v. Apetito, Deseo, Pasión, Placer
Rom 6:12 de modo que le obedezcáis en sus c
1Th 4:5 no en pasión de c, como los gentiles
Tit 3:3 extraviados, esclavos de c y deleites
Jam 1:14 cuando de su propia c es atraído y
1Pe 4:2 para no vivir .. conforme a las c de los
2Pe 1:4 la corrupción que hay .. a causa de la c
2Pe 2:18 hablando .. seducen con c de la carne
Apetito desordenado de placeres. Dios aborrece ese pecado, y es razón de nuestras tentaciones: Mat 5:28, Mar 4:19, Luc 4:38, Stg 1:14, Rom 6:12, 1 Ts.4; 5, Tit 3:3.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
El término griego epithumia se traduce como †œdeseos† (Rom 13:14; Efe 2:3), pero siempre con la idea de exageración en ese sentimiento o inclinación. Cuando el Señor Jesús dice: †œÂ¡Cuánto he deseado comer esta pascua con vosotros antes que padezca!† está usando esa misma palabra (epithumia =cuánto he deseado [Luc 22:15]). Pero mayormente la palabra es utilizada para señalar la inclinación al mal de nuestra naturaleza caída, que produce apetencias, codicia ilegítima, deseos exagerados, recurrentes, desordenados, vehementes y siempre pecaminosos. Así, los hombres viven †œen la c. de sus corazones† (Rom 1:24), pero los creyentes no deben obedecer las c. del pecado en sus cuerpos mortales (Rom 6:14; 1Pe 4:2-3).
Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano
vet, Una codicia ilegítima y desordenada (Ro. 1:24; 6:12; 1 Ts. 4:5; Stg. 1:14, 15; 1 P. 4:2, 3; 2 P. 1:4; 2:10, 18; 3:3).
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
[301]
Tendencia de la naturaleza hacia lo que agrada a los sentidos, incluso aunque no sea conforma a la razón o a la voluntad de Dios. Se identifica este concepto con el deseo hacia el placer sensorial, no sólo sexual, pero también responde al afán de poseer, de dominar, de sobresalir y a cuantos movimientos desordenados se escapan del sereno control de la voluntad.
En la Sagrada Escritura se habla a veces de esa tendencia al desorden ético mediante el goce hedónico. No se describe con el verbo latino «concupiscere», desear, sino que en el Antiguo Testamento se recoge con el verbo «äwä» (Ex. 20.17; Prov. 6. 25), que indica desear algo que no está bien; y en el Nuevo Testamento se usa el término griego «epizumia» (Rom. 1.24-32; Gal 5.16-26; San. 1.14; 1 Jn. 2. 15-17), el cual se traduce por deseo de la carne, inclinación natural, afán de placer, que son formas de expresar esa inclinación que conduce al pecado.
La ascética cristiana suele relacionar la concupiscencia con el pecado original y el desorden introducido por el alejamiento de Dios desde la infidelidad primera al plan de Dios en el Paraíso. En esa creencia se basa la necesidad de luchar contra las propias inclinaciones.
A esas pasiones de la concupiscencia se las llama «concupiscibles» o tranquilas, pues buscan el placer sin más. Y a las que suscitan reacciones agresivas se las denomina «irascibles» o violentas. En ambas, la persuasión de que algo (la concupiscencia) en nosotros nos lleva al mal es la base de la lucha ascética.
Pero no es fácil en ambos casos diferenciar perfectamente lo que es tendencia del hombre conforme con su naturaleza animal: instintos de conservación, de defensa, de reproducción, de posesión; y lo que realmente es desajuste de la naturaleza: pasión de envidia, avaricia, lujuria, ira, etc. Por eso no es fácil por razón detectar lo que es bueno y lo que es malo, aunque la experiencia íntima bien lo discierne.
La llamada carta I del Apóstol Juan condensa las malas inclinaciones en las tres concupiscencias (epizumia): «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia (alathoneia) de la vida.» (1 Juan 2. 15-17)
Sea lo que sea de la identidad de la concupiscencia, lo importante en educación es cultivar la recta razón y la libertad de la voluntad para obrar conforme al ideal cristiano y no conforme a la inclinación natural, como puede actuar cualquier animal irracional. Para eso está la virtud, que es hábito de bien obrar, y la conciencia, que es capacidad de juzgar la bondad o malicia de los actos.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
(v. castidad, sexualidad, vicios capitales)
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
La concupiscencia puede ser el apetito desordenado de placeres carnales (Mt 5,28) o el deseo ambicioso y seductor de bienes terrenos (Mc 4,19). San Juan distingue tres clases de concupiscencia: la de la carne, la de los ojos y la jactancia de las riquezas (1 Jn 2,16).
E. M. N.
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret
Del latín concupiscere (desear ardientemente, ansiar), este término indica el deseo intenso de conseguir algo agradable o de un bien (tanto real como aparente). Según la Escritura, está siempre presente en la vida del hombre y tiene de suyo un carácter ambivalente, aunque no puede negarse que se la presenta sobre todo en su significado negativo de inclinación al mal. Los autores sagrados no refieren la concupiscencia sólo a la esfera sexual, sino a diversas situaciones humanas.
A lo largo de la historia del pensamiento teológico se dan dos orientaciones de fondo en la comprensión de la concupiscencia: la primera, fuertemente influida por el helenismo, hace remontar la concupiscencia a la conflictividad entre el espíritu y la materia que está presente en el hombre; a pesar de estar orientado hacia el bien y la verdad, el espíritu del hombre está fuertemente condicionado por la tendencia a las cosas sensibles y al placer.
en esta perspectiva, la concupiscencia se configura como «un conjunto de inclinaciones espontáneas e irracionales» (M. Flick – Z. Alszeghv), que se escapa del control de la razon o que puede conducir al hombre a lo que la razón misma juzga que no es verdadero o bueno. La segunda orientación concibe la concupiscencia como la deficiencia o el debilitamiento de la capacidad de dirigirse con equilibrio y decisión hacia el bien o hacia los fines justos; no debe entenderse como una inclinación natural al mal o al bien limitado, sino como un signo de la falta de armonía que es «consecuencia de la debilidad de la razón y de la voluntad libre, que no logran someter a las fuerzas inferiores, sino que incluso se ven absorbidas por ellas» (M. Flick – Z. Alszeghy).
Sobre la relación entre la concupiscencia y el pecado original, mientras que Agustín establece una especie de equivalencia entre las dos realidades, Tomás de Aquino afirma que es consecuencia del pecado original, que es «la pasión sostenida por un fuerte deseo» y aunque no es necesariamente negativa y o mala, en la actual condición de la humanidad se configura sobre todo como impulso hacia el mal y no hacia el bien: «La concupiscencia es desordenada -señala el Angélico- en cuanto que contrasta con la razón inclinando hacia el mal o suscitando dificultades para el bien».
En el pensamiento luterano se niega todo posible aspecto «positivo» o «natural» de la concupiscencia; en el ser humano, cuya naturaleza ha quedado » tremendamente arruinada » (Lutero), la concupiscencia se concibe como pecado fundamental que, a partir de Adán, está presente en todos los hombres, en los que permanece incluso después del bautismo.
El concilio de Trento, en contra de la concepción luterana, afirma que la concupiscencia permanece ciertamente en los hombres redimidos, inclinándolos al pecado; por eso hay que combatir contra ella, pero sin confundirla con el pecado mismo, mientras el hombre no siga sus impulsos (cf. DS 1515).
Cuando en 1567 pío Y condenó algunas proposiciones de Miguel Bayo (.71 bayanismo), afirmó entre otras cosas que el hombre pudo haber sido creado por Dios también con concupiscencia; de esto se deduce que la concupiscencia no es de suyo negativa.
Precisamente esta última afirmación del Magisterio puede constituir la base para una valoración equilibrada de la concupiscencia. Si se la entiende como desequilibrio o como impulso que el hombre prueba hacia el bien aparente o hacia valores y fines relativos y no absolutos, no se la puede considerar como algo que pertenezca necesariamente a la condición humana; tampoco se la puede considerar solamente en un sentido negativo, es decir, unida exclusivamente con el pecado.
La concupiscencia debe considerarse ante todo en relación con la condición singular de sujeto encamado, que quiso el Creador para el hombre: precisamente como tal, está llamado a ejercer su propia responsabilidad, procurando ante todo reconstruir fatigosamente el equilibrio y la armonía perdidos, sin renunciar a priori a aquellos elementos de su personalidad que más fácilmente podrían orientarse hacia fines realmente buenos. En el ejercicio de la responsabilidad y en el esfuerzo por construirse a sí mismo, las propias «pasiones » pueden tener una función positiva.
Como enseña Tomás de Aquino, la vida moral alcanza su cima cuando todo el hombre se orienta hacia el bien; escribe: «Entra dentro de la perfección misma del bien moral que el hombre se dedique a él no sólo con su esfuerzo volitivo, sino también con el sensitivo». Pero esto requiere equilibrio, madurez, realismo. Las «pasiones» pueden realmente obstaculizar el camino de maduración y de perfección del hombre, bien sea impidiendo la decisión justa, bien confundiendo a la inteligencia en el reconocimiento de la verdad, o bien frenando el impulso de la voluntad hacia el bien auténtico.
G. M. Salvati
Bibl.: K. Rahner Sobre el concepto teológico de concupiscencia. en Escritos de teología, Taurus, Madrid 1961, 379-416; M. Flick – Z.
Alszeg.hy, El pecado original, Barcelona 1961 : 1d., El hombre bajo el signo del pecado, Sígueme, Salamanca 1972: J B. Metz, Concupiscencia, en CFT 1, 255-264
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
La c. es un dato fundamental de la antropología cristiana. P-sta entiende al hombre como ser dotado de fuerza meramente finita, pero orientado hacia lo infinito, de modo que por constitución lleva en sí mismo un factor de contradicción y de tensión (entre esencia y existencia, entre -> naturaleza y persona). Pero la antropología cristiana sabe también que este ser se halla bajo las consecuencias del pecado (-> pecado original, –> pecado y culpa) y por tanto vive en una profunda escisión. El hecho de esa escisión es tan accesible y familiar a la experiencia universal del hombre, que juega su papel en las filosofías más antitéticas (p. ej., en el -> marxismo y en el –> existencialismo), aun cuando su explicación y fundamentación sean totalmente diversas. Sin embargo, la concepción cristiana de la c. debe trazarse partiendo, no de una definición puramente metafísica del hombre, sino de la historia de la acción de Dios en la humanidad.
Ya en el AT, dentro del contexto de las manifestaciones de la conciencia humana de pecado, aparece la idea de un poder que determina negativamente al hombre en el orden moral, poder que es considerado como un apetito interno, el cual, si bien no es formalmente pecado en sí mismo, estimula sin embargo a contradecir a Dios (Gén 8, 21; Jer 17, 9 ). En la literatura sapiencial esta idea se desenvuelve en la representación del «instinto malo» (Eclo 15, 14), que en el rabinismo llega a presentarse como una magnitud demoníaca. La mala inclinación, que no es deducida todavía de una culpa general, no va inherente a la vida corporal y sensible en cuanto tal, sino, de acuerdo con la antropología unitaria de los judíos, al hombre en su totalidad.
Tampoco en el NT se llega a establecer una antítesis entre el apetito sensible y el espíritu. Aun cuando Pablo se vale en ocasiones de un lenguaje dualista, emparentado con el helenismo, el deseo (étreeu~tta) que se manifiesta en el orden de la «carne» (a»pE), es para él expresión del orgullo impío del hombre entero frente al poder redentor del nveGi,ac. Así, por una parte lo corporal y sensible queda libre de todo desprecio, y por otra parte no se excluye que el mal deseo se manifieste particularmente en el ámbito vital de lo sensible (Gál 5, 13ss; Ef 2, 3 ). Pero si el hombre entero en su constitución terrena aparece como sujeto del apetito, éste adquiere de hecho una fuerza mucho mayor que si se redujera al campo de lo sensible. Ante esa acentuación del carácter antidivino de la c., tenía que pasar a segundo término la idea de su «condición natural» y de su posible función positiva en la realización de la salvación humana. Y, sin embargo, en el reconocimiento de la existencia de la c. aun en los redimidos (Rom 7, 5; 8, 8; 13, 14; Gál 5, 24), así como en el hecho de deducirla del pecado de Adán en el plano de la historia de la salvación (Rom 7, 8), germinalmente había pensamientos que llegarían a plantear la cuestión sobre la relación de la c. con la naturaleza humana como tal (estados del –> hombre) y sobre su forma concreta de realizarse.
En la patrística, bajo el influjo de la psicología estoica y del –> dualismo platónico, la concepción unitaria de la Biblia quedó suplantada por una acentuación unilateral de la realidad sensible y corpórea. Sin embargo, Agustín, p. ej., conoce todavía la concepción unitaria cuando designa la cupiditas como la aspiración egoísta del espíritu a lo que está fuera de Dios, concepción que formó una línea tradicional hasta la edad media (Bernardo de Claraval). En los padres se mantuvo viva la cuestión que acabamos de indicar en el sentido de que, la libertad de la c. atribuida al hombre en su estado natural, fue considerada siempre como un don preternatural de la gracia y, consecuentemente, la c. fue entendida en sí misma como una consecuencia natural de la estructura esencial del hombre, de modo que también habría existido en el status naturae purae, teóricamente posible. De todos modos, frente al -> pelagianismo, se afirmó también que en la c. no se trata de un vigor naturae, sino de un defecto de la naturaleza misma.
Si el concilio de Trento declaró, en contradicción aparente con esta concepción «natural», que la c. «procede del pecado e incita al pecado» (Dz 792), hemos de advertir cómo sus palabras se hallan encuadradas en una perspectiva histórico-salvífica, en la cual la forma concreta de la c. se presenta en estrecha dependiera del pecado. Pero, como quiera que, aun dentro de esa forma desarrollada con suma intensidad en la historia de la salvación, la c. tiene como presupeusto una estructura natural, es posible seguir afirmando esta estructura natural y, con ello, también cierta ambivalencia ética de la misma. Lo cual permite una valoración positiva de los actos espontáneos del apetito para la propia realización personal y una rehabilitación general de la «sensibilidad» humana. Y, sin embargo, en la «condición natural» hemos de ver solamente un elemento formal o estructural de la c., el cual no llega a su plenitud material más que en virtud de la tendencia desencadenada por el pecado. Esta tendencia sólo es comprendida rectamente si la c. se entiende como un dinamismo, dirigido contra lo «sobrenatural», del hombre que se afirma a sí mismo en forma absoluta. Solamente así adquiere la c. su sello característico en la presente situación salvífica, el matiz de la oposición del hombre que se halla bajo la acción del pecado a su destinación «sobrenatural», a su orientación hacia lo infinito. De esa manera la c. se convierte en un –> «existencial negativo», que estrangula al hombre en lo relativo a su consumación, la cual es natural y sobrenatural a la vez.
Este aspecto total de la c., que parte de la resistencia contra el orden sobrenatural, incluye también una consecuencia de orden natural, en virtud de la cual el aspecto negativo de la c. se manifiesta en todo el orden natural del hombre (no sólo en la esfera sensible). Efectivamente, cuando la existencia dirigida al último fin sobrenatural se opone a él y trata de encerrarse en sí misma, origina una frustración de su consumación definitiva y, con ello, a la vez un efecto destructivo de la c. en el orden natural del hombre entero. Por aquí se ofrece la posibilidad de comprender también la c. como tendencia natural a la destrucción, de entenderla en su dinamismo negativo contra los diversos fines naturales del hombre que busca su propia realización, dinamismo que se manifiesta en el afán de una autoafirmación absoluta o (como extremo contrario) en la tendencia regresiva, en el impulso suicida hacia la muerte y en los fenómenos maniáticos. Por otra parte, no debe exagerarse el poder de la tendencia destructiva, ni en la dimensión sobrenatural ni en la natural. Pues bajo ambos aspectos hemos de tener en cuenta cómo la c. no es mala en sí misma (Rom 7, 8; Dz 792), y cómo el pecado que late tras ella no ha corrompido internamente la naturaleza. Con relación a su dinamismo negativo en el ámbito sobrenatural, hay que sostener que aquél está contenido por una fuerza contraria, a saber, por el desiderium naturale, que encierra en sí la afinidad permanente del espíritu finito con el Dios absoluto y de la voluntad humana con el bien absoluto (fin del –> hombre). Por esta confrontación la c. del hombre experimenta una limitación en el orden práctico. Por eso no puede en absoluto concebirse como una magnitud fija a manera de un objeto, sino que ha de ser entendida como un movimiento fluctuante que está atravesado y configurado de múltiples formas por la tendencia de la -> voluntad al -> bien y por su realización en la -> gracia (-> redención, –> predestinación). Así se comprende también la significación positiva de la c. como fuerza agonal para el hombre, que tiene aquí la posibilidad de una asimilación a la pasión de Cristo y, por ende, de una cooperación en la redención. Para una forma histórica de pensar se sigue de ahí la necesidad de superar la c. por una progresiva integración moral de la misma mediante la gracia. Sólo que esa superación no debe entenderse como una mera evolución inmanente, como un fin a conseguir en este mundo. Se trata de un fin que sólo puede conseguirse pasando a través de la -> muerte.
Leo Scheffczyk
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
epithumia (ejpiqumiva, 1939), denota un intenso deseo de cualquier tipo, especificándose frecuentemente los varios tipos con algún adjetivo; véase en el siguiente párrafo. Este vocablo se usa de un buen deseo en Luk 22:15; Phi 1:23, y 1Th 2:1 solamente. En todos los otros pasajes tiene un sentido malo. En Rom 6:12, el requerimiento a no dejar que reine el pecado en nuestro cuerpo mortal para obedecerle en sus concupiscencias, se refiere a aquellos malos deseos que están listos para expresarse en una actividad corporal. Son igualmente las concupiscencias de la carne («deseos», RV, RVR; Gl 5.16: «deseos», RV: «concupiscencia»; v. 24: «deseos», RV: «concupiscencias»; Eph 2:3 «deseos», RV, RVR; 2Pe 2:18 «concupiscencias», RV, RVR; 1 Joh 2:16), frase que describe las emociones del alma, la tendencia natural hacia lo malo. Tales concupiscencias no son necesariamente ruines e inmorales; pueden ser de carácter refinado, pero son malas si son incoherentes con la voluntad de Dios. Otras descripciones además de las ya mencionadas son: «de los pensamientos» (Eph 2:3); «malos deseos» (Col 3:5); «pasión de» (1Th 4:5); «necias y dañosas» (1Ti 6:9); «juveniles» (2Ti 2:22); «diversas» (2Ti 3:6); «sus propias» (2Ti 4:3; 2Pe 3:3; Jud_16); «mundanos» (Tit 2:12); «su propia» (Jam 1:14); «que antes teníais»; «carnales» (2.11); «de los hombres»; «de inmundicia» (2Pe 2:10, VM); «de los ojos» (1 Joh 2:16); «del mundo» (sus), v. 17; «sus malvados» (Jud_18). En Rev 18:14 «los frutos codiciados por tu alma» es, lit., «la concupiscencia de tu alma». Véanse CODICIA, DESEO.
Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento
La concupiscencia es el equivalente del griego epizumia que se traduce generalmente «lascivia» pero ocasionalmente «concupiscencia» y en un buen sentido, «deseo». Identifica a la mayor parte de las inclinaciones pecaminosas del pecador que caracterizan su naturaleza y le conducen a actos contra la ley de Dios. A la vez que aceptan la pecaminosidad en el no regenerado, los teólogos medievales y romanistas argumentan que esto es solamente una marca y material combustible en el bautizado en quien el pecado original supuestamente es borrado. Pero la teología de la Reforma no acepta esta distinción o su presuposición. Aunque no imputado, el pecado original permanece en los creyentes y por lo tanto la concupiscencia puede y debe decirse que tiene en sí misma (verdadera y apropiadamente) la naturaleza del pecado.
Geoffrey W. Bromiley
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (115). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología