CONFIRMACION

Rth 4:7 para la c de cualquier negocio, el uno
Heb 6:16 el fin de toda .. es el juramento para c


Uno de los 7 Sacramentos de la Iglesia, en el que se recibe de forma especial el Espí­ritu Santo, para ser testigo de Cristo, soldado del Senor, como en Hch.2, 8:14-20, 10:44-48, 19:1-7.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

En la Biblia, es el acto de alentar, animar, infundir fuerza o vigor. El Señor Jesús dijo a Pedro: †œConfirma a tus hermanos† (Luc 22:32). Pablo, en su tercer viaje misionero, fue por †œla región de †¢Galacia y de Frigia, confirmando a todos los discí­pulos† (Hch 18:23). Aparece luego en la historia de la Iglesia un rito llamado de la c. con el propósito de reconocer o renovar el bautismo. Algunos piensan que la expresión de Heb 6:1-2, †œno echando otra vez el fundamento del arrepentimiento … la doctrina de bautismos, de la imposición de manos…† es una alusión al rito de la c. El catolicismo romano sigue todaví­a en el dí­a de hoy esa corriente.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, Pablo y Bernabé fueron a Listra, Iconio y Antioquí­a, confirmando las almas de los discí­pulos, y exhortándoles a que persistieran en la fe. Judas y Silas, mensajeros de Jerusalén a Antioquí­a, siendo profetas, exhortaron a los hermanos con abundancia de palabras, y confirmándolos. Nuevamente Pablo y Silas pasaron por Siria y Cilicia, confirmando a las iglesias (Hch. 14:22; 15:32, 41). Estos pasajes, con el de Hch. 28:23, son la totalidad en los que aparece la palabra «episterizõ». No hay aquí­ idea de ningún rito; ni nada que tenga que ver con lo que en la actualidad recibe el nombre de «confirmación».

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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La Confirmación es un sacramento por el cual el bautizado es colmado de gracias por el Espí­ritu Santo a través de la imposición de manos y de la unción del santo crisma. Es el signo sensible de una plenitud sobrenatural, que se expresa con la invocación al Espí­ritu Santo a quien se reclama para que invada con sus dones el alma y planifique la obra de la santificación iniciada por el Bautismo en Cristo Jesús.

Santo Tomás desarrolló ampliamente la Teologí­a de la Confirmación. La definió: «Sacramento por el que se concede a los bautizados la fortaleza del Espí­ritu.» (Summa Th. III. 72. 1). Por eso se la mira como el signo que otorga la plenitud y profundiza la gracia del Bautismo.

– En la Confirmación se refuerza por dentro al cristiano, con todo el cúmulo de las riquezas sobrenaturales, de virtudes y de dones espirituales.

– En el exterior de su alma, el confirmado se siente lanzado al servicio de la Iglesia y al testimonio de la vida que exige el mensaje del Evangelio.

Jesús quiso establecer este sacramento suplementario, no complementario, del Bautismo. Es decir al Bautismo nada le falta, no necesita complementos. Pero Dios quiso variedad y abundancia de medios, de añadiduras; por ello hablamos de suplementos.

Como los demás sacramentos, tiene por misión el otorgar al cristiano la gracia. Pero su peculiar misión es dar la plenitud de la entrega a Cristo.

1. Su sacramentalidad

Es de fe cristiana que es distinto, verdadero y propio sacramento. El Concilio de Trento lo proclamó así­: «Si alguno indica que la Confirmación es superflua, por no ser verdadero sacramento, debe ser condenado.» (Denz. 871). Salí­a así­ al paso de la «Confesión de Ausburgo», redactada por Felipe Melanchton y por Lutero en 1530. (Art. 13. 6)

Mas tarde, algunos racionalistas, como Harnack (1851-1930) en «Historia de los dogmas», volverí­an a negar que tal sacramento hubiera existido al principio; y lo miraron como simple ceremonia desgajada del Bautismo en los primeros siglos cristianos.

Pero la Iglesia exploró y clarificó lo que de la Confirmación habí­a en las Escrituras y en la Tradición y declaró de forma continua, y cada vez más clara y clarificadora, la doctrina cristiana sobre la Confirmación.

1.1. En la Escritura

En la Escritura apenas si aparece como signo explí­cito. Pero se multiplican las referencias a la confirmación de la fe por el Espí­ritu Santo. Y abundan las palabras y los gestos que hacen pensar en la presencia divina en los signos de Jesús que aluden al fortalecimiento del a fe en sus seguidores.

Por eso se puede admitir que en la Escritura sólo hay algunas pruebas indirectas de que Cristo constituyó un sacramento diferente del Bautismo.

Alguna referencia incluso se halla en el Antiguo Testamento. Los Profetas preanunciaron que el Espí­ritu de Dios se derramarí­a sobre toda la redondez de la tierra, como señal de la época mesiánica de la salvación. (Joel 2. 28, Is. 44. 3-5; Ez. 39. 29) Y en los Evangelio se refleja con más precisión que Jesús prometió a sus Apóstoles la llegada de la fuerza del Espí­ritu: Jn. 14. 16 y 26; 16. 7; Lc. 24. 49; Hech. 1. 5). Incluso se dice que el Espí­ritu abarcarí­a a todos los seguidores de los Apóstoles: Jn. 7. 38.

En el dí­a de Pentecostés se cumplió esa promesa con abundancia en todos los presentes: «Quedaron todos llenos del Espí­ritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espí­ritu Santo les moví­a a expresarse.» (Hech. 2. 4)

Después consta que los mismos Apóstoles se lo transfirieron a los otros discí­pulos que se fueron agregando. Y lo hicieron, sobre todo, con la imposición de las manos, incluso a los que ya estaban bautizados y eran ya miembros de la comunidad de los seguidores: «Cuando los Apóstoles, que estaban en Jerusalén, oyeron cómo habí­a recibido Samaria la palabra de Dios, enviaron allá a Pedro y Juan, los cuales, bajando, oraron sobre ellos para que recibiesen el Espí­ritu Santo, pues aún no habí­a venido sobre ninguno de ellos; sólo hablan sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espí­ritu Santo.» (Hech. 8. 14)

San Pablo impuso las manos a unos seguidores recién bautizados; y «al imponerles Pablo las manos, bajó sobre ellos el Espí­ritu Santo, y hablaban lenguas y profetizaban». (Hech. 19. 6)

1. 2. Prueba de la Tradición

La sacramentalidad de la Confirmación no fue siempre igualmente interpretada por los cristianos. La manifestación del Espí­ritu Santo por la imposición de las manos, se podrí­an explicar de diversas formas sin aludir a un «sacramento» semejante al Bautismo.

Y, de no haberse mantenido la interpretación de la Tradición de la Iglesia, sobre su existencia, no hubiera sido señal de una institución sacramental concreta. Pero la realidad histórica es que la Iglesia entendió esa presencia como fruto de un gesto sensible y es preciso reconocer su fuerza argumental y aceptar la sacramentalidad que, por voluntad divina, posee la Confirmación.

Santo Tomás fue el que más resaltó esa permanente enseñanza de la Iglesia como argumento. Enseñó que Cristo instituyó el sacramento de la Confirmación, («non exhibiendo, sed promittendo»), «no haciendo un gesto suyo como el del Bautismo, sino prometiendo enviar el Espí­ritu Santo» y dando a sus Apóstoles la capacidad para conferirlo a otros seguidores. (Suma Th. III 72. 1 ad 1).

Tertuliano ya lo habí­a explicado diez siglos antes de Sto. Tomás: «No hemos recibido en el agua al Espí­ritu Santo, sino que en el agua… nos purificamos y nos disponemos para recibirlo luego … Por eso, al salir del baño bautismal, somos ungidos con unción sagrada… Se imponen las manos, llamando e invitando al Espí­ritu Santo por medio de una bendición.» (Del Bautismo 6 y 7)

Y S. Cipriano (+ 258) comentaba en este sentido: «Ente nosotros ocurre que aquellos que han sido bautizados en la Iglesia son conducidos a los que presiden la Iglesia y, por nuestra oración y nuestra imposición de manos, reciben el Espí­ritu Santo y son consumados por el sello del Señor.» (Epist. 73. 9)

2. El signo sensible
El signo sensible de la Confirmación es el doble gesto de la unción con el crisma y de la imposición de las manos, reclamando la plenitud del Espí­ritu sobre el confirmando.

Las palabras que acompañan son la invocación del Espí­ritu Santo con la invocación sobre esa venida divina. El ritual católico de la Liturgia de la confirmación indica: «Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo.»
2.1. La materia
No existe ninguna definición dogmática de la Iglesia sobre la materia o elemento sensible esencial del sacramento de la Confirmación. Las opiniones de los teólogos están divididas a este respecto y la práctica litúrgica también:

– Unos, invocando el testimonio de la Escritura (Hech 8. 17; 19. 6; Hebr. 6. 2), defienden que estrictamente el gesto de la Confirmación es la imposición de la manos por el ministro.

– Otros, por el contrario, reclaman la unción del santo crisma como lo importante y ofrecen en su favor algunas explicaciones tradicionales de la Iglesia, como el Decreto llamado de los Armenios de Eugenio IV del 22 de Noviembre de 1439 (Denz. 697), en donde se explicita que el signo es la unción. A esta tendencia parecen inclinarse las expresiones del Concilio de Trento (Denz. 872), el Catecismo Romano, llamado de S. Pí­o V (II 3, 7), y la tradición de la Iglesia griega que resalta la unción y no la imposición de las manos.

– Y no faltan quienes sospechan que los dos elementos, en cuanto gestos sensibles, son los propios signos; y que, incluso, cualquiera de los dos por separado es suficiente para significar la gracia divina que se concede. Sea de ello lo que fuere, lo importante es que hay sacramento, precisamente por haber signo sensible y por responder al plan divino de conferir una gracia de plenitud y una vinculación singular al Espí­ritu divino.

Se puede considerar como enseñanza común de la Iglesia que el signo está en la unión de ambos actos o gestos, de forma inclusiva más que superpuesta. En favor de esta opinión se pueden invocar algunos hechos históricos antiguos, como la fórmula de fe impuesta a Miguel Paleólogo en el Concilio de Lyon en 1245; en ella se enumera la imposición de manos y la unción con el santo crisma como elemento del rito de la confirmación. (Denz. 450)

En los tiempos recientes se recoge la dualidad del signo en el Catecismo de la Iglesia Católica, aunque se resalta el gesto de la unción (Nº 1290 y 1293): «El Obispo extiende las manos sobre los confirmandos, gesto que desde tiempo de los Apóstoles es el signo del don del Espí­ritu Santo. Sigue luego el rito esencial, que es la unción del santo crisma, hecha imponiendo la mano y diciendo las palabras: «Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo.» (Nº 1300)

2.2. La forma
Las palabras del Confirmación son aquellas que acompañan a la imposición de las manos y a la unción del santo crisma. Y recogen la intención del Ministro de conferir la fortaleza en la fe, mediante la invocación al Espí­ritu Santo.

En la liturgia latina se dice esta doble expresión: «Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo». Para luego añadir: «N…, yo te signo con esta señal de la cruz y te confirmo con el santo crisma en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo».

Pero las diversas liturgias han diversificado las expresiones y los modos de invocación. En el Oriente antiguo se solí­a decir: «Yo te unjo con este santo óleo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo».

Lo cierto es que la fórmula, incluso la referencia a la Trinidad, no constituye lo esencial de este Sacramento, sino que es la intención de expresar la comunicación de la señal de la fe.

Unos escritores antiguos resaltan más la acción individual, sacramental, de conferir el Espí­ritu Santo al confirmando. Por eso miran la unción como soporte claro de las palabras de la Confirmación. Otros escritores resaltan la acción comunitaria o eclesial y por eso ensalzan más el gesto de la imposición de las manos a todos los que se confirman.

3. Los efectos.

Los efectos son profundos en el alma del que recibe este sacramento: el Espí­ritu Santo con sus dones, las gracia y amistad divina, la plenitud de la fe en cuanto regalo celeste y cierta consagración a la vida de apostolado, es decir a dar a los demás las riquezas que uno mismo ha conseguido. Algo en este Sacramento queda para siempre en quien lo ha recibido, que no puede volver a repetir el sacramento: lo llamamos carácter.

Y en ocasiones se manifiesta hasta visiblemente la energí­a espiritual que el confirmando recibe en su alma. Se manifiesta en los mártires, en los apóstoles que ejercen su ministerio en condiciones difí­ciles, cuando se han de atravesar situaciones de especial dificultades, y acaso en tiempos de persecución y cuando se ha de luchar con personas enemigas y opuestas el mensaje cristiano.»
S. Pablo nos aclara el significado del sacramento: «Dios es quien nos confirma en Cristo, a nosotros junto con vosotros. El nos ha ungido con su Espí­ritu Santo.» (2 Cor. 1.21)

3.1. La gracia santificante
La mayor gracia santificante y amistad divina es el primero de los efectos. Tradicionalmente se habló, sobre todo, de la comunicación del Espí­ritu, pues se entendí­a que la gracia era donación inicial del Bautismo. Lo que hace la confirmación es fortalecer y profundizar lo antes iniciado. Por eso la Confirmación era posterior siempre al Bautismo.

Aumentar la gracia quiere decir que se ahondan las raí­ces en que se sustenta: el amor, la amistad divina; y quiere decir que se fortalece el espí­ritu humano: la inteligencia (conocimiento) con luces; y la voluntad (opciones) con nuevas fuerzas. Lo que se quiere decir es que la vida divina, que fluye como regalo al alma, aumenta sorprendentemente.

El regalo de la gracia es tan sublime como misterioso, y es tan real como sobrenatural. Sólo con la luz de la fe se puede sospechar lo que hay de enriquecimiento en este sentido.

3.2. La presencia del Espí­ritu
A la gracia santificante acompañan los dones del Espí­ritu Santo y las virtudes infusas o regaladas al alma, al igual que en el Bautismo. Al decir dones del Espí­ritu, se presupone que la Tercera divina Persona se establece en el ama santificada de manera muy especial.

La venida del Espí­ritu Santo ha sido siempre un reclamo especial de la Iglesia, pues para ella es tan fundamental la figura de Jesús que la inició en su vida terrena, como la presencia del Espí­ritu Santo, que la lanzó al mundo con su venida sensible en Pentecostés.

Por eso, si la ascesis cristiana dio siempre importancia al Bautismo como enlace inicial con Cristo, autor de la salvación de los hombres, no menos ha insistido en todos los tiempos en la necesidad de que el Espí­ritu Santo resida en las almas de los fieles. Precisamente el Sacramento de la Confirmación se asocia con la plenitud del Espí­ritu y con la transformación de los corazones de los fieles.

3.2. El efecto especí­fico.

Entre los dones, el que mejor refleja la presencia del Espí­ritu y define lo que es el Sacramento es el de fortaleza, don que dispone para la lucha contra el mal y contra los enemigos de la salvación. El que ha recibido el Espí­ritu está dispuesto a proclamar su fe en el amor de Dios, se abre a los demás para compartir su riqueza y se siente dispuesto a defender su fe incluso con el martirio.

Lo más «especí­fico o propio» de la Confirmación es precisamente esa fortaleza en la posición de la fe. Los que han recibido la confirmación cuentan con una energí­a sobrenatural especial para mantener sólida la fe y para comunicar a los demás con entusiasmo lo que con plenitud han recibido. Por eso la Confirmación plenifica la gracia recibida en el Bautismo y, de alguna forma, la proyecta a la comunidad creyente a la que se pertenece.

El Sacramento dispone, pues, a dar testimonio de Cristo, como hicieron los primeros cristianos (Hech. 1. 5). Es misterioso el cómo esto se consigue. En lo humano, tiene que ver con la firmeza y persuasión que se apodera del corazón y de la mente del que ha recibido el Sacramento. En lo sobrenatural, pertenece al misterio de las almas, pero verdaderamente existe y, en ocasiones, se manifiesta en los creyentes con portentos, sin que se pueda decir más.

3. 3. Imprime carácter.

La confirmación es uno de los tres sacramentos que deja grabada el alma con un sello indeleble, que es el carácter. Quiere ello decir que el que ha sido confirmado, lo seguirá siendo toda la vida y toda la eternidad. No es un escalón más en el camino de la fe. Es un nuevo estado lo que se genera con este Sacramento. Es como la confirmación de la fecundidad espiritual, cualidad que no se tiene todaví­a en el Bautismo.

El carácter de la Confirmación no es igual que el del Bautismo, aunque sean de la misma naturaleza sobrenatural. No es una renovación del sello bautismal. Es misteriosamente una señal diferente: el Bautismo abre los ojos a la fe; ilumina la mente. La Confirmación consolida la voluntad ante la grandeza del don recibido.

Esto lo enseñaron los Padres antiguos. Decí­a S. Cirilo invocando el Espí­ritu: «Que El[Dios] os conceda por toda la eternidad el sello imborrable del Espí­ritu Santo, que es singular.» (Procat. 17)

La Iglesia ortodoxa, en la práctica, niega ese carácter del sacramento y por eso vuelve a confirmar a los que se han ido a otra religión y regresan a su seno. Por ejemplo, la rusa reconfirma a los que se han hecho judí­os, paganos o mahometanos. La griega, incluso a los que se han hecho católicos o protestantes. Pero esta costumbre reciente contradice su misma tradición, que siempre vio en este Sacramento un reforzamiento indeleble del Bautismo.

4. Necesidad de la confirmación
La Iglesia siempre ha enseñado que la Confirmación, a diferencia del Bautismo, no es necesaria para salvarse. Pero sí­ lo es para llegar a la madurez. Por eso se puede mirar la Confirmación como un sacramento de adultos en la fe, no de niño en el espí­ritu.

4.1. Para la comunidad
Se puede considerar como sacramento necesario para la Iglesia. Sin en ella no hay cristianos fecundos, la esterilidad se apodera del cuerpo y languidece.

Por eso se ve la Confirmación como una garantí­a de superación de la muerte espiritual, al igual que acontece en el orden natural con los aspectos biológicos de la sociedad. Si en la humanidad no hay fecundidad, desaparece. Si en la Iglesia no hay fortaleza, agoniza.

Así­ pues, Cristo ha instituido la confirmación con una dimensión comunitaria. Es un don para la Iglesia: por eso en ella hay santos, sabios, mártires, misioneros, héroes. Sin la plenitud del Espí­ritu Santo, la Iglesia no habrí­a tenido una «historia» tan brillante en el mundo. Por eso decimos que la Confirmación es un sacramento de plenitud eclesial.

Esa plenitud estuvo anunciada por Cristo en diferentes ocasiones: «Os he destinado para que deis fruto y lo deis en abundancia.» (Mt. 10 16; Jn. 15. 20)

4.2. Para el individuo
El bautizado puede obtener la salvación sin haber recibido la Confirmación. Pero no puede llegar a la perfección espiritual sin ella. Por eso interesa que adquiera conciencia de la grandeza que le proporciona no sólo el recibir el sacramento, sino el descubrir y vivir sus grandes dones sobrenaturales.

Al igual que acontece con la vida natural, en donde se sobrevive con sólo lo mí­nimo de alimento, pero no se llega a la perfección y a la salud, a la sabidurí­a, a la elegancia y a la fuerza contra las adversidades, en lo espiritual la confirmación es conveniente para crecer en la fe y en el amor.

Precisamente por eso no es obligatoria como puerta de entrada en la fe. Pero es muy conveniente como fuente rica de gracia para crecer en el espí­ritu.

La Iglesia la considera obligatoria para recibir el Orden Sacerdotal, pues entiende que el sacerdote debe ser fuerte para ayudar al prójimo; y la considera muy aconsejable para elegir un estado de vida de especial entrega: matrimonio, profesión religiosa, entrega misionera, catequesis, educación de la fe. etc.

5. El ministro

Siendo la confirmación un sacramento de plenitud, es lógico que el administrado de ese signo sea quien ejerce una función eclesial de autoridad.

5.1. El ministro ordinario
El ministro ordinario de la confirmación es únicamente el Obispo, en cuanto ocupa el ministerio del mayor servicio en la Iglesia y es sucesor de los Apóstoles directamente.

En los tiempos medievales hubo quien se oponí­a a la autoridad de los Obispos, como era el caso de los valdenses, wiclefitas y husitas; negaban que ellos tuvieran ninguna misión de confirmar a los demás. En los tiempos actuales hay, incluso en la Iglesia, personas que miran con recelo las autoridades eclesiales, como si de dignidades terrenas se tratara y no de servidores del Pueblo de Dios. También miran con recelo el que sean ellos los encargados de confirmar la fe de los hermanos y prefieren atribuir este ministerio a la solidaridad de la comunidad o al apoyo de la mayorí­a.

Ni los antiguos ni los recientes antijerárquicos, aunque sean presbí­teros o evangelistas de vanguardia, captan lo que es el ministerio de la autoridad y, en consecuencia, lo que vale este sacramento de la plenitud cristiana.

5.2. El ministro extraordinario
Cuando no es posible confirmar desde el Orden jerárquico, es usual en la Iglesia delegar esa función en otra persona que pueda ser también significativa de la plenitud de la fe que el sacramento representa.

La condición que pone la Iglesia es que el reemplazante del Obispo sea un «sacerdote» de autoridad manifiesta y de virtud probada, y que proceda en nombre de la autoridad apostólica del Obispo que le delega esa función.

Desde 1947, por decisión de Pí­o IX, esos sacerdotes significativos deben ser los párrocos en primer lugar y ocasionalmente los que hacen labor pastoral de tales: vicarios, ecónomos, administradores parroquiales o sacerdotes, que por diversos motivos ejercen el ministerio en lugares sometidos a su exclusiva atención pastoral. Esto suele acontecer en zonas misionales y cuando la presencia del Obispo se hace difí­cil o remota, en virtud de las circunstancias.

5.3. En la Iglesia Oriental
En el Oriente se estableció desde antiguo que la confirmación fuera unida a las ceremonias del Bautismo. Todaví­a hoy se administrara al mismo tiempo que el agua de la regeneración. Por ello el ministro ordinario es y fue el mismo sacerdote que bautiza, aunque es preferible que sea el mismo Obispo, si es posible, el administrador de ambos.

Nada hay que objetar a esta práctica inveterada que merece el respeto de todo lo que es plural en la Iglesia extendida por el mundo. Pero siempre es recomendable que el creyente que llega a cierta plenitud de juicio y de fe, se haga consciente de su dignidad.

Por eso, también en las Iglesias orientales, es preciso ayudar al creyente, al terminar sus años infantiles e iniciar su madurez eclesial, para que se haga consciente y responsable de su significación eclesial. Aunque el mejor camino es un buen Catecumenado de confirmación, también se pueden seguir otros cauces catequéticos, pedagógicos y espirituales.

6. El sujeto
La Confirmación sólo puede ser recibida por quien ha sido bautizado y sólo debe ser aprovechada por quien sabe lo que hace, es consciente de su situación de madurez y libremente elige ese don para aumentar su plenitud cristiana.

La costumbre de confirmar a los niños desde muy pequeños también se mantuvo en Occidente durante muchos siglos. Pero, como el fin del sacramento es confirmar la plenitud de la fe, se fue orientando la praxis pastoral a retrasar su recepción hasta la llegada de la conciencia plena de la dignidad del cristiano. Por eso, desde el siglo XIII en Occidente ya se demoró la recepción del sacramento hasta el uso de razón, entre los 7 y 10 años. Y en los tiempos actuales se prefiere el inicio de la juventud, cuando el hombre y la mujer adoptan ya posturas firmes ante la vida: estudios, relaciones, profesión, compromisos y creencias.

Es bueno que el sujeto, si ha tenido antes una buena iniciación catequética, se halle ya en la situación de advertir su dignidad cristiana y sea capaz de superar el egocentrismo infantil con las posturas altruistas del amor humano y divino. Se recomienda, con todo, que, si un párvulo se halla en peligro de muerte, se le administre la confirmación, ya que además de sacramento de plenitud, también lo es de gracia, de fortaleza y de riqueza espiritual.

7. Catequesis de Confirmación
Cuando un cristiano llega a cierta madurez de fe, se da cuenta de que tiene que hacer algo por los demás. Entonces se hace reflexivo en su vida cristiana y siente la necesidad de comunicar a los otros la riqueza de su espí­ritu
La Confirmación se presenta como el Sacramento que recibe el cristiano en este momento de tránsito a la madurez inicial. Se puede, en cierto sentido, decir que el Bautismo es Sacramento de iniciación en la vida cristiana y la Confirmación es consolidación proyectada hacia los demás. No es teológicamente exacto, pero catequí­sticamente es práctico. Por eso, los catecumenados confirmacionales tienden a fortalecer los compromisos eclesiales, del mismo modo que las catequesis bautismales buscan la ilustración de la fe más personal.

No deja, por ello, de ser la Confirmación un signo de predilección divina, un regalo singular, al estilo del que manifestaban los primeros cristianos cuando recibí­an con gozo al Espí­ritu Santo y se lanzaban por el mundo a proclamar el Reino de Dios. Esto requiere cierta disponibilidad y clara conciencia por parte de quien lo va a recibir. Y ello implica tres disposiciones básicas
La primera es disposición de firmeza en Jesús. Esto significa que el Sacramento de la Confirmación es un ví­nculo profundo con Jesús. El mismo es quien lo instituyó. Y El mismo fue quien mandó a sus Apóstoles confirmar la fe de sus hermanos. A Pedro le dijo: «Cuando te conviertas, confirma en la fe a tus hermanos.» (Lc. 22.33 y Jn. 21.18). Por eso la Confirmación se ha llamado el «sacramento de los fuertes».

La segunda es la fidelidad al Espí­ritu Santo. Implica dar respuesta positiva a las invitaciones que de El proceden para hacer el bien, para practicar la virtud, para cumplir con el deber, para vivir conforme a las consignas del Evangelio. «Hijos de Dios son los que se dejan guiar por el Espí­ritu de Dios» (Rom. 8. 23) Es también llamado el «Sacramento de los fieles.»
Y la tercera es la apertura a los demás por amor a Dios. Cuando el cristiano se da cuenta de lo que posee como regalo de Dios, advierte que debe compartir su riqueza interior con los demás. Entiende los que dice Jesús: «Dad gratis lo que gratuitamente habéis recibido.» (Mt. 10.8). Por eso se siente comprometido a trabajar por los demás. Y es capaz de hacerlo de forma generosa y desinteresada: «No llevéis oro ni plata ni alforja para el camino. El que trabaja, merece vivir de su trabajo. (Mt. 10.9)

7.2. Catecumenado de Confirmación
El Catecismo de la Iglesia Católica indica a quien quiere recibir la Confirmación: «La preparación para la Confirmación debe tener como meta conducir al cristiano a una unión í­ntima con Cristo, a una familiaridad más viva con el Espí­ritu Santo, su acción, sus dones, sus llamadas, a fin de poder asumir mejor las responsabilidades apostólicas de la vida cristiana. Por ello la catequesis de la Confirmación se esforzará por suscitar el sentido de la pertenencia a la Iglesia de Jesús, tanto a universal como a la comunidad parroquial.» (Nº 1309)

Los catecumenados confirmacionales son formas privilegiadas de ahondar en el mensaje de Jesús. Se han extendido en los tiempos recientes, sobre todo para preparar a los jóvenes a una mejor vida cristiana, los estilos y los programas de confirmación orientados a renovar la vida bautismal, acción conveniente al llegar a la edad en que se hacen otras opciones vitales.

Deben ser mirados con singular esmero, pues son plataformas de gracia y de formación. La responsabilidad de estos catecumenados debe ser compartida por toda la comunidad cristiana: padres, pastores, educadores y, sobretodo, los mismos jóvenes que pueden hacerse más del don de la gracia y de la presencia del Espí­ritu Santo en sus vidas.

Quien quiera vivir en plenitud su dignidad cristiana necesita una buena preparación, la cual va más allá del sacramento. No basta mejorar la instrucción religiosa. Es preciso reforzar la vida cristiana: la de caridad, la de oración, la de generosidad eclesial.

7.3. Plan de formación catecumenal
Los catecumenados confirmacionales son de muchos tipos, según las circunstancias: edad, duración temática, intención, organización, etc. Es una oportunidad catequética singular de formación y de vida cristiana. Algunas consignas pedagógicas pueden ser las siguientes:
– Se debe preferir la edad oportuna para esta formación. Los 15 a 17 años parecen los mejores años para un buen planteamiento personalizado de vida religiosa.

– Reclama este catecumenado compromisos serios, conscientes y con intención de permanencia. Esa edad es buena para conseguir esos objetivos.

– Debe ser un catecumenado más vivencial que teológico y conviene apoyarlo más en el Evangelio que en las doctrinas o en la explicación de normas morales.

– Precisa catequistas preparados, abiertos, tolerantes, responsables y sobre todo testimoniales y firmes. No se hace más que una vez en la vida. Todos los que entran en juego tienes que estás persuadidos de su responsabilidad.

RITO DE LA CONFIRMACIí“N

* Presentación de confirmando

Después del Evangelio, el Obispo (los presbí­teros) se sienta. El párroco o un presbí­tero presenta al Obispo a los confirmandos. Si es posible, se llama a cada uno por su nombre. Sube al presbiterio. Si los confirmandos son niños, les acompaña uno de los padrinos o sus padres Se puede presentar a los confirmandos con palabras parecidas a éstas: Estos niños (o jóvenes) fueron bautizados con la promesa de que serí­an educados en la fe. Y de que un dí­a serí­an confirmados. Como responsable de la catequesis, tengo la satisfacción de decir a la comunidad aquí reunida, y a su pastor nuestro Obispo, que estos niños ya han recibido la catequesis adecuada a su edad.

* Homilí­a o Exhortación El Obispo hace una breve homilí­a, explicando las lecturas a fin de preparar a los confirmandos, a sus padres y padrinos y a toda la asamblea defieres a una mejor inteligencia del significado del a Conformación

* RENOVACIí“N DE LAS PROMESAS DEL BAUTISMO
Formulario 1
– ¿Renunciáis a Satanás y a todas sus obras y acciones?
– Sí­, renuncio.
– ¿Creéis en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y del a tierra?
– Si, creo

– ¿Creéis en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que nació de Santa Marí­a Virgen, murió, fue sepultado, resucitó de entre los muertos, está sentado a la derecha del Padre?

– Si, creo.

– ¿Creéis en el Espí­ritu Santo, Señor y dador de vida, que hoy os será comunicado de un modo singular por e! sacramento de la Confirmación, como fue dado a los Apóstoles el dí­a de Pentecostés?
– «Si creo»
– ¿Creéis en la santa Iglesia católica, en la comunión de los Santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna?
– Sí­, creo.

A esta profesión de fe asiente el Obispo proclamando la fe de la Iglesia:
– Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, nuestro Señor. * IMPOSICIí“N DE MANOS
Se avisa a los confirmados así­: «Después de la profesión de fe de los confirmandos, el Obispo, repitiendo el mismo gesto que usaban los apóstoles, va a imponer las manos sobre confirmandos, pidiendo al Espí­ritu Santo que los consagre como piedras vivas del Iglesia. Nos unimos a su plegaria» El Obispo, tiende a sus lados a los presbí­teros presentes, de cara al pueblo dice:

«Oremos, hermanos, a Dios Padre todopoderoso y pidamos que derrame su Espí­ritu Santo sobre estos hijos de adopción, los cuáles renacieron ya a la vida con el Bautismo y para que ahora la fortaleza del Espí­ritu y la abundancia de sus gracias, haga de ellos imanten perfecta de Jesucristo.» Dice la oración: «Dios todopoderoso, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que regeneraste por el agua y el Espí­ritu Santo a estos siervos tuyos y los libraste del pecado. Escucha nuestra oración y enví­a sobre ellos al Espí­ritu Santo Paráclito. Llénalos del Espí­ritu de Sabidurí­a y de inteligencia, de consejo y de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor» Todos. Amén
* CRISMACION
Se les dice a los presentes
«Hemos llegado al momento culminante de la celebración. El Obispo los impondrá la manos y los acercará con la cruz gloriosa de Cristo para señalar que son propiedad del Señor. Los ungirá con óleo perfumado. Ser crismado es lo mismo que ser Cristo, ser Mesí­as. Y eso significa tener la misma misión de Cristo que fue dar testimonio de la verdad, por medio de las buenas obras, y ser fermento mundo.»
Seguidamente el diácono presente acerca al Obispo a los confirmandos, o bien el mismo Obispo, pasando ante cada uno de ellos, y les unge diciendo:

N, recibe por esta señal el Don del Espí­ritu Santo.

El confirmando dice: Amen Después de unas palabras finales de animación, se concluye el acto con la oración final y la bendición de los presentes

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
El volumen de publicaciones sobre cualquier aspecto de la confirmación es enorme: los orí­genes; el rito; el receptor, en particular la edad que hay que tener para recibirla; los efectos del sacramento y su dimensión eclesial; la práctica de otras Iglesias. Este artí­culo se centrará en la dimensión eclesial del sacramento y tomará como fuentes principales el Vaticano II, la constitución apostólica que sirve de introducción al rito revisado y el texto litúrgico mismo.

El Vaticano II pidió la renovación del sacramento de la confirmación, de modo que se pusiera de relieve el lugar que ocupa dentro del rito global de la iniciación (SC 71). En LG 11 hay tres comparativos (señalados con cursiva) que muestran el punto clave de la confirmación, a saber, su relación con el bautismo: «Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espí­ritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente (arctius obligantur) a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, con su palabra y sus obras». Parece haber aquí­ un primer efecto individual (el fortalecimiento) y dos efectos eclesiales (la vinculación a la Iglesia y la obligación del testimonio). Casi todas las obras sobre la confirmación señalan a Fausto de Riez (siglo V) como el responsable de la idea de la fuerza (ad robur).
En la constitución apostólica Divinae consortium naturae (DCN), de 1971, que hací­a de introducción al rito revisado, Pablo VI mantení­a esta teologí­a básica del Vaticano II, como hací­a la Introducción General (IG) y el rito mismo. El rito revisado fue obra casi enteramente de B. Botte, con algunas aportaciones de B. Kleinheyer, de ahí­ la importancia de sus estudios. La base escriturí­stica tradicional de la confirmación (He 8,15-17) es reforzada en DCN conuna presentación de la acción del Espí­ritu en la vida de Jesús y en Pentecostés. Después de hacer un estudio histórico del rito, Pablo VI adopta una fórmula bizantina modificada: Accipe signaculum doni Spiritus Sancti («Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo»). Para consternación de algunos liturgistas, el Papa declaró que la tradicional imposición de la mano estaba contenida en la unción con el pulgar del obispo. Su perplejidad fue aún mayor ante el hecho de que la imposición de manos sobre todos los confirmados con la antigua oración «Dios todopoderoso» no se considerara parte de la esencia del sacramento. En el nuevo rito se pone especial empeño en marcar la vinculación de la confirmación con el bautismo: son muy numerosas las referencias de DCN y de IG, así­ como del rito. Se ponen también de manifiesto los efectos individuales, como la gracia o el fortalecimiento del receptor, así­ como su función eclesial de cara a la difusión del mensaje cristiano (IG 9).

Los problemas teológicos empiezan a plantearse cuando nos preguntamos de qué modo preciso está vinculada la confirmación con el bautismo, en parte porque LG 11 parece atribuir una función semejante de cara al testimonio a ambos sacramentos. Se plantean además problemas teológicos muy importantes en torno a la relación de este sacramento con la eucaristí­a, especialmente porque en muchos paí­ses los niños reciben la eucaristí­a antes que el segundo sacramento de iniciación. Una posible solución estriba en la doctrina tradicional del carácter sacramental. Los tres caracteres sacramentales otorgan cada uno un estado dentro de la Iglesia: miembro, testigo oficial, ministro ordenado. Es el carácter el que determina el tipo de gracia recibida; la recepción del carácter de la confirmación aumenta lá capacidad para recibir la gracia, gracia que en este caso es para una misión pública en la Iglesia. Es este mismo carácter el que permite que la eucaristí­a produzca efectos más hondos en un confirmado que en alguien simplemente bautizado. Puede decirse que esta doctrina tiene bases sólidas en la enseñanza de santo Tomás.

Se podrí­a ir más lejos y afirmar que la confirmación tiene un efecto distinto (dentro de la categorí­a del testimonio público) según el estado de vida del individuo que la reciba: soltero, casado, viudo, religioso, diácono, sacerdote u obispo. En cada uno de estos estados el sacramento tiene distintas posibilidades de efectividad.

Los principales problemas teológicos relacionados con la confirmación derivan de la pobreza de la pneumatologí­a y de la falta de atención al carácter sacramental. Los principales problemas pastorales proceden del hecho de ser la conveniencia, más que la teologí­a, la que determina por lo general las cuestiones de la recepción, la edad, la preparación adecuada y la catequesis.

Las cuestiones prácticas acerca del ministro se tratan en el nuevo ritual y en el Código de Derecho Canónico (CIC 879-896). El Código rechaza la doctrina del Vaticano II de que los obispos son los ministros originarios (ministri originarii, LG 26), prefiriendo la fórmula de Trento, «ministros ordinarios» (ordinarium ministrum, CIC 882). Sin embargo, el obispo puede ser asistido por un sacerdote que le ayude a administrar el sacramento si el número de candidatos es muy elevado (IG 8; Rito 28; CIC 814). El sacerdote que bautiza a uno que no es ya un niño, o recibe a una persona ya bautizada en la plena comunión con la Iglesia, lo confirma al mismo tiempo (CIC 883). Los sacerdotes pueden confirmar también en peligro de muerte y en algunas otras situaciones (CIC 883 § 3; 884). La Iglesia latina concede, por tanto, mucho valor al ministro episcopal que introduce al candidato en una vida eclesial más plena y que representa en su persona el ví­nculo apostólico con Pentecostés (IG 7). En las Iglesias de Oriente el interés se ha centrado más en la integridad de los tres sacramentos de iniciación, aunque la vinculación con el obispo se mantiene por la necesidad de usar el crisma elaborado por él (CCEO 693). En Oriente la «crismación con el santo myron», como se denomina, puede ser realizada válidamente por cualquier sacerdote (CCEO 696 § 1). La mayorí­a de las Iglesias de Oriente celebran juntos los tres sacramentos de iniciación. De esto se sigue que la teologí­a de la crismación no está muy desarrollada en Oriente; con algunas excepciones, los orientales suelen considerar la iniciación sacramental en su conjunto. De hecho las liturgias antiguas y modernas, orientales y occidentales, son tan diversas, que lo único que se puede afirmar con certeza en relación con todos los textos es que hay siempre un don del Espí­ritu Santo y cierta conexión con el obispo.

La Iglesia está todaví­a en proceso de comprensión de este segundo, y secundario, sacramento de iniciación, por lo que las distintas aportaciones de los teólogos, los liturgistas y los agentes pastorales son contribuciones importantes.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

El sacramento de la confirmación

Los convertidos de la comunidad de Samarí­a, que ya habí­an sido «bautizados en el nombre de Jesús» (Hech 8,16), recibieron una nueva gracia del Espí­ritu «Pedro y Juan… oraron por ellos para que recibieran el Espí­ritu Santo… les impusieron las manos y recibieron el Espí­ritu Santo» (Hech 8,14-17). Es, pues, en este comunidad donde aparece por primera vez el sacramento de la confirmación, como sacramento especial y en relación con el bautismo. Los obispos «son los ministros originarios de la confirmación» (LG 26). En Oriente, es el presbí­tero quien ordinariamente administra la confirmación (después de conferir el bautismo). En el rito latino, los obispos pueden permitir que este sacramento sea administrado por los presbí­teros.

La «confirmación» (o «crismación») es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana, juntamente con el bautismo y la Eucaristí­a. La gracia especial del Espí­ritu Santo, recibida en este sacramento, convierte los creyentes en defensores y apóstoles de la fe «Por el sacramento de la confirmación se vinculan más a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espí­ritu y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra y juntamente con las obras» (LG 11).

Todo bautizado ha recibido la «prenda» del Espí­ritu Santo (Ef 1,14; 2Cor 1,22; 5,5), para vivir la filiación divina participada o adoptiva «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Gal 4,6). El cristiano es «templo del Espí­ritu» (1Cor 3,16), vive según el Espí­ritu (Gal 5,25) y obra con la libertad del Espí­ritu de amor (2Cor 3,17). El crecimiento en la vida nueva necesita el refuerzo de nuevas gracias del Espí­ritu.

La «unción» para vivir y defender la fe

Por medio del sacramento de la confirmación, se recibe una nueva «señal» («carácter») o prenda del Espí­ritu, con abundancia de sus gracias y dones, que robustecen al cristiano para incorporarse más plenamente a la Iglesia, para luchar contra el mal y para defender y comunicar la fe. El «confirmado» asume la responsabilidad de colaborar más responsablemente en la comunidad eclesial, que es misionera por su misma naturaleza.

El «carácter» y la gracia del sacramento de la confirmación son dones del Espí­ritu Santo para completar o «confirmar» las gracias recibidas en el bautismo. El rito de la imposición de las manos y de la unción con el santo crisma en la frente indican una comunicación especial de la unción y consagración del Espí­ritu, como participación en la misma unción de Cristo (el «ungido» o Mesí­as). La fórmula sacramental es así­ «Recibe por esta señal el don del Espí­ritu». La comunidad de los bautizados y confirmados constituye el pueblo «mesiánico» (Ez 36,25-27), hecho partí­cipe de la misma unción sacerdotal de Cristo por el Espí­ritu (Hech 10,39; Lc 4,18).

Esta nueva «unción» del Espí­ritu indica que su acción salví­fica penetra todo el ser humano, purificándolo, embelleciéndolo, haciéndolo más ágil, santificándolo, haciéndolo partí­cipe de la misma vida divina, comunicándole el gozo de la esperanza. En el sacramento de la confirmación se comunica la fortaleza del Espí­ritu para vivir, defender y comunicar la fe, asumiendo la responsabilidad de construir la comunidad eclesial como comunidad profética, sacerdotal y real.

Unción y dones del Espí­ritu para la misión

Este «sello» es marca indeleble, como en los sacramentos del bautismo y orden. En la confirmación significa especialmente la pertenencia total a Cristo, a modo de opción fundamental y decisiva. La presencia y acción del Espí­ritu Santo hará posible afrontar las dificultades de la existencia humana y transformarlas según la verdad y el amor. Los efectos de esta comunicación del Espí­ritu se manifiestan en el crecimiento o profundización de la gracia y filiación divina recibidas en el bautismo. Los dones del Espí­ritu se comunican con un nuevo impulso, para que el creyente reaccione más espontáneamente según el programa de amor de las bienaventuranzas.

La fortaleza para vivir, confesar, defender y difundir la fe, manifiesta una cierta adultez, no tanto unida a la edad cuanto a la madurez de la vida cristiana iniciada en el bautismo. Por el sacramento de la confirmación, el creyente se integra o incorpora más responsablemente a la Iglesia particular (presidida por un sucesor de los Apóstoles) y a la Iglesia universal (presidida por el sucesor de Pedro). Esta incorporación se traduce en disponibilidad para la misión.

Referencias Bautismo, dones del Espí­ritu Santo, Espí­ritu Santo, martirio, sacramentos, testimonio.

Lectura de documentos LG 11, 26, 33; SC 71; CEC 1285-1321; CIC 879-896

Bibliografí­a A. ADAM, La confirmación y la cura de almas (Barcelona, Herder, 1962); D. BOROBIO, Confirmar hoy (Bilbao, Desclée, 1979); T. CAMELOT, Bautismo y confirmación en la teologí­a contemporánea (Barcelona 1961); R. FALSINI, Confirmación, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 423-452; P. FRANSEN, Confirmación, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972ss) 912-925; A. HAMMAN, Bautismo y confirmación (Barcelona, Herder, 1971); B. NEUNHEUSER, Bautismo y confirmación, en Historia de lo dogmas IV/2 ( BAC, Madrid, 1974); S. VERGES, El bautismo y la confirmación (Santander, Sal Terrae, 1972).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: 1. La pastoral de la Confirmación a lo largo de la historia. a) El bautismo de adultos y de niños b) El obispo, ministro de la Confirmación en Occidente. c) La Eucaristia, en la edad de la discreción. d) Un problema añadido. – 2. Los senderos de la recuperación. a) La orientación de santo Tomás. b) Erasmo y los Reformadores. c) Trento y postrento. – 3. Orientaciones teológicas para una pastoral de la Confirmación. a) La Confirmación, parte de la iniciación cristiana. b) Catecumenado. c) La Confirmación, sacramento que vincula de un modo nuevo con la Iglesia.-4. Algunas cuestiones más urgentes de la pastoral actual de Confirmación. a) Posposición de la Confirmación a la Eucaristí­a. b) Catecumenado. c) El ministro de la Confirmación.

1. La pastoral de la Confirmación a lo largo de la historia
La pastoral de la Confirmación en la Iglesia latina está estrechamente vinculada a tres factores: la evolución de la praxis del bautismo de adultos y de niños, la reserva del sacramento al obispo en Occidente cuando se multiplicaron las comunidades cristianas lejanas a la sede episcopal, y la fijación de la edad para recibir la primera comunión.

a) El bautismo de adultos y de niños. Durante los primeros siglos, la norma consistió en enmarcar el Bautismo, la Confirmación y la Primera Eucaristí­a en el contexto más amplio, la iniciación cristiana y celebrarlos durante la Vigilia Pascual que presidí­a el obispo rodeado de su presbiterio, tanto si eran adultos como si eran niños, fuesen o no infantes, con tal que fuesen hijos de padres cristianos. Los adultos recibí­an el Bautismo, la Confirmación y primera Eucaristí­a después de varios años de catecumenado; los niños, en cambio, sólo se uní­an a ellos en el momento de los sacramentos. Unos y otros seguí­an el mismo ritual, el cual establecí­a que el obispo impusiera la mano sobre los neófitos y los ungiera con crisma, y de este modo les diera el don del Espí­ritu Santo. Esta situación perduró hasta la paz constantiniana. Durante este perí­odo la Confirmación seguí­a al Bautismo, precedí­a a la Eucaristí­a y estaba í­ntimamente vinculada con ambos, más aún, con toda la iniciación cristiana en el plano teológico, litúrgico y pastoral.

Cuando en el siglo IV comenzaron las conversiones masivas, se optó por abreviar el catecumenado, reduciéndolo al tiempo de Cuaresma. Sin embargo, esto no afectó a los sacramentos de la iniciación cristiana: los tres siguieron celebrándose durante la Vigilia Pascual presidida por el obispo, y éste siguió dando el Espí­ritu Santo mediante la crismación.

A finales del siglo V y principios del VI se habí­a llegado a esta situación: las conversiones ininterrumpidas habí­an provocado que el número de adultos que recibí­an el bautismo fuese muy escaso, mientras que el de niños era el habitual. Esto trajo consigo la desaparición práctica del catecumenado. No obstante, los niños continuaron recibiendo los tres sacramentos de la iniciación durante la Vigilia Pascual, por lo que se refiere a la ciudad de Roma y a las comunidades de los lugares en los que residí­a el obispo. En Roma, no se presentó ninguna dificultad. En cambio, fuera de Roma surgieron dificultades, como consecuencia de la evangelización del medio rural y la primera dispersión del presbiterio; pues, mientras en la ciudad donde residí­a el obispo, éste podí­a seguir celebrando los tres sacramentos de la iniciación durante la Vigilia Pascual, en el campo no podí­a hacerse presente. Podí­a haberse seguido la costumbre de Oriente, donde los presbí­teros celebraban habitualmente la Confirmación, pero se prefirió seguir la costumbre de que ésta se reservara al obispo. Por este motivo se separaron «la administración de este sacramento y la del bautismo».

Es verdad que «a veces se invitaba a los bautizados a trasladarse a la ciudad episcopal durante la octava de pascua para recibir del obispo la confirmación» (R. BERAUDY, La iniciación cristiana, en A. G. MARTIMORT (dir), La Iglesia en oración, Barcelona 1967, 613), pero «las más de las veces se diferí­a ésta hasta el próximo paso del obispo por las parroquias, uso que se practicaba ya en el siglo VI en la ciudad de Arlés» (ibidem), y presumiblemente en España no mucho tiempo después. La situación resultante, por tanto, fue ésta: el Bautismo y la Primera comunión siguieron unidos y vinculados a la Vigilia Pascual, mientras que la Confirmación se celebró de modo independiente, antes o después de la Primera Comunión, según el tiempo de la visita pastoral del obispo, aunque con la clara conciencia de que se posponí­a a la Eucaristí­a únicamente por estar reservada al obispo. La evolución natural de las cosas trajo consigo que desde el siglo IX existiese un Ordo autónomo de la Confirmación.

Las consecuencias que esto trajo consigo fueron fundamentalmente estas tres: ruptura del ritmo unitario de la iniciación cristiana, modificaciones profundas de carácter ritual y pastoral y, sobre todo, un cambio de perspectiva, al recibirse los sacramentos de la iniciación, sobre todo el Bautismo, para asegurar la salvación personal escatológica. Esto último trajo consigo ciertas repercusiones teológico-pastorales.

En primer lugar, pierde vigor progresivamente la relación Iglesia-salvación, pues aunque todos saben que el Bautismo introduce en la comunidad cristiana, ésta corre el peligro de ser entendida como agregación a un grupo religioso. Además, como se sabe que el Bautismo confiere el perdón de los pecados y el don del Espí­ritu -los dos requisitos para obtener la salvación eterna- el Bautismo pasa a ser considerado no sólo como sacramento necesario sino suficiente para garantizar la posesión de la salvación.

El desarrollo que experimentó el bautismo de adultos está, por tanto, en la base de los primeros cambios importantes de la pastoral de la Confirmación.

b) El obispo, ministro de la Confirmación en Occidente. En Oriente, el cristianismo se propagó en seguida en los medios rurales, haciendo inviable la presencia del obispo en la celebración de los sacramentos de la iniciación durante la Vigilia Pascual. Pero no se creó un problema especial, al establecerse la norma de que fuera el presbí­tero quien realizara dicha celebración. Al contrario, esta disciplina hizo posible que continuaran unidos los tres sacramentos y que la Confirmación manifestara su originaria vinculación con los Apóstoles, dado que la consagración del myron estaba reservada al obispo. Este planteamiento se ha mantenido invariable hasta nuestros dí­as.

En Occidente, en cambio, las cosas siguieron otros derroteros, al reservarse al obispo no sólo la consagración del crisma sino la celebración de la Confirmación. Es verdad que no hubo plena uniformidad en la praxis de las Iglesias de Roma, Milán, Galia y España, pero todas subrayaron la conexión entre la Confirmación y el obispo. La Iglesia romana fue, sin duda, la que más insistió en este punto.

Mientras las comunidades cristianas estuvieron radicadas en el casco urbano de Roma no existió ningún problema especial para mantener unidos los tres sacramentos de la iniciación, que siguieron celebrándose en el curso de la Vigilia Pascual. Por otra parte, no se planteó variar el orden de los sacramentos ni menos aún posponer la Confirmación a la Eucaristí­a, bien se tratase de adultos o de niños. La Confirmación siguió ocupando un discreto lugar respecto al Bautismo y a la Eucaristí­a, y apareciendo como un sacramento relacionado de modo especial con el Espí­ritu y como una perfección del Bautismo.

Los problemas surgieron cuando el cristianismo se extendió a los campos e hizo imposible la presencia del obispo en la Vigilia Pascual; pues no se adoptó la solución de Oriente sino que el obispo continuó siendo el único ministro de la Confirmación. Ya hemos visto antes cuál fue el rumbo que siguieron los acontecimientos y sus repercusiones en la pastoral de la iniciación cristiana en general y, más en concreto, de la Confirmación. Es más que probable que si en Occidente se hubiese seguido la opción de Oriente, se habrí­an evitado casi todos los problemas posteriores anejos a la Confirmación, sobre todo su excesiva autonomí­a y posposición a la Primera Comunión. Es verdad que habrí­a quedado menos subrayada la eclesialidad de la Confirmación y su vinculación con la Iglesia local, pero incluso estas dimensiones se habrí­an salvaguardado suficientemente, reservando al obispo la consagración del Crisma y la celebración de la Confirmación cuando estuviese presente.

c) La Eucaristí­a, en la edad de la discreción. En 1215, el IV concilio de Letrán estableció que la primera comunión se recibiese a la «edad de la discreción» (D 812). Esta circunstancia trajo consigo una reorganización de los sacramentos de la iniciación, con este resultado: enseguida del nacimiento, el Bautismo -dado que desde hací­a dos siglos se habí­a generalizado el bautismo de niños quam primum y no en la noche de Pascua-; la Confirmación, en la primera visita pastoral del obispo; y la Eucaristí­a, a la edad de la discreción, antes o después de la Confirmación, dependiendo de la presencia del obispo. Como quiera que desde hací­a más de un siglo, concretamente desde el 1080, la liturgia romana era la liturgia de todo el Occidente y se trataba de un concilio ecuménico, la norma lateranense afectó a toda la Iglesia latina. Con ella, quedaba truncada completamente la unidad celebrativa de la iniciación, aunque, de otro lado, hizo más viable seguir la secuencia tradicional de Bautismo, Confirmación y Primera comunión.

Por otra parte, el rito de la Confirmación, que tení­a ya su autonomí­a desde hací­a tiempo (s. IX), experimentó algunas variaciones importantes en la diócesis de Metz, donde Durando creó un Pontifical, que pronto serí­a asumido como el Pontifical oficial romano. Poco a poco fue decreciendo la conciencia teológica y pastoral sobre la relación de la Confirmación con los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana, y la teologí­a fue insistiendo cada vez más en que el confirmado es un miles Christi, sin ahondar sobre otras consecuencias teológico-pastorales de la doctrina de Santo Tomás sobre la Confirmación.

d) Un problema añadido. La pastoral de la Confirmación sufrió un nuevo golpe cuando fue instrumentada por la catequesis en algunas diócesis de Francia duran-te el siglo XVII. Hasta ese momento, en efecto, existí­a la conciencia de que la Confirmación debe preceder a la Primera Comunión, incluso cuando se posponí­a por la ausencia del obispo. Si éste podí­a hacerse presente en la comunidad, el orden celebrativo de los sacramentos era éste: Bautismo, Confirmación, Primera Comunión.

El Bautismo seguí­a considerándose como el sacramento-puerta de la Iglesia y la Eucaristí­a como la cumbre de los sacramentos. Por otra parte, existí­a la conciencia de que si un cristiano podí­a recibir la primera comunión, con mayor motivo podí­a recibir la Confirmación. Este estado de cosas varió sustancialmente cuando el Sí­nodo de Toulon estableció que «para asegurar que los niños que se presentan en esta diócesis para confirmar estén suficientemente instruidos, se ordena que sólo se confirmen después de haber hecho la primera comunión» (R. LEVET, L’áge de la Confirmation, «La Maison Dieu» 54 (1958) 121-128). Esta disposición, en efecto, no sólo comportaba una inversión práctica sino teológica de la iniciación cristiana, al perder la Confirmación su originaria y radical orientación hacia la Eucaristí­a y quedar condicionada por la catequesis, concebida, por lo demás, como instrucción doctrinal. Benedicto XIV desautorizó esta praxis y León XIII apoyó la propuesta pastoral del obispo de Marsella, tendente a restaurar en su diócesis los usos vigentes en el resto de la Iglesia Latina, pues los usos que allí­ y en otros lugares se seguí­a estaba «en abierta oposición con la antigua y constante praxis eclesial» (Epist. Abro-gata. Leonis XIII Pontifici Maximi Acta, XIII, Romae 1889, 205-206).

En las décadas posteriores al Vaticano II no siempre se ha tenido en cuenta esta sabia disposición, cuyo último fundamento teológico no es otro que la Eucaristí­a es la cumbre de todo el organismo sacramental, puesto que posee no sólo la gracia (sacramentos) sino al mismo autor de la gracia, según la enseñanza clásica.

2. Los senderos de la recuperación
La principal objeción que se hací­a a la Confirmación era que no aportaba nada al Bautismo, respecto a los fines de la salvación. Esto explica que la teologí­a se esforzase en resaltar los dones especí­ficos de santificación subjetiva que añade la Confirmación a los conferidos por el Bautismo. Tal tendencia ya aparece implí­cita en el famoso sermón de Pentecostés de Fausto de Riez (segunda mitad del siglo V), donde, con una imagen bastante novedosa en la tradición cristiana, contempla el Bautismo como el alistamiento en el ejército cristiano y la Confirmación como el armamento para la lucha. El Bautismo recluta los soldados de Cristo y la Confirmación les da las armas para combatir.

Esta explicación tuvo gran éxito y sirvió para acentuar la separación entre la pastoral y la teologí­a de la Confirmación. Mientras la teologí­a seguirá el camino de ilustrar los efectos de la Confirmación, la pastoral, en cambio, -sin los elementos operativos que ofrecí­a el catecumenado y sin una apoyatura doctrinal que presentase los significados y compromisos histórico-salví­ficos derivados de la Confirmación- tiene que contentarse con que los cristianos, además del Bautismo, reciban la Confirmación. De este modo, aunque sin pretenderlo, la pastoral contribuirá a que el sacramento sea más un ‘rito de despedida’ que de reclutamiento y compromiso.

a) La orientación de santo Tomás. Santo Tomás es una excepción en la historia de la reflexión teológica sobre la Confirmación y su doctrina podrí­a haber sido una premisa para el correcto desarrollo de la teologí­a y de la pastoral de este sacramento.

La reflexión tomista gira sobre estos tres ejes: 1) la estrecha conexión existente entre el Bautismo y la Confirmación: «Este sacramento es casi la plena realización del Bautismo (STh., 3, 72, .2 ad 11); 2) la Confirmación es al Bautismo lo que el crecimiento es al nacimiento (STh., 3, q.72, a.2 ad 2 et ad 6); 3) el confirmado es un «adultus spiritualiter» y del mismo modo que se puede nacer por el B. estando en la madurez o vejez, se puede madurar espiritualmente en la edad infantil» (STh., 3, q.72, a.8 in corp).

La doctrina tomista fue el punto de referencia en los siglos posteriores. Pero el hecho de que el mismo santo Tomás no hubiese desarrollado los puntos eclesiológicos subyacentes y, sobre todo, el que su doctrina fuera recibida en un contexto cultural que facilitaba una lectura preconcebida, darí­an lugar a equí­vocas interpretaciones teológicas y a problemáticas opciones pastorales.

b) Erasmo y los Reformadores. El punto crí­tico que puede unas y otras es, sobre todo, el tercero. Precisamente, apoyado en que la Confirmación es un momento de crecimiento y maduración, Erasmo propuso convertir este sacramento en una especie de «ratificación» del Bautismo recibido en edad infantil; propuesta que encontró una acogida muy favorable en la Reforma, pues sin necesidad de reconocer la sacramentalidad de la Confirmación, ofrecí­a a los creyentes una ocasión para realizar una elección de fe personal refleja.

c) Trento y postrento. El concilio de Trento condenó la doctrina de los Reformadores. Ahora bien, como quiera que la preocupación principal de los padres conciliares era la de salvaguardar la sacramentalidad de la Confirmación, continuó serpeteando dentro de la pastoral católica la inconfesada aspiración de utilizar este sacramento para favorecer una opción más consciente de la fe y de la vida cristiana.

Esta tendencia emergió por primera vez en Francia, durante el siglo XVIII, donde se pospuso la Confirmación hasta los doce o más años por estos motivos. Sin embargo, la tendencia cobró especial vigor en fechas más recientes, sobre todo a partir del decreto Quam singulari de Pí­o X. Dado que permití­a admitir a la primera comunión a los niños que hubiesen llegado al uso de razón (hacia los siete años), muchos vieron en la Confirmación el único sacramento de la iniciación cristiana disponible, de hecho, para impartir una instrucción catequética más profunda y una opción de fe más personalizada. Las opciones pastorales siguieron ahondando el foso que las separaba de la teologí­a, y crearon nuevos problemas, sin resolver apenas la situación de crisis que sufrí­a el sacramento de la Confirmación. Un hecho concreto es la explosión de lo que alguien ha calificado como «pseudoproblema de la edad de la Confirmación» (p. 196), dado que el verdadero problema es el de la Confirmación pospuesta a la Eucaristí­a, puesto que si ésta es el vértice de la iniciación, no se ve cómo pueda recibirlo el que todaví­a no está plenamente iniciado.

El nuevo Ordo confirmationis (1971) -publicado como consecuencia de la reforma litúrgica reciente y que debe ser leí­do a la luz del posterior Ordo Initiationis christianae adultorum (1972) – abre perspectivas doctrinales interesantes, además de resolver algunas cuestiones de relieve sobre el signo sacramental y el ministro. No obstante, desde el punto de vista práctico, todaví­a no ha sido capaz de sacar a la pastoral del estado de incertidumbre y fluidez en que se encuentra.

3. Orientaciones teológicas para una pastoral de la Confirmación
Para superar esta situación, se requiere un esfuerzo conjunto de la teologí­a y de la pastoral, capaz de remover los procesos disociantes ya aludidos. Esta reflexión debe orientarse a la luz de algunos datos que pueden considerarse adquiridos, según los cuales la Confirmación aparece como un sacramento de la iniciación cristiana, un sacramento del Espí­ritu y un sacramento que tiene una especial vinculación con la Iglesia.

a) La Confirmación, parte de la iniciación cristiana. La reflexión teológica actual ha puesto de relieve tanto la especificidad de la Confirmación como su conexión e interdependencia con los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristí­a. Los tres forman el ‘todo’ de la iniciación cristiana. La Confirmación no puede, por tanto, llevar una vida independiente ni autónoma del Bautismo y de la Eucaristí­a, puesto que del primero es perfección y al segundo está intrí­nsecamente ordenada.

Así­ lo entendió y vivió la Iglesia de los primeros siglos, que preparó los tres sacramentos en un marco común de catecumenado y mistagogia, y los celebró en el mismo contexto: la noche de Pascua. La Iglesia actual ha recuperado este marco para los adultos, dado que lo previsto como normal en el Ritual de la Iniciación cristiana de adultos es que los tres sacramentos se vivan nuevamente en el contexto más amplio del catecumenado por etapas y en el de la mistagogia, y tengan lugar en el mismo acontecimiento celebrativo de la Vigilia Pascual.

Este contexto ha de iluminar la pastoral del supuesto de los niños que reciben el Bautismo a los pocos dí­as de su nacimiento y la Confirmación en la adolescencia. No se trata, ciertamente, de reproducir literalmente los pasos que siguen los adultos, entre otras razones porque éstos se preparan a recibir el Bautismo y aquéllos ya lo han recibido. Se trata, más bien, de tener siempre presente que quien ahora se prepara para celebrar la Confirmación es un bautizado que viene a recibir de un modo más pleno el Espí­ritu Santo y a iniciarse para poder recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor.

El adagio clásico de la época de los Padres: ‘Confirmatione baptisma perficitur’ (‘el Bautismo se perfecciona por la Confirmación’, ‘la Confirmación perfecciona el Bautismo’) ha de iluminar cualquier opción pastoral de la Confirmación. Entre las muchas implicaciones que esto conlleva, ésta la principal: Cristo y el Espí­ritu son dos Personas inseparables. Inseparables en su acción salví­fica y también en nuestro camino de adhesión del uno al otro: es Cristo quien nos da el Espí­ritu -nos lo da a conocer y nos lo enví­a- porque es ‘su’ Espí­ritu y, al mismo tiempo, es el Espí­ritu quien revela a Cristo a los creyentes y quien realiza su inserción efectiva en Cristo (cf. Ef 1, 17). Baste pensar que Pentecostés, que sella la mayor manifestación del Espí­ritu, es, a la vez, el coronamiento del Misterio Pascual y el comienzo de la Iglesia y de los sacramentos, frutos ambos de la Pascua.

Desde Pentecostés la acción del Espí­ritu está en acto y se revela a cuantos, creyendo en Cristo, reciban el Bautismo (cf. Act 2, 15-21, 38-41). Por eso, desde ese momento el Bautismo cristiano es designado siempre como ‘Bautismo en el Espí­ritu’, es decir, como un evento salví­fico complejo que, renovando al hombre y agregándolo a la comunidad nueva, estructura esta comunidad en la multiplicidad de carismas.

b) La Confirmación, sacramento del Espí­ritu. Los textos litúrgicos de todos los tiempos, desde los sacramentarios medievales hasta el actual Ordo Confirmationis, no dejan lugar a dudas respecto a la vinculación del Espí­ritu Santo y la Confirmación. Esta simple constatación exige que la teologí­a aporte a la pastoral los datos precisos sobre el papel que el Espí­ritu juega en la historia de la salvación, tal y como aparecen en el Antiguo y Nuevo Testamento, para que, desde ellos, pueda realizar opciones válidas de acción.

