios, que da su espí­ritu a quien le place. Sin embargo, el mismo vocabulario del Nuevo Testamento subraya la importancia de la fundación profética en la Iglesia. El término «profeta» es utilizado veintiuna veces para designar a los cristianos carismáticos; aparece también veintiuna veces el término profeteuo/profeteuein («profetizar») y dieciséis veces la palabra profeteia («profecí­a»). El hecho de que con frecuencia se trate de un uso amplio de los términos no contradice, sino que subraya la dimensión profética de toda la vida de la Iglesia.

2. Los DOCE Y EL APí“STOL DE LAS GENTES – Los once y Matí­as, elegido por la comunidad de los creyentes, forman el núcleo de los jefes carismáticos y oficia-les de la Iglesia. Su misión se sitúa más en la lí­nea del profetismo veterotestamentario que en la de la clase sacerdotal. Son enviados por el Espí­ritu con una tensión de fidelidad y de libertad crea-doras. Pedro, titubeando a veces como Jonás, es hombre de visión y de realización profética, como, por ejemplo, cuando bautiza a Cornelio y a los suyos sin imponerles la circuncisión y las costumbres judí­as. No faltaron ante esta forma de actuar ciertas reticencias por parte de la comunidad de Jerusalén, y «cuando subió Pedro a Jerusalén, los circuncisos discutí­an con él, diciendo: «Has entrado en casa de hombres incircuncisos y has comido con ellos» (He 11,2). Aunque seguro de la inspiración divina, Pedro expone pacientemente a sus opositores los motivos y las experiencias que le habí­an inducido a obrar de aquella forma; era su experiencia de la libertad del Espí­ritu.

Juan, el discí­pulo predilecto, personifica en el colegio apostólico de una forma totalmente especial el carisma profético. Al ministerio de Pedro se le confí­a la misión de reflexionar sobre lo que significa el testimonio de este hombre completamente absorbido por la espera de la venida del Señor. «Si quiero que permanezca como el hombre de la esperanza en mi retorno, ¿a ti qué te importa?» (Jn 21,22). Juan es el primero en reconocer a Jesús cuando aparece inesperadamente ante los apóstoles. A él atribuye la Iglesia el libro de la revelación, el Apocalipsis, que sigue el género literario de los grandes profetas y ayuda a la comunidad de los creyentes a descifrar los signos de los tiempos. Juan contempla todo acontecimiento y toda realidad, primeramente la necesidad que siente nuestro hermano de que le prestemos ayuda y le demos nuestro amor, a la luz de la venida definitiva de Cristo, pero de manera que sea verdaderamente introducido en el momento presente en el que el Señor llega a nosotros.

Pablo, el apóstol de las gentes. personifica de forma distinta al elemento profético. Igual que los grandes profetas del Antiguo Testamento, también él ha vivido la ardiente experiencia de la elección y de la purificación y se presenta como ellos ante el pueblo en virtud de esa elección (cf Gál 1,15 y Jer 1,57: 2 Cor 6,1-2 e Is 49,8). Pablo está convencido de tener el espí­ritu de Cristo (cf 1 Cor 2,16; Gál 1,11-17). Reconoce su propia vocación a ser profeta de las gentes. A él se le ha concedido una particular intuición del misterio de que Dios quiere unir a Cristo a los gentiles y a los judí­os: «Anulando en su carne la ley de los mandamientos formulados en decretos, para crear de los dos en sí­ mismo un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios…, porque por él los unos y los otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espí­ritu» (Ef 2,15-16.18). Y a este respecto tiene la certeza de haber recibido una revelación especial: «Por esto es por lo que yo, Pablo, estoy prisionero de Cristo Jesús por amor a vosotros los gentiles…, porque habéis ciertamente venido a conocer cómo Dios me ha dispensado la gracia del apostolado, lo que me ha confiado en favor vuestro, cuando por medio de una revelación me fue dado a conocer el misterio, como expuse antes brevemente» (Ef 3,1-3). Al igual que los profetas del AT, Pablo se vio contestado muchas veces; pero su carisma obtuvo el reconocimiento de los doce, y especialmente de Pedro. Lo cual no excluye, sin embargo, el hecho grave de la contraposición entre Pablo y el mismo Pedro en el momento en que este último no se mostró coherente con su iniciativa y con la ya aprobada de Pablo (cf Gál 2,11-21).

Al lado de Pablo se encuentra Bernabé, que en la Iglesia es honrado como apóstol y como profeta. El fue el primero en reconocer el carisma especial de Pablo. Lo buscó y lo introdujo en la Iglesia de Antioquí­a. En esta comunidad vemos las realizaciones proféticas de una Iglesia compuesta de judí­os y de paganos. Allí­ se tomó la importante decisión de enviar misioneros a otras partes del mundo. «En la Iglesia de Antioquí­a habí­a profetas y doctores: Bernabé y Simón, el llamado Niger, Lucio de Cirene. Manahem, hermano de leche de Herodes el tetrarca, y Saulo. Mientras celebraban ellos el culto del Señor y ayudaban. dijo el Espí­ritu Santo: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado» (He 13,1-3).

No obstante, merece la pena advertir que también entre estos dos hombres, grandes apóstoles y profetas, no faltó ocasión para disentir en cuestiones concretas. Bernabé confiaba más y daba mayor crédito a Juan Marcos que Pablo. Pero éste, como buen hombre espiritual, reconoció más tarde lo digno que era Marcos de ser depositario de tal confianza (cf Col 4,10).

3. APí“STOLES Y PROFETAS EN LA IGLESIA APOSTí“LICA Y POSTAPOSTí“LICA – Por las cartas de Pablo, por los hechos de los apóstoles, por la Didajé y por otros testimonios, vemos que la Iglesia del s. 1 gozó de un carisma especial de apóstoles y de profetas. Los profetas eran, como los apóstoles, misioneros ambulantes, puntos de unidad de iglesias locales. Les correspondió especialmente la palabra de actualidad, la invitación a utilizar bien el momento presente. Fueron enviados por el Espí­ritu para edificar, para exhortar y para consolar (cf 1 Cor 14.3). El Diálogo contra Trifón (80.1: 88,1) de Justino y los escritos de Ireneo (Adv. haer., V, 6,1) tratan del don profético como de una realidad reconocida.

4. LA PERMANENCIA DEI. MINISTERIO PROFETICO EN LA IGLESIA – Igual que en la Iglesia de Israel, también en la del Nuevo Testamento se advierte la ausencia de un oficio profético para el que cada uno es designado por los superiores. El enví­o de los profetas es siempre debido a la libertad de Dios. De por sí­, el sacerdocio del NT es un sacerdocio profético, porque Cristo es el profeta y como tal nos ha enseñado el verdadero culto. la adoración de Dios en espí­ritu y verdad. Por eso en la elección o selección de los obispos, así­ como en la de los sacerdotes y diáconos, serí­a necesario adoptar como criterio si son hombres de oración, abiertos al Espí­ritu, vigilantes ante la venida del Señor y dotados del don del discernimiento. El solo hecho de encontrarse en el ministerio episcopal y presbiteral no garantiza la presencia de cualidades proféticas. A lo largo de los siglos nunca faltaron hombres y mujeres distinguidos con un espí­ritu profético, que estuvo presente también en la jerarquí­a de la Iglesia.

La Iglesia honra como grandes santos a Policarpo, que en la cuestión de la fecha de la pascua fue a Roma para inducir a la tolerancia al papa Aniceto; Ireneo, que en el ámbito de la misma controversia envió una apasionada apelación al papa Ví­ctor para que no pusiera en juego la comunión eucarí­stica de la Iglesia a causa de una mera uniformidad del calendario (el papa Victor habí­a amenazado con excomulgar a los orientales si no aceptaban atenerse a sus decisiones). La voz profética de estos santos y la capacidad de los obispos de Roma de escucharlos humildemente salvaron por aquella vez la unidad.

El papa Pablo VI ha declarado «doctoras de la Iglesia» a dos grandes mujeres que fueron poderosas promotoras de reforma: Teresa de Avila y Catalina de Siena, las cuales se atrevieron a impugnar, con tierno e intenso amor a la Iglesia, abusos e infidelidades, aunque se trataba de obispos.

Una de las figuras más auténticas y reconocidas del profetismo en la Iglesia es la de san Francisco de Así­s. El tuvo la certeza de haber recibido del Señor el mandato de restaurar la Iglesia decadente, devolviéndola a la pureza, a la sencillez y a la alegrí­a del evangelio. La visita que hizo al sultán como amigo inerme fue un gesto genuinamente profético que hubiera podido cambiar el curso de la historia. Pero una gracia de esta í­ndole, ofrecida por medio de un profeta. lo mismo puede ser acogida que rechazada.

Antes de la inauguración del Vat. II, el papa Juan XXIII quiso honrar al profeta de Así­s. También él es una de las grandes figuras proféticas de la Iglesia: en sus gestos, en sus palabras y en sus miradas de largo alcance. Fue, por ejemplo, un gesto profético sentarse en una simple silla en medio de los observadores de las demás iglesias en vez de hablarles desde un trono. Como también lo fue el gesto del papa Pablo VI, que visitó por dos veces al patriarca Atenágoras de Constantinopla antes de invitarlo a Roma.

Los verdaderos profetas saben leer los signos de los tiempos. Están comprometidos por la justicia y por la paz en una evangelización que promueve el crecimiento de las personas y la unidad entre los creyentes y entre todos los hombres de buena voluntad.

Podemos esperar que las iglesias cristianas lleguen a la unión y que su testimonio ante el mundo sea creí­ble, tan sólo a condición de que se abran al Espí­ritu, escuchen a los profetas y acepten con gratitud sus realizaciones.

Todos debemos rezar para hacernos realmente capaces de escuchar la voz de los profetas y de progresar en el discernimiento yen la respuesta valerosa y convencida a los signos de los tiempos.

B. Häring
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Dos son los temas que se desarrollan en este artí­culo: el profeta como mediador de revelación y la vocación profética como momento privilegiado de esa mediación. Parece apropiado en un diccionario de TF centrar la atención en las dimensiones hermenéuticas y metodológicas de estos temas, remitiendo a los lectores y a los respectivos artí­culos de cualquier buen diccionario bí­blico para un extenso elenco de textos pertinentes y para la discusión de sus problemas exegéticos en detalle. La reflexión metodológica es imprescindible en el presente caso, puesto que una mirada a algunos de los manuales de TF publicados en los años 1980 ha demostrado que en varios casos los profetas son presentados de forma que reflejan posiciones exegéticas corrientes en los años 1960, sin que se advierta ningún indicio del cambio considerable experimentado por el estado de la cuestión en las décadas siguientes.

Por eso habrá que situar los dos temas particulares antes mencionados dentro del horizonte más amplio de una estrategia de lectura general de los textos proféticos. Para ser más precisos, se pueden distinguir estos tres tipos ideales:- una lectura orientada al futuro, una lectura orientada al pasado y una lectura transtemporal orientada al texto. Puede existir cierto peligro de excesiva simplificación en esto, pero al menos servirá para descubrir cuestiones metodológicas importantes que no se pueden ignorar impunemente.

1. LOS PROFETAS COMO VATICINADORES. En el primer tipo de aproximación, los profetas son leí­dos ante todo en cuanto que predicen al detalle la vida y misión de Jesús de Nazaret, el mesí­as y Señor. Su importancia estriba en que apuntan a lo que, desde su situación, está en el futuro. Con raí­ces en los escritos del NT, este tipo de lectura fue muy desarrollado por los escritores del siglo ii (especialmente Justino e Ireneo); continuó en los siglos siguientes y, finalmente, se formalizó como la «prueba de la profecí­a» de la apologética clásica.

Una caracterí­stica sobresaliente de este tipo de lectura es su considerable selectividad. El centro está naturalmente en aquellos textos (en la práctica, realmente no muchos) que parecen prestarse ellos mismos a este tipo de lectura. Hubo incluso una tendencia no sólo a acentuar, sino también a multiplicar los textos mesiánicos; determinadas opciones de traducción de la Vulgata influyeron en esto. Pero aun así­, grandes bloques de material de los libros proféticos siguieron sin ser susceptibles de esta estrategia de lectura (p.ej., anuncios de invasiones, de destrucción, de exilio; crí­tica de abusos sociales, de maniobras polí­ticas, y así­ sucesivamente). Este material tendí­a a ser ignorado, si no atribuido al aspecto «imperfecto» del AT, que es superado en el Nuevo; otros optaron por la solución de lecturas alegóricas.

La densa concentración en una lectura orientada al futuro de los textos en esta perspectiva tuvo su efecto sobre los dos temas aquí­ en cuestión. Los profetas serí­an considerados como mediadores de revelación predominante (o exclusivamente) en la medida en que predecí­an el culmen de la revelación en Jesucristo; la lectura era una lectura referencial a Cristo. Habrí­a pues, relativamente poco interés por la llamada inicial de los profetas como momento privilegiado de revelación, ya que la lectura no hací­a primariamente referencia al profeta ni estaba particularmente interesada en la experiencia propia del .profeta y en su público inmediato.

¿Cómo evaluar esta primera estrategia de lectura? Pueden observarse tres puntos:
a) La existencia de un pequeño número de textos que pueden legí­timamente denominarse «mesiánicos» es admitida prácticamente por todos los investigadores actuales. Sin ‘embargo, prescindiendo de aquellos de tendencias fundamentalistas en las diversas confesiones cristianas, existe igualmente acuerdo en que una lectura histórico-crí­tica de esos textos es incapaz de demostrar que cualquiera de ellos contuviera desde el comienzo una predicción directa y uní­voca de aspectos de la vida y misión de Jesús de Nazaret. La metodologí­a cientí­fica no es capaz de llegar a una identificación personal especí­fica de la figura mesiánica de los textos. Consecuentemente, una prueba apologética por la profecí­a entendida como argumentación histórica racional no es factible. La cuestión es diferente para lectores que ya creen en Jesús como el mesí­as; a estos lectores algunos textos proféticos pueden traerles a la mente diversos aspectos de la vida y misión de Jesús. Mas para estos lectores los textos proféticos tienen una función de anámnesis, no argumentativa; la creencia en Jesús como el salvador prometido es el presupuesto, no la conclusión, de tal lectura; el efecto de esta lectura no es fundamentar la fe, sino profundizarla e iluminarla.

b) Cuando la prueba apologética de la profecí­a se tomaba en un sentido fuerte, corrí­a el peligro de alimentar (independientemente de las intenciones personales) una actitud antijudí­a o incluso polémica. Este podí­a ser el caso, si el argumento tomaba la forma de una demostración racional de que los textos mesiánicos claramente señalan a Jesús de Nazaret, lo que implicarí­a que cualquier persona de inteligencia normal que acepte la autoridad de los textos proféticos como Escritura, y sin embargo rehúsa reconocer a Jesús como el Cristo, debe estar en mala fe subjetiva. Esta conclusión puede sin duda haber contribuido, junto a otros varios factores de naturaleza socioeconómica y psicológica, a suscitar una actitud muy extendida de hostilidad a las comunidades judí­as, especialmente en Europa en los siglos pasados. Las horrendas consecuencias prácticas de esto son bien conocidas. Después de Auschwitz, estos temas no pueden pasarse en silencio en una discusión teológica sobre el uso de textos proféticos.

c) Finalmente, la drástica selectividad inherente a esta estrategia de lectura de los profetas. es un argumento decisivo contra su suficiencia.

Una gran parte de la literatura profética ha sido en la práctica ignorada o degradada por los intereses del enfoque de «predicción». Y esto tiene el paradójico efecto de empobrecer una lectura cristiana de los textos proféticos.

2. LOS PROFETAS COMO PERSONALIDADES RELIGIOSAS EXTRAORDINARIAS. Un segundo tipo de estrategia de lectura se centra en lo que se encuentra del pasado detrás de los textos proféticos, a saber: las figuras históricas de los profetas vistos corno excepcionales personalidades religiosas, cuyas intuiciones inspiradas llevaron a la religión de Israel a un plano más alto, preparándola de este modo para la etapa de cumplimiento en Jesucristo. Este tipo de lectura surgió con la aproximación histórico-crí­tica a la Biblia, y se desarrolló en sus primeras etapas, especialmente en Alemania, bajo la doble influencia del romanticismo y del idealismo. La influencia romántica fomentó el interés por la biografí­a de los profetas, sus vicisitudes personales y sus experiencias religiosas. La influencia idealista acentuó la superioridad del pensamiento profético sobre las formas inferiores de religión cúltica corrientes entre sus contemporáneos, tendiendo a menudo a establecer este contraste dentro del marco de una visión evolutiva del desarrollo de la religión de Israel. Diferentes autores se vieron afectados de diversos modos por estas dos influencias, pero existió una tendencia común a valorar por encima de todo lo que era personal y original en los profetas y a despreciar la obra posterior de discí­pulos, redactores, editores y glosadores, que continuaron el proceso de formación de los libros proféticos después de los propios profetas. Estas contribuciones posteriores, calificadas normalmente de «inauténticas», tendí­an a ser vistas por la mayor parte como ineptas, y a veces incluso como una corrupción del mensaje profético original.

Dentro de este segundo tipo de estrategia de lectura tienen probablemente los dos temas propuestos para este artí­culo su Sitz im Leben original. Hablar de un profeta como de un mediador de revelación pare presuponer que se puede elaborar un retrato histórico claro del profeta en cuestión sobre la base del material «auténtico» del libro profético y de otras fuentes disponibles, y que se puede reconstruir la situación del público original al que el profeta transmití­a la revelación en primer lugar. Es claro, además, que el particular interés ponla inicial experiencia de vocación del profeta y su valor revelador está relacionado con la aproximación biográfica, centrada en la persona, tí­pica de la lí­nea de investigación histórico-crí­tica influida por el romanticismo. Debe añadirse, desde luego, que- los temas, como los tipos de texto pueden desplazarse de su Sitz ¡ni Leben original y ser utilizados en otros contextos; por eso no se puede concluir que los dos temas en cuestión aquí­ estén inseparablemente ligados al segundo tipo de estrategia de lectura. Es útil, sin embargo, tener en cuenta su marco original.

¿Cómo podrí­a evaluarse esta segunda estrategia de lectura? De nuevo se pueden afirmar tres puntos:
a) Un rasgo indudablemente positivo es que este tipo de lectura recupera mucho del material profético que habí­a sido ignorado en la práctica por la aproximación «que predice a Jesús», y lo trata al menos como de significado potencial para lectores posteriores.

b) Otro valor positivo reside en la aguda conciencia de la dimensión histórica y de la naturaleza contextualizada del ministerio de los profetas.

Sin embargo, un punto débil de initivo, que se ha hecho cada vez más claro para los investigadores en la segunda mitad del siglo xx, se encuentra en el enfoque unilateral sobre los personajes proféticos a expensas de los libros. En su peor forma, esta actitud tendí­a a considerar los libros proféticos como deplorables obstáculos que habí­a que desmantelar crí­ticamente en la medida de lo posible, para llegar a la ipsissima vox del propio profeta, el único objeto de estudio digno de consideración, el único depositario de valores religiosos de validez permanente. Los profesionales de teologí­a fundamental quizá deban considerar hasta qué punto una influencia inconsciente de esta postura puede estar presente en su imagen de los profetas.

3. LOS PROFETAS EN CUANTO TEXTOS. El tercer tipo ideal se puede describir como orientado al texto o transtemporal. Está orientado al texto porque toma en serio el hecho innegable de que el dato primario de que dispone el lector es el libro-profético, y porque considera que su tarea primordial es lograr una mejor comprensión de ese libro en toda su complejidad -literaria e histórica. Es transtemporal porque el centro no se sitúa unilateralmente en un perí­odo particular (ya sea el de la vida de Jesús o el de la vida del profeta cuyo nombre va unido al libro), sino que abarca todo el espacio temporal en el que tuvo lugar la génesis del libro. Colocadas en orden cronológico (que, sin embargo, no es el orden operativo de la tarea exegética aquí­), estas fases temporales son: todos aquellos factores anteriores al profeta que influyeron en la manera en que el mensaje fue formulado (historia de la tradición); el propio ministerio y mensaje del profeta en tanto que esto pueda reconstruirse históricamente; las diversas fases de transmisión y desarrollo del material profético hasta la formación del libro tal como lo tenemos ahora (historia de la redacción); un estudio del libro completo como una unidad (estudio de la forma final).de composición (no de autor). La problemática de la historia de la tradición tuvo mucho auge en las décadas de los años 1950 y 1960 (la Teologí­a del AT de G. von Rad es un notable ejemplo). Las cuestiones de la historia de la redacción empezaron a adquirir importancia y se desarrollaron de modo marcadamente radical en las décadas de los años 1970 y 1980 (aunque, desde luego, se pueden encontrar también antes de este perí­odo). El estudio de la forma final se ha desarrollado en las dos últimas décadas también bajo una variedad de influencias (el estructuralismo, la aproximación canónica, intentos de aplicar varias teorí­as generales del texto y de la literatura a los libros proféticos).

¿Cómo podrí­a tener todo esto influencia en la formulación de los dos temas sugeridos para este artí­culo? Se pueden hacer tres observaciones:
a) Parece imprescindible una presentación más matizada al hablar de un profeta como mediador de revelación. Mientras pueda proponerse una reconstrucción probable del ministerio histórico de un profeta dado (sobre esto, ver la siguiente observación), tendrá que admitirse, a la luz de los estudios históricos de la tradición, que el mensaje del profeta no era una revelación totalmente nueva, que existí­a una considerable medida de diálogo con puntos de vista anteriores y de contestación de los mismos; en suma, que los profetas fueron gente de su tiempo en mayor grado del que podrí­a deducirse de las obras cientí­ficas de una época anterior. Si esto es así­, se plantea entonces la cuestión: ¿es quizá algo unilateral centrar la atención de manera tan especí­fica en los profetas como mediadores de revelación en el AT? ¿No deberí­amos esperar también leer artí­culos sobre los teólogos narrativos deuteronomistas, o los salmistas, o los maestros de sabidurí­a como mediadores de revelación?

b) La reconstrucción histórica del ministerio de cualquiera de los profetas se ha convertido en una tarea mucho más difí­cil a la luz de los estudios más radicales de la crí­tica de la redacción de los años recientes. Por ejemplo, las últimas ediciones del comentario de O. Kaiser a Is 1-39 concluyen que los contornos históricos de la vida de Isaí­as están velados por una oscuridad casi total; a una conclusión similar ha llegado R. Carroll para Jeremí­as en su comentario de 1986 sobre este libro. Indudablemente hay otros investigadores más optimistas sobre las posibilidades de recuperar datos históricos acerca del ministerio de los profetas (p.ej., el comentario de H. Wildberger sobre Is 1-39 y el comentario extraordinariamente optimista sobre Jeremí­as de W. Holladay); pero la realidades que la aproximación biográfica es actualmente un asunto de considerable debate exegético. Serí­a poco aconsejable para los teólogos de teologí­a fundamental ignorar la existencia de estas discusiones y continuar hablando de «los profetas» como si hubiera pocos problemas para alcanzar un consenso acerca de su ministerio histórico. Esto afecta al propio uso de los relatos de vocación de los libros proféticos, por poner sólo un ejemplo. Existe una tendencia creciente entre los exegetas a leer los «textos de vocación» ante todo (o incluso exclusivamente) como declaraciones teológicas programáticas, cuya principal finalidad no es aportar información biográfica o psicológica sobre la experiencia del profeta, sino más bien ofrecer una legtimación teológica del papel del profeta y un sumario de los puntos clave del mensaje. En esta perspectiva, los relatos de vocación no nos dan acceso directo a los momentos privilegiados de la experiencia de revelación del profeta; en cambio, son textos cuya posición prominente y contenido programático nos ofrecen un papel privilegiado en la estructura del libro profético como composición redaccional.

c) La dificultad de reconstruir un cuadro histórico de los profetas implica también (según algunos investigadores actuales) problemas de descripción de la función. Se pueden citar dos ejemplos. Primero, el término hebreo nábi; traducido como «profeta» a partir de la versión de los LXX, es la designación más común para la función profética en los escritos exí­licos y posexí­licos de la Biblia, pero es dudoso que los profetas del siglo viH (Amós, Oseas, Isaí­as y Miqueas) usaran jamás este tí­tulo para sí­ mismos. ¿No tiende un indiscriminado uso del término «profeta» quizá a ofrecer una imagen excesivamente uniforme de lo que puede bien haber sido una serie de papeles mucho más complejos en la historia religiosa de Israel? En segundo lugar, el sintagma débdr Yhwh («la palabra del Señor’, presentado generalmente como un rasgo especí­fico de revelación profética es de hecho muy raro en textos proféticos que puedan datarse con sólida probabilidad del siglo viii; se hace frecuente sólo en el perí­odo exí­lico y después (en Jeremí­as, Ezequiel, y la historia deuteronomista). ¿No corre el riesgo una generalización indiscriminada acerca de los profetas como portadores del débár Yhwh de simplificar quizá demasiado una serie más compleja de términos y papeles de revelación?

Resumiendo, el estado actual de la discusión exegética sobre los profetas (refiriéndose a los libros y a los personajes) sugiere que la TF deberí­a repensar la razón fundamental de su tradicional interés y de su discurso sobre los profetas. La aproximación centrada en la persona, ingenuamente experiencial, que se ha dado por sentada en muchas obras de TF hasta la actualidad, necesita reflexionar sobre el nuevo estado de la cuestión surgido de la reciente investigación exegética y sus implicaciones hermenéuticas. Sólo así­ puede la TF esperar seguir en diálogo efectivo con la ciencia bí­blica en este tema.

BIBL.: Cuestiones generales: AMSLER S- y otros, Les prophétes et les livres prophétiques, Parí­s 1985 AOLD A.G., Prophets through the Looking Glass: Between Writings and Moses, en «JSOT» 27 (1983) 3-23; BARTON J., Oracles of God. Perceptions ofAncient Prophecy in Israel after the Exile, Londres 1986; BLENKINSOPp H., A History of Prophecy in Israel, Filadelfa 1983; CARROLL R.P., Inventing the Prophets, en «Irish Biblical Studies» 10 (1988) 24-36; KAISER O., Einléitung in das Alte Testament, Gütersloh 19843; NEHEz A., La esencia del profetismo, Salamanca 1975 PETERSEN D.L. (ed.), Prophecy in Israel. Search for an Identity, Filadelfia 1987; VAWTER B., Were the Prophets nabi’s~ en «Bib» 66 (1985) 206-220. Relatos de vocación: CARROLL R.P., From Chaos to Covenant. Uses of Prophecy in the Book qf ,leremiah, Londres 1981, 31-58; DEL OLMO G. La vocación del lí­der en el antiguo Israel, Salamanca 1973; LONG B.O., Berufung I, Altes Testament, en «TRE» 5 (1980) 676-684; VIMEGER D., Die Spezif:k der Berufungsberichte Jeremí­as und Ezechiels im Umfeld lihnlicher Einheiten des Alten Testaments, Frankfurt am Main 1986.

Ch. Conroy

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental