(adoración pública).
– En el A.T. eran los ritos hechos por los sacerdotes y levitas en el Templo, especialmente los relacionados con el «sacrificio eterno», Num 28:3, Exo 29:42.
– En el N.T. son los ritos públicos de adoración oficiales de la Iglesia de Cristo, especialmente, el Sacrificio de la Eucaristía, de la Santa Misa, Mat 26:26-29, Mc.l4, Lc.22, 1Co 11:23-30, 1Co 10:19-21, Hec 2:42.
– En la Liturgia hay que usar lo mejor, lo más caro, porque para Dios, ¡lo mejor de lo mejor! Ex. caps.25 a 40, donde el Senor les pide a los Israelitas pobres en el Desierto, que usen todo de oro puro, las mejores joyas, las mejores maderas, los mejores vestidos. En Mat 26:6-13, Jesús alabó que la Magdalena usara el ungüento más costoso para ungirlo.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
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La catequesis tiene dos pilares primarios que la sustentan: la referencia a la revelación que Dios ha querido hacer al mundo, cuya plenitud está en el envío de su Hijo primogénito y cuyo mensaje debe ser llevado a todas las naciones; y la respuesta que los hombres deben dar a Dios como acción de gracias por ese don misterioso. Esto significa que, sin conocimiento y amor a la Biblia y a la Liturgia, la catequesis no es auténtica.
La Palabra de Dios es un «obsequio benevolente» entregado a la Comunidad que Jesús dejó en la tierra, la Iglesia, para que la haga llegar a todos los hombres. La Liturgia es la «respuesta de agradecimiento» de toda la comunidad a esa Palabra. Está hecha de recuerdo (anamnesis), de acción de gracias (eucaristía), de aclamación e invocación festiva al Espíritu divino que late en la comunidad (epiclesis)
La Liturgia no se entiende sin la Sagrada Escritura. La verdadera comunicación con Dios implica «aceptación» de su misterio revelado y «respuesta» de los hombres a Dios». Los catequistas tienen que hacerse conscientes de que la vida litúrgica y la preparación de los cristianos para esa vida es elemento fundamental en la educación de la fe cristiana.
La revelación y la plegaria exigen lenguajes sagrados, diferentes, complementarios, vivos, queridos por Dios, los cuales están depositados en la Biblia y la Liturgia.
1. Liturgia y celebración
La Liturgia (en griego, «leitourgia», acción del pueblo o servicio público o popular), es el conjunto de acciones sagradas con que los hombres se dirigen a Dios por medio de alabanzas y peticiones, de ofrendas y sacrificios. Es la respuesta de la comunidad creyente ante la comunicación o revelación divina.
La acción litúrgica reclama lenguajes celebrativos y conmemorativos, es decir litúrgicos. Ellos recogen las vías tradicionales de expresión religiosa y sirven de cauce para dirigirse a Dios Padre.
Es también el estilo gozoso que emplean entre sí los adoradores del Señor cuando se reúnen para alentarse en el camino de la vida y para elevar juntos los ojos hacia los misterios divinos.
Su importancia en la catequesis es decisiva. La catequesis tiene como modelo la Liturgia: recoge sus modos de expresar y celebrar, enseña a vivir conforme a la vida de Cristo.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice: «La Liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde manan todas sus fuerzas. Por lo tanto, es el ámbito privilegiado de la catequesis del pueblo de Dios. La Catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos y, sobre todo, en la Eucaristía, donde Jesús actúa en plenitud para la transformación de los hombres. La catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo, procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los sacramentos a los misterios».
(Nº 1074)
2. Elementos de la Liturgia
El alma de la liturgia es la plegaria que nos acerca a Dios, es el recuerdo de lo que Dios ha regalado, es la celebración gozosa de los misterios de Jesús: de su Encarnación, Evangelización, Redención y Resurrección.
Todo ello se expresa por signos que hacen al creyente desarrollar la fe y apoyarse en la esperanza.
2.1. Simbolización
Supone la elaboración y conservación de símbolo, figuras, gestos compartidos entre los creyentes. El Catequista muestra, interpreta, familiariza con esos gestos y signos y consigue que el catequizando descubra y goce la presencia divina en medio de su Pueblo.
El lenguaje simbólico abre el camino para admirar, aceptar y asumir el misterio simbolizado. El lenguaje litúrgico es ese lenguaje simbólico vivificado por la fe y el amor.
Los signos y los símbolos, que encierran y conservan las intenciones y los misterios han sido comunes a todas las grandes religiones de la Historia. La religión cristiana cuenta también con un arsenal rico, inmenso y variado de esos signos, en los que laten los mensajes, las creencias y las esperanzas humanas.
2.2. Celebración
De los símbolos se salta a los gozos, desde los gestos se llega al encuentro con Dios. El cristiano vive su fe con gozo y celebra la salvación por medio de los signos.
La celebración supone comunidad y supone plegaria. Con la comunidad el gozo se comparte. En el mensaje de Jesús la idea de Comunidad, de grupo de elegidos, de pequeño rebaño, de «iglesia» es esencial.
Por eso la celebración reclama la dimensión solidaria como exigencia primordial. Pero también supone el sentido de trascendencia, es decir la proyección hacia el misterio de lo espiritual.
No es la fiesta del presente el alma y motor de la liturgia, sino la referencia a la fiesta interminable de la eternidad.
2.2.1. La comunidad solidaria
La celebración supone comunidad, es decir poder compartir el gozo. No basta la intimidad de cada conciencia; se precisa la comunicación interpersonal, la solidaridad en la congregación de los otros creyentes.
La dimensión comunitaria, por voluntad del mismo Cristo, es peculiar de su mensaje. Por eso es tan importante la educación con referencia a la comunidad. Sin ella no puede haber auténtica fe ni encuentro con Dios.
2.2.2. La plegaria celebrativa
Por eso la Liturgia es acción de toda la Iglesia, aunque la hagan unos pocos. Y esa acción gozosa y fraterna, que eso significa celebrativa.
Jesús mismo está presente en esa acción litúrgica, como cabeza del Cuerpo Místico formado por todos sus seguidores. Esa oración y esa conciencia de comunidad exigen fe para creer en su presencia y amor para vivir de su espíritu. Ambas realidades producen alegría y esperanza.
La liturgia es el mejor cauce para relacionarse con el Señor. Es en ella donde el cristiano encuentra su refugio y su aliento. En la catequesis se enseña a rezar y a celebrar en el contexto de la comunidad eclesial.
2.3. Conmemoración
La celebración suscita recuerdos agradables. Implica el recuerdo del hecho salvador, cuyo eco se oye al celebrar y cuya eficacia se agradece al compartir. Los gestos y los ritos buscan hacer presente en la conciencia y en la memoria la Historia de la salvación.
En la catequesis se enseña a vivir esa Historia con confianza, como una redención personal y colectiva, no como una creencia vacía, como algo presente y perpetuo, no como un acontecimiento antiguo.
2.4 La proclamación
Al evocarlos los dones divinos surge la proclamación y la acción de gracias, que es la exteriorización de la fe y de la confianza en Dios.
Se haga en forma sencilla y silenciosa o de manera exaltativa y festiva, es la evocación lo que da el ropaje vistoso y luminoso a la liturgia: luces y flores, himnos y aclamaciones, saludos y reverencias, cánticos y músicas sonoras.
La proclamación de la salvación no es un aviso personal y pasajero, sino una aclamación abierta, dinámica y transformadora, que atestigua la existencia del don divino que produce regocijo.
2.5. La conversión
Por eso la Liturgia implica, en su misma esencia, la conversión, la mejora de vida. El hombre creyente que recuerda y celebra se transforma en seguidor de la voluntad divina.
Por eso la Liturgia supone cercanía divina, amistad, gracia, pureza de vida. Y toda catequesis debe ser litúrgica que es lo mismo que decir que es modo selecto de encaminar al hombre hacia el perdón ofrecido por Dios.
Afecta esa salvación al destinatario de la catequesis, el catequizando. Pero más aun compromete al mismo catequista que no se contenta con decir buenas palabras, sino que está comprometido a ser testigo con sus buenos ejemplos.
Se puede decir con el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Liturgia es la acción del Cristo total, misterio de amor. Quienes celebran esta acción, independientemente de la existencia de signos sacramentales, participan ya de la liturgia del cielo, allí donde la celebración es enteramente comunión y fiesta… Es toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo, la que celebra. Por eso toda acción litúrgica no es privada y particular, sino la celebración de toda la Iglesia, que es sacramento de unidad.» (Ns. 1139 y 1141)
3. Liturgia como plegaria
Entendida la oración como actitud del hombre que responde a la palabra divina, tanto de forma personal como en la solidaridad de la comunidad.
La Palabra divina es la acción de Dios que se comunica con el hombre. La Liturgia es la respuesta del hombre que se comunica con Dios. Por eso, de una u otra forma, se identifica la Liturgia con la plegaria, de manera especial con la plegaria común, compartida, representativa, de todos los miembros de la Iglesia.
3.1. Fórmulas de oración.
Como la plegaria común exige sintonía, ha sido siempre tradicional expresar la fe en la presencia del Señor con fórmulas solidarias.
El cristiano tiene que ser «experto en oración» y dar la respuesta en su mente y de su corazón a Dios que está cerca y espera contestación a su Palabra.
Pero tiene que ser capaz de expresar su oración con los modos que aprende de la comunidad y que el mismo Cristo enseñó cuando los discípulos le dijeron: «Enséñanos a orar» (Mt. 6.8) y El les enseñó la más litúrgica de las plegarias cristianas: «Padre nuestro» (Mt. 6.9-11).
Todo creyente debe ser orante, de forma personal y comunitaria. De manera particular lo debe ser el catequista, que actúa como mensajero de la Iglesia para transmitir el mensaje.
En cuanto animador de los hombres el catequista debe «saber orar»:
– Saber pedir beneficios y protección con humildad y enseñar a hacerlo a aquellos a quienes educa.
– Saber suplicar perdón con arrepentimiento ante sus fallos y enseñar a pedir misericordia a sus catequizandos.
– Saber dar gracias por los dones y ser capaz de descubrir la gratuidad de los beneficios recibidos.
– Saber alabar a Dios y las maravillas de sus obras y ayudar a sus catequizandos a imitar sus ejemplos.
– Saber sobre todo adorar al Señor con fe y amor y ayudar a todos a tributar los homenajes de respeto y veneración al Padre del cielo.
Estos cuatro fines de la plegaria (impetratorio, propiciatorio, eucarístico y latréutico) es la esencia de la oración litúrgica. Todos los que actúan inspirados por ellos están dentro del ámbito litúrgico: los sacerdotes, los religiosos y los fieles que viven con esas actitudes.
3.2. La oración pública
Se denomina en la Iglesia «Oficio» o «Liturgia de las Horas» a la plegaria que, como comunidad orante, ha ido organizando desde antiguo para que todos participen de ella. Los Salmos y los himnos se han distribuido con alegría y regocijo colectivos a lo largo de la jornada. Y la invitación a recitarlos con devoción se extiende a todos los cristianos.
Expresa la pertenencia a la Iglesia y la continuidad cotidiana en la relación con Dios. Es eco de la plegaria que el mismo Jesús dirigió al Padre, pidiendo el envío del Espíritu divino sobre sus seguidores.
La Iglesia así lo entendió siempre y reclamó la alabanza divina, la plegaria continua, que se llama también «canónica» (regulada), «oficial» y «pública».
Son simbólicamente siente las Horas» (maitines y laudes, prima, tercia y sexta, vísperas y completas). El Concilio Vaticano II reclamó una armónica y juiciosa actualización y distribución.
«Sean Laudes como oración matutina y Vísperas como oración verspertina…; las Completas queden para el final del día… Y en el coro sean Maitines como alabanza nocturna..; Tercia, sexta y nona sean oportunamente elegidas y suprímase prima…» (Sacros. Conc. 89)
Esa oración «oficial», es compatible con todas las plegarias ocasionales y personales que el corazón del creyente quiera elevar a Dios.
4. Liturgia como lenguaje
La Liturgia es como la «Palabra de la Iglesia» que se eleva al cielo. Es plegaria, celebración, recuerdo, reviviscencia, «Eucaristía», expresión de fe. Es conmemoración y celebración del don recibido.
Es ante todo, recuerdo del gran sacrificio de Cristo en el Calvario, que se renueva cotidianamente en la comunidad de sus seguidores y obtiene la salvación.
4.1. Liturgia y Sacramentos
Pero la palabra litúrgica no es sólo «predicación». Es también sacramento, es decir, sino sensible de la gracia divina. Por eso se expresa con símbolos y actitudes sensibles y por gestos visibles.
El sacramento es signo sensible que comunica la gracia. La plegaria litúrgica se expresa con fórmulas, pero sobre todo con posturas, con canciones, con colores y ornamentos, con acciones sagradas.
Educar al creyente para que entienda y emplee ese lenguaje de signos religiosos es conveniente para la fe. El Catequista debe ver este lenguaje litúrgico como respuesta al lenguaje bíblico, que también se desarrolla figuras: gestos, símbolos, parábolas, metáforas.
La educación litúrgica no se logra con una mera información y exégesis de los signos, sino con el protagonismo personal y comunitario en los mismos.
El educador de la fe debe acudir a ellos en todo momento de su misión apostólica, no como unos recursos más en el abanico de los lenguajes, sino como referencia permanente de lo que debe hacer y decir.
Para que la catequesis sea eficaz y evangelizadora el catequista debe encontrarse con las formas que tiene la Iglesia, la comunidad de Jesús, de recordar, celebrar, proclamar y revivir los hechos y las palabras de Jesús.
Por eso los lenguajes del catequista tienden a hacerse litúrgicos, lo cual significa alegres, conmemorativos, orientados a que el catequizando aprenda a amar, a rezar, a creer, a esperar, a vivir, según los mensaje de la Palabra divina.
4.2. Ritos y culturas
Los usos litúrgicos han sido siempre vivos y expresivos. Han ido variando con los tiempos y los lugares. Precisamente por eso la Liturgia cristiana es eco y recuerdo de multitud de formas espirituales que se han dado a lo largo de los siglos. No se pueden entender muchas de las costumbres expresivas actuales sino aludiendo a las «ocurrencias» históricas.
Es preciso cultivar la conciencia de la unidad en la pluralidad de preferencias. Y el educador debe moverse entre el respeto escrupuloso a los rasgos esenciales del acto litúrgico y la flexibilidad conveniente a cada entorno cultural, lengua, tradición y sensibilidad espirituales de los celebrantes.
Cuando se exploran las tradiciones que existen en las muchas formas litúrgicas (ritos) cristianas que hoy existen en el mundo, se advierte la riqueza de la Iglesia y la firmeza de la unidad fundamentada en Cristo. Griegos, coptos, rusos, armenios, búlgaros, rumanos, servios, entre otros, en el orden geográfico, y católicos latinos, uniatas, ortodoxos, anglicanos, evangélicos, reformados, en el orden confesional, son modelos y moldes de expresión litúrgica pluriforme que hacen pensar en la diversidad existente entre los creyentes.
4.3. Acciones sagradas
La liturgia es ante todo acción compartida e inspirada en la fe. Para entender y asumir la exigencia primera de la fe se requiere entrar en el juego de lo que se hace en la presencia de Dios: los ritos sacramentales y las prácticas piadosas.
4.3.1. Las acciones sacramentales
Son las primeras y más importantes acciones litúrgicas, ya que el mismo Cristo lo quiso así en su vida terrena.
Dejó siete signos sacramentales como elemento de referencia. La Iglesia fue penetrando y aclarando con el tiempo esos signos. Y desarrollo otros complementarios para ayudar a los cristianos.
Lo recordó el Concilio Vaticano II al decir: «Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios. Pero en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen fe, sino que también la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas…
Es de suma importancia que los fieles comprendan fácilmente los signos sacramentales.» (Sacr. conc. 59)
Por eso ellos son la primera fuente de la expresión y de la formación litúrgica. Con ellos se celebra la presencia de Dios y se solicita su gracia:
– En los de iniciación, Bautismo y Confirmación se ruega el comienzo de la fe.
– En los de santificación, Penitencia y Eucaristía, se alimenta esa fe con el amor y el perdón.
– En los de fecundidad cristiana, la Ordenación sacerdotal y el Matrimonio, se abre a los demás la vida propia.
– Incluso en la Unción de los Enfermos se prepara al hombre para el salto a la eternidad dichosa.
Con todos es la celebración eucarística la que más cariño despierta en el creyente, pues ofrece la singularidad de la presencia misteriosa y real del mismo Cristo en medio de los fieles. Es la que debe centrar de manera singular la atención del educador de la fe.
Por eso el catequista habla con entusiasmo de la presencia de Cristo y del Sacrificio de la Cruz renovado en los altares. Prepara con ilusión a lo niños a su primera comunión. Les forma eucarísticamente, que es mucho más que iniciarles en la vida sacramental.
4.3.2. Acciones piadosas
Los demás ritos sacramentales, que han calado siempre en la piedad popular, merecen también su atención: bendiciones, plegarias, consagraciones, tradiciones, procesiones, rogativas, recuerdos, ritos, ofrendas, votos, limosnas, fiestas, etc.
Saber ponerlos en su sitio, después de los sacramentos, y acogerlos con interés y benevolencia, sin supersticiones ni ritualismos, es la condición para convertirlos en ayudas eficaces para la fe y la caridad. El catequista debe respetarlos y enseñar a sus catequizandos a admirarlos y a participar en ellos en cuanto es conveniente y necesario.
Recuerda con interés las consignas eclesiales respecto a las acciones de piedad y devociones, que con tanta frecuencia se extienden entre los cristianos sencillos.
4.3.3. Usos y compromisos
Si sabe usar los lenguajes bíblicos y litúrgicos el catequista tiene garantizado el logro de sus objetivos. Pero debe tener en cuenta que ambos se hallan estrechamente interrelacionados. Debe convertirlos también en cauces y recursos de educación cristiana.
Con el lenguaje litúrgico se enseña al catequizando a orar y a celebrar. Lo hace de manera personal con frecuencia, y también comunitaria.
Este lenguaje eleva la persona por encima de los sentimientos pasajeros de la vida e introduce en los misterios profundos que conserva, recuerda y transmite la Iglesia. Facilita la vinculación con los demás creyentes.
5. Las personas litúrgicas
La liturgia no se basa en una teoría o una abstracción, sino un instrumentos de vinculación personal, con sus luces y sus limitaciones.
La figura de Jesús hombre, pero Verbo divino encerrado en la carne, es la primera de las referencias litúrgicas.
Por eso la Iglesia recuerda y celebra los hechos y los dichos de Señor desde sus primeros días terrenos y con convierte en fiestas y recuerdos los hechos de Jesús, de su Madre y de los mejores siervos de Dios fieles al mensaje evangélico.
5.1. Las personas vivas Las personas especialmente dedicadas a cumplir con una misión de gobierno y magisterio, jurídico o moral, en la Iglesia. Se convierten en figuras indirectamente litúrgicas, es decir animadoras de la plegaria eclesial y de celebraciones y recuerdos santos.
– Las jerarquías son personas que ejercen el gobierno eclesial: Papa, obispos, cardenales, párrocos…
– Los sacerdotes o personas que han recibido el sacramento del Orden para el servicio religioso de la comunidad.
– Los consagrados por vínculos religiosos, más o menos solemnes y más o menos públicos, que son también reflejo y testimonio de esperanza y de caridad.
– Y en cierto sentido entran en el contexto de la acción litúrgica los padres cristianos, los misioneros, los evangelizadores, predicadores, catequistas, que representan la vanguardia del servicio apostólico.
– Se puede recordar desde alguna perspectiva a los enfermos, a los necesitados, a todos los que sirven de signo de presencia divina, que son «litúrgicos» por su dignidad bautismal.
5.2. Las personas celestes
Especial recuerdo y referencia litúrgica tienen los fieles que, habiendo llevado una vida cristiana modélica, la Iglesia propone ante la veneración e imitación de los cristianos.
No todos son santos o bienaventurados «canonizados», o señalados en una lista o canon por la autoridad de la Iglesia para modelos de los cristianos.
Pero son cauce y estímulo para el culto y recuerdo piadoso para los fieles, al lograr que quienes conocen sus virtudes sientan deseos de imitarlos.
5.2.1. La Madre de Jesús
Especial referencia y devoción inspiró siempre en la Iglesia la Virgen María, santa e inmaculada Madre de Dios. La liturgia mariana resulta especialmente querida, no como simple devoción a una singular modelo de vida cristiana, sino por la especial misión eclesial que ella asumió en su vida mortal y en la Historia de la Iglesia.
El valor litúrgico de la Virgen María ha poblado el calendario cristiano de fiestas y devociones, de santuarios y plegarias. «Ella es saludada como miembro eminente y del todo singular por la Iglesia, que la mira como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad. Por ello la Iglesia Católica, inspirada por Espíritu Santo, la honra con filial afecto de piedad como Madre de Dios.» (Lumen Gentium 53)
5.2.2. Los santos del cielo
Además de la Madre del Señor, la Iglesia venera con afecto las figuras de San José, de Juan el Bautista, de los Apóstoles, de los Santos Padres primitivos, de los mártires de todos los tiempos que dieron ejemplo de su fe.
Venera a los Doctores que la ilustraron con su sabiduría; a los Fundadores que originaron sociedades o instituciones eclesiales fecundas y serviciales; y se encomienda a aquellos santos especialmente declarados por ella como singulares protectores y «Patronos» de sus familias religiosas, diócesis, naciones, institutos, regiones, oficios o especiales misiones apostólicas.
Para todos ellos tiene cultos y plegarias y en todos ellos contempla modelos celestiales inspiradores de fe y valor para quienes siguen peregrinando en la vida presente.
Los difuntos que «esperan» en el purgatorio su llegada al cielo han sido con frecuencia objeto de sufragios y también de plegarias, pues su destino seguro es el paraíso, en virtud de sus méritos y virtudes mientras vivieron en la tierra.
5.2.3. Las imágenes
Los cristianos miraron siempre con simpatía las figuras, iconos e imágenes de los santos celestes, que hacen posible recordar de forma sensible y familiar a los que ya gozan de la patria celeste. Cultivó y respetó todas las expresiones artísticas en este terreno.
Por eso las esculturas, pinturas, mosaicos, vidrieras, bordados, grabados y decoraciones con figuras de este tipo fueron siempre venerados como soportes del culto cristiano.
Lejos de cualquier superstición o fetichismo, pero rechazando los prejuicios rigoristas de quienes combatieron su existencia (los iconoclastas), y más allá de los simples goces estéticos que promocionaron los artistas, las imágenes se difundieron y veneraron como ocasión de plegaria y de conversión cristiana.
5.2.4. Las reliquias
También las reliquias o restos de los hombres venerados como santos merecieron culto singular. El cuerpo de los mártires, que dieron su vida por la fe que profesaron, mereció un culto singular y fue conservado con devoción.
Templos vivos de Dios en la tierra, fueron recuerdo y estímulo de piedad y de multitud de muestras de veneración entre quisieron seguir sus pasos en el mundo.
6. Objetos y lugares
El culto cristiano no es mero recuerdo o plegaria individual. Es sobre todo acción sagrada y comunitaria en la que entra en juego el cuerpo y el corazón.
En todas partes se puede y debe venerar a Dios y elevar al cielo alabanzas y peticiones, según Jesús dijo a la samaritana (Jn. 4. 22). Pero en la Iglesia merecieron singular respeto los lugares, los tiempos y los objetos asumidos como sagrados por los cristianos.
6.1. Templos y lugares santos
Los lugares santos merecen especial atención: santuarios e iglesias, especialmente las catedrales, sepulcros de los mártires y lugares de vida de los santos. Desde los primeros tiempos se multiplicaron entre los cristianos casas de oración, capillas, basílicas, oratorios, monasterios y conventos, cementerios, desiertos y lugares solitarios. En ellos se rezaba de manera especial y sobre todo en forma comunitaria.
Incluso los centros de caridad cristiana: hospitales, asilos, hospicios, casas de acogida, tuvieron gran valor como lugares de encuentro con Dios.
Merecieron especial veneración y animación para el culto los «santos lugares» en donde el mismo Jesús pasó su vida terrena (Jerusalén, Belén, Nazaret) o en donde sus Apóstoles ejercieron su tarea misionera (Roma, Efeso, Santiago de Compostela).
A veces los fieles sintieron singular amor a los sitios en que los mártires sufrieron y derramaron su sangre por la fe: coliseos, circos, patíbulos, cárceles.
6.2. Los objetos del culto
En esos lugares se miraron, y se miran todavía, con especial respeto los objetos o instrumentos que servían para las ceremonias y las acciones santas.
Pilas bautismales, púlpitos y ambones, cátedras y sitiales, cirios bendecidos, ornamentos y vestidos, hábitos religiosos, báculos y mitras, cruces procesionales, sepulcros y retablos, fueron siempre contempladas con respeto y centraron la inspiración de mil artistas que recogieron con sus impresiones estéticas la piedad de los creyentes.
De forma singular los objetos eucarísticos fueron centro de atenciones minuciosas: cálices y patenas, expositorios y sagrarios, corporales y purificadores, misales y rituales.
Entre todos esos elementos, resaltó siempre el altar, o ara del sacrificio, y sus entornos: retablos, frontales, figuras, candelabros y luminarias, enseres diversos relacionados con el sacrificio.
Sobre todo fue el «ara», o mesa sacrificial con las reliquias de los mártires, la que mereció mayor atención, por significar y representar la misma presencia de Cristo en medio de la asamblea.
6.3. Cementerio
El lugar y la tierra bendita que acoge los restos mortales de fieles, el dormitorio o cementerio, fue lugar de plegaria y de recuerdo bautizado por la piedad cristiana con la denominación de «campo santo» y con el sentido de esperanza.
Al enterrar a los difuntos se bendice la tierra y se la llena de incienso acompaña a las lágrimas de despedida de quienes vivieron con los allí depositados. Allí se albergará durante un tiempo los restos materiales que un día resucitarán para reunirse con el alma y saltar con nueva vida a la patria esperada del cielo.
7. Los recuerdos
La liturgia es anamnesis o recordación vivificadora de los hechos relacionados con la salvación de los hombres.
El primer objeto de recuerdo es la presencia de Jesús en medio de sus elegidos, presencia viva y transformadora de sus seguidores. Pero unidos a él se hallan todas las enseñanzas y mensajes recibidos de los que viven en Dios y señalan a los hombres viadores el camino y el designo salvador.
Sin recuerdos del pasado no puede haber celebración. Pero la liturgia del recuerdo se une con la expresión de la fe en el presente.
7.1. Los tiempos celebrativos
Así surge el sentido del calendario y de la sucesión de conmemoraciones que es decisiva en la marcha del Pueblo cristiano. El proceso sucesivo de los recuerdos se organizó desde el principio en la figura gloriosa del resucitado y luego se añadieron las otras referencias esenciales de la vida del Salvador: nacimiento, vida, pasión y triunfo final.
7.1.1. El Domingo
Por eso tuvo singular y perpetua significación el primer día de la semana» al que se denominó «Día del Señor» o Dominicus. Fue el día en el que resucitó Jesús, el que invita de manera especial a la plegaria y a la caridad.
Por eso, desde la reviviscencia de la fe, no todos los días son iguales ni todos los tiempos equivalentes. Desde hace dos mil años los cristianos aprovechan ese comienzo de la semana para promover su conciencia de que ha llegado el comienzo de la salvación: para orar y hacer obras de caridad, para convivir y descansar, para alabar a Dios que quiso encarnarse y salvar a los hombres.
La celebración de la «misa dominical y festiva», además de sus aspectos morales de precepto de la Iglesia, posee una dimensión comunitaria original. Formar a los catequizando en el «sentido de domingo», en la «valor de la fiesta», es algo que se debe valorar con la importancia que objetivamente se merece.
No se trata del alentar el «cumplimiento dominical» para entrar en la casilla de los «practicantes», sino de despertar el sentido celebrativo de la fe en la Resurrección del Señor. Los buenos catequistas saben que, sin ese sentido, no se puede ser de verdad cristiano.
7.1.2. Los ciclos litúrgicos
No menos interés puso la Iglesia en los tiempos ordenados en los dos grandes ejes del misterio cristiano: la Pascua y la Navidad, la Resurrección y la Encarnación.
El paso de los siglos fue enriqueciendo los núcleos originales con abanicos de recuerdos y de celebraciones. La Pascua o Resurrección se adorno de un tiempo celebrativo posterior: la esperanza de Pentecostés, y de un proceso preparatorio anterior: la Semana Santa y la cuaresma, con todo su abanico de ecos dolorosos y gloriosos.
La Navidad se organizó de un tiempo de manifestación o Epifanía y otro de preparación o Adviento,
Las demás fiestas del Señor: Bautismo y transfiguración, o de María Santísima y de los Santos y Apóstoles, fueron configurando el año litúrgico lleno de resonancias y de anhelos celebrativos.
7.2. Las efemérides
Hay otros recuerdos especiales que la Iglesia celebra con alegría y con esperanza. A esos recuerdos y a las plegarias que eleva, les atribuye también cierto carácter litúrgico y dependiente de las Iglesias particulares.
Pero en la Iglesia universal se celebra con alegría hechos trascendentes para la Iglesia universal: victorias cristianas que llegaron a convertirse en fiestas, como la de Lepanto y su relación con Ntra. Sra. del Rosario, el 7 de Octubre; o también celebraciones de años santos o jubilares con reclamos a la conversión, al perdón y a la renovación; y también los sentimientos conmemorativos de hechos trascendentes, como el V Centenario de la cristianización de América. Otras son más coyunturales como el cumpleaños del Papa o el recuerdo de su elección como Pontífice. Son recuerdos que ayudan a la mejora de vida, a las plegarias fervorosas y a la renovación espiritual.
8. Catequesis y Liturgia
La impresión que provocan todos los elementos aludidos: tiempos, objetos, lugares y personas, es que la Liturgia es un terreno amplio y sugestivo que reclama una preparación informativa y afectiva para que sea fuente de vida espiritual personal y colectiva.
La formación litúrgica (como la moral y la dogmática) es imprescindible para el cristiano y llave exigida para entender otros muchos hechos humanos: arte, música, literatura, etc.
8.1. La Catequesis es liturgia
Pero también es conveniente recordar al catequista que su misma tarea educadora es litúrgica, por que conmemora, celebra y transforma la vida y el pensamiento del catequizando.
Por eso sus lenguajes, por pedagógicos, artísticos, tecnológicos que resulten en la forma, tienen dimensión sagrada y transformadora. Son litúrgicos en la medida en que anuncian y preparan una respuesta adecuada a la Historia de la salvación en la que se apoya la educación cristiana
La catequesis es también anamnesis y epiclesis como la acción litúrgica. Anuncia recuerdos y sugiere aclamaciones. No se reduce a enseñar o instruir sobre cualquier cuestión de cultura humana, sino que hace referencia al misterio divino
En el fondo de un dibujo o de un montaje audiovisual, de una canción o de una dramatización, se halla siempre un recuerdo religioso más o menos influyente. Pero en el alma de una celebración late siempre la presencia de Dios.
8.2. Catequesis sobre Liturgia
Por eso también el educador de la fe debe dar importancia a la suficiente y correcta educación litúrgica de los catequizandos. Con la Liturgia los catequizandos se hacen más conscientes de su fe. Dios se pasea amoroso y providente por el mundo y se hace presente en el acto de culto y de piedad
El misterio de la encarnación se actualiza en la Navidad. El misterio de la redención se vive por cada persona. El nacimiento de la Iglesia se hace presente en cada recuerdo celebrado en comunidad. La catequesis no es una actividad docente cualquiera. Su dimensión litúrgica hace presente al Espíritu divino
Para el catequista esto significa una responsabilidad, de la cual muchas veces no se da casi cuenta. Pero, cuando lo piensa despacio, se siente admirado de su dignidad eclesial, temeroso de su misión profética, comprometido al ser comunicador eficaz de misterios eternos, humilde para pedir la ayuda del Señor.
8.3. Lenguaje de signos
El catequista tiene que aprender a hablar el lenguaje de los signos sagrados. La importancia que tienen los lenguajes simbólicos en la tarea educadora y el especial afecto con que debe educar a los niños y jóvenes en gestos, signos, imágenes y señales es evidente
A través de las acciones humanas, los catequizandos se sienten impulsados a relacionarse con Dios mediante intermediaciones. Es la puerta de entrada a la vida sacramental, tanto a los hechos básicos de los siete sacramentos cristianos como a los innumerables signos que se vinculan a la expresión de la fe
Siempre es posible mejorar la labor que se realiza en este campo. Pero el catequista está obligado a ser claro y selecto en el uso de signos religiosos
Necesita cultivar la «actitud celebrativa y conmemorativa», no el mero ritualismo. La Liturgia no es rito, pero precisa de él. No es gesto, pero se apoya en él. No es ceremonia, pero debe aceptarla.
8.4. Niveles litúrgicos.
Muchas son las expresiones, los signos, las fórmulas, las acciones, que la Liturgia cristiana ofrece. Y muchos son los lenguajes litúrgicos que frecuentemente tiene que saber entender y emplear el catequista. Pero muchas veces se puede preguntar sobre lo que en ellos hay de vida o de rutina, de ropaje cultural o de encuentro con Dios
– Se puede limitar el catequista a informar sobre el abanico de gestos y símbolos en los que se apoya la acción litúrgica. O incluso se puede reducir a invitar a participar en ellos sin otra significación que la actuación participativa
– Se puede dar un paso más y llegar a dominar culturalmente las significaciones y las causalidades de esos signos. Incluso se pueden suscitar sentimientos y actitudes de acogida por simple simpatía u afecto a la tradición.
– Pero también se puede llegar a preparar la conciencia y la inteligencia de tal manera que, iluminadas por la gracia divina, lleguen a encontrarse con el misterio de Cristo, expresado en los ritos y en las rúbricas, que servirán de intermediaciones humanas para acceder a la posesión de la adhesión divina a ese misterio sagrado
Es importante educar al cristiano para que siga ese camino y llegue a la adultez en la fe. Para ellos deberá alejarse por igual del secularismo exagerado, que menosprecia lo simbólico y conduce al laicismo agresivo, y de la credulidad ingenua, que lleva a las supersticiones, que tanto acechan a los que carecen de formación auténtica.
8.5. Terrenos especiales
Una llamada de atención se debe hacer al catequista sobre ciertos terrenos o aspectos litúrgicos que le abren la puerta para entender lo que representan.
8.5.1. La música y el canto
Son lenguajes humanos, pero se hacen religiosos cuando su contenido (melodía, palabras, intención) se orientan hacia esa dimensión. Tanto las formas más eclesiales (como el canto gregoriano) como las más populares, son lenguaje lenguajes religiosos de la comunidad creyente y resultan imprescindibles para la expresión de la fe y de la piedad
Siendo la música un lenguaje de cierto valor expresivo en la infancia y juventud, también los catequistas tienen que aspirar a buena formación en este sentido, sin necesidad de llegar a niveles de especialización
Suponiendo que ellos mismos han conseguido esa formación, deben hacer lo posible para que sus catequizandos diferencien una «cancioncilla piadosa» de una canción realmente eclesial, bíblica y perpetua, como puede ser un Salmo bíblico o un Himno histórico. El empleo que la Iglesia hace de los Salmos, como plegaria permanente en liturgia, le pueden dar la pista de cuáles son los mejores modos y contenidos en su cantar.
8.5.2. Arte y liturgia
La vinculación que siempre ha tenido la Liturgia y las expresiones artísticas debe mover también al catequista a concienciarse de que precisa clara percepción de lo que late debajo de tantos monumentos y productos artísticos
Sin entender algo del valor expresivo del arte religioso difícilmente adquirirá sensibilidad litúrgica adecuada. Y al mismo tiempo, será su formación litúrgica la que le capacitará para entender el porqué de tantas riquezas artística han adornado los lugares y los tiempos en los que se expresaba la unión con Dios.
8.5.3. Psicología y liturgia
También debe tomar postura definida, aunque flexible, en los diversos aspectos psicológicos de la Liturgia. La Penitencia y la Eucaristía, el Matrimonio y el Bautismo no se pueden presentar y vivir de igual manera en las edades adultas y en la infancia elemental
La frecuente discrepancia que existe entre los catequistas sobre si resulta mejor promover acciones litúrgicas adaptadas a públicos infantiles o juveniles o si conviene fomentar la participación de «los menores» en los actos de «los mayores» puede ser un ejemplo de terrenos en los que hay que tomar opción después de maduro discernimiento
El catequista debe tener en este sentido un criterio acomodado a las circunstancias y, como buen educador, sospechar que no siempre lo mejor es lo conveniente, ni que las consignas inflexibles atienden siempre bien a las personas.
9. Formación litúrgica
Siendo tan importante la Liturgia, como lo es el Dogma y los es la Moral, la formación del catequista en este terreno es la puerta para llegar a la educación adenvicción o pueden resultar influencias del entorno
– No es posible, si el mismo catequista no se persuade de su importancia y no cultiva criterios sólidos de fe para dar respuesta a los interrogantes frecuentes que le plantean sus catequizandos.
– Se debe basar no tanto en aprendizajes nocionales y terminológicos amplios, sino en experiencias vivas y eclesiales: en la plegaria comunitaria serena, en las actitudes evangélicas alejadas del ritualismo y del agnosticismo. La vida litúrgica supone la oración, la piedad serena, actitudes abiertas y flexibles, amor a la Iglesia y a la Tradición.
– Además, es importante habituarse a los lenguajes simbólicos, que se apoyan en hechos o gestos externos como cauce y expresión de los internos y espirituales. Ellos son el ropaje de las acciones litúrgicas. Han nacido en culturas o épocas diferentes a las nuestras y necesitan explicación, pues siguen sirviendo como cauce para la expresión de la fe
Por eso la educación simbólica y gestual supone sencillez para admitir lo que otros quieren expresar, valoración de las fórmulas en función de las intenciones y no de la materialidad de las palabras, sentido de solidaridad para compartir con los demás gestos, prácticas y tradiciones
Esta formación de los simbolismos religiosos, como pasa con los sociales, comienza en edad prematura y corresponde desarrollarla a todo el contexto educativo de los catequizandos: familia, escuela, parroquia, entorno. Al catequista le compete ahondar, clarificar, discernir, testimoniar y compartir, para luego poder educar a su vez a sus catequizandos.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
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El término «liturgia» procede del griego leitourgia —de ergon (labor) y leitos (pública)—, con que se designaba un servicio público, especialmente el realizado por ciudadanos particulares a sus propias expensas. Además de su significado religioso, en la Grecia antigua tenía también el significado secular de obras públicas. En el Nuevo Testamento se usa para designar diferentes tipos de servicio, en particular el servicio sagrado (Lc 1,23; Heb 8,6). En las religiones la liturgia es por lo general un sistema o conjunto de ritos que han de realizarse de manera pública o corporativa. Es corporativa más que privada, sistemática más que completamente espontánea, por lo general relacionada de algún modo con el tiempo —pasado, presente o esencialmente atemporal—, con una gran capacidad para unificar o coordinar las experiencias del pueblo.
Ya en la época del Nuevo Testamento encontramos a los discípulos de Jesús reuniéndose para dar culto: al principio todavía en el templo (He 2,46; 3,1) o con los judíos (He 16,13.16); pero pronto independientemente en la fracción del pan (He 2,42; 20,7.1 1), llamada desde los tiempos más remotos cena del Señor (1Cor 11,20-33). En tiempos de la >Didaché (95 ca.) y de >Justino (160 ca.) la liturgia central de los cristianos es clara. Consiste en la lectura de las Escrituras, la enseñanza, oraciones y la eucaristía. La >Tradición apostólica supone en el siglo III un intento de ordenar la liturgia de acuerdo con un formato anterior, probablemente de finales del siglo II.
Pero el culto cristiano primitivo no se limitaba a la eucaristía. La Iglesia primitiva adoptó la práctica judía de la oración diaria frecuente (Sal 119,164). También en la Tradición apostólica encontramos el relato de una oración vespertina comunitaria en la que el diácono presenta la lámpara, el obispo pronuncia una acción de gracias solemne en relación con el tema de la luz, los niños y las vírgenes cantan salmos y la comunidad entera canta salmos de aleluya (26/ 26, 18-32). Por la mañana había una instrucción comunitaria. Se hacía también oración a las horas tercia, sexta y nona, al ir a la cama y a medianoche (4I/36). Las oraciones de las horas tercia, sexta y nona seguían los pasos del relato de la pasión de Marcos (Mc 15,25.33-34): la primera y la última eran oraciones de alabanza; la oración de la hora sexta era al parecer para representar el grito de Cristo en la cruz. La oración de medianoche era un canto de alabanza a Dios en unión con toda la creación. Se habla también de una oración al rayar el alba; la tradición posterior la identificaría bien con la oración de medianoche bien con la de la mañana.
Desde el siglo VI e incluso antes (>Constituciones apostólicas) hubo en las distintas Iglesias importantes colecciones de textos litúrgicos para los sacramentos, la liturgia de la eucaristía y la liturgia de las horas. En contrapartida estas colecciones dieron lugar a la estandarización, con la correspondiente supresión de numerosos ritos y liturgias locales. Hacia el siglo XII la liturgia en la Iglesia latina era más o menos uniforme, con algunas excepciones, como la Iglesia de Milán; había también una tendencia a la uniformidad dentro de cada una de las Iglesias orientales, aunque entre sí diferían unas de otras. La liturgia se celebraba en lenguas sagradas: latín en Occidente y lenguas antiguas en Oriente, aunque aquí aparecieron también liturgias en lenguas vernáculas.
En la Edad media, como muestra santo >Tomás de Aquino, había armonía entre la eclesiología y la liturgia. La Iglesia era considerada básicamente en los mismos términos en que se expresaba el canon romano (plegaria eucarística 1): la Iglesia es la congregación del pueblo (congregatio) en comunión y en una adoración que une a la Iglesia terrena con la Iglesia celeste que está en la gloria; celebra el misterio pascual y anhela sus frutos; recuerda a los muertos; se reconoce como Iglesia de pecadores en adoración, con la esperanza puesta en la misericordia; implora protección y ayuda para realizar sus tareas en el mundo.
Con la Reforma hubo presiones para renunciar al latín en favor de las lenguas vernáculas, pero se resistieron, a pesar de que todos los reformadores optaron por celebrar la liturgia en la lengua del pueblo y pusieron especial empeño en publicar traducciones de la Biblia. En la Iglesia latina, sin embargo, se fue imponiendo cada vez más la uniformidad.
Como con todos los movimientos, pueden señalarse distintas fechas de origen del movimiento litúrgico; pero no parece inapropiado señalar como origen del movimiento litúrgico la obra del benedictino Dom Prosper Louis Paschal Guéranger (1805-1875), que adquirió el priorato de Solesmes en 1832 y se convirtió en abad. Escribió extensamente sobre la liturgia y fomentó el canto gregoriano.
En los siglos XIX y XX el movimiento litúrgico dio importantes pasos adelante. Se editaron antiguos textos litúrgicos. Varios monasterios, como Maredsous, Solesmes, Mont César, Montserrat. Santo Domingo de Silos, St. Johns Abbey y CollegeviIle, se convirtieron en centros de investigación y publicación. Se desarrollaron otros centros, como el Institut Supérieur de Liturgie de París (1947), Tréveris (1947). Maria Laach (1948) o el Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona (1958). El pensamiento especulativo de Odo >Casel (1886-1948) acabó ejerciendo notable influencia, aunque no fuera seguido en todos los puntos. Se multiplicaron las revistas, los congresos y los seminarios, dedicados a todos los aspectos de la liturgia: teología, historia, arte y música. Un rasgo distintivo del movimiento fue su interés por la pastoral: uno de sus promotores, como fue J. A. Jungmann, autor de uno de los libros más influyentes del período anterior al Vaticano II, estuvo también profundamente comprometido en la catequesis. La liturgia atrajo también la atención de teólogos sistemáticos como K. Rahner antes y después del concilio.
En el siglo XX también los papas han promovido constantemente la renovación litúrgica, empezando por >Pío X en relación con el canto, el oficio divino, la comunión diaria y la disminución de la edad para recibir la primera comunión. Bajo >Pío XI el movimiento siguió recibiendo apoyo, por ejemplo con los decretos sobre la «misa dialogada» (1922), las vestiduras (1925) y el canto (1928). El gran documento pontificio del siglo XX sobre la liturgia fue la encíclica Mediator Dei, de >Pío XII, publicada en 1947. En ella se alentaba la participación activa del pueblo en la liturgia, idea que estaba ya presente en el primer documento litúrgico de Pío X sobre la música. Pío XII aprobó también en 1955 la revisión radical de la liturgia de la Semana Santa, iniciada ya en 1951 en algunos sitios a modo de ensayo.
En la época en que se inició el >Vaticano II el movimiento litúrgico estaba ya maduro y contaba con logros históricos y científicos seguros, así como con experiencias pastorales en monasterios y parroquias, especialmente en Alemania y Francia. La constitución sobre la liturgia se debatió en el primer período de sesiones, entre el 22 de octubre y el 14 de noviembre de 1962. Las tensiones que habrían de caracterizar todo el concilio se pusieron ya de relieve, especialmente en relación con la cuestión del uso de las lenguas vernáculas y la naturaleza de la revisión de libros litúrgicos. El documento fue revisado durante la primavera siguiente y definitivamente aprobado el 22 de noviembre de 1963. El documento final, Sacrosanctum concilium (SC), pondría fin a la idea de la liturgia como algo relacionado principalmente con las rúbricas, abriendo camino a una renovación general. En enero de 1964 Pablo VI nombró una comisión (cuyo nombre completo era «Comisión para la aplicación de la Constitución sobre la liturgia»), que inmediatamente se puso a trabajar. Su principal artífice fue A. >Bugnini. Su revista, Notitiae, es un instrumento indispensable para comprender el proceso de elaboración de los nuevos textos y su significación. Las instrucciones de la SC incluían la simplificación de los ritos y la posibilidad de introducir variaciones (SC 34-39). El planteamiento de la comisión fue interdisciplinar y experimental; varios ritos modificados se probaron en lugares seleccionados antes de la aprobación definitiva del texto. Un rasgo notable de todos los textos revisados es la Instrucción general (IG) que precede a cada uno de ellos. En ella se tratan no sólo cuestiones prácticas relacionadas con la celebración, sino que se presenta también, de manera breve pero profunda, una teología del rito en cuestión. La revisión de los ritos se debe en gran parte al entusiasmo y dedicación de Pablo VI y de Bugnini, que gozó de la confianza del papa al menos hasta 1975.
Desde nuestro punto de vista, la eclesiología, la constitución del Vaticano II sobre la liturgia (SC) y las reformas posteriores son de enorme importancia. El concilio no define la liturgia, pero hay tantas definiciones o descripciones de ella como liturgistas. La descripción preconciliar de H. Urs von Balthasar es teológica y espiritualmente profunda: «La liturgia es el servicio sagrado u oración de la Iglesia en la presencia de Dios. En ella, de una manera absolutamente desinteresada, la Iglesia no busca sino la glorificación de Dios a través del culto, la alabanza y la acción de gracias». La liturgia es central en la vida de la Iglesia, pero ha de ir precedida de la proclamación (SC 9): «No obstante, la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10). La liturgia, especialmente la eucaristía, «contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia» (SC 2). Más tarde el concilio afirmará que el sacrificio eucarístico es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11). La Iglesia «desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma (…). Al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo» (SC 14). El concilio desarrolla con nueva claridad la presencia de Cristo: en la misa, en la persona del ministro, en las especies eucarísticas, en los sacramentos, en la Palabra leída en la Iglesia, en la oración de la Iglesia (SC 7). Aunque la liturgia no es la única actividad de la Iglesia (SC 9), como acción que es de Cristo sacerdote y de su cuerpo, nada hay de mayor dignidad y eficacia (SC 7). Un punto débil de la constitución sobre la liturgia radica en el hecho de que fuera uno de los primeros textos del concilio y no pudiera beneficiarse, por tanto, de la eclesiología desarrollada en LG, UR, DV y GS. No tienen en ella mucha fuerza la noción del sacerdocio común (LG 10) ni el >triple «oficio»: sacerdote-profeta-rey. Es deficiente también en la >pneumatología. Puede decirse, sin embargo, que la dinámica que se reveló en la elaboración del texto, y la misma constitución sobre la liturgia, prepararon el camino a documentos conciliares posteriores.
Inesperada trascendencia resultaron tener los artículos sobre la Escritura, poco destacados en la constitución (SC 24; 35/1; 51). Sin embargo, en la revisión de todos los ritos, estos adquirieron gran importancia. El uso de las Escrituras se ha hecho central en todos los actos litúrgicos, aun cuando todavía es demasiado pronto para esperar que surja en la Iglesia en su conjunto una cultura bíblica profunda.
Muchos de los textos revisados están basados en liturgias antiguas (cf las plegarias eucarísticas II y IV); otros son de nueva elaboración (cf la plegaria eucarística III). Aunque puede haber sutiles variantes en la eclesiología de cada uno de los ritos litúrgicos, puede decirse que la visión básica de la Iglesia que se desprende de ellos es de comunión. Es vertical en el sentido de que da culto y es fuente de gracia; es horizontal en el sentido de que reclama el compromiso concreto en la vida de los que participan en el culto y en la vida de la comunidad. Se echa de menos, sin embargo, la esencial dimensión escatológica de la liturgia (cf SC 8). Los textos revisados, siendo fuertemente cristológicos, tienen al mismo tiempo una vigorosa pneumatología; puede haber en ellos una >epiclésis o una referencia a la presencia del Espíritu en la liturgia que se está celebrando.
La revisión de los libros litúrgicos ha superado la visión conciliar de la liturgia. La temprana revisión de la liturgia eucarística es notablemente más cautelosa que las de otras liturgias, efectuadas más tarde y de manera más creativa, como la del Ritual de la iniciación cristiana de adultos, la liturgia de los enfermos y los funerales.
Durante los treinta años siguientes al concilio ha habido un verdadero boom de publicaciones litúrgicas. La misma teología de la liturgia está experimentando un notable desarrollo», a través especialmente de la influencia del cristianismo oriental.
Son innumerables las obras sobre arte y arquitectura, ayudas a la pastoral, música, materiales para las homilías (>Predicación). Particular importancia tiene el campo del simbolismo, sobre el que se ha escrito largamente. No sólo las revistas especializadas en liturgia; casi todas las revistas de teología publican regularmente estudios litúrgicos. Hay también muchos estudios históricos y retrospectivos de la constitución sobre la liturgia y la renovación posterior. Los resultados de las reformas litúrgicas son algo irregulares. En algunos lugares la liturgia es mucho más viva y se caracteriza por una participación muy activa; en otros lugares, aunque se usan los textos reformados, hay poca vida. Depende mucho de la imagen y la energía de los pastores locales, que o potencian la participación de los laicos o desaprovechan el potencial de la comunidad.
Hay dos tareas que, a pesar de algunos logros importantes, están todavía en los comienzos. En primer lugar, está por desarrollar una espiritualidad litúrgica profunda que permita a la gente llevar su vida y sus intereses a la liturgia. La liturgia que transmite el sentido del misterio abre a los creyentes a la trascendencia en su vida diaria, al tiempo que cada celebración, así como el año litúrgico, los colocan en una tensión escatológica uniendo a los fieles a la liturgia de la Jerusalén celeste; como >Máximo el Confesor ya enseñara, la liturgia es esencialmente cósmica.
En segundo lugar, estamos todavía a la espera de una > inculturación profunda de la liturgia en cada pueblo, proceso que por el momento es muy superficial, ya que en la práctica lo que tenemos básicamente son traducciones de la liturgia latina a diferentes lenguas.
Lugar aparte dentro de la eclesiología de la liturgia ocupan las >teologías de la liberación y las >comunidades cristianas de base, en las que la liturgia debe representar un papel especial. Es necesaria una labor de desarrollo de las implicaciones sociales y misioneras de la celebración litúrgica»
El estudio de la eclesiología de la liturgia es amplio», [y pueden dibujarse con claridad cinco perspectivas: 1) La Iglesia es sacramento de Cristo presente y operante en la Liturgia (SC 2.7.5.26); 2) La Iglesia es comunidad de la Palabra y de la Eucaristía (SC 48.51); 3) La Iglesia globalmente es entendida como Madre (SC 4.14.21.60.85.102.122) y a su vez como Pueblo congregado (SC 13.14.21.29.30.33); 4) La Iglesia celebra y se manifiesta en un lugar (SC 41.48.51…). Deben notarse, finalmente, dos palabras claves para la liturgia y la eclesiología: la misma expresión Iglesia (>Ekklésia) y >asamblea litúrgica»]. Existe además una conciencia cada vez mayor de que la liturgia es un locos theologicus, una fuente para la teología sacramental» y, de hecho, para toda la teología (>Fuentes de la teología).
En algunas Iglesias no católicas se está llevando a cabo una renovación litúrgica continuada, pero hasta el momento, a excepción del documento de Fe y constitución elaborado en Lima y titulado Bautismo, eucaristía y ministerio, la liturgia no ha tenido un papel central en las discusiones ecuménicas. No obstante, durante muchos años se han estado realizando estudios comparativos y valorativos de los textos litúrgicos.
Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiología, San Pablo, Madrid 1987
Fuente: Diccionario de Eclesiología
Cristo presente en la liturgia cristiana
Liturgia indica celebración del culto público dirigido a Dios ritos, ceremonias, fiestas, oraciones, sacrificios, etc. La liturgia cristiana es un conjunto de signos portadores y eficaces de la presencia de Cristo resucitado. «Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (SC 7). Por esto, la liturgia es cristológica y eclesial por su misma naturaleza.
La liturgia es «el culto público que nuestro Redentor rinde al Padre como Cabeza de la Iglesia» (Pío XII, «Mediator Dei»). Es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» (SC 7). En toda acción litúrgica cristiana se celebra el misterio pascual de Cristo, que debe ser vivido por los creyentes y anunciado a todos los pueblos. Por esto es «la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10).
La presencia de Cristo en la liturgia tiene lugar por medio de los signos queridos por él mismo «Está presente en el sacrificio de la Misa… en los Sacra¬mentos… en su palabra… Está presente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, él mismo que prometió «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (SC 7).
Los signos litúrgicos son portadores eficaces de la presencia de Cristo, especialmente en la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, en la predicación y celebración de la Palabra, en las asambleas de oración. Son signos sensibles que «significan y cada uno a su manera realiza la santificación del hombre» (SC 7). En este sentido, la liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Cristo» (ibídem), en cuanto que se hace presente con los frutos de su sacrificio redentor.
A la luz del misterio pascual
La liturgia está centrada en el misterio pascual de Cristo, que en ella se anuncia, celebra y comunica, especialmente en el día del Señor, el «domingo». Por esto, el momento central de la celebración litúrgica es la Eucaristía, donde Cristo hace presente, de modo peculiar, su sacrificio redentor. Se da culto a Dios para poder recibir su vida divina.
La liturgia es «la fuente primaria y necesaria» de la vida cristiana y de la «actuación pastoral» (SC 14). Cuando se celebra el misterio pascual en la liturgia, «Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa, la Iglesia» (SC 7). La urgencia de evangelizar arranca siempre de esta vivencia del misterio de Cristo en sentido esponsal, es decir, de compartir su misma realidad de consagración y misión.
La renovación litúrgica gira en torno al misterio pascual, presente bajo los signos establecidos por el Señor y concretizados por la Iglesia a través de los siglos. De esta renovación dependerá en gran parte la eficacia de la evangelización, puesto que en la liturgia se hace presente Cristo, Sacerdote y víctima, como Mediador universal (cfr. Heb 7,25; Rom 8,34). La «reforma y el fomento de la liturgia» son un medio privilegiado para «invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia» (SC 1).
Toda la acción misionera de la Iglesia tiende a hacer que la comunidad de los creyentes celebre y viva el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado, escuchando la Palabra, orando, celebrando la Eucaristía y los demás sacramentos y viviendo el mandato del amor a partir del misterio pascual celebrado durante todo el año litúrgico. En la liturgia se vive la fe, de suerte que la ley de la oración (lex orandi) corresponda a la ley de la fe (lex credendi).
Dimensión misionera
Por medio de la celebración litúrgica, la Iglesia se hace «signo levantado ante las naciones» (Is 11,12; SC 2).»La liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo… hasta que haya un solo rebaño y un solo pastor» (SC 2). La comunidad eclesial renovada, por el hecho de vivir el misterio pascual desde su propia realidad cultural y sociológica, se hará capaz de inculturar los signos litúrgicos en otros ambientes culturales (cfr. SC 37-40).
Puesto que «los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios, en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (SC 10), la celebración litúrgica es eminentemente evangelizadora. Efectivamente, esta acción tiende, por su misma naturaleza, a construir una comunidad cristiana donde se celebre el misterio pascual de Cristo, especialmente en la eucaristía, sacramentos en general, predicación de la Palabra, año litúrgico y liturgia de las horas.
La comunidad eclesial, por la celebración litúrgica, se evangeliza a sí misma y evangeliza a toda la comunidad humana. La Palabra anunciada y testimoniada es anuncio de la salvación en Cristo que se presencializa por medio de la celebración litúrgica. Al mismo tiempo que, por esta celebración del misterio pascual, se construye la comunidad, ésta toma conciencia de su naturaleza misionera. Una señal clara de la implantación de la Iglesia y de su proceso de madurez, es la celebración activa y comprometida del misterio de Cristo.
La comunidad es evangelizadora cuando hace de la fe una vivencia litúrgica. Entonces tiene la capacidad de «predicar la Palabra de Dios con audacia» (Hech 4,29-31). El «cenáculo» de cada comunidad, donde se celebra la Palabra y la Eucaristía, encuentra un punto de referencia en el Cenáculo de Jerusalén, donde la comunidad apostólica estaba reunida «en oración con María la Madre de Jesús» (Hech 1,14).
Referencias Adoración, alabanza divina, año litúrgico, cenáculo, culto, domingo, Eucaristía, fiesta, gloria de Dios, Liturgia de las Horas, misterio pascual, Pascua, sacramentos.
Lectura de documentos SC; CEC 1066-1075; 1136-1209.
Bibliografía AA.VV., Comentarios a la constitución sobre la sagrada liturgia ( BAC, Madrid, 1965); AA.VV., La celebración en la Iglesia (Salamanca, Sígueme, 1985); J.J. ALLMEN, El culto cristiano (Salamanca 1968); J. LOPEZ GAY, Misiones y liturgia, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 1311-1320; J. LOPEZ MARTIN, La liturgia de la Iglesia ( BAC, Madrid, 1994); G. MARTIMORT, La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia (Barcelona, Herder, 1969); J. ORDOí‘EZ MARQUEZ, Teología y espiritualidad del año litúrgico ( BAC, Madrid, 1978).
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
En la tierra de nuestro peregrinar, hay un «lugar» donde la palabra salvadora resuena con una eficacia excepcional: la sagrada liturgia. Ella es verdaderamente un diálogo ininterrumpido entre la Palabra y el hombre, llamado a ser un eco de la divina Palabra. En efecto, la sagrada liturgia es el encuentro salvífico del Padre que está en los cielos, que viene a conversar con mucho cariño con sus hijos; es el coloquio entre el esposo, el Señor Jesús, y su amada esposa, la Iglesia, hecha partícipe del eterno canto de alabanza que el Verbo encarnado ha introducido en este exilio terrenal. La sagrada liturgia, por tanto, se alimenta abundantemente de la mesa de la Palabra de Dios: toma de la Biblia sus lecturas, canta los salmos, se inspira en la Escritura al componer himnos, plegarias, exclamaciones e invocaciones. En su desarrollo concreto, manifiesta una estructura dialogada, que expresa la vida misma de la Iglesia. En efecto, así como en el Antiguo Testamento la asamblea de Yavé es llamada, en primer lugar, a escuchar a Dios que habla: «Ojalá escuchéis hoy su voz», del mismo modo, la asamblea litúrgica, el verdadero pueblo de Dios, se reúne ante todo para escuchar la Palabra, Cristo Señor, y para unirse a él, guiada por su Espíritu, en la alabanza y en la súplica al Padre. Por tanto, la palabra de la Escritura, cuando resuena en las celebraciones litúrgicas, constituye una de las formas de la verdadera, misteriosa, indefectible presencia de Cristo entre los suyos, tal y como nos enseña el Concilio Vaticano II: «Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla». Cuando Dios habla, solicita una respuesta. Nosotros respondemos al Dios que habla y nos recuerda el acontecimiento de nuestra salvación y el81 misterio de su amor, mediante la celebración de la eucaristía —la gran plegaria de acción de gracias, memorial perenne de la pasión redentora, ofrecida junto con la víctima inmolada de nuestra propia vida— y las otras celebraciones litúrgicas, que están íntimamente relacionadas con la eucaristía.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual
La palabra «liturgia», en griego leitourgía, está compuesta de dos vocablos griegos: laos-leiton (pueblo, del pueblo) y ergon (acción). A partir del sentido genérico de acción pública, tanto civil o militar como religiosa, en el uso del griego clásico, pasó a adquirir un sentido estrictamente teológico con la versión del Antiguo Testamento hecha por los Setenta, para traducir las expresiones hebreas sheret y abhodah, que se refieren al servimo de Dios o al culto de los levitas en la tienda o en el templo de Jerusalén. En el Nuevo Testamento, con la palabra «liturgia», lo mismo que ocurre con otras palabras del área cultual, se expresan varias realidades: el ministerio sagrado del templo (Lc 1,23), la acción sacerdotal de Jesús (Heb 8,2), la ofrenda de la vida de Pablo en sacrificio (Flp 2,17), el culto de oración de la Iglesia apostólica (Hch 13,2), las obras de caridad de Pablo y de la comunidad cristiana (Rom 15,27: 2 Cor 9,12). Esta variedad de acepciones supone una verdadera teología y pone de relieve la novedad del verdadero culto en la persona de Jesús y en su sacrificio pascual, la continuidad de este culto en las celebraciones de la Iglesia y en la vida de caridad de los discípulos de Cristo, cuya existencia es un culto espiritual (Cf Rom 12,1-2).Liturgia significa la ciencia, la teología, la celebración misma del culto cristiano. Pero bajo este nombre se indican también los diversos modos de la celebración, o las diversas familias o ritos que existen en la Iglesia de Oriente y de Occidente.
pío XII ofreció un intento de definición doctrinal de la liturgia en la encíclica Mediator Dei (1947) con estas palabras: «La santa liturgia es el culto público que nuestro Redentor rinde al Padre como cabeza de la Iglesia, y es el culto que la sociedad de los fieles rinde a su Cabeza y por medio de él al eterno Padre; es el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros». El Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum concilium n. 7 y en el rico contexto bíblico y litúrgico de los números precedentes y siguientes (5-8), presenta un concepto teológico más preciso y elaborado con estas palabras : » Con razón se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre: y así, el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir la Cabeza y sus miembros, ejerce e1 culto públiCo íntegro » El concepto bíblico y central es el ejercicio sacerdotal de Cristo en su vida y en su presencia actual a la derecha del Padre, siempre vivo para interceder en favor nuestro (Heb 7 25). En su mediación sacerdotal, Cristo, siempre presente en la Iglesia, especialmente en las acciones litúrgicas, actúa en la dimensión de la economía trinitaria, que supone la persona y la obra del Padre, fuente de toda santificación y fin de todo culto, y la acción del Espíritu Santo. La doblé acción de la santificación de los hombres, es decir, de la comunicación de la vida divina y del culto, con la respuesta de la oración y de la vida, indica la estructura esencial de la liturgia como diálogo de la salvación entre Dios y su pueblo y la necesaria respuesta téologal y existencial de la alianza.
La liturgia es eclesial por naturaleza, se realiza en la Iglesia y por la mediación de la Iglesia, en su estructura sacramental y jerárquica, con el sacerdocio de los .fieles y el sacerdocio ministerial, en la experiencia concreta de la asamblea litúrgica. Así pues, los fieles tienen que participar de manera consciente, activa y fructuosa en la celebración. La mediación entre Cristo y su Cuerpo, entre el tiempo de la salvación cumplida y el hoy de la salvación comunicada, entre la eternidad donde Cristo está sentado a la derecha del Padre y el tiempo donde la Iglesia celebra sus misterios de salvación, se lleva a cabo mediante los signos sensibles y eficaces de la liturgia. Estos signos son en primer lugar la Palabra de Dios, que tiene papel importantísimo en la liturgia, los sacramentos, la oración y todas las demás constelaciones de símbolos litúrgicos (personas, acciones, cosas, tiempo, espacio) que presentan de manera propia y variada, según la institución de Cristo y las disposiciones de la Iglesia, la gracia multiforme de Cristo.
Esta celebración, por medio de ritos y de plegarias, expresa la índole social humano-divina de la salvación en Cristo.La liturgia, especialmente en la celebración de la eucaristía, » es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y . al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC lO). En efecto, «es la fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (SC 14). La liturgia celebra además la fe de la Iglesia, de la cual depende, a fin de que la ley . de la oración (lex orandi) responda a la norma de la fe (lex credendi). Las exigencias de ortodoxia y de ortopraxis litúrgica vienen de la necesidad de una recta confesión y de una mistagogia o celebración de la fe en las palabras y en los ritos, en cuanto que es una manifestación particular del misterio de Cristo y de la naturaleza de la verdadera Iglesia, En el ámbito de la liturgia de la Iglesia se comprenden las celebraciones de los sacramentos y de los sacramentales, la misma celebración o liturgia de la Palabra en sus diversas formas y acepciones, la liturgia de las horas, el año litúrgico con la riqueza de los misterios de Cristo, la veneración especial de la Madre de Dios y la memoria de los santos.
J Castellano
Bibl.: A. G. Martimort, La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia, Herder Barcelona 1987. J P. Jossua – y Congar (eds ), La liturgia Después del Vaticano II Taurus, Madrid 1969. L. Maldonado, Iniciación litúrgica, Marova. Madrid 1981; D. Borobic) (ed), La celebración en la Iglesias, 1. Liturgia y sacramentología fundamental Sígueme, ‘Salamanca 1985. J Lebon, Para vivir la liturgia. Verbo Divino, Estella 1992.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO: I. El término «liturgia» – II. Definiciones de «liturgia» anteriores al Vat. II: 1. Definiciones que han de rechazarse; 2. Definiciones que han florecido en el ámbito del movimiento litúrgico: a) Por obra de L. Beauduin, b) Por obra de O. Casel; 3. La definición de la «Mediator Dei»: : a) En la liturgia se ejerce el culto personal de Cristo, que por participación se convierte en el culto de la iglesia, b) En el concepto de liturgia entra necesariamente la santidad del hombre, c) En el concepto de liturgia entra necesariamente el rito – III. La liturgia en el Vat. II: 1. De la «Mediator Dei» a la «Sacrosanctum concilium»; 2. Las aportaciones de la SC para una definición de «liturgia»: a) La liturgia es el culto a nivel de revelación, b) Cristo con su sacerdocio propiamente no celebró una liturgia, sino que ofreció al Padre un culto en verdad, c) La liturgia es el ejercicio de la obra sacerdotal de Cristo a través de signos significativos y eficaces, d) La liturgia es la perpetua actuación del misterio pascual de Cristo; 3. La definición de «liturgia» que se desprende del Vat. II – IV. La «celebración litúrgica» en el Vat. II – V. Liturgia e iglesia – VI. Liturgia y culto privado: 1. Oración privada; 2. Oración litúrgica – VII. Conclusión: ¿Hacia un nuevo concepto de liturgia?
Para ahondar en el concepto de liturgia se podrían escoger diversos puntos de partida: se podría arrancar, por ejemplo, de la -> historia de la salvación y de su estructura sacramental; de la sacramentalidad de la iglesia en su explicitación concreta; de la problemática fe-sacramento; de nuestra experiencia cristiana; de una perspectiva antropológica, etc. Preferimos seguir la progresiva toma de conciencia por parte de la iglesia en los últimos decenios en relación con la realidad misteriosa y compleja que indicamos con el término liturgia, realidad que va mucho más allá de lo que el término pueda significar desde un punto de vista etimológico e histórico.
I. El término «liturgia»
Proveniente del griego clásico leitourgía, originalmente el término indicaba la obra, la acción o la iniciativa tomada libre y personalmente por una persona privada (individuo o familia) en favor del pueblo, del barrio, de la ciudad o del estado. Con el paso del tiempo la misma obra, acción o iniciativa perdió, por institucionalización o por imposición, su carácter libre, y así se llamó liturgia a cualquier trabajo de servicio más o menos obligatorio hecho al estado o a la divinidad (servicio religioso) o a un privado.
En la traducción griega del AT llamada de los LXX, liturgia indica siempre, sin excepción, el servicio religioso hecho por los levitas a Yavé, primero en la tienda y luego en el templo de Jerusalén. Era, por tanto, un término técnico que designaba el culto público y oficial conforme a las leyes cultuales levíticas, distinto del culto privado, al que en la misma traducción de los LXX nos referimos principalmente con los términos latría o dulía.
En el NT (evangelios y escritos apostólicos) liturgia no aparece nunca como sinónimo de culto del NT (si se exceptúa Heb 13:2), evidentemente porque en aquellos primeros tiempos el término estaba demasiado vinculado al culto del sacerdocio levítico, que no encontraba ya sitio en el NT. Sin embargo, pronto reaparece el término en los escritos extrabíblicos de oriden judeo-cristiano, como por ejemplo en Didajé 15,1, donde claramente se refiere a un servicio ministerial; en la primera carta del papa Clemente (passim), que toma por modelo para el culto cristiano el culto hebreo. Y es probablemente por esta vía de la referencia a modelos exteriores como el término liturgia, despojado ya de su específico sentido cultual levítico, toma carta de ciudadanía en la iglesia primitiva, cuyo culto designa, culto que será totalmente nuevo en el contenido, porque se produce en la realidad nueva del sacerdocio de Cristo, aunque en la forma permanecerá en muchos aspectos vinculado a su origen hebreo, origen por el que la iglesia apostólica se vio notablemente influida.
Pero aun purificado así, el término no ha tenido igual fortuna en las diversas partes de la iglesia. Mientras que en la iglesia oriental de lengua griega liturgia sirve para indicar, sea el culto cristiano en general sea, en especial, la celebración de la eucaristía, en la iglesia latina la palabra es prácticamente desconocida. Sucedió, en efecto, que mientras que otros muchos términos bíblicos neo-testamentarios -como ángel, profeta, apóstol, epíscopo (obispo), presbítero, diácono, etc.- pasaron como llevados en vilo a su traducción latina por simple transliteración, esto no sucede nunca con liturgia (leitourgía se tradujo desde el principio por officium, ministerium, munus…), y así seguirá siendo un término extraño al lenguaje litúrgico latino.
En el mundo occidental, liturgia no hará su aparición en el uso litúrgico; al principio (a partir del s. xvl) aparece sólo en el plano científico, donde entra para indicar o los libros rituales antiguos (` Liturgica «: Cassander, 1558; Pamelius, 1571) o, en general, todo lo que se refiere al culto de la iglesia, también al presente (cf card. Bona, Rerum liturgicarum libri duo, 1671). En este sentido, con Mabillon se comienza a hablar de liturgia como de un conjunto ritual determinado (De liturgia gallicana libri tres, 1685), del que se hará eco L.A. Muratori con su Liturgia romana vetus (1748), en la que publicaba coleccionados los antiguos sacramentarios romanos descubiertos hasta entonces. Por desgracia, este legítimo uso del término, que permitía hablar de liturgia oriental, occidental, latina, galicana, hispánica, ambrosiana, etc., y quería indicar los diversos modos en que se había expresado el culto cristiano a lo largo de los siglos en las diversas iglesias, fue mal entendido por algunos, y se acuñó la equivalencia «liturgia = ritualidad ceremonial y de rúbricas» (cf De Giorgi, Liturgia romani pontificis in celebratione missarum sollemni, 1731-44). Esta equivalencia permaneció estable prácticamente hasta el Vat. II, no sólo en el uso común, sino en la misma organización de los estudios eclesiásticos, en cuyo ámbito el estudio de la liturgia, como es notorio, no iba más allá del conocimiento de las rúbricas que regulan el ejercicio exterior del culto; sólo en tiempos más cercanos a nosotros se le añadió el conocimiento de algunas noticias históricas, en la medida que servían para explicar y eventualmente justificar, en el plano de la tradición, el uso de ciertos ritos.
Todo esto hay que tenerlo presente si se quiere dar antes una primera explicación de la fuerte oposición que desde siempre ha encontrado el movimiento litúrgico, comenzando por su aparición en los primeros decenios del s. xx. En efecto, se aceptaba con entusiasmo su empeño por restituir a la liturgia todo el decoro yla exactitud en las rúbricas; pero con no menos decidida hostilidad había oposición a todo esfuerzo tendente a dar a la liturgia un fundamento teológico verdadero y un valor plenamente formativo para la vida espiritual del cristiano.
lI. Definiciones de «liturgia» anteriores al Vat. II
1. DEFINICIONES QUE HAN DE RECHAZARSE. Estando así las cosas, una definición de liturgia podía formularse sólo en el plano exterior de los ritos y de las rúbricas, aun cuando fuera según ópticas diversas. Para muchos, y en general para todos los que no se ocupaban específicamente de liturgia, ésta aparecía simplemente como la parte externa y sensible del culto cristiano, tendente a revestir el culto mismo de formas exteriores que al mismo tiempo fueran capaces de exaltar su contenido de fe para hacerlo más fácilmente perceptible y estéticamente fruible. En cambio, para los que estaban más atentos a la liturgia en sí misma, o sea, en cuanto celebración (y entre éstos se deben señalar nombres ciertamente merecedores de ser recordados por la aportación dada al movimiento litúrgico y a la ciencia de la liturgia, como Callewaert, Eisenhofer, Guardini), la liturgia era la suma de las normas con que la autoridad de la iglesia regulaba la celebración del culto. Por tanto, una definición veía toda la liturgia en el plano exterior y estético; la otra la consideraba desde una óptica puramente jurídica; en efecto, la liturgia era juzgada como parte del derecho canónico.
2. DEFINICIONES QUE HAN FLORECIDO EN Fi íMBITO DEL MOVIMIENTO LITÚRGICO. El I movimiento litúrgico, desde su primera aparición, había buscado una definición de liturgia que superara las precedentes, aunque sin negarlas del todo, y que por tanto se moviese en un plano teológico.
a) Por obra de L. Beauduin. Una definición brevísima, pero a su modo completa, fue la proporcionada y explicada por L. Beauduin (1873-1960): «La liturgia es el culto de la iglesia». Toda la fuerza innovadora de esta sencilla definición reside en la palabra iglesia, que especifica en sentido formalmente cristiano el culto. Este, en efecto, recibe de la iglesia su propio carácter público y comunitario, pero no en un sentido que asimilara el culto cristiano a un culto cualquiera que emana de una sociedad cualquiera que lo establece por ley, sino en el sentido de que la iglesia, por ser en el mundo la continuación de Cristo, ejerce ese culto enteramente especial y perfecto que Cristo dio al Padre en su vida terrena. El culto de la iglesia es, por tanto, ante todo culto cristiano en sentido eminente, por ser continuación del de Cristo; es además culto comunitario y público, porque en él se expresa la naturaleza propia de la iglesia, que es comunidad visiblemente reunida en torno a Cristo Esta definición, recogida en la «Rivista liturgica» de los monjes benedictinos de Finalpia por su primer director, E. Caronti (1882-1966), el año mismo de su fundación (1914), hizo que todo el movimiento litúrgico italiano se viera gradualmente transformado por este primer esbozo de teología litúrgica, que de tal modo veía la luz en Bélgica y en Italia ya en el tercer lustro de nuestro siglo.
b) Por obra de O. Casel. Sin desconocer el valor objetivamente teológico de la definición de Beauduin, el benedictino alerúán O. Casel, de María Laach (1886-1948), estima que la liturgia puede y debeconocerse no sólo a través de un proceso lógico que se desarrolla desde el género (culto) hasta la diferencia específica (iglesia), sino también en sí misma, es decir, estudiándola tal como es y se manifiesta: como -> celebración.
Partiendo del hecho de que la celebración litúrgica es constantemente llamada misterio tanto en el lenguaje litúrgico como en el patrístico, y tomando esta palabra en el sentido con que aparece en el ámbito cultual de la llamada «religión de misterios»‘, Casel descubre que los componentes esenciales de la celebración o misterio, en cuanto término técnico cultual, son: 1) la existencia de un acontecimiento primordial de salvación; 2) la presencia del mismo acontecimiento por medio de un rito; 3) gracias a su presencia ritual cada hombre en cada tiempo actúa como propio el acontecimiento primordial de salvación. Con estos datos en la mano, Casel considera que la liturgia, por el hecho de presentarse como misterio, se autodefine como «el misterio de Cristo y de la iglesia» o más claramente: «La liturgia es la acción ritual de la obra salvífica de Cristo, o sea, es la presencia, bajo el velo de símbolos, de la obra salvífica de la redención»’. Es claro que esta concepción de liturgia derrumba la idea misma de culto. En efecto, éste, en la perspectiva mistérica, no es ante todo la acción del hombre que busca un contacto con Dios a través del ofrecimiento de su homenaje y de su adoración, sino un momento de la acción salvífica de Dios sobre el hombre, de modo que éste, una vez asumido en el misterio de Cristo hecho presente en el rito, pueda alabar y adorar a Dios «en espíritu y verdad». A nadie se le escapó la profundidad y la riqueza teológica que esta visión mistérica aportaba a la liturgia, aunque no todos se mostraron siempre persuadidos del valor probativo de los testimonios que Casel aducía del lenguaje de los padres y de los textos litúrgicos antiguos, tanto orientales como occidentales. Sin embargo, es indudable que la investigación teológica sobre la liturgia ya no puede prescindir de Casel y de confrontarse con su pensamiento, puesto que éste ha penetrado fuertemente en la conciencia litúrgica de la iglesia.
Entretanto, el movimiento litúrgico, al par que suscitaba nuevas ideas en el plano de una profundización en el conocimiento de la liturgia, no había dejado de impulsar a alguno, más voluntarioso e incluso más fantasioso de cuanto la prudencia aconsejara, a introducir ciertas novedades en el plano ritual, que además de revelarse como infracciones disciplinarias podían tener aspectos doctrinales no siempre seguros. Al surgir polémicas que estos puntos de vista teóricos y prácticos contrastantes provocaban, implicando no sólo a personas particulares, sino también a todo el cuerpo episcopal llamado a tomar parte a favor de unos o de otros 5, intervino el papa Pío XII con su encíclica Mediator Dei (20 de noviembre de 1947).
3. LA DEFINICIí“N DE LA «MEDIATOR DEI». En la encíclica de Pío XII, al tiempo que se insiste con energía en la fidelidad a las formas tradicionales, se proscribe cualquier novedad en materia de lengua y de ritos, se hace una llamada sobre el valor normativo obligatorio de las disposiciones disciplinarias en materia de culto y a la vez se rompe más de una lanza en favor de devociones y de prácticas religiosas demasiado a menudo nacidas fuera o incluso contra todo espíritu litúrgico, se trata también de sacar provecho de los progresos realizados en el conocimiento de la naturaleza teológica de la liturgia. Reprobadas, en efecto, como inadecuadas e insuficientes las concepciones de liturgia que hemos resumido [t supra, 1], la encíclica señala la posición precisa sobre el interrogante más candente del momento: ¿qué es la liturgia? Para la encíclica, la liturgia, vista en su contenido, es «la continuación del oficio sacerdotal de Cristo» o, sin más, «el ejercicio del sacerdocio de Cristo»‘; vista luego en la realidad completa de la celebración, se define como «el culto público que nuestro Redentor, cabeza de la iglesia, tributa al Padre y que la comunidad de los fieles tributa a su fundador y, por medio de él, al Padre; o bien, más brevemente: la liturgia es el culto público total del cuerpo místico de Cristo, cabeza y miembros»5.
a) Cristo, como sacerdote y mediador del NT, no ha querido que se interrumpiese el culto sagrado que él había tributado al Padre durante su vida terrena. Por eso fundó la iglesia, es decir, edificó sobre sí a los fieles, los cuales, hechos templo santo en el Señor, «pudieran tener en común con el Verbo encarnado el intento, la función y el deber» del culto al Padre 9. Por tanto, el primer elemento constitutivo y especificativo de la liturgia es que en ella se ejerce el culto personal del mismo Cristo, que por comunicación se convierte en culto de la iglesia. Hay que tener bien presente este primer aspecto de la liturgia, ya que sobre él se funda su nota absolutamente particular: la liturgia, por su naturaleza íntima, es sacramental, al ser siempre signo de una efectiva presencia de Cristo.
b) Cristo tributó culto al Padre no sólo reconociendo y proclamando su gloria, sino constituyendo su reino de gloria, que es la iglesia en cuanto «universal ciudad redimida» (san Agustín). En efecto, el reino fue constituido por Cristo no como unacontecimiento exterior (cf Heb 9:11-12), sino como una «redención eterna» (ib), que ha purificado nuestra conciencia de las obras de muerte de modo que así podamos «servir [es decir, dar culto] al Dios viviente» (v. 14). Así pues, Cristo ha dado culto al Padre de tal modo que lo ha glorificado, y al mismo tiempo nos ha hecho dignos a nosotros de tributar gloria a Dios: a través de la gloria que daba al Padre, Cristo glorificó personalmente al Padre y santificó a los hombres para transformarlos «en alabanza de su gloria» (Efe 1:5-12). De suerte que el culto sacerdotal de Cristo comprende un segundo elemento: la santidad del hombre, la cual entra así necesariamente en el concepto de liturgia. Como Cristo dio culto al Padre no con el ofrecimiento sacrificial de toros y becerros, sino con el sacrificio de la propia voluntad en el cumplimiento perfecto de su beneplácito, así el hombre ofrece a Dios «el sacrificio del espíritu contrito», es decir, todo su ser, «como sacrificio santo, agradable a Dios en culto espiritual» (Rom 12:1).
c) Pero puesto que la santidad del hombre consiste en una transformación moral que es consecuencia de la unión y participación del hombre mismo en Cristo y en sus misterios salvíficos a través de los sacramentos de la iglesia, esto es, a través de los ritos que actúan la imagen o el símbolo del mismo Cristo santificador, se sigue que el rito entra necesariamente como tercer elemento en el concepto de liturgia.
De todo esto se derivan dos consecuencias: 1) el culto litúrgico en tanto es comunitario en cuanto es acción personal: en primer lugar de Cristo, y luego de la iglesia con Cristo y en Cristo; 2) el valor principal de los ritos en la liturgia no reside en su valencia psicológica (como si fueran un medio para percibir una vérdad oculta y un elemento requerido por la naturaleza sensible del hombre), sino en su naturaleza sacramental: son símbolos e imágenes reales de lo que representan, por lo que nos ponen en contacto con Cristo, de forma que podemos dar al Padre un culto numéricamente idéntico al que Cristo mismo le dio.
Por tanto, es de grandísima importancia el hecho de que la liturgia, antes que acción de la iglesia hacia Dios, es acción de Cristo en la iglesia, de forma que la liturgia precede a la iglesia con prioridad de naturaleza y con prioridad lógica, en cuanto que la iglesia primero es sujeto pasivo de la liturgia y luego pasa a ser sujeto activo. Sería verdad lo contrario si el aspecto «social» fuera principal en la liturgia, en cuanto que esto implicaría la existencia de una iglesia como sociedad antes de poder obrar como sociedad. Por el contrario, la iglesia existe realmente sólo en virtud de la acción cultual de Cristo (bautismo-eucaristía), que une a los hombres en iglesia. Consiguientemente: si la iglesia es sujeto en primer lugar pasivo de la liturgia, la liturgia es elemento constitutivo de la (= que constituye a la) iglesia. La iglesia no nace en absoluto por una simple promulgación de la ley nueva, sino sólo cuando los .apóstoles, yendo por el mundo, bautizan en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mat 28:19), de suerte que los hombres que creen se salven (Me 16,16; cf Heb 2:41).
III. La liturgia en el Vat. II
Por lo que precede se puede ver el camino recorrido para llegar a una comprensión cada vez más profunda de la liturgia: iniciado hace unos cuatro siglos, en los últimos veinte años anteriores al concilio aceleró su ritmo. El Vat. II es su punto de llegada, pero para convertirse inmediatamente en punto de partida.
1. DE LA «MEDIATOR DEI» A LA «SACROSANCTUM CONCILIUM». El concepto de liturgia que nos ha ofrecido la SC es casi idéntico al de la Mediator Dei. Lo demuestra una comparación de los textos: Mediator Dei: «Cum liturgia nihil aliud sit, nisi huius sacerdotalis muneris [Christi] exercitatio»; SC 7: «Merito igitur liturgia habetur veluti Jesu Christi sacerdotalis muneris exercitatio, in qua per signa sensibilia significatur…» Mediator Dei: «Sacra… liturgia… integrum constituit publicum cultum mystici Jesu Christi corporis, capitis nempe membrorumque eius»; SC 7: «… et efficitur sanctificatio hominis et a mystico Jesu Christi corpore, capite nempe eiusque membris integer cultus publicus exercetur». Adviértase que tales palabras tanto en la Mediator Dei como en la SC hacen de conclusión de lo que los dos documentos afirman sobre la encarnación del Señor; en efecto, ambos documentos proponen la liturgia como una cierta continuación real de la encarnación del Señor. Por tanto, ésta no es considerada en su constitución física, en cuanto unión de la naturaleza humana individual con la naturaleza divina en la única persona del Verbo, sino más bien en su razón formal y teológica, esto es, como un medio para un fin: unir al hombre con Dios y a Dios con los hombres.
Sin embargo, esta semejanza no debe inducir a pensar que la SC no haya hecho otra cosa que repetir lo que había dicho ya la Mediator Dei, puesto que la implantación de los dos documentos es fundamentalmente diversa. La Mediator Dei arranca del culto privado-público e interno-externo, que existe primero en el plano natural y se convierte luego en sobrenatural, porque el hombre ha sido elevado precisamente del orden natural al orden sobrenatural. La SC, descartado este proceso fatigoso e incierto basado en premisas filosóficas, parte directamente de una perspectiva de teología bíblica: la del eterno designio salvífico de Dios, que se actúa gradualmente en la revelación de Dios en el hombre, hasta concluirse en Cristo y continuarse en la iglesia por medio de la liturgia (SC 5-7). Este plan se revela en la historia de la salvación por medio de los profetas, y últimamente por medio de Cristo y en Cristo, en cuya humanidad (misterio de la encarnación) se nos ha concedido de una vez para siempre el sótérion, el «instrumento de la salvación» (Luc 2:30 : cántico de Simeón). Pero esta salvación en Cristo comprende dos realidades; en efecto, en Cristo «ha tenido lugar la perfecta aplacación de nuestra reconciliación y se ha constituido entre nosotros la plenitud del culto divino» («nostrae reconciliationis processit perfecta placatio et divini cultus nobis est indita plenitudo»: Sacramentario Veronense, ed. Mohlberg 1256). Estos dos hechos, que ya habían sido preparados en el AT y encontraron cumplimiento en la persona de Cristo, constituyen el -> misterio pascual, que es la obra de la redención de Cristo, de la que nace la iglesia (SC 5).
Al introducir el concepto y la realidad del misterio pascual, la SC pone el culto del NT como en un lugar que es coextensivamente teológico y litúrgico, esto es, le confiere una dimensión particular. En efecto, el misterio pascual no es cierta determinación temporal que indicaría sólo un día especial en el calendario religioso, sino que es un hecho teológico que tiene una modalidad litúrgica. En realidad es aquel mismo plan de salvación, de redención, escondido en Dios, que se convierte en misterio en la revelación que encuentra en Cristo (misterio de la encarnación); en este sentido es un hecho teológico; y, sin embargo, se encuentra bajo la modalidad litúrgica, porque la pascua, que de suyo es el «paso para proteger y liberar», consiste en un rito: es la misma redención o salvación obtenida en y a través de un rito.
La SC, como primera cosa, inserta de modo directo en la obra de Cristo consumada a través del misterio pascual -o sea, en el orden cultual de la encarnación- el misterio de la iglesia: «Esta obra de la redención… y de la… glorificación de Dios… Cristo, el Señor, la realizó principalmente por el misterio pascual… Por este misterio, con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida (Misal Romano, Prefacio pascual, 1). Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la iglesia entera (Sacramentario Gelasiano 432)» (SC 5). Luego prosigue demostrando que este mismo misterio pascual se actúa ahora en la iglesia según dimensiones históricas que ya poseía: a través del ministerio profético de la iglesia (cf AT) que anuncia el misterio, y a través de la actuación litúrgica de este último (SC 6). Concluye, por último así: «Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y… realizan la santificación del hombre, y así el cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7).
Con esta definición se pone la liturgia en la misma línea del misterio Integral de la encarnación de Cristo en cuanto misterio de la redención de los hombres y de la glorificación de Dios; más aún, se la presentacomo continuación (ejercicio) o actuación última y permanente del mismo. Por tanto, la liturgia es el momento último, es decir, escatológico, de la encarnación bajo su modalidad de misterio pascual.
2. LAS APORTACIONES DE LA SC PARA UNA DEFINICIí“N DE «LITURGIA». La consideración analítica y sintética de la SC conduce, por tanto, a estudiar a fondo algunos puntos principales con vistas a una definición de liturgia.
a) La liturgia es culto a nivel de revelación. La SC, sin detenerse en consideraciones de orden filosófico y antropológico -consideraciones que permanecen válidas en su plano también a propósito de la liturgia-, presenta la liturgia inmediatamente como continuación/ actuación del culto perfecto que Cristo tributó, en su humanidad, al Padre. Definido como «culto dado en plenitud» («in Christo… divini cultus nobis est indita plenitudo»: SC 5), es aquel por el que Cristo se reveló como el verdadero y definitivo realizador del «sacerdocio» perfecto, esto es, interior y espiritual, que Dios pedía a Israel en Exo 19:5-6. De este mismo culto es el cristiano, por su participación y semejanza con Cristo, el continuador en la liturgia, hasta el punto de que en tal culto el rito no es ya directamente -como sucede en el culto natural- la expresión simbólica de la relación con que el hombre trata de entrar en contacto con Dios, sino que es ante todo símbolo de la acción con la que Dios efectúa la transformación del hombre en Cristo. En efecto, como consecuencia de esta transformación será el hombre para Dios lo que Cristo era para el Padre: el hijo que lo honra y lo glorifica con su misma existencia, hecha de obediencia y de amor por él.
b) Cristo con su sacerdocio propiamente no celebró una liturgia, sino que ofreció al Padre un culto en verdad. A diferencia del sacerdocio comúnmente entendido, que es una función/encargo por el que quien está investido del mismo tiene el poder de interpretar y expresar autoritativamente en formas rituales externas el sentimiento religioso de adoración del pueblo, el sacerdocio de Cristo tiene un valor totalmente distinto. En Cristo, el sacerdocio es el momento en que Jesús, llevando al plano del obrar la unión de la humanidad con la divinidad realizada en el plano del ser por la encarnación, da culto al Padre uniendo perfectamente la voluntad propia a la del Padre. De este modo, la mediación que Cristo realiza entre el hombre y Dios por la unión de las naturalezas (mediación objetiva) se convierte en mediación sacerdotal (mediación subjetiva), porque en el culto propio lleva a Dios el culto de toda la humanidad, haciéndose así «camino nuevo y viviente» que permite a todos el acceso al Padre (Heb 10:19-20). Pero aunque este culto era, en cuanto interior y espiritual, una «liturgia mejor» (Heb 8:6) que el de cualquier otro sacerdocio, no revestía sin embargo formas celebrativas externas de ninguna clase. En efecto, en él el sacerdocio se realizaba en la plena identificación del oferente con la ofrenda: Cristo era sacerdote viviendo el ofrecimiento de sí mismo al Padre.
c) La liturgia es el ejercicio de la obra sacerdotal de Cristo a través de signos significativos y eficaces. En todo culto la forma ritual es siempre expresión simbólica de una realidad que está en un nivel superior a la forma. Pero mientras que en el culto natural el rito es símbolo de la realidad religiosa del hombre, el régimen simbólico en que está constituida la liturgia tiene ante todo la tarea de expresar, haciéndolo presente y posible para la iglesia, el culto mismo que Cristo tributó al Padre en su vida. En virtud del signó simbólico es como la liturgia, que se ha convertido en «misterio del culto de Cristo», reviste naturaleza y función sacramental. Sus ritos simbólicos son, en efecto, lo que para Cristo era su humanidad, en el sentido de que el culto dado por Cristo al Padre inmediatamente en su humanidad, ahora con la mediación del rito se le comunica, para que se asocie a él, a toda la humanidad redimida (iglesia). Y como el culto de Cristo se expresa directamente en su santidad, el rito litúrgico es ante todo signo de la santificación que Cristo obra en nosotros, y en cuanto tal es, en su misma ritualidad, signo de nuestro culto espiritual. En la liturgia se ejerce así la acción sacerdotal de Cristo, y de este modo la celebración de la iglesia adquiere la característica propia del culto de Cristo: ser glorificación de Dios mediante la santificación del hombre.
d) La liturgia es la perpetua actuación del misterio pascual de Cristo. El misterio de Cristo se llama pascual porque en la muerte de Cristo encontró su cumplimiento la promesa con la que Dios había anunciado que quería establecer su «testamento» (diatéké, testamentum, alianza) con su pueblo a fin de asumirlo como pueblo «especial, real y sacerdotal». Pascua, en efecto, fue la muerte de Cristo -es decir, su éxodo (tránsito)-, en cuanto que no quedó prisionero de la muerte, sino que fue resucitado por el Padre y, por tanto, al subir al Padre, «llevó consigo una multitud de cautivos», o sea, liberó a los hombres prisioneros (del pecado y de la muerte) y les «dio dones», es decir, «otorgó el don del Dios altísimo», el Espíritu Santo, mediante el cual hemos recibido nola ley «de nuevo en el temor», sino aquel «amor que hace que nos llamemos hijos de Dios y en efecto lo seamos» (1Jn 3:1). Esta pascua de Cristo, hacia la que tendía todo el AT y toda su vida, aunque ha tenido lugar en la historia (es decir, en un momento dado de la historia del mundo), no está condicionada históricamente (es decir, no está confinada y cerrada en la historia); celebrada en la liturgia, es la aplicación y la actuación en el tiempo, de modo diverso según las épocas, de la acción salvífica de Dios. En efecto, en el AT la pascua realizaba en todas las generaciones del pueblo hebreo la promesa de la salvación que se había dado mediante Moisés; en el NT la pascua realiza en todas las generaciones cristianas la verdad de la salvación que se ha efectuado mediante Cristo.
También por este motivo toda la liturgia de la iglesia está en la línea y en la perspectiva pascual y constituye el último momento de la historia de la salvación. En efecto, la liturgia no es otra cosa que la actuación de aquel «anuncio de la muerte del Señor hasta que venga», de que habla san Pablo (1Co 11:26). Es decir, es la anamnesis, memoria actual y real de las realidades que Cristo mismo obró; es la anamnesis, memoria real y actual de su pascua, es decir, de su éxodo «de este mundo al Padre» (Jn 13, I a) cuando amó a los suyos «hasta el fin» (Jua 13:1b), total y eternamente, liberándolos de la muerte y uniéndolos de nuevo con Dios.
3. LA DEFINICIí“N DE «LITURGIA» QUE SE DESPRENDE DEL VAT. II. Siguiendo la intención y la expresión del concilio, finalmente podemos de algún modo definir la liturgia. Es «una acción sagrada a través de la cual, con un rito, en la iglesia y mediante la iglesia, se ejerce y continúa la obra sacerdotal de Cristo, es decir, la santificación de los hombres y la glorificación de Dios».
a) Acción sagrada: una acción de culto. Acción, por tanto, no en sentido exterior, sino en el sentido contenido en las palabras de Cristo: «He cumplido la obra que tú [Padre] me encomendaste». En efecto, en la liturgia «se ejerce [exercetur] la obra de nuestra redención» (SC 2). .
b) A través de la cual: la expresión indica la naturaleza instrumental de la liturgia, la cual es coextensivamente un medium quo y un medium alicuius. No es una acción sagrada genérica con la que se hace algo en orden a Dios; es, por el contrario, una acción cuya virtud deriva del hecho de ser el medio a través del cual Cristo mismo se hace presente como agente principal. En efecto, la liturgia es una acción comunicada por Cristo a la iglesia, y a través de la cual ésta realiza cuanto Cristo mismo realizó.
c) Con un rito: el rito es el signo sagrado que significa una realidad y la realiza. Esta naturaleza ritual de la liturgia no ha de verse ante todo, como se hace demasiado a menudo, en la línea antropológica, en cuanto que el hombre tiene necesidad de signos externos. No se niega esto en absoluto; pero el rito como signo indica relación con Cristo, porque sirve para significar y actuar la memoria y la presencia de Cristo; y como Cristo realizó una obra divina en la humanidad unida al Verbo de Dios, así el rito litúrgico aporta en su materialidad el significado y la potencia del Verbo de Dios; de este modo es como una longa manus de Cristo, que nos hace tocar la misma divina potencia de su humanidad.
d) En la iglesia: se entiende la iglesia como el cuerpo vivo y real de Cristo, en el que el mismo Cristo cabeza está presente y es coagente. Se dice «en la iglesia», porque ella es el primer sujeto pasivo de la liturgia. En efecto, la obra sacerdotal de Cristo tiende a hacer de los hombres la iglesia. Tomando la parte por el todo -es decir, la eucaristía por la liturgia-, podemos decir con los antiguos: «La eucaristía hace a la iglesia», porque a través de la acción litúrgica es realizada la iglesia, «habiendo sido elegidos y llamados (_ «hechos iglesia») para ser alabanza de Dios» (cf Ef 1).
e) Mediante la iglesia: por tanto, Cristo no obra ya ahora su propio misterio directamente y por sí solo, sino mediante la iglesia. En efecto, la obra sacerdotal de Cristo pasa a ser por participación la obra sacerdotal de la iglesia en cuanto cuerpo de Cristo, y por tanto la liturgia pertenece a la iglesia como su realidad peculiar. La liturgia es la modalidad particular del culto en la que, mediante la iglesia, acontece ahora en el mundo lo que en otro tiempo realizó Cristo en su misterio (Cristo tiene como propio su misterio; la iglesia tiene como propia la liturgia, que es ese modo determinado de actuar tal misterio a través de los ritos). Puesto que la iglesia está «asociada» a Cristo en la ejecución de esta obra sacerdotal, se dice con acierto que ahora esta obra se cumple y se actúa en el mundo «mediante la iglesia».
f) Se ejerce y continúa: «se ejerce», es decir, es puesta en ejercicio, se hace actual; «se continúa», es decir, se actúa incesante y perennemente, sin interrupción. La obra sacerdotal de Cristo, que es la salvación del mundo, no constituye en Cristo sólo un gran mérito en virtud del cual se reputa a los demás hombres santificados porque cuanto hizo Cristo se considera como hed4 ol para ellos; al contrario, todo lo que Cristo hizo se considera como hecho por todos los hombres. Ahora bien, lo que deiure fue hecho en Cristo por la naturaleza humana de todos, ahora de facto se ejerce a través de la liturgia por cada una de las personas agrupadas en la unidad del cuerpo de la iglesia.
g) La obra sacerdotal de Cristo: es la obra total de la encarnación que Cristo realizó de modo sacerdotal; es decir, como mediador que une a Dios con los hombres y a los hombres con Dios: todo ello mediante su sacrificio. Es la obra que realizó en su misterio pascual, a través de la cual él mismo, al recibir verdaderamente las promesas de Dios, liberó a todos los hombres y los constituyó como «nación santa, pueblo peculiar, linaje escogido, sacerdocio real» (1Pe 2:9).
h) Santificación y glorificación: la de Cristo fue obra de glorificación de Dios a través de la santificación de los hombres. Cristo, en efecto, dio culto a Dios en el sentido de que en sí mismo recondujo hasta Dios a los hombres purificados, santificados y reconciliados. Esta misma obra se actúa ahora en la liturgia: en ella es santificado el hombre, y de este modo puede dar gloria al Padre. En realidad, los adoradores en espíritu y verdad existen sólo cuando los hombres, sometiéndose totalmente a Dios, lo reconocen como su creador v redentor.
IV. La «celebración litúrgica» en el Vat. II
Si nos atenemos a la definición referida, el ser culto sacerdotal de Cristo comunicado a la iglesia y ejercido por la iglesia constituye la doble formalidad por la que la liturgia, por un lado, se diferencia esencialmente de cualquier culto natural -en cuanto que, como culto a nivel de revelación y de historia de la salvación se realiza sólo en el hombre renovado en Cristo (sobrenaturaleza)- y, por la otra, se presenta como culto de la iglesia.
Estudiar de forma penetrante el sentido profundo de esta formalidad, que quiere poner de manifiesto la indispensable naturaleza eclesial de la liturgia, siempre fue difícil, por las implicaciones jurídicas que se han descubierto en la fórmula culto de la iglesia.
Ya Beauduin, mientras por una parte afirma que el sujeto de soporte de la liturgia es la iglesia -cuerpo místico de Cristo- en su integridad, por la otra afirma también que la liturgia no sólo en su ordenamiento, sino también en su ejercicio depende únicamente de la iglesia jerárquica, por la razón de que sólo en ésta se ejerce en plenitud el sacerdocio de Cristo.
Análoga es la posición de la encíclica Mediator Dei, de Pío XII, la cual, aunque define la liturgia como «culto integral del cuerpo místico de Cristo», en la práctica la considera «principalmente cosa de los sacerdotes que la ejercen en nombre de la iglesia»; porque «sólo ellos están signados con el carácter indeleble que los configura con el sacerdocio de Cristo».
Como se ve, la liturgia, de culto de la iglesia pasa a ser culto en nombre de la iglesia, fórmula por la que la liturgia se inscribe en el área directamente jurídica de la oficialidad y se convierte así en una acción pública. Era lo que el CDC de la época (can. 1256) había especificado ya definiendo a la liturgia como «culto público», porque es culto que se tributa a Dios «en nombre de la iglesia» por personas legítimamente delegadas por la misma iglesia y según ordenamientos dispuestos institucionalmente por ella.
Al decir que la liturgia es «culto público hecho en nombre de la iglesia» se entra en la lógica de la conocida distinción/ oposición entre culto privado y culto público, distinción que se refiere no al modo de realizar la acción de culto (en privado o en público), sino al sujeto diferente que realiza el culto, el cual puede ser el individuo particular -que obra como tal, esto es, en nombre propio- o bien la sociedad, la cual puede obrar por medio de un encargado suyo, cuyas acciones, llevadas a cabo en nombre de la sociedad, revisten valor oficial. De este modo, la liturgia sería culto público y oficial porque estaría hecho en nombre de la iglesia-sociedad por quien por oficio es diputado suyo. Poner, por tanto, la liturgia en la categoría del culto público significa no tanto insinuar su aspecto externamente visible cuanto más bien señalar su posición de oficialidad, que la hace acción representativa del culto que la comunidad (iglesia) da a Dios por medio de alguien que obra en su nombre.
Una primera consecuencia de ello sería ésta: si la liturgia es por definición culto público-representativo, no puede darse sino en virtud de una mediación, que en nuestro caso viene dada por aquel que por oficio es delegado para el culto en la iglesia. Una segunda consecuencia sería que toda acción de culto hecha por un privado nunca podrá tener valor y sentido de liturgia, y toda acción de culto que normalmente se considera litúrgica dejará de ser tal si la realiza un privado. Ejemplo clásico: antes de la reforma querida por el Vat. II, si un sacerdote, solo o en grupo, rezaba el rosario no hacía liturgia, porque en este caso él era un privado, al no extenderse su delegación hasta el rosario; si un privado, solo o en grupo, rezaba el breviario -oración litúrgica por excelencia-no hacía liturgia, porque no estaba delegado para esta oración.
Si consideramos todo el c. 1 de la SC, se diría que se delinea otra situación, debido a que en la constitución litúrgica nunca aparece explícita ni la idea de oficialidad ni la de delegación para el culto, aun cuando en SC 7 la definición de liturgia coincide hasta en el uso del término público con la de la Mediator Dei. Si el aspecto jurídico de la oficialidad se hace todavía repetidamente manifiesto en el c. IV de la SC (oficio divino) con la atribución, de nuevo, a la liturgia de la delegación como elemento constituyente del culto de la iglesia, esto probablemente se debe sobre todo a la falta de perfecta coordinación entre las diversas comisiones de estudio que realizaron la constitución conciliar.
Es lo que se debe deducir del hecho de que el documento de aplicación de dicho c. IV de la SC, es decir, la Ordenación general de la Liturgia de las Horas (OGLH) reconoce plenamente a la liturgia de las Horas, aun poniéndola fuera de toda idea de oficialidad y de delegación, el grado y la naturaleza de liturgia por el mero título de ser oración de la comunidad (OGLH 9; 17), de la iglesia (ib, 15; 17). Se explicita así la sentencia conciliar que declara a las acciones litúrgicas «acciones que pertenecen a todo el cuerpo de la iglesia» (SC 26), y la liturgia se convierte por sí misma en «misión» de la iglesia (OGLH 27) y tarea de toda la comunidad (ib, 28).
Por consiguiente, la celebración de la liturgia de las Horas revela como iglesia no sólo -de manera particular- a la comunidad reunida con el obispo, con quien le sustituye (ib, 20) o con el párroco (ib, 21), sino también cualquier otra asamblea de fieles reunida para la celebración comunitaria de la liturgia de las horas (cf ib, 21; 22), sean laicos (ib, 27) o comunidades religiosas (ib, 24). Es evidente que la oración de las comunidades aparece tanto máscomo un hecho eclesial cuando se produce bajo la presidencia del obispo (ib, 20) -definido en nuestro caso como aquel que «deberá sobresalir por su oración entre todos los miembros de la iglesia» (ib, 28)- y del párroco, «pastor que hace las veces del obispo» (ib, 21). De éstos se dice que, además de haber recibido la «misión canónica» de convocar y dirigir la oración (ib, 23), «se les confía» también como «obligación personal» (ib, 28) y por «mandato especial» (ib, 17; 29) la celebración de la misma oración: obligación que ha de cumplirse asimismo con la celebración en privado, en caso de que estuviera ausente la comunidad (ib, 28). Aunque al respecto aparezca todavía el término delegación (ib, 28), su significado ya no es el de antes. En efecto, la diputación de que hablaba el CDC de 1917 era aquella por la que una acción de culto se convertía por vía oficial en liturgia, o sea, culto de la iglesia, por ser hecha «en nombre de la iglesia». Ahora, por el contrario, la «misión canónica» y el «mandato» fundan el deber de «convocar y dirigir» y la obligación de «celebrar» la liturgia de las Horas, a fin de que «al menos ellos aseguren… el desempeño de lo que es función de toda la comunidad, y se mantenga en la iglesia sin interrupción la oración de Cristo» (ib, 28). Con otras palabras: el mandato se refiere sólo a la obligación de ejecutar una oración que es ya en sí misma liturgia de la iglesia.
En coherencia con este conocimiento más profundizado de la realidad eclesial de la liturgia, el nuevo CDC de 1983 (can. 1173) pone también la liturgia de las Horas directamente como acción de la iglesia, que ejerce el sacerdocio de Cristo; el nuevo código no alude, a propósito de los ministros sagrados, a una delegación litúrgica de los mismos (can. 276).
De cuanto precede se derivan algunas consecuencias que nos parece pueden ayudar a comprender mejor la liturgia en su relación con la iglesia y con el culto privado.
V. Liturgia e iglesia
La liturgia, en cuanto ejercicio del sacerdocio de Cristo actuado en la iglesia, es acción conjunta de Cristo y de la iglesia, en el sentido de que «Cristo asocia siempre consigo a su esposa la iglesia» en la realización de «esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (SC 7). Sin embargo, aun siendo la liturgia acción común de Cristo y de la iglesia, Cristo conserva siempre en ella la propia posición de cabeza, y la iglesia se actúa como cuerpo suyo. De esta doble posición deriva una distinción de papeles -papel de cabeza (Cristo) y papel de cuerpo (iglesia)- que en la liturgia se concretan en los ministros (cabezas-vicegerentes de Cristo cabeza) y en la comunidad (real cuerpo de Cristo).
Cristo ejerce su propio papel de cabeza en la liturgia: primero, cuando, comunicando -por medio de los ministros sagrados- a los hombres su propia gracia (Jua 1:16), con esta obra suya de santificación los hace pueblo santo de Dios, o sea, iglesia; segundo, cuando comunica a la iglesia, así constituida, aquella misma alabanza que él elevaba al Padre.
La iglesia cumple su propio papel de cuerpo de Cristo en la liturgia cuando, aceptando la acción santificadora de Cristo, continúa la oración y la alabanza que él ofreció al Padre en los días de su vida terrena (Heb 5:7) y que, ofrecida por la iglesia, sigue siendo la oración que Cristo -pero hoy con su cuerpo, la iglesia- presenta al Padre (cf SC 84).
En este sentido la liturgia, acción sacerdotal de Cristo, se llama con razón «culto de la iglesia».
La liturgia es, pues, el culto de la iglesia no porque se ejerce «en nombre de la iglesia» que manda u ordena el culto, sino porque se ejerce in persona ecclesiae, es decir, por quien como comunidad (a) o como individuó (b) personifica a la iglesia.
a) La comunidad que personifica o encarna a la iglesia es ante todo la comunidad que constituye la iglesia local. Por consiguiente, la liturgia de la iglesia local es aquella en la que propiamente la liturgia se revela y se ejerce como liturgia de la iglesia. La determinación local, así como no quita a cada una de las comunidades su característica de ser verdaderamente iglesias (LG 26), más aún, la aumenta, porque les confiere una cierta visibilidad (AG 37) y carácter concreto (LG 11), tampoco disminuye, antes al contrario pone de manifiesto la nota eclesial de su liturgia. En efecto, ésta sólo existe como liturgia en acto cuando es local, o sea, cuando hay una comunidad que la celebra en un determinado lugar «.
Pero una celebración local de la liturgia es prevista como verdadera y auténtica liturgia también cuando la hace cualquier comunidad eclesial, es decir, situada en el interior, pero como parte -aunque sea mínima- de la iglesia local. Es el caso de las comunidades monásticas, masculinas o femeninas, cuya oración es verdaderamente liturgia de las Horas, porque en ella representan «de modo especial a la iglesia orante» (OGLH 24). Igualmente una comunidad, aunque sea ocasional, formada sólo por laicos, si celebra, aunque sólo sea parcialmente, la liturgia de las Horas, realiza «la misión de la iglesia»; y es liturgia de la iglesia también la deseada celebración de las horas que se da en el ámbito restringido de la familia, visto que por tal celebración la familia «se siente más insertada en la iglesia» (OGLH 27).
b) El individuo que personifica o encarna a la iglesia es propiamente el ministro sagrado, es decir, aquel que, constituido «en el orden» por un sacramento especial, recibe el «Espíritu de cabeza» (Spiritus principalis) que lo hace «obispo, pastor y sumo sacerdote» en la iglesia, o al recibir «el segundo grado del ministerio» se convierte en presbítero y «colaborador» del obispo en su oficio pastoral y, por tanto, también en el sacerdocio.
En ambos casos el orden comunica la gracia sacramental por la que el obispo y el presbítero adquieren la capacidad de obrar como vicegerentes de Cristo, cabeza del cuerpo. En efecto ellos, que por el bautismo eran, como todos, miembros del cuerpo de Cristo, por el sacramento del orden han sido hechos cabezas en el cuerpo de Cristo (PO 2). Así como Cristo cabeza «lleva a todos en sí mismo» (Cipriano, Efe 63:13), también el obispo y el presbítero en cuanto cabezas-vicegerentes de Cristo llevan en sí toda la comunidad de la que, en dependencia de Cristo, son cabezas. Por consiguiente, como Cristo en la celebración litúrgica, que también es actuación de su propia acción sacerdotal, no está nunca solo, sino que «asocia siempre consigo a su esposa la iglesia» (SC 7), hasta el punto de que la liturgia resulta ser conjuntamente «obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo que es la iglesia» (ib); así el obispo y el presbítero al realizar la liturgia personifican siempre a la iglesia, tanto si ella está presente como si está ausente. Naturalmente, si la comunidad está presente, entonces el «sacramento de unidad» que es la iglesia, «pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos» (SC 26), se hace más evidente, en cuanto que tal comunidad representa «a la iglesia visible establecida por todo el orbe» (SC 42). Si la comunidad está ausente, en el obispo y en el presbítero está de todos modos presente Cristo en su específica función de cabeza de la iglesia, y por tanto en la celebración litúrgica tienen ellos en Cristo asociada consigo, personificándola, a la propia iglesia.
Como conclusión de cuanto se ha dicho se ve claramente que el verdadero sujeto de la liturgia es propiamente hablando sólo la iglesia, tanto si está personificada -a título diverso- en la comunidad como si lo está en el ministro/cabeza de la comunidad. No existe, por tanto, una liturgia en nombre de la iglesia, sino sólo una liturgia de la iglesia.
Por consiguiente, hay que reajustar el valor de mediador que a menudo se da al ministro sagrado en la celebración litúrgica. Aparte el hecho de que parece que debe excluirse de los ministros sagrados toda mediación en sentido teológico -en cuanto reservada a Cristo-, tampoco es exacto atribuirles la mediación que se encuentra en quien, revestido de oficialidad, ocupa el puesto del que está ausente: en el ministro -sea que personifique a Cristo cabeza, sea que, en cuanto cabeza, personifique al cuerpo de Cristo, la iglesia- obran, respectivamente, Cristo y la iglesia. Con otras palabras: en la liturgia, cuando por ejemplo el ministro obra como presidente, no es mediador de la propia iglesia, sino que en su oración ora la iglesia.
VI. Liturgia y culto privado
La conocida distinción entre culto público y culto privado opone desde siempre la oración de la iglesia y la oración privada reconociendo a laprimera la característica de liturgia, que se niega, por el contrario, a la segunda (santo Tomás, S. Th. II-II, 83-12; cf los antiguos tratados de teología moral, por ejemplo, Merkelbach, Summa theologiae moralis II, París 1932, 692s; Noldin-Heinzel, Summa theologiae moralis II, Innsbruck 19573’, 129). La distinción se basa en una consideración teológica del hombre, según la cual la realidad cristiana de éste, calificada como sobrenaturaleza, es vista sólo como algo que se superpone al ser natural del hombre mismo.
El movimiento litúrgico desde su nacimiento ha chocado contra esta consideración, pero sin lograr superarla, habiéndose tenido que contentar con afirmar el valor superior de la oración litúrgica recurriendo ora a la constatación de hecho de que ésta era la oración oficial de la iglesia (visión jurídica), ora a la afirmación que reconocía en ella la oración de la iglesia cuerpo de Cristo, ora al redescubrimiento de la sentencia bíblica: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat 18:20).
A estas dos últimas consideraciones de orden teológico se les reconocía ciertamente una importancia de primer plano en favor de la liturgia, como sucedía por ejemplo en la encíclica Mediator Dei, de Pío XII, y más recientemente, con fuerza, en SC 7, donde leemos que «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la iglesia». Pero esto no quitaba la distinción, y por tanto la existencia/valor de la oración privada, como reconoce SC 12, que sin embargo, con extraña exégesis, no sólo opone la oración en secreto (recordada por Mat 6:6) a la oración en común (que también es reconocida como vocación propia del cristiano), sino que además presenta la oración incesante (inculcada por 1Ts 5:17) como sinónimo de oración privada, mientras que para SC 86 (cf OGLH 10; 15) precisamente la oración litúrgica será la que realiza la oración incesante recomendada por Pablo. Pero hay más: en SC 12, el ofrecimiento de sí mismos -que se realiza en el sacrificio de la misa (liturgia máxima de la iglesia)- es presentado como una de las cosas que demuestran que ¡la «participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual»! Sin querer negar la dificultad que deriva de verse forzados a moverse en una situación de hecho y de mentalidad con siglos de antigüedad, nos parece grave que la SC no haya hecho esfuerzos mayores por salir de ella.
En la base de todo el problema está la falta de comprobación del valor que en el plano cristiano tienen las expresiones oración privada y oración litúrgica.
1. ORACIí“N PRIVADA. Yendo por delante que la expresión puede indicar el modo (en privado) y el sujeto (como persona privada) de la oración, se debe decir que la oración en privado tiene sus raíces en la misma naturaleza humana; en efecto, entra en ese modo de obrar con que el hombre se expresa tanto en relación con Dios como en relación consigo mismo y con los demás en los momentos de profunda intimidad. Es una actitud inextirpable del hombre.
La oración como persona privada es aquella en que el hombre se pone delante de Dios ignorando a los demás. Este tipo de oración, que bien puede situarse en el natural egoísmo del hombre, no es admisible en el cristiano. De hecho, en el cristiano que ora como cristiano no existe nunca, porque no puede existir. Si se da tal oración, no es oración cristiana.
Hablando de cómo debe ser la oración cristiana, san Cipriano (De orat. dom. 8) escribe: «Los cristianos tienen una oración pública [= universal] y común, y así cuando oramos no oramos por uno sólo, sino por todo el pueblo, porque nosotros somos todo el pueblo, una sola cosa». Y añade que esto viene de Cristo mismo, «maestro y doctor de la unidad, el cual no ha querido que los suyos orasen como individuos y como personas privadas, cual si orasen sólo para sí, sino que ha querido que cada uno orase por todos, del mismo modo que él llevó a todos congregados en sí mismo».
La oración del cristiano es, pues, de todos al tiempo que es suya, y no por presupuestos sociológicos, sino por razones de antropología teológica. El cristiano participa en la realidad de Cristo y, por tanto, también en su acción: como Cristo «en su humanidad llevaba a todos los hombres» para comunicarles a todos la salvación, así el cristiano lleva a todos en la propia oración, para cooperar en la salvación de todos.
La formulación plural que el Señor da a la oración que enseña a los apóstoles no se debe a razones de estilo, sino que es revelación de la mentalidad del Señor. Todavía santo Tomás (S. Tb. II-II, 83-7 ad 1) se remite a la motivación encarnacionista de Cipriano, cuyas palabras cita, al explicar el plural del padrenuestro; y continúa diciendo (ib, 16 ad 3) que la «oración del Señor se pronuncia en la persona común de toda la iglesia», por lo que -iy estamos ante la naturaleza sacramental de la oración cristiana!- es siempre verdad para la iglesia lo que en ella ora el orante, aun en el caso de que él no lo entendiera personalmente así.
Por tanto, SC 12 habla con razón de una vocación del cristiano a una oración común («christianus enim ad communiter orandum vocatus…»), por la que incluso cuando ora en privado no será nunca la suya una oración como persona privada, porque su oración se producirá siempre dentro del cuerpo de Cristo, la iglesia, como oración en y por el cuerpo de Cristo. Y esto sin que tal oración pierda el propio carácter personal. El cristiano alaba y da gracias o bien suplica por un don personal que ha recibido o que desea recibir; pero de hecho por medio de él dan gracias y suplican todos, puesto que él en la propia oración -como Cristo en la suya- se hace voz de cada hombre.
Todo esto es la consecuencia natural del hecho de que cada cristiano participa con todos en el único y común sacerdocio de Cristo, que es necesariamente universal no sólo en la extensión (en todos), sino también en la acción (que es de todos).
2. ORACIí“N LITÚRGICA. En el cristiano, la que se llama oración litúrgica de hecho no añade nada, en cuanto al valor de universalidad, a la común oración cristiana arriba descrita. Su particularidad es la de ser el sacramento de ésta. Definida como oración de la iglesia, explicita a través del signo sagrado de la comunidad reunida la realidad de la oración cristiana, que consiste en ser siempre oración de todo el cuerpo de Cristo. Esta explicitación eclesial se da sobre todo por el hecho de que en la oración de todos el cuerpo se hace evidente, por la presencia visible o presunta del sacerdote cabeza de la comunidad y la presencia de Cristo cabeza de todo el cuerpo de la iglesia. Con otras palabras: la superioridad de la oración litúrgica sobre la oración cristiana común procede de que, al ser la proyección y la hermeneusis sacramental de la iglesia -comunidad sacerdotal de Cristo- tiene consigo la garantía de que siempre la acoge el Padre: 1.° porque a la iglesia como tal se le han hecho las promesas y se le ha dado la alianza que la hace esposa de Cristo para siempre; 2.° porque, como oración de la iglesia, la suscitará siempre el Espíritu para que esté en conformidad con el pensamiento del Padre; 3.° porque la santidad indefectible de la ecclesia-sponsa purifica siempre la oración de la ecclesiameretrix, es decir, de cada uno de los pecadores que componen la comunidad.
VII. Conclusión: ¿Hacia un nuevo concepto de liturgia?
En este sentido no se puede aceptar la idea todavía subyacente al modo común de pensar cuando, al hablar de liturgia, se la entiende siempre como una forma de culto oficial de una iglesia igualmente oficial, un culto oficial que se distingue por un ordenamiento particular del mismo que atribuye su ejercicio a los ministros sagrados. Históricamente es éste el sentido originario del término liturgia que aparece en el texto griego del AT según los LXX [-> supra, I]; y en este sentido ha reaparecido en el cristianismo, falseando así la primitiva concepción cultual de este último, ya que de este modo se prolongaba un dualismo cultual que el NT no conoce ni admite.
Hecha así forma clerical del culto cristiano, la liturgia se ha encontrado encerrada en una lengua cada vez más ignorada por el pueblo, vinculada a formas rituales cada vez más ajenas al pensamiento y a la cultura, de los que sin embargo en tantos aspectos formaba parte y vivía la iglesia.
Como consecuencia de esto y con la añadidura de una fuerte falta de catequesis y de formación cultual en el pueblo, este último, aunque continuaba observando la liturgia en su oficialidad, se entregó a nuevas formas cultuales: las llamadas devociones, que, inspiradas asimismo en el misterio cristiano, nacieron sin embargo fuera, y en parte en sustitución de la liturgia, o bien como adaptación de ella a un nivel de comprensión más popular. Así, las ciento cincuenta avemarías del rosario son la reproducción de los ciento cincuenta salmos del salterio litúrgico de los clérigos, y la triple oración diaria del ángelus repite también en la forma (sólo que sustituyendo los salmos por avemarías) a la oración de la mañana (prima), de mediodía (sexta) y de la tarde (completas) que, al toque de la campana, se hace en los monasterios.
De este modo las devociones, de hecho y en la intención, se han encontrado formando pareja con un cuerpo litúrgico ya formado, pero no tan cerrado en sí mismo que no experimentara, desde la edad media hasta hoy, el influjo de aquéllas. Vemos así surgir fiestas que hacían que se convirtieran en liturgia las devociones, simplemente dando a éstas la forma de aquélla; aceptando que pasara a ser patrimonio de la iglesia lo que seguía siendo propiedad del pueblo, como si iglesia y pueblo, por efecto de una extraña eclesiología divisionista, fueran cosas diversas. Piénsese, por nombrar sólo algunas entre las mayores, en las fiestas del Corpus Christi, de la Virgen del Rosario, del Sagrado Corazón, de la Preciosísima Sangre de Cristo, etc., y en las innumerables y a veces excéntricas (fiesta de María, Madre del Corazón eucarístico de Jesús, Madre del sacramento de la eucaristía, Madre del Divino Amor) dedicadas a la Virgen.
La iglesia se encuentra todavía hoy en su propio seno ante este dualismo cultual, cuya verdadera matriz es sobre todo histórica, y como tal hay que juzgarla y valorarla. Pero a la formación de tal dualismo ha contribuido seguramente cierta concepción jurídica de la liturgia, por la que ésta era reconocida como tal sólo si correspondía a requisitos precisos: 1.° tener una determinada forma, fundamentalmente tradicional, pero de hecho cerrada en una fijeza esclerotizante, merced a la cual todo debía corresponder a cánones predeterminados, tanto en la formulación de una oración como en la composición y en la ejecución de los ritos; 2.° liturgia era sólo la que nos venía, en la forma mencionada, de la antigüedad; y este principio suponía -hasta el Vat. II- que se realizase sólo en la antigua lengua latina.
Estos dos elementos, ya vistos como constitutivos de la liturgia y que ponían a la liturgia misma en un plano netamente jurídico en cuanto a comprensión y praxis celebrativa, eran cabalmente los que en el AT habían dado origen al culto levítico-sacerdotal, a diferencia del culto del pueblo.
La reforma litúrgica promovida por el Vat. II ha pretendido superar esta posición:
Primero: reconociendo a la liturgia el carácter de celebración, que pertenece indistintamente «a todo el cuerpo de la iglesia»‘ (SC 26), si bien la constitución jerárquica de la iglesia misma atribuye cometidos litúrgicos distintos a los diversos componentes del cuerpo eclesial (ib).
Segundo: dando a esta superación de la concepción veterotestamentaria, que había reaparecido en la iglesia, su raíz y razón en el hecho cristiano mismo; es decir, al ser el cuerpo de la iglesia partícipe y depositario del único sacerdocio de Cristo, no puede subsistir en él, en el plano teológico de comprensión de la liturgia, el antiguo dualismo cultual.
Esto de suyo quiere decir que en la iglesia todo lo que es culto cristiano es liturgia, y por tanto el vínculo que todavía se establece entre liturgia y forma determinada de culto no puede aducirse ya como elemento constitutivo -aunque sólo sea en el plano práctico- de la liturgia. Pero si se quiere establecer una distinción entre el culto cristiano común y la liturgia, entonces esta distinción sólo puede fundarse en el hecho de que la liturgia es el momento en el que el culto cristiano común, cobrando valor «sacramental», se presenta como culto de la iglesia en cuanto tal, es decir, culto del cuerpo de Cristo, mientras que el común es culto en el cuerpo de Cristo.
Tercero: si la forma determinada no es ya elemento constitutivo de la liturgia, se debe estimar -no obstante la afirmación contraria de SC 13- que cualquier otra forma de culto, como por ejemplo los «ejercicios piadosos» de que habla precisamente la SC en el lugar citado, pueden considerarse como liturgia cuando los realiza la comunidad eclesial con la presencia efectiva o presunta del ministro sagrado, cabeza de la comunidad, porque también ellos son, en este caso particular, sacramento de la iglesia.
S. Marsili
BIBLIOGRAFíA:
1. Naturaleza de la liturgia
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Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia
A) Naturaleza e historia de la liturgia. B) Ciencia litúrgica. C) Lengua litúrgica. D) Movimiento litúrgico.
A) NATURALEZA E HISTORIA DE LA LITURGIA
I. Término y concepto
Por leitourgía se entiende en el griego clásico una actividad (ergon) asumida en interés del pueblo (laós), por ejemplo, armar un barco, preparar una fiesta, y en general todo servicio público.
En la Biblia griega se emplea el término generalmente en sentido cultual, indicando el servicio sagrado que debían desempeñar los sacerdotes y levitas de la Antigua Alianza. En Heb 8, 2 Cristo es llamado leitourgós. La palabra siguió siendo corriente en el cristianismo griego, donde designó en primer lugar el servicio total de los ministros de la Iglesia (p. ej., Did c. 15), y luego en particular el culto; pero ya desde el siglo iv pasó a significar solamente la » -> misa». En este sentido la usan hoy los griegos y los eslavos orientales. En occidente los humanistas del siglo xvi volvieron a ponerla en uso. En el lenguaje oficial de la Iglesia aparece por primera vez desde el siglo xix.
No se da plena unanimidad sobre la definición de la liturgia. Esto se debe a que dentro del conjunto de las instituciones eclesiásticas comprendidas bajo el nombre general de l., se pueden subrayar diferentes elementos. Bajo el nombre de l. se ha querido entender sencillamente las formas externas del culto o el conjunto de prescripciones que regulan el culto de la Iglesia. A esa restricción estética o jurídica se opone, principalmente desde la aparición del movimiento litúrgico (cf. luego en D), la idea de que por l. se ha de entender el culto mismo de la Iglesia (L. Beauduin), concepción que sirve también de base en la encíclica Mediator Dei (1947), donde se equipara la l. con «todo el culto público del cuerpo místico de Cristo, tanto de la cabeza como de los miembros».
Ahora bien, en este culto se puede: o bien destacar especialmente el sacerdocio de Cristo, que es el fundamento de la acción de la Iglesia (R. Stapper), o también la estructura trinitaria del culto eclesial (H. Schmidt); o bien acentuar la obra salvífica que en él se hace presente (O. Casel: cf. teología de los -> misterios); o bien resaltar especialmente, junto con la acción de la Iglesia, la operación santificante de Dios (J. Vagaggini; E.J. Lengeling).
Sin embargo, no parece que sea necesario subrayar tales factores en la definición misma. Bastaría con definir la l. como el culto de la Iglesia, tomando en sentido pleno los conceptos empleados en la definición. Con todo, debemos señalar aquí una importante distinción en el lenguaje del derecho canónico.
Según el CIC (c. 1057), pertenece exclusivamente a la Santa Sede el ordenamiento de la «liturgia». Por primera vez el Vaticano II ha fijado también ciertos derechos de los obispos en este campo. Ahora bien, en una declaración contenida en la Instructio de Musica sacra et de sacra Liturgia (del 3-9-1958), quedó establecido que en el lenguaje de la legislación eclesiástica sólo han de considerarse como «litúrgicas» las acciones que se realizan conforme a los libros aprobados por la Santa Sede; y que, por tanto sólo éstas se hallan sometidas a la reglamentación proveniente de Roma, mientras que todas las demás prácticas devotas (horas santas, procesiones, etc.) son pia exercitia que están bajo la vigilancia del obispo. Así, pues, en el lenguaje jurídico de la Iglesia el concepto reviste un sentido restringido. En una consideración histórica sólo se podría aplicar ese concepto restringido de l. desde que comenzaron a existir Libros aprobados por la Santa Sede y prescritos para toda la Iglesia latina, o sea, desde 1568-1570. En una consideración más general de la l., que debe comprender todo el tiempo desde la fundación de la Iglesia, incluyendo también las regiones de la cristiandad oriental, no seria aplicable el concepto indicado de liturgia.
Mantenemos, pues, esta definición: L. es el culto de la Iglesia, cultus Deo ab Ecclesia praestitus.
Esta definición necesita, sin embargo, una mayor puntualización. La l. no abarca todo lo que es adoración de Dios, sino tan sólo la practicada públicamente por la Iglesia en cuanto tal. Ya en el Nuevo Testamento, juntamente con el culto público en el templo y con la celebración de la -> eucaristía dispuesta por Cristo, se halla la oración personal, para la que uno se retira «a su aposento» (Mt 6, 6; cf. la constitución del Vaticano ii Sobre la liturgia, art. 9).
Sólo se da adoración de Dios por parte de la Iglesia, y por tanto l., cuando una comunidad de fieles legítimamente reunida (parroquia, familia religiosa, institución eclesiástica) celebra el culto divino bajo la dirección de un miembro de la jerarquía. Aquí la Iglesia se hace visible, se hace «evento». Cuando la asamblea eclesial ora y celebra, la -> oración adopta necesariamente una forma digna de tal asamblea; y por esto la l. utiliza también las artes nobles. Además, ese culto muestra con especial fidelidad la esencia de la Iglesia, de la Iglesia que es el pueblo de Dios (pues, en efecto, la Iglesia es la comunidad de los que están redimidos por Cristo y santificados en el Espíritu Santo. De ahí que en ese culto no predominará el «yo», sino el «nosotros», y que se ponga de manifiesto la impronta cristológica y trinitaria de la actitud fundamental de la Iglesia.
Estos rasgos esenciales deberán expresarse en toda legislación litúrgica concreta. Fijar esta legislación concreta es incumbencia de la autoridad: del papa para la Iglesia universal, y del obispo dentro de las normas jurídicas. Que la reglamentación de una acción litúrgica haya sido fijada por el obispo o por la suprema autoridad de la Iglesia, tiene importancia jurídica, pero no cambia en absoluto el valor religioso y teológico del culto. En el primer caso tenemos l. de derecho episcopal con relación a la cual la constitución litúrgica del Vaticano ii ha acuñado la expresión sacra exercitia; en el segundo caso tenemos l. de derecho pontificio, l. universal. El orden litúrgico, puesto que se relaciona con lo -> santo, tiende siempre a formas que delimitan esta realidad santa frente a lo terreno y la manifiestan en su dignidad superior. La l. no puede concebirse sin un ámbito sacral.
En definitiva la liturgia es siempre culto sagrado, que se dirige a Dios. En concreto una oración, un rito, un gesto de adoración puede dirigirse inmediatamente a un santo, a María, a Cristo, pero en definitiva se refiere siempre al Padre de nuestro Señor Jesucristo.
El culto de la Iglesia se realiza en sentido pleno en la celebración de la -> eucaristía, porque en ésta la Iglesia se «reúne» en el pan uno, y es por tanto Iglesia en la forma más intensa. Pues en la eucaristía se actualiza la más íntima ley de la Iglesia y así se ofrece a Dios la suprema glorificación por Cristo y con Cristo.
El concepto de l. se verifica de otra manera en los -> sacramentos.
La celebración de la eucaristía sólo es posible sobre la base de los demás sacramentos, que en cierto modo constituyen su cimentación. El -> bautismo y la -> confirmación preparan el pueblo santo, la penitencia y la -> unción de los enfermos lo purifican, el -> matrimonio santifica la raíz de su prolongación de generación en generación, y las órdenes sagradas disponen a los ministros del altar para el culto divino. Además de esto, los sacramentos van acompañados siempre de aquellas formas de oración que penetran toda la liturgia.
Pero la eucaristía y los sacramentos en general no agotan enteramente el concepto de liturgia. Si es verdad que no sólo los particulares sino también la Iglesia «deben orar en todo tiempo y sin intermisión» (Lc 18, 1), será igualmente verdad que la oración de la Iglesia es necesaria aun fuera de la eucaristía. Y así esa oración existió de hecho en la Iglesia desde los primerísimos tiempos, bien sea como oración asociada a la lectura o al anuncio de la palabra de Dios, o bien como salmodia en forma más o menos autónoma, o bien como oración en diferentes necesidades.
Su manifestación más importante es el rezo de las horas u oficio, con el que se santifican determinadas horas del día, sobre todo de la mañana y del atardecer (-> breviario).
La misma diversidad de las horas en el transcurso de un día parecía exigir que el contenido y la forma de la oración se modificaran en conformidad con la hora. Por otra parte, parecía natural que esa diversidad se estableciera también para lapsos más largos de tiempo. En efecto, dado que la historia de la salvación constituye la base del culto de la Iglesia, era necesario que esa historia se hiciera constantemente presente no sólo en su punto culminante, celebrado en la eucaristía, sino también en todo su desarrollo consignado en la Escritura.
El año eclesiástico se formó con la conmemoración de los más importantes acontecimientos salvíficos, encuadrados en diversas épocas del año, los cuales luego siguieron desarrollándose. A eso se añadió, finalmente, el aniversario de los grandes héroes de la fe.
II. Sinopsis histórica
La l. es necesariamente tan antigua como la Iglesia. Sólo el núcleo más íntimo del culto cristiano fue establecido por Cristo mismo, quedando así sustraído a toda modificación. Todo ulterior desarrollo había de ser obra de la Iglesia y de las nuevas fuerzas que en ella crecen y se modifican de generación en generación. Por otra parte la l., como culto divino, es necesariamente conservadora. Sus formas, una vez fijadas, aparecen como consagradas en cierto modo por Dios; de ahí que se procure conservarlas y transmitirlas en lo posible. La consideración histórica es pues indispensable para la comprensión de la l. cristiana. En los primeros tiempos de la Iglesia el culto divino se reduce a la celebración de la eucaristía. Esta conmemoración del Señor tiene lugar el -> domingo de cada semana. A ese día está asociado el recuerdo de la redención consumada en la resurrección, por lo que ya en el Apocalipsis (20, 7) se le llama día del Señor (kyriaké éméra). A la eucaristía se añadió en determinadas ocasiones un ágape nocturno – una distribución de alimentos a los pobres -, acompañado de salmodia y oración, y presidido por el clero. Aquí se acusa el influjo de tradiciones de la vida del judaísmo devoto (-> Qumrán). La herencia de la sinagoga sigue también actuando en la estilización de las oraciones (introducidas con el saludo Dominus vobiscum; la invitación a la oración; y el Amén final, como confirmación por parte del pueblo).
La Iglesia, por lo menos la del siglo II, celebraba anualmente la pascua, como solemnidad nocturna, en la que se recordaba el tránsito de la pasión del Señor al júbilo de la resurrección. También el bautismo de los neófitos tenia lugar en la noche pascual. Así se expresaba adecuadamente la resurrección de los bautizandos con Cristo, para participar en su vida divina. Y en realidad la -> pascua se consideraba como continuación y consumación de la del Antiguo Testamento. Por esta razón se procuraba fijar la fecha de pascua conforme al calendario lunar de los judíos, aunque tras algunas vacilaciones, ya hacia el año 200, se impuso en general la norma de celebrar la pascua un domingo.
Asf el pensamiento pascual penetra la vida de la cristiandad primitiva y la fortifica en los sufrimientos de las persecuciones.
Entonces no existían todavía textos litúrgicos fijos. En el modelo de formulario para la celebración de la eucaristía, redactado hacia el 215 por Hipólito de Roma, el cual ha llegado hasta nosotros, se hace notar expresamente que si un obispo quiere hacer uso de él no tiene necesidad de seguirlo textualmente. En la tradición manuscrita de ese documento se borró algunos siglos después el «no» de esta advertencia, quedando asf el texto establecido como norma. A partir del siglo rv fueron afirmándose cada vez más como regla los textos fijos, cosa que era sin duda necesaria al irse extendiendo más y más la Iglesia y al disminuir el entusiasmo. Lo mismo se puede decir del local litúrgico.
La Iglesia primitiva no tenía predilección por determinados lugares del culto, y menos aún por templos como los que poseían los paganos y el pueblo judío, construcciones fastuosas que encerraban un minúsculo santuario inaccesible. Por el contrario, la misma comunidad de los creyentes se consideraba como templo vivo. Para su culto necesitaba únicamente un local suficiente de reunión, que en un principio halló en las viviendas de miembros acomodados de la comunidad. Con la libertad otorgada por Constantino (cf. era de -> Constantino) y con su magnánimo apoyo comienzan a surgir edificios cultuales propiamente dichos. A este objeto se tomó como modelo la «basílica» (palacio, lonja) creada por la arquitectura romana.
En este periodo la civilización del mundo helenístico ejerce también en otros sentidos importante influjo en la configuración de la L cristiana. Más aún: la l. ha conservado desde entonces no pocas formas propias de aquella cultura. Esto puede decirse de las vestiduras litúrgicas, que no sólo en la l. romana, sino también en los ritos orientales representan una forma ligeramente evolucionada de la indumentaria festiva de la tardía antigüedad romana (túnica con cíngulo; paenula, que se convirtió en casulla); a esto se añadieron en las vestiduras del obispo algunos distintivos propios de los altos funcionarios del Estado de entonces (manípulo, estola, pallium, calzado pontifical).
En la l. se adoptaron también las formas del ceremonial de la corte. Así del derecho que tenían los más altos dignatarios a aparecer solemnemente en público precedidos de antorchas y braseros, surgió la práctica de acompañar al obispo (y más tarde a todo celebrante en la l. solemne) con cirios e incienso; dos elementos de solemnidad litúrgica que más tarde se introdujeron ventajosamente sobre todo en el culto inmediato de adoración.
De la cultura sacral clásica, por el contrario, la l. cristiana sólo tomó elementos periféricos. Aparecieron en cambio instituciones litúrgicas de signo contrario a las paganas con sentido de protesta. Tal es el caso del origen de la fiesta de navidad. A la fiesta en honor del Sol invictus, elevada hacia fines del siglo iv al rango de fiesta estatal, se opuso la fiesta de la natividad de aquel que había aparecido como verdadero sol del mundo. En el culto de los difuntos, en cambio, por lo que se refiere a la elección de determinados días, perviven en el cristianismo costumbres firmemente enraizadas en la vida del pueblo pagano. Existía la costumbre de honrar a los difuntos, además del día del sepelio, en los días 3, 7 (u 8) y 30 (ó 40) después de su muerte, y de socorrerles con sacrificios y banquetes fúnebres. Por influjo de esta costumbre se han destacado hasta hoy en la l. romana los días 3, 7 y 30 como preferidos para las misas de difuntos, y en oriente los días 3, 9 y 40.
Los siglos iv-v son la época en que la l., hasta entonces fundamentalmente una, aunque diferenciada localmente, se ramificó intensamente en liturgias que todavía subsisten. Una diferenciación lingüística se dio con toda naturalidad desde el principio. El culto divino se celebró sin vacilación en el respectivo idioma del pueblo (cf. luego en C). Pero, teniendo en cuenta que debía incluirse necesariamente la sagrada Escritura, se presuponía que había de tratarse de una lengua en cierto modo formada, literariamente utilizable; un principio que más tarde, p. ej., a comienzos de la misión de China, dejó de aplicarse (-> acomodación).
En el cristianismo primitivo merecían tomarse en consideración principalmente las tres lenguas de la inscripción de la cruz: hebreo (siríaco), griego y latín. Eran las lenguas más usuales en el mundo de entonces. En oriente, fuera de los límites del imperio romano, la base era el siríaco. En ese idioma perdura hoy la l. siríaca oriental (nestoriana; designada como caldea dentro de la Iglesia católica. En la India es la siromalabar). En el imperio romano dominaba el griego en su mitad oriental. En occidente, desde que comenzó a intensificarse el elemento latino en las comunidades cristianas (siglo III), dominó el latín.
Desde el siglo iv se destacaron dentro del área griega diversos centros que procedieron independientemente en la determinación de su orden litúrgico. Por una parte estaba Alejandría, que llevaba la dirección en el ámbito egipcio y constituyó una l. designada con el nombre de l. de san Marcos. Por otra parte estaba Antioquía, que dominaba el área helenizada de Siria occidental. Mas en el campo litúrgico pronto debió ceder la primacía a Jerusalén, que empezó a florecer de nuevo desde Constantino. La l. que evolucionó allí lleva el nombre del apóstol Santiago.
Como tercer centro destacó pronto la nueva ciudad imperial situada en el Bósforo. Siguiendo las líneas de la l. antioquena desarrollóse allí la l. bizantina. Esta, apoyada por el poder político, durante la edad media se impuso en todas las regiones que se habían mantenido griegas, tanto en el área de Alejandría como en la de Antioquía y finalmente, a consecuencia de la misión bizantina, también en todo el ámbito eslavo oriental. En esta última región (entre los rusos, servios y búlgaros) la l. se celebra en lengua paleoeslava (eslavo eclesiástico), y en otros pueblos se celebra en su respectivo idioma. También la población, al principio griega, de las zonas de Antioquía y Alejandría que había permanecido ligada al Imperio bizantino y a la Iglesia católica, y a la que, por su estrecha vinculación con la corte imperial, los sirios daban el nombre de los «melquitas» («los imperiales»); después del triunfo de los árabes adoptó para su liturgia (bizantina) la lengua árabe. En cambio, los sirios occidentales, que en la Antioquía posterior después del concilio de Calcedonia (451) se habían hecho cada vez más independientes de la influencia bizantina y a la vez habían desarrollado su conciencia nacional, siguieron conservando la l. jacobita, pero poco a poco pasaron al siríaco como lengua litúrgica (jacobitas, maronitas).
Lo mismo sucedió en el ámbito egipcio, donde de la l. griega de san Marcos surgieron la copta y la etiópica, celebradas en sus respectivas lenguas. Luego, bajo los influjos conjuntos del griego y del siríaco, se formó una especial l. armenia, que desde el siglo v se celebra en lengua armenia, configurada entre tanto como lengua escrita.
Todos estos ordenamientos, que perviven en nuestros días, se comprenden bajo la denominación de l. oriental. Ostentan una peculiaridad común, especialmente marcada en el rito bizantino: la especial extensión de la parte introductoria de la misa y, en general, una mayor solemnidad, basada en la idea de participación en la l. celeste de los ángeles. Y emplean diferentes formas del ceremonial bizantino de la corte, p. ej., la proskynésis.
Son características las dos procesiones de la l. eucarística. En solemne procesión se llevan al recinto del altar primero el libro sagrado y luego las ofrendas (pequeña y gran procesión). Una misa celebrada en privado por un solo sacerdote, allí donde hay varios sacerdotes es extraña al oriente. En este caso la celebración se realiza en común (concelebración), sin que (a excepción del área rusa y de las Iglesias unidas) tenga que pronunciar cada uno las palabras de la consagración.
La actitud de distancia adorante frente a la divina majestad y de profunda sumisión se acentúa todavía más por el hecho de que, a consecuencia de la lucha defensiva contra el -> arrianismo, pasó muy a segundo término la idea de la mediación de Cristo. Esta es reconocida en la obra salvífica del Señor considerada como acontecimiento histórico, pero, por temor a falsas interpretaciones, ya no se atiende a la función de mediador que sigue ejerciendo Cristo en su humanidad a la diestra del Padre. Así, normalmente, la oración no se dirige a Dios «por Cristo», como en la plegaria litúrgica de los siglos precedentes y en la l. romana de hoy, sino a Cristo mismo o al Dios trino, cuya alabanza resuena en las doxologías con que se concluye toda oración. Este oscurecimiento de la mediación de Cristo está en cierto modo compensado por la marcada nota mariana que revisten especialmente numerosos cánticos (teotokias).
A la orientación trinitaria corresponde también la solemne invocación del Espíritu Santo sobre las ofrendas (epiklesis), que sigue a las palabras de la institución de la eucaristía. Un sentimiento de piadoso estremecimiento frente a los divinos misterios se expresa mediante la ocultación del santuario y en particular mediante la marcada separación que se establece entre el recinto del altar y la nave de la iglesia. Las primitivas rejas se han convertido con el transcurso del tiempo en un alto tabique con imágenes (iconos) que oculta el altar a las miradas de los fieles, de modo que sólo la voz del celebrante mantiene la comunicación.
Por otra parte, en todas las l. orientales se da el ministerio especial del diácono, que, además de asistir al lado del celebrante en diferentes momentos de la l., incluso en el culto extraeucarístico, entona letanías, a cuyas invocaciones va respondiendo el pueblo. El Kyrie eleison, común a todos los ritos, es una de las más antiguas formas de esas aclamaciones del pueblo. Con ello se asegura – aunque a cierta distancia del núcleo de la acción litúrgica – una intensa participación del pueblo en la liturgia. Esta participación ha contribuido mucho a que la l. echara raíces en la vida del pueblo y a que el cristianismo se conservara bajo una milenaria presión hostil.
A pesar de todas las concesiones en lo relativo a la lengua, en general no se aspira a una inteligencia más exacta de los diferentes elementos verbales de la l. y a una comprensión del significado propio y primitivo de cada uno de los ritos. En vez de esa preocupación se prefiere desde el siglo v la interpretación alegórica (álla ágorúein, es decir, introducir un sentido distinto en el rito existente).
La l. se interpreta como proyección terrestre de la l. celeste, o como representación de los hechos decisivos de la obra salvífica de Cristo, encarnación, pasión, sepulcro, resurrección.
Es además característico de todas las l. orientales, contrariamente al uso occidental, que en la l. de la misa y en el oficio las oraciones del sacerdote son independientes del año litúrgico. Sólo las lecturas y los cantos se rigen por el ciclo del año y por los tiempos festivos. Sin embargo, se procura alguna variación por otro camino: para la parte principal de la misa que sigue a la l. de la palabra, la anáfora (oblación), existen diversos formularios, en los cuales se desarrollan en formas variadas la oración solemne y las que la acompañan. Pero en la l. bizantina sólo existen dos de estos formularios, la llamada l. de san Juan Crisóstomo y la de san Basilio.
En la l. siríaca oriental, lo mismo que en la copta, hay tres formularios; y en la armenia hay algunos más. En cambio, de la l. etiópica se han dado a conocer 17 formularios de anáfora. En la siríaca occidental éstos ascienden a unos 80, de los cuales sólo se usan hoy unos cuantos.
También en occidente, partiendo de un plan fundamental común, que sin duda procede de Roma, se produjo ya hacia fines de la antigüedad cristiana una pluralidad de liturgias. El plan fundamental común prescindiendo del mantenimiento de la lengua latina en todas partes, se observa en el hecho de que en estas l. aun las oraciones del sacerdote se rigen por las fiestas y los tiempos del año.
Junto a la l. romana, con la que tiene gran afinidad la del norte de ífrica (en cuanto nos es conocida, principalmente por Agustín), hay que señalar un tipo galo de l., que a la vez se ramifica en la antigua l. hispana, la milanesa (o ambrosiana), la galicana y la céltica. Por lo demás, estas dos últimas l. representan más bien un concepto colectivo para designar ciertos textos en alguna manera relacionados entre sí, y muy esporádicamente conservados, de la región de las Galias y de las Islas Británicas. En cambio, de la antigua l. hispana se han conservado libros litúrgicos enteros. La milanesa, aunque influida por elementos romanos más recientes, pervive todavía en nuestros días. Finalmente, la l. romana fue la única vigente a lo largo de la edad media en el ámbito occidental, a pesar de que Roma no ejerció, en general, ninguna especial presión, si se prescinde de la intervención de Gregorio vii en España.
En las Islas Británicas la l. romana entró con los misioneros romanos que Gregorio Magno había enviado a los anglosajones, aunque sólo varios siglos después pudo penetrar también en la cristiandad céltica. En las Galias las formas litúrgicas propiamente dichas, por razón de su estructura oscilante de una localidad a otra y por estar sujetas a todos los influjos del exterior – incluso del oriente -, con la consecuente falta de un verdadero orden, habían perdido la estima del propio clero. Por eso los soberanos carolingios Pipino y Carlomagno, que se interesaron por un ordenamiento eclesiástico homogéneo en sus dominios, lograron sin gran dificultad acabar completamente con aquellas formas en favor de la bien ordenada liturgia romana (-> reforma carolingia). En cambio, la antigua Iglesia española había logrado en los siglos vi-vii una rica l. plenamente desarrollada, pero la invasión arábiga, al destruir el reino visigótico, ahogó también el florecimiento de la Iglesia española. La reconquista que avanzaba desde el norte trajo también a España la l. romana. Sólo en las regiones que quedaron bajo dominio árabe se mantuvo la l. hispana hasta el final de la edad media, por lo cual aquélla recibió el nombre de l. «mozárabe», es decir, l. de la población católica arabizada.
La antigua l. hispana se distingue además por una especial característica. La Iglesia española, en aquella época en que su l. estaba en plena evolución, se hallaba en dura polémica con el arrianismo visigótico. La lucha contra la negación de la verdadera divinidad de Cristo condujo consiguientemente en esta l. a resultados muy parecidos a los que hemos visto en oriente. Y la fuerte irradiación de la vida eclesiástica (entonces floreciente) de España en Irlanda y, mediatamente, en los anglosajones y por fin en el reino de los carolingios, hizo que el sello antiarriano de la piedad cristiana española viniera a ser un elemento esencial de la cultura religiosa de la edad media.
En adelante podemos ya centrar nuestra atención en la l. romana. Sólo pudo formarse una l. romana en lengua latina cuando se hizo suficientemente fuerte la parte latina de los cristianos de Roma, frente al elemento griego que anteriormente era predominante.
Pero esta l. latina de Roma no aparece en pleno desarrollo y en libros litúrgicos completos hasta los siglos vi-vii. Los testimonios escritos son en su mayor parte de los siglos VIII-IX, época en que los escritorios francos ocupaban numerosas manos para aclimatar la l. romana en el país. Lo que quedó fijado en Roma en los últimos siglos de la antigüedad se conserva todavía casi sin excepción en la l. romana actual, aunque mezclado en parte con elementos que se añadieron después en terreno franco-germano.
Los más antiguos libros de la l. romana no estaban divididos como hoy según las diferentes formas del culto a que habían de servir (misales, rituales y breviarios), sino, más bien, conforme a los ministros de las diferentes acciones litúrgicas. El sacramentarlo contenía las oraciones del papa y del obispo en la misa, en la administración de los sacramentos y en el oficio. Los cantos estaban reunidos para los cantores en el Liber antiphonarius (con relación a la misa), o en el Liber responsorialis (con relación al oficio). Para las lecturas había leccionarios. Mas para la lectura de los Evangelios, que por lo regular se tomaba de un códice completo de los mismos, era suficiente el capitular o índice de los capítulos que se habían de leer en cada caso. Finalmente, para el clérigo que a manera de maestro de ceremonias había de cuidar del orden externo, existía además el Ordo.
En un principio, antes de que estos libros estuvieran ordenados totalmente conforme al ciclo anual, se suplía esa deficiencia con libelli separados: libritos con textos reunidos en un formulario apto para cada caso.
Esto se puede observar todavía hoy con toda claridad en el sacramentario. Conocemos tres sacramentarios romanos. El más antiguo, el Sacramentarium Leonianum, no es en efecto otra cosa que una colección sin gran orden, dispuesta para todo el año, de cierto número de tales libelli de los siglos v-vi. Uno de ellos, por ejemplo, daba a elegir diversos formularios de oraciones para la fiesta de un apóstol. Otro contenía textos para el tiempo pascual o para un determinado grupo de funciones, como, por ejemplo, para conferir las órdenes mayores.
Otro sacramentario es el llamado Gelasiano, que presenta ya un orden más riguroso para todo el año eclesiástico. Como el anterior surgió el siglo vi en Roma; pero luego fue modificado en Francia, donde recibió un fuerte tinte galicano y se ha conservado con esa modificación.
El tercero es el Sacramentario Gregoriano, que se remonta a Gregorio Magno (t 604). En él se basan también muchos textos de oraciones de nuestro misal actual.
Algo más tarde que los sacramentarios se formaron los libros de cantos y de lecturas para todo el año litúrgico. Del siglo vir son también los más antiguos Ordines romanos, en los que se describen ritos más complicados, como las funciones de las estaciones, las de cuaresma y pascua, los ritos del bautismo y de las órdenes, según el orden externo de su ejecución.
Estos libros fueron buscados con solicitud cada vez mayor a partir del siglo VIII por los clérigos y los obispos francos, que los utilizaron como base del culto reorganizado. Como no podía menos de suceder, en las iglesias del imperio carolingio no se practicó el rito romano puro, sino que éste fue interpretado en sentido de la propia tradición, mezclándose con diferentes elementos de los anteriores usos nativos y siendo también tergiversado en diferentes puntos. Esto era casi inevitable, pues sólo se disponía de las indicaciones con frecuencia bastante imprecisas de los libros, que sólo imperfectamente podían ser completadas por el testimonio ocular de los escasos peregrinos que iban a Roma. Además, sobre todo en los Ordines, dichas indicaciones se referían casi exclusivamente al gran culto solemne y sólo con dificultad se podían aplicar al culto ordinario del pueblo. Dio lugar a una nueva interpretación el hecho de que muchos de los ritos piadosos recibidos de tiempos pasados no respondían ya a las nuevas circunstancias, y el de que en ese nuevo ámbito la población (tanto la germánica como la latina) no entendía ya la lengua. La l. vino a ser l. del clero. La larga serie de ritos con que los candidatos adultos se habían preparado en otro tiempo durante la cuaresma para el bautismo pascual, se fundieron en una sola función y, finalmente, con el bautismo mismo, a pesar de que carecían de sentido en el bautismo de párvulos, único que existía entonces.
El rezo del oficio, que en otro tiempo se practicaba a diario juntamente con el pueblo, la oración de la mañana (los actuales laudes; la misa cotidiana no era corriente todavía) y las vísperas todavía se celebraban con asistencia del pueblo, pero en tales actos sólo participaba activamente el clero, que había hecho de ellos el pleno ciclo cotidiano de las horas canónicas (breviario). Bajo el fortificante influjo del monacato, principalmente desde los tiempos de Chrodegang de Metz (t 766) y de Benedicto de Aniane (1- 821), el clero había adoptado en gran escala no sólo la vida en común, sino también la forma monástica de la oración comunitaria desplegada en las siete horas del oficio. Pero este oficio resultaba entonces para los fieles un mundo extraño. Por esa razón en la edad media tardía el coro en que se rezaba quedó en muchos lugares completamente separado de la nave, y a veces se trasladó simplemente a la «sala capitular».
La misa, cuyo texto literal apenas era ya accesible al pueblo, en el reino franco se estructuró luego atendiendo a su aspecto visible, se amplió con elementos dramáticos y fue interpretado alegóricamente. La misa solemne con participación de todo el clero predomina durante largo tiempo. Se inciensa el altar en todo su alrededor al comienzo de la misa y al comienzo de la acción sacrifical. Se acentúa la diferencia de las lecturas según su rango; el lado del evangelio se distingue del de la epístola; y el Evangelio es proclamado en medio de un solemne ceremonial. Todo movimiento de los asistentes o del sacerdote recibe ahora su significado especial en la explicación alegórica de la l., que desarrolla sistemáticamente Amalario de Metz. Las grandes líneas de la historia de la -> salvación se reproducen en las ceremonias de la misa, comenzando por el llamamiento de los patriarcas del Antiguo Testamento en el canto del «introito» y de los kyries, siguiendo con el nacimiento del Salvador en el «gloria», hasta llegar a la última bendición, que representaba la bendición del Señor a los apóstoles antes de la ascensión. El pueblo viene, pues, a ser espectador respetuoso. La desvinculación entre el altar y el pueblo se refleja en el hecho de que, en los lugares de la l. donde había acciones sin palabras, se introdujeron oraciones que rezaban el sacerdote solo. Así sucedió p. ej., al comienzo, durante la preparación de los dones, antes de (y durante) la comunión y al final. Además la oración eucarística, el canon, se interpretaba como un santuario en el que sólo podía entrar el sacerdote y cuyas palabras él había de pronunciar, por tanto, en voz baja.
El prefacio se interpretó, entendiendo falsamente su nombre, como prólogo del canon (en lugar de entenderlo como la primera parte de la oración sacerdotal, que se ha de pronunciar en voz alta «ante» el pueblo y ante Dios: praefatio = praedicatio).
Así configurada, la l. romana, que en realidad se había transformado en una l. franco-romana, volvió a Roma desde el siglo x. En aquel «siglo de hierro», el orden tradicional eclesiástico y litúrgico estaba en Italia y en Roma en trance de disolución y desintegración. Así, cuando los monarcas germanos a partir de Otón i, se presentaron en Roma acompañados de muchos prelados y como emperadores romanos se preocuparon de crear un nuevo orden, el ordenamiento y los libros litúrgicos traídos del norte dieron desde entonces la pauta para la celebración del culto en el centro de la cristiandad. En el mismo sentido actuaron los monjes venidos de Cluny, de los que en el siglo xr partió la renovación interna de la Iglesia (-> reforma cluniacense).
Pero no hay que pensar que se llegara con eso a lograr un orden firme, riguroso y homogéneo. Cierto que durante toda la edad media las Iglesias particulares debían regirse por la metrópoli de las respectivas provincias eclesiásticas; pero, no sólo las provincias eclesiásticas, sino también las diferentes iglesias episcopales y conventuales tenían con frecuencia su orden particular. Los libros litúrgicos (que se confeccionaban de uno en uno por copias manuscritas), especialmente en sus elementos más recientes procedentes del periodo carolingio, estaban sujetos a constante ampliación y transformación. Sólo algunos centros prestigiosos y ciertas familias monásticas florecientes procuraban por su parte crear un orden obligatorio.
De aquel tiempo proceden las formas especiales del rito franco-romano, que perviven todavía hoy entre los cartujos y los premonstratenses, y en las provincias eclesiásticas de Lyón en Francia y de Braga en Portugal. En cambio otras formas especiales (fijadas también entonces) de los cistercienses, de diferentes abadías benedictinas, de las Iglesias de Colonia, Tréveris, Maguncia, Lieja y otras, fueron abandonadas después del concilio de Trento para atenerse a la reforma postridentina.
Sólo hubo una importante modificación que se convirtió en uso general a partir del siglo xiii: la elevación de las especies en el momento de la consagración dentro del canon de la misa. Con ello se creó un claro punto cumbre para el afán de ver del hombre medieval, el cual con esta visión quedaba en cierto modo compensado por su alejamiento de la comunión sacramental, raras veces permitida y todavía más raramente practicada. El período final de la edad media fue un tiempo no sólo de gran variedad de formas litúrgicas, sino también de múltiples abusos y supersticiones. El violento empuje de la reforma protestante, que con el principio de «la Escritura sola» repudió no sólo abusos notorios, sino incluso el canon de la misa, dio pie a la reforma católica de la l., reclamada por el concilio de Trento y llevada a cabo por los papas siguientes, comenzando por Pío v en sus ediciones del Breviario y del Misal (1568 y 1570; cf. -> reforma católica y contrarreforma).
Al mismo tiempo se fijó el principio que más tarde fue formulado expresamente por el CIC (c. 1257), a saber, que en la Iglesia latina sólo la Santa Sede es competente en lo relativo al ordenamiento litúrgico. La estricta uniformidad de la práctica litúrgica, facilitada entonces por la imprenta y vigilada por la Congregación de ritos, creada por Sixto v en 1588, se ha mantenido eficazmente en vigor hasta el siglo xx.
Pío x, que mediante sus decretos sobre la comunión restauró la antigua práctica cristiana de la comunión frecuente, ordenó de nuevo el canto gregoriano y en el Breviario creó un nuevo orden de los salmos, hizo las primeras intervenciones dignas de mención en el orden litúrgico, que en cierto modo estaba petrificado. Por otra parte, el movimiento litúrgico (cf. luego en D) indujo a superar en la l. el abismo cada vez mayor entre el altar y el pueblo. Una reforma a fondo se inició bajo el pontificado de Pío xii con el nuevo ordenamiento de la vigilia pascual (1951) y la semana santa (1955). El concilio Vaticano II (Constitutio de sacra -Liturgia, del 4-12-1963) ha extendido la reforma a todo el campo de la liturgia. Con los decretos de ejecución (Instructio del 26-9-1964; e Instructio altera del 4-5-1967) se han configurado nuevamente amplios campos de la l. romana.
Dado que los diferentes campos parciales de la l. se han de tratar en artículos especiales, nos limitaremos aquí a añadir algo sobre las leyes estructurales y los principales elementos constitutivos de la liturgia.
III. Leyes estructurales
El núcleo de la l. lo constituyen las acciones sacramentales, y su punto culminante es la celebración de la eucaristía. Evidentemente, siendo esto así, la configuración de la l. sólo puede ser una ampliación del signo sacramental: preliminares para la administración del mismo, ayuda para su comprensión, garantía de la disposición del que lo recibe, la oración por la eficacia sacramental y sus frutos posteriores. Algo análogo se puede decir de las diferentes bendiciones. En cambio, cuando el culto consiste solamente en la oración no hay un orden fijo previamente establecido. Entonces ese culto ha de mostrar simplemente su propia esencia. En cada reunión para la oración habrá de reflejarse la relación en que se halla la Iglesia frente a Dios gracias a la economía cristiana de la salvación.
Para que esta relación se realice plenamente, se ha de comenzar por la -> palabra de Dios, bien en forma de lectura, bien en forma de predicación que la proclama. Pues, en efecto, Dios es quien congrega la comunidad. Y sólo cuando hemos sido llamados por la palabra de Dios, podemos nosotros dar nuestra respuesta.
La palabra de Dios debe luego tener resonancia en los corazones. Esto puede obtenerse mediante una pausa silenciosa. Sin embargo, en la asamblea eclesial, el eco de la palabra en los corazones buscará una manifestación exterior y tratará de expresarse en el canto. Al canto seguirá la oración; y como es una comunidad la que se ha reunido para orar, la comunidad misma será la que se exprese, ya en el recogimiento de la oración interior de cada uno, ya en una invocación común y, sobre todo, en oraciones alternadas.
Pero el acto habrá de culminar en la oración formal, en la colecta, por la que el ministro de la función eclesiástica «reúne» el ruego de todos y lo presenta a Dios.
De hecho este orden se halla más o menos claramente en todas las l., y sobre todo en la l. romana. Aquí domina la segunda parte de las horas canónicas, pues cada una comprende un capitulum y una breve lectura de la Escritura, a la que sigue un himno y un responsorio. Se concluye con la oración del oficiante, que todavía hoy en determinados casos – como sucedía regularmente en otros tiempos – va precedida por las oraciones alternadas de la comunidad.
Cuando había que llenar con oración un tiempo relativamente largo, como sucedía en la vigilia plena de la antigua l., podía reiterarse repetidas veces el mismo proceso. Así lo hallamos repetido seis veces en la parte introductoria de la misa del sábado de témporas, y doce veces en la l. del sábado santo, la cual estuvo en uso hasta el año 1955 y correspondía a la vigilia pascual. En ambos casos se introduce siempre la oración litúrgica con una plegaria en silencio de los particulares, a la que se invita con el flectamus genua.
Cierto que la palabra de Dios en forma de lectura de la Escritura tiene su lugar más distinguido en la misa; pero esta lectura sólo pudo imponerse con mayor amplitud en el rezo de las horas. Mientras que en algunos monasterios de la edad media cada año se leía por entero la sagrada Escritura, en el ordenamiento actual ciertamente se hace un recorrido anual de la Escritura, pero no en una sucesión mecánica, sino de tal forma que durante los dos ciclos festivos se han de leer determinados libros.
Por lo que hace al canto, ya en la Iglesia de la antigüedad cristiana, tras un breve período de floreciente himnodia, se dio la preferencia al Salterio. Desde entonces éste no ha cesado de ser el primer libro de canto de la Iglesia. Es palabra de la boca de Dios y, en este sentido, superior a toda creación humana. Aun cuando su contenido veterotestamentario no respondía siempre a la índole del pueblo neotestamentario, sin embargo, no pareció difícil leer las oscuras alusiones a la luz de su realización y entender las palabras del salmista como voz de Cristo o como voz de la Iglesia redimida, aunque a veces fueron usadas como llamadas hacia Cristo mismo.
En la Iglesia ha habido también otro modo de recitar los Salmos: en los tiempos primitivos predominó la forma de responsorio, en la que uno cantaba el Salmo y la comunidad respondía después de cada versículo o de varios versículos con un estribillo que se indicaba al comienzo del Salino. De esto se conservan huellas en los llamados responsorios, en los que se ha acortado el texto primitivo y, en cambio, se ha enriquecido la melodía. Pero ya desde la temprana edad media predominó la forma antifonaria, en la que las dos partes del coro cantan alternativamente los versículos, quedando reservado para el comienzo y el fin un versículo llamado antífona, más rico en melodía y que sirve de marco al Salmo.
Por lo demás, la historia primitiva de este modo de cantar los Salinos, que comienza en el siglo iv, e incluso el sentido primitivo de la palabra «antífona», todavía se discuten actualmente entre los historiadores de la música. Mientras que en el rezo de las horas del rito bizantino el canto de los Salmos ya muy pronto fue de nuevo suplantado casi totalmente por una rica himnodia, en occidente el himno ha tenido que superar fuertes resistencias. En la l. deja ciudad de Roma sólo hacia el siglo xii logró imponerse debido a influjos del norte.
No es necesario demostrar que, sobre todo en el culto en lengua popular, se debe reconocer al cántico religioso absolutamente la misma función que al himno latino. Pero hemos de tener presente que en gran parte de las creaciones de los últimos siglos que han llegado hasta nosotros, la riqueza del pensamiento religioso queda reducida a pequeños trozos, los cuales por lo demás, tienden a dar satisfacción a la sensibilidad subjetiva; por eso será necesaria una rigurosa selección. En cuanto a la ejecución y a la forma musical del canto, existe una variedad grandísima, desde el canto a una voz hasta la más rica polifonía, con o sin instrumentos. Sin embargo, hay que sostener que donde no haya una razón suprema que recomiende o exija un despliegue de esplendor artístico, el canto del pueblo responde mejor a la naturaleza de la Iglesia.
En cuanto a la oración del pueblo, lo más indicado es, como ya hemos dicho, la forma alternada, en la que la comunidad responde con breves invocaciones a las palabras del que dirige la oración. El caso típico lo hallamos en la oración de intercesión. Puede servir de modelo la forma más antigua de las letanías de los santos, en las que el pueblo responde con el «te rogamos, óyenos» a las súplicas pronunciadas por el que dirige la oración. Una tradición todavía más antigua empleó en el mismo sentido el Kyrie eleison.
Otras formas de oración popular se dieron en las llamadas «preces», que en determinados lugares del oficio divino preceden a la «oración» y antiguamente la precedían casi siempre.
Dentro de una invitación a la oración dirigida a la comunidad se formula esta intención: «Oremos por los hermanos ausentes»; a lo que se responde preferentemente con un versículo del Salmo: «Ven, Dios mío, en auxilio de tus siervos que esperan en ti» (Sal 85, 2). Para las comunidades de tiempos anteriores, conocedores de la Escritura, estas palabras parecían con razón especialmente apropiadas, aun cuando así sólo se expresara imperfectamente lo que se quería decir. Ese conocimiento de la Biblia que entonces se presuponía, no se puede dar por supuesto en el común de los fieles de hoy día. Se hallan ulteriores formas evolucionadas de este género de oración (en las que, desde luego, está en primer término la invocación reverente de nombres sagrados con sus títulos honoríficos) en las letanías, que han venido a ser oraciones autónomas aprobadas por la Iglesia.
En la oración del sacerdote (o del que dirige la asamblea litúrgica) la oración de la Iglesia halla su plenitud y a la vez su más perfecta expresión. Según antiquísima tradición cristiana, esa oración comienza con el saludo a la comunidad, la respuesta de ésta y la invitación a orar. Tiene dos formas fundamentales según el motivo: el prefacio cuando se trata de una acción de gracias; y la oración cuando se trata de implorar algo. En el caso de una acción de gracias, la invitación suena así: Gratias agamus Domino, Deo nostro. El primer lugar de todas las oraciones de acción de gracias lo ocupa la «eucaristía» propiamente dicha, la oración sacerdotal de la misa con su prefacio. Pero la forma de prefacio se emplea también en otras acciones importantes de bendición o consagración. Se emplea en la consagración de personas: diácono, sacerdote, obispo, abad, abadesa; y en la consagración o bendición de cosas: crisma, agua bautismal, cirio pascual, iglesia, altar, cementerio. Comienza con una alabanza de la obra salvífica divina y luego, con un igitur o quapropter, pasa a la petición misma, en la que se implora la bendición de Dios para la persona o cosa de que se trata.
En la oración de petición la invitación por lo regular es sencillamente: Oremus. Sin embargo, en muchos casos, p. ej., en las oraciones del viernes santo, se indica el objeto inmediato de la petición. En nuestra l. romana la oración misma suele quedar bien destacada por un lenguaje conciso y henchido de contenido. Especialmente cuando el objeto de la petición se ha expuesto ya en la invitación o en las preces que anteceden, es efectivamente característico el hecho de que la oración con que el sacerdote, como portavoz nato del pueblo, se presenta ante Dios, no se pierda en palabrerías retóricas ni en pura poesía, sino que expresa lo esencial con pocas palabras bien dispuestas, como se observa en la estructura tradicional de las oraciones romanas. Aquí no se trata ya de exponer por extenso nuestros intereses humanos, sino de que nuestra oración desemboque en los grandes planes divinos. Por eso la oración no se dirige a algunos de los poderes celestes, p. ej., a los santos de los respectivos días festivos, sino a Dios mismo. Y por lo regular termina dirigiendo la mirada a Cristo, «por quien tenemos acceso al Padre» (Rom 5, 2). Se responde con el «amén» del pueblo que la confirma.
GESTOS/LITURGIA A los elementos constitutivos de todas las l. pertenece siempre juntamente con la palabra el rito externo, el gesto, el movimiento ordenado. Ante un superior se está de pie.
Por esa razón en la oración hasta muy entrada la edad media la posición predominante fue la erecta. Y, sobre todo en tiempos antiguos, dicha posición se justificaba así: Hemos resucitado con Cristo, por eso estamos de pie. De ahí que en días con clima pascual (domingo, tiempo pascual) se prescriba esta actitud como la única apropiada para la oración. En tiempos antiguos se insistía además en que se mirara a oriente, hacia el lugar por donde sale el sol, también en memoria de Cristo, en cuya resurrección se levantó el sol para nosotros. También hoy día se prefiere siempre a ser posible esta orientación en la construcción de las iglesias. Para la oración prevaleció más tarde cada vez más el arrodillarse. En esa postura se expresa la sumisión. En la oración de petición esta actitud fue usual desde el principio (cf. Flectamus genua).
También como expresión característica de adoración se practica desde antiguo la postración ante la majestad de Dios; sobre todo cuando Dios se nos acerca con proximidad estremecedora en el misterio de la encarnación (Et Verbum caro factum est; et incarnatus est; el arrodillarse ante el santísimo sacramento). El sentarse como actitud de reposo está en uso cuando se trata de oír con atención; por tanto, en las lecturas, excepto en la del Evangelio, y cuando se predica; además en momentos de pausa durante la acción litúrgica, como en los cantos prolongados. También en la salmodia ha venido a ser corriente el sentarse, para evitar la fatiga, dada su larga duración.
La oración exige también una adecuada posición de las manos. En la antigüedad cristiana se acostumbraba a levantarlas, en postura de ofrecer o de recibir. Tal es la actitud de los orantes, que nos es conocida por las pinturas de las catacumbas y que todavía hoy observa el sacerdote en todas las oraciones de la misa que provienen de antigua tradición.
El uso germánico prefería tener las manos juntas. En el derecho feudal el súbdito ponía las manos juntas en las manos del señor feudal, como signo de sumisión y de obediencia. Actualmente todavía hacen eso los sacerdotes recién ordenados al prometer obediencia al obispo. Esta actitud se introdujo también en la l. a fines del primer milenio bajo el influjo de los países nórdicos. Las manos o se entrelazan, o también, como lo hace el sacerdote en el altar, se juntan por las palmas.
La imposición de las manos es un símbolo importante en la l., incluso en las acciones sacramentales. Sirve ante todo para expresar la transmisión de poderes (en las órdenes mayores), y también la comunicación de la gracia (la mano elevada en el sacramento de la penitencia) y la bendición.
Sin embargo, en época más reciente, la señal de la cruz ha venido a ser el símbolo predominante de la bendición: tanto la señal de la cruz que hace el sacerdote sobre personas y cosas, como el signarse uno mismo al recibir la bendición y al comenzar la oración o una acción sagrada.
BIBLIOGRAFíA: Eisenhofer; J. Lechner, Liturgik des römischen Ritus (Fr 1953); A.-G. Martimort, La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia (Herder Ba 1967); H. A. P. Schmidt, Introductio in liturgiam occidentalem (R 1960); Radó; J. A. Jungmann, Der Gottesdienst der Kirche (I 31962). – PARA EL ORIENTE: Hanssens; Raes. – SOBRE EL DESARROLLO HISTí“RICO: A. Baumstark, Vom geschichtlichen Werden der L. (Fr 1923); Th. Klauser, Kleine Abendländische L. geschichte (1943, Bo 51965); J. A. Jungmann, Liturgie der christlichen Frühzeit (Fri 1967).
Josef Andreas Jungmann
B) CIENCIA LITÚRGICA
La ciencia litúrgica puede entenderse en primer lugar como un estudio, realizado con finalidad puramente teorética, acerca de las diferentes formas de culto que se han ido practicando a través de múltiples transformaciones en el cristianismo desde sus orígenes hasta nuestros días. Restringida a esa finalidad esta ciencia sería sencillamente una sección de la historia y de la ciencia de la cultura. Pero con ello no quedaría suficientemente descrita su aparición fáctica como ciencia eclesiástica. Esta ciencia, por más que se preocupe del conjunto de las formas históricas, quiere en definitiva servir a la interpretación de la l. usada en el presente.
Su finalidad así planteada tiene gran importancia, dado que la l., por su naturaleza misma, tiende a conservar las formas una vez elegidas y a seguir aferrada a ellas aun cuando no sean ya comprendidas en un ambiente muy diverso. Mientras que los cultos no cristianos con frecuencia han renunciado deliberadamente a ser comprendidos, como lo muestra la historia de las -» religiones; en cambio, la l. cristiana, siendo un culto»en espíritu y en verdad», no puede a la larga contentarse con esta renuncia.
Las formas existentes deben hacerse comprensibles en cuanto sea posible. Al mismo tiempo, por la vuelta a las formas y los principios fundamentales, hay que establecer las premisas sobre las que pueda basarse una renovación o adaptación siempre que se crea necesaria.
La Iglesia primitiva no tenía necesidad de ciencia litúrgica. Las formas del culto estaban tomadas de la civilización contemporánea y la l. se celebraba en un lenguaje comprensible para la comunidad que participaba en ella.
Sin embargo, ya en el siglo iv hallamos algunas explicaciones de la l. Se trata de -> catequesis sobre el bautismo, la confirmación y la eucaristía, con las que el obispo instruía en la octava de pascua a los recién bautizados; y es significativo que lo hiciera precisamente una vez que éstos ya habían recibido dichos sacramentos en la vigilia pascual. Se suponía, pues que sin explicación especial se entendían en su sentido inmediato las palabras y el rito, y sólo posteriormente se daba una interpretación religiosa más profunda. Las más importantes catequesis de este género que han llegado hasta nosotros, y que contienen notables detalles litúrgicos, son las de Ambrosio de Milán, de Cirilo (o Juan) de Jerusalén y de Teodoro de Mopsuestia.
Ya en la temprana edad media se sintió la necesidad de explicar formas transmitidas desde antiguo por tradición. Pero esta explicación no se hace destacando el sentido que tales formas tenían primitivamente, sino por el procedimiento de la alegoría. No se pone de relieve el sentido real, sino que se añade un nuevo sentido. Las explicaciones alegóricas de la l. comienzan con Isidoro de Sevilla, alcanzan un primer punto culminante con Amalario de Metz y dominan luego toda la edad media. En vano luchó contra ellas Alberto Magno. De aquella época conocemos muy pocos intentos de una explicación sobria y objetiva. Podemos mencionar a Floro de Lyón, adversario de Amalario, a Walafrido Strabo, abad de Reichenau (t 849), cuya obra lleva el título significativo: De exordiis et incrementis quarundam in observationibus ecclesiasticis rerum, y también el escrito del año 1085 de Bernoldo de Constanza, el llamado Micrologus.
El estudio propiamente científico de la l. sólo comenzó cuando, gracias a los humanistas, se despertó el sentido de la -> historia y cuando, a consecuencia de la reforma, la l. vino a ser objeto de controversias.
Con vistas a la defensa del viejo patrimonio, por la imprenta comenzaron a hacerse asequibles algunas fuentes importantes. Jacob Pamelius, arcediano de Brujas, fue el primero que, en 1565, presentó en dos tomos antiguos textos litúrgicos: sacramentario, antifonario y leccionario.
Melchor Hittorp, canónigo de Colonia, editó en 1568 una selección de explicaciones litúrgicas de la temprana edad media, junto con una colección de Ordines romanos y un Pontifical, acerca del cual M. Andrieu demostró en 1931 que era el Pontifical romano-germánico compuesto en 950. Este texto se hizo normativo en tiempos posteriores.
En un segundo período de la l. descuellan los trabajos de diferentes miembros de la congregación benedictina francesa de St. Maur (los «maurinos»), que comenzaron a reunir sistemáticamente manuscritos litúrgicos y a editarlos acompañados de penetrantes investigaciones. Entre ellos merecen especial mención Hugues Ménard (t 1644; edición de un Sacramentario gregoriano); Jean Morin (t 1639; estudios y textos sobre la l. penitencial y sobre la l. de las órdenes), Jean Mabillon (t 1707; Ordines romanos, antigua l. galicana), y sobre todo Edmond Martne (t 1739), cuyos cuatro tomos De antiquis Ecclesiae ritibus son todavía hoy una mina para el conocimiento de las variadas formas litúrgicas al norte de los Alpes en la edad media. En sentido análogo trabajaron también entre otros el abad cisterciense Giovanni Bona, el cultísimo L.A. Muratori y el abad de St. Blasien, Martin Gerbert (t 1793); trabajaron sobre los ritos orientales Eusébe Renaudot (t 1720) y los hermanos Assemani.
La época de la ilustración, poco propensa a la historia, no fue favorable a la l. Un tercer período, que se extiende hasta nuestros días, comienza a mediados del siglo xix. Fue favorecido por un esencial cambio de clima, al que contribuyó, además de la incipiente renovación de la teología, sobre todo el auge de los estudios patrísticos y de la -> arqueología cristiana. Ahora contamos con importantes exposiciones de conjunto, ya sobre la historia de la l. en general, como las de Ferdinand Probst en Breslau (+ 1922) y las del historiador de la Iglesia Louis Duchesne (+1922), ya sobre algunos puntos concretos, como el estudio sobre el breviario hecho por Suitbert Bäumer O.S.D. (+ 1894), y la investigación sobre la misa en la edad media y sobre las bendiciones realizada .por Adolf Franz (+ 1916).
Además se van reuniendo sistemáticamente las fuentes. Así lo hacen Adalbert Ebner (+ 1898) en Italia y Victor Leroquais (+ 1946) en Francia. Por la parte protestante, en Inglaterra la Henry Bradshaw Society lleva adelante desde 1880 una ambiciosa publicación de fuentes litúrgicas de origen inglés y continental.
El estudio de las l. orientales fue promovido considerablemente por Anton Baumstark (t 1948). Franz Joseph Dölger y su escuela han dedicado notables estudios a la transición de la antigüedad clásica al cristianismo, tan importante especialmente para la liturgia.
En el siglo xix comienza también una serie de descubrimientos básicos de fuentes litúrgicas de la antigüedad cristiana (Did; Euchologium de Serapión; Itinerario de Eteria; Testamentum Domini). Con el estudio de las -> constituciones de la Iglesia primitiva en oriente pudo descubrirse y restablecerse en lo sustancial la Tradición Apostólica de Hipólito (escrita en Roma hacia el año 215), que daba ya una idea de conjunto de la práctica litúrgica de la comunidad romana de entonces.
Gran importancia han alcanzado las investigaciones comenzadas en 1918 por la abadía de Maria Laach y su abad Ildefons Herwegen (t 1946): las dos colecciones (más tarde unificadas) Liturgiegeschichtliche Quellen y Liturgiegeschichtliche Forschungen, y el Jahrbuch für Liturgiewissenschaft (desde 1921), dirigido después principalmente por Odo Casel (t 1948) y reanudado desde 1950 con el nombre de Archiv für Liturgiewissenschaft.
Odo Casel fue también quien por primera vez y conscientemente asoció cuestiones teológicas al estudio histórico de la liturgia. El formuló la tesis, después tan discutida, de la presencia de los misterios, según la cual en el culto, y más concretamente en los sacramentos, se hace presente y accesible a los fieles la históricamente singular acción salvífica de Cristo, de modo que éstos pueden participar en la realización de dicha acción y en el fruto de la salvación (cf. teología de los -> misterios). Si bien esta tesis ha tenido ya marcado influjo en la teología de los -> sacramentos, sin embargo no se ha logrado todavía una doctrina plenamente unánime en torno a ella.
Con todo, entre tanto se ha extendido la convicción más general de que la l. no se circunscribe a la consideración histórica, sino que también ha de ser tratada desde el punto de vista teológico. De un modo implícito tal consideración teológica ya existía antes, sobre todo desde que las aspiraciones del movimiento litúrgico (cf. luego en D) obligaron a la reflexión sobre la naturaleza de la liturgia. Una verdadera premisa de dicho movimiento fue la reflexión sobre la naturaleza de la -> Iglesia como comunidad de los fieles (en contraste con el concepto puramente jerárquico de Iglesia), iniciada por J.S. Möhler (+ 1838; cf. escuela de -> Tubinga), y llevada adelante principalmente por la teología alemana.
Sin embargo, sólo en 1957 apareció una exposición completa de esta orientación con el libro del benedictino romano Cipriano Vagaggini que lleva el titulo Ii seno teologico della liturgia. La l. aparece aquí como continuación de la historia de la -> salvación: la Iglesia, que Dios santifica por Cristo en el Espíritu Santo, responde ofreciendo su culto por medio de Cristo.
Las ulteriores cuestiones teológicas que debe tratar la l. han de girar sobre todo en torno a este tema: naturaleza del culto cristiano, posición de Cristo como sumo sacerdote, comunidad eclesial y culto, desarrollo del signo sacramental. Como tema central aparece el carácter comunitario de la liturgia. En efecto, de aquí surge una primera cuestión teológica: ¿en qué grado se identifica o puede identificarse la l. con la vida misma de piedad dentro de la Iglesia, y hasta qué punto se requiere o es indispensable la vida religiosa personal de los individuos? La segunda cuestión es: ¿de qué manera se puede o se debe desarrollar dentro de la l. la vida comunitaria? Esta última cuestión debería inducir a un examen más profundo de todos los temas de la pastoral litúrgica y de la pastoral en general, que en las publicaciones de los últimos decenios han ido cobrando cada vez mayor amplitud. Mencionemos concretamente la participación activa del pueblo, la posición de los seglares en la Iglesia, el lenguaje de la l., la función de la música sagrada y del arte sagrado, las devociones populares y su relación con la l., el derecho del obispo y de los obispos en el marco de un ordenamiento litúrgico dirigido desde Roma.
Estas cuestiones tienen una inmediata importancia práctica, pero, además reclaman un esclarecimiento teórico. Por otra parte, muchos de esos problemas sólo pueden esclarecerse por vía histórica. En la l. debe darse una constante interacción entre historia y teología.
Sobre este fondo pueden destacarse más claramente los objetivos futuros de la l. Bajo el aspecto histórico deben explorarse las fuentes y publicarse ediciones críticas de textos importantes, utilizando cuando sea necesario las correspondientes ciencias auxiliares (paleografía, filología, etc.) y las técnicas adecuadas (p. ej., la fotografía de palimpsestos). En el ámbito occidental se ha hecho ya lo más esencial a este respecto, pero en algunas regiones (concretamente en Alemania) la investigación de las fuentes es todavía muy imperfecta. En cuanto al oriente, fuera del sector bizantino, la l. eucarística es casi la única accesible en lenguas europeas. Aquí las investigaciones deben aceptar la ayuda de diversas ciencias afines, sobre todo: la ciencia bíblica, la ciencia de las religiones, la patrística, la arqueología cristiana, la historia de la civilización clásica, la orientalística, la historia de los dogmas, del kerygma y de la piedad, la historia del arte, la iconografía, la historia de la música… Se necesitan además exposiciones de conjunto para que la vida litúrgica pueda beneficiarse del resultado de los estudios, haciendo patente el sentido y la posibilidad de ulteriores reformas. Convendrá sobre todo que la problemática teológica acompañe casi siempre a las exposiciones de conjunto.
Salta a la vista que aun las mismas reformas llevadas a cabo en nuestro siglo, desde la renovación del canto gregoriano por Pío x a base de los estudios de Solesmes, hasta la restauración de la vigilia pascual, han sido posibles tan sólo gracias a los trabajos de la ciencia litúrgica.
También la nueva comprensión de los ritos orientales y el abandono de todos los conatos niveladores de latinización se han producido como un fruto de los estudios litúrgicos.
E igualmente, un sano desarrollo ulterior del culto de la Iglesia sólo será posible si la ciencia litúrgica continúa desempeñando sumisión. Las premisas para ello han mejorado considerablemente en los últimos años, gracias a la erección de los Institutos litúrgicos, como el Institut Catholique de Paris y el de san Anselmo en Roma, y gracias también a la introducción de la ciencia litúrgica por el concilio Vaticano 11 entre las disciplinas principales de las facultades teológicas.
BIBLIOGRAFíA: Los datos bibliográficos para los textos y estudios citados en su marco histórico, pueden consultarse en los manuales y léxicos de -> liturgia. – PARA LA PARTE TEOLí“GICA: C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia (Ed Católica, BAC, Ma 1962); 0. Casel, Das christliche Kultmysterium (Rb 41960); J. A. Jungmann, Die Stellung Christi im liturgischen Gebet (Mr 21962); G. Dix, The Shape of the Liturgy (1945, Lo 41949) ; G.M. Brasó, Liturgia y espiritualidad (Montserrat 1956); C. Sánchez Aliseda, Historia y liturgia de la Misa (Ba 1955); L. Fendt, Einführung in die L. (B 1958); A: G. Martimort (dir.), La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia (Herder Ba 1967); C. Jean-Nesmy, Espiritualidad del año litúrgico (Herder Ba 1965); Th. Filthaut, La formación litúrgica (Herder Ba 21965).
Josef Andreas Jungmann
C) LENGUA LITÚRGICA
I. Historia de las religiones
Las religiones conocen ordinariamente una lengua sagrada y ritual, en que se transmiten Las doctrinas y se ejecutan los ritos santos. Aunque se use en el culto la lengua literaria o escrita, que en muchos casos se distingue fuertemente de la hablada, las lenguas propiamente rituales son de ordinario estadios anteriores de idiomas aún vivos (así entre los romanos). Y a menudo son lenguas de una cultura precedente que entre tanto han quedado recubiertas por idiomas más «modernos» (p. ej., en los judíos después del destierro el hebreo en relación con el arameo). Y con frecuencia ya no son inteligibles al sacerdote mismo (p. ej., entre los romanos). Como motivos para el uso de un lenguaje sagrado podemos mencionar: la creencia de que, como lengua de la divinidad («o de los dioses»; así entre los germanos), es el único camino para llegar a ésta; el cuidado de no profanar lo santo con el lenguaje diario e incurrir así en la ira divina; el temor ante lo tremendo y misterioso, ámbito, al que sólo es lícito acercarse por la palabra extraordinaria; el sentimiento de algo especial y solemne que despiertan las lenguas sagradas; la reverencia por la forma lingüística en que tuvo lugar un acontecimiento salvífico, la cual debe mantenerse (el hebreo como lengua del AT). Común a tales lenguas sagradas es su «carácter estatuario», que ignora el cambio histórico y quiere expresar cómo lo dicho y lo que está por decir se halla sustraído al tiempo; o sea, en ellas se quiere proteger y representar la eternidad de lo divino y el misterio insondable de lo appeton, de lo inefable. El fundamento de eso es la idea de que a la divinidad sólo puede hablársele a la manera «divina» y de que frente al ser diferente de Dios, frente a su santidad, la palabra humana es un pecado (cf. el «silencio sagrado»). La lengua cultual atestigua ya como tal una determinada idea de Dios; su problemática es por tanto teológica, y no meramente litúrgica y rubricista.
II. Lenguas litúrgicas en el cristianismo
También la l. de la Iglesia emplea hoy día lenguas cultuales, p. ej.: el latín en occidente; las «lenguas eclesiásticas» de los ritos orientales, que, prescindiendo de excepciones sin importancia, no son idiomas corrientes; e incluso en las comunidades nacidas de la reforma se advierte la tendencia a conceder un rango sagrado a ciertos tipos de lenguaje (el alemán de la Biblia de Lutero, el inglés del Book of Common Prayer). Especialmente la Iglesia católica ha tenido en alta estima el latín como «lengua eclesiástica», y lo ha defendido hasta la actualidad como imprescindible, hasta tal punto que este idioma parecía pertenecer a la concepción que la Iglesia latina tiene d~ sí misma. Sin embargo, la Iglesia siempre quiso que por lo menos al celebrante le fuera familiar el sentido literal (de ahí la autorización en 1949, que reiteraba la de 1615, para introducir el alto chino [¡no el de la conversación corriente!] en el misal). La lengua litúrgica latina nunca fue un idioma puramente extraño.
III. Orientación teológica
La discusión critica de una lengua ritual cristiana ha de partir de los siguientes principios. Jesucristo es la -> palabra insuperable y definitiva que Dios dirige a la humanidad. Ciertamente esa palabra está preparada y prometida en un determinado espacio histórico, pero lo supera de tal forma que, en conformidad con la universal voluntad salvífica de Dios y con la consagración de todo lo humano en la encarnación y resurrección, ya no son obligatorias las formas históricas del mundo judeo-helenístico (y menos todavía las de otras culturas). Más bien, a este respecto se exige una decisión humana renovada siempre de nuevo. Pues, siendo Cristo la última palabra que Dios nos dirige, sólo en él y en conformidad con él es posible una respuesta válida (por tanto, a la manera «humana» y ya no «divina»). De ahí que en Cristo quede integrado y superado todo culto posible. Para toda la duración de la historia, esa palabra y esa respuesta han recibido la Iglesia fundada como templo único en que se edifica el nuevo pueblo de Dios, llamado sin distinción de lenguas, en permanente diversidad (cf. Act 2, 4-11). Este pueblo celebra el -> culto de la adoración en espíritu y en verdad, que es Cristo mismo, aceptando y agradeciendo (eucaristía) su obra de salvación. Allí el hombre está capacitado para la audición y obediencia en su propia lengua materna. Ello quiere decir que ya no hay lenguas cultuales propiamente dichas, ni «lenguas» específicamente «sagradas», que se limiten a la palabra de Dios y a la respuesta del hombre. Toda lengua humana es ahora potencialmente litúrgica, en cuanto en ella se anuncia el mensaje y halla forma la decisión de la fe. Pero, evidentemente, el contenido y la seriedad del lenguaje litúrgico le darán un cuño propio (p. ej., el «latín cristiano»), que lo distanciará de la lengua corriente, del mismo modo que las declaraciones y decisiones últimas de los filósofos y poetas, puestas en palabras, dejan tras sí el hablar que no tiene más meta que la utilidad inmediata.
IV. Historia
De hecho la Iglesia antigua, separándose claramente de las otras religiones, empleó sin reparo las lenguas maternas en el culto: arameo, griego (incluso en Roma hasta el siglo Iv y en las Galias mismas [Lyón]), latín (sin duda por primera vez en Africa). La palabra litúrgica espontáneamente formulada de la primitiva Iglesia, lo mismo la carismática de la glosolalia que la «oficial» de la anáfora libremente expresada, sólo se concibe en la lengua materna, pues el testimonio de Dios dado por los cristianos en el culto es sine monitore, quia de pectore (TERTULIANO, Apol. 30). Pero ya los Evangelios, como una especie de confesión del camino de salvación históricamente dado, conocen «marcas de su origen» (Abba: Mc 14, 36; Eloi Eloi, lamma sabacthani: Mc 15, 34, cf. Mt 27, 46; etc.); y de manera semejante el culto de la Iglesia dejó intactas ciertas «marcas de su origen»: Amen, Hosanna, Alleluia, tomados de la liturgia del templo, Maranatha (arameo) de la primitiva comunidad palestinense (1 Cor 16, 22; Did 10, 6), el griego Kyrie eleison.
El hecho de que, a pesar de todo, nacieran lenguas propias del culto y de la Iglesia, tiene causas que están fuera del campo de la liturgia. Con las invasiones de los bárbaros, la civilización fue aceptada por naciones que veían en la antigua y nueva Roma la norma de toda actividad cultural, aun de la religiosa; la anexión a estos centros culturales y misionales era lo más natural del mundo. En cambio Bizancio no transmitió su idioma como lengua eclesiástica, en contraste con Roma, cuyo latín vino a ser lengua litúrgica de las nuevas iglesias. Indudablemente, a pesar de usar un idioma extraño, la l. romana fue un modelo sublime de culto solemne y una herencia a la que el occidente no podía renunciar. Y el problema de la lengua extraña en la l. permaneció oculto hasta nuestra época, durante todo el tiempo en que el latín fue el idioma del mundo sabio. Anteriores opiniones sobre la latina miseria del pueblo cristiano (así los camaldulenses italianos Giustiniani y Quirini en 1513 a León x) hubieron de quedarse en voces aisladas, tanto más por el hecho de que, como reacción contra la tesis de la lengua vulgar litúrgica que sostuvieron todos los innovadores de los siglos xiii-xvi (cátanos, valdenses, husitas, protestantes), el latín recibió un carácter francamente dogmático. Sin embargo, el concilio de Trento sólo pudo decidirse por una confirmación del latín como lengua litúrgica en un sentido relativo (y en cierto modo negativo). Aunque la l. tiende a la instrucción del pueblo de Dios, sin embargo, ha de reconocerse la posibilidad de la lengua latina (Dz 946 956: fórmula significativa en comparación con anteriores esquemas).
La apologética y también ciertas manifestaciones del magisterio han tratado en diversos tiempos de defender, con gran despliegue de razones, la lengua litúrgica latina. Pero esas razones (entre las que aparecen todas las expuestas en 1, p. ej., ya Gregorio vii en 1080 al rey eslavo Vratislao: Mansi xx 296s) son insuficientes (el latín como vinculum unitatis ecclesiae; cf. Act 2, 4-11) o inexactas (custodia de la doctrina mediante el latín invariable; compárese, p. ej., el latín del Missale Romanum con el de la alta escolástica); no convencen. El concilio Vaticano II ha recogido también aquí la insinuación de Trento, y ha reconocido a la lengua materna no sólo una función auxiliar y sustitutiva (como decía aún la Instructio de la Congregación de ritos del 3-9-1958: H. SCHMIDT IL 213ss), sino una función plena en la l. (Constitución sobre la liturgia, art. 36 63, junto con 14 26 y otros). Con ello se concede al mismo tiempo no sólo que se puede aspirar a buenas traducciones de lo anterior, sino también que la lengua materna, como antaño el latín, únicamente tiene razón de ser dentro del conjunto de una l. que sea moderna en el mejor sentido de la palabra, en una l. donde el pueblo de Dios pueda también hoy sentirse llamado por la acción salvífica de Dios y expresar su obediencia creyente. Esta l. a la verdad, sólo se hallará y celebrará a fuerza de mucha paciencia y de constante reflexión sobre la esencia de la salvación cristiana tal como la ha guardado la tradición de la Iglesia. También su lengua es una permanente tarea de la Iglesia.
BIBLIOGRAFíA: MD n. 11 (1947), n. 53 (1958) (diversas colaboraciones), n. 86 (1960) 184-194; J. A. Jungmann, El sacrificio de la Misa (Ed. Católica BAC Ma 41965); C. Korolevskij, Liturgie en langue vivante (P 1955); Ch. Mohrmann, Die Rolle des Lateins in der Kirche des Westens: ThRv 52 (1956) 1-18 (bibl.); ideen, Etude sur le Latin des chrétiens I (R 21961), II (1961); Schmidt IL 209-227; H.-J. Schulz, Kirchensprachen: LThK2 VI 257-260; Rahner V 403-458 (Sobre el latín como lengua de la Iglesia); LuM 37 (1965) (diversas colaboraciones); Liturgiereform im Streit der Meinungen (Wtl 1968). – Ver los comentarios a la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Vaticano II, espec. los art. 36 y 63.
Angelus HäuBling
D) MOVIMIENTO LITÚRGICO
El movimiento litúrgico designa ese conjunto de anhelos que se han abierto camino en la Iglesia de nuestros días para volver hacer de una l. ya bastante petrificada un culto divino lleno de vida en el pueblo de Dios. La l. romana, fundamentada hasta el siglo vi y desarrollada (no siempre orgánicamente) durante la edad media, con la reforma promovida por el concilio de Trento quedó sometida a una norma definitiva, después de practicarse algunas supresiones; con ello se impidió consecuentemente su ulterior desarrollo. Las Iglesias particulares no podían ya modificar nada de la l., y Roma se limitó principalmente a conservar lo ya existente (1588: creación de la Congregación de ritos, con función de vigilancia; CIC c. 1257). Entre tanto el mundo se ha transformado esencialmente. También ha ido cambiando la mentalidad religiosa. La lengua latina de la l. se ha hecho extraña al pueblo incluso en los países latinos. Por eso la l. se había convertido en cosa exclusiva del clero, en un conjunto de funciones misteriosas que el pueblo cristiano ya sólo podía seguir de lejos. La anomalía se sentía más vivamente a medida que se veía en peligro la fe del pueblo y se iba avanzando en el conocimiento científico de la antigüedad cristiana y de su viva piedad litúrgica.
Esto se advirtió por primera vez cuando los benedictinos de St. Maur (cf. ciencia litúrgica, antes en B) publicaron varios tomos acerca de fuentes litúrgicas. Sobre esta base fueron apareciendo en Francia nuevos breviarios y misales muy modificados, que sin aprobación de Roma, y en un principio sin su protesta, sustituyeron a los anteriores. En la misa, p. ej., se introdujeron respuestas del pueblo. La -> ilustración suscitó en Alemania una nueva oleada de conatos de reforma. Se buscaba la participación del pueblo principalmente mediante cantos religiosos en alemán, introducidos también en la misa; pero a mediados del siglo xIx la restauración reprimió otras aspiraciones que tendían a la sencillez y al contacto con el pueblo. En Francia la misma restauración, con los escritos del abate Próspero Guéranger (1805-1875), descartó los conatos «neogalicanos» de reforma y acentuó de nuevo las formas puramente romanas. Por otra parte, la renovación monástica suscitada precisamente por Guéranger, con su especial fomento de la l. y del canto gregoriano, trajo consigo los gérmenes del movimiento litúrgico del siglo xx.
Este movimiento adquirió conciencia como tal con la actuación de Lambert Beauduin (1873-1960, primeramente sacerdote secular, luego, desde 1906, monje de Mont-César) en el día de los católicos celebrado en Malinas (23-9-1909). El movimiento reclamó que se hiciera accesible al pueblo la oración de la Iglesia en un mundo amenazado por una progresiva descristianización; mas por el momento se contentó con difundir traducciones en lengua vulgar de los textos de las misas dominicales y de las vísperas. Desde 1918 Maria Laach se convirtió cada vez más en centro del movimiento, dando principalmente una base científica a sus aspiraciones. La persuasión obvia de que las exigencias de la l., por ser ésta asunto de la comunidad, no se satisfacen por el mero hecho de que los fieles lean simultáneamente los textos, dio como resultado la misa comunitaria o dialogada en lengua vernácula (cf. entre otros Guardini, 1920). La innovación fue propuesta a la Congregación de ritos, que en 1922 contestó con ciertas reservas, aunque añadiendo que «de suyo» (per se) está permitido que el pueblo responda en la misa. El movimiento tuvo en seguida gran auge en las regiones de habla alemana, primeramente entre la juventud estudiantil (movimiento de la juventud católica). Desde 1930 se extendió progresivamente a la vida parroquial; fueron pioneros, entre otros, Pius Parsch con sus escritos populares y pequeños cuadernos de textos, y Ludwig Wolker, director de las grandes asociaciones juveniles católicas. Surgieron resistencias (incluso en forma literaria), pero fueron superadas cuando el episcopado, estableciendo la conferencia litúrgica y la comisión litúrgica, asumió en 1940 la dirección, y cuando en 1943 un decreto romano dejó amplia libertad. La encíclica Mediator Dei de Pío xii (1947) significó el reconocimiento definitivo por parte de la autoridad eclesiástica.
Entre tanto el movimiento se había impuesto también en Francia, donde trabaja activamente desde 1943 el Centre de Pastorale liturgique de París. En Alemania existe un centro similar desde 1947, que es el Instituto litúrgico de Tréveris. En otros países se fueron creando centros análogos de trabajo. De gran importancia han sido las asambleas internacionales de estudios litúrgicos que desde 1951 tienen lugar gracias a la labor de conjunto de los centros de Paris y de Tréveris. Un momento culminante fue a todas luces el congreso internacional de liturgia pastoral de Asís (1956), promovido también por autoridades romanas.
Los frutos del movimiento comenzaron a madurar en las normas («directorios») episcopales para la estructuración del culto parroquial, que se publicaron en diferentes países, y también en la Instructio romana de 1958. Otro fruto importante fueron los rituales en lengua vulgar que pudieron publicarse en todas partes, pero el principal fue la restauración de la vigilia pascual ordenada por Roma (1951) y la reforma de la semana santa (1955). Las aspiraciones del movimiento litúrgico han quedado coronadas con la reforma general decretada por el concilio Vaticano II el 4-12-1963.
Su pleno éxito presupone en todo caso que las formas que ahora se han de crear alcancen en la Iglesia universal y en las diferentes naciones la altura de la diseñada imagen ideal; y presupone además que el clero y el pueblo, con renovada convicción de fe, les ofrezcan un campo propicio donde puedan echar raíces.
BIBLIOGRAFíA: W. Trapp, Vorgeschichte und Ursprung der Liturgischen Bewegung (Rb 1940); Th. Bogler (dir.), Liturgische Erneuerung in aller Welt (miscelánea) (Maria Laach 1950); E. B. Koenker, The Liturgical Renaissance in the Roman Catholic Church (Ch 1954); J. Hofinger – J. Kellner, Liturgische Erneuerung in der Weltmission (1 1957); J. Hofinger (dir.), Mission und Liturgie. Der Kongreß von Nijmegen 1959 (Mz 1960); Schmidt IL 164-208 742-785 (bibl.); W. Birnbaum, Das Kultusproblem und die liturgischen Bewegungen des 20. Jh., I: Die deutsche katholische liturgische Bewegung (T 1966); J. M. Patino, Criterios conciliares de renovación liturgica (Ma 1966); L. Bouyer, Liturgia renovada (V Divino Estella 1967); Davis, Liturgia y doctrina (Herder Ba 1968); A. Hamman, Liturgia y apostolado (Herder Ba 1967); l. Hund, La Biblia y la liturgia (S Terrae Sant 1967); Klauser, Historia de la liturgia occidental (J Flors Ba 1968); A. Laurentin, Liturgia en construcción (Marova Ma 1967); Liturgia y mundo actual (Marova Ma 1967); H. Schmidt, La constitución sobre la sagrada liturgia (Herder Ba 1967); A. Verheul, Introducción a la liturgia (Herder Ba 1967).
Josef Andreas Jungmann
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
La palabra griega leitourgia originalmente significaba un deber público o estatal. En la LXX se aplica particularmente a los servicios del templo en Jerusalén. Tal como se usa en el NT, con frecuencia tiene el significado de servicio sacerdotal (p. ej. Lc. 1:23; Fil. 2:17; Heb. 8:6). En el uso eclesiástico, la palabra se usa (1) en un sentido general con referencia a cualquiera de los servicios y oficios prescritos del culto de la iglesia; (2) en un sentido específico con referencia a la Santa Comunión, al oficio eucarístico se le llama con frecuencia liturgia.
Las formas litúrgicas más antiguas de este último tipo se encuentran en la Didajé (ca. 100), la que prescribe acciones de gracias para la copa y el pan; pero que también da libertad a los «profetas» para que usen las palabras que ellos crean adecuadas para consagrar los elementos. La narración de Justino Mártir (a mediados del siglo segundo) también contiene enseñanza litúrgica, pero indica que en ese tiempo todavía había lugar para oraciones y acciones de gracias espontáneas. Parece que por los comienzos del siglo tercero se usaba ya una forma fija de oración para la consagración del pan y el vino, aunque la forma variaba de lugar en lugar. Así como el canónigo F. Meyrick lo ha expresado: «Al principio cada congregación tenía su propia fórmula; después cada obispo tuvo una forma especial para su diócesis, invitándose, no obligando, a las varias congregaciones a adoptarla. Cuando se establecieron las congregaciones metropolitanas, no fue sino natural que los obispos provinciales o sufragáneos abandonasen sus formas por aquellas de la catedral metropolitana; en forma similar, las formas usadas por las metropolitanas fueron naturalmente asimiladas por las usadas por los primados o patriarcados cuando estas dignidades aparecieron en la escena» (Protestant Dictionary).
Alrededor de los nombres de los tres patriarcados, esto es, Antioquía, Alejandría y Roma, pueden agruparse las liturgias principales del cristianismo. Se asocia con el nombre de Antioquía el rito del siglo cuarto que se encuentra en las Constituciones apostólicas, y que se conoce como la liturgia clementina. A su vez, de ésta se derivó el rito bizantino (Constantinopla), incluyendo la famosa liturgia de San Crisóstomo, que ahora es usado por toda la Iglesia Griega Ortodoxa, como también los ritos persas y sirios. De Alejandría vino la liturgia de San Marcos (siglo cuarto o quinto) y varios otros rituales egipcios y etíopes. En el Occidente, Roma desarrolló su propia liturgia, empleando el idioma latín en lugar del griego; el ritual más extenso y antiguo viene de los siglos séptimo u octavo. Junto con el ritual romano también existió, hasta el siglo noveno, el galicano, que se expandió por el resto de Europa (España, Francia, Italia del norte, las Islas Británicas) e influyó considerablemente en el ritual romano, hasta que, por el creciente poder de Roma, fue suprimido por Pipino y Carlomagno.
Las liturgias que vinieron de la Reforma en el siglo dieciséis dependieron libremente de las formas antiguas aunque introdujeron cambios drásticos y de amplias consecuencias. Las escuelas principales de la revisión litúrgica fueron las representadas por Lutero en Alemania, Zuinglio en Zurich, Bucero en Strasburgo, Calvino en Ginebra, y Cranmer en Inglaterra.
BIBLIOGRAFÍA
W.K.L. Clarke, ed., Liturgy and Worship; L. Duchesne, Christian Worship, its Origin and Evolution; Y. Brilioth, Eucharistic Faith and Practice; F.C. Burkitt, Christian Worship; Gregory Dix, The Shape of the Liturgy; W.D. Maxwell, An Outline of Christian Worship.
Frank Colquhoun
LXX Septuagint
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (363). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología
Las diversas liturgias cristianas se describen cada una bajo su propio nombre (Ver LITURGIA ALEJANDRINA; LITURGIA AMBROSIANA; LITURGIA ANTIOQUENA; RITO CÉLTICO; Liturgia Clementina tratada en CLEMENTE I; RITO DE CONSTANTINOPLA; RITO GALICANO; LITURGIA DE JERUSALÉN; RITO MOZÁRABE; RITO DE SARUM; RITO SIRIO; LITURGIA SIRO-JACOBITA.) En este artículo se consideran sólo desde el punto de vista de su relación de unas con otras en el sentido más genérico, y se da cuenta de lo que se sabe sobre el desarrollo de una liturgia determinada en cuanto tal en la Iglesia primitiva.
Contenido
- 1 DEFINICIÓN
- 2 EL ORIGEN DE LA LITURGIA
- 3 LA LITURGIA EN LOS TRES PRIMEROS SIGLOS
- 4 Juntándolo todo tenemos este esquema del servicio
- 5 LOS RITOS ORIGINARIOS, DESDE EL SIGLO IV
- 6 LAS LITURGIAS DERIVADAS
- 7 LITURGIAS MEDIEVALES TARDÍAS
- 8 TABLA DE LITURGIAS
- 9 Bibliografía
- 10 Enlaces internos
DEFINICIÓN
Liturgia (leitourgia) es una palabra compuesta griega que significa originariamente un deber público, un servicio al estado emprendido por un ciudadano. Sus elementos son leitos (de leos = laos, pueblo) que significa público, y ergo (obsoleto en su actual tronco, utilizado en futuro, erxo, etc.), hacer. De ahí tenemos leitourgos, “un hombre que realiza un deber público”, “un servidor público”, a menudo usado como equivalente al lictor romano; luego leitourgeo, “hacer tal servicio”, leitourgema, su realización, y leitourgia, el propio servicio público. En Atenas la leitourgia era el propio servicio público realizado por los ciudadanos más ricos a sus expensas propias, tales como el oficio de gymnasiarca, que supervisaba el gimnasio, el de choregus, que pagaba a los cantantes de un coro en el teatro, el de hestiator, que daba un banquete a su tribu, del trierarchus, que suministraba un barco de guerra al estado. La significación de la palabra liturgia se extiende luego hasta cubrir cualquier servicio general de carácter público. En los Setenta se usa (como el verbo leitourgeo) para el servicio público del templo (vg. Ex., 38, 27; 39, 12, etc.). De ahí llega a tener un sentido religioso como la función de los sacerdotes, el servicio ritual del templo (vg: Joel, 1, 9; 2, 17, etc.). En el Nuevo Testamento esta significación religiosa ha arraigado claramente. En Lucas, 1, 23, Zacarías va a casa cuando “los días de su liturgia” (ai hemerai tes leitourgia autou) han terminado. En Heb., 8, 6, el sumo sacerdote de la Nueva Ley “ha logrado una liturgia mejor”, esto es, una especie mejor de servicio público religioso que el del Templo.
Así en su uso cristiano liturgia significa el servicio público oficial de la Iglesia, que se correspondía con el servicio oficial del Templo en la Antigua Ley. Ahora debemos distinguir dos sentidos en los que se usa aún normalmente la palabra. Estos dos sentidos a menudo conducen a la confusión. Por un lado, liturgia a menudo significa todo el complejo de servicios oficiales, todos los ritos, ceremonias, oraciones y sacramentos de la Iglesia, en contraposición a las devociones privadas. En este sentido hablamos del ordenamiento de todos estos servicios en ciertas formas establecidas (incluyendo las horas canónicas, la administración de sacramentos, etc.), usadas por una iglesia local, como la liturgia de tal iglesia – la Liturgia de Antioquía, la Liturgia Romana, etc. Así liturgia significa rito; hablamos de modo indiferente de Rito Bizantino o Liturgia Bizantina. En el mismo sentido distinguimos los servicios oficiales de los demás llamándoles litúrgicos; esos servicios son litúrgicos cuando se contienen en alguno de los libros oficiales (ver LIBROS LITÚRGICOS) de un rito. En la Iglesia Romana, por ejemplo, las Completas son un oficio litúrgico, el Rosario no lo es. El otro sentido de la palabra liturgia, ahora común en todas las Iglesias Orientales, la restringe únicamente al principal servicio oficial – el Sacrificio de la Sagrada Eucaristía, que en nuestro rito llamamos la Misa. Este es prácticamente el único sentido actual en que leitourgia se usa en griego, o en sus formas derivadas (vg.: el árabe al-liturgiah) por cualquier cristiano oriental. Por virtud de la claridad es quizá mejor para nosotros restringir también la palabra a este sentido, en cualquier caso al hablar de asuntos eclesiásticos orientales; por ejemplo, no hablar de las horas canónicas bizantinas como servicios litúrgicos. Incluso en los ritos occidentales la palabra “oficial” o “canónica” servirán también como “litúrgica” en sentido general, de forma que también podemos usar Liturgia sólo para la Sagrada Eucaristía. Debe señalarse también que, mientras que podemos hablar bastante correctamente de nuestra Misa como la Liturgia, nunca debemos usar la palabra Misa para el sacrificio Eucarístico en ningún rito oriental. La Misa (missa) es el nombre para este oficio sólo en los Ritos Latinos. Nunca se ha usado, ni en latín ni en griego, para ningún rito oriental. Su palabra, que corresponde exactamente a nuestra Misa, es Liturgia. La Liturgia Bizantina es el oficio que corresponde a nuestra Misa romana; llamarla Misa bizantina (o peor aún, griega) es un error como llamar cualquier otro de sus oficios según los nuestros, como llamar a sus Hesperinos Vísperas, o a sus Orthros Laudes. Cuando la gente va incluso tan lejos como para llamar a sus libros y vestimentas según las nuestras, diciendo Misal cuando quieren decir Euchologion, alba cuando se refieren al sticharion, la confusión se vuelve irremediable.
EL ORIGEN DE LA LITURGIA
Al comienzo de esta discusión nos vemos enfrentados a tres de las más difíciles cuestiones de la arqueología cristiana, a saber: ¿Desde qué fecha hay un oficio fijo y regulado tal que podamos describirlo como una Liturgia formal? ¿Hasta qué punto fue este oficio uniforme en las diversas Iglesias? ¿Hasta dónde podemos reconstruir sus formas y disposiciones?
Con respecto a la primera pregunta, debe decirse que una Liturgia Apostólica, en el sentido de un orden de oraciones y ceremonias, como nuestro actual ritual de la Misa, no existió. Durante algún tiempo el Servicio Eucarístico fue variable y fluido en muchos detalles. No estaba todo puesto por escrito y leído a partir de formas fijas, sino en parte compuesto por el obispo que oficiaba. Respecto a las ceremonias, al principio no estaban elaboradas como ahora. Todo ceremonial se desarrolla gradualmente a partir de ciertas acciones obvias hechas al principio sin idea de ritual, sino simplemente porque tienen que hacerse por conveniencia. El pan y el vino se traían al altar cuando hacían falta, las lecturas se leían desde un lugar desde donde se pudieran oír mejor, las manos se lavaban porque estaban sucias. A partir de estas acciones obvias se desarrolló la ceremonia, tal como nuestros vestidos se desarrollaron a partir del vestido de los primeros cristianos. Se sigue entonces naturalmente que, cuando no había en absoluto una Liturgia fija, no podía plantearse la cuestión de la absoluta uniformidad entre las diversas Iglesias.
Y aun así toda la serie de acciones y oraciones no dependía solamente de la improvisación del obispo celebrante. Mientras que en una época los eruditos se inclinaban a concebir los servicios de los primeros cristianos como vagos e indefinidos, la investigación reciente nos muestra una uniformidad muy chocante en ciertos elementos sobresalientes del servicio en fecha muy temprana. La tendencia entre los estudiosos ahora es a admitir algo muy similar a una Liturgia reglada, aparentemente uniforme en gran medida en las ciudades principales, incluso tan pronto como en el Siglo I o a primeros del II. En primer lugar el esbozo fundamental del rito de la Sagrada Eucaristía venía dado por el relato de la Última Cena. Lo que había hecho entonces nuestro Señor, lo mismo que dijo a sus seguidores que hicieran en memoria de Él. No habría sido en absoluto una Eucaristía si el celebrante no hubiera hecho al menos lo que nuestro Señor hizo la noche antes de morir. Así tenemos en todas partes desde el mismo comienzo al menos este núcleo uniforme de una Liturgia: el pan y el vino se traen al celebrante en recipientes (un plato y una copa); los pone en una mesa – el altar; de pie ante ellos en una actitud natural de plegaria los toma en sus manos, da gracias, como había hecho nuestro Señor, dice de nuevo las palabras de institución, parte el pan y da el Pan y el Vino consagrados en comunión al pueblo. La ausencia de las palabras de institución en el Rito Nestoriano no es argumento contra la universalidad de este orden. Es un rito que se desarrolló bastante tarde; la liturgia originaria tiene las palabras.
Pero encontramos en uso mucho más que este núcleo esencial en cada Iglesia desde el Siglo I. La Eucaristía se celebraba siempre al final de un servicio de lecturas, salmos, oraciones y predicación, que era meramente una continuación del servicio de la sinagoga. Así tenemos en todas partes esta doble función; primero un servicio de sinagoga cristianizado, en el que se leen los libros sagrados, se cantan salmos, se rezan oraciones por el obispo en nombre de todos (respondiendo el pueblo “Amen” en hebreo, como lo hacían sus antepasados judíos), y se pronunciaban homilías, explicaciones de lo que se había leído, por el obispo o sacerdotes, tal como se había hecho en la sinagoga por los letrados y ancianos (vg: Lucas, 4, 16-27). Esto es lo que se conoció después como la Liturgia de los Catecúmenos. Luego seguía la Eucaristía, en la que sólo estaban presentes los bautizados. Otros dos elementos del servicio en la época más antigua desaparecieron pronto. Uno era la fiesta del Amor (agape) que venía justo antes de la Eucaristía; el otro eran los ejercicios espirituales, en los que la gente era movida por el Espíritu Santo a la profecía, a hablar en diversas lenguas, a curar a los enfermos por la oración, etc. Esta función – a la que se refieren I Cor., 14, 1-14, y la Didaché, 10, 7, etc. – abría obviamente el camino a desórdenes; desde el Siglo II gradualmente desaparece. El Ágape Eucarístico parece haber desaparecido aproximadamente en la misma época. Las otras dos funciones permanecieron unidas, y aún existen en las liturgias de todos los ritos. En ellas, el servicio cristalizó en formas más o menos fijas desde el principio. En la primera mitad la sucesión de lecturas, salmos, colectas y homilías deja poco espacio para la variedad. Por razones obvias, la lectura del Evangelio se dejaba para el final, en el lugar de honor como culminación de todas las demás; estaba precedida por otras lecturas cuyo número, orden y disposición variaba considerablemente (ver LECTURAS EN LA LITURGIA). Alguna clase de canto acompañaría muy pronto la entrada del clero y el comienzo del servicio. También oímos hablar muy pronto de letanías de intercesión dichas por una persona a cada frase de la cual el pueblo responde con alguna fórmula breve (ver LITURGIA ANTIOQUENA; LITURGIA ALEJANDRINA; KYRIE ELEISON). El lugar y número de las homilías variaría también durante mucho tiempo. Es en la segunda parte del servicio, la misma Eucaristía, donde encontramos una muy notable cristalización de las formas, y una uniformidad incluso en el Siglo I o II que va mucho más allá del mero núcleo descrito más arriba.
Ya en el Nuevo Testamento – aparte del relato de la Última Cena – hay algunos indicios que apuntan a formas litúrgicas. Ya había lecturas de los Libros Sagrados (I Tim., 4, 13; I Tes., 5, 27, Col., 4, 16), había sermones (Hech., 20, 7), salmos e himnos (I Cor., 14, 26; Col., 3, 16; Ef., 5, 19). I Tim., 2, 1-3, implica oraciones litúrgicas públicas para toda clase de gente. La gente levantaba las manos en las oraciones (1 Tim., 2, 8), los hombres descubrían sus cabezas (I Cor., 11, 4), las mujeres las cubrían (ibíd., 5). Había un beso de paz (I Cor., 16, 20; II Cor., 13, 12; I Tes., 5, 26). Había un ofertorio de bienes para los pobres (Rom., 15, 26; II Cor., 9, 13) llamado con el nombre específico de “comunión” (koinonia). El pueblo respondía “Amen” después de las plegarias (I Cor., 14, 16). La palabra Eucaristía tiene ya un significado técnico (ibíd.). El famoso pasaje I Cor., 11, 20-29, nos da el esbozo de la fracción del pan y de la acción de gracias (Eucaristía) que seguían a la primera parte del servicio. Heb., 13, 10 (cf. I Cor., 10, 16-21) muestra que para los primeros cristianos la mesa de la Eucaristía era un altar. Después de la consagración continuaban las oraciones (Hech., 2, 42). San Pablo “parte el pan” (= la consagración), luego comulga, luego predica (Hech., 20, 11). Hechos, 2, 42, nos da una idea de la Synaxis litúrgica en orden: “Perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles” (esto implica las lecturas y homilías), “comulgaban en la fracción del pan” (consagración y comunión) y “en las oraciones”. Así tenemos ya en el Nuevo Testamento todos los elementos esenciales que encontramos más tarde en las liturgias organizadas; lecturas, salmos, himnos, sermones, oraciones, consagración, comunión. (Para todo esto ver F. Probst: “Liturgie der drei ersten christl. Jahrunderte”, Tübingen, 1870, cap. 1; y los textos recogidos en Cabrol y Leclercq; “Monumenta ecclesiae liturgica”, I, París, 1900 págs. 1-51). Se ha pensado incluso que hay en el Nuevo Testamento fórmulas actualmente usadas en la liturgia. El Amen es ciertamente una. La insistencia de San Pablo en la forma “Por los siglos de los siglos, Amen” (eis tous aionas ton aionon amen – Rom., 16, 27; Gal., 1, 5; 1 Tim., 1, 17; cf. Heb., 13, 21; I P., 1, 11; 5, 11; Apoc., 1, 6 etc.) parece indicar que es una forma litúrgica bien conocida para los cristianos a los que se dirige, como lo era para los judíos. Hay otros breves himnos (Rom., 13, 11-12; Ef., 5, 14; I Tim., 3, 16; II Tim., 11-13 ), que pueden ser también fórmulas litúrgicas.
En los Padres Apostólicos, el cuadro de la primitiva Liturgia cristiana se hace más claro; en ellos tenemos un ritual definido y hasta cierto punto homogéneo. Pero esto debe ser entendido. Ciertamente no había ninguna forma fija de oraciones y ceremonias tal como tenemos en nuestros Misales y Eucologia actuales; aún menos había algo puesto por escrito y leído de un libro. El obispo que celebraba hablaba libremente, siendo sus oraciones hasta cierto punto improvisadas. Y aun así, esta improvisación estaba limitada por ciertas reglas. En primer lugar, nadie que hable continuamente sobre los mismos asuntos dice cada vez cosas nuevas. Los sermones modernos y las oraciones improvisadas modernas muestran qué fácilmente cae el que habla en formas establecidas, lo constantemente que repite lo que van a ser, al menos para él, fórmulas fijas. Además, la forma dialogada de oración que encontramos en uso en los monumentos más antiguos supone necesariamente cierto orden constante. El pueblo responde y hace eco a lo que el celebrante y los diáconos dicen con exclamaciones adecuadas. No podrían hacerlo así salvo que oyeran más o menos las mismas oraciones cada vez. Oían desde el altar frases tales como “El Señor esté con vosotros”, o “Levantad vuestros corazones”, y era porque reconocían estas fórmulas, las habían oído a menudo antes, por lo que podían responder enseguida en la forma esperada.
Encontramos también que ciertos temas generales son constantes. Por ejemplo nuestro Señor había dado gracias justo antes de pronunciar las palabras de institución. Así que se entendía que todo celebrante comenzara la oración de consagración –la plegaria eucarística – dando gracias a Dios por sus diversas mercedes. Así encontramos siempre lo que aún tenemos en nuestros prefacios modernos – una oración dando gracias a Dios por ciertos favores y gracias, que son designados, justo donde viene ese prefacio, poco antes de la consagración (Justino, “Apol.”, I, xiii, lxv). Una intercesión por toda clase de gente también aparece muy pronto, como vemos por referencias a ella (vg. Justino, “Apol.”, I, xiv, lxv). En esta plegaria las diversas clases de gente serían naturalmente designadas más o menos en el mismo orden. Una profesión de fe abriría casi inevitablemente la parte del servicio en la que sólo se permitía tomar parte a los fieles (Justino, “Apol.”, I, xiii, lxi). No debe haber pasado mucho tiempo antes de que el arquetipo de toda oración cristiana – el Padre Nuestro – se dijera públicamente en la Liturgia. Los momentos en que estas diversas oraciones se rezaban debe haberse fijado muy pronto. La gente las esperaba en ciertos momentos, no había razón para cambiar su orden, por el contrario, hacerlo así molestaría a los fieles. Uno conoce también qué fuerte instinto conservador hay en una religión, especialmente en una que, como el Cristianismo, siempre ha recordado con infinita reverencia la edad de oro de los primeros Padres. Así que debemos concebir la Liturgia de los dos primeros siglos como formada por improvisaciones en cierto modo libres sobre temas fijos en orden definido; y nos damos también cuenta de qué naturalmente en estas circunstancias se repetirían las mismas palabras utilizadas – al principio sin duda sólo las frases sobresalientes—hasta que se convirtieran en fórmulas fijas. El ritual, ciertamente de la clase más sencilla, se haría estereotipado incluso con más facilidad. Las cosas que tuvieran que hacerse, el traer el pan y el vino, la recogida de limosnas etc., incluso más que las oraciones, se harían siempre en los mismos momentos. Un cambio aquí sería incluso más molesto que un cambio en el orden de las oraciones.
Una última consideración a señalar es la tendencia de las nuevas Iglesias a imitar las costumbres de las más antiguas. Cada nueva comunidad cristiana se formaba uniéndose al vínculo ya formado. Los nuevos conversos recibían sus misioneros, su fe e ideas de una Iglesia madre. Estos misioneros celebrarían naturalmente los ritos como habían visto hacerlo, o como ellos mismos habían hecho en la Iglesia madre. Y sus conversos les imitarían, continuando la misma tradición. El intercambio entre las Iglesias locales acentuaría aún más esta uniformidad entre gente que era muy agudamente consciente de formar un cuerpo con una Fe, un Bautismo, y una Eucaristía. No es sorprendente entonces que las alusiones a la Liturgia de los primeros Padres de diversos países, cuando se comparan, nos muestren un rito homogéneo en cualquier caso en sus rasgos principales, un tipo constante de servicio, aunque estuviera sujeto a ciertas modificaciones locales. No sería sorprendente si de esta Liturgia primitiva común hubiera evolucionado un tipo uniforme para todo el mundo católico. Sabemos que ese no es el caso. El ritual más o menos fluido de los dos primeros siglos cristalizó en liturgias diferentes en Oriente y Occidente; la diferencia de idioma, la insistencia sobre un punto en un lugar, la mayor importancia dada a otra característica en otra parte, produjo nuestros diversos ritos. Pero hay una unidad obvia subyacente a todos los ritos antiguos que se remonta a la época más primitiva. La idea medieval de que todo se deriva de un rito originario no es tan absurda, si recordamos que el origen no fue una Liturgia escrita o estereotipada, sino más bien un tipo genérico de oficio.
LA LITURGIA EN LOS TRES PRIMEROS SIGLOS
Del primer periodo naturalmente no tenemos una descripción completa. Debemos reconstruir lo que podamos a partir de las alusiones a la Sagrada Eucaristía en los Padres Apostólicos y apologistas. Justino Mártir nos da un esbozo bastante completo del rito que conoció. La Eucaristía descrita en la “Enseñanza de los Doce Apóstoles” (la mayor parte de las autoridades sitúan ahora la fecha de esta obra a fines del siglo I) se coloca en cierto modo aparte del desarrollo general. Aquí tenemos aún el libre “profetizar” (x, 7), la Eucaristía está aún unida al Ágape (x, 1), la referencia a la consagración actual es vaga. La similitud entre las oración de acción de gracias (ix-x) y las formas judías de bendición del pan y el vino en el Sabbath (dadas en el tratado “Berakoth” del Talmud; cf. Sabatier, “La Didache”, París, 1885, p. 99) indica obviamente una derivación de ellas. Se ha sugerido que el rito aquí descrito no es en absoluto nuestra Eucaristía; otros (Paul Drews) creen que es una Eucaristía privada distinta del rito público oficial. Por otro lado, parece claro según todo el relato de los capítulos ix y x que aquí tenemos una verdadera Eucaristía, y la existencia de celebraciones privadas queda por probar. La explicación más natural es ciertamente la de que se trata de una Eucaristía de naturaleza muy arcaica, no descrita completamente. En cualquier caso tenemos estas indicaciones litúrgicas del libro. El “Padre Nuestro” es una fórmula reconocida: se ha de rezar tres veces al día (viii, 2-3). La Liturgia es una eucaristía y un sacrificio que se celebra partiendo el pan y dando gracias el “Día del Señor” por gente que ha confesado sus pecados (xiv, 1). Sólo se admite a los bautizados (ix, 5). Primero se menciona el vino, luego el pan partido; cada una tiene una fórmula de dar gracias a Dios por su revelación en Cristo con la conclusión: “A Ti la gloria por siempre” (ix, 1, 4). Le sigue una acción de gracias por los diversos beneficios: la creación y nuestra santificación por Cristo son mencionadas (x, 1-4); luego viene una oración por la Iglesia que termina con la fórmula “Maranatha. Amen”; en ella aparece la fórmula “Hosanna al Dios de David” (x, 5-6).
La Primera Epístola de Clemente a los Corintios (escrita probablemente entre 90 y 100) contiene abundante material litúrgico, mucho más de lo que aparece al primer vistazo. Siempre se ha admitido que la larga oración de los capítulos lix-lxi es un magnífico ejemplo de la clase de oraciones que se rezaban en la liturgia del Siglo I (vg: Duchesne, “Origines du Culte”, 49-51); que la carta, especialmente en esta parte, está llena de fórmulas litúrgicas es también evidente. El autor cita el Sanctus (Santo, santo, santo Señor de Sabaoth, toda la creación está llena de su gloria) a partir de Is., 6, 3, y añade que “congregados en unidad gritamos (esto) como con una sola boca” (xxxiv, 7). El final de la larga oración es una doxología que invoca a Cristo y acaba con la fórmula “ahora y por generaciones de generaciones y por edades de edades. Amen” (lxi, 3) Esta es también ciertamente una fórmula litúrgica. Hay muchas otras. Pero podemos encontrar en I Clem. más que meramente una promiscua selección de fórmulas. Una comparación del texto con la primera Liturgia conocida actualmente puesta por escrito, la del “Octavo Libro de las Constituciones Apostólicas” (escrita mucho después, en el Siglo V en Siria) revela una similitud muy sorprendente. No sólo las mimas ideas aparecen en el mismo orden, sino que hay pasajes enteros – tales como los que en I Clem. tienen más apariencia de fórmulas litúrgicas – que se repiten palabra por palabra en las “Const. Apost.”.
En las “Const. Apost.” la plegaria eucarística comienza, como en todas las liturgias, con el diálogo: “Levantad vuestros corazones”, etc. Luego, empezando por “Verdaderamente es conveniente y justo”, viene una larga acción de gracias por los diversos beneficios que corresponden a lo que llamamos el prefacio. Aquí aparece una detallada descripción del primer beneficio que debemos a Dios – la creación. Las diversas cosas creadas – los cielos y la tierra, el sol, la luna y las estrellas, el fuego y el mar, etc., se enumeran detenidamente (“Const. Apost.”, VIII, xii, 6-27). La plegaria termina con el Sanctus. I Clem., xx, contiene una oración que repite exactamente las mismas ideas, en las que aparecen constantemente las mismas palabras. El orden en el que se mencionan las criaturas es el mismo. De nuevo las “Const. Apost.”, VIII, xii, 27, introduce el Sanctus de la misma manera que I Clem., xxxiv, 5-6, donde el autor realmente dice que está citando la Liturgia. Este mismo prefacio en “Const. Apost.” (loc. cit.), recordando a los Patriarcas del Antiguo Testamento, nombra a Abel, Caín, Set, Enoch, Noé, Sodoma, Lot, Abraham, Melquisedec, Isaac, Jacob, Moisés, Josué. El pasaje paralelo de I Clem. (ix, xii) nombra a Enoch, Noé, Lot, Sodoma, Abraham, Rahab, Josué: enseguida podemos señalar otros dos paralelismos a esta lista que contienen de nuevo casi la misma lista de nombres – Heb., 11, 4-31, y Justino, “Diálogo”, xix, cxi, cxxxi, cxxxviii. La larga oración de I Clem. (lix-lxi) está llena de ideas y hasta frases que vienen de nuevo en las “Const. Apost.”, VIII. Compárese por ejemplo I Clem., lix, 2-4, con “Const. Apost.”, VIII, X, 22-xi, 5 (que es parte de la oración del celebrante durante la letanía de los fieles: Brightman, “Liturgias Orientales”, p. 12), y xiii, 10 (oración durante la letanía que sigue a la gran intercesión: Brightman, p. 24). Otros paralelismos no menos chocantes pueden verse en Drews, “Untersuchungen über die sogen. clement. Liturgie”, 14-43. No es sólo con la Liturgia de las “Const. Apost.” con la que I Clem. tiene estas extraordinarias semejanzas. I Clem., lix, 4, repite exactamente las frases de la oración del celebrante durante la intercesión en el Rito Alejandrino ( Griego de S. Marcos: Brightman, 131). Estos pasajes paralelos no pueden ser todos meras coincidencias (Lightfoot se dio cuenta de esto, pero no sugiere ninguna explicación. “The Apostolic Fathers”, Londres, 1890, I, II, p. 71).
Se plantea entonces la pregunta: ¿Cuál es la relación entre I Clemente y – en primer lugar – la Liturgia de “Const. Apost.”? La primera sugerencia que se presenta es que el documento posterior (“Const. Apost.”) está citando al anterior (I Clem.). Esta es la opinión de Harnack (“Gesch. der altchristl. Litteratur”, I, Leipzig, 1893, pp. 42-43), pero es sumamente improbable. En ese caso las citas serían más exactas, el orden de I Clem. se mantendría; las oraciones de la Liturgia no tienen apariencia de ser citas o composiciones conscientes de libros más antiguos; ni, si las “Const. Apost.” estuvieran citando a I Clem. habría repeticiones como las que hemos visto más arriba (VIII, xi, 22-xi, 5, y xiii, 10). Hace años Ferdinand Probst pasó gran parte de su vida intentando demostrar que la Liturgia de las “Constituciones Apostólicas” era la Liturgia primitiva universal de toda la Iglesia. A esta tarea aplicó una enorme cantidad de erudición. En su “Liturgie der drei ersten christlichen Jahrhunderte” (Tübingen, 1870) y de nuevo en su ”Liturgie des vierten Jahrhunderts und deren reform” (Münster, 1893) examinó una vasta cantidad de textos de los Padres, siempre con vistas a encontrar en ellos alusiones a la Liturgia en cuestión. Pero exageró sus identificaciones excesivamente. Ve una alusión en cada texto que se refiera vagamente a un asunto mencionado en la Liturgia. También sus libros son muy complicados y difíciles de estudiar. Así que la teoría de Probst cayó casi por completo en el descrédito. Su omnipresente Liturgia se recordaba sólo como la monomanía de un hombre muy erudito; el rito del “Octavo Libro de las Constituciones Apostólicas” fue puesto en lo que parecía su lugar correcto, meramente como una forma primitiva de la Liturgia Antioquena (así Duchesne, “Origines du Culte”, 55-6). Últimamente, sin embargo, ha vuelto a hacer su aparición lo que puede ser descrito como una forma modificada de la teoría de Probst. Ferdinand Kattenbusch (“Das apostolische Symbol”, Tübingen, 1900, II, 347, etc.) pensaba que después de todo podía haber algún fundamento para la idea de Probst. Paul Drews (“Untersuchungen über die sogen. clementinische Liturgie”, Tübingen, 1906) propone y defiende in extenso lo que bien puede ser el germen de la verdad en Probst, a saber, que había cierta uniformidad de tipo en la Liturgia primitiva en el sentido arriba descrito, no una uniformidad de detalle, sino de carácter general, de las ideas expresadas en las diversas partes del servicio, con una fuerte tendencia a la uniformidad en ciertas expresiones sobresalientes que se repetían constantemente y se convirtieron insensiblemente en fórmulas litúrgicas. Este modelo de liturgia (más que un rito fijo) puede rastrearse hasta el Siglo I. Se ve en Clemente de Roma, Justino, etc.; quizá hay rastros suyos incluso en la Epístola a los Hebreos. Y de este modelo tenemos aún un espécimen en las “Constituciones Apostólicas”. No es que ese rito se usara por Clemente y Justino exactamente como está en las “Constituciones”. Más bien las “Constituciones” nos dan una forma muy posterior (Siglo V) de la antigua Liturgia puesta por fin por escrito en Siria después de que hubiera existido durante siglos en un estado más fluido como tradición oral. Así, Clemente, escribiendo a los corintios (que la carta fue realmente redactada por el Obispo de Roma, como Dionisio de Corinto dice en el Siglo II, se admite generalmente ahora. Cf. Bardenhewer, “Gesch. der altchristl. Litteratur”, Friburgo, 1902, 101-2) usa el lenguaje al que estaba acostumbrado en la Liturgia; la carta está llena de ideas y reminiscencias litúrgicas. Se encuentran también en una cristalización posterior del mismo rito en las “Constituciones Apostólicas”. Así ese libro nos da la mejor representación de la Liturgia utilizada en Roma en los dos primeros siglos.
Esto se confirma por el siguiente testigo, Justino Mártir. Justino (muerto hacia 164), en su famosa relación de la Liturgia, la describe tal como la vio en Roma (Bardenhewer, op. cit., 206). El pasaje a menudo citado es (1 Apología): LXV. 1. “ Conducimos al que cree y se une a nosotros, después de que le hemos así bautizado, a los que se llaman los hermanos, donde se reúnen para rezar oraciones en común por nosotros mismos, por el que ha sido iluminado, y por todos los que están en cualquier parte….2. Nos saludamos entre nosotros con un beso cuando se acaban las oraciones. 3. Luego se trae pan y una copa de agua y vino al presidente de los hermanos, y habiéndolos recibido eleva alabanza y gloria al Padre de todo por medio de su Hijo y del Espíritu Santo, y hace una larga acción de gracias por haber sido hechos dignos de estas cosas por Él; cuando se terminan estas oraciones y acciones de gracias todos los presentes exclaman ‘Amen’…. 5. Y cuando el presidente ha dado gracias (eucharistesantos, ya un nombre técnico para la Eucaristía) y todo el pueblo ha respondido, aquellos a los que llamamos diáconos dan el pan y el vino y el agua por la que se ha hecho la ‘acción de gracias’ (Eucaristía) para ser probado por los presentes, y la llevan a los ausentes. LXVI. Este alimento es llamado por nosotros la Eucaristía” (sigue el conocido pasaje sobre la Presencia Real, con la cita de las palabras de la institución). LXVII. “El día que se llama Domingo se hace una reunión de todos los que viven en las ciudades y campos; y se leen los comentarios de los Apóstoles y los escritos de los profetas durante tanto tiempo como se puede. 4. Luego, cuando el lector ha terminado, el presidente nos amonesta en un discurso y nos excita a imitar estas gloriosas cosas. 5. Luego todos nos levantamos y rezamos oraciones y, como se ha dicho más arriba, cuando se ha terminado de rezar se trae pan y vino y agua; y el presidente eleva oraciones de acción de gracias por los hombres, y el pueblo aclama diciendo ‘Amen’, y se da a cada uno una fracción de la Eucaristía y se envía a los ausentes mediante los diáconos.”
Este es de lejos el relato más completo del Servicio Eucarístico que tenemos de los tres primeros siglos. Se verá en seguida que lo que se describe en el capítulo lxvii precede al rito del lxv. En el lxvii Justino empieza su relación de la Liturgia y repite en su lugar lo que ya había dicho más arriba.
Juntándolo todo tenemos este esquema del servicio
· 1. Lecturas (lxvii, 3).
· 2. Sermón del obispo (lxvii, 4).
· 3. Oraciones por todo el pueblo (lxvii, 5; lxv, 1).
· 4. Beso de paz (lxv, 2).
· 5. Ofertorio de pan, vino y agua traído por los diáconos (lxvii, 5; lxv, 3).
· 6. Oración de acción de gracias del obispo (lxvii, 5; lxv, 3).
· 7. Consagración mediante las palabras de institución (? lxv, 5; lxvi, 2-3).
· 8. Intercesión por el pueblo (lxvii, 5; lxv, 3).
· 9. El pueblo termina esta oración con Amen. (lxvii, 5; lxv, 3).
· 10. Comunión (lxvii, 5; lxv 5)
Este es exactamente el orden de la Liturgia en las “Constituciones Apostólicas” (Brightman, “Liturgias Orientales”, 3-4, 9-12, 13, 14-21, 21-3, 25). Además, como en el caso de I Clemente, hay muchos pasajes y frases en Justino que sugieren otros paralelos en las “Const. Apost.” – no tantos en la relación de la Liturgia de Justino (aunque aquí también Drews ve tales paralelismos, op. cit., 58-9) como en otras obras en las que se puede suponer que Justino, como Clemente, está repitiendo frases litúrgicas bien conocidas. Drews publica muchos de tales pasajes uno al lado de los correspondientes de las “Const. Apost.”, de cuya comparación concluye que Justino conoce una despedida de los catecúmenos (cf. “I Apol.”, xlix, 5; xiv, 1; xxv, 2 con “Const. Apost.”, VIII, vi, 8; x, 2) y de los Energúmenos (Dial., xxx, cf. “Const Apost.”, VIII, vii, 2) que corresponde a la de la Liturgia en cuestión. De “I Apol.”, lxv, 1; xvii, 3; xiv, 3; deduce una oración para toda clase de hombres (hecha por la comunidad) del tipo de la oración de las “Const. Apost.”, VIII, x. “I Apol.”, xiii, 1-3, lxv, 3; v, 2, y Dial., xli, lxx, cxvii, nos dan los elementos de un prefacio exactamente en la línea del de “Const. Apost.”, VIII, xii, 6-27 (ver estos textos en columnas paralelas en Drews, op. cit., 59-91).
Tenemos, entonces, en Clemente y Justino el retrato de una Liturgia al menos notablemente semejante a la de las “Constituciones Apostólicas”. Drews añade notables paralelismos de Hipólito (muerto en 235), “Contra Noetum”, etc. (op. cit., 95-107) y Novaciano (Siglo III) “De Trinitate” (ibíd., 107-22), ambos romanos, y cree que este mismo tipo de liturgia continúa en el conocido Rito Romano (122-66). Que la Liturgia de las “Constituciones Apostólicas” tal como perdura es antioquena, y está estrechamente relacionada con el Rito de Jerusalén, es seguro. Parecería, entonces, que representa una forma de un tipo más vago de rito que fue en sus rasgos principales uniforme en los tres primeros siglos. Las demás referencias a la Liturgia de la primera época (Ignacio de Antioquía, muerto hacia 107, “Eph.”, xii, xx; “Phil.”, iv, “Rom.”, vii, “Smyrn”, vii, viii; Ireneo, muerto en 202, “Adv. haer.”, IV, xvii, xviii; V, ii, Clemente de Alejandría, muerto hacia 215, “Paed.”, I, vi; II,ii, en P.G., VIII, 301,410; Orígenes, muerto en 254, “Contra Cels.”, VIII, xxiii, “Hom.xix in Lev.”, xviii, 13; “In Matt.”, xi, 14; “In Ioh.”, xiii, 30) repiten las mismas ideas que hemos visto en Clemente y Justino, pero añaden poco al cuadro presentado por ellos (ver Cabrol y Leclercq, “Mon. Eccles. Liturg.”, I, passim)
LOS RITOS ORIGINARIOS, DESDE EL SIGLO IV
Desde aproximadamente el Siglo IV nuestro conocimiento de la Liturgia se acrecienta enormemente. Ya no dependemos de referencias casuales a ella: tenemos ritos definidos plenamente desarrollados: El modelo más o menos uniforme de Liturgia usado en todas partes cristalizó en cuatro ritos originarios de los que han derivado todos los demás. Los cuatro son las antiguas Liturgias de Antioquía, Alejandría, Roma y la Galia. Cada una se describe en un artículo específico. Aquí será suficiente trazar un esquema de su evolución general.
El desarrollo de estas liturgias es muy similar a lo que ocurre en el caso de las lenguas. A partir de una uniformidad general surgen una cierta cantidad de ritos locales con diferencias características. Luego uno de esos ritos locales, por la importancia del lugar que lo utiliza, se extiende, es copiado por la ciudades de alrededor, expulsa a sus rivales, y se convierte al final en el único rito utilizado en toda un área más o menos extensa. Tenemos entonces un movimiento desde la vaga uniformidad a la diversidad y luego una vuelta a una uniformidad exacta. Excepto para el Rito Galicano, la razón de la supervivencia final de estas liturgias es evidente. Roma, Alejandría y Antioquía son las antiguas ciudades patriarcales. Igual que los demás obispos aceptaron la jurisdicción de estos tres patriarcas, imitaron sus servicios. La Liturgia, tal como cristalizó en estos centros, se convirtió en el modelo para las demás iglesias de sus patriarcados. Sólo la Galia y la Europa del Noroeste en general, aunque parte del Patriarcado Romano, mantuvo su propio rito hasta los siglos VII y VIII.
Alejandría y Antioquía son los puntos de partida de los dos ritos orientales originarios. La forma más primitiva del Rito Antioqueno es la de las “Constituciones Apostólicas” puesta por escrito a primeros del Siglo V. Por lo que hemos dicho parece que este rito ha preservado mejor el modelo del primitivo uso. De él se derivó el Rito de Jerusalén (hasta el Concilio de Calcedonia, 451, Jerusalén estaba en el patriarcado de Antioquía), que luego volvió a Antioquía y se convirtió en el del patriarcado (ver LITURGIA ANTIOQUENA y JERUSALÉN, LITURGIA de). Tenemos esta liturgia (llamada de Santiago) en griego (Brightman, “Liturgias Orientales”, 31-68) y en siríaco (ibíd., 69-110). El Rito Alejandrino difiere principalmente en el lugar de la gran intercesión (ver LITURGIA ALEJANDRINA). Este también existe en griego (Brightman, 113-43) y en el idioma del país, en este caso, copto (ibíd., 144-88). En ambos casos la forma original era ciertamente en griego, pero en ambos las formas actuales griegas han sido considerablemente influidas por el posterior Rito de Constantinopla. Es posible una reconstrucción del original griego quitando las añadiduras y cambios bizantinos, y comparando las formas copta y siríaca con la griega. Se piensa por Duchesne que el Rito Romano esté relacionado con Alejandría, el Galicano con Antioquía (Origines du Culte, p. 54). Pero, por lo que se ha dicho, parece más correcto relacionar el Rito Romano con el de Antioquía. Aparte de su derivación del modelo representado por la Liturgia de las Constituciones Apostólicas hay razones para suponer una ulterior influencia de la Liturgia de Santiago en Roma (ver CANON DE LA MISA, y Drews, “Zur Entstehunggesch. Des Kanons in der römischen Messe”, Tübingen, 1902). El Rito Galicano es ciertamente de origen siríaco. Hay también notables paralelismos entre Antioquía y Alejandría, pese a sus diferentes ordenaciones. Puede bien ser, entonces, que los cuatro ritos hayan de ser considerados como modificaciones de ese uso más antiguo, mejor conservado en Antioquía; así reduciríamos las dos fuentes de Duchesne a una, y restauraríamos en gran medida la teoría de Probst de un rito originario – el de las Constituciones Apostólicas.
En cualquier caso el Rito Romano antiguo no es exactamente el mismo que hoy se usa. Nuestro Misal Romano ha recibido considerables añadiduras de fuentes galicanas. El rito original era más sencillo, más austero, no tenía prácticamente ritual más allá de las acciones necesarias (ver Bishop, “El genio del Rito Romano” en “Ensayos sobre Ceremonial”, editados por Vernon Stanley, Londres, 1904, pp. 283-307). Se puede decir que nuestra Liturgia Romana actual contiene todo el núcleo antiguo, no ha perdido nada, pero tiene elementos adicionales galicanos. El rito originario puede deducirse en parte de referencias a él ya en el Siglo V (“Cartas de Gelasio I” en Thiel, “Epistolae Rom. Pontificum” I, cdlxxxvi, “Inocencio I a Decennius de Eugubium”, escrita en 416, en P.L., XX, 551; Pseudo-Ambrosio, “De Sacramentis”, IV, 5, etc.); está representado por los “Sacramentarios” Leonino y Gelasiano, y por la parte antigua del Libro Gregoriano (ver LITÚRGICOS, Libros). El Rito Romano se utilizó en toda la Italia central y meridional. El uso africano era una variante del de Roma (ver Cabrol, “Dictionnaire d’archeologie chrétienne”, s. v. Afrique, Liturgie postnicéenne). En Occidente, sin embargo, el principio según el cual el rito debía seguir al patriarcado no se consiguió hasta el Siglo VIII. El Norte de Italia, cuyo centro era Milán, la Galia, Alemania, España, Gran Bretaña e Irlanda tenían sus propias liturgias. Estas liturgias son todas modificaciones de un tipo común, pueden todas ellas ser clasificadas en su conjunto como formas de lo que se conoce como el Rito Galicano.¿De dónde vino ese rito? Es claramente oriental en su origen: toda su construcción tiene la conformidad más notable con el modelo antioqueno, una conformidad que se extiende en muchas partes al texto actual (compárese la letanía milanesa de intercesión citada por Duchesne, “Origines du Culte”, p. 189, con la letanía correspondiente de la Liturgia Antioquena; Brightman, pp. 44-45). Se solía decir que el Rito Galicano provenía de Éfeso, traído por los fundadores de la Iglesia de Lyon, y de Lyon se extendió por todo el Noroeste de Europa. Esta teoría no puede mantenerse. No se trajo a Occidente hasta que su rito originario no se desarrolló plenamente, ya había desenvuelto un complicado ceremonial, que es inconcebible en la época en que se fundó la Iglesia de Lyon (Siglo II). Debe haber sido importado hacia el Siglo IV, en cuya época Lyon había perdido toda importancia. Monseñor Duchesne sugiere por tanto Milán como el centro del que irradió, y al obispo capadocio de Milán, Auxentius (355-74), como el hombre que introdujo este rito oriental en Occidente (Origines du Culte, 86-89). Al extenderse por Europa Occidental el rito se modificó de manera natural en diversas iglesias. Cuando hablamos del Rito Galicano queremos decir un tipo de liturgia más que un servicio estereotipado. El Rito Milanés aún existe, aunque con el transcurso del tiempo se ha romanizado considerablemente. Para la Galia tenemos la descripción en dos cartas de San Germán de París (muerto en 576), utilizada por Duchesne (“Origines du Culte”, c. vii; La Messe Gallicane, texto original en P.L., LXXII). España mantuvo el Rito Galicano mucho más tiempo; la Liturgia Mozárabe aún usada en Toledo y Salamanca representa el uso español. Las Liturgias Británica e Irlandesa, de las que no se sabe mucho, fueron también aparentemente galicanas (ver F. E. Warren, “La Liturgia y Ritual de la Iglesia Céltica”, Oxford, 1881; Bäumer, “Das Stowe Missale”, en el “Innsbruck Zeitschrift für kath. Theol.”, 1892; y Bannister, “Journal of Theoliogical Studies”, Oct. 1903). De Lindisfarne el Uso Galicano se extendió entre los ingleses del Norte convertidos por monjes irlandeses en los Siglos VI y VII.
LAS LITURGIAS DERIVADAS
De estos cuatro modelos – de Antioquía, Alejandría, Roma, y el así llamado Rito Galicano – se derivan todas las liturgias que aún se utilizan. Esto no significa que las liturgias actuales que aún tenemos bajo esos nombres sean las originarias; una vez más hemos de concebir las fuentes como más vagas, son más bien modelos sujetos a modificaciones locales, pero se nos representan ahora en una forma, tal como, por ejemplo, la Liturgia griega de Santiago o la Liturgia griega de San Marcos. El modelo antioqueno, aparentemente el más arcaico, ha sido también el más prolífico de liturgias hijas. Antioquía absorbió primero el Rito de Jerusalén (Santiago), él mismo derivado del uso antioqueno primitivo mostrado en las “Constituciones Apostólicas” (ver JERUSALÉN, LITURGIA DE). En esta forma se usó en todo el patriarcado hasta aproximadamente el Siglo XII (ver ANTIOQUENA, LITURGIA). Una modificación local fue el Uso de Capadocia. Hacia el Siglo IV el gran Rito Bizantino se derivó de éste (ver CONSTANTINOPLA, RITO DE). El Rito Armenio se derivó de un estadio primitivo del de Bizancio. El Rito Nestoriano es también antioqueno en su origen, sea derivado de Antioquía o de Edesa o de Bizancio en un estadio primitivo. La Liturgia Malabar es Nestoriana. El Uso Maronita es el de Antioquía considerablemente romanizado. El otro rito originario oriental, el de Alejandría, produjo las numerosas Liturgias Coptas y las de la Iglesia hija de Abisinia.
En Occidente la historia posterior de la Liturgia es la de la progresiva suplantación de la Galicana por la Romana, que, sin embargo, se galicanizó considerablemente durante el proceso. Desde aproximadamente el Siglo VI la conformidad con Roma se convirtió en un ideal en la mayoría de Iglesias Occidentales. El antiguo Uso Romano está representado por el “Sacramentario Gelasiano”. Este libro llegó a la Galia en el Siglo VI, posiblemente por medio de Arlès y a través de la influencia de San Cesáreo de Arlès (muerto en 542 – cf. Bäumer, “Ueber das sogen. Sacram. Gelas.”, en la “Histor. Jahrbuch der Görres-Gesellschaft”, 1893, 241-301). Luego se extendió por toda la Galia y recibió modificaciones galicanas. En algunos lugares suplantó completamente los antiguos libros galicanos. Carlomagno (768-814) estaba ansioso de uniformidad en todo su reino con sólo el uso romano. Se procuró por tanto del Papa Adriano I (772-795) una copia del “Sacramentario Romano”. El libro enviado por el Papa era una forma posterior del Rito Romano (el “Sacramentarium Gregorianum”). Carlos impuso este libro a todo el clero de su reino. Pero no fue fácil llevar a cabo sus órdenes. El pueblo estaba apegado a sus propias costumbres. Así, alguien (posiblemente Alcuino—cf. Bäumer, loc. cit.) añadió al libro de Adriano un suplemento que contenía selecciones tanto del libro más antiguo gelasiano como de las fuentes originales galicanas. Esta composición se convirtió luego en el libro de oficios del Reino Franco y finalmente, como veremos, en la Liturgia de toda la Iglesia Romana.
En España el obispo Profuturus de Braga escribió en 538 al Papa Vigilio (537-55) pidiéndole consejo sobre ciertas materias litúrgicas. La respuesta del Papa (en Jaffé, “Regest. Rom. Pont.”, nº 907) muestra la primera influencia del Rito Romano en España. En 561 el Sínodo nacional de Braga impuso el ritual de Vigilio en todo el reino de los Suevos. Desde esta época tenemos el Rito “mixto” (Romano y Galicano) de España. Más tarde, cuando los Visigodos vencieron a los Suevos (577-84), la Iglesia de Toledo rechazó los elementos romanos e insistió en la uniformidad del Rito Galicano puro. Sin embargo posteriormente se hicieron añadiduras romanas; finalmente toda España aceptó el Rito Romano (en el Siglo XI) excepto en el único rincón, en Toledo y Salamanca, en que el Rito mixto (Mozárabe) se usa todavía. La gran Iglesia de Milán, aparentemente el punto de partida de todo el Uso Galicano, pudo resistir la influencia de la Liturgia Romana. Pero también aquí, en siglos posteriores, el rito local se romanizó considerablemente (San Carlos Borromeo, muerto en 1584), así que el actual uso milanés (Ambrosiano) es sólo una sombra de la antigua Liturgia Galicana. En Gran Bretaña San Agustín de Canterbury (597-605) trajo consigo de manera natural la Liturgia Romana. Esta recibió un nuevo ímpetu de San Teodoro de Canterbury cuando vino de Roma (668), y progresivamente expulsó al Uso Galicano de Lindisfarne.
La Iglesia inglesa fue muy definidamente romana en su Liturgia. Hubo incluso gran entusiasmo por el rito de la Iglesia madre. Así Alcuino escribe a Eanbald de York en 796: “Que tu clero no deje de estudiar el orden romano; para que, imitando a la Cabeza de las Iglesias de Cristo, pueda recibir la bendición de Pedro, príncipe de los Apóstoles, a quien nuestro Señor Jesucristo hizo el pastor de su rebaño” y de nuevo: “¿No tienes bastantes libros escritos según el uso romano?” (citado en Cabrol, “L’Angleterre terre chrétienne avant les Normans”, París, 1909, p. 297). Antes de la Conquista, los libros de oficios romanos recibieron algunas añadiduras galicanas del antiguo rito del país (op. cit., 297-98).
Vemos así que lo más tarde hacia el Siglo X u XI el Rito Romano ha expulsado al Galicano, excepto en dos sedes (Milán y Toledo) y se usa él solo en todo Occidente, confirmando así al final también el principio de que el rito sigue al patriarcado. Pero en la larga y gradual sustitución del Rito Galicano el Romano se vio afectado por su rival, de forma que cuando al final emerge como único poseedor ya no es el antiguo Rito Romano puro, sino que se ha convertido en el Uso Romano galicanizado que seguimos ahora. Estas añadiduras galicanas son todas de la naturaleza del ornamento ceremonial, las prácticas simbólicas, el adorno ritual. Nuestras bendiciones de las candelas, cenizas, palmas, mucho del ritual de la Semana Santa, las secuencias, etc. Son todas añadiduras galicanas. El Rito Romano originario era muy claro, sencillo, práctico. Mr. Edmund Bishop dice que sus características eran “esencialmente sobriedad y buen sentido” (“El Genio del Rito Romano”, p. 307, ver todo el ensayo). Una vez se aceptaron estas añadiduras en Roma se convirtieron en parte del (nuevo) Rito Romano y se utilizaron como parte de ese rito en todas partes.¿Cuando se enriqueció así el uso más antiguo y simple? Tenemos dos fechas extremas. Las añadiduras no se habían hecho en el Siglo VIII cuando el Papa Adriano envió su “Sacramentario Gregoriano” a Carlomagno. La parte original de ese libro (en la edición de Muratori: “Liturgia romana vetus”, II, Venecia, 1748) contiene aún la antigua Misa Romana. Estaban hechas en el Siglo XI, como se demuestra por el “Missale Romanum Lateranense” de esa época, editado por Azevedo (Roma, 1752). Dom Suitbert Bäumer sugiere que las añadiduras hechas al libro de Adriano (por Alcuino) en el Reino Franco volvieron a Roma (después de que se mezclaron con el libro original) por influencia de los sucesores de Carlomagno, y allí suplantaron la forma pura más antigua (Ueber das sogen. Sacr. Gelas., ibíd.).
LITURGIAS MEDIEVALES TARDÍAS
Hemos llegado ahora al presente estado de cosas. Queda por decir una palabra sobre los diversos usos medievales cuya naturaleza ha sido a menudo malinterpretada. Todo el mundo ha oído hablar de los antiguos usos ingleses – Sarum, Ebor, etc. La gente ha intentado a veces erigirlos en oposición a lo que llaman el “moderno” Rito Romano, como testimonios de que de alguna manera Inglaterra no fue “romana” antes de la Reforma. Esta idea muestra una asombrosa ignorancia de los ritos en cuestión. Estos usos medievales no son en ningún sentido ritos realmente independientes. Compararlos con las Liturgias Oriental o Galicana es absurdo. Son sencillamente casos de lo que era común en toda Europa en la Edad Media tardía, a saber, ligeras (a menudo muy ligeras) modificaciones locales del Rito originario de Roma. Como hubo Sarum y Ebor, así hubo ritos de París, Ruán, Lyon, Colonia, Tréveris. Todos son simplemente romanos con unas pocas peculiaridades locales. Tenían sus propias fiestas de santos, una trivial variación en el Calendario, algunas Epístolas, Evangelios, secuencias, prefacios extra, ciertos detalles locales (generalmente más exuberantes) de ritual. En detalles insignificantes tales como la sucesión de colores litúrgicos había diversidad en casi cada diócesis. Sin duda, algunos ritos (el uso dominicano, el de Lyon, etc.) tienen bastante más añadiduras galicanas que nuestra Liturgia Romana normal. Pero la esencia de todos estos ritos tardíos, todas las partes que realmente importan (el orden, el Canon de la Misa, etc.) son sencillamente romanos. De hecho no difieren lo bastante del rito originario para ser llamado propiamente derivados. Aquí también el caso paralelo de los idiomas aclarará la situación. Hay realmente idiomas derivados que no son ya el mismo idioma que su fuente. El italiano deriva del latín, y el italiano no es latín. Por otro lado, hay modificaciones dialectales que no llegan lo bastante lejos como para constituir un idioma derivado. Nadie describiría el moderno dialecto romano como un idioma derivado del italiano; es sencillamente italiano con algunas ligeras modificaciones locales. Del mismo modo, hay realmente nuevas liturgias derivadas de las antiguas. El Rito Bizantino deriva del de Antioquía y es un rito diferente. Pero Sarum, París, Tréveris, etc. son simplemente el Rito Romano con algunas modificaciones locales.
De ahí la justificación de la abolición de casi todas estas variedades locales en el Siglo XVI. Por mucho celo que uno pueda tener por las liturgias realmente independientes, por mucho que uno lamente ver la abolición de los venerables ritos antiguos que comparten la lealtad a la Cristiandad (una abolición, por cierto que no es en lo más mínimo probable que tenga lugar nunca), en cualquier caso estos desarrollos medievales no tienen especial derecho a nuestra simpatía. Fueron sólo inflaciones exuberantes de un ritual más austero que habría sido mejor no haber tocado. Las Iglesias que utilizan el Rito Romano lo habrían usado mejor en una forma pura; donde existe el mismo rito al menos la uniformidad es un ideal razonable. Concebir estos desarrollos tardíos como antiguos comparados con la Liturgia Romana original que ha tomado ahora de nuevo su lugar, es absurdo. Fueron las novedades lo que Pío V abolió; su reforma fue una vuelta a la antigüedad. En 1570 Pío V publicó su Misal Romano revisado y restaurado que iba a ser la única forma para todas las Iglesias que usan el Rito Romano. La restauración de este Misal fue en conjunto un éxito indudable; iba todo en la dirección de eliminar las inflaciones tardías, absurdos Kyries y Glorias, secuencias exuberantes, y un ceremonial que a veces era casi grotesco. Al imponerlo el Papa hizo una excepción para otros usos que habían estado en posesión durante al menos dos siglos. Este privilegio no se uso de manera consecuente. Muchos usos locales que tenían una prescripción de al menos ese tiempo dieron paso al Rito Romano auténtico; pero esto salvó los Misales de algunas Iglesias (Lyon, por ejemplo) y de algunas órdenes religiosas (Dominicos, Carmelitas, Cartujos). Lo que es mucho más importante es que la excepción del Papa salvó los dos restos de un Rito realmente independiente en Milán y Toledo. Más tarde, en el Siglo XIX, hubo de nuevo un movimiento en favor de la uniformidad que abolió una cantidad de costumbres locales que sobrevivían en Francia y Alemania, aunque estas afectaban más al Breviario que al Misal. Ahora estamos siendo testigos de un movimiento similar hacia la uniformidad en el canto llano (la edición vaticana). El Rito monástico (usado por los Benedictinos y Cistercienses) es también de origen romano. Las diferencias entre él y el Rito Romano normal afectan principalmente al Oficio Divino.
TABLA DE LITURGIAS
Ahora podemos redactar una tabla de todas las liturgias reales usadas en todo el mundo cristiano. Los diversos Libros de oraciones, Agendas, servicios de comunión , etc. protestantes, no tiene naturalmente sitio en este esquema, porque rompen en general la continuidad del desarrollo litúrgico; son meramente compilaciones de selecciones casuales de alguno de los ritos antiguos engastadas en estructuras nuevas fabricadas por los diversos reformadores.
En los Tres Primeros Siglos:
Un rito fluido fundado en el relato de la Última Cena, combinado con un servicio de sinagoga cristianizado que muestra, sin embargo, cierta uniformidad de tipo y que gradualmente cristaliza en formas establecidas. De este modelo tenemos tal vez un espécimen en la Liturgia de los Libros segundo y octavo de las “Constituciones Apostólicas”.
Desde el Siglo IV:
Las formas originales indeterminadas de rito en las cuatro grandes liturgias de las que se derivan todas las demás. Estas liturgias son:
I ANTIOQUÍA.
· 1. Pura en las «Constituciones Apostólicas» (en griego).
· 2. Modificada en Jerusalén en la Liturgia de Santiago
a. La Griega de Santiago, utilizada una vez al año por los Ortodoxos en Zacynthus y Jerusalén.
b. La Siríaca de Santiago, utilizada por los Jacobitas Uniatas Sirios.
c. El Rito Maronita, usado en siríaco.
· 3. El Rito Caldeo, usado por los Nestorianos y los Uniatas Caldeos (en siríaco).
a. El Rito Malabar, usado por Uniatas y Cismáticos en la India (en siríaco).
· 4. El Rito Bizantino, usado por los Ortodoxos y Uniatas Bizantinos en diversos idiomas.
· 5. El Rito Armenio, usado por Gregorianos y Uniatas (en armenio).
II. ALEJANDRÍA.
· 1. a. La Liturgia Griega de San Marcos no utilizada ya.
b. Las Liturgias Coptas, usadas por Coptos uniatas y cismáticos.
· 2. Las Liturgias Etiópicas, usadas por la Iglesia de Abisinia.
III. ROMA.
· 1. El Rito Romano original, no usado ahora.
· 2. El Rito Africano, ya no utilizado.
· 3. El Rito Romano con añadiduras galicanas usado (en latín) por casi toda la Iglesia Latina.
· 4. Diversas modificaciones posteriores de este rito usadas en la Edad Media, ahora (con algunas excepciones) abolidas.
IV. EL RITO GALICANO.
· 1. Utilizado en un tiempo en todo el Noroeste de Europa y en España (en latín).
· 2. El Rito Ambrosiano en Milán.
· 3. El Rito Mozárabe, usado en Toledo y Salamanca
Bibliografía
CABROL Y LECLERCQ, Monumenta Ecclesiæ Liturgica. I, Reliquiæ Liturgicæ Vetustissimæ (París, 1900-2); BRIGHTMAN, Liturgies Eastern and Western, I. Eastern Liturgies (Oxford, 1896); DANIEL, Codex Liturgicus Ecclesiæ universæ (4 vols., Leipzig, 1847-53); RAUSCHEN, Florilegium Patristicum, VII. Monumenta eucharistica et liturgica vetustissima (Bonn, 1909); FUNK, Patres Apostolici (2 vols., Tübingen, 1901), y Didascalia et Constitutiones Apostolorum (Paderborn, 1905), las citas de este artículo se han hecho de estas ediciones; PROBST, Liturgie der drei ersten christl. Jahrh. (Tübingen, 1870); IDEM, Liturgie des vierten Jahr. u. deren Reform (Münster, 1893); DREWS, Untersuchungen über die sogenannte clementin. Liturgie (Tübingen, 1906); DUCHESNE, Origines du Cuite chrét. (París, 1898); RAUSCHEN, Eucharistie und Buss-sakrament in den ersten sechs Jahrh. der Kirche (Friburgo, 1908); CABROL, Les Origines liturgiques (París, 1906); IDEM, Introduction aux Etudes liturgiques (París, 1907). Para una bibliografía adicional ver los artículos sobre cada liturgia. Para lenguas litúrgicas, como para ciencia litúrgica, que trate de la regulación, historia y valor dogmático de la Liturgia, ver RITOS.
ADRIAN FORTESCUE
Transcrito por Douglas J. Potter
Dedicado al Immaculado Corazón de la Santísima Virgen María
Traducido por Francisco Vázquez
Enlaces internos
[1] Liturgia
[2] Liturgia de Jerusalén.
[3]Liturgia de la Misa.
[4] Sacrificio de la Misa.
[5] Liturgia de las Horas.
[6] Canto Litúrgico
[7] Ornamentos
[8]Ornamentos de la Liturgia Griega.
[9]El pintor cristiano y erudito. Tratado de los errores que suelen cometerse freqüentemente en pintar, y esculpir las Imágenes Sagradas.
[10]El porque de todas ceremonias
Fuente: Enciclopedia Católica