Los datos más relevantes que ambos Testamentos ofrecen sobre la presencia y acción del Espí­ritu en la historia de la salvación pueden sintetizarse así­. En primer lugar, el Espí­ritu Santo aparece como el que trasformará a los hombres, sacándoles de un estado de aridez y muerte para introducirlos en una vida nueva (cf. Ez 37, 4-11); vida que dará a los hombres una sensibilidad tan nueva como la del que antes tení­a un corazón de piedra y ahora lo tiene de carne (cf. Ez 11, 19; 36, 26-27). En segundo término, el Espí­ritu constituirá a los hombres en una comunidad de profetas, de testigos de la fidelidad y santidad de Dios y, en última instancia, de la salvación que Dios quiere realizar (Joel 3, 1-5). En consecuencia -y esta serí­a su tercera gran tarea- el Espí­ritu Santo trasformará la tierra, convirtiéndola en una verdadera tierra prometida, es decir, en un reino de santidad, paz y justicia (cf. Is 32, 15-16).

Según esto, Dios, por medio del Espí­ritu, realizará en la época mesiánica y escatológica una renovación radical. Pero tal renovación no será tanto estructural o ideológica, cuanto antropológica. No obstante, ‘el lugar’ histórico de esa renovación antropológica es la comunidad nueva suscitada por el Espí­ritu; a través de esta comunidad nueva de profetas y testigos el Espí­ritu renovará la tierra. Estamos, pues, ante las grandes coordenadas de la salvación y de la acción que en ella desempeña el Espí­ritu. La pastoral de la Confirmación sólo será adecuada en la medida en que sepa caminar a la luz de esta presencia y acción del Espí­ritu en la comunidad de salvación que es la Iglesia, en la que dicho sacramento introduce de un modo y con una finalidad nuevos.

c) La Confirmación, sacramento que vincula de un modo nuevo con la Iglesia. La Iglesia aparece siempre en el Nuevo Testamento como una comunidad que se estructura sobre la base de dos magnitudes: la unidad y la multiplicidad. Ambas están tan indisolublemente unidas, que la una no puede realizarse sin la otra y, todaví­a menos, a costa de la otra.

La unidad viene dada por la única Palabra de Dios, en torno a la cual converge una única respuesta humana, la fe; y del único Cristo, del cual recibe la gracia. La multiplicidad, en cambio, procede o bien de que el servicio a esta única Palabra de Dios -que ha de ser anunciada y actualizada en todos los lugares y tiempos de la historia- sólo puede hacerse mediante la pluralidad de testimonios, o bien porque la experiencia salví­fica de la única gracia de Cristo no puede consumarse más que en la multiplicidad de situaciones y estados de vida cristiana. En otras palabras, la unidad está postulada y garantizada por la acción de Dios y la fidelidad del hombre a ella; la multiplicidad está exigida por la historicidad del hombre y garantizada por la fidelidad de Dios a esta misma historicidad. Ahora bien, el Espí­ritu es el alma de esta doble dimensión de la Iglesia como comunidad de salvación.

Baste pensar que san Pablo, que encuentra el fundamento de la unidad en el Espí­ritu en que hemos sido bautizados, se remite al mismo Espí­ritu para justificar la multiplicidad de los carismas y exigir su aceptación y respeto (cf. 1 Cor 123, 4-11). Estas dimensiones de unidad-pluralidad que estructuran a la Iglesia no provienen de la iniciativa humana sino de la iniciativa divina, de la cual las celebraciones sacramentales son signo constitutivo. La unidad y la pluralidad tienen, pues, una connotación sacramental.

Según esto, es plenamente coherente con el dato neotestamentario, afirmar no sólo que el Espí­ritu nos viene dado por un doble evento sacramental -el Bautismo y la Confirmación-, cada uno de los cuales confirma al otro, sino que mientras el Espí­ritu que nos otorga el Bautismo constituye a la Iglesia en su unidad, el Espí­ritu donado en la Confirmación la constituye en la multiplicidad. En otras palabras, la Confirmación es la donación de un Espí­ritu que confirma la agregación -ya realizada en el Bautismo- a un único Pueblo, confiando a cada uno la multiplicidad de fidelidades a la única Palabra de Dios y a la única gracia de Cristo, indispensable para llevar a cabo la historia de la salvación.

Desde esta perspectiva puede hablarse, en cierto sentido, de la Confirmación como ‘sacramento de las vocaciones’. Decimos ‘en cierto sentido’, para evitar que sea malentendido, como lo fue durante mucho tiempo lo de ‘sacramento de la madurez cristiana’. Ser el ‘sacramento de las vocaciones cristianas’ no quiere decir que la Confirmación descubra a cada cristiano de modo explí­cito y directo cuál es su papel en la Iglesia -que equivaldrí­a a una concepción cuasimágica del sacramento-, sino que cada bautizado debe buscar e individuar su propio carisma eclesial, según la medida del don del Espí­ritu, como camino históricamente concreto de realización del Bautismo y de plena y madura pertenencia a la Iglesia. Fuera de los casos extraordinarios, cada uno descubre su propio carisma o vocación por medio de un conjunto de factores, leí­dos e interpretados a la luz de la fe, vivida en la comunidad a la que los sacramentos nos han dado pertenecer. En términos semejantes hay que entender la relación entre Confirmación y madurez. Apartándose de esta recta orientación trazada por santo Tomás, la teologí­a intentó justificar durante mucho tiempo praxis pastorales diversas -como eran las de celebrar la Confirmación en la infancia y en la edad adulta- recurriendo a explicaciones puramente metafóricas o psicológicas de la madurez cristiana.

En realidad, la í­ntima relación existente entre el Bautismo y la Confirmación deberí­a haber hecho pensar que la madurez cristiana debe ser entendida en clave eclesial, a saber: como pertenencia a la comunidad de salvación hasta el extremo de hacerse responsable de su misión. Es verdad que el Bautismo implica ya al bautizado en la misión, al agregarlo a la Iglesia; no obstante, es la Confirmación la que lleva dicha implicación a plena madurez, especificándola en sentido vocacional.

En este punto es necesario referirse también al compromiso cristiano que deriva de la Confirmación, para no reducirlo a mero testimonio y entenderlo en sentido vocacional. El testimonio, ciertamente, es necesario. Pero la contribución especí­fica del cristiano a la salvación de la humanidad y a la construcción de un mundo nuevo comporta un modo nuevo de ver el mundo y la historia y, por ello, un espí­ritu nuevo para construirla. Esto no supone, en contra de lo que aparentemente puede parecer, una justificación teológica de las instancias pastorales que postulan retrasar la Confirmación hasta la edad adulta. Pues la Confirmación no es el aval de un compromiso cristiano ya en acto, sino la acción de Dios que, en su Espí­ritu funda y constituye un ‘poder ser’ dilatado en el tiempo. Según esto, el compromiso que deriva de la Confirmación ha de entenderse en sentido vocacional, como se hace con el Bautismo de niños y la vida cristiana. Así­ lo entendieron la literatura y praxis cristianas de los primeros siglos, para quienes el compromiso cristiano consistí­a es testificar con la vida los misterios salví­ficos de Cristo y del Espí­ritu, no como simple coherencia o buen ejemplo.

5. Algunas cuestiones más urgentes de la pastoral actual de Confirmación
Tres son, al parecer, los principales problemas que tiene planteada actualmente la pastoral de la Confirmación: la posposición a la Eucaristí­a, la ausencia total de un catecumenado y el ministro.

a) Posposición de la Confirmación a la E. El mayor problema, quizá, consiste en haber aceptado -de modo pasivo o activo, pero siempre cuasi definitivo- posponer la C. a la Eucaristí­a, que es tanto como dar por buena la ruptura del ritmo teológico y celebrativo de la iniciación cristiana. El problema se agudiza cuando dicha preterición se postula como el ideal al que debe tender una ‘pastoral madura y responsable de la Confirmación’.

Cuatro son las razones que justifican este grave aserto. En primer lugar, la infidelidad sacramental que comporta esta praxis, pues la pastoral sacramental no debe servirse de, sino servir a los sacramentos; éstos nunca deben instrumentalizarse, aunque sea por intenciones y objetivos nobles. En segundo término, porque los argumentos que se aducen para justificarla son sólo aparentemente objetivos y no resisten una lectura de fe de la situación. Además, porque los fines que se propone esta pastoral, no los alcanza frecuentemente. Por último, porque en lugar de resolver los actuales problemas pastorales crea otros mayores. Baste pensar, por ejemplo, en los niños que se bautizan en la edad escolar y en los esposos que reciben la Confirmación después del matrimonio. En el primer supuesto, que ya comienza a presentarse en las grandes ciudades y tiende a incrementarse, podrí­a resultar que -según el Ritual de la Iniciación cristiana de adultos- unos niños que proceden ordinariamente de familias escasamente practicantes y con una praxis cristiana no luminosa, se encontrarí­an en una situación privilegiada respecto a los niños de su misma edad, que han recibido el Bautismo nada más nacer, precisamente porque sus padres eran practicantes e incluso militantes cristianos.

En el segundo caso puede suceder que la Confirmación se posponga al matrimonio para posibilitar que los esposos tengan una preparación que ahora resulta imposible por la proximidad de las nupcias. Esta postura, comprensible en cuanto a intenciones, no deja de poner de relieve que la Confirmación es una especie de motivo ornamental, que se quita y pone en el lugar que más convenga. Parece que la lógica cristiana pide que, en supuesto de diferir, deberí­a ser el Matrimonio, no la Confirmación. Todos estos problemas y planteamientos incorrectos se obviarí­an si la Confirmación quedara bien integrada en un catecumenado, como ahora diremos.

b) Catecumenado. Los datos que aporta la pastoral de la Confirmación realizada a lo largo de los siglos ponen de manifiesto, de una u otra manera, la preocupación de dotar a este sacramento de algún tipo de catecumenado. El objetivo parece laudable, con tal de que, por una parte, no se quiera copiar al pie de la letra el catecumenado que practicó la Iglesia en unos momentos y situaciones culturales y religiosas tan distintas de las nuestras y, por otra, se contemple la idea de un catecumenado prevalentemente, aunque no exclusivamente, postsacramental. Las grandes coordenadas de este catecumenado son dos: su función formativa y el compromiso de toda la comunidad cristiana.

Función formativa del catecumenado de Confirmación. El catecumenado es, ante todo, una realidad pastoral que consiente tener una experiencia gradual e integral del hecho y de la existencia cristiana. Ciertamente, comporta ‘la entrega’ y ‘aceptación’ de unos contenidos catequéticos; pero la actividad catequética no es ni la única ni la más importante. Junto a los contenidos doctrinales básicos, el catecumenado debe proporcionar la educación necesaria para que la Palabra de Dios, tal y como la entiende la Iglesia, se convierta en el criterio supremo para enjuiciar y valorar cualquier situación histórica. Se trata, por tanto, de formar una mentalidad, un modo de ver y sentir la realidad según la novedad cristiana. Además, ha de favorecer un estilo de vida cristiana, que se manifiesta en la fidelidad a la voluntad de Dios como Padre, en la práctica de las virtudes, en la oración personal y comunitaria, y en participación en la vida comunitaria para realizar la misión que le es propia, mediante un continuo apostolado en el propio ambiente, trabajo y familia.

La comunidad cristiana. Precisamente, porque el catecumenado no se limita a una docencia doctrinal, no se agota en la relación catequista-catequizando/s sino que abarca a toda la comunidad. En este sentido, es preciso correlacionar los diversos contextos catequéticos: la familia, la parroquia, el colegio, las asociaciones apostólicas, etc. En una sociedad tan abierta y plural como la presente, la coordinación, entre parroquia y familia es imprescindible. De hecho, una familia cristiana es, de modo ordinario, la única y verdadera garantí­a de un catecumenado postscramental. Situada en este horizonte, la pastoral despejarí­a en buena medida las dificultades y problemas que conllevarí­a celebrar la Confirmación antes de la Primera Comunión, puesto que la Confirmación sólo se diferirí­a en el caso de los que pertenecen a familias que no dan ninguna garantí­a o las dan insuficientes; bien entendido, que en este supuesto, habrí­a que diferir la Primera Comunión. Por lo demás, la comunidad cristiana es necesaria para realizar, en la práctica, la búsqueda y descubrimiento de la propia vocación.

c) El ministro de la Confirmación. La praxis eclesial no presenta ninguna duda sobre este particular: la Confirmación está vinculada con el obispo. En Oriente, él es el que bendice el myron, aunque el presbí­tero sea ministro ordinario; en Occidente, el obispo es el ministro originario y ordinario, aunque el presbí­tero sea en ocasiones ministro extraordinario. Hay dos casos que pueden iluminar el problema pastoral del ministro: el de los presbí­teros que pueden confirmar en peligro de muerte y en la iniciación cristiana de adultos.

Dado que el obispo no puede estar presente, podrí­a pensarse en una concesión ordinaria a los párrocos para confirmar en el supuesto que aquí­ se contempla, es decir, en una nueva situación en la que la Confirmación precederí­a a la Primera Comunión, tanto si ambos sacramentos se celebraban en la misma ocasión como en dos momentos distintos. Desde el punto de vista teológico no hay ninguna dificultad, como atestigua la praxis de Oriente. Por lo demás, si el presbí­tero puede celebrar el sacramento-cumbre de la iniciación cristiana -la Eucaristí­a- y el que da acceso y es fundamento de todos los demás -el Bautismo-, con mayor razón podrí­a conferir el de la Confirmación.

BIBL. – CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, Ritual de la Confirmación, Madrid 1976; la gestación y problemática fundamental en A. BUGNINI, La reforma litúrgica, Madrid, BAC 1999, 523-543; COMISIí“N EPISCOPAL ESPAí‘OLA PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Sobre algunos aspectos doctrinales del Sacramento de la Confirmación (24.10.1991).

José Antonio Abad Ibáñez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. Iluminación bí­blica: 1. Misión del Espí­ritu; 2. Imposición de manos; 3. Crismación; 4. «‘Sello» del Espí­ritu.-II. Teologí­a de la confirmación.-III. Celebración.

Al exponer en este artí­culo algunos aspectos del sacramento de la confirmación, no olvidamos su estrecha vinculación con el bautismo ni su dinamismo interno hacia la eucaristí­a. Esta intercomunión de los sacramentos de la iniciación es el horizonte en que debe situarse la explicación de cada uno de ellos, puesto que la vinculación de la c. «con el bautismo y con la eucaristí­a subraya la unidad de la iniciación sacramental que se ha de entender como un todo»‘.

I. Iluminación bí­blica
Si los sacramentos son sacramentos de la nueva alianza tienen que fundarse en Cristo. Ciertamente, no se puede buscar para cada sacramento una palabra institucional de Jesús, pero -si no son un invento de la Iglesia- todos ellos tendrán que remitirse a Cristo como a su principio y raí­z. Esto vale de una manera particular para la confirmación. Es doctrina oficial de la Iglesia que la c. es uno de los siete sacramentos de la nueva alianza (DS 1310. 1317. 1628. 3444); oficial es también la doctrina de su institución por Cristo (DS 1601); luego el sacramento de la confirmación, como segundo sacramento (DS 1317), encuentra su fundamento y razón de ser en el misterio y obra redentora de Cristo.

Que en el NT no hay datos claros y definitivos para ‘localizar’ el sacramento de la c. como signo sacramental independiente, es algo en lo que parecen coincidir la mayorí­a de los autores posconciliares que han estudiado esta cuestión. Porque si el asunto hubiera estado claro desde el principio, la historia de la c. no hubiera sido tan accidentada3. Los datos que aporta el NT para la fundamentación de la c. como sacramento de la nueva alianza, son los siguientes:

1. MISIí“N DEL ESPíRITU. A la realización plena de la obra de la salvación pertenece, en primer lugar, la misión del Espí­ritu Santo como don escatológico de Cristo resucitado. El mismo Espí­ritu por el cual fue concebido Jesús (cf. Mt 1,18.20; Lc 1,35), que descendió visiblemente sobre él con ocasión del bautismo (cf. Mc 1,10; Mt 3,16; Lc 3,22; Jn 1,32s) y que interiormente le impulsaba en el cumplimiento de su misión mesiánica (cf. Mc 1,12; Mt 4,1; Lc 4,1.14.18); el mismo Espí­ritu en virtud del cual «se ofreció a sí­ mismo sin tacha a Dios» (Heb 9,14) y que actuó en su resurrección (cf. Rom 8,11), es el que desciende sobre los apóstoles como fruto de la partida de Cristo, en el dí­a de pentecostés (cf. He 1,5; 2,lss). Es el Espí­ritu de Cristo el que suscita a la Iglesia, transforma a los discí­pulos, los impulsa y dirige en su misión apostólica. El Espí­ritu «‘confirma» a los discí­pulos, es decir, hace de aquel pequeño grupo de pescadores – ignorantes y apocados- los testigos del Resucitado. Desde esta perspectiva, la obra de Cristo se cumple con la misión del Espí­ritu. El será el que dé a conocer a Cristo, el que ilumine el sentido de sus palabras y mantenga viva su memoria (cf. Jn 14,26; 16,13). Su misión en la Iglesia está referida a Cristo, para dar pleno cumplimiento a su obra de salvación en la historia hasta su consumación final. Por eso, si el bautismo nos incorpora a la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rom 6,4), forzosamente tendrá que incorporarnos a su pleno cumplimiento en pentecostés. El bautismo nos introduce en el misterio de Cristo por el don de su Espí­ritu. Pero este don tiene tal relevancia que el bautismo en el Espí­ritu (cf. He 1,5; Mt 3,11p), que para los apóstoles se cumple en pentecostés, habrá de terminar configuráindose como un verdadero y propio sacramento.

2. IMPOSICIí“N DE MANOS. Las razones del despliegue del bautismo hacia la confirmación están en la misma plenitud del don del Espí­ritu. Pero también hay pistas en el NT que apoyen esta evolución. La tradición, a partir de San Cipriano, suele aducir dos pasajes de los Hechos de los Apóstoles’ en que se comunica el Espí­ritu por la imposición de manos (8,14-17; 19,1-7).

Hoy la exégesis no considera generalmente tales textos en referencia directa a la confirmación, sino a la Iglesia; no les concede relevancia sacramentológica, sino eclesiológica: por la imposición de las manos aquel grupo de bautizados son recibidos en la Iglesia apostólica, y el signo de esta plena recepción es la comunicación del don del Espí­ritu. Sin embargo, aun suponiendo y aceptando que esta exégesis sea correcta, no tenemos por qué rechazar de plano la interpretación que de estos pasajes hicieron tempranamente los Padres en relación con la confirmación, sobre todo si mantenemos la peculiaridad de la acción del Espí­ritu en la Iglesia, que es lo que celebra este sacramento. Que en los pasajes citados se da una comunicación del Espí­ritu independiente del bautismo no puede ponerse en duda; que esta comunicación se da por mediación de la Iglesia apostólica tampoco; que de estos datos pueda fundarse un sacramento para la comunicación del Espí­ritu, diferente de la que se da en el bautismo, es algo sobre lo que se dan pareceres encontrados: la tradición y los textos oficiales apelan a ellos en relación a la c., mientras la exégesis reciente descarta la referencia sacramental de los mismos.

3. CRISMACIí“N. Otro concepto neotestamentario que jugará un papel decisivo para la evolución de los ritos bautismales hacia la confirmación es la «crismación», de tal manera que andando el tiempo este rito sustituirá en la mayor parte de las liturgias al de la imposición de manos (DS 1318), y será entendido como la sustancia de la confirmación. El rito de crismar o ungir es conocido en el AT: se unge a los reyes, a los sacerdotes, a los profetas como signo de la misión que se les encomienda; así­ son equipados con un don especial para la realización de una determinada misión. El mismo Jesús aparece como el ungido por el Espí­ritu Santo conforme a la profecí­a mesiánica de Isaí­as: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raí­ces brotará. Reposará sobre él el espí­ritu de Yahvéh: espí­ritu de sabidurí­a e inteligencia, espí­ritu de consejo y fortaleza, espí­ritu de ciencia y temor de Yahvéh»(Is 11,1-2). Jesús, en la sinagoga de Nazaret, se declara públicamente como el ungido con el Espí­ritu refiriendo a sí­ mismo las palabras del profeta (cf. Lc 4,18ss; Is 61,1-2). Pedro interpreta la vida de Jesús desde el descenso del Espí­ritu sobre él con ocasión del bautismo: entonces Dios lo ungió con el Espí­ritu Santo y con poder»(He 10,38), unción que más tarde será experimentada también por los discí­pulos (cf. 2 Cor 1, 21s; 1 Jn 2, 20.27). Ciertamente, en el NT esta unción no es todaví­a ritual, sino mistérica, es decir, se trata de un lenguaje referencial, explica lo que sucede a los bautizados en Cristo. Pero como al fondo está la unción del Espí­ritu (cf. 1 Jn 2,20.27), no extrañará que andando el tiempo esta unción espiritual fuese adquiriendo espesor ritual hasta lograr un peso propio y una relevancia particular en relación a la comunicación del Espí­ritu.

4. SELLO DEL ESPíRITU. Finalmente, el NT ofrece otro concepto que influirá en la comprensión de la confirmación como sacramento independiente del bautismo: se trata de la noción de ‘sfragis’ o ‘sello'(2 Cor 1,21s; Ef 1,13s; 4,30). Todo el ritual de la iniciación, como lo conocemos por los más antiguos testimonios, termina con el ‘sello’ del obispo que es como la certificación de la Iglesia al final del camino de la iniciación: aquel que ha recibido el bautismo es sellado con el Espí­ritu y así­ puede ya acceder plenamente a la eucaristí­a. El signo de pertenencia a Cristo que acontece en el bautismo, es el sello del Espí­ritu reservado al obispo. Si en los Hechos, los apóstoles daban el Espí­ritu, con el correr del tiempo serán los obispos en cuanto sucesores de los apóstoles, los que se reservarán el rito de la comunicación del Espí­ritu en el sacramento (DS 215) que, a partir de los siglos IV y V, se llamará de la confirmación. La autonomí­a que los ritos posbautismales van adquiriendo poco a poco, la profundización en la teologí­a del Espí­ritu Santo impulsada por las controversias pneumatológicas y la reserva de la unción con el crisma al obispo dará lugar, sobre todo en Occidente con la propagación de la fe en el ámbito rural y la generalización del bautismo de los niños, a la configuración de la c. como sacramento independiente y separado del bautismo.

Ciertamente, los datos aportados por el NT para fundamentar la confirmación como sacramento independiente son escasos y no uní­vocos; por eso no se puede descargar todo el peso de la argumentación sobre ellos. Es la acción del Espí­ritu en la Iglesia, es la experiencia de su presencia y de su guí­a, la que irá encaminando los ritos bautismales que unen a Cristo muerto y resucitado, hacia un signo que introduzca al bautizado en el misterio de pentecostés. Y de este modo, así­ como pentecostés aparece como culminación de la pascua, como su perfección última, así­ también la c. será entendida como plenitud del bautismo’°.

II. Teologí­a de la confirmación
La conclusión del párrafo anterior ya nos encamina a la comprensión teológica de la confirmación. Todos los sacramentos están interrelacionados y mutuamente referidos, puesto que todos traducen, cada uno a su modo y según su signo, la riqueza insondable que es Cristo (cf. Ef 3,8), la cual se despliega en el misterio de la Iglesia como lugar y presencia del Espí­ritu. Decir, por tanto, que la c. completa al bautismo no puede significar deficiencia alguna en el bautismo o en la c., porque el punto de referencia de esta relación es el que va de pascua a pentecostés. En el esquema de alianza que caracteriza la historia de la salvación, cada acontecimiento es un punto de apoyo para el siguiente y entre todos se teje la única historia salví­fica. Pues el bautismo,siendo el principio de la salvación, no es toda la salvación. En él se nos da el perdón de los pecados, la gracia de la filiación, del don del Espí­ritu, pero ahí­ no termina la historia para el que acaba de recibir el bautismo, sino que empieza». Por eso la c. es el signo de la pascua completada con el don del Espí­ritu. Desde este planteamiento, la c. debe ser entendida como el sacramento del don del Espí­ritu (DS 1319), puesto que, «según la fe católica, el sacramento de la c. es la acción litúrgica simbólica que transmite sensiblemente el Espí­ritu divino'»‘; es la celebración sacramental del don del Espí­ritu, de tal modo que cualquiera que sean los ritos y fórmulas con que se celebra en las distintas liturgias, este sacramento «siempre está definido por su relación al Espí­ritu Santo. «[Aquí­ se funda] la unidad del sacramento a pesar de las diferencias de vocabulario y la diversidad de ritos». Su entronque en la historia de la salvación es el acontecimiento de pentecostés y desde aquí­ ha de explicarse todo lo que él significa en relación con la Iglesia. Por la c., el cristiano experimenta la gracia de pentecostés, la misión del Espí­ritu, para hacer de él un discí­pulo adulto, capacitándolo para el testimonio valiente y veraz de Cristo (DS 1319; LG 11; AA 3). El sacramento de la c. está en relación con la misión: la misión del Espí­ritu prolonga la de Cristo y hace que la misión apostólica encargada por Jesús alcance su objetivo. Por eso la confirmación inserta al cristiano en la misión de la Iglesia; no sólo se recibe el Espí­ritu para el aprovechamiento personal, sino para la realización de la misión eclesial que a todo cristiano corresponde según su vocación propia. Ser crismados o ungidos con el Espí­ritu es ser cristianos en plenitud para el cumplimiento de una misión, la misma que Cristo, el ungido, confió a su Iglesia: ser ‘sacramento universal de salvación’ (LG 48), para que la gracia de la redención, que brota del misterio pascual, alcance a todos los hombres de todos los tiempos. Es cierto que el Espí­ritu actúa en todos los sacramentos para hacer de ellos signos de la salvación de Cristo, pero en la c. su acción es totalmente singular, pues en este sacramento se pone de manifiesto la peculiaridad propia de la tercera persona divina y su propia intervención en la historia de la salvación. En el misterio insondable de la Trinidad, el Espí­ritu es el ví­nculo de amor y de unidad entre el Padre y el Hijo; es la persona-don, es la comunión personal del Padre y del Hijo. Esta peculiaridad propia de la tercera persona divina se pone de relieve en aquel sacramento que es acontecimiento suyo, la confirmación: por ella, el cristiano es configurado a Cristo (cf. AG 36), pues el Espí­ritu es enviado para hacer de los discí­pulos viva representación de Cristo; por la c., el bautizado está llamado a ser y hacer Iglesia mediante la participación personal y activa en su misión salví­fica. La obra del Espí­ritu es la edificación de la Iglesia de Cristo; esto es pentecostés. Y es precisamente a través de la c. como el Espí­ritu sigue actualizando aquella primera intervención salví­fica que está en el origen de la Iglesia. El sacramento del don del Espí­ritu no es un mero complemento del bautismo, sino la celebración del memorial de su intervención en pentecostés; tiene, pues, que ver con la plenificación del misterio pascual que se inicia en el bautismo, y con la edificación de la Iglesia mediante la perfecta incorporación a ella como discí­pulos activos y responsables.

III. Celebración
La renovación del ritual de la confirmación ha puesto de relieve su peculiaridad como sacramento del don del Espí­ritu. Según dispuso Pablo VI en la Constitución Apostólica «Divinae consortium naturae» (15-8-1971), en la Iglesia latina este sacramento se imparte con las palabras: «ACCIPE SIGNACULUM DONI SPIRITUS SANCTI», que ha sido traducido en el ritual castellano de la siguiente forma: «RECIBE POR ESTA SEí‘AL EL DON DEL ESPIRITU SANTO». El gesto ritual que acompaña las palabras es «la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano». En la misma celebración de este sacramento resuenan los ecos bí­blicos que marcaron su configuración: la imposición de manos, el crisma y el sello. Lo que en el Nuevo Testamento evoca la comunicación del Espí­ritu entra en la administración de este sacramento. Así­, «por la imposición de manos […] se actualiza el gesto bí­blico, con el que se invoca el don del Espí­ritu Santo»(Ritual, 9), y «en la unción del crisma y en las palabras que la acompañan se significa claramente el efecto del don del Espí­ritu Santo»(ib.). Por eso se optó por abandonar la vieja fórmula usada en la Iglesia latina desde el siglo XII (» Yo te signo con el signo de la cruz y te confirmo con el crisma de la salvación; en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo), demasiado genérica en relación a la especificidad pneumatológica de este sacramento, para adoptar una más cercana al NT y que procede de la tradición bizantina del siglo V».

La celebración de la c. tiene un doble carácter cristológico y pneumatológico, pues por este sacramento el bautizado es confirmado con la señal indeleble de Cristo (carácter sacramental) y recibe el don del Espí­ritu «que le configura más perfectamente con Cristo y le confiere la gracia de derramar ‘el buen olor’ [de Cristo: cf. 2 Cor 2,14-27] entre los hombres»(Ritual, 9). El Espí­ritu actúa en la confirmación haciendo de nosotros «imagen perfecta de Jesucristo»(Ritual, 31). La dimensión cristológica de este sacramento del Espí­ritu aparece notablemente subrayada en la misma crismación: la señal de la cruz con el santo crisma sobre la frente del confirmando quiere «significar que son propiedad del Señor»; más aún, «ser crismado es lo mismo que ser Cristo, ser mesí­as, ser ungido. Y ser Mesí­as y Cristo comporta la misma misión que el Señor»(Ritual, 33). Por la c., el bautizado se une más estrechamente y participa más plenamente de la misión de Cristo sacerdote, profeta y rey. Así­, pues, el don del Espí­ritu que comunica este sacramento, es para hacer del confirmando otro Cristo, pues «el que no tiene el Espí­ritu de Cristo, no le pertenece Rm 8,9).

La celebración de la c. tiene su lugar más adecuado dentro de la misa «para que se manifieste más claramente la fundamental conexión de este sacramento con toda la iniciación cristiana, que alcanza su culmen en la comunióndel Cuerpo y de la Sangre de Cristo» (Ritual, 13). La vinculación de este sacramento del Espí­ritu con el bautismo se hace de manera solemne cuando, antes de proceder al rito de la confirmación los candidatos renuevan la fe y las promesas bautismales como ordenó el Vaticano II (SC 71). La fe que los padres y padrinos profesaron por ellos y los compromisos que adquirieron ante la Iglesia cuando presentaron al niño para ser bautizado, ahora es el propio candidato a la confirmación quien los asume de manera consciente, personal y libre. Se da, pues, una actualización del bautismo, no una mera ratificación como si el primer sacramento fuera una cosa provisional hasta tanto el que fue bautizado de niño no lo ratifique en la confirmación». Semejante planteamiento harí­a depender la gracia del sacramento de la iniciativa del individuo invirtiendo así­ el orden salví­fico de la gracia que siempre nos precede [antecedit], nos acompaña [comitatur] y nos sigue [subsequitur] (cf. DS 1546). Tanto las oraciones como las moniciones que enmarcan las distintas partes de la celebración de este sacramento destacan la petición que hace la Iglesia para que Dios Padre enví­e el Espí­ritu Santo sobre los que van a ser confirmados. En la solemne oración que precede a la colación del sacramento esta invocación está llena de referencias al bautismo: el obispo pide el don del Espí­ritu para «estos hijos de adopción que renacieron ya a la vida eterna en el bautismo»(Ritual, 31), para aquellos que «regeneraste, por el agua y el Espí­ritu Santo»(Ritual, 32; y en otros muchos lugares a lo largo de la celebración). El bautismo nos hace hijos de Dios por el don del Espí­ritu del Hijo; ¿qué don pide ahora la Iglesia para estos hijos? Es «el Espí­ritu Santo como un don personal»(Ritual, 30), es el Espí­ritu septiforme que nos configura con el Mesí­as y nos asocia y habilita para su misma misión mesiánica: «llénalos de espí­ritu de sabidurí­a y de inteligencia, de espí­ritu de consejo y fortaleza, de espí­ritu de ciencia y de piedad, y cólmalos del espí­ritu de tu santo temor»(Ritual, 32). Por el bautismo fuimos librados del pecado y recibimos la adopción filial; por la confirmación recibimos el don personal del Espí­ritu, él mismo viene a nosotros como lo que es, como persona-don.

La vinculación más estrecha y comprometida con la Iglesia que se significa en este sacramento (LG 11) está asegurada por el obispo como ministro ‘originario'(LG 26) de la c. en la tradición occidental. Desde muy temprano, los obispos reclamaron para sí­ el signo ritual de la comunicación del Espí­ritu y, por tanto, el ser ellos los ministros ordinarios de la confirmación, apoyándose en el acontecimiento de pentecostés y en los textos de la imposición de manos por los apóstoles. En su calidad de sucesores de los apóstoles, «los obispos […] transmiten desde entonces el Espí­ritu Santo como un don personal por medio del sacramento de la confirmación»(Ritual, 30; cf. 37). Además, la presencia del obispo, en cuanto pastor de la iglesia local, hace visible la vinculación-incorporación a la Iglesia que la confirmación expresa. Como los apóstoles en los relatos de los Hechos, es el obispo el que da el Espí­ritu y así­ los bautizados entran a formar parte de la Iglesia «como piedras vivas» (Ritual,30). La figura del obispo como ministro originario de la confirmación contribuye a destacar el valor simbólico del don del Espí­ritu que nos vincula más estrechamente a la Iglesia para continuar la misión que Cristo le confió. El don del Espí­ritu a la Iglesia en pentecostés se renueva y se actualiza constantemente en la c.; este sacramento es el memorial de aquel acontecimiento salví­fico que hizo de los discí­pulos la Iglesia del Señor edificada sobre la mesa del pan y del vino de nuestra salvación. Así­, el memorial del Espí­ritu en la c. abre el camino al memorial del Señor que celebramos en la eucaristí­a.

[ —> Bautismo; Espí­ritu Santo; Eucaristí­a; Iglesia; Jesucristo; Liturgia; Pascua; Pentecostés.]
José Marí­a de Miguel

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

La confirmación (llamada a veces «crismación») es el sacramento de la iniciación y de la plena incorporación en la Iglesia. En ella el bautizado recibe el don del Espí­ritu Santo, que fue enviado por el Señor resucitado sobre los apóstoles el dí­a de Pentecostés (Hch 2). Se realizó así­ la promesa de Jesús: «Vosotros recibiréis la fuerza del Espí­ritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8).

Pedro y los once comenzaron entonces su misión con el anuncio de la salvación: «Arrepentí­os y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para que queden perdonados vuestros pecados. Entonces recibiréis el don del Espí­ritu Santo» (Hch 2,38). En efecto, cuando uno llega a la fe en Cristo después de su ascensión, es necesario que se realice un gesto de inserción en la comunidad de los discí­pulos que han recibido el «bautismo de la Pascua». Su adhesión al Dios de Jesucristo tiene así­ un valor sacramental y eclesial.

En Hch 8,14-17 se habla también de Pedro y de Juan, que fueron enviados a Samarí­a para imponer las manos sobre algunos cristianos, bautizados solamente «en el nombre del Señor Jesús»; cuando los dos apóstoles «les impusieron las manos, recibieron el Espí­ritu Santo». La inmersión bautismal se completa con la imposición de manos y con una oración, necesaria para la efusión del Espí­ritu. Aparecen aquí­ los mismos elementos de » integración» en la comunidad que en el dí­a de Pentecostés. Pero se presentan de una manera bastante distinta: hay una actitud interior (los samaritanos que creen en el mensaje de Felipe: Hch 8,13), dos gestos eclesiales (bautismo e imposición de manos) y finalmente el enví­o del Espí­ritu Santo. Mientras que el bautismo fue administrado por el diácono Felipe, el don del Espí­ritu (fue enviado por medio de la imposición de manos de los apóstoles. Lucas quiere subrayar de este modo que la verdadera Iglesia es la de los apóstoles, y que es necesario ser miembros de una ~ Iglesia unida a la comunidad apostólica de Jerusalén, si se quiere ser verdadera , plenamente cristianos.

En Efeso (cf. Hch 19,2-6), por el contrario, es el apóstol Pablo el que anuncia del bautismo de Jesús e impone las manos sobre aquellos a los que Apolo habí­a » enseñado con exactitud lo referente a Jesús» (Hch 18,25); pero sólo habí­an sido bautizados en el nombre de Juan y nunca habí­an oí­do hablar del Espí­ritu Santo.

Los dos episodios que nos refieren los Hechos, leí­dos sobre el trasfondo del capí­tulo 2, prueban la existencia en la Iglesia primitiva de un doble gesto de iniciación: el bautismo y la imposición de las manos o de la mano. Esta se difunde sobre todo en Occidente, pero después del siglo y empieza a perder relieve. La unción con óleo bendecido -usada también para administrar este sacramento- tiene ciertamente un trasfondo bí­blico.

Aunque los profetas no eran ungidos realmente con óleo, se les proclamaba «ungidos» (cf. 1s 61 ,1 ), por haber sido consagrados y elegidos por Dios para una misión particular. Este mismo es el lenguaje que aparece en la tradición cristiana: Cirilo de Jerusalén habla de los cristianos como de los «ungidos» consagrados para una misión profética, como lo fue Jesús después del bautismo. Así­ en Oriente, patria del simbolismo, a finales del siglo II, junto al gesto de la imposición de manos se desarrolla una unción ritual con aceite perfumado, el myron consagrado por el obispo. Más tarde este uso se difundió también por Occidente, pasando a ser el principal. En el gesto de la unción se integró igualmente el signo de la cruz (signatio, sphragis).
Debido a la generalización del bautismo de los niños (y a la imposibilidad por parte del obispo de presidir todas las celebraciones), en Oriente, a partir del siglo IV es el presbí­tero el que cumple todos los ritos de la iniciación, para mantener la unidad del rito sacramental. Al contrario, en Roma se reservaron al obispo, cabeza de la Iglesia local y signo de unidad, los gestos «conclusivos» de la celebración de la iniciación: la imposición de manos, la unción en la frente con referencia explí­cita al don del Espí­ritu, la signatio. Pero la distinción entre el bautismo y la confirmación no dejó de plantear problemas y vacilaciones a la hora de introducirse en la Iglesia de Occidente.

El concilio de Trento definió que la confirmación es uno de los siete sacramentos, que se confiere mediante el crisma y que el obispo es su ministro ordinario (DS 1601, 1628-1630). La LG 26 llama al obispo ministro «original».

La forma actual en el rito romano es la bizantina; con ella se alude al don del mismo Espí­ritu, recordando su efusión en Jerusalén: «Recibe el sello del Espí­ritu Santo que se te da como don». Estas palabras acompañan a la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano.

Es especí­fico de la confirmación el perfeccionamiento del bautismo : una comunicación del » don del Espí­ritu a los fieles, que en el bautismo fueron regenerados a la vida nueva en Cristo».

Es el don del Espí­ritu «pentecostal», mediante el cual el confirmado queda introducido oficialmente en la vida y en la misión pública de la Iglesia. En efecto, con la confirmación el cristiano queda estrictamente obligado a difundir y a defender la fe (cf. LG 1 1), como verdadero testigo de Cristo: es la habilitación radical, genérica, pero oficial, para la profesión pública de la fe.

R. Gerardi

Bibl.: Secretariado Nacional de Liturgia, El sacramento del Espí­ritu, PPC, Madrid 1976; A. Adam, La confirmación y la cura de almas. Herder, Barcelona 1992; A. Caprioli, Confimzación, en DTI, 11, 107-120.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La confirmación en el debate actual – II. La confirmación en la tradición eclesial – III. La celebración de la confirmación en la nueva propuesta litúrgica: 1. Rito de la confirmación para los niños durante la misa: a) Premisas, b) Análisis ritual; 2. Rito de la confirmación sin la misa; 3. Rito de la confirmación para los adultos – IV. Aspectos doctrinales: 1. La confirmación y la iniciación cristiana; 2. La confirmación y la historia salví­fica; 3. La confirmación y la iglesia; 4. La confirmación y la existencia cristiana – V. Orientaciones pastorales: 1. El problema de la edad; 2. La catequesis; 3. La preparación remota y próxima; 4. La celebración – VI. Conclusión.

I. La confirmación en el debate actual
Decir cristiano equivale a decir bautizado. La nota de crismado (o confirmado) cuenta relativamente poco en la conciencia común; la confirmación, en efecto, no se considera necesaria para la salvación ni se exige como condición absoluta para el matrimonio. Se piensa, pues, en ella con menor estima o se la considera como una sobreañadidura. Su celebración, además, evoca algún aspecto marginal (la palmadita en la mejilla) yuna nota de solemnidad, aunque folclórica, por la presencia del obispo.

De ahí­ la menor solicitud del sacramento, especialmente en algunas zonas, por no ser fácil encontrar un padrino que acepte sus compromisos para la formación del ahijado. Por otra parte, se constatan un interés y esfuerzo crecientes por parte de los pastores en favor de una más intensa y honda preparación de los candidatos al sacramento: desde una catequesis más orgánica hasta una serie de intervenciones que tienden a comprometer a los padres, e incluso a toda la comunidad parroquial.

Entre dicha crisis, por un lado, y esa preocupación pastoral, por otro, se inscribe el debate teológico, que aumenta la dificultad, al no constatarse un consentimiento unánime sobre el significado y sobre la real importancia de la confirmación. Así­, con respecto al bautismo, aparece aquélla no sólo como pariente pobre, sino como añadidura molesta y contestada. Ello demuestra la actualidad y la amplitud de los problemas relativos a la confirmación.

En la historia de la iglesia no se conoce un perí­odo como el nuestro, en el que dicho sacramento está ocupando el centro de la investigación y del debate a todos los niveles: existencial, histórico, teológico, ecuménico, pastoral (catequético, celebrativo, poscelebrativo) [-> infra, 1-5]. Los estudios, iniciados desde la primera posguerra, se prosiguieron sin interrupción hasta nuestros dí­as’, con resultados, si no llamativos, sí­ estimables. Entre ellos, el más prometedor propiamente para nuestro fin es la convicción de que la confirmación va a situarse en el cuadro unitario de los sacramentos de la -> iniciación cristiana y a considerarse en el contexto de la vida eclesial: «tal es el lugar interpretativo más adecuado para redescubrir el sentido del sacramento de la confirmación y de su modalidad en la celebración y en la pastoral».

1. A nivel existencial, ya antes de la última guerra se asiste al despertar del laicado católico. Su inserción activa en la sociedad civil, que habí­a perdido su fisonomí­a cristiana, encuentra pleno apoyo y hasta un preciso mandato por parte de la autoridad eclesiástica. Se busca, sin embargo, un fundamento teológico-sacramental, y se encuentra precisamente en la confirmación, el sacramento que capacita al cristiano para su función apostólica en el mundo. Se desarrolla así­ una tendencia que considera la confirmación como sacramento del apostolado, en particular de la acción católica. Mas el empobrecimiento de la perspectiva sacramental de la confirmación, así­ como la confusión entre apostolado y testimonio, llevan al abandono de la teorí­a, abriendo la ví­a a un nuevo término, menos polémico y más amplio, pero siempre relacionado con la confirmación: el de testimonio. Por lo demás, el texto de Heb 1:8 parecí­a confirmar la nueva acentuación. Se apuntaba, en todo caso, a una actitud activa del crismado, a quien el sacramento otorgaba el Espí­ritu en una perspectiva existencial.

Casi simultáneamente surgí­a un movimiento de interiorización intraeclesial, que, con la distancia de alguna década, llegará a afectar a todas las iglesias: el fenómeno de los pentecostales o carismáticos, que en España ha adoptado recientemente la denominación de Renovación en el Espí­ritu. Entre sus temas caracterí­sticos está precisamente el bautismo en el Espí­ritu, que evoca el momento sacramentalde la confirmación y que trata de ser su renovación personal y actual.

2. La discusión en el plano teológico partió de la iglesia de la Reforma para extenderse después a. la iglesia católica, tanto en lo concerniente a la relación de la confirmación con el bautismo como a su efecto especí­fico. La polémica se propagó con el teólogo anglicano G. Dix, que en 1946 proponí­a la distinción entre el bautismo y la confirmación, atribuyendo al primero la remisión de los pecados (efecto negativo) y a la segunda el don del Espí­ritu (efecto positivo). La reacción fue inmediata y general, con diferenciadas posiciones entre los teólogos de las distintas confesiones: en el campo protestante -salvo algunos matices entre los anglicanos y los calvinistas, que tendí­an a valorar la confirmación reconociéndola al menos como una renovadora intervención del Espí­ritu-, que no aceptaba una clara distinción entre la confirmación y el bautismo y negaba todo carácter sacramental propio; en el campo católico, que, aun reconociendo en el bautismo el don del Espí­ritu, afirmaba una nueva y especí­fica efusión de dicho Espí­ritu en el sacramento de la confirmación.

El debate en la teologí­a católica se centraba propiamente en la donación del Espí­ritu con relación al bautismo y en su concreta finalidad. Con respecto al bautismo, el don del Espí­ritu quedaba aclarado con la doble intervención (doble unción) del Espí­ritu en la persona de Cristo: una en el nacimiento, que, por así­ decirlo, lo constituye Hijo de Dios, y otra durante el bautismo en el Jordán, que lo manifiesta y acredita como siervo de Yavé, profeta y mesí­as. También el crismado recibe el Espí­ritu en el bautismo para poder conformarsecon Cristo, hijo del Padre, y en la confirmación para llegar a conformarse con Cristo profeta y mesí­as.

La finalidad especí­fica de la confirmación se concretaba en la misión, y particularmente en el testimonio, para el que quedaba capacitado el confirmado. Según algunos teólogos, la apelación al efecto de la fuerza (robur) para la lucha y el testimonio se daba por supuesta, y en cierto modo históricamente fundada, sin restablecer por eso la analogí­a de la milicia, por la que el bautizado, mediante la confirmación, llega a ser soldado de Cristo. Entre otras, continuaba viva la teorí­a de la santificación personal -aspecto acentuado en la teologí­a oriental-, el perfeccionamiento de las facultades espirituales del bautizado, con que se habí­a acuñado la idea del perfecto cristiano. En lugar de la idea de perfección algunos prefirieron, añadiendo o sustituyendo, la de crecimiento o de madurez, según una analogí­a inspirada en santo Tomás. Dentro de esta teorí­a se considera el bautismo como el sacramento del nacimiento, y la confirmación como el del crecimiento o maduración espiritual: los dos sacramentos resultan ritos de tránsito [-> Antropologí­a cultural, V-VI]. Finalmente ha aparecido una nueva tesis, sugerida por la presencia del obispo según la antigua y común tradición: la confirmación es el sacramento de la comunión eclesial, de la plena incorporación del bautizado a la iglesia.

No obstante su aportación a la clarificación de la finalidad del sacramento, ninguna de tales tentativas puede considerarse como exhaustiva. Están todas ellas condicionadas por la praxis de la confirmación de los niños separada del bautismo, desconociendo el cuadro de la iniciación y moviéndose dentro de una perspectiva personalista y eficientista, y olvidando, por consiguiente, la perspectiva eclesial e histórico-salví­fica. El Vat. II, aun sin entrar en el debate teológico, se ha sentido también influido por él (LG 11), y sin proponer una nueva teologí­a de la confirmación, ha sugerido nuevas orientaciones y pistas de investigación: ha recordado la unidad de los tres sacramentos de la iniciación cristiana (SC 71), afirmando que la confirmación, juntamente con el bautismo, es el fundamento de la función sacerdotal, profética y real de los fieles (LG 10; 11; 26; 33; AA 3).

3. En el ámbito histórico-litúrgico, el resultado más relevante ha sido la recuperación del concepto de iniciación cristiana, constituida por los tres sacramentos del bautismo, confirmación y eucaristí­a. Este dato, común a todas las iglesias durante todo el primer milenio, perdido después definitivamente en Occidente a partir del s. xiii, pero siempre practicado en el caso del bautismo de los adultos, ha significado un vuelco en la reflexión teológica y en la celebración de la confirmación, como lo ha demostrado el nuevo ordo.

En cuanto al signo sacramental propio de la confirmación, la investigación histórica ha sido apasionada, y no siempre con resultados unánimes. Las dificultades nacen de la continuidad de los ritos posbautismales, de su variedad en las distintas iglesias, así­ como de los cambios que han tenido lugar a lo largo de los siglos, por lo que resulta casi imposible saber dónde termina el bautismo y dónde comienza la confirmación, y cuál es el rito para la donación del Espí­ritu. Hoy parece seguro que son dos los ritos fundamentales: la unción y la imposición de las manos, que están presentes (si bien no de la misma manera) en Oriente y en Occidente, prevaleciendo, sin embargo, la unción por razones históricas. En todo caso, serí­a forzoso admitir una continuidad entre la imposición de las manos de Heb 8:14-17 y la practicada en la confirmación; pero no serí­a adecuado mantener que la imposición de las manos de origen apostólico haya sido sustituida por la unción. Ambos ritos son coexistentes en la misma iglesia. La constitución apostólica de Pablo VI (de la que hablaremos) sobre el nuevo ordo de la confirmación se decide por la unción crismal. Acerca de la fórmula sacramental, en cambio, se constata una gran variedad, y solamente hoy se ha logrado unanimidad entre el rito romano y el rito bizantino.

4. El diálogo ecuménico ha abierto igualmente camino, durante las últimas décadas, a una útil confrontación en torno a la confirmación. Así­ está como fruto una declaración común de 1974, en la que colaboraron también los teólogos católicos, que pone al rojo vivo el estado actual de la doctrina de las distintas iglesias, sus puntos de convergencia y de diferenciación, con sugerencias de posterior profundización en orden a una deseada inteligencia ecuménica’. La base común es ésta: el bautismo implica el don pentecostal del Espí­ritu; no se está plenamente bautizado mientras no se participe en la muerte y resurrección de Cristo, y al mismo tiempo del Espí­ritu del Resucitado; por consiguiente, la iniciación cristiana comprende los dos momentos o aspectos fundamentales del misterio pascual y pentecostal de Cristo.

Las diferencias se refieren a las formas especí­ficas en que se traduce el signo sacramental del don pentecostal. Los protestantes reducen lainiciación al bautismo de agua, que es por tanto también bautismo en el Espí­ritu: conocen una cierta fórmula de confirmación como acto de compromiso personal y complementario del bautismo, pero sin valor sacramental ninguno. Los católicos celebran por separado el don del Espí­ritu, al menos de ordinario, para los bautizados en tierna edad; y, al hacerlo así­ -según el citado documento-, comprometen la unidad de la iniciación, dificultando el reconocimiento de miembros de la iglesia a quienes solamente han recibido el bautismo. Los orientales, en cambio, mantienen unificada la celebración de los dos momentos, incluso de los tres, constitutivos de la iniciación. A los protestantes y católicos se les pide revisar su respectiva praxis: a los protestantes, explicarles el motivo por el que los bautizados son admitidos a la eucaristí­a solamente después del rito de la confirmación; a los católicos, el unir los dos momentos sacramentales (retornando a la antigua praxis, y extendiendo a los niños lo ordenado para los adultos) o bien eliminar de la confirmación su valor sacramental o reinterpretarlo de distinta manera.

5. En el terreno pastoral se han acumulado los problemas y han revelado su complejidad, suscitando al mismo tiempo numerosas iniciativas, algunas no sin contrastes, en distintos órdenes: la determinación de la edad, la preparación orgánica (una especie de catecumenado) de los candidatos, nuevos contenidos de la catequesis con los correlativos textos catequí­sticos, la participación de los padres y de la misma comunidad, formas celebrativas más esmeradas, nuevas relaciones del obispo con los confirmandos y de éstos entre sí­, intentosde valorar el tiempo posterior a la confirmación.

Sobre la edad se abrió en el inmediato posconcilio una encendida controversia entre teólogos y agentes de pastoral. La propuesta de trasladar el momento celebrativo de la confirmación hasta la adolescencia, dictada por el deseo de una mayor preparación de los candidatos, vení­a teológicamente justificada por la tesis de la confirmación como sacramento de la madurez. La frágil consistencia de la motivación, válida por lo demás para todo sacramento, comenzando por el bautismo, y la ambigüedad del término madurez (la confusión entre madurez anagráfica y psicológica, que no siempre coinciden, inducí­a a mantener la confirmación como sacramento de la adolescencia y hasta de la juventud), demostraban que la cuestión de la edad no era sino un pseudoproblema, que hasta corrí­a el peligro de instrumentalizar el sacramento por exigencias contingenciales. La solución adoptada varí­a según las diversas iglesias: en España el episcopado ha establecido el 26 de noviembre de 1983, sobre las Normas complementarias al nuevo Código de Derecho Canónico, «la edad para recibir el sacramento de la confirmación en torno a los catorce años, salvo el derecho del obispo diocesano a seguir la edad de la discreción a la que hace referencia el canon 891» (Cf Boletí­n Conferencia Episcopal Española 3, 1984, 102).

En cambio, las iniciativas y las experiencias de carácter formativo de los candidatos han logrado amplio consentimiento y lisonjeros éxitos. En algunas diócesis se ha introducido el año de la confirmación conforme a un plan pastoral denominado catecumenado o itinerario catecumenal, que ha movilizado a grupos de catequistas, a padres de los confirmandos y a comunidades parroquiales. Mayor atención han merecido los contenidos de las catequesis y una renovada metodologí­a, con encuentros menos escolarizados. Se ha atendido con medios y cursos orgánicos a la formación de los adultos no confirmados.

La celebración de la confirmación ha readquirido mayor vitalidad mediante la elección más adecuada del dí­a y de la hora, por la presencia de la comunidad, por una participación más activa, por su conexión con la eucaristí­a, por una relación más explí­cita con el obispo, pese a la delegación a otros sacerdotes para presidir el rito. En cambio, se ha presentado difí­cil el problema de mantener una relación directa con los neoconfirmados y el de su inserción en organismos y actividades eclesiales.

6. En este contexto amplio y articulado, rico en fermentos y alientos, ha venido a situarse el nuevo ordenamiento ritual de la confirmación, publicado en dos tiempos: en 1971, el Ordo Confirmationis, como celebración autónoma para los infantes; y en 1972, el Ordo Initiationis Christianae Adultorum, como celebración unitaria de la iniciación de los adultos. Presenta dicho ordenamiento un cuadro orgánico y completo, recobra no pocos valores olvidados, expresa la fe y la sensibilidad pastoral de la iglesia de nuestro tiempo y constituye por tanto un irrenunciable punto de referencia y de confrontación con la teologí­a y la praxis. Con el nuevo ordenamiento, la iglesia ha tomado conciencia de que la confirmación no es un simple .gesto ritual, sino un acto cualificante y decisivo para el bautizado y un momento revelador de la propia identidad, como comunidad animada por el Espí­ritu, y de su propia misión en el mundo, hacia el cual está empujada por el Espí­ritu del Resucitado.

II. La confirmación en la tradición eclesial
Más que una exacta reconstrucción de la historia ritual, lo que interesa son las etapas más significativas del recorrido de la confirmación en el cuadro de la iniciación con las incidencias de orden ritual, teológico y pastoral.

1. En la iglesia del NT el bautismo representa el momento fundamental y totalizante del renacimiento cristiano. El bautismo se realiza en el agua y en el Espí­ritu (Me 1,8 y par.; Jua 3:5; Tit 3:5; 1Co 12:13; etcétera): comporta, pues, con la remisión de los pecados, el don del Espí­ritu. El mismo acontecimiento de pentecostés está caracterizado como bautismo, no como confirmación (Heb 1:5; Heb 11:15). La iniciación cristiana es un hecho unitario que no conoce las distinciones a las que estamos habituados: la teologí­a crismal se funda en la teologí­a bautismal.

Hay dos textos de Lucas que parecen aludir a un segundo momento ritual de iniciación para el don del Espí­ritu, que comprende la imposición de las manos y la oración: Heb 8:14-17; Heb 19:1-7. La hipótesis que quiere reconocer en el rito el origen de nuestra confirmación está hoy descartada por la más acreditada exégesis, que atribuye a los dos episodios distintas finalidades: afirmar que no existen dos comunidades eclesiales, una de carácter privado y otra apostólica, sino una sola iglesia, a la que se pertenece mediante el don del Espí­ritu comunicado por los apóstoles. Los cristianos de Samaria, población ya separada del antiguo Israel, habí­an sido bautizados por Felipe, quien se habí­a trasladado allí­ no por un mandato especí­fico, sino con motivo de la persecución: el nuevo grupo debí­a, pues, agregarse a la iglesia madre mediante la intervención de los apóstoles Pedro y Juan. El episodio de Efeso se recuerda con la misma finalidad: el apóstol Pablo interviene para comunicar el Espí­ritu. La teologí­a subyacente es la apostolicidad de la iglesia, no la idea de un segundo momento ritual. Se trata, por lo demás, de dos episodios excepcionales, y no de una praxis ordinaria.

Sin embargo, el posterior desarrollo de la iniciación se referirá a los dos episodios para encontrar un fundamento bí­blico al rito sacramental de la confirmación. Un hecho es claro: el don del Espí­ritu, caracterí­stico del tiempo mesiánico e identificador de la nueva comunidad, se le otorga a todo bautizado. La forma de tal comunicación no es, sin embargo, uniforme: en el caso de Cornelio (Heb 10:44-48), fuera de todo signo sacramental; en otros casos, juntamente con el bautismo (1Co 12:13; 2Co 6:11; etcétera).

2. El paso de la edad apostólica al s. XIII no está suficientemente documentado; pero la organización de la comunidad ha contribuido a una elaboración del ritual de iniciación, que ya en el alborear del s. V se articula en tres grados: catecumenado, ritos bautismales, ritos posbautismales. No son estos últimos idénticos en todas las iglesias, y variarán en número, en importancia y en significado, con mutuas influencias a lo largo de los siglos. Pero todas las iglesias coincidirán en ciertos puntos comunes y seguros: los distintos ritos forman un todo orgánico con la celebración bautismal y se valorarán por su referencia al don del Espí­ritu mediante la intervención del obispo.

Comencemos por el análisis de cada rito. Se pensaba que en Oriente el único elemento ritual era la unción con el óleo perfumado (llamado myron) y que la imposición de las manos era desconocida por completo. En cambio, los testimonios recogidos por L. Ligier confirmarí­an la existencia de la imposición de las manos no sólo como presente en algunos ritos, sino incluso en la praxis más antigua’. Hasta parece que la imposición de las manos con la invocación del Espí­ritu para que llene con sus dones al bautizado, y así­ evitar la confusión con el mismo rito usado en la reconciliación de los herejes, se sustituyó o se integró con la unción mediante el myron. Para la iglesia sirí­aca occidental, Teodoro de Mopsuestia recuerda también la signación del bautizado en la frente.

En Occidente los ritos son más numerosos, y se dan mayores diferencias entre las distintas iglesias. En la iglesia de Africa, como atestigua Tertuliano, a la inmersión bautismal seguí­a la unción con el crisma y la imposición de la mano del obispo. En la iglesia de Milán, san Ambrosio habla de unción de la cabeza, de lavatorio de los pies y de sello del Espí­ritu Santo con sus siete dones. En la iglesia de España encontramos la consignación en la frente del bautizado y la imposición de la mano con la invocación del Espí­ritu Santo. La iglesia de Francia conoce la unción crismal y la imposición de la mano, a la que se atribuye el don del Espí­ritu. De importancia especial es el uso de la iglesia de Roma, que seguiremos de cerca en su posterior desarrollo,atestiguado en los comienzos del s. m por la Traditio apostolica de Hipólito. El esquema comprende una doble unción: por el presbí­tero, con el óleo bendito, y por el obispo, con el crisma en la frente del bautizado, la signación, la imposición de las manos y el beso de paz
Tales ritos, a diferencia del catecumenado, que se desarrolla por etapas, forman una unidad litúrgica, incluso sin solución de continuidad con el bautismo, se realizan normalmente después de la inmersión bautismal y preceden siempre a la participación en la eucaristí­a. La celebración unitaria tiene lugar en la vigilia pascual y está presidida por el obispo, a quien quedan propiamente reservados los susodichos ritos. No podemos, pues, hablar del sacramento de la confirmación como acto distinto del bautismo: todo intento de distinguir o bien de separar los dos actos, atribuyéndoles particulares efectos, serí­a un inaceptable anacronismo. Se tiene la convicción de que el bautismo no ha alcanzado todaví­a su plenitud mientras no haya finalizado el obispo la celebración comunicando el Espí­ritu Santo al neobautizado, para introducirlo después en la comunidad eucarí­stica. Tal visión unitaria sigue manteniéndose intacta hasta hoy en la tradición oriental, mientras se asiste en la tradición occidental a la separación progresiva y, finalmente, al distanciamiento total de los dos polos sobre los que se articulaba la única celebración: los ritos bautismales y los ritos posbautismales.

La relevancia dada al Espí­ritu Santo, cuya teologí­a iba desarrollándose, y las tendencias heréticas y cismáticas, que poní­an en peligro la unidad de la fe eclesial, llevaron a centrar la atención en los ritos posbautismales, precisamente caracterizados por el don del Espí­ritu, propio de la verdadera iglesia, y por la presencia del obispo, responsable de cada comunidad en la lí­nea apostólica. Del don del Espí­ritu, simbolizado por nuestros ritos, hablan explí­citamente los textos litúrgicos tanto orientales como occidentales, relacionándolos con el descendimiento del Espí­ritu en el bautismo del Señor. Se le invoca mediante la oración (así­ en Tertuliano) o bien es dado con la unción como sello, perfeccionamiento, unción santa, por la que se llega a ser cristiformes (así­ en Cirilo de Jerusalén y Teodoro de Mopsuestia). Hacia la mitad del s. v encontramos, en una carta del obispo de Constantinopla al obispo de Antioquí­a, la fórmula de la oración todaví­a en uso entre los bizantinos y recogida por el nuevo ritual de la confirmación: «Sello del Espí­ritu Santo que se te otorga como don».

La intervención del obispo llega a adquirir un papel determinante. A él están reservados los ritos (imposición de las manos, signación, unción) que confieren el don del Espí­ritu y que completan la iniciación introduciendo al neófito en la comunidad eucarí­stica. La motivación principal de tal reserva, según los estudios de Bouhot y de Ligier 9, estarí­a en relación con la reconciliación de los herejes, a quienes se les exigí­a la profesión de fe. Plena comunión eclesial y ortodoxia en la fe eran condiciones para la unidad de la iglesia, garantizada por la presencia del obispo. Con el tiempo tales motivaciones perderí­an actualidad y se preguntará por la razón de la reserva episcopal, sobre la cual están de acuerdo la iglesia de Oriente y la de Occidente. Es propiamente en este perí­odo cuando aparece el término confirmatio, con un significado fluctuante entre el de robustecimiento y el de complemento del rito final de la celebración bautismal, hasta indicar el momento sacramental rigurosamente dicho.

3. Entre el s. v y el s. xii, la reserva episcopal de la confirmatio (signatio, unctio, impositio) señala un giro en la historia de la confirmación. En efecto, la difusión del cristianismo en el campo, con la constitución de comunidades presbiterales, hace imposible la presencia fí­sica del obispo, que continúa presidiendo la celebración de la vigilia pascual. En Oriente se opta por una solución de compromiso, hoy del todo válida: el presbí­tero realizará la unción con el myron bendecido por el obispo en el jueves santo. En Occidente, por el contrario, no se le ha concedido al presbí­tero tal facultad, por lo que los neobautizados deben acercarse a la iglesia catedral para la confirmatio. Se asiste así­, desde el s. v, a la separación entre la confirmatio y el bautismo. Fatalmente, iba a derivarse de ahí­ un desinterés y desestima, como lo atestigua la célebre homilí­a de Fausto, obispo de Riez O. 490) «. Para mover a los fieles a no diferirla, apremiado por una situación de luchas y persecuciones, Fausto presenta la confirmatio como un adiestramiento y un equipamiento del cristiano, a semejanza de un soldado, para las luchas de la vida: si el bautismo es un puro don de Dios, el don del Espí­ritu en la confirmatio asegura la fuerza para la lucha moral y el compromiso personal del individuo.

Se llegó a la separación entre la confirmatio y el bautismo con la generalización del bautismo de los recién nacidos. Si antes habí­a sido una excepción, ahora se estaba convirtiendo en una regla dictada por la simple hipótesis de un peligro de muerte, con lo que el bautismo administrado fuera de determinadas fechas y en lugares alejados aumentó la dificultad de una celebración unitaria de la iniciación. La anticipación del bautismo a los primeros dí­as de vida crea la necesidad de una formación en la fe, que viene a relacionarse con la confirmación y con la primera eucaristí­a. La necesidad de la fe para el bautismo, menos advertida, se remedia mediante una instrucción o educación en la misma después del bautismo. No por esto se deja de exhortar a los candidatos a acercarse a la catedral para la confirmatio del obispo.

Mientras se va extendiendo rápidamente la praxis, los libros litúrgicos continúan mostrándose todaví­a ligados a la visión unitaria de los ritos de iniciación 12. El antiguo sacramentario gelasiano (final del s. vi) presenta dos rituales para la consignatio (término propio del rito romano), uno para la vigilia pascual y otro para la vigilia de pentecostés, según este esquema: imposición de las manos con la invocación del Espí­ritu septiforme, consignación o unción con el crisma en forma de cruz sobre la frente del bautizado y acompañada con la fórmula Signum Christi in vitam aeternam, beso de paz (no recordado) con el saludo. El sacramentario gregoriano-adrianeo recoge solamente la oratio ad infantes consignandos, sin mencionar la imposición de las manos. El Ordo XI (ss. vi-vii), el más importante de los Ordines Romani, describe los ritos de la confirmación, inserta en el Ordo baptismi de la vigilia pascual, usando ya el término confirmare: invocación del Espí­ritu septiforme (no se menciona tampoco la imposición de las manos, si bien tal vez se está presuponiendo), unción en la frente con el crisma en forma de cruz acompañada de la fórmula Innomine Patris…, saludo-augurio de paz. Hasta el s. x1 inclusive, los textos litúrgicos, tanto romanos como germánicos, aun diferenciándose en algunas particularidades (ignorada por los primeros la imposición de las manos), siguen manteniendo la confirmación entre el bautismo y la eucaristí­a.

4. A los Ordines suceden en el s. xiii los Pontificales, libros para uso del obispo, donde por primera vez el rito de la confirmación aparece separado del rito bautismal. Permanece todaví­a muy viva la relación con el bautismo, según se desprende de la rúbrica del pontifical romano-germánico del s. x, n. 390: «Hoc autem omnino praecavendum est ut non neglegatur, quia tunc omne baptismum legitimum christianitatis nomine confirmatur». No se habla ya de lactantes (solamente los nacidos en la semana santa serán confirmados en la vigilia pascual), sino de infantes y de pueri. El pontifical de la curia romana del s. xut presenta la confirmación como rito totalmente independiente, situándolo entre la bendición de los ornamentos sacerdotales y la bendición del pan. Con el pontifical de Guillermo Durando de Mende (j 1296) -que adoptará después Inocencio VIII en 1485 como texto oficial de la iglesia de Roma, e impondrá a toda la iglesia el concilio de Trento– se llega a la fase decisiva del desarrollo. El ritual descrito por Durando, con el tí­tulo De chrismandis in fronte pueris, colocado al principio del libro, tiene de original, además de varios textos eucológicos y cantos, la extensión de las manos sobre todos los candidatos, la introducción de una palmadita en la mejilla como sustitución del antiguo beso de paz, la recomendación a los padrinos de enseñar a sus ahijados el credo, el pater y el avemarí­a. A propósito de la palmadita, probablemente ya utilizada en algún lugar, Durando en su Rationale ofrece varias explicaciones, entre ellas el hacer recordar al candidato la confirmación (su repetición era problema muy vivo en la alta edad media).

Se ha de advertir cómo simultáneamente con la separación entre la confirmación y el bautismo se inicia la reflexión teológica sobre el significado dé la confirmatio, sobre su valor y efecto especí­fico. El gesto ritual más evidente es la unciónsignación de la frente con el crisma. El efecto es el don del Espí­ritu, bajo su dimensión de fuerza (robur) en orden al testimonio en la vida. Con el despertar de la teologí­a del septenario sacramental, la confirmación aparecerá como segundo sacramento en orden cronológico, sin resaltar su relación con el bautismo y la eucaristí­a.

5. A partir de los ss. xii-xiii prevalece la tendencia a remitir la confirmación y la eucaristí­a a la edad de la discreción. Si bien las disposiciones del concilio lateranense IV, del año 1215, se referí­an solamente a la eucaristí­a, de hecho se aplicaron igualmente a la confirmación, lo cual consintió un respeto al orden de los tres sacramentos, pero favoreció sobre todo una adecuada formación teórico-práctica de los niños en la fe cristiana.

Si en el medievo la formación cristiana quedaba en cierta manera garantizada por el ambiente social, completamente penetrado de espí­ritu cristiano con sus correlativas estructuras escolásticas, después del concilio de Trento, con el salto a un nuevo modelo de sociedad, se impone la necesidad de organizar con mayor atención el tiempo preparatorio para la eucaristí­a y, por consiguiente, para la confirmación: aparecen en este perí­odo los primeros catecismos. Objeto de discusión es la edad de la discreción (las posturas oscilan entre los siete y los doce años) para la eucaristí­a, no para la confirmación, que sigue estando siempre unida a la eucaristí­a.

En varias diócesis, especialmente en Francia, la confirmación se retrasa para después de la eucaristí­a, debiéndose tal desplazamiento a la despreocupación de los padres y a las escasas visitas pastorales de los obispos. Cuando con Pí­o X se fija la primera participación en la eucaristí­a hacia los ocho años, también la confirmación precede a la eucaristí­a. No existe, pues, el problema de la edad; éste aparecerá después del Vat. II. La educación en la fe, o, mejor, el conocimiento de la doctrina cristiana mediante los cursos catequí­sticos es el problema pastoral más fuertemente acusado en los últimos siglos.

6. Resumiendo los datos de la tradición eclesial, podemos constatar: a) la unidad de los tres sacramentos de la iniciación dentro de su orden cronológico (bautismo, confirmación, eucaristí­a) es el hecho más seguro y más constante del primer milenio; b) la separación de la confirmación y del bautismo se dio tardí­amente y sólo en la tradición occidental por motivos externos y ocasionales; c) la reflexión teológica sobre el sacramento de la confirmación, como realidad autónoma, se desarrolla propiamente desde el momento en que se separa del bautismo, para comenzar a moverse dentro de una óptica individualista y eficientista; d) el problema de la edad de la confirmación sólo se ha planteado en las últimas décadas: primeramente se refirió al bautismo, después a la eucaristí­a, finalmente a la confirmación. Hoy se está proyectando sobre toda la iniciación.

III. La celebración de la confirmación en la nueva propuesta litúrgica
La renovación de la celebración de la confirmación ha venido preparada por el Vat. II, que, aun limitándose a ordenar la revisión ritual, establece un criterio de capital importancia: «Aparezca más claramente la í­ntima relación de este sacramento con toda la iniciación cristiana» (SC 71). Concretamente, la relación con el bautismo se establece con la renovación de las promesas bautismales al comenzar el rito y con la eucaristí­a, mediante la comunión sacramental durante la misa.

La reforma ritual predispuesta por la SC se refiere a la confirmación de quienes fueron bautizados en su tierna edad, sean infantes o adultos: a ellos, en efecto, está dirigido el nuevo Ordo Confirmationis (= OC) del 22 de agosto de 1971, cuya traducción para España fue aprobada el 10 de enero de 1976 con el tí­tulo de Ritual de la Confirmación (= RC), precedido por la constitución apostólica, Divinae consortium naturae, de Pablo VI. El 6 de enero de 1972 se publicaba el Ordo Initiationis Christianae Adultorum (= OICA), cuya traducción para España fue asimismo aprobada el 10 de enero de 1976 con el tí­tulo de Ritual de .la Iniciación Cristiana de Adultos (= RICA), en el que la confirmación aparece inserta entre el bautismo y la eucaristí­a como segundo momento de la unitaria celebración de los sacramentos de la iniciación. Existen, pues, dos modalidades celebrativas de la confirmación: una por separado, durante o fuera de la misa, y otra unida al bautismo y a la eucaristí­a. Examinémoslas distintamente.

(Al referirnos a los dos susodichos libros litúrgicos -y eventualmente al Ordo Baptismi Parvulorum- usaremos la sigla de la edición castellana [RC, RICA, RBN] cuando numeración coincida con la de la edición tí­pica latina [OC, OICA, OBP]; de lo contrario, mencionaremos la edición latina, y a continuación la castellana.)
1. RITO DE LA CONFIRMACIí“N PARA LOS NIí‘OS DURANTE LA MISA. a) Premisas. El OC va precedido por la predicha constitución apostólica de Pablo VI, en la que se recuerdan algunos principios doctrinales (unidad de la confirmación con todo el ciclo de la iniciación, su significado y efecto) y se define el rito esencial del sacramento, consistente en la unción crismal con su correlativa fórmula sacramental.

Las premisas generales (introducción: RC nn. 1-19) contienen una serie de disposiciones orientadas a situar la celebración de la confirmación en un contexto orgánico del que ella extrae su verdad más expresiva y su eficacia. Es un generoso esfuerzo por recuperar los valores que en el modelo ritual de los adultos (= RICA) aparecen bien visibles y confieren a la confirmación la adecuada fisonomí­a de segundo sacramento de la iniciación. Después de haber afirmado el sentido y la importancia de la confirmación en el proceso de la iniciación, se precisan su unión con los demás sacramentos, la participación de la comunidad, la figura del ministro, el carácter comunitario de la, celebración, el tiempo y el lugar. Se trata de criterios que han de ténerse presentes para una celebración bien ordenada y más expresiva.

La relación, bajo el aspecto ritual, con el bautismo se ha hecho visible con la recomendación de que sea «el padrino del bautismo… también el padrino de la confirmación» (RC n. 5), con la explí­cita evocación del bautismo en la alocución del obispo (OC n. 22; RC n. 26), con la renovación de las promesas bautismales (OC n. 23; RC nn. 28-29) y con una clara alusión en la oración que acompaña la imposición de las manos (OC nn. 24-25; RC nn. 30-32). La relación con la eucaristí­a se ha subrayado con la disposición de que, salvo casos particulares, la confirmación se administre durante la misa «para que se manifieste más claramente la conexión de este sacramento con toda lá iniciación cristiana, que alcanza su culmen en la comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo» (RC n. 13).

Acerca de la participación de la comunidad cristiana en la confirmación se dice que «el pueblo de Dios, representado por los familiares y amigos de los confirmandos y por los miembros de la comunidad local, será invitado a participar en esta celebración; y se esforzará en manifestar su fe con los frutos que ha producido en ellos el Espí­ritu Santo» (RC n. 4). En el desarrollo ritual, la parte de la comunidad se manifiesta en el asentimiento a la profesión de fe (OC n. 23; RC nn. 28-29), en la oración (OC n. 30; RC nn. 35-38), en el canto y en la participación de la eucaristí­a, que los confirmandos, con sus padrinos, padres, parientes y catequistas, podrán recibir bajo las dos especies (OC n. 32; RC lo omite).

El ministro de la confirmación sigue siéndolo de ordinario el obispo, no calificado ya de ministro ordinario, como habí­a declarado elconcilio de Trento, sino originario (RC n. 7), por respeto a la iglesia oriental, que confí­a ordinariamente la función de confirmar al presbí­tero. En caso de imposibilidad por parte del obispo, se otorga la facultad a otros sacerdotes debidamente designados (RC nn. 7-8). En todo caso, al obispo se reserva, según una tradición común a todas las iglesias de Oriente y Occidente, la consagración del crisma (óleo perfumado para la unción), que tiene lugar en la misa del jueves santo.

La celebración tendrá un carácter festivo y solemne, dada la importancia y el significado de la confirmación para la iglesia local, y se dará la preferencia a la forma comunitaria, es decir, a una celebración común para todos los candidatos (RC n. 4).

En cuanto al tiempo de la confirmación, para los niños se ratifica la costumbre de la iglesia latina, que lo fija hacia los siete años, pero dejando a las conferencias episcopales la facultad de establecer una edad más madura si lo consideran oportuno (OC n. 11; CDC 891).

Acerca del rito esencial, la constitución apostólica, poniendo fin a las discusiones teológicas, declara: «En adelante, sea observado en la iglesia latina cuanto sigue: el sacramento de la confirmación se confiere mediante la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano, y mediante las palabras: `Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo’: Juntamente con la unción, se reconoce como elemento «integrante» la imposición de las manos sobre los elegidos que precede a la crismación; la cual, como se dice en la citada constitución, «forma parte de la perfecta integridad del mismo rito y favorece la mejor comprensión del sacramento».

b) Análisis ritual. Para el análisis ritual de la confirmación consideramos el caso normal de su celebración durante la misa (OC nn. 20-33; RC nn. 20-45), cuyo esquema sigue siendo el clásico: ritos introductorios, liturgia de la palabra, liturgia del sacramento, liturgia eucarí­stica, ritos conclusivos.

Ritos introductorios. No está previsto un rito de acogida de los candidatos ni del obispo; pero no hay ningún inconveniente, y hasta es muy oportuno que se realice mediante la intervención del mismo párroco para crear un clima de fraternidad y para subrayar la importancia del acontecimiento eclesial.

Liturgia de la palabra. Para las lecturas bí­blicas se permite recurrir total o parcialmente a las de la misa del dí­a (OC n. 20; RC n. 24); pero es preferible atenerse .al leccionario de la confirmación (OC nn. 61-65; RC nn. 63-103), que recoge en total 29 pasajes con una serie de salmos responsoriales y versí­culos aleluyáticos: cinco del AT, 12 de los escritos apostólicos y 12 de los evangelios. La acción sacramental del Espí­ritu se hace plenamente comprensible en el contexto de la historia de la salvación. La palabra de Dios, al par que proclama la intervención histórica del Espí­ritu y reaviva la fe de los presentes en el don de dicho Espí­ritu, ilumina y da significado a su intervención sacramental. Es, por tanto, catequesis y parte integrante del sacramento. El conjunto de las lecturas presenta la acción del Espí­ritu en la fase del anuncio o de la promesa y en la fase de su realización, primeramente en Cristo y después en la comunidad apostólica, es decir, en la iglesia. Con respecto a Cristo, se contempla al Espí­ritu en su obra consagrante para la realización del ministerio mesiánico, para la instauración de la nueva alianza, para la liberación del mal y para laconstitución de un pueblo profético. Con respecto a la iglesia, en cuanto nuevo pueblo poseí­do por el Espí­ritu, se contempla su obra tendiendo a la unidad aun en medio de la diversidad de dones, al conocimiento total de la verdad o del evangelio proclamado por Cristo y al testimonio valiente del evangelio. Con respecto a cada miembro, se subraya tanto la acción interior y transformante del Espí­ritu como las formas exteriores, fruto del mismo Espí­ritu. Partiendo de tal visión de la acción del Espí­ritu en la historia de la salvación, se prepara mejor el espí­ritu para la acción sacramental mediante la cual se realiza la efusión del Espí­ritu Santo sobre los bautizados para introducirlos en el plan divino de la salvación en el seno de la comunidad cristiana.

La presentación de cada uno de los candidatos al obispo confiere un carácter personal y espontáneo, no anónimo ni burocrático, al encuentro del obispo, cabeza y padre de la iglesia local, con sus hijos. La norma ritual (OC n. 21; RC n. 25) es justamente bastante elástica: la presentación la hace el párroco u otro presbí­tero, un diácono o un catequista. Cada cual es llamado por su nombre y, si son niños, se acercan acompañados por uno de los padrinos o de los padres.

El obispo dirige una breve homilí­a, inspirándose en las lecturas, para explicar la realidad sacramental de la confirmación. El texto ritual (OC n. 22; RC n. 26) ofrece un esquema en el que se alude ante todo a la función, confiada a los apóstoles y a sus sucesores, de comunicar a los bautizados el don del Espí­ritu derramado sobre la iglesia en el dí­a de pentecostés; describe después el efecto del Espí­ritu, ya con vistas a la santificación y unidad de la iglesia, ya a la santificación personal en orden a una mayor conformidad con Cristo y con la iglesia; y evoca, finalmente, ante los confirmandos el compromiso apostólico de testimonio y de vida bajo la guí­a del Espí­ritu.

Liturgia del sacramento. El esquema ritual de la confirmación se desarrolla por este orden: renovación de las promesas bautismales, imposición de las manos con la oración epiclética, crismación y saludo de paz.

El gesto ritual de la renovación de las promesas bautismales (OC n. 23; RC nn. 28-29), dispuesto por el Vat. II (SC 71), tiene como fin expresar la mutua relación entre bautismo y confirmación, que es natural desarrollo y complemento del primero. Al mismo tiempo, por tratarse de la fe y no de una simple promesa (como la que hacen en nombre del interesado los padres y padrinos en el dí­a del bautismo), adquiere su relieve la dinámica de esa misma fe, que va desde la aceptación de la palabra hasta la explí­cita profesión de fe y, finalmente, a la celebración de dicha fe en el sacramento. La confirmación, como todo sacramento, exige la fe; es decir, la personalización, por parte del confirmando, del acto de fe expresado en el bautismo por sus padres, y su profesión ante la comunidad y su legí­timo pastor. En los dos aspectos, negativo (renuncia) y positivo (credo), la respuesta es personal. Pero la fe es común a todo el pueblo de los bautizados, coincide con la fe de la iglesia. Y la iglesia, congregada en asamblea, interviene aquí­ adhiriéndose y ratificando la fe de los confirmandos, es decir, respondiendo amén a las palabras finales del obispo: Esta es nuestra fe…

El formulario es más bien desafortunado por su ambigüedad e incoherencia; en cuanto al tí­tulo («Renovación de las promesas del bautismo»), mal se acomoda con el final de la alocución del obispo, que habla, en cambio, de «profesión de fe» (RC n. 27), y con la expresión propia del rito del bautismo: «renuncias» y «profesión de fe» (OBP nn. 56-59; RBN nn. 124-127). El texto, además, sólo en parte corresponde al bautismal, al resumir en una las tres preguntas de renuncia y elevar a cuatro las tres demandas de fe l’. Desarrolla, en efecto, la interrogación sobre el Espí­ritu Santo, que hoy realiza en cada uno de los candidatos una efusión semejante a la que tuvo lugar en pentecostés sobre los apóstoles. Con esta referencia aparece la confirmación como el pentecostés del bautizado.

La imposición de las manos. La invitación del obispo a la oración (OC n. 24; RC n. 31), con un texto que recuerda la regeneración bautismal y anuncia la efusión del Espí­ritu con sus dones sobre los confirmandos para conformarlos con Cristo, tiende a crear un clima de intenso recogimiento y de adhesión al misterio sacramental.

La oración epiclética (OC n. 25; RC n. 32), que acompaña a la imposición de las manos, desarrolla los dos pensamientos evocados en la invitación: la apelación al bautismo de los candidatos en su efecto liberador y regenerante mediante el agua y el Espí­ritu, y la petición de una plena efusión del Espí­ritu con sus siete dones. Aparece una vez más la complementariedad de la confirmación con el bautismo. La demanda de la efusión del Espí­ritu Santo, denominado con el término juanista paráclito (asistente, intercesor, defensor, abogado), se explicita en la enumeración de sus siete dones. De ellos habla Isa 11:1-3 a propósito del descendiente daví­dico. Es la plenitud de la fuerza celestial, que produce en el reymesiánico los dones de distintas maneras visibilizados en los grandes reyes, en los profetas y en los patriarcas. El texto original de Isaí­as enumera seis dones; pero los LXX y la Vulgata han leí­do en el v. 2 piedad en vez de temor, llegando así­ a clasificarlos como siete dones. Y toda la tradición cristiana, comenzando por los padres del s. 1v, ha aceptado la lectura del Espí­ritu septiforme. En vez de entrar en detalles sobre cada don, es preferible insistir en la plenitud y en la permanencia del Espí­ritu de Dios en el mesí­as, y consiguientemente en los bautizados, que se hacen plenamente conformes con Cristo.

El gesto de la imposición de las manos, aunque declarara la constitución apostólica de Pablo VI «no pertenecer a la esencia del rito sacramental», merece una «gran consideración, ya que forma parte de la perfecta integridad del mismo rito» de la confirmación, «y por favorecer la mejor comprensión del sacramento». El gesto, de claro origen bí­blico, se usa con un doble significado: cuando se quiere investir a alguien o confiarle una misión especí­fica, como en el caso de Moisés, que impone las manos sobre Josué para encargarle que guí­e al pueblo hacia la tierra prometida (Núm 27:18-23; Deu 34:9); cuando se quiere expresar la petición de un favor divino sobre alguien, como en el gesto de Jacob sobre sus hijos Efraí­n y Manasés (Gén 48:14), de Aarón sobre el pueblo (Lev 9:22), de Jesús sobre los niños (Me 10,13-16; Mat 19:13-15). En nuestro caso, en lí­nea con los textos correlativos de los Hechos (Mat 8:17; Mat 19:6), quiere significar e otorgamiento de un don, del Espí­ritu Santo, como afirma la constitución paulina.

La crismación o unción con el crisma (OC nn. 26-29; RC nn. 33-34), acompañada por la correspondiente fórmula, constituye el rito esencial. La fórmula «Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo» quiere hacer más expresivo y significativo el don del Espí­ritu y la nueva evocación de su efusión en el dí­a de pentecostés. Los términos recibe y don, por relación al Espí­ritu, evocan efectivamente, más de cerca, el lenguaje neotestamentario (Heb 2:38; Heb 1:5-8; Heb 8:16; etc.). Más complejo se presenta el significado de la palabra señal (lat. signaculum, gr. sfraghis), ya que en el perí­odo patrí­stico se usa sobre todo para indicar el bautismo, conociendo una gran variedad de interpretaciones simbólicas. No parece que deba relacionarse con un rito exterior (señal de la cruz), ni que indique, por tanto, el efecto de marcar a alguien; parece más bien entenderse en sentido espiritual: una acción divina que se realiza en nuestros corazones, que crea una realidad nueva y permanente (señal espiritual) mediante el Espí­ritu. Es, pues, un don espiritual: una señal del Espí­ritu. La fórmula, por tanto, viene a especificar que el Espí­ritu, derramado como don ya prometido por Cristo, es una señal interior grabada por Dios en el bautizado; algo así­ como una circuncisión espiritual, que introduce en la nueva alianza: es un refuerzo de la fe, una señal permanente, como una garantí­a, incluso unas arras para el dí­a postrero. El signo exterior (consignatio), tí­pico del rito romano, tiene valor en cuanto designa la señal espiritual e interior.

El gesto de la unción con el crisma, de indudable origen bí­blico, tiene lugar más o menos relevante en toda la tradición litúrgica. En el AT tiene un significado ya real (unción de reyes y después de sacerdotes), ya figurado (profetas).

En el NT, el término unción va vinculado a la idea de consagración por parte del Espí­ritu Santo con miras a una misión 16. Recuérdese el episodio de Jesús en la sinagoga de Nazaret (Luc 4:18). No faltan alusiones a la unción real y sacerdotal de Cristo (Heb 4:27; Heb 10:38; Heb 1:8-9). La unción de Jesús debe entenderse en sentido figurado, tiene un carácter profético explí­cito y se realiza por obra del Espí­ritu en un contexto bautismal, en el Jordán: se ordena a inaugurar su ministerio, el anuncio del evangelio.

Pablo habla de la unción de los cristianos en 2Co 1:21-22; en la catequesis patrí­stica se la relaciona siempre con la de Cristo, y es signo del Espí­ritu que mora en el corazón del creyente, lo ilumina y lo identifica con el mismo Cristo. La unción espiritual viene especificada a continuación mediante un rito exterior, una unción visible, siempre interpretada a la luz de la unción espiritual de Cristo, en continuidad con la unción profética y real. Se explica así­ el uso del óleo, que en la biblia tiene varios significados (bendición, elección, gozo, riqueza, salud): vendrá a simbolizar la fuerza penetrante concedida por Dios juntamente con el Espí­ritu, a fin de que la persona ungida pueda realizar su propia misión (1Sa 18:1-6; Isa 61:1). Para mejor simbolizar a Cristo se añadirán al óleo varios perfumes: el myron. El tema del «buen olor de Cristo» encuentra su fundamento en 2Co 2:14-27. En el rito romano se realiza la unción en forma de cruz sobre la frente del candidato. Se unen así­ los dos signos para significar el don del Espí­ritu, que orienta hacia la herencia del reino y la garantiza (cf Apo 7:4). La imposición de la mano durante la unción, recordada por la constitución de Pablo VI, no es originaria ni constante.

El saludo de paz («la paz sea contigo») con que se concluye el rito es un saludo pascual, reservado en general al obispo. Puede verse en él un gesto de fraternidad, como demuestra el testimonio de Hipólito Romano: iba, en efecto, acompañado por el abrazo de paz del obispo. Se sustituyó después con la palmadita en la mejilla, suprimida en la reciente reforma ritual.

Con la oración de los fieles -de la que ofrece el rito un formulario propio (OC n. 30; RC nn. 35-38), en el que se explicitan los efectos del sacramento- se concluye la liturgia del sacramento.

Liturgia eucarí­stica. Todo procede regularmente. Merecen señalarse varios formularios (Hanc igitur propio para el canon romano [OC nn. 31. c; 58; RC n. 41], oraciones sobre las ofrendas y después de la comunión, antí­fona de la comunión [OC nn. 58-60; RC nn. 40.42-43]), en los que aparece la temática de los frutos del sacramento con más amplitud de la que se expresa en el rito: testimonio del evangelio, fuerza particular, unidad de la fe, configuración con Cristo, abundancia de dones, misión profética del pueblo de Dios, etc. Recordemos la facultad de la comunión bajo las dos especies para los confirmados, a quienes podrán unirse sus padrinos, padres y catequistas (OC n. 32; RC lo omite).

Ritos conclusivos. Para la bendición final se proponen dos fórmulas: la primera (OC n. 33; RC n. 44), de carácter trinitario, que atribuye a cada persona divina un determinado efecto (filiación, confesión de la fe, unidad y gozo eterno); la segunda (OC ib; RC n. 45), en cambio, es una oración sobre el pueblo, que adopta casi la misma temática.

2. RITO DE LA CONFIRMACIí“N SIN LA MISA. Aunque el momento preferencial de la celebración sigue siendo el de la misa, cuando los niños confirmandos no hayan recibido la eucaristí­a y no puedan ser admitidos a la acción litúrgica que tiene lugar, la confirmación se celebrará fuera de la misa (OC n. 13). Hay circunstancias particulares que pudieran aconsejar la misma modalidad. El esquema ritual (OC nn. 34-49; RC nn. 46-58) corresponde al descrito más arriba, exceptuadas algunas particularidades, como un rito introductorio propio, la celebración de la palabra y el padrenuestro en el rito conclusivo. El rito introductorio lo forman el saludo del obispo y una oración (OC nn. 34-35; RC n. 46). Sigue la celebración de la palabra de Dios, que no deberá faltar nunca, ya que con ella «comienza el rito de la confirmación. De la escucha de la palabra de Dios proviene la multiforme acción del Espí­ritu sobre la iglesia y sobre cada uno de los bautizandos o confirmandos, y se manifiesta la voluntad del Señor en la vida de los cristianos» (RC n. 13). Terminada la oración universal y antes de la bendición final se recita, previa una breve monición del obispo, el padrenuestro (OC n. 48; RC n. 56). Gran importancia, se dice también en el n. 13, «debe darse a la recitación de la oración dominical (padrenuestro), que hacen los confirmandos juntamente con el pueblo… porque es el Espí­ritu el que ora en nosotros, y el cristiano en el Espí­ritu dice: Abba, Padre».
3. RITO DE LA CONFIRMACIí“N PARA LOS ADULTOS. El principio que, según el OICA (y respectivamente el RICA), regula la celebración es el de la unidad entre los tres sacramentos de la iniciación, que se manifiesta en la misma continuidadritual sin separación alguna con el bautismo. «Según el antiguo uso -se lee en el n. 34-, conservado en la liturgia romana, no se bautice a ningún adulto sin que reciba a continuación del bautismo la confirmación». Es de desear que sea el obispo mismo el que presida y confiera en la vigilia pascual los sacramentos de la iniciación (cf n. 44): su ausencia no debe ser razón para que disminuya la importancia del acto; en tal caso queda autorizado a presidir el rito de la confirmación el sacerdote que haya administrado el bautismo (cf n. 228).

Para subrayar la continuidad se ha suprimido la unción posbautismal con el crisma (n. 223). El paso entre el bautismo y la confirmación se realiza ejecutando un cántico.

El rito de la confirmación queda, pues, bastante abreviado, según este esquema (nn. 227-231): alocución del ministro, invitación a la oración seguida de una pausa de silencio, imposición de las manos sobre los confirmandos con la oración epiclética, presentación de cada uno de los candidatos, unción crismal cruciforme en la frente del candidato con la fórmula sacramental, saludo de paz. La alocución dirigida a los neófitos recuerda el significado del bautismo (renacimiento a la vida de hijos de Dios y miembros de Cristo y de su pueblo sacerdotal) y anuncia el don pentecostal del Espí­ritu comunicado a los bautizados por los apóstoles y sus sucesores. Describe después, como resumiendo la teologí­a de la confirmación, los efectos del don del Espí­ritu: una fuerza divina interior, perfecta conformidad con Cristo con miras al testimonio del misterio pascual, participación más activa en la edificación del cuerpo de Cristo. La invitación a la oración concreta la finalidad de la acción sacramental: plena efusión del Espí­ritu sobre los neófitos para que sean «confirmados» y mediante la unción se hagan conformes a Cristo. La imposición de las manos sobre todos los confirmandos va acompañada de la invocación del Espí­ritu y la plenitud de sus dones. La unción crisma] se realiza en forma de cruz sobre la frente del candidato con las palabras: «Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo». Finalmente, el saludo de paz, al que sigue la celebración de la eucaristí­a, en la cual los neófitos y confirmados participan por primera vez en unión con toda la asamblea.

Idéntico rito se prevé para los niños en edad de catecismo y sin bautizar; para tales niños se ha adaptado, en efecto, todo el proceso iniciático de los adultos, con la reimplantación del catecumenado y de la unidad celebrativa de los tres sacramentos en la vigilia pascual (RICA c. 5, nn. 306-369).

IV. Aspectos doctrinales
La propuesta ritual ni presenta ni pretende presentar una nueva teologí­a orgánica de la confirmación; pero el hecho mismo de su reposición dentro del cuadro iniciático, además de subrayar otros aspectos y elementos, invita a repensar el significado de este sacramento. En efecto, si la praxis de la celebración autónoma de la confirmación habí­a sido el punto de partida para una tí­pica teologí­a occidental de tal sacramento todaví­a vigente, la nueva praxis, que celebra la confirmación en estrecha relación con el bautismo y la eucaristí­a, está orientada a promover una renovada reflexión teológica sobre la confirmación en su relación con la iniciación, con la historia salví­fica, con la iglesia y con la existencia del confirmado [-> infra, 1-41 son éstos los puntos que la reforma ha clarificado y que parecen capaces de hacer redescubrir la plenitud del significado del sacramento.

1. LA CONFIRMACIí“N Y LA INICIACIí“N CRISTIANA. La unidad de los tres sacramentos de la iniciación cristiana no es sólo un criterio tenazmente perseguido por la reforma litúrgica, sino sobre todo un principio teológico reafirmado y precisado en su fundamento y en sus finalidades. Los tres sacramentos se fundan en la unidad del misterio pascual; son tres ritos significativos y eficaces de dicho misterio, destinados a realizar la progresiva y completa configuración del creyente con Cristo en la iglesia, a construir su exacta identidad cristiana y eclesial. Hasta que el creyente no haya sido introducido í­ntegramente en el misterio no se puede decir que haya alcanzado su plenitud. «Los tres sacramentos de la iniciación cristiana -se dice en el n. 2 del RBN- se ordenan entre sí­ para llevar a su pleno desarrollo a los fieles, que ejercen la misión de todo el pueblo cristiano en la iglesia y en el mundo».

La confirmación es el segundo sacramento, y se encuentra en una posición intermedia entre el bautismo y la eucaristí­a, representando la segunda etapa del camino hacia la plena entrada en el misterio de Cristo y de la iglesia. «Los bautizados avanzan por el camino de la iniciación cristiana por medio del sacramento de la confirmación, por el que reciben la efusión del Espí­ritu Santo, que fue enviado por el Señor sobre los apóstoles en el dí­a de pentecostés» (RC n. 1).

Debido a esta unidad entre los tres sacramentos, la confirmación exige ser comprendida y valorada en su relación dinámica con el bautismo y la eucaristí­a. Con respecto al bautismo, la confirmación representa un desarrollo, una plenitud, un perfeccionamiento. No es que el bautismo sea de suyo incompleto e imperfecto, sino en el sentido de que necesita de una expresión ritual explicativa y significativa de la realidad bautismal.

A esta fase ritual intermedia de la iniciación -de donde procede primeramente la distinción y después la separación del rito de la confirmación- se ha atribuido en el plano objetivo el don del Espí­ritu, mientras en un plano subjetivo se ha hablado de los efectos de perfección y crecimiento. La confirmación, sin embargo, pertenece al nacimiento del cristiano y constituye un momento de su desarrollo; no ciertamente de madurez autónoma y personal, sino más bien en relación con la eucaristí­a, tercer momento de la iniciación. El desarrollo se refiere primariamente a la realidad sacramental del bautismo, al nacimiento del hombre nuevo y a su inserción en el misterio de Cristo y de la iglesia. Bautismo y confirmación, podrí­a decirse, constituyen un todo celebrado en dos tiempos: ambos sacramentos conforman con Cristo y agregan a la iglesia para una misión en el mundo, hacen del creyente un nuevo ser en Cristo resucitado y lo vivifican mediante el Espí­ritu. Bautismo y confirmación son dos realidades complementarias en la constitución del ser cristiano. El problema no consiste en preguntarse qué aporta de nuevo y de más la confirmación, sino más bien en saber qué aspectos de la realidad pascual y eclesial pone en evidencia. El misterio pascual de Cristo se explicita aquí­ en el misterio pentecostal, mientras la incorporación a la iglesia como comunidad animada por el Espí­ritu implica un papel especí­fico y activo del confirmado.

Ambos sacramentos introducen en la comunidad eucarí­stica, supremo signo de la pascua de Cristo, plena expresión de la iglesia vivificada por el Espí­ritu. La primera participación de cada uno en el misterio pascual y pentecostal de Cristo resulta participación festiva y plenaria en el misterio mismo como sacrificio de la nueva alianza, fuente de unidad y de vida. La unidad de la confirmación con el bautismo y la eucaristí­a es anterior a toda distinción, así­ como a toda eventual separación: desde el momento en que llegase a perder su vinculación con el bautismo, se oscurecerí­a su tí­pica connotación, su identidad de sacramento de la iniciación. Los renacidos en Cristo y animados por su Espí­ritu, los que han participado en el misterio pascual, se congregan para celebrar juntos el memorial de la muerte y resurrección, para revivir ritualmente la gracia bautismal y crismal. La ordenación de la confirmación a la eucaristí­a se comprende mucho mejor partiendo del ví­nculo que une los tres sacramentos: el Espí­ritu de Cristo, cuya función es llevar a plenitud la obra del mismo Cristo. Y es mediante la eucaristí­a como Cristo unifica y construye su iglesia, haciéndola cuerpo y espí­ritu suyo.

2. LA CONFIRMACIí“N Y LA HISTORIA SALVíFICA. La unidad (y a la vez la distinción) radica en el acontecimiento salví­fico: «La iniciación de los cristianos –se lee en la introducción al RICA n. 8- no es otra cosa que la primera participación sacramental en la muerte y resurrección de Cristo»; y el ví­nculo de la confirmación con el bautismo «significa la unidad del misterio pascual y el ví­nculo entre la misión del Hijo y la efusión del Espí­ritu Santo» (RICA n. 34).

El acontecimiento salví­fico con el que la confirmación viene repetidamente relacionada es el de pentecostés, primera y plena efusión del Espí­ritu por parte del Resucitado. Pero pentecostés es inseparable de la pascua; la participación en el misterio pascual está, pues, reclamando la participación en el don pentecostal, manantial de la vida nueva en Cristo para toda la comunidad de los creyentes.

Los documentos de la reforma, siguiendo la más antigua tradición, repiten hasta la saciedad que en la confirmación se derrama el Espí­ritu enviado por Cristo en pentecostés; por lo que la confirmación resulta ser el pentecostés del cristiano bautizado. Se traslada así­ la atención desde el momento sacramental y el análisis de sus efectos sobre cada bautizado al acontecimiento salví­fico, que en el sacramento se celebra y se actualiza para que el destinatario participe de la pascua en toda su plenitud, a saber: del don del Espí­ritu que descendió sobre Cristo en el bautismo para su investidura mesiánica y fue enviado sobre la iglesia al comienzo de su misión en el mundo (que el candidato está por su parte llamado a realizar). Nos vemos reconducidos hacia la perspectiva histórico-salví­fica y eclesial, que es el dato tradicional y constante en la historia del sacramento.

Tal reajuste de la confirmación dentro de la historia de la salvación, a la vez que presenta los sacramentos como continuación de las intervenciones divinas realizadas en la historia de Israel y de Cristo, permite comprender el significado exacto de la acción del Espí­ritu en la confirmación. Esta recibe luz y sentido de los acontecimientos bí­blicos a través de los cuales se manifiesta la obra del Espí­ritu.

Podemos aludir ante todo a la oración consagratoria del crisma que recita el obispo en la misa del jueves santo, cuyo primer formulario traza una sí­ntesis de la acción del Espí­ritu desde las aguas creadoras hasta el bautismo de Cristo, mientras el segundo se centra en el misterio pascual (RBO que se encuentra en el Ritual de Ordenes, pp. 216-218).

La serie de lecturas para la liturgia de la palabra (OC nn. 61-65; RC nn. 63-103) ofrece un cuadro completo de la acción del Espí­ritu, desde el anuncio y la promesa a través de los profetas hasta la efusión plena sobre Cristo y el don enviado por él a la iglesia en el dí­a de pentecostés. Las dos privilegiadas e iluminadoras intervenciones bí­blicas que se insertan en toda la trama histórica y profética son el bautismo de Jesús (OC n. 65,4; RC n. 95) y pentecostés (OC n. 62,2; RC n. 69).

Durante el bautismo en el Jordán desciende el Espí­ritu y se posa sobre Jesús en forma extraordinaria y visible; lo manifiesta como Hijo de Dios, siervo de Yavé y ungido del Señor. La venida del Espí­ritu se equipara a una unción profética (cf Luc 4:18), en cuanto que acredita a Jesús entre los hombres, confirma el mandato divino y señala la investidura y la inauguración de su obra de siervo paciente. Lo que representó para la misión de Jesús la venida del Espí­ritu en el Jordán lo representa para la iglesia la venida del Espí­ritu en pentecostés. La iglesia recibe el bautismo en el Espí­ritu, nace como nuevo pueblo animado por el Espí­ritu (profético), obtiene la investidura apostólico-misionera y la fuerza prometida por Cristo (Heb 1:8) para poder anunciar y testimoniar que sólo Cristo es la salvación. Lo que sobre la iglesia se realizó en el dí­a de pentecostés se realiza sobre todobautizado en el sacramento de la confirmación: una prolongación, una repetición en el orden individual del proceso realizado en Cristo y en su iglesia.

En la confirmación se obtiene la plenitud del Espí­ritu o el don del Espí­ritu en su plenitud. La reflexión teológica no ha tratado sino de especificar los efectos del Espí­ritu. En efecto, recogiendo los diversos textos de la reforma litúrgica, se logra una serie de aplicaciones que corresponden a las distintas hipótesis todaví­a en curso (salvo la idea de la madurez): fortalecimiento o confirmación del bautismo, enriquecimiento con una fuerza especial, gracia de la fortaleza, conformidad con Cristo, etc. Se trata, en resumen, de modalidades en la acción del Espí­ritu Santo, cuyo don es el efecto propio y ‘caracterí­stico. Querer identificar un efecto especí­fico olvidando los demás equivale a poner lí­mites a la acción del. Espí­ritu. Mejor es dejar espacio a la acción multiforme del Espí­ritu, acción que no se agota en el momento ritual ni está condicionada por la situación histórica del candidato.

3. LA CONFIRMACIí“N Y LA IGLESIA. El aspecto eclesial de la confirmación es un elemento dominante en la tradición litúrgica, recuperado por la reflexión teológica y revalorizado por la reforma ritual. Insiste ésta en dos puntos: en el obispo como ministro y en el efecto de una vinculación más estrecha con la iglesia. Pero, al presentar la confirmación como sacramento de la iniciación y referirla al acontecimiento de pentecostés, se está ampliando su dimensión eclesial y superando así­ la visual individualista a que habí­a quedado reducida.

La función reservada al obispo, según el rito romano, de presidir normalmente la celebración de la confirmación y, según los ritos orientales, su intervención al menos indirecta como consagrante del crisma, no se interpreta como un acto jurisdiccional: es más bien el acto del cabeza de la comunidad cristiana, o de la iglesia local, que pone el sello a la incorporación del bautizado y que, comunicándole el Espí­ritu, le confí­a oficialmente una misión propia de la iglesia entera. «El ministro originario de la confirmación -se lee en el RC n. 7- es el obispo. Ordinariamente el sacramento es administrado por él mismo, con lo cual se hace una referencia más abierta a la primera efusión del Espí­ritu Santo… Así­ la recepción del Espí­ritu Santo por el ministerio del obispo demuestra más estrechamente el ví­nculo que une a los confirmandos a la iglesia y el mandato recibido de dar testimonio de Cristo entre los hombres». Es el obispo el signo viviente de la comunión eclesial; el garante de la unidad de la iglesia y de la autenticidad del testimonio, así­ como de la ortodoxia de la fe, el punto de unión con la iglesia de pentecostés.

Con la confirmación no se obtiene una nueva incorporación a la iglesia, ya que es con el bautismo como somos agregados a ella y participamos de su misión; pero la confirmación expresa y crea un «ví­nculo más perfecto» (LG 11) y exige un compromiso más eficaz para su «edificación en la fe y en la caridad» (RC n. 2). La confirmación, dilatando la vida bautismal, hace que el confirmado participe más explí­citamente en la misión de la iglesia y lo orienta a vivirla en plena comunión con ella. La confirmación hace comprender, por tanto, que la vida bautismal se realiza en la iglesia y para la iglesia, en unión con los demás bautizados. Este pensamiento reaparece también en algunos formularios del rito (OC nn. 22; 30; 33; etc.; RC nn. 26; 35-38; 44).

Todo sacramento, por lo demás, es un acto realizado por la iglesia congregada en asamblea y está destinado a su edificación. Ello vale por un tí­tulo particular para la confirmación, en la que, comenzando por su pastor, se congrega y manifiesta la iglesia como comunidad nacida de pentecostés y animada por el Espí­ritu del Resucitado. Mientras celebra el sacramento de la confirmación, está la iglesia reavivando el acontecimiento de pentecostés; toma conciencia de ser y vivir bajo la acción del Espí­ritu; reconoce su identidad de pueblo profético, sacerdotal y real, y se siente urgida a dar ante el mundo testimonio de su Señor.

El confirmado viene a compartir la condición y la misión de este nuevo pueblo creado por el Espí­ritu: la condición de un pueblo estructurado con ministerios y carismas, con diversidad de vocaciones y de papeles, en su camino hacia la verdad plena del evangelio, en crecimiento y desarrollo incesantes hacia una mayor unidad y santidad de vida; y la misión es realizada como un servicio al reino de Dios, como un anuncio libre y valiente de la palabra, como una acción profética de denuncia del pecado y de reconciliación en el mundo y para el mundo.

4. LA CONFIRMACIí“N Y LA EXISTENCIA CRISTIANA. La teologí­a de los últimos siglos ha privilegiado los efectos personales de la confirmación, es decir, la acción del Espí­ritu en orden al perfeccionamiento interior del bautizado y una gracia en orden al testimonio. El RC no ignora, antes recuerda varias veces, tales frutos personales; pero los describe siempre dentro del cuerpo eclesial: el confirmado aparece constantemente como miembro de la iglesia.

La perfección no es, sin embargo, un fruto instantáneo, ni la fuerza para el testimonio es exclusiva de la confirmación; pero la integración más expresiva en la iglesia de pentecostés justifica en parte ese acento tradicional. El Espí­ritu es principio de vida nueva, y prenda al mismo tiempo de la realidad futura. En este sentido la confirmación aparece como un sacramento abierto al desarrollo, al crecimiento, a la madurez, al testimonio, a la realización del reino, es decir, a la parusí­a. Pero estarí­a fuera de lugar hablar de madurez o de perfección (cristiano adulto o perfecto) como efecto propio de la confirmación, ya que ello no corresponde a un sacramento de la iniciación, y menos aún en el caso de la celebración unitaria de la confirmación con el bautismo.

La confirmatio, al menos en su genuina acepción, se refiere explí­citamente a la fe, y el RC con la renovación de las promesas bautismales revaloriza tal elemento para quienes no tuvieron la posibilidad de profesarla en el acto del bautismo. La fe exigida, en efecto, es la bautismal, confesada ante la iglesia y su legí­timo pastor. Tal rito, al reafirmar el estrecho ví­nculo con el bautismo, del que una vez más aparece como explicitación, reafirma cómo todo sacramento debe considerarse una señal de fe; intenta garantizar la ortodoxia de la fe del candidato en una única confesión eclesial. Considera al mismo tiempo el compromiso, juntamente con la iglesia, de un coherente y decidido testimonio, que se refiere propiamente a la fe, según varias alusiones del mismo rito (OC nn. 30; 33; 58-60; RC nn. 35-34; 44; MRC, Misas rituales 4, A.B.C, páginas 775-779).

V. Orientaciones pastorales
La reforma litúrgica ha partido de los fundamentos tradicionales y teológicos para presentar una renovación de toda la pastoral de la confirmación, en la que la reforma ritual aparece como un momento privilegiado. Los proyectos e intentos, aplicados en estos últimos años, de una pastoral más orgánica y más eficaz de la confirmación se han recogido en buena parte en el RC y han recibido un nuevo impulso precisamente en fuerza de la nueva fisonomí­a que se ha dado al sacramento en el cuadro de la iniciación. Las cuestiones con que hoy se encuentran los agentes de pastoral se refieren particularmente a la edad, la catequesis, la preparación y la celebración de la confirmación [-> infra, 1-4].

1. EL PROBLEMA DE LA EDAD. La cuestión de la edad ha sido objeto de encendida discusión en el posconcilio, sin llegar a un acuerdo, ya que hasta se han radicalizado las posturas de los teólogos-liturgistas y de los pastores: favorables los primeros a mantener la unidad de los tres sacramentos de la iniciación y, por tanto, a reaproximar la confirmación al bautismo, o al menos a no posponerla a la eucaristí­a; propensos los segundos a fijar una edad en la que el bautizado sea capaz de recibir con las mejores disposiciones el sacramento, injertando así­ la gracia sacramental en una personalidad psicológicamente madura. El RC, atendiendo menos a la lí­nea de la unidad de la iniciación y aun ratificando la praxis occidental de la edad de la discreción para los niños, permite, «si existen razones pastorales, especialmente si se quiere inculcar con más fuerza en los fieles su plena adhesión a Cristo el Señor y la necesidad de dar testimonio de él, (que) las conferencias episcopales puedan determinar una edad más idónea, de tal modo que el sacramento se confiera cuando los niños son ya algo mayores y han recibido una conveniente formación» (n. 11). Son varios los episcopados que han hecho uso de tal facultad, entre ellos el español [-> supra, I, 5].

Prescindiendo de lo discutible de la decisión, el debate ha servido al menos para replantear el problema de la iniciación de los niños de una manera integral, con los lí­mites y los riesgos de una cierta teologí­a del sacramento. Si existe un problema de edad, se refiere en primer lugar al bautismo, y, en segundo lugar, a la primera eucaristí­a. Para la confirmación sólo se ha planteado en los últimos años, con motivaciones que tendrí­an aplicación a todo sacramento y en particular a toda la iniciación cristiana. El abandono de la práctica religiosa y de la misma fe, así­ como la falta de preparación de los candidatos, recaen sobre el aludido modelo de iniciación heredado de un tipo de sociedad ya superado: el remedio no puede consistir en la dilación de un solo sacramento, en reparar un fallo, sino en revisar todo el procedimiento iniciático, que exige una auténtica formación en la fe, y no una simple catequesis, por muy actualizada que se la quiera.

Por otra parte, se nos ha dado una deficiente teologí­a de la confirmación, vista como función personal y desde una mayor eficacia, olvidando la dimensión históricosalví­fica y eclesial y, sobre todo, el contexto integral de la iniciación, con una interpretación unilateral de la confirmación como sacramento del crecimiento, de la madurez cristiana (sin distinguir entre la psicológica y anagráfica e ignorando la de la fe) o del testimonio. El desplazamiento de la confirmación para después de la eucaristí­a revoluciona y contradice toda la tradición eclesial, incluso la conciencia actual, que considera la eucaristí­a como sacramento terminal de la iniciación.

El peligro que de aquí­ se deriva es la instrumentalización de la confirmación y su transformación en rito de paso. La confirmación se utiliza para cubrir vací­os pastorales mucho más profundos y para sacralizar los momentos de la existencia humana. Mientras se valora una edad para la confirmación de los niños, se vuelve menos comprensible, o bien una excepción, la praxis normal y normativa de la confirmación para los adultos, sin hablar de la praxis oriental para los niños. No existen de suyo sacramentos del nacimiento y de la pubertad o de la adolescencia: la referencia es solamente al misterio de Cristo y a la fe del candidato.

En la práctica, las recientes disposiciones de algunas iglesias locales no debieran impedir un pluralismo de soluciones (desde la confirmación unida al bautismo de los niños hasta la confirmación en la edad de la discreción), para que se haga más evidente la relación de la confirmación con el bautismo, y al mismo tiempo se cree un clima eclesial de maduración de la fe y de los sujetos y familias, en el que encuentre este sacramento su real justificación y su auténtico significado.

2. LA CATEQUESIS. La acción catequética para la confirmación se ha movido durante los últimos años en distintas direcciones: en su colocación dentro del cuadro del año litúrgico, en su carácter de itinerario catecumenal, en la renovación de contenidos, en su dimensión eclesial. Se ha visto la necesidadde pasar de una sumaria doctrina cristiana sobre el sacramento, impartida a los confirmandos, a una verdadera y propia formación en la fe o, mejor, a una experiencia de vida cristiana.

No podrí­a faltar una adecuada presentación del rito sacramental -que supere la reductiva del catecismo de Pí­o X- relativa a la totalidad del signo celebrativo y a la clarificación de cada uno de los signos de mayor importancia (imposición de las manos, unción, presencia del obispo), evitando acentuar ciertos elementos secundarios y parciales. Del sacramento en su expresión ritual, visto como parte integrante de la iniciación, es decir, de la incorporación a Cristo y de la agregación a la iglesia o bien a la comunidad eucarí­stica, se pasará a asimilar el acontecimiento salví­fico que se celebra y la comunicación del Espí­ritu Santo, cuya acción se revela aquí­ más intensa, pero no exhaustiva, ya que invade toda la historia salví­fica y llega a ser principio y constante fuerza animadora de una vida filial y espiritual conforme con Cristo, vida que reclama su desarrollo en el seno de la iglesia, el pueblo real, sacerdotal y profético de la nueva alianza. La presencia del obispo coopera a descubrir la inserción no sólo en la pequeña comunidad, sino también en la iglesia local y, a través de ella, en la iglesia universal.

Se comprende, por tanto, cuán necesaria sea la gradual experiencia de vida eclesial, de comportamiento, de opciones y actitudes bien determinadas; a lo cual cooperarán el contacto con la palabra de Dios, los encuentros de oración, las celebraciones comunitarias y los testimonios de vida concretos, de suerte que lleguen a despertar la conciencia cristiana eclesial y la orientación hacia claras responsabilidades queasumir dentro de la familia, de la escuela y de la participación eucarí­stica. A fin de no incurrir en el peligro de aislar a los confirmandos ni de crearles un ambiente artificial y falto de realismo, deberá fomentarse una relación directa con la comunidad cristiana parroquial, concretamente sentida como una familia de creyentes, articulada en sus ministerios y en la pluralidad de sus vocaciones, congregada en torno a la eucaristí­a, comprometida en un servicio de caridad y solidaridad con todos los hombres.

Mientras la catequesis para niños tiene la posibilidad de desarrollarse dentro de un tiempo determinado y en un ambiente abierto al contexto eclesial, no sucede lo mismo en el caso de los adultos, entre los que cada vez son más quienes solicitan el sacramento de la confirmación particularmente con ocasión de su matrimonio. En tal caso se plantea el problema de qué cristiano vendrí­a a ser el garante y el intermediario de la iglesia que permaneciese al lado del candidato, o el problema de una formación en la fe más amplia en cuanto a los contenidos y más concreta en orden a un verdadero estilo cristiano de conducta. De ahí­ la posibilidad de un método formativo de la fe que no quede condicionado a la celebración del matrimonio (RC 12).

3. LA PREPARACIí“N REMOTA Y PRí“XIMA. Si bien el perí­odo de la catequesis viene generalmente a coincidir con la preparación para el sacramento -y no pocas veces la asistencia de los candidatos a los encuentros es ya un criterio determinante para la admisión, a falta de una comprobación de su disposición de fe-, la preparación de la que ahora nos preocupamos se extiende a toda la comunidad parroquial y comprende todo eseconjunto de medios y elementos más adecuados para predisponer y fomentar un intenso clima celebrativo. Ello comporta una acción pastoral orgánica, distribuida en el tiempo y planificada a nivel diocesano, o al menos zonal, sin dejarla ni limitarla a los confirmados, y a lo sumo a sus padres.

La sensibilización y adhesión de toda la comunidad parroquial habrá de ser el primer objetivo que alcanzar, despertando el sentido del bautismo y del compromiso en la vida eclesial. Se puede recurrir a ciertas fórmulas ya experimentadas: el anuncio del carácter de la celebración unos meses antes, la presentación de los candidatos a toda la comunidad en el momento de la eucaristí­a dominical, la oración común con aportaciones y oportunas intervenciones en la plegaria universal, alguna celebración de la palabra dentro del ciclo de instrucciones y con miras al dí­a de la celebración del sacramento.

Además de una especí­fica preparación de los candidatos con alguna propuesta de retiro en compañí­a de los catequistas, cuya constitución en grupo estable y eficaz es una exigencia o necesidad inaplazable como núcleo dirigente y estimulante, hasta hacerlo responsable de los criterios de admisión a la confirmación, no debe faltar la de los padres y padrinos, mediante encuentros en familia, por grupos o con carácter comunitario.

El RC reconoce en los padres la función primaria en la iniciación de sus hijos respecto a la vida sacramental (n. 3), responsabilidad que no se les puede confiar sin una efectiva ayuda o colaboración de otras personas y una adecuada instrucción sobre el sacramento, así­ como sobre los criterios y medios para educar a los hijos en la fe. Más delicado es el problema de los padrinos y madrinas, una institución que tiene todaví­a su razón de ser, si bien a condición de restaurarla fijando el criterio de elección de las personas y determinando su función educativa en el perí­odo que sigue a la confirmación. Un padrino que solamente aparece en el dí­a de la confirmación es un elemento que desvirtúa el significado del sacramento, transformándolo en un rito convencional. La elección, pues, que no puede reservarse únicamente a†¢la familia o a los muchachos, sino que ha de convenirse con los responsables de la catequesis, debe tender a recaer en personas maduras, serias, capaces de poder ejercer su influjo en la familia y en los confirmandos.

El aspecto eclesial de la confirmación está fuertemente relacionado con la figura del obispo, cuya efectiva presencia local, en las grandes diócesis, no deja de chocar con notables dificultades prácticas. En este caso parece más conveniente un encuentro personal en otra circunstancia, o bien una carta o un mensaje que haga escuchar su voz. El recurso a otros obispos, jubilados o de otras sedes, como a personas delegadas para tal ocasión, pero desconocidas para los confirmandos, corre el peligro de hacer aparecer al ministro como un elemento decorativo o de poder personal, con perjuicio de la valoración eclesial de la confirmación.

En cuanto al tiempo de la preparación, y por tanto de la celebración, es preferible sin más el tiempo pascual por su misma naturaleza de plenitud de la pascua y de experiencia de vida eclesial.

Para que la preparación a la celebración de la confirmación lleve a un redescubrimiento no sólo del bautismo, sino también de la eucaristí­a, se deberá procurar que ésta resulte de verdad el momento culminante de la iniciación, la máxima expresión de la agregación al cuerpo de Cristo, el encuentro con toda la familia cristiana, la participación comunitaria en la pascua del Señor. La confirmación completa, en efecto, la iniciación bautismal e introduce en la eucaristí­a, habitual celebración de cuantos están ya iniciados en el misterio del Señor. El no mantener el orden tradicional de los tres sacramentos no debe hacer olvidar que la confirmación está por su misma naturaleza ordenada a la eucaristí­a: la participación de los confirmados en la eucaristí­a tiene un valor y un significado enteramente propio, en cuanto que proclama ya el derecho del confirmado, ya una especí­fica modalidad de participación en el supremo acto vital de la iglesia, un reavivar con los hermanos la misma realidad bautismal y crismal.

4. LA CELEBRACIí“N. Si hoy la celebración de la confirmación ha perdido su carácter de improvisación, no ha desaparecido, en cambio, del todo su peligro de excesiva solemnidad exterior, de montaje, con tendencia a dar realce al rito en sí­ mismo, en vez de destacar sus valores de fe o despertar la conciencia eclesial. No estará fuera de lugar una cierta sobriedad en el aparato exterior y un mayor interés en el ordenamiento de la celebración, después de una conveniente instrucción sobre la parte que padres, padrinos y confirmandos están llamados a desempeñar.

Un clima y ambiente cordial de acogida, una esmerada selección de las lecturas y de los cánticos, una gran atención al ritmo de la celebración oportunamente orientada y comentada: he ahí­ las condiciones indispensables para dar realce a la vitalidad y a la eficacia del rito sacramental.

La acogida reservada al obispo o a su delegado no debe oscurecer la de los confirmandos, quienes precisamente mediante este rito son acogidos por la comunidad eclesial para asumir una función más explí­cita y activa dentro de la misma. Favorézcase la relación directa y personal entre obispo y confirmandos.

La elección de las lecturas -exceptuados algunos domingos privilegiados- se orientará por el leccionario de la confirmación, es decir, por los pasajes conocidos o significativos, de los que se servirá la homilí­a para ambientar el verdadero sentido del sacramento. Conviene recordar que la liturgia de la palabra tiene también como finalidad reavivar la fe de los presentes en el don del Espí­ritu concedido ahora a los confirmandos, así­ como en su acción sobre toda la comunidad cristiana, como fruto de la pascua de Cristo.

No deja de ser un momento relevante la renovación de las promesas bautismales (o, mejor, de la fe), que expresa no sólo la relación esencial con el bautismo, sino también la personalización de esa misma fe bautismal de los confirmandos y la adhesión final de toda la asamblea.

En la intervención explicativa del rito conviene subrayar la unidad de los distintos momentos y su progresivo desarrollo, que culmina en los dos gestos de la imposición de las manos y de la unción. Aun cuando el primero no sea esencial al sacramento, favorece, sin embargo, .su comprensión y coopera, con la riqueza de su formulario, a destacar la acción plenaria del Espí­ritu, evocando a la vez el antiguo rito bí­blico y apostólico. Un breve comentario ilustrativo del gesto de la unción con su relativa fórmula (signo realizado como sello o ratificación del Espí­ritu dado como don en orden a una existencia espiritual) vendrí­a facilitado por el espacio de tiempo necesario, en especial cuando es notable el número de confirmandos. Para que el clima de recogimiento no decaiga ni degenere en un acto recreativo, se recomienda la ejecución de un cántico o el recitado de breví­simos versí­culos tomados de las lecturas bí­blicas. Otro momento que se ha de cuidar es la oración universal: nada impide que las intenciones propuestas puedan sustituirse o verse enriquecidas con otras, que ojalá puedan ser presentadas por uno o más neoconfirmados.

La confirmación alcanza en la eucaristí­a, culminación de la iniciación, su plena expresión con la comunión sacramental (incluso del cáliz) de los neoconfirmados, con sus padres y padrinos. Si los confirmados hubieran recibido ya la eucaristí­a, no se omita hacer notar cómo desde este momento su participación en ella adquiere un significado más pleno merced a su definitiva incorporación al cuerpo de la iglesia. Cuando no se celebre la eucaristí­a, se dará realce al menos al padrenuestro como oración de todos los hijos de Dios, animados por el Espí­ritu de Cristo en el seno de la familia eclesial.

VI. Conclusión
A pesar del debate teológico en curso y la diversidad de posturas pastorales sobre el sacramento de la confirmación, hoy, merced también a la nueva propuesta litúrgica, estamos en grado de poder situarlo en el exacto lugar dentro del organismo sacramental y de comprender mejor su significado para la vida de cada uno y de la iglesia «. El dato que con más claridad brota de la historia y de la misma conciencia eclesial es su relación intrí­nseca con la iniciación cristiana, y en particular con el bautismo. Se relaciona con dicho sacramento en el plano ritual (aspecto jamás desmentido, ni aun después de su separación, y hoy reafirmado) y en el plano conceptual o teológico, en cuanto que representa su desarrollo y complemento. La confirmación subraya, significa y celebra la dimensión pneumatológica de la realidad bautismal, el don del Espí­ritu como principio de vida nueva. Propiamente la atención al don del Espí­ritu, elemento caracterí­stico del tiempo y del nuevo pueblo mesiánico-escatológico, ha llevado a la valoración de los ritos posbautismales, y por tanto a la celebración explí­cita del acontecimiento de pentecostés, que fue la gran experiencia de la iglesia después de la pascual. De esta manera los dos hechos salví­ficos, pascua y pentecostés, se encuentran en el origen de la doble celebración del bautismo y de la confirmación, como modalidades ritual-sacramentales para participar en la pascua y en el don pentecostal del Resucitado.

El don del Espí­ritu, que no es acto de un solo instante, alcanza en la confirmación su momento culminante y se derrama con la plenitud de su poder, no simplemente en un solo efecto especí­fico de fuerza, de crecimiento, de testimonio, etc. En la sistematización teológica occidental que se dio después de la separación de la confirmación y el bautismo, se miró más a los efectos concretos que a su causa o principio, y más a la situación histórica o existencial del candidato que a su condición de bautizado o a su relación con la iglesia.

Aun reconociendo la legitimidad del desarrollo tanto ritual como teológico, hoy parece una exigencia ineludible la inclusión de la confirmación en el proceso iniciático (por tanto, con el camino de fe y con los dos sacramentos del bautismo y de la eucaristí­a); en primer lugar, a nivel de reflexión teológica, que debe fundarse en la economí­a salví­fica, resaltando el papel del’Espí­ritu en la vida de Cristo y de la iglesia, y por tanto en la vida de cada bautizado; Espí­ritu que permite a este último realizar y desarrollar, en y con la iglesia, las dimensiones y las potencialidades de su nueva existencia y misión bautismal; en segundo lugar, en el plano celebrativo: si bien la unidad ritual, especialmente en el caso del bautismo de los niños, es un ideal casi utópico, parece al menos deseable una pluralidad de formas celebrativas y, en todo caso, el oportuno realce de los elementos concordantes, que la reforma litúrgica felizmente ha introducido.

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R. Falsini
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO: I. Problemática de la confirmación. II. Posible fundamentación bí­blica de la confirmación: 1. Su vinculación con el Espí­ritu; 2. ¿Un rito distinto del bautismo?; 3. Relaciones con la pneumatologí­a paulina; 4 La confirmación como concesión del sello del Espí­ritu. III. Conclusión.

I. PROBLEMíTICA DE LA CONFIRMACIí“N. La confirmación, lo mismo que el /bautismo, pertenece al orden de las grandes obras de Dios; en ella se renueva algo de sus intervenciones salví­ficas. Si el bautismo tiene sus raí­ces en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, la confirmación se funda en el misterio de la efusión del Espí­ritu en pentecostés, que inauguró el tiempo de la Iglesia y la misión de los apóstoles y de los creyentes en el mundo.

Pero hay una diferencia entre el bautismo y la confirmación, y es la siguiente: mientras que el bautismo tiene una existencia y una consistencia bien definidas en la enseñanza del NT, la confirmación es más fluctuante y de contornos menos precisos, faltando incluso un término técnico que indique con exactitud su ámbito, su finalidad, su contenido, los derechos y deberes que confiere dentro de la comunidad de los creyentes [/Imposición de manos].

Precisamente por esto los diccionarios bí­blicos, en general, omiten esta voz, dejando para la teologí­a la tarea de estudiar este problema, dado que ella tiene la ventaja de poder valerse del desarrollo ulterior de la praxis litúrgica, que conoce ya desde hace siglos, tanto en Oriente como en Occidente, el sacramento de la confirmación, llamado también sacramento crismal, porque se hací­a con la unción del sagrado crisma sobre la frente. Más aún; normalmente se la ve unida por una parte con el bautismo, y por otra con la eucaristí­a; así­ pues, se trata de los tres momentos caracterí­sticos de la iniciación cristiana, con una historia de no siempre fácil convivencia entre sí­.

II. POSIBLE FUNDAMENTACIí“N BíBLICA DE LA CONFIRMACIí“N. Sin querer forzar los textos, y sobre todo situando nuestra reflexión en el trasfondo de la presencia múltiple del Espí­ritu que anima a la Iglesia, intentamos solamente buscar las alusiones, los presupuestos o el verdadero y auténtico fundamento que este sacramento pueda tener en el NT. De esta manera cobrará también mayor seguridad la misma reflexión teológica.

1. SU VINCULACIí“N CON EL ESPíRITU. Sobre todo el libro de los Hechos nos presenta al /Espí­ritu Santo como el protagonista de la vida tanto de la Iglesia como de cada cristiano, de la misma manera que el tercer evangelio nos lo presentaba como el protagonista de la vida de Jesús: pensemos en su concepción virginal (Luc 1:35), en su bautismo (Luc 3:21-22), en su vida pública, que se desarrolla bajo el signo del Espí­ritu (Luc 4:1-2.14-21; etc.).

Pentecostés es la manifestación visible del Espí­ritu, que hace de los apóstoles, antes cobardes y temerosos, personas valientes y decididas, inaugurando así­ el tiempo de la Iglesia como tiempo del Espí­ritu (cf Heb 2:1-4).

Los signos a través de los cuales se manifiesta el Espí­ritu son sumamente sugestivos. Pensemos en el «ruido del cielo, como de viento impetuoso» que llenó toda la casa donde estaban los apóstoles y chue recuerda la teofaní­a del Sinaí­ (cf Exo 19:16-25); el «viento» es uno de los sí­mbolos más antiguos del poder de Dios y corresponde a la raí­z misma del término «espí­ritu» (en hebreo, rúah). Las «lenguas de fuego que se repartí­an y se posaban sobre cada uno de ellos» recuerdan la «columna de fuego» que guiaba a Israel por el desierto en su marcha hacia la tierra prometida, sí­mbolo de la presencia de Yhwh (cf Isa 6:5-7). Tenemos, finalmente, el don de las «lenguas», que no encuentra paralelo en el AT, ya que es.el signo del carácter universal del nuevo pueblo de Dios, libre ya de toda clase de división de razas, de condición social y hasta de sexo (cf Gál 3:27-28), y en camino hacia la reconstrucción de la unidad plena del género humano, en contraposición a la dispersión que representó en sus tiempos la torre de Babel (cf Gén 11:1-9).

A partir de entonces será siempre el Espí­ritu el que con nuevas intervenciones caracterizará las nuevas etapas de expansión de la Iglesia; así­ ocurrirá en el episodio de la conversión de Cornelio y de su familia, que el mismo Pedro equipara al acontecimiento de pentecostés (Heb 10:44-47; Heb 11:15-17; Heb 15:7-9). Así­ ocurrirá con ocasión de la predicación a los samaritanos y en el choque con Simón Mago, que solicita poder comprar el Espí­ritu con dinero (Heb 8:14-25).

Lo que importa en estos hechos es que el Espí­ritu continúa siendo dado a los creyentes en condiciones siempre nuevas; esto significa que pentecostés inauguró el tiempo del Espí­ritu, pero sin agotarlo, por así­ decirlo. Fue sólo el comienzo de todos los pentecostés sucesivos de la Iglesia.

2. ¿UN RITO DISTINTO DEL BAUTISMO? Pero hay otra cosa que importa observar, a saber: que el don del Espí­ritu no se identifica con el sacramento del bautismo, a pesar de que tiene mucho que ver con él.

En este sentido son significativos dos episodios que nos refieren los Hechos de los Apóstoles. El primero es aquel al que ya nos hemos referido: el anuncio del evangelio en Samaria, después de la persecución que tuvo lugar en tiempos de Esteban. Habiendo predicado el diácono Felipe el evangelio en aquella región, tuvo un éxito tan grande que mucha gente creyó y se hizo bautizar; entre ellos estaba el mago Simón (cf Heb 8:5-13).

Conocido el hecho en Jerusalén, los apóstoles, quizá para controlar mejor la situación, «les enviaron a Pedro y a Juan; llegaron y oraron por los samaritanos, para que recibieran el Espí­ritu Santo, pues aún no habí­a bajado sobre ninguno de ellos, y sólo habí­an recibido el bautismo en el nombre de Jesús, el Señor. Entonces les impusieron las manos, y recibieron el Espí­ritu Santo» (Heb 8:14-17). En este momento es cuando interviene Simón Mago con su indecorosa solicitud de comprar con dinero el poder de dar el Espí­ritu Santo (Heb 8:18-25).

Lo que más nos interesa subrayar es la clara distinción que hace este texto entre el bautismo que habí­a recibido ya aquel grupo de cristianos por obra de Felipe, como consecuencia de su adhesión al evangelio, y un rito posterior, integrado por gestos y oraciones, que confiere el don del Espí­ritu, como si el bautismo no fuera más que la etapa inicial de un itinerario más largo para llegar a ser plenamente discí­pulos de Cristo: «Llegaron y oraron por los samaritanos para que recibieran el Espí­ritu Santo… Entonces les impusieron las manos, y recibieron el Espí­ritu Santo» (Heb 8:15-17). También el hecho de que fueran sólo los apóstoles los que impusieran las manos deberí­a significar algo muy importante, que lógicamente completa, confirmándolo, lo que ya expresaba de suyo el bautismo. Quizá haya en este rito ulterior un deseo o una voluntad de ligar entre sí­, con la fuerza del Espí­ritu, a las diversas Iglesias que se iban creando entre tanto.

Si no estamos equivocados, es aquí­ donde deberí­amos ver las primeras huellas de un sacramento distinto del bautismo, aunque í­ntimamente unido a él, que debí­a insertar más profundamente en la comunidad, con el compromiso de manifestar, también hacia fuera la misteriosa presencia del Espí­ritu.

El otro episodio, igualmente significativo en este sentido, es el que nos narra también el libro de los Hechos. Cuando Pablo, durante el tercer viaje, llega a Efeso, encuentra algunos discí­pulos, a los que pregunta si habí­an «recibido el Espí­ritu Santo» en el momento de llegar a la fe. La respuesta fue sorprendente: «Ni siquiera hemos oí­do decir que haya Espí­ritu Santo». En efecto, no habí­an recibido más que el bautismo de Juan. Entonces Pablo se puso a catequizarles, y ellos «se bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor. Cuando Pablo les impuso las manos descendió sobre ellos el Espí­ritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar. Eran en total unas doce personas» (Heb 19:1-7).

También aquí­ tenemos con claridad dos ritos distintos: el bautismo («se bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor») y la posterior «imposición de manos» con la colación del Espí­ritu por obra del apóstol. Se describen aquí­ expresamente las manifestaciones a través de las cuales se hací­a visible la obra del Espí­ritu: el «hablar en lenguas» y el «profetizar». Prescindiendo de cuál fuera su í­ntima naturaleza, que no resulta fácil descifrar, estos dones tení­an que tender a la dilatación del anuncio evangélico; por consiguiente, se trataba de algo que se daba, no ya sólo para el individuo, sino para el bien de toda la comunidad. Es más o menos lo que Juan en su lenguaje llama «testimonio» (martyrí­a).

Así­ pues, queda plenamente fundada la convicción que se deriva de los dos hechos recordados: al lado del bautismo, la Iglesia apostólica parece conocer otro sacramento, que conferí­a el Espí­ritu, el cual se manifestaba sobre todo en el «hablar en lenguas»y en el «profetizar», es decir, en la fuerza del anuncio y del testimonio hacia los de fuera.

3. RELACIONES CON LA PNEUMATOLOGíA PAULINA. Además del libro de los Hechos, es muy interesante en este sentido la doctrina de Pablo, no sólo por la fuerte acentuación pneumatológica, sino también por una especie de relación que él parece establecer entre el Espí­ritu Santo y la iniciación cristiana en general. Es sobre todo esta relación la que ahora nos interesa analizar, aunque colocándola en el trasfondo de la pneumatologí­a paulina general.

Ya nuestra filiación adoptiva, que es producida por el bautismo, está garantizada por la presencia en nosotros del Espí­ritu: «Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!»(Gál 4:4-6; cf Rom 8:15). A pesar de que está í­ntimamente vinculado al bautismo, el Espí­ritu no parece identificarse con él como efecto suyo, ya que viene como para dar testimonio del mismo.

De todas formas, más que distinguir o separar, Pablo intenta unir: el dinamismo salví­fico no está hecho de compartimientos estancos. Esto mismo aparece también en el pasaje siguiente. «Habéis sido lavados, consagrados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espí­ritu de nuestro Dios» (1Co 6:11). Las referencias al bautismo son explí­citas («habéis sido lavados»); pero todo está abierto a la obra del «Espí­ritu de nuestro Dios», que no está ciertamente bloqueado en su actuación, sino que tiende a configurar con él a todos los que se fí­an de su obra; en este terreno se puede llevar a cabo todo aquel perfeccionamiento que la liturgia y la teologí­a posterior han atribuido a la confirmación.

4. LA CONFIRMACIí“N COMO CONCESIí“N DEL SELLO DEL ESPíRITU. Este proceso de configuración con la presencia interior del Espí­ritu está expresado en san Pablo mediante el verbo sphraghí­zein, «sellar», y el sustantivo sphraghí­s, «sello», referidos normalmente a la obra de plasmación del Espí­ritu.

Al hablar del proyecto misterioso de Dios, que desde la eternidad nos ha escogido en Cristo, tanto a los judí­os como a los paganos, Pablo continúa de este modo: «También vosotros los (paganos) que habéis escuchado la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, en el que habéis creí­do, habéis sido sellados con el Espí­ritu Santo prometido, el cual es garantí­a de vuestra herencia, para la plena liberación del pueblo de Dios y alabanza de su gloria» (Efe 1:11-14).

El sello del Espí­ritu se deriva indudablemente del don de la fe y se refiere también al bautismo; pero dada la amplitud de su acción, que se extiende hasta la «redención completa» de aquellos que Dios ha adquirido para sí­, es decir, hasta la resurrección final, de la que el Espí­ritu constituye ya una prenda y un anticipo, no puede menos de aludir a otras intervenciones sucesivas de su operación transformativa. Recibir el sello de alguien significa pertenecerle y también realizar acciones dignas de esta pertenencia. Precisamente por esta amplitud de intervenciones del Espí­ritu pensamos que el sello del Espí­ritu es más amplio que aquella asimilación inicial a Cristo que realiza en nosotros el bautismo.

A todo esto nos remite igualmente otro versí­culo de la carta a los Efesios en su parte exhortativa: «No entristezcáis al Espí­ritu Santo de Dios, que os ha marcado con su sello para distinguiros el dí­a de la liberación»‘(Efe 4:30). La «tristeza» que se puede causar al Espí­ritu es aquí­ sobre todo la de la división de los cristianos entre sí­; así­ pues, el «sello» del Espí­ritu no plasma únicamente a los individuos, sino a la misma comunidad, para que se haga auténtico «cuerpo de Cristo».

A este poder del Espí­ritu para plasmar la Iglesia se refiere también el siguiente pasaje, en el que san Pablo desarrolla precisamente el tema de la Iglesia como «cuerpo de Cristo»: «Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo, así­ también Cristo. Porque todos nosotros, judí­os y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espí­ritu para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido del mismo Espí­ritu» (1Co 12:12-13).

Tenemos aquí­ dos expresiones que tienen como término de referencia al Espí­ritu en orden a la unidad del cuerpo de Cristo, que es la t Iglesia: «Todos fuimos bautizados en un solo Espí­ritu… Y todos hemos bebido del mismo Espí­ritu». La segunda expresión es ciertamente más fuerte que la primera, ya que designa una especie de embriaguez, que, a nuestro juicio, no puede reducirse al bautismo. Por eso mismo se debe tratar de una ulterior consagración al Espí­ritu (el verbo está en pasado: lit., `fuimos abrevados»), que podrí­a corresponder precisamente a nuestra confirmación, la cual se presentarí­a de esta manera como la manifestación más rica y más elocuente del Espí­ritu, a semejanza de lo que ya hemos visto en el libro de los Hechos (hablar en lenguas, etc.).

Finalmente, me gustarí­a citar otro pasaje de Pablo muy parecido, en su lenguaje y en su contenido, a Efe 1:12-13. Después de rechazar toda insinuación sobre cierta doblez en su manera de obrar, Pablo declara a los cristianos de Corinto que es la fuerza misma del Espí­ritu la que le impide semejante oscilación en su actitud: «Dios es el que a nosotros y a vosotros nos mantiene firmes en Cristo y nos ha consagrado. El nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones el Espí­ritu como prenda de salvación» (1Co 1:21-22).

Podrí­amos pensar aquí­ en el «munus» apostólico, conferido a Pablo con toda la abundancia de dones del Espí­ritu; y en parte esto es sin duda verdad. Pero precisamente la primera expresión («Dios es el que a nosotros y a vosotros nos mantiene firmes») remite, a nuestro juicio, a una experiencia que el apóstol comparte junto con sus cristianos. Además de haber sido «ungido» (jrí­sas), ha recibido el «sello» (sphraghisámenos), teniendo además la «prenda» del Espí­ritu, que lo convierte ya en ciudadano de la ciudad futura.

Se da aquí­ realmente toda la gama de las operaciones del Espí­ritu: desde la primera unción bautismal hasta la concesión de su sello, que designa ya al cristiano como «propiedad» especial de Dios, el cual exige, por tanto, que realice las obras de la sinceridad y de la verdad de manera digna del Espí­ritu. Se trata una vez más del tema del «testimonio», que es tí­pico del sacramento de la madurez cristiana.

III. CONCLUSIí“N. Para concluir, podemos decir que el NT ofrece motivaciones no gratuitas del sacramento de la confirmación, en las que se expresa de la forma más elocuente la manifestación del Espí­ritu. Aun dentro de la plasmación interior que hace del cristiano, llevando a su madurez la potencialidad del bautismo, el Espí­ritu tiende sobre todo a dar fuerza en orden a un «testimonio» más convincente dentro de la Iglesia para plasmarla mejor, sobre todo con el florecimiento de los innumerables carismas, y, fuera de la Iglesia, para luchar contra el mundo.

El «sello» con que nos marca el Espí­ritu no es un signo invisible, que haya que custodiar celosamente en el corazón, sino que hay que manifestarlo a los demás para señalar nuestra pertenencia a Cristo.

Si las cosas son así­, cabe preguntarse si la adolescencia es el tiempo más adecuado para recibir la confirmación. Las intuiciones bí­blicas necesitan traducirse en praxis pastoral.

BIBL.: ADLER A., Taufe und Handaujlegung. Eine exegetische-teologische Untersuchung von Apg. 8,14-17, Münster 1951; BARRAL-BARON N., Renouveau de la Confirmation, Cerf, Parí­s 1983; BOROBIO D., Sacramentos en comunidad, DDB, Bilbao 1984, 82-105; BOITE B., Le vocabulaire ancien de la Confirmation, en «La Maison Dieu»54 (1958) 5-22; BRAUN F.M., Le don de Dieu et 1 initiation chrétienne, en «NRT» 86 (1964) 1025-1048; CAPRIOLI A., Saggio bibliografico sulla confermazione nelle ricerche storico-teologiche dal 1946 al 1973, en «La Scuola cattolica» 103 (1975) 645-656; DACQUINO, P., Battesimo e Cresima, Elle Di Ci, Turí­n 1970; DALBESIO A., 1! Sigillo dello Spirito secondo Paolo, en «Parole di vita» 1 (1974); FRANEDI G. (ed.), 1 simboli del!iniziazione cristiana, Pontificio Ateneo S. Anselmo, Roma 1983; FERRARO G., 11 dono dello Spirito, en «La Civiltá Cattolica» 130 (1979) 348-361; FITZER G., sfraghí­s, sfraghí­zó, en GLNT XIII, 1Co_1981:379-418; RUFFINI, 11 Battesimo nello Spirito, Marietti, Turí­n 1975.

S. Cipriani

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario: 1. Problemática de la confirmación. II. Posible fundamentación bí­blica de la confirmación: 1. Su vinculación con el Espí­ritu; 2. ¿Un rito distinto del bautismo?; 3. Relaciones con la pneumatologí­a paulina; 4. La confirmación como concesión del sello del Espí­ritu. III. Conclusión.
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1. PROBLEMATICA DE LA CONFIRMACION.
La confirmación, lo mismo que el / bautismo, pertenece al orden de las grandes obras de Dios; en ella se renueva algo de sus intervenciones salví­ficas. Si el bautismo tiene sus raí­ces en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, la confirmación se funda en el misterio de la efusión del Espí­ritu en Pentecostés, que inauguró el tiempo de la Iglesia y la misión de los apóstoles y de los creyentes en el mundo.
Pero hay una diferencia entre el bautismo y la confirmación, y es la siguiente: mientras que el bautismo tiene una existencia y una consistencia bien definidas en la enseñanza del NT, la confirmación es más fluctuan-te y de contornos menos precisos, faltando incluso un término técnico que indique con exactitud su ámbito, su finalidad, su contenido, los derechos y deberes que confiere dentro de la comunidad de los creyentes [1 Imposición de manos].
Precisamente por esto los diccionarios bí­blicos, en general, omiten esta voz, dejando para la teologí­a la tarea de estudiar este problema, dado que ella tiene la ventaja de poder valerse del desarrollo ulterior de la praxis litúrgica, que conoce ya desde hace siglos, tanto en Oriente como en Occidente, el sacramento de la confirmación, llamado también sacramento crismal, porque se hací­a con la unción del sagrado crisma sobre la frente. Más aún; normalmente se la ve unida por una parte con el bautismo, y por otra con la eucaristí­a; así­ pues, se trata de los tres momentos caracterí­sticos de la iniciación cristiana, con una historia de no siempre fácil convivencia entre sí­.
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II. POSIBLE FUNDAMENTACION BIBLICA DE LA CONFIRMACION.
Sin querer forzar los textos, y sobre todo situando nuestra reflexión en el trasfondo de la presencia múltiple del Espí­ritu que anima a la Iglesia, intentamos solamente buscarlas alusiones, los presupuestoso el verdadero y auténtico fundamento que este sacramento pueda tener en el NT. De esta manera cobrará también mayor seguridad la misma reflexión teológica.
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1. SU VINCULACION CON EL ESPIRITU.
Sobre todo el libro de los Hechos nos presenta al / Espí­ritu Santo como el protagonista de la vida tanto de la Iglesia como de cada cristiano, de la misma manera que el tercer evangelio nos lo presentaba como el protagonista de la vida de Jesús: pensemos en su concepción virginal (Lc 1,35), en su bautismo Lc 3,21-22), en su vida pública, que se desarrolla bajo el signo del Espí­ritu (Lc 4,1-2; Lc 4,14-21 etc. ).
Pentecostés es la manifestación visible del Espí­ritu, que hace de los apóstoles, antes cobardes y temerosos, personas valientes y decididas, inaugurando así­ el tiempo de la Iglesia como tiempo del Espí­ritu (Hch 2,1-4).
Los signos a través de los cuales se manifiesta el Espí­ritu son sumamente sugestivos. Pensemos en el †œruido del cielo, como de viento impetuoso† que llenó toda la casa donde estaban los apóstoles y que recuerda la teofaní­a del Sinaí­ (Ex 19,16-25); el †œviento† es uno de los sí­mbolos más antiguos del poder de Dios y corresponde a la raí­z misma del término †œespí­ritu†™ (en hebreo, rüah)- Las †œlenguas de fuego que se repartí­an y se posaban sobre cada uno de ellos recuerdan la †œcolumna de fuego† que guiaba a Israel por el desierto en su marcha hacia la tierra prometida, sí­mbolo de la presencia de Yhwh (Is 6,5-7). Tenemos, finalmente, el don de las †œlenguas, que no encuentra paralelo en el AT, ya que es el signo del carácter universal del nuevo pueblo de Dios, libre ya de toda clase de división de razas, de condición social y hasta de sexo (Ga 3,27-28), y en camino hacia la reconstrucción de la unidad plena del género humano, en contraposición a la dispersión que representó en sus tiempos la torre de Babel (Gn 11,1-9).
A partir de entonces será siempre el Espí­ritu el que con nuevas intervenciones caracterizará las nuevas etapas de expansión de la Iglesia; así­ ocurrirá en el episodio de la conversión de Cornelio y de su familia, que el mismo Pedro equipara al acontecimiento de pentecostés (Hch 10,44-47; Hch 11,15-17; Hch 15,7-9 ). Así­ ocurrirá con ocasión de la predicación a los sama-ritanos y en el choque con Simón Mago, que solicita poder comprar el Espí­ritu con dinero (Hch 8,14-25). . Lo que imijorta en estos hechos es que el Espí­ritu continúa siendo dado a los creyentes en condiciones siempre nuevas; esto significa que pentecostés-inauciuró el tiemio del Espí­ritu, pero sin agotarlo, por así­ decirlo. Fue sólo el comienzo de todos los Pentecostés sucesivos de la lçilesia.
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2. ¿Un rito distinto del bautismo?
Pero hay otra cosa que importa observar, a saber: que el don del Espí­ritu no se identifica con el sacramento del bautismo, a pesar de que tiene mucho que ver con él.
En este sentido son significativos dos episodios que nos refieren los Hechos de los Apóstoles. El primero es aquel al que ya nos hemos referido: el anuncio del evangelio en Samarí­a, después de la persecución que tuvo lugar en tiempos de Esteban. Habiendo predicado el diácono Felipe el evangelio en aquella región, tuvo un éxito tan grande que mucha gente creyó y se hizo bautizar; entre ellos estaba el mago Simón (Hch 8,5-13).
Conocido el hecho en Jerusalén, los apóstoles, quizá para controlar mejor la situación, †œles enviaron a Pedro y a Juan; llegaron y oraron por los samaritanos, para que recibieran el Espí­ritu Santo, pues aún no habí­a bajado sobre ninguno de ellos, y sólo habí­an recibido el bautismo en el nombre de Jesús, el Señor. Entonces les impusieron las manos, y recibieron el Espí­ritu Santo† (Hch 8,14-17). En este momento es cuando interviene Simón Mago con su indecorosa solicitud de comprar con dinero el poder de dar el Espí­ritu Santo (Hch 8,18-25).
Lo que más nos interesa subrayar es la clara distinción que hace este texto entre el bautismo que habí­a recibido ya aquel grupo de cristianos por obra de Felipe, como consecuencia de su adhesión al evangelio, y un rito posterior, integrado por gestos y oraciones, que confiere el don del Espí­ritu, como si el bautismo no fuera más que la etapa inicial de un itinerario más largo para llegar a ser plenamente discí­pulos de Cristo: †œLlegaron y oraron por los samaritanos para que recibieran el Espí­ritu Santo… Entonces les impusieron las manos, y recibieron el Espí­ritu Santo† (Hch 8,15-17). También el hecho de que fueran sólo los apóstoles los que impusieran las manos deberí­a significar algo muy importante, que lógicamente completa, confirmándolo, lo que ya expresaba de suyo el bautismo. Quizá haya en este rito ulterior un deseo o una voluntad de ligar entre sí­, con la fuerza del Espí­ritu, a las diversas Iglesias que se iban creando entre tanto.
Si no estamos equivocados, es aquí­ donde deberí­amos ver las primeras huellas de un sacramento distinto del bautismo, aunque í­ntimamente unido a él, que debí­a insertar más profundamente en la comunidad, con el compromiso de manifestar .también hacia fuera la misteriosa presencia del Espí­ritu.
El otro episodio, igualmente significativo en este sentido, es el que nos narra también el libro de los Hechos. Cuando Pablo, durante el tercer viaje, llega a Efeso, encuentra algunos discí­pulos, a los que pregunta si habí­an †œrecibido el Espí­ritu Santo† en el momento de llegar a la fe. La respuesta fue sorprendente: †œNi siquiera hemos oí­do decir que haya Espí­ritu Santo†™. En efecto, no habí­an recibido más que el bautismo de Juan. Entonces Pablo se puso a catequizarles, y ellos †œse bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor. Cuando Pablo les impuso las manos descendió sobre ellos el Espí­ritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar. Eran en total unas doce personas† (Hch 19,1-7).
También aquí­ tenemos con claridad dos ritos distintos: el bautismo (†œse bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor†) y la posterior †œimposición de manos† con la colación del Espí­ritu por obra del apóstol. Se describen aquí­ expresamente las manifestaciones a través de las cuales se hací­a visible la obra del Espí­ritu: el †œhablar en lenguas† y el †œprofetizar†. Prescindiendo de cuál fuera su í­ntima naturaleza, que no resulta fácil descifrar, estos dones tení­an que tender a la dilatación del anuncio evangélico; por consiguiente, se trataba de algo que se daba, no ya sólo para el individuo, sino para el bien de toda la comunidad. Es más o menos lo que Juan en su lenguaje llama †œtestimonio† (martyria).
Así­ pues, queda plenamente fundada la convicción que se deriva de los dos hechos recordados: al lado del bautismo, la Iglesia apostólica parece conocer otro sacramento, que conferí­a el Espí­ritu, el cual se manifestaba sobre todo en el †œhablar en lenguas† y en el †œprofetizar†, es decir, en la fuerza del anuncio y del testimonio hacia los de fuera.
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3. Relaciones con la pneumatologí­a paulina.
Además del libro de los Hechos, es muy interesante en este sentido la doctrina de Pablo, no sólo por la fuerte acentuación pneu-matológica, sino también por una especie de relación que él parece establecer entre el Espí­ritu Santo y la iniciación cristiana en general. Es sobre todo esta relación la que ahora nos interesa analizar, aunque colocándola en el trasfondo de la pneu-matologí­a paulina general.
Ya nuestra filiación adoptiva, que es producida por el bautismo, está garantizada por la presencia en nosotros del Espí­ritu: †œY como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que dama: i Abba, Padre!†(Gál 4,4-6; Rm 8,15). A pesar de que está í­ntimamente vinculado al bautismo, el Espí­ritu no parece identificarse con él como efecto suyo, ya que viene como para dar testimonio del mismo.
De todas formas, más que distinguir o separar, Pablo intenta unir: el dinamismo salví­fico no está hecho de compartimientos estancos. Esto mismo aparece también en el pasaje siguiente. †œHabéis sido lavados, consagrados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espí­ritu de nuestro Dios† ICo 6,11). Las referencias al bautismo son explí­citas (†œhabéis sido lavados†); pero todo está abierto a la obra del †œEspí­ritu de nuestro Dios†, que no está ciertamente bloqueado en su actuación, sino que tiende a configurar con él a todos los que se fí­an de su obra; en este terreno se puede llevar a cabo todo aquel perfeccionamiento que la liturgia y la teologí­a posterior han atribuido a la confirmación.
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4. La confirmación como concesión DEL SELLO DEL ESPíRITU.
Este proceso de configuración con la presencia interior del Espí­ritu está expresado en san Pablo mediante el verbo sphraghí­zein, †œsellar†, y el sustantivo sphraghí­s, †œsello†, referidos normalmente a la obra de plasma-ción del Espí­ritu.
Al hablar del proyecto misterioso de Dios, que desde la eternidad nos ha escogido en Cristo, tanto a los judí­os como a los paganos, Pablo continúa de este modo: †œTambién vosotros los (paganos) que habéis escuchado la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, en el que habéis creí­do, habéis sido sellados con el Espí­ritu Santo prometido, el cual es garantí­a de vuestra herencia, para la plena liberación del pueblo de Dios y alabanza de su gloria† (Ef 1,11-14).
El sello del Espí­ritu se deriva indudablemente del don de la fe y se refiere también al bautismo; pero dada la amplitud de su acción, que se extiende hasta la †œredención completa† de aquellos que Dios ha adquirido para sí­, es decir, hasta la resurrección final, de la que el Espí­ritu constituye ya una prenda y un anticipo, no puede menos de aludir a otras intervenciones sucesivas de su operación transformativa. Recibir el sello de alguien significa pertenecerle y también realizar acciones dignas de esta pertenencia. Precisamente por esta amplitud de intervenciones del Espí­ritu pensamos que el sello del Espí­ritu es más amplio que aquella asimilación inicial a Cristo que realiza en nosotros el bautismo.
A todo esto nos remite igualmente otro versí­culo de la carta a los Efesios en su parte exhortativa: †œNo entristezcáis al Espí­ritu Santo de Dios, que os ha marcado con su sello para distinguiros el dí­a de la liberación†(Ef 4,30). La †œtristeza† que se puede causar al Espí­ritu es aquí­ sobre todo la de la división de los cristianos entre sí­; así­ pues, el †œsello† del Espí­ritu no plasma únicamente a los individuos, sino a la misma comunidad, para que se haga auténtico †œcuerpo de Cristo†.
A este poder del Espí­ritu para plasmar la Iglesia se refiere también el siguiente pasaje, en el que san Pablo desarrolla precisamente el tema de la Iglesia como †œcuerpo de Cristo†: †œDel mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo, así­ también Cristo. Porque todos nosotros, judí­os y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espí­ritu para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido del mismo Espí­ritu†
ICo 12,12-13).
Tenemos aquí­ dos expresiones que tienen como término de referencia al Espí­ritu en orden a la unidad del cuerpo de Cristo, que es la ¡Iglesia: †œTodos fuimos bautizados en un solo Espí­ritu… Y todos hemos bebido del mismo Espí­ritu†. La segunda expresión es ciertamente más fuerte que la primera, ya que designa una especie de embriaguez, que, a nuestro juicio, no puede reducirse al bautismo. Por eso mismo se debe tratar de una ulterior consagración al Espí­ritu (el verbo está en pasado: lit., †œfuimos abrevados†), que podrí­a corresponder precisamente a nuestra confirmación, la cual se presentarí­a de esta manera como la manifestación más rica y más elocuente del Espí­ritu, a semejanza de lo que ya hemos visto en el libro de los Hechos (hablar en lenguas, etc.).
Finalmente, me gustarí­a citar otro pasaje de Pablo muy parecido, en su lenguaje y en su contenido, a Ep 1,12-13. Después de rechazar toda insinuación sobre cierta doblez en su manera de obrar, Pablo declara a los cristianos de Corinto que es la fuerza misma del Espí­ritu la que le impide semejante oscilación en su actitud: †œDios es el que a nosotros y a vosotros nos mantiene firmes en Cristo y nos ha consagrado. El nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones el Espí­ritu como prenda de salvación†
ICo 1,21-22).
Podrí­amos pensar aquí­ en el †œmu-nus† apostólico, conferido a Pablo con toda la abundancia de dones del Espí­ritu; y en parte esto es sin duda verdad. Pero precisamente la primera expresión (†œDios es el que a nosotros y a vosotros nos mantiene firmes†) remite, a nuestro juicio, a una experiencia que el apóstol comparte junto con sus cristianos. Además de haber sido †œungido† (irí­sas), ha recibido el †œsello† (sphraghisámenos), teniendo además la †œprenda† del Espí­ritu, que lo convierte ya en ciudadano de la ciudad futura.
Se da aquí­ realmente toda la gama de las operaciones del Espí­ritu: desde la primera unción bautismal hasta la concesión de su sello, que designa ya al cristiano como †œpropiedad† especial de Dios, el cual exige, por tanto, que realice las obras de la sinceridad y de la verdad de manera digna del Espí­ritu. Se trata una vez más del tema del †œtestimonio†, que es tí­pico del sacramento de la madurez cristiana.
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III. CONCLUSION.
Para concluir, podemos decir que el NT ofrece motivaciones no gratuitas del sacramento de la confirmación, en las que se expresa de la forma más elocuente la manifestación del Espí­ritu. Aun dentro de la plasmación interior que hace del cristiano, llevando a su madurez la potencialidad del bautismo, el Espí­ritu tiende sobre todo a dar fuerza en orden a un †œtestimonio† más convincente dentro de la Iglesia para plasmarla mejor, sobre todo con el florecimiento de los innumerables carismas, y, fuera de la Iglesia, para luchar contra el mundo.
El †œsello† con que nos marca el Espí­ritu no es un signo invisible, que haya que custodiar celosamente en el corazón, sino que hay que manifestarlo a los demás para señalar nuestra pertenencia a Cristo.
Si las cosas son así­, cabe preguntarse si la adolescencia es el tiempo más adecuado para recibir la confirmación. Las intuiciones bí­blicas necesitan traducirse en praxis pastoral.
BIBL.: Adler ?., Taufe und Handaufiegung. Eme exegetische-teologische Untersuchung vort Apg. 8,14-17, MünsterJ95l; Barral-Baron N., Renouveau de la Confirmation, Cerf, Parí­s 1983; Bqrobio D., Sacramentos en comunidad, DDB, Bilbao 1984, 82-1 05; Botte B., Le vocabulaire anclen déla Confirmation, en †œLa Maison Dieu† 54 (1958) 5-22: Braun F.M., Le don de Dieu et Viniiation chrétienne, en †œNRT† 86 (1964) 1025-1 048; Caprioli ?., Saggio bibliográfico sulla confermazione nelle ricerche storico-leologiche da! 1946 al
1973, en †œLa Scuola cattolica† 103 (1975) 645-656; Dacquino, P., Baltesimo e Cre-sima, Elle Di Ci, Turí­n
1970; Dalbesio ?., II Sigilo dello Spirito secondo Paolo, en †œParole di vita† 1 (1974); Franedi G. (ed.), 1 simboli dell†™iniziazione cristiana, Pontificio AteneoS. Anselmo, Roma 1983; Ferraro G., II dono dello Spirito, en †œLa Civiltá Cattolica† 130 (1979) 348-361; Fitzer Csfraghí­s, sfraghizo, en GLNT XIII, 1981, 379-418;
Ruifini, II Baltesimo nello Spirito, Marietti, Turí­n 1975.
S. Cipriani

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Cuestiones acerca del método
La mayor parte de los estudios sobre la c. no llegan a convencernos, pues, con harta frecuencia, se abordan los problemas en una perspectiva demasiado estrecha. Desde comienzos de la edad media los teólogos escolásticos se esforzaron en definir la naturaleza propia de la c., en oposición al bautismo y eventualmente también a la eucaristí­a (a causa del salmo 103, 15: «panis cor hominis confirmat»), por el análisis de los frutos de este sacramento (cf., p. ej., Lynch). Este método se basa en «axiomas» de una teologí­a sacramental excesivamente pobre, en la cual los sacramentos son considerados con demasiada exclusividad como «instrumentos de la gracia» y se acentúa insuficientemente que ellos son «misterios salví­ficos de la Iglesia» y, además, se establecen diferencias excesivas entre las gracias llamadas «sacramentales», sin resaltar cómo hay una sola fuente primigenia de toda –> gracia, sea sacramental o no lo sea. Teniendo en cuenta que toda gracia está necesariamente contenida en la presencia salvadora de la Trinidad y, por tanto, ha de ser entendida como una realidad salví­fica que desciende del Padre, según la imagen del Ojo y por la virtud perfectiva del Espí­ritu, la actividad propia de los sacramentos en general y de la c. en particular ha de ser considerada como algo inseparable de esta dinámica amorosa de las tres personas divinas, tal como está atestiguada visiblemente y realizada sacramentalmente en la oración litúrgica de la Iglesia (= celebración del misterio de la salvación).

Hemos de elaborar además una teologí­a de la c. en la que se tome en consideración el hecho de que la c. es uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana (los cuales por la consagración y la misión constituyen todos juntos la plenitud de la existencia cristiana) y, en consecuencia, estos tres sacramentos de iniciación, puesto que nos comunican la acción salví­fica del Padre en el Hijo por su Espí­ritu, deben ser estudiados necesariamente en su unidad orgánica. Finalmente, respecto de la confirmación el NT y la tradición, lo mismo litúrgica que teológica, presentan una armoní­a notable (descuidada a menudo en la reflexión técnica) en relación con el hecho central de que la c. nos confiere ante todo el «don del Espí­ritu Santo». Esta verdad precisamente debe guiar nuestra reflexión más que ninguna otra y llevarnos a los dominios de una teologí­a sacramental, eclesiástica y trinitaria.

II. Los datos de la revelación
1. La Escritura
Será, por tanto, insuficiente fundar nuestro estudio sobre la c. en los escasos textos de los Hechos que atestiguan probablemente la existencia de un rito todaví­a muy rudimentario en el tiempo apostólico: oración, imposición de manos, don del Espí­ritu Santo, atestiguado también por el carácter carismático de la Iglesia primitiva (Act 8, 12-17 y 19, 1-7; Heb 6, 2 es menos seguro). Una teologí­a bí­blica de la c. se apoya necesariamente en la teologí­a del dinamismo salví­fico del -> Espí­ritu Santo como don mesiánico (doctrina del AT) del Señor resucitado (Jn 19, 30), comunicado corporativamente a la Iglesia naciente (Act 2, 1-47), universalmente a las naciones (Act 10-11, 18 = pentecostés de los gentiles) e individualmente a cada fiel (p. ej., Act 1, 7-8: tema central del libro de los Hechos). Deberemos seguir la Escritura allí­ donde se remonta hasta el misterio de la –> encarnación como misión del Padre y tipo de nuestra nueva existencia. En efecto, en el bautismo de Juan, Cristo fue entendido y consagrado como profeta y Mesí­as; él predicó, hizo milagros y oró, murió (Heb 9, 14) en y por la virtud del Espí­ritu (cf. sobre todo Lucas). Finalmente, una reflexión teológica sobre estos ricos y múltiples datos bí­blicos (con lo cual la «economí­a» nos introduce en la «teologí­a») nos permite reconocer su faz propia y, por ende, comprender mejor lo que puede significar en el NT la expresión tantas veces repetida de que el Espí­ritu nos ha sido «dado», ya que él es el don por excelencia del Señor resucitado.

Es evidente que, para el NT, la actividad propia del Espí­ritu sostiene y mueve toda existencia cristiana desde el nacimiento de la fe. I. de la Potterie, recogiendo una tradición muy antigua, ha hecho ver que la «unción» del cristiano (2 Cor 1, 21s; cf. Ef 1, 13; 1 Jn 2, 20 27) no tiene significación ritual, sino espiritual, guardando una relación de analogí­a con la unción de los profetas en el AT y la unción profética de Cristo (Lc 4, 18; Act 4, 27; 10, 38; Heb 1, 9). Pablo la considera en su relación con el sello del bautismo, mientras Juan descubre su influencia en todo el desenvolvimiento de la vida cristiana por la fe que precede (1 Jn 5, 6), acompaña (Jn 19, 34-35) y sigue (3, 5) a la recepción del bautismo cristiano. «Esta unción divina significa la acción de Dios que suscita la fe en los corazones de los que oyen la palabra de la verdad» (I. de la Potterie, 120). Esta fe es «confirmada» por el Espí­ritu. No estará de más notar de pasada que la idea de gratia ad robur no es del todo extraña a la tradición apostólica y postapostólica, sin que por ello sea exclusivamente atribuida al Espí­ritu (1 Cor 1, 6ss; 2 Cor 1, 21s, Col 2, 7; Fil 1, 7; 1 Clem 1, 1, 2; IgnMagn 13, 1; PolyK 1, 2). Si es menester renacer por el agua del bautismo, también hemos de renacer por el Espí­ritu, es decir, por la fe en la palabra (Jn 3, 5; 19, 35; 1 Jn 5, 6-8). Esta doctrina corresponde perfectamente a la de los sinópticos sobre la necesidad de la fe para la salvación eterna.

El Espí­ritu es también la fuente de nuestra caridad (Rom 5, 5; 1 Cor 13). Anima nuestra oración (Rom 8, 16; Gál 4, 6). Es la fuente de los carismas (1 Cor 12, 4-12) por los que «edifica» la Iglesia (1 Cor 14, 4; 12 26) y la consagra como templo de Dios (1 Cor 3, 16; Ef 2, 22) en la «comunidad» (Ef 4, 3; Fil 2, 1). El es verdaderamente el alma de toda existencia cristiana (Gál 5, 25; 6, 9; Rom 8, 9, 13; Ef 4, 30). Por la fe está ya presente en el bautismo (1 Cor 6, 11; 2 Cor 1, 22; Tit 3, 5) y en la eucaristí­a (1 Cor 12, 13 ), tradición que la Iglesia antigua conservó en la práctica de la epí­clesis.

Esta doctrina muy rica y matizada no impide al NT distinguir el bautismo de la c. El bautismo está puesto en relación únicamente con la salvación, la remisión de los pecados, la nueva creación, la entrada en la Iglesia (circuncisión) y, sobre todo, con la pertenencia a Cristo. La c., por lo contrario, está referida únicamente al «don del Espí­ritu», cuya naturaleza queda definida ante todo por la experiencia del primer pentecostés: Serí­a, sin embargo, equivocado querer separar estos sacramentos como dos entidades distintas. Es evidente que, para la Iglesia primitiva, forman juntos un solo rito de iniciación (Act 10, 44-48). Teológicamente, dependen ambos del misterio inicial del bautismo de Cristo en el Jordán (Jn 1, 19-34).

Por lo demás, sobre todo para Pablo, la vida cristiana es inseparablemente vida en Cristo y en el Espí­ritu.

2. La liturgia
a) La confirmación como parte integrante del rito de iniciación. Durante los 11 primeros siglos, la c. forma parte, con el bautismo, del rito solemne de iniciación celebrado la noche de pascua y de pentecostés. No siempre es fácil ni, probablemente, tampoco justificado, determinar a cuál de los dos sacramentos se refiere un rito particular (p. ej., la discusión sobre la segunda unción). Los principales ritos de la c. son la imposición de manos con la epí­clesis, la unción y la consignación sobre la frente con el signo de la cruz (alusión al signo Tau de Ez 9, 4).

La Traditio Apostolica, de Hipólito de Roma, nos atestigua la importancia central de la imposición de manos en la Iglesia romana (y quizá también en la alejandrina) del s. III. Hacia esta época, la imposición de manos es reemplazada en oriente por la unción con el óleo perfumado y sagrado (myron), excepto en Egipto. El mismo fenómeno se da en Italia del Norte, en las Galias y en Irlanda. La imposición de manos parece mencionarse raras veces en ífrica y España. Cuando la liturgia romana se difunde por Europa (época de los «sacramentarios» y » ordines»), la unción parece predominar a veces sobre la imposición de manos (influencia franca), si bien, en el s. xi, puede identificarse una restauración pasajera del rito antiguo (imposición de manos sobre todos en general o en particular, tocando al confirmando). El origen de la unción como rito de la c. es desconocido. Es probable que contribuyera a su introducción la interpretación ritual de los textos antes discutidos. Tal vez para los pueblos de Europa la imposición de manos fuera un gesto menos expresivo. En este contexto, la unción prebautismal de la antigua Iglesia siria (inmediatamente cercana a la de Palestina) no era considerada como un exorcismo, sino probablemente como una consagración del catécúmeno por el Espí­ritu de la fe.

b) La confirmación como rito separado. Hacia el s. xi se forma una liturgia propia para la c., sobre todo en occidente, donde el obispo sigue siendo su ministro ordinario. La multiplicación de las parroquias dificulta la unión de la c. con el bautismo, sobre todo en el bautismo de niños. Entretanto, la unción de la frente con el santo crisma y la «consignación» se habí­an fusionado en un solo gesto ritual, unido a veces a la imposición de la mano (así­ en Alcuino: Dz 419, 450). En un esfuerzo de unificación litúrgica, Inocencio vtir impuso en 1485 el pontifical de Durando de Mende (entre el 1293 y el 1295), ya ampliamente difundido. Después de la edición de este pontifical el año 1497, desaparece totalmente la imposición de manos; esta práctica queda confirmada por el concilio de Florencia (Dz 697) y por la reforma tridentina. En occidente se hace general el rito de la «alapa», que probablemente tiene origen germánico. En 1752, Benedicto xtv introduce nuevamente la imposición de manos en el momento de la unción (apéndice de su pontifical). León xiii y la editio typica del pontifical de 1929 describen el rito de manera muy clara: «per manus impositionem cum unctione chrismatis in fronte» (CIC can. 780). La imposición de la mano parece ser considerada actualmente como rito principal (AAS 27 [1935], p. 16). El concilio Vaticano ii ordena la restauración de la liturgia de la c. como rito de iniciación cristiana y permite administrarla durante la misa (Const. lit., 71).

El testimonio dogmático de la liturgia queda manifestado sobre todo en sus oraciones, expresión, según el Aquinate y toda la tradición medieval, de la fe de la Iglesia. La liturgia antigua describí­a el sentido de la c. particularmente en la epí­clesis. Is 11, 2 fue citado desde los primeros siglos. El oriente ha permanecido fiel a una fórmula consecratoria que data del s. iv: Eqppayí­s BWpéoaQ nveú~t»Tos ‘Aytov. ‘A[.~v. Al principio el occidente conoció fórmulas similares. Hacia el s. x se difundió la fórmula sacramental usada hasta hoy: «Signo te signo crucis (antigua consignación) et confirmo te charismate salutis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.» Diversas oraciones, algunas de ellas muy antiguas, exponen la doctrina del don del Espí­ritu Santo.

3. La evolución doctrinal
Sin querer defender con G. Dix y L. Bouyer una ruptura entre la patrí­stica y la escolástica, no podemos negar que la teologí­a de la c. presenta en estas dos épocas y por razones diversas rasgos bastante diferentes. Los padres exponen generalmente su doctrina en el curso de las grandes catequesis, preparatorias a la noche pascual, cuya unidad litúrgica respetan con toda naturalidad. Su intención es pastoral y espiritual. La verdad central de que la c. nos da el Espí­ritu les basta, tanto más cuanto que su teologí­a respeta más la peculiaridad de las personas divinas. En ricas alegorí­as sobre los textos bí­blicos que mencionan el Jrisma o la sfragis, elaboran una amplia doctrina acerca de la presencia y actividad del Espí­ritu en las almas. La escolástica incipiente, al abordar por vez primera el tema de la c. se encuentra un tanto desamparada. Todo su esfuerzo de reflexión teológica parece centrarse en la especificación de la gracia sacramental propia de la c., en oposición al bautismo y a la eucaristí­a. El cí­rculo en torno al PsMelquiades tiende a resaltar en demasí­a la importancia de un aspecto secundario de la tradición antigua, la famosa gratia ad robur, cuando no se conforman con un simple augmentum gratiae. Y por desgracia son precisamente estos dos aspectos los que el Maestro de las sentencias resume en su IV Sent. d. 7. Sin embargo, serí­a falso e injusto reducir a estos pobres datos toda la teologí­a escolástica sobre la c. La tradición acerca de «la plenitud del Espí­ritu» (Is 11, 2), conservada especialmente en la liturgia, sigue irradiando con la misma fuerza. La doctrina del carácter permite a la alta escolástica profundizar el aspecto eclesiológico y cultual de la c. Los grandes temas patrí­sticos sobre el sacerdocio real (1 Pe 2, 5) y sobre la analogí­a entre la unción de Cristo, la venida del Espí­ritu Santo en pentecostés y la unción de los fieles al recibir la c., tantas veces ausentes de la «teologí­a escolar», se han puesto de relieve cada vez más, sobre todo en los últimos cincuenta años, aun cuando esto se deba a motivos de la época (-> acción católica, emancipación de los laicos, etc.).

4. La evolución doctrinal en los textos del magisterio eclesiástico
a) Doctrina general. El magisterio eclesiástico confirmó la doctrina teológica en el concilio de Florencia, en el decreto de unión con los armenios (Dz 695, 697, que constituye un resumen del tratado De fide et sacramentis de Tomás de Aquino), y en el concilio de Trento (Dz 844, 852, 871ss); el CIC, can. 780-800 ofrece un resumen de dicha doctrina. La c. es uno de los siete sacramentos (Dz 52d, 98, 419, 424, 465, 669, 697, 871).

Como el bautismo y el orden, imprime carácter sacramental (Dz 695, 852, 960, 996).

b) El ministro. En oriente, el presbí­tero es el ministro ordinario desde el s. iv, pero la consagración del myron sigue reservada al obispo, preferentemente al patriarca. Entre los s. iv y viir hallamos en occidente testimonios de donde se desprende la posibilidad de una delegación a un presbí­tero, pero sólo en caso de necesidad o por decisión especial (Mansi iv, 1002, ix, 856). La Iglesia de Roma ha considerado al obispo como el ministro ordinario, y prescribió esta práctica primero para las diócesis suburbicarias (Inocencio i: Dz 98; Gregorio i: PL 77, 677, 696; Gelacio i: PL 59, 51), y más tarde para todo el occidente, en parte bajo el influjo de falsas decretales. Esta disciplina se hizo tan común (gracias al Decreto de Graciano y a P. Lombardo), que pronto se planteó la cuestión de la necesidad de una delegación pontificia para la licitud y hasta para la validez de una c. administrada por un simple sacerdote. Desde el s. xIII (misiones de Asia) hasta Pí­o xti (ASS 38 [1946], p. 349-358: delegación del párroco en caso de peligro de muerte), los pontí­fices romanos han mantenido este privilegio (confirmado por el concilio de Florencia: Dz 573, 697 ). Después del concilio de Trento los teólogos llegaron a plantearse la cuestión de si era válida la c. administrada en oriente por un sacerdote. Se la creyó inválida, sobre todo para las regiones con relación a las cuales se suponí­a que no existí­a una delegación pontificia (Dz 1459, nota 2), como en el caso de los í­talo-griegos (Dz 1086, nota 1; Dz 1458). Benedicto xiv reconoció la validez de las c. orientales en los otros paí­ses de oriente «ob tacitum privilegium a Sede Apostolica illis concessum» (De syn. disquis. vii, 9), cosa admitida hoy generalmente por los teólogos (cf. p. ej., las discusiones preparatorias al Vaticano r: Mansi 49, 1115, 1127, 1162, 1165), y ratificada ahora por el Vaticano rz (De Oecumenismo n. 16; De Eccl. orient. n. 13). En el mismo decreto se atribuye a los sacerdotes de rito latino la facultad de administrar la c. a los fieles de rito oriental guardando las normas del derecho (De Eccl. orient. n. 14; CIC, can. 872, S 4; SC Orient., decreto de 1-5-1948).

c) El sujeto es todo cristiano bautizado en estado de gracia (CIC can. 786). La cuestión pastoral más discutida es la de la edad en que ha de administrarse la c. No existe uso común en la Iglesia universal. El oriente administra el bautismo, la eucaristí­a y la confirmación apenas nace el niño, ateniéndose con ello a la unidad y estructura del rito de iniciación. En España, Portugal y sus antiguas colonias la c. se administra algunos años después del bautismo. La edad media la retardó a veces hasta los 15 años (Dz 437), uso mantenido después del concilio de Trento (entre los 7 y los 11 años). Después de la revolución francesa algunos paí­ses de Europa retrasaron la c. hasta los 12 años; y, a partir del decreto de Pí­o x de 1910 sobre la comunión hacia los 7 años, la unieron con la llamada «comunión solemne». Roma se esfuerza prudentemente, a través de diversas instrucciones de las congregaciones romanas, por restablecer el antiguo orden de la iniciación y poner la c. hacia los 7 años (CIC c. 788). Se trata únicamente de una cuestión de pastoral litúrgico y sacramental. Sin género de duda es importante restaurar el orden de la iniciación, y, sobre todo, reservar a la eucaristí­a la consumación de la iniciación en la unidad del pueblo de Dios en torno a su Señor. Pero es también cierto que en algunos paí­ses existen razones graves de pastoral para retardar la c. hasta el principio de la edad adulta. El Vaticano ri se abstuvo prudentemente de dar una ley general.

d) El signo sacramental. Para la unción, la Iglesia occidental emplea el santo crisma, que se compone de aceite de olivas y bálsamo (Dz 419, 450, 697, 872, 1458); en cambio, la Iglesia oriental mezcla a veces en el myron hasta 40 substancias aromáticas. El santo crisma es consagrado, únicamente por el obispo (Dz 93, 98, 450, 571, 697, 1088). Anteriormente hemos visto la evolución de los ritos de la imposición de manos (Dz 424, 1963) y de la unción (Dz 419, 450, 697 ), así­ como de las palabras sacramentales en oriente y en occidente.

e) Carácter y gracia peculiar de la confirmación. El magisterio eclesiástico no ha querido precisar la doctrina sobre el carácter. Respecto de la gracia, ha seguido las fluctuaciones doctrinales de los teólogos. La c. da el Espí­ritu (Dz 98, 450), es un nuevo pentecostés (Dz 697) y perfecciona el bautismo (Dz 52d, 695). En la edad media el magisterio acentuó más que nada el aumento de la gracia y la gratia ad robur (Dz 419, 695) para confesar la fe (Dz 697). Cabe concluir que el magisterio deja ancho espacio a los teólogos en la interpretación especulativa de la esencia de este sacramento.

III. Teologí­a de la confirmación
1. Las dimensiones salví­fí­cas de la c.

Ya hemos subrayado los aspectos fundamentales de la c. Es el «don del Espí­ritu Santo», y, por ello, un nuevo pentecostés. Como sacramento de la consagración en la iniciación cristiana, acaba el bautimo y prepara normalmente para la plena comunión eclesiástica en la -> eucaristí­a. Toda teologí­a de la c. debe esclarecer y fundamentar estos tres elementos constitutivos.

El Espí­ritu se reveló a sí­ mismo al constituir en pentecostés la Iglesia primitiva, la cual es esencialmente «Iglesia del principio» y, por eso, imagen ejemplar para el futuro. En la experiencia de pentecostés el Espí­ritu manifestó la naturaleza de su misión salví­fica, como «promesa del Padre» y «don del Cristo muerto y resucitado», y con ello dio a conocer implí­citamente la peculiaridad intratrinitaria de su persona. En efecto, una persona divina no puede manifestarse en su misión salví­fica sin mostrar en cierto modo su fisonomí­a propia en el misterio de la Trinidad. Al revelar en su obra lo que ella es «para nosotros», no puede menos de dejar entrever lo que es «en sí­» y «para sí­». Si anteriormente los teólogos hablaron con excesiva precisión sobre el «en sí­» de las personas divinas, hoy caemos en la tentación de considerar únicamente su «para nosotros». Ambos aspectos guardan entre sí­ una dialéctica que debe mantenerse plenamente.

En la Iglesia apostólica el Espí­ritu Santo no posee una obra que le sea exclusivamente propia, él consuma la obra del Padre en Cristo. Pero ¿cuáles son las dimensiones de esta consumación? La primera es sacarnos fuera de nosotros mismos en el testimonio, uno de los aspectos mejor conservados en la tradición teológica. Esta fuerza de testimonio va más allá de las técnicas de apostolado, gobierno y organización. Lleva consigo toda la amplitud de aquel acontecimiento (consuelo, paz, persuasión, amor, etc.) que libera a la persona humana para su propia esencia y para una profunda solidaridad con los demás. Estas relaciones interpersonales quedan purificadas, intensificadas y, a la vez, completamente renovadas (dialéctica entre lo natural y lo sobrenatural) por el impulso del Espí­ritu que nos une a todos en su » comunidad». Pero esa dimensión «para los demás» es dialécticamente inseparable de nuestro «en sí­». El Espí­ritu nos lleva, pues, al interior de nosotros mismos. El perfecciona nuestra participación en la existencia del Hijo y nos dirige así­ al Padre, fuente transcendente e inmanente de vida divina y de salvación. Por la gracia el «en sí­» y «para sí­» de cada uno se encuentra realmente «en Dios», fuente interior que vivifica continuamente el misterio de nuestra persona y de su comunidad con los otros. En suma, la gracia del Espí­ritu consiste en una interiorización cada vez más profunda y en una exteriorización a través del testimonio y de la profecí­a, dos aspectos por los que se realiza nuestra participación en la existencia de Cristo y nuestro encuentro con el Padre. Así­ descubrimos cómo la c. consuma el bautismo. El bautismo en efecto nos une a Cristo, comunicándonos la gracia fundamental de ser «los siervos en el Siervo y los hijos adoptivos en el Hijo». La c. realiza y perfecciona este acto salví­fico en la dialéctica de la unión mí­stica y del testimonio.

En el plano de la historia de la salvación, el bautismo hace operantes para nosotros la muerte y la resurrección del Señor, y la c. nos comunica la gracia de Pentecostés. En el fondo, la necesidad de la c. estriba en la necesidad de la venida del Espí­ritu Santo en relación con la acción salví­fica de Cristo. En otros términos, las relaciones entre el bautismo y la confirmación derivan de las relaciones entre resurrección y pentecostés en el plano de la historia de la salvación. Así­, el bautismo y la c. son verdaderamente misterios y actos salví­ficos de Dios, manifestados y realizados sacramentalmente en la Iglesia, y hechos operantes con relación a una determinada persona, la cual queda incorporada con ello a la comunidad del pueblo de Dios. Por eso se los puede llamar sacramentos constitutivos, ya que por la consagración y la misión «constituyen» a un hombre en miembro de la comunidad salví­fica, formada por Cristo y su Espí­ritu.

Aquí­ se inserta la doctrina sobre el carácter sacramental. Acerca de este punto existen diversas sentencias entre los teólogos. La doctrina tomista de la ordinatio ad cultum conserva su valor. Se ha olvidado que el carácter (sacramentum et res) poseí­a primitivamente como «signo» un aspecto visible. Tal vez se han exagerado sus estructuras ontológicas. Nosotros preferimos devolver al carácter sacramental su antiguo aspecto de signo. Existencialmente el carácter se funda en la fidelidad divina (razón fundamental de que el sacramento no pueda repetirse), manifestada visiblemente y atestiguada a la vez por la Iglesia en el acto sacramental. En el hombre, este carácter implica tres dimensiones en un orden de interioridad creciente: en el plano de la Iglesia visible, un complejo de derechos y deberes; en el plano de la Iglesia sacerdotal (la idea de culto), una misión determinada por la que se participa de la misión sacerdotal de Cristo; y en el plano de la Iglesia espiritual, una consagración a Dios. Estos tres aspectos están ligados unos a otros y finalmente a la gracia sacramental por la dialéctica del sí­mbolo y su realización (sacramentum et res). Así­ la c. nos concede ante todo la plenitud de derechos de un miembro de la Iglesia. Este estado jurí­dico significa y realiza una misión real por la que se participa del sacerdocio de Cristo (sacerdocio real de los fieles). Esa misión significa y realiza una consagración (la unión del Espí­ritu). Y la consagración significa y realiza nuestra santificación por la gracia del Espí­ritu. Sobre todo bajo este aspecto serí­a funesto separar totalmente la c. del bautismo. Los dos juntos forman la totalidad de nuestra iniciación cristiana en la única salvación «en Cristo» y «en el Espí­ritu» operada por el Padre.

2. Comparación con las opiniones teológicas conocidas
La tradición teológica ha mantenido esta verdad, aunque a menudo en una formulación demasiado estrecha y «cosista». En el contexto más amplio de una sana teologí­a «del don del Espí­ritu», comprendemos mejor cómo la c. puede «aumentar» la gracia del bautismo y conferirnos una gratia ad robur in protestatione fidei. Algunos definen la c. como el sacramento de la madurez cristiana. Esta definición es válida si no la entendemos en un sentido inconscientemente biológico o psicológico, sino dogmático, como plenitud cristiana en el Espí­ritu. En el mismo orden de ideas comprendemos la importancia de la c. para la emancipación espiritual de los laicos. La c., en efecto, perfecciona la consagración del bautizado para el sacerdocio real de los fieles. Y es igualmente importante para los sacerdotes y obispos, que siguen siendo esencialmente «fieles». Pues el orden no es un sacramento constitutivo como el bautismo y la c., sino que él confiere a determinados fieles dentro del pueblo de Dios una consagración y misión funcional con autoridad profética y santificación ministerial. Un sacerdote no queda «constituido» en un estado superior al de los fieles, sino que está ordenado para el servicio de la comunidad y de Cristo.

Piet Fransen

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La confirmación es uno de los siete sacramentos de la Iglesia Católica Romana y de la Iglesia Oriental u Ortodoxa. La iglesia de Roma enseña que la confirmación fue instituida por Cristo, a través de sus discípulos, para la iglesia. Su historia es algo incierta y sólo fue recibida gradualmente como un sacramento. Pedro Lombardo le dio un status sacramental en el siglo XII y también Tomás de Aquino en el XIII; finalmente, el Concilio de Trento definió su situación en el siglo XVI. Siendo uno de los dos sacramentos administrados por un obispo en la Iglesia Católica Romana, su propósito es hacer de aquellos que han sido bautizados en la fe, valientes soldados de Jesucristo. Se administra a los niños después que ellos reciben su primera comunión, generalmente alrededor de los doce años. Tomás de Aquino escribió acerca de esto:

«la confirmación es al bautismo, lo que el crecimiento es a la generación». Se administra de acuerdo a la siguiente fórmula: «Yo te signo con el signo de la cruz y te confirmo con el ungimiento de salvación». Ya que confiere un carácter indeleble al que lo recibe, se administra solamente una vez. Según la teología católica romana, la gracia santificadora consistente en los siete dones del Espíritu Santo se confiere al receptor de este sacramento. En la iglesia luterana la confirmación es un rito antes que un sacramento, y el receptor la ofrece como una confirmación en su propio corazón de los votos bautismales que sus padres asumieron en su representación. Se administra a los trece o catorce años de edad, y da acceso al receptor a la comunión. En la Iglesia Episcopal es un rito sacramental que complementa al bautismo.

BIBLIOGRAFÍA

H.J.D. Denzinger, Sources of Catholic Dogma; G.W. Bromiley, Sacramental Teaching and Practice in the Reformation Churches.

Gregg Singer

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (117). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

1. La voz gr. bebaiōsis (Fil. 1.7; He. 6.16) se traduce así y significa “un hacer firme” y “una ratificación válida”, respectivamente. En el AT siete raíces heb. se traducen “afirmar”, “reafirmar”, y “confirmar” (p. ej. Is. 35.3; Est. 9.32). En el NT se emplean cuatro verbos gr. en forma similar. 1. bebaioun; p. ej. Ro. 15.8, “confirmar las promesas”. 2. kyroun, que se usa en relación con un parto (Gá. 3.15, “ratificado”), y una actitud personal (2 Co. 2.8, “confirmar el amor”; °ba “reafirmar el amor”). 3. mesiteuein, p. ej. He. 6.17 (°lpd, “confirmar”; °vrv2 “interponer juramento”), donde el significado es que una promesa está garantizada porque Dios está actuando como mediador (cf. °vp). 4. epistērizein es el término que Lucas emplea en Hch. para el efecto fortalecedor que producen las misiones apostólicas en los demás creyentes (11.2, texto occidental), en el ánimo de los discípulos (14.22, en “las almas” de los discípulos, °vm), en las iglesias (15.41) y en los hermanos (15.32).

2. El rito eclesiástico conocido como “confirmación” o “imposición de manos”, no reconoce su origen en estos vv., en los que Lucas habla solamente del efecto de consolidación de la fe que deriva de la presencia y la predicación apostólicas, sino presumiblemente en pasajes como Hch. 8.14–17; 19.1–6, en los que la imposición de manos precede al espectacular descenso del Espíritu Santo sobre personas recién bautizadas. Dos observaciones pueden hacerse. En primer lugar, en estos vv. de Hch. el don del Espíritu Santo está asociado principalmente con el bautismo, no con un rito posterior e independiente de “imposición de manos” (cf. He. 6.2). En segundo lugar, el libro de Hch. no muestra una secuencia constante. Así, la imposición de manos puede preceder al bautismo, y puede realizarla alguien que no sea apóstol (Hch. 9.17ss); en Hch. 6.6; 13.3 va asociada, no con el bautismo, sino con tareas especiales que deben realizarse (cf. Nm. 27.18, 20, 23) en relación con la actividad misionera de la iglesia.

Bibliografía. G. Singer, “Confirmación”, °DT, pp. 115–116; P. Fransen, “Confirmación”, Sacramentum mundi, 1972, t(t). I, pp. 912–925; J. Feiner y M. Lohrer, “El sacramento de la confirmación y el desarrollo cristiano”, Mysterium salutis, 1984, t(t). V, pp. 278–298.

G. W. H. Lampe, The Seal of the Spirit, 1951; H. Schönweiss et al., NIDNTT 1, pp, 658–664; H. Schlier, TDNT 1, pp. 600–603; sobre el rito de “confirmación”, véase ODCC.

M.R.W.F.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico