ARRIANISMO

Movimiento teológico en el cristianismo. Arrio (ca. 256–336), presbí­tero de la iglesia de Alejandrí­a, aceptó de cierta forma la divinidad de Cristo, pero afirmó que la Segunda Persona de la Trinidad no es coeterna con el Padre, la Primera Persona, sino que fue engendrada y no existí­a con anterioridad a ese hecho. Arrio estuvo bajo la influencia de Luciano de Antioquí­a (su maestro) y de Eusebio de Nicomedia (su amigo y futuro Patriarca de Constantinopla). Para Arrio, el Hijo de Dios no era eterno sino creado por el Padre como instrumento para crear el mundo y, por lo tanto, no era Dios por naturaleza, sino una criatura que recibió la alta dignidad de Hijo de Dios ya que fue «engendrado», debido a que el Padre, en su preconocimiento, sabí­a de su condición de justo y de su fidelidad incondicional.
La controversia surgió en una disputa entre Arrio y el obispo Alejandro de Alejandrí­a. Históricamente, se reconoce a Atanasio de Alejandrí­a como el principal oponente de Arrio y como defensor de la cristologí­a considerada como bí­blica por las iglesias católicas (® CATí“LICA, APOSTí“LICA Y ROMANA, IGLESIA), ortodoxa griega ( ® ORTODOXA, IGLESIA) y ® PROTESTANTES.
El Concilio de Nicea (325 d.C.) condenó las doctrinas arrianas, pero la controversia arriana se prolongó mucho. Tuvo gran vigencia aun después del Concilio de Nicea, ya que un sucesor de Constantino, su hijo Constancio, simpatizaba con Arrio. Los ostrogodos, los visigodos y otros pueblos germánicos se mantuvieron como arrianos por varios siglos. Algunos historiadores piensan que hubo un momento en que el arrianismo estuvo a punto de convertirse en la teologí­a predominante del cristianismo. Considerado como una secta herética y condenado por los concilios, el arrianismo perdió fuerza y desapareció casi totalmente a principios de la Edad Media, aunque resurgió en algunos aspectos aislados dentro de otros movimientos, como los primeros partidarios al ® UNITARISMO en el continente europeo después de la Reforma y en grupos más recientes como los ® TESTIGOS DE JEHOVí.

Fuente: Diccionario de Religiones Denominaciones y Sectas

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Herejí­a cristiana del siglo III y IV d. C. que negaba la divinidad de Jesucristo en su pleno sentido. Recibió el nombre de arrianismo por su autor, Arrio.

1. Arrio
Fue un cristiano nacido en Libia, entonces provincia romana de Cirenaica. Estudió en la escuela teológica de Luciano de Antioquí­a. Se ordenó sacerdote en Alejandrí­a y se vio inmerso en el 319 en una controversia con su Obispo relativa a la divinidad de Cristo.

En el 325 tuvo que marchar a Iliria debido a sus creencias. El debate sobre su doctrina pronto involucró a toda la Iglesia y la conmocionó durante un siglo.

Su doctrina fue prohibida el año 379 en todo el Imperio romano por el Emperador Teodosio I. Pero se mantuvo viva e influyente durante dos siglos más entre las tribus bárbaras que habí­an sido convertidas al cristianismo por obispos arrianos.

El centro del pensamiento de Arrio radicaba en el modo de entender las relaciones entre Dios y su Hijo, el Verbo hecho Hombre. Sobre todo resultó conflictiva la obsesión con que defendí­a una doctrina que suscitaba controversias en todas partes.

2. Arrianismo Según los arrianos, el Hijo de Dios, segunda persona de la Trinidad, no es de la misma esencia del Padre, sino que es inferior, al estilo de una divinidad subordinada y dependiente. El argumento básico es la generación del Hijo por el Padre, lo cual no le concede igual categorí­a.

Se apoyaba en antiguos escritos del cristianismo y en especial en algunos comentarios de Orí­genes. Dios era entendido por el grupo como única esencia rectora del cosmos, creadora y no originada, eterna. Esa esencia no admití­a ninguna sombra de diversidad o multiplicidad.

Por eso el Verbo, que se hace hombre en Jesús, era también una criatura que gozaba de la condición divina, pero que en esencia era criatura. Por lo tanto el Verbo era siempre subordinado al Padre y a su voluntad.

Esto chocaba con la doctrina católica, que decí­a, «igual al Padre, de la misma esencia, eterno, infinitivo, misteriosamente uno y diferente».

Arrio fue condenado en el Concilio de Nicea el año 325. Los 318 obispos reunidos allí­ redactaron una fórmula de fe, un credo, que establecí­a que el Hijo de Dios era concebido, no hecho, engendrado, no creado, y consustancial (en griego, homoousios, de la misma esencia, sustancia) con el Padre. Equivalí­a a decir que el Hijo «formaba la Stma. Trinidad», era Dios.

Previamente, ningún credo habí­a sido aceptado con carácter universal por todas las iglesias. A partir de Nicea, contra Arrio, todos debí­an aceptar esa formula que empezó a recitarse en las asambleas litúrgicas y, confirmado año después en el concilio de Constantinopla (381) recitan los católicos hasta hoy en sus Eucaristí­as.

3. Influencias
A pesar de su condena, la enseñanza de Arrio no se extinguió. Las rivalidades entre iglesias y la intervención interesada de los poderes públicos, del Emperador, hizo posible que se prolongara. El Emperador Constantino I anulo la orden de exilio que pesaba sobre Arrio el 334.

Poco después le apoyaron figuras relevantes, como el nuevo Emperador Constancio II, que se vio atraí­do por la doctrina arriana, y el Obispo de Nicomedia, el teólogo Eusebio, que pronto fue nombrado Patriarca de Constantinopla. En el año 359 el arrianismo habí­a convertido en la forma religiosa defendida por el Emperador.

Surgió la lucha interna entre los arrianos en dos partidos: los moderados consistí­an en Obispos que aceptaban el credo de Nicea, pero vacilaban en aceptar el término homo-ousios (consustancial). Los extremistas evolucionaron a términos más radicales y empleaban «diferente (en griego hetero-ousios), o distinto del Padre (en griego anomoios).

Este grupo suscitó algunas corrientes de «Neumatómacos» (combatientes en contra del Espí­ritu), que también hacian del Espí­ritu Santo una criatura. En la forma era una cuestión de terminologí­a. En el fondo lo que latí­a era la rivalidad entre los grupos.

Con la muerte de Constancio II en 361 los arrianos perdieron a su defensor. Poco después se fueron acercando las posiciones. Y el Emperador Teodosio en el año 379 exigió que todos aceptaran la formula de Nicea. Convocó el II Concilio Ecuménico en Constantinopla el 381.

El arrianismo tuvo una fuerte implantación entre los visigodos que desde Oriente habí­an ido perdiendo terreno y terminaron reducidos al Reino de España. El rey Leovigildo mandó ejecutar a su hijo Hermenegildo por haber abjurado de su fe arriana. Pero su otro hijo Recaredo terminó aceptando la formula católica el año 538 en el III Concilio de Toledo. El arrianismo perdió sus últimos defensores cuando ya Europa se estaba convirtiendo en una nueva realidad social y polí­tica por la invasión bárbara.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(-> Hijo de Dios, Trinidad). Una de las interpretaciones más influyentes de la Biblia cristiana, iniciada por Arrio (250-336 d.C.), diácono de la iglesia de Alejandrí­a, que entiende a Jesús desde una perspectiva de subordinación y sometimiento a Dios. Piensa que la grandeza y la piedad de Jesús se identifica con su sumisión a Dios y con su obediencia, entendida en forma de inferioridad y sometimiento del Hijo de Dios respecto al Padre. De esa forma entiende el cristianismo desde la clave de un platonismo medio, inspirado en Filón* de Alejandrí­a, pero poniendo más de relieve los aspectos devocionales que los ontológicos. El adopcionismo arriano, de carácter jerárquico y piadoso, alaba a Jesús, Hijo de Dios, por su obediencia: es inferior al Padre, en sumisión religiosa, haciéndose ejemplo para todos los hombres. Esta postura concuerda con un sometimiento polí­tico o social: como el Hijo está subordinado al Padre, los súbditos de un reino deben someterse a su monarca, signo de Dios sobre la tierra. Se vinculan así­ la obediencia religiosa y social: la fe es servicio a los poderes superiores, la religión es orden. El arrianismo ha querido fusionar la herencia cristiana (revelación) y una ideologí­a de dominio, estructurando jerárquicamente a los seres, en sometimiento armónico. Por eso habla de un Logos intermedio, inferior a Dios (Hijo), superior a los humanos (Señor), encarnado en Cristo, para consagrar una experiencia jerárquica de buena obediencia (el Hijo se somete al Padre) y buen poderí­o (el Hijo señorea por su parte a los humanos). En contra de ello, la Iglesia ha proclamado la igualdad de esencia (?ousí­a) entre el Padre y el Hijo, superando el sometimiento y afirmando la comunión como centro del evangelio cristiano. Eso significa que el Hijo depende del Padre que le engendra, y el Padre del Hijo, que le conoce y responde (cf. Mt 11,25-27 y todo Jn), de tal forma que no hay entre ellos jerarquí­a, sino igualdad y comunión de amor. Se entregan en diálogo mutuo, sin sometimiento. Ambos existen (son) al darse y compartir la esencia, en gratuidad, sin dominio de uno sobre otro. Este es el lí­mite y principio de toda institución cristiana. El sistema impone estructuras de superioridad y dependencia. La Iglesia ha rechazado esa piedad jerárquica, que se expresa en forma de sumisión, defendiendo la igualdad del Hijo Jesús con el Padre Dios. Ciertamente, el Hijo Jesús vive su filiación de forma humana (en los lí­mites del tiempo, en las formas de la historia); pero no está sometido al Padre en inferioridad jerárquica, sino unido a él en comunión de amor, en igualdad de esencia. En esa lí­nea, el Evangelio abre caminos de encuentro personal de iguales, en amor que supera la muerte. Por eso el Credo (Nicenoconstantinopolitano) dice que Jesús es «Dios de Dios, consustancial al Padre, de su misma naturaleza…». Según eso, la fe* bí­blica es confianza y no sumisión, la religión* es amor de iguales. ARTE CRISTIANO. Jesús (-> poeta y profeta, estética). El arte bí­blico está vinculado a la prohibición de las imágenes* y al descubrimiento del valor de la palabra y de la vida humana (del hombre como imagen de Dios). En esa lí­nea, podemos presentar a Jesús como un artista de la palabra, un hombre que ha sabido encontrar las parábolas adecuadas para decir y expresar el sentido de la realidad, y como un artista de la vida, viniendo a presentarse como verdadera imagen de Dios.

(1) Parábolas. Jesús habla de la pesca, entendida como experiencia de llamada personal para una tarea de tipo escatológico (cf. Mc 1,16-20; Mt 13,47); habla de la siembra, que expresa la tarea de una vida que sólo entendemos si nosotros mismos respondemos (Mc 4); de las bodas, que son invitación a la abundancia, banquete de gracia, que nos pone ante la miseria de los expulsados de la tierra (cf. Lc 14,15-25); de la viña, que los agricultores entendí­an como propiedad privada, pero que Jesús entiende como signo de generosidad con riesgo de perder la vida, etc. (cf. Mc 12,1-12). Pero Jesús no cuenta estas parábolas* para instruir deleitando a sus oyentes (¡el arte por el arte!), sino para comprometerles, caminando juntos, de tal forma que sólo en ese camino y compromiso despliegan ellas su belleza. Por eso, él no puede escribir libros y acabarlos, dejándolos ya hechos, sino que inicia relatos para que los oyentes los asuman, interpreten y culminen. Es como si ofreciera los primeros versos o notas musicales de una trama vital que otros (sus oyentes o lectores) han de interpretar y resolver con su vida. Eso significa que es artista haciendo que todos puedan ser artistas. Jesús nunca ocupa nuestro lugar para hacer las cosas por nosotros, sino que nos hace capaces de que las hagamos, descubriendo y expresando así­ el sentido de la realidad. El no sanciona nunca un tipo de arte hecho, ya fijado para siempre.

(2) Contra la belleza muerta del templo. Lógicamente, por haber descubierto la presencia de Dios en el despliegue de la vida humana, Jesús ha tenido que enfrentarse con el templo* de Jerusalén, donde el judaismo oficial habí­a condensado la sacralidad y belleza de Dios y del mundo. Con su esplendor arquitectónico y sus rituales sagrados (vestiduras sacerdotales, sacrificios y cantos de levitas), el templo era para los judí­os la expresión más alta del arte, la primera maravilla para todos los creyentes: el tesoro estético y económico, polí­tico y sacral de los devotos de Israel. Generaciones y generaciones de judí­os habí­an expresado su más honda experiencia artí­stica y ritual en las ceremonias del templo, desde los colores de los ornamentos hasta los cantos de las grandes ceremonias, desde el incienso hasta el ritual de sacrificios. Pues bien, Jesús interpretó la belleza fí­sica del templo como una mentira y la piedad sacrificial como un engaño, como una higuera de hojas falsas, seductoras, que atraí­an desde lejos a los fieles, pero nunca daban frutos, pervirtiendo de esa forma a los devotos (cf. Mc 11,12-26 par). Jesús vio el templo de Jerusalén como signo supremo de patologí­a estética y moral, falsedad de un arte grandioso y multiforme, pero fijado desde fuera y puesto al servicio de la opresión, mentira y muerte. Poemas y cantos, sacrificios animales y contratos de dinero se elevaban sobre el templo, para gloria del sistema y de sus poderes de imposición, de manera que lo habí­an convertido en una cueva de bandidos (Mc 11,27), arte sacralizado para oprimir a los devotos. Asumiendo la inspiración profética de los grandes creyentes (Amos, Isaí­as, Jeremí­as), proclamó Jesús su palabra de juicio y condena en contra de esta suma perversión del arte, en gesto fuerte que inspira la estética cristiana posterior, que debe mantenerse atenta frente a todo riesgo de manipulación del arte (cf. Mc 11,12-26).

(3) Jesús, artista condenado. Rechazó el servicio del templo, que él interpretaba como arte de bandidos-sacerdotes, que se valen de Dios y de un tipo de culto sagrado para oprimir a los pequeños. No lo ha condenado en nombre de un tipo de barbarie regresiva o de un resentimiento contra la autoridad oficial, sino como testigo de una belleza más alta, que él mismo ha ofrecido a todos, a través de las parábolas. Lógicamente, por mantener el arte de su templo y fundar mejor la estructura de su imperio, los sacerdotes de Jerusalén y los soldados de Roma condenaron a Jesús a muerte. Por defender su experiencia de libertad y abrir para los hombres un «cara a cara» de diálogo con Dios ha muerto Jesús. Aquí­ se definen los frentes, en este lugar viene a mostrarse el sentido más hondo de la estética cristiana.

(4) Belleza, lugar de conflicto. Por un lado se eleva el arte al servicio del sistema, representado por el templo y el imperio, que dictan su ley sobre todos los hombres, en una lí­nea que acaba siendo dictadura. Por otro, está el arte de la vida abierta a Dios en libertad de amor, en palabra compartida, tal como culmina en Jesús crucificado. Aquí­ se sitúa para los cristianos el juicio central de la historia, el principio de la gracia y la belleza universal de Dios. Los sacerdotes de Jerusalén han decidido mantener el ritual del templo, con su estética de sacralidad impositiva, al servicio del sistema; por eso han matado a Jesús. En contra de eso, los cristianos, de manera paradójica y hermosa, han descubierto y contemplado la belleza más alta en la cruz, confesando que Dios ha resucitado a Jesús, a quien admiran y cantan, como Icono de Dios, arte supremo en forma humana (cf. 2 Cor 4,4; Col 1,15).

(5) Jesús, inversión estética. Este es el lugar donde se despliega el nuevo principio cristiano del arte, la experiencia suprema de Dios. Aquí­ se produce la inversión de la estética griega, hecha de representaciones generales de una belleza que está fuera del tiempo. Aquí­ se produce la inversión de la estética judí­a del templo, que sacraliza un tipo de ley impositiva, también elitista. En contra de eso, asumiendo el espí­ritu de las parábolas, la estética cristiana se centra en la belleza de un hombre concreto, a quien las autoridades del Imperio grecorromano y del sacerdocio judí­o habí­an condenado por juzgarle peligroso, porque era simplemente un hombre, al servicio de los pobres y excluidos de la sociedad, y no al servicio del sistema social o religioso. Por eso, cuando Poncio Pilato proclamó «éste es el hombre» (Jn 19,5) y señaló hacia Jesús sufriente y torturado, estaba iniciando la nueva estética cristiana.

(6) Jesús, la belleza. Para los cristianos, el arte más alto será el descubrimiento de la belleza de Dios en el rostro de Jesús, en el conjunto de su vida. En el fondo de la pasión y cruz de Jesús descubren ellos la hermosura de pascua: la belleza del hombre de las parábolas, de aquel que ha vivido y muerto al servicio de los demás. Este es el lugar donde se despliega la estética del Evangelio, tal como de formas distintas ha sido interpretada por los artistas cristianos posteriores, especialmente por los pintores de iconos. Jesús supera así­ la distancia de los í­dolos griegos, que buscan y expresan la belleza en una imagen separada de la vida y supera también un tipo de ley judí­a, que vincula el orden y belleza de Dios con una ley y templo. La belleza de Jesús es simplemente el ser humano, la comunicación de amor entre los hombres. Así­ podemos verle como palabra sembrada, grano de trigo en el surco de la tierra, al servicio de todos los humanos. Así­ viene a presentarse como imagen de Dios, poesí­a hecha carne, frente a todas las estatuas y poemas separados de la estética griega. La tradición israelita sabí­a que Adán-Eva eran imagen de Dios (cf. Gn 1,26-28), cuya gloria se expresaba también en Moisés, que ocultaba su rostro con un velo, para que no deslumbrara a quienes le miraban (2 Cor 3,13; cf. Ex 34,23-35). Pues bien, superando las limitaciones de Moisés y cumpliendo lo anunciado en Adán-Eva, Jesús resucitado ha venido a presentarse como el hombre verdadero, imagen plena de Dios, encamación de la belleza, a quien podemos ya mirar sin necesidad de un velo que nos impida descubrir su rostro. Ahí­, en el rostro de un hombre concreto, se expresa y despliega toda la gloria de Dios (cf. 1 Cor 15,45; 2 Cor 3,18-4,6; Rom 5,12-21).

(7) Estética cristiana. Nicea II. Desde esta base se define la estética cristiana, tal como ha sido elaborada y defendida en el Segundo Concilio de Nicea (año 787), en contra de una visión del cristianismo que parecí­a negar la encarnación de Dios en Cristo. La estética cris tiana consiste en descubrir la gloria de Dios en el rostro y en la vida de un humano, varón o mujer (centrado en Cristo), mirarle cara a cara y venerarle en gozo y gloria, acompañándole en dolor de amor (en amor redentor). Este es el lugar donde se expresa el arte del Evangelio. Desaparecen o quedan en un segundo lugar las mediaciones de imágenes y cantos, de poemas e instituciones sacrales o sociales: la belleza suprema es la vida de los hombres, especialmente de los pobres; el arte más alto es la entrega a favor de los rechazados y expulsados del sistema. Después que se han fijado en Jesús y han descubierto en su vida la presencia de Dios, los cristianos ya no tienen miedo al rostro, como lo tuvieron los que no se atreví­an a mirar a Moisés (y lo tienen, de algún modo, judí­os y musulmanes, que no lo representan). Los cristianos ya no ocultan la humanidad para que brille el Dios celeste, pues el ser divino se expresa en el rostro y en la vida entera de un hombre que ha muerto al servicio de los demás. Para ellos, el principio de toda estética será el rostro de Jesús crucificado. De esa forma superan el idealismo griego: los cristianos no buscan ni expresan ya el rostro perfecto, en su abstracción eterna, de Apolo o Afrodita, sino en la mirada de amor y dolor, de diálogo y encuentro concreto que ofrece Jesucristo (cf. 2 Cor 3,12-4,6). Así­ podemos añadir que Dios se ha encarnado en Jesús y «hemos visto su gloria, gloria de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (cf. Jn 1,14). Los dioses griegos expresan la belleza ideal; Jesús es la belleza concreta del hombre que muere al servicio de los demás.

Cf. F. BOESPFLUG y N. LOSSKY, Nicée II. 7871987: Douze siécles d’images religieuses, Cerf, Parí­s 1987; F. BCESPFLUG, «Lc décret de Nicée II sur les icones et la théologie frani;aise contemporaine», en Connaissance des religions (= Lumiere et Théophanie: l’Icóne), Parí­s 1999, 7-23; P. EUDOKIMOV; El Arte del Icono. Teologí­a de la Belleza, Claretianos, Madrid 1991; C. VON SCHí“NBORN, L’icóne de Christ. Fondements théologiques elabores entre le I et le II Concile de Nicée (325-787), Editions Universitaires, Friburgo 1976.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Arrio nació en Libia a mediados del s. 11 (256/260). Discí­pulo de Luciano de Antioquí­a, o al menos en contacto con él, fue admitido entre los clérigos alejandrinos. En tiempos del obispo Pedro de Alejandrí­a (300-311) se adhirió al cisma de Melecio, pero luego se reconcilió con Pedro, que lo ordenó de diácono. Acillades lo ordenó de presbí­tero y Alejandro le confió la Iglesia de Bau~a1is. En su predicación, Arrio empezó a manifestar algunas de sus ideas sobre la Trinidad, que enlazaban con el adopcionismo y subordinacionismo de Luciano de Antioquí­a, llegando a negar abiertamente la divinidad del Hijo, su eternidad y su consubstancialidad con el Padre. Después de algunas advertencias en secreto por parte del obispo, Arrio siguió con su predicación y radicalizando sus posiciones entre el 318-320. Los viajes de Arrio a Oriente, contactando directamente con ciertos obispos de la talla de Eusebio de Cesarea, encendieron la polémica en aquella región; intervino entonces el obispo Alejandro con dos cartas a los obispos orientales, en las que explicaba los errores teológicos de Arrio (PG 18, 547-578).

Entre tanto, Constantino habí­a vencido a Licinio, convirtiéndose en el único duefio del Imperio (julio-septiembre de 324). Informado de la controversia, le desagradó todo aquello: la experiencia del donatismo le habí­a enseñado la gravedad de las disidencias internas de la Iglesia y – sus repercusiones sobre la convivencia civil. El emperador en vió enseguida a Alejandrí­a a Osio de Córdoba, con una carta para Alejandro y Arrio, que entre tanto habí­a regresado a su ciudad. La carta es de gran importancia: Constantino habla como hombre polí­tico, preocupado por restablecer la paz religiosa; no es de extrañar que se muestre poco interesado por la substancia doctrinal de la controversia, dado que conocí­a relativamente poco del dogma cristiano, y quizás Eusebio de Nicomedia le habí­a presentado de modo parcial y simplista la controversia. Fracasó la misión de Osio, pero tuvo ocasión de comprender el alcance de la cuestión y, al volver a Nicomedí­a, fue seguido por Alejandro y por Arrio, que intentaban granjearse el favor de Constantino. Mientras tanto, a finales del año 324, 56 obispos reunidos en Antioquí­a para la elección del nuevo obispo celebraron allí­ un concilio en el que condenaron a Arrio y expusieron la verdadera fe en una carta sinodal, que enviaron también al obispo Silvestre de Roma, que la aprobó junto con los obispos italianos. Se imponí­a un concilio para afrontar definitivamente la cuestión: la idea nació probablemente en la reunión de los obispos en Antioquí­a y – es fácil que Osio y Alejandro se la propusieran a Constantino; el hecho es que el ejecutor del proyecto fue Constantino, que, por diversas razones, tuvo que replegarse de Ancira a Nicea (325). Aquí­ se condenó a Arrio. Surgió también la necesidad de elaborar un nuevo sí­mbolo, con la introducción del término homoousios.

El concilio de Nicea fue el primer concilio ecuménico y supuso, para la Iglesia y la ortodoxia, una gran victoria. Los obispos fueron conscientes de ello durante el concilio y después de él, llamándolo «santo† †œgrande†, «columna contra todas las herejí­as». La fe de Nicea habrí­a de durar por siempre, como definición solemne de la fe recibida de los Padres. Los obispos fueron igualmente conscientes de que habí­an creado una nueva institución, el concilio ecuménico o de la Iglesia universal, adornado de especiales honores, autoridad y derecho; también lo advirtieron los adversarios de la definición ni cena, que, mientras vivió Constantino, no se atrevieron a impugnarlo.

Después de las vicisitudes de los reinados de Constancio II y de Valente, el arrianismo pudo ser superado por completo y se pudo volver a la ortodoxia según la definición de Nicea.

G. Bove

Bibl.: M, Simonetti. ArriofArrianismo, en DPAC, 1, 230-236; íd., LIl cdsi ariana nel 1V secolo, Roma 1975; R, Williams, Adus. Heresy and Tradition, Londres 1987.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Se entiende por a. un complejo proceso de la historia del espí­ritu, de la Iglesia y del Imperio que se desarrolló en el s. IV. Como fundador del a. se considera al presbí­tero alejandrino Arrio (+ 336), procedente del cí­rculo antioqueno de los silucianistas. Entre los precursores de su pensamiento se hallan los adopcionistas antioquenos Pablo de Samosata y Luciano. Aecio de Antioquí­a y Eunomio de Cí­zico llevaron a extremos más radicales la teologí­a de Atrio.

El a., junto con la posición contraria de Atanasio y del primer perí­odo niceno, significa la superación de una época del primitivo pensamiento cristiano, la de la –> cristologí­a centrada en el Verbo de la presente economí­a, y a la vez da comienzo a una era de la teologí­a en que, poniendo plenamente en juego la metafí­sica contemporánea y, ante todo, la dialéctica formal, se plantea la cuestión de Dios, de su carácter ingénito y de su Logos.

El a. nace de un interés cientí­fico y termina por convertirse en un poder que hace época. Esto se debe a que el a. se organiza como Iglesia y a que en la esfera de la polí­tica imperial llega a ser el tema central de dos generaciones.

I. El a. como especulación sobre el Logos
Arrio piensa sobre la base del concepto aristotélico de ->unidad, según el cual ésta es simplemente la negación de la división. A diferencia de la concepción platónica y neoplatónica, esa noción de unidad excluye la afirmación de una esencia divina que en medio de su unicidad está constituida por varias personas. Atrio vincula de tal forma la unidad y la esencia de Dios a la innascibilidad e inmutabilidad del Padre, que el Hijo o Verbo sólo puede ser concebido como criatura de la voluntad del Padre. Sin embargo, como los textos bí­blicos y la tradición eclesiástica hablan de un Verbo coeterno con el Padre, Arrio llega a la afirmación de un «doble Logos». La gran tradición eclesiástica de los s. II y III, aun subordinando el Verbo al Padre, mantení­a la identidad entre los tres Logos (el inmanente, el pronunciado y el encarnado). Para él, el «Logos que se halla siempre en Dios» es una propiedad divina. Este Verbo no toma parte en el verdadero proceso de la creación, pero sí­ la toma el «Logos creado». Este es hechura y producto del único Padre ingénito. Dios, en orden a la producción del mundo, crea de la nada una sola «obra», el Hijo. Hubo un tiempo en que el Hijo no existí­a. Dios, una vez creado el Logos-Hijo, quien después, en cuanto que es la primera y más noble de todas las criaturas, crea todo lo demás, permanece en la distancia infinita que le corresponde frente al mundo y al hombre. El Logos creado y creador está totalmente de parte del mundo.

Esto es tan evidente que Jesús no necesita una alma humana propia; la vida moral de Jesús, así­ como toda su vida, debe ser considerada directamente como vida del Logos.

El mundo es relativamente independiente y tiene en sí­ mismo la potencia del conocimiento y de la virtud, de modo que el «deí­smo» y el «eticismo» arrianos se condicionan mutuamente.

Al acentuar que el Verbo tuvo principio y lo tuvo gracias a una acción creadora, Arrio se propone alejar del Logos toda idea de una generación fí­sica o de un «brotar». El ataque arriano va dirigido totalmente contra las especulaciones emanatistas y contra sus suaves y progresivas transiciones del Theos al Kosmos.

La acusación atanasiana contra los arrianos: «Lo que no podí­an concebir, pensaban que no podí­a existir», ciertamente no afecta a Arrio, pues éste admití­a lo ingénito, cuya esencia era incomprensible para él. Pero no parece infundado sostener que Arrio sentí­a cierta aversión hacia los misterios y la analogí­a, sobre todo teniendo en cuenta el radicalismo con que se apropió la dialéctica racionalista y formalista de Aecio. Su Technologia constaba, al parecer, de una suma de 300 conclusiones teológicas sacadas mediante una lógica racional. En consecuencia, el biblicismo de Arrio no se presenta tanto como el punto fundamental de partida, cuanto como ratio advocata para llevar adelante sus intenciones teológicas.

II. El a. enmarcado en la historia de la Iglesia
El «grande y santo sí­nodo de los 318 padres» de Nicea no significa el fin, sino propiamente el principio de las discusiones ecuménicas en torno al a. El numeroso grupo mediador de padres sinodales con tendencia origenista, cogido de sorpresa por las maniobras del Emperador, se organiza bajo la dirección de Eusebio de Nicomedia, el primer «obispo imperial» de importancia. En los sí­nodos de Antioquí­a (330), Tiro y Constantinopla (335) este grupo consigue eliminar de la polí­tica de la Iglesia a los jefes del partido de Nicea, que eran Eustacio de Antioquí­a, Atanasio y Marcelo de Ancira. La fuerza de los eusebianos radica en su apoyo histórico e ideológico en Orí­genes, en su intención mediadora, en la razón que en parte les asiste para acusar a sus contrarios de sabelianistas (Marcelo de Ancira) y en la ayuda que encuentran en Constancio para su polí­tica eclesiástica.

Los sucesos que rodean las cuatro fórmulas antioquenas (341) y las cuatro sirmias (351359) permiten reconocer tanto el progreso del a. como su escisión final en grupos moderados y mediadores y grupos radicales.

El intento de un sí­nodo imperial celebrado en Sárdica (342-343) fracasa. Este sí­nodo, con la anatematización mutua del grupo occidental (niceno) y del oriental (eusebiano) supone la primera escisión formal entre la Iglesia del imperio occidental y la del oriental. El segundo intento de un sí­nodo imperial da lugar a los dramáticos y humillantes acontecimientos de Ariminum y Seleucia, (359360), en los cuales primero se impuso la polí­tica de los obispos cortesanos, anomeos radicales, que eran Valente, Ursacio y Genadio, y después la de los obispos partidarios de la «homoousia», bajo la dirección de Acacio de Cesarea, originariamente anomeo. En el perí­odo entre la muerte de Constancio y el segundo sí­nodo ecuménico de Constantinopla se da una aproximación cada vez mayor entre la postura de los últimos teólogos nicenos, que son teólogos progresistas (capadocios), y la de los sucesores del grupo moderado de Eusebio, defensor de la «homousí­a».

Tanto los eunomianos radicales como los rí­gidos nicenos de la primera época quedan relegados a segundo plano. Desde el punto de vista de la historia de los dogmas, el Constantinopolitano es paradigmático para el proceso de la autointerpretación cristiana: ómooúasios, la palabra discutida, se mantiene, pero se la introduce de tal forma en la estructura de la relación entre hipóstasis y oúsí­a, que ya no puede ser interpretada en el sentido de una hipóstasis.

La constitución del patriarcado no es el más pequeño resultado marginal del segundo sí­nodo ecuménico, una vez que ya antes, los teólogos latinos de Nicea habí­an intentado en Sárdica (343), en los cánones 3-5, imponer el reconocimiento de Roma como instancia suprema de apelación.

Las discusiones arrianas descubrieron la relación de fuerzas existente dentro de la Iglesia y dieron una mayor importancia a los centros religiosos imperiales de Roma, Alejandrí­a, Antioquí­a y Constantinopla, con sus inconfundibles estructuras teológicas, jurí­dicas y carismáticas.

III. Aspectos polí­ticos
La época de la discusión arriana nos describe el rápido camino que siguió la religio christiana hasta convertirse en la Iglesia imperial. Poco antes, el mismo Diocleciano habí­a intentado alcanzar la unidad pagana de fe mediante la persecución de los cristianos. Constantino, en sus edictos de tolerancia, de momento renuncia a una polí­tica religiosa unitaria, y sólo para los paganos sigue siendo pontifex maximus. Pero ya en Nicea llega a asumir su función de árbitro. Su intervención a favor del ómooúsios responde a su idea de que esta fórmula es un instrumento útil y necesario para una polí­tica religiosa en el imperio. La igualdad esencial del Padre y del Logos se convierte en el prototipo de la unidad del imperio. Después del año 332, cuando se da cuenta de que también las fórmulas arrianas y eusebianas son útiles para la polí­tica del imperio, y cree que con la ayuda de los eusebianos puede lograr mejor la unidad cristiana en la fe, empieza a cambiar de rumbo. Después Constancio sobre una base claramente arriana quiere restaurar, incluso frente a los cristianos, la antigua unión personal de imperator, legislator y pontifex maximus. Sus tendencias «cesaropapistas» son inconfundibles. Para Teodosio, Iglesia e imperio son utriusque legis: la ley imperial y la ley eclesiástica obligan recí­procamente tanto a la Iglesia como al Estado. Este emperador eleva la ley eclesiástica a la categorí­a de ley del imperio y deja a la decisión de los cinco patriarcas y de los obispos el régimen de la fe y de la Iglesia. Los obispos, en comunicación con los teólogos más importantes, son los que determinan si una persona es hereje. La ley imperial trata como rebeldes a los herejes condenados.

Como consecuencia, todas las iglesias eunomianas son entregadas a los obispos que están en la comunión católica. Los semiarrianos no pueden celebrar actos de culto dentro de las ciudades. Esta situación habí­a de llevar a la agoní­a del a. en el imperio; sólo en las tribus germánicas orientales se conservó una organización eclesiástica de tipo arriano, la cual perduró hasta muy entrado el s. vii.

Wolfgang Marcus

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La controversia arriana surgió en la diócesis de Alejandría, Egipto, cerca del año 320 d.C., y tenía que ver principalmente con la persona de Cristo. Su nombre viene de Arrio, un presbítero de Alejandría, el cual enseñó que había una diferencia entre Dios el Padre y Cristo el Hijo, diferencia que hacía que el último fuese secundario. Arrio sostenía que sólo Dios el Padre era eterno, que Cristo fue creado de la nada como la primera y la más grande de todas las criaturas, y que a su vez, él creó el universo. De esta forma, Arrio pintaba a Cristo tan sólo como la primera y la más grande de todas las criaturas, y como el agente por cuyo intermedio todas las demás cosas fueron creadas. No obstante, debido al honor y poder que se había dado, debía ser estimado como Dios y debía ser adorado. La mayor parte de los arrianos también sostuvieron que el Espíritu Santo fue la primera y la más grande de las criaturas creadas por el Hijo. Por tanto, esto implicaba un Dios que tenía un comienzo y que, entonces, podía tener también un final. Al demandar adoración y culto a un Cristo creado, los arrianos de hecho estaban confirmando el principio básico del paganismo y la idolatría, a saber, el culto a la criatura. Esta controversia fue muy larga, y fue la más seria de todas las controversias que agitaron la iglesia cristiana.

La enseñanza de Arrio presuponía que la deidad no podía aparecer substancialmente en la tierra. En consecuencia, se daba por sentado que Cristo era una segunda esencia que Dios había creado, que había descendido a la tierra y que había tomado para sí un cuerpo humano. Se suponía también que no era un «hombre perfecto», ya que en este cuerpo el Logos tomó el lugar del intelecto o principio espiritual humano.

Este error surgió porque Arrio y sus seguidores interpretaron erróneamente algunas afirmaciones de la Escritura respecto al estado de humillación de Cristo, esto es, ciertas relaciones que él asumió a fin de poder consumar la redención para su pueblo. El resultado fue que ellos dieron por sentado que la subordinación temporal a su Padre significaba que Cristo estaba en una posición inferior original y permanente. Pero, a causa de las afirmaciones que Cristo hizo, la autoridad que asumió, los milagros que hizo, y la gloria que exhibió en forma particular en su resurrección y ascensión, la gran mayoría de los cristianos sostuvieron que era verdadero Dios.

A fin de terminar con esta controversia, el emperador Constantino convocó el primer concilio cristiano de Nicea, en Asia Menor, en el año 325 d.C. Se esperaba que pudiera hacerse una fórmula aceptable a toda la iglesia. Al concilio asistieron obispos y presbíteros de prácticamente todos los lugares del imperio, y la controversia se centró alrededor de la pregunta de si Cristo habría de ser considerado como verdadero Dios o como la primera y más grande de todas las criaturas.

El que comandaba las fuerzas ortodoxas era Alejandro, obispo de Alejandría. Se condenó la enseñanza de Arrio. Se afirmó que Cristo tenía la misma sustancia que el Padre, homoousia, y se negó que tuviese una sustancia similar y nada más, homoiousia, y fue declarado «Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios, siendo de una sola sustancia con el Padre».

No obstante, la derrota del arrianismo fue temporal. Al principio, Constantino estuvo fuertemente inclinado a hacer que el decreto del concilio fuese puesto en vigor; pero fue persuadido a seguir un curso más moderado. Se empezó a tolerar los dos puntos de vista dentro de la iglesia, con el resultado de que el arrianismo se recobró otra vez siendo la idea dominante por algún tiempo. Alejandro murió poco después de que se reuniera el concilio. Su sucesor fue Atanasio, el cual peleó firme y diestramente por la doctrina ortodoxa, y a Atanasio pertenece el crédito principal de que ella haya triunfado. La controversia continuó agitando la iglesia hasta el concilio de Constantinopla en 381 d.C., en el cual se confirmó la doctrina ortodoxa. Pero aun después de todo esto, hubo algunos grupos pequeños que continuaron sosteniendo la doctrina de Arrio, hasta que finalmente desapareció en 650 d.C.

Al negarle a Cristo su verdadera deidad, a la vez que requerían que se le adorase, lo que el arrianismo estaba haciendo era abrir las puertas al politeísmo y destruir las bases del trinitarismo cristiano. Con toda propiedad Atanasio se dio cuenta que sólo mientras se mantuviese la deidad de Cristo podría haber una base firme para la fe cristiana.

BIBLIOGRAFÍA

F.J. Foakes-Jackson en HERE; «Arrius» en EncyBrit, II, p. 360; ColEncy; L. Boettner, Studies in Theology, pp. 261–262.

Loraine Boettner

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

EncyBrit Encyclopaedia Britannica

ColEncy Columbia Encyclopaedia

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (60). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Herejía que surgió en el siglo IV, y negaba la Divinidad de Jesucristo.

DOCTRINA

Es la primera entre las disputas doctrinarias que perturbaron a los cristianos después que Constantino el Grande hubo reconocido a la Iglesia en 313 d.C., y origen de muchas otras durante tres siglos, el arrianismo ocupa un gran lugar en la historia eclesiástica. No es una forma moderna de incredulidad, y por tanto parecerá extraña a los ojos modernos. Pero comprenderemos mejor su significado si la calificamos como un intento Oriental de racionalizar el credo despojándolo del misterio en lo concerniente a la relación de Cristo con Dios. En el Nuevo Testamento y en la enseñanza de la Iglesia, Jesús de Nazaret aparece como el Hijo de Dios. Tomó este nombre para sí mismo (Mateo 11,27; Juan 10,36), mientras que el Cuarto Evangelio declara que Él es el Verbo el Logos, quien al principio estaba con Dios y era Dios, por quien fueron hechas todas las cosas. San Pablo establece una doctrina similar en sus indudablemente genuinas Epístolas a los Efesios, Colosenses y Filipenses. Ignacio las reitera en sus Cartas, y explica la observación de Plinio al mencionar que los cristianos cantan en sus asambleas un himno a Cristo como Dios.

Pero la pregunta de cómo estaba el Hijo relacionado al Padre (Él mismo reconocido totalmente como la Suprema Deidad), dio lugar, entre los años 60 y 200 d.C., a una cantidad de sistemas teosóficos, llamados generalmente gnosticismo, cuyos autores fueron Basílides, Valentino, Tatiano y otros especuladores griegos. Aunque todos ellos visitaron Roma, no tuvieron seguidores en Occidente, el que permaneció libre de controversias de una naturaleza abstracta, y fue fiel al credo de su bautismo. Los centros intelectuales eran principalmente Alejandría y Antioquía, egipcios y sirios, y la especulación se llevó a cabo en griego. La Iglesia Romana sostuvo firmemente la tradición. Bajo esas circunstancias, cuando las escuelas gnósticas habían muerto con sus “conjugaciones” de los poderes Divinos, y “emanaciones” del Dios Supremo irreconocible (el “Profundo” y el “Silencio”) toda especulación se convirtió en la forma de una pregunta tocante a la “semejanza” del Hijo con Su Padre y la “identidad” de Su Esencia.

Los católicos han afirmado siempre que Cristo fue verdaderamente el Hijo y verdaderamente Dios. Ellos le rinden culto con honores divinos; nunca consentirían en separarlo, en idea o realidad, del Padre, cuya Palabra, Razón, Mente, Él era, y en Cuyo Corazón Él mora desde la eternidad. Pero los términos técnicos de la doctrina no estaban completamente definidos; y aún en griego palabras como esencia (ousia), sustancia (hypostasis), naturaleza (phisis), persona (hiposopon) conllevaban una variedad de significados extraídos de las sectas de filósofos pre-cristianos, lo que no podía sino implicar malos entendidos hasta que fueran aclaradas. La adaptación del vocabulario empleado por Platón y Aristóteles a la verdad cristiana fue cuestión de tiempo; no podía hacerse en un día; y cuando fue realizado para el griego tuvo que ser emprendido para el latín, el cual no se prestaba fácilmente para necesarias aunque sutiles diferencias. Era inevitable que surgieran las disputas aún entre los ortodoxos que profesaban todos una misma fe. Y los racionalistas tomarían ventaja de todas estas discusiones para sustituir el antiguo credo por sus propias invenciones.

La tendencia que todos tomaron fue ésta: negar que en ningún verdadero sentido Dios podía tener un Hijo; como concisamente lo expresó Mahoma más tarde, “Dios no engendra, ni es engendrado” (Corán, 112). Hemos aprendido a llamar a esa negación unitarismo. Fue el alcance esencial de la oposición arriana a lo que los cristianos habían siempre creído. Pero el arriano, aunque no venía directamente del gnóstico, seguía una línea argumental y enseñaba una visión que las especulaciones del gnóstico habían hecho familiar. Describía al Hijo como segundo, o Dios inferior, ubicado entre medio de la Primera Causa y las criaturas; como Él mismo creado de la nada, aún como creando todas las otras cosas; como existente antes de los mundos de las edades; y como ataviado con todas las perfecciones divinas excepto aquella que era su sustento y fundamento. Sólo Dios era sin principio, no creado; el Hijo era creado, y alguna vez no había existido, pues todo lo que tiene origen debe comenzar a ser.

Tal es la genuina doctrina de Arrio. Usando términos griegos, niega que el Hijo es de una sola esencia, naturaleza o sustancia con Dios; Él no es consubstancial (homoousion) con el Padre, y por lo tanto no es como Él, o igual en dignidad, o coeterno, o dentro de la esfera real de Deidad. El Logos que exalta San Juan es un atributo, Razón, perteneciente a la Divina naturaleza, no una persona distinta de otra, y por lo tanto es un Hijo meramente en figura retórica. Estas consecuencias siguen el principio que Arrio mantiene en su carta a Eusebio de Nicomedia, que el Hijo “no es parte del Ingénito”. De ahí que los sectarios arrianos que razonaban lógicamente eran llamados eunomianos: decían que el Hijo era “distinto” del Padre. Y definían a Dios como simplemente el Increado. Ellos son asimismo calificados como los exucontianos (ex ouk onton), porque sostenían que el Hijo había sido creado de la nada.

Pero una opinión tan distinta a la tradición encontró poco apoyo; requería suavizarla o paliarla, aún a costa de la lógica; y la escuela que suplantó al arrianismo desde el comienzo afirmó la semejanza, ya sea sin adjuntos, o en todas las cosas, o en sustancia, del Hijo al Padre, mientras continuaban negando Su co-igual dignidad y co-eterna existencia. Estos hombres de la vía media, eran llamados semiarrianos. Se aproximaban, en estricto razonamiento, al extremo herético; pero muchos de ellos sostenían la fe ortodoxa, aunque inconsistentemente; sus dificultades rondaban sobre el idioma o el prejuicio local, y en no pequeño número se sometieron a la larga, a la enseñanza católica. Los semiarrianos intentaron por años inventar un acuerdo entre opiniones irreconciliables, y sus cambiantes credos, concilios tumultuosos y mundanas divisas nos dicen cuan mezclada y moteada era la multitud reunida bajo su bandera. El punto que debe recordarse es que, mientras que afirmaban que la Palabra de Dios era eterna, lo imaginaban a Él como habiéndose convertido en el Hijo para crear los mundos y redimir la humanidad.

Entre los escritores ante-nicenos, puede detectarse una cierta ambigüedad de expresión, excepto la escuela de Alejandría, en lo tocante a este ultimo encabezado de doctrina. Mientras los maestros católicos sostenían la “monarchia”, es decir, que existe un solo Dios; y la Santísima Trinidad, que este Único Absoluto existía en tres diferentes subsistencias; y la “Circumincession”, que Padre, Verbo, y Espíritu no podían ser separados uno de otro, en acto o pensamiento; sin embargo se dejó una abertura para la discusión relativa al término “Hijo”, y el período de su “generación” (gennesis). Se cita especialmente a cinco padres ante nicenos: Atenágoras, Tatiano, Teófilo de Antioquía, San Hipólito y Novaciano, cuyo lenguaje parece involucrar una noción peculiar de la Filiación, como si Ella no se convirtiera en ser o no se perfeccionara, hasta los albores de la creación. A estos pueden agregárseles Tertuliano y Metodio. El cardenal Newman sostuvo que su opinión, que se encuentra claramente en Tertuliano, del Hijo existiendo después de la Palabra, está conectada como un antecedente con el arrianismo. Petavio interpreta las mismas expresiones en un sentido reprensible; pero el obispo anglicano Bull los defiende como ortodoxos, no sin dificultad. Aún si es metafórico, tal lenguaje podría albergar a injustos disputadores; pero no somos responsables por los deslices de los maestros que fallan en percibir todas las consecuencias de las verdades doctrinarias realmente sostenidas por ellos.

Roma y Alejandría se mantuvieron distantes de estos dudosos teorizantes. El mismo Orígenes, cuyas imprudentes especulaciones fueron cargadas con la culpa de arrianismo, y que empleó términos como “el segundo Dios” respecto al Logos, que nunca fueron adoptados por la Iglesia—este mismo Orígenes enseñó la eterna Filiación del Verbo, y no era un semiarriano. Para él el Logos, el Hijo, y Jesús de Nazaret eran una Persona Divina eterna, engendrado del Padre, y, de esta forma, “subordinado” a la fuente de su ser. Él proviene de Dios como la Palabra creativa, y por tanto es un Agente ministerial, o, desde un punto de vista diferente, es el Primer-nacido de la creación. San Dionisio de Alejandría (260) fue incluso denunciado en Roma por llamar al Hijo como una obra o criatura de Dios; pero se explicó ante el Papa sobre principios ortodoxos, y confesó el Credo Homoousiano.

HISTORIA

Pablo de Samosata, quien fue contemporáneo con Dionisio, y obispo de Antioquía, puede ser juzgado el verdadero antecesor de aquellas herejías que relegaban a Cristo mas allá de la esfera Divina, sea cuales fueren los epítetos de deidad que le concedieran a Él. El hombre Jesús, dice Pablo, fue distinto del Logos, y, en el posterior lenguaje de Milton, por mérito fue hecho el Hijo de Dios. El Supremo es uno en Persona y en Esencia. Tres concilios efectuados en Antioquía (264-268 ó 269) condenaron y excomulgaron al samosateno. Pero estos Padres no aceptarían la fórmula Homoousion, temiendo que fuera tomada como significando una sustancia material o abstracta, de acuerdo con la costumbre de las filosofías paganas. Asociado con Pablo, y separado por años de la comunión católica, encontramos al bien conocido Luciano, quien editó la Versión de los Setenta y se convirtió al final en mártir. La escuela de Antioquía obtuvo su inspiración de este hombre sabio. Eusebio de Cesarea, el historiador, Eusebio de Nicomedia y Arrio mismo, todos cayeron bajo la influencia de Luciano. Por tanto, no debemos mirar a Egipto y sus enseñanzas místicas, sino a Siria, donde floreció Aristóteles con su lógica y su tendencia al racionalismo, para ver el hogar de una aberración que, de haber finalmente triunfado, se hubiera anticipado al Islam, reduciendo al Hijo Eterno a la categoría de profeta, y deshaciendo así la revelación cristiana.

Arrio, un libio por descendencia, se crió en Antioquía y fue compañero de escuela de Eusebio, luego obispo de Nicomedia, tomó parte (306) del oscuro cisma meleciano, fue hecho presbítero de la iglesia llamada “Baucalis”, en Alejandría, y se opuso a los sabelianos, comprometidos ellos mismos a una visión de la Trinidad que negaba toda real distinción en el Supremo. San Epifanio describe al hereje como alto, grave y persuasivo; no se ha sostenido ninguna calumnia sobre su carácter moral; pero hay alguna posibilidad de que diferencias personales hayan llevado a su disputa con el patriarca Alejandro a quien, en sínodo público, acusó de enseñar que el Hijo era idéntico al Padre (319). Las circunstancias reales de esta disputa son oscuras; pero Alejandro condenó a Arrio en una gran asamblea, y este último encontró un refugio con Eusebio, el historiador de la Iglesia, en Cesarea. Motivos políticos o partidarios amargaron el conflicto. Muchos obispos de Asia Menor y Siria tomaron la defensa de su “compañero Lucianista”, como no dudaba en llamarse a sí mismo Arrio. Sínodos en Palestina y Bitinia se opusieron a los sínodos en Egipto.

Durante varios años la disputa fue furiosa; pero cuando, por su derrota a Licinio (324), Constantino el Grande se convirtió en amo del mundo romano, se determinó a la restauración del orden eclesiástico en el Oriente, como en Occidente ya había emprendido la supresión de los donatistas en el Concilio de Arles. Arrio, en una carta al prelado nicomedio, había rechazado la fe católica. Pero Constantino, aleccionado por este hombre de mente mundana, envió de Nicomedia a Alejandro una carta famosa, en la cual trató la controversia como una disputa vana acerca de palabras y agrandada por la bendición de la paz. El emperador, deberíamos recordarlo, era solamente un catecúmeno, imperfectamente familiarizado con el griego, mucho más incompetente en teología, y aún así ambicioso de ejercer sobre la Iglesia Católica un dominio parecido al que, como Pontifex Maximus, ejercía sobre el culto pagano. De esta concepción bizantina (llamada en términos modernos como erastianismo) debemos derivar las calamidades que durante muchos siglos marcaron el desarrollo del dogma cristiano.

Alejandro no podía ceder en un tema de tan vital importancia. Arrio y sus seguidores no se rendirían. Por lo tanto, se reunió un concilio en Nicea, Bitinia, el que ha sido siempre considerado como el primero ecuménico, y que sesionó desde mediados de junio de 325. (Ver Primer Concilio de Nicea). Comúnmente se dice que presidió Hosio de Córdoba. El Papa Silvestre, estuvo representado por sus legados y asistieron 318 Padres, casi todos de Oriente. Desafortunadamente, las actas del concilio no se han conservado. El emperador, que estuvo presente, prestó una religiosa deferencia a una reunión que desplegaba la autoridad de la doctrina cristiana de un modo tan notable. Desde un principio fue evidente que Arrio no contaba con un gran número de favorecedores entre los obispos. Alejandro fue acompañado por su joven diácono, el siempre memorable San Atanasio quien se involucró en una discusión con el propio hereje, y desde ese momento se convirtió en el líder de los católicos durante casi cincuenta años. Los Padres apelaron a la tradición contra los innovadores, y fueron apasionadamente ortodoxos; mientras tanto se recibió una carta de Eusebio de Nicomedia, declarando abiertamente que él nunca admitiría que Cristo era una sola sustancia con Dios. Esta confesión sugirió unos medios de discriminación entre los verdaderos creyentes y todos aquellos que, bajo ese pretexto, no sostenían la fe recibida.

Eusebio de Cesarea escribió un credo en nombre del partido de los arrianos en el cual se le atribuía a Nuestro Señor todo término de honor y dignidad, excepto la unidad de la sustancia. Claramente, entonces, ninguna otra prueba salvo Homoousion probaría una coincidencia para las sutiles ambigüedades de lenguaje que, como siempre, fueron agudamente adoptadas por los disidentes del pensamiento de la Iglesia. Se había descubierto una fórmula que serviría como comprobación, aunque no simple de encontrar en las Escrituras, sin embargo resumía la doctrina de San Juan, San Pablo y el propio Cristo, “Yo y el Padre somos uno”. La herejía, como destaca San Ambrosio, había provisto desde su propia vaina el arma para cortar su cabeza. La “consubstancialidad” fue aceptada, solamente trece obispos disintieron, y rápidamente se redujeron a siete. Hosio redactó las declaraciones conciliares, a las que fueron anexados anatemas contra aquellos que afirmaran que el Hijo alguna vez no había existido, o que no existía antes de ser engendrado, o que Él había sido hecho de la nada, o que Él era de una substancia o esencia diferente del Padre, o era creado o variable. Todos los obispos hicieron esta declaración excepto seis, de los cuales cuatro a la larga se retractaron. Eusebio de Nicomedia retiró su oposición a los términos de Nicea, pero no firmaría la condena de Arrio. El emperador, que consideraba la herejía como rebelión, propuso las alternativas de suscripción o destierro; y, en el terreno político, el Obispo de Nicomedia fue exiliado poco después del concilio, involucrando a Arrio en su ruina. El heresiarca y sus seguidores soportaron su sentencia en Iliria.

Pero estos incidentes, que podría parecer que cerraría el capítulo, probaron el comienzo de conflictos, y llevaron a los más complicados procedimientos de los que hayamos leído en el siglo IV. Mientras el credo arriano manifiesto era defendido por pocos, aquellos prelados políticos alineados con Eusebio llevaban a cabo una doble lucha contra el término “consustancial”, y su campeón San Atanasio. Éste, el mas grande de los Padres Orientales había sucedido a Alejandro en el patriarcado egipcio (326). No tenía más que treinta años de edad; pero sus escritos publicados, anteriores al Concilio, desplegaban, en pensamiento y precisión, una maestría de los asuntos involucrados que ningún maestro católico podía sobrepasar. Su vida inmaculada, temperamento considerado y lealtad a sus amigos lo hacían difícil de atacar por ningún lado. Pero las artimañas de Eusebio, quien en 328 recobró el favor de Constantino, estaban secundadas por las intrigas asiáticas, y comenzó un período de reacción arriana. San Eustacio de Antioquía fue depuesto bajo el cargo de sabelianismo (331), y el emperador envió su mandato de que Atanasio debía recibir de regreso a Arrio a la comunión. El santo se rehusó firmemente. En 325 el heresiarca fue absuelto por dos concilios, en Tiro y en Jerusalén, el primero de los cuales depuso a Atanasio basado en falsos y vergonzosos fundamentos de mala conducta personal. Fue exiliado a Tréveris y su estadía de dieciocho meses en esos lugares cimentó más estrechamente a Alejandría con Roma y el Occidente católico.

Mientras tanto, Constanza, la hermana del emperador, había recomendado a Arrio, a quien consideraba un hombre injuriado, a la indulgencia de Constantino. Sus palabras de moribunda lo afectaron, llamó al libio, le extrajo una solemne adhesión a la fe de Nicea, y ordenó a Alejandro, obispo de la Ciudad Imperial, darle la Comunión en su propia iglesia (336). Arrio triunfó abiertamente; pero mientras andaba pavoneándose, la tarde anterior al día en que iba a tener lugar este acontecimiento, murió de un repentino desorden, al que los católicos no puedieron dejar de atribuir a un juicio de los cielos, debido a las oraciones de los obispos. Su muerte, sin embargo, no detuvo la plaga. Constantino entonces no favoreció más que a los arrianos; fue bautizado en sus últimos momentos por el artero prelado de Nicomedia; y legó a sus tres hijos (337) un imperio desgarrado por disensiones a las que su ignorancia y debilidad habían agravado.

Constancio, quien nominalmente gobernaba el Oriente, era un títere de su emperatriz y de los ministros del palacio. Obedeció a la facción de Eusebio; su director espiritual, Valente, obispo de Mursa, hizo lo que estuvo a su alcance para infectar Italia y el Occidente con dogmas arrianos. El término “igual en sustancia”, Homoousion, que había sido empleado meramente para librarse de la fórmula Nicena, se convirtió en consigna. Pero tantos como catorce concilios, realizados entre 341 y 360, en los cuales encontraron expresión todos los matices de los subterfugios herejes, fueron testigos de la necesidad y eficacia de la piedra de toque católica que todos rechazaban.

Alrededor de 340, una reunión alejandrina había defendido a su arzobispo en una epístola al Papa San Julio I. A la muerte de Constantino, y por la influencia del hijo y homónimo de ese emperador, había sido restaurado a su pueblo. Pero el joven príncipe falleció, y en 341 el famoso Concilio de Antioquía de la Dedicación degradó a Atanasio por segunda vez, quien ahora buscó refugio en Roma, donde pasó tres años. Gibbon cita y adopta “una juiciosa observación” de Wetstein que merece ser recordada siempre. Desde el siglo IV en adelante, destaca el erudito alemán, cuando las Iglesias Orientales estaban casi igualmente divididas en elocuencia y habilidad entre los sectores contendientes, el partido que buscaba ganar, hizo su aparición en el Vaticano, cultivó la majestad papal, conquistó y estableció el credo ortodoxo con la ayuda de los obispos latinos. Por lo tanto, es por eso que Atanasio fue a Roma. Un extranjero, Gregorio, usurpó su lugar. El concilio romano proclamó su inocencia.

En 343, Constancio, quien reinaba sobre el Occidente desde Iliria hasta Bretaña, convocó a los obispos a reunirse en Sárdica en Pannonia. Noventa y cuatro prelados latinos y setenta griegos u orientales comenzaron los debates; pero no pudieron llegar a término y los asiáticos se retiraron, y realizaron una sesión separada y hostil en Filipópolis en Tracia. Se ha dicho justamente que el Concilio de Sárdica revela los primeros síntomas de la discordia que, mas adelante, produjo el triste cisma de Oriente y Occidente. Pero para los latinos esta reunión, que permitió las apelaciones al Papa Julio, o a la Iglesia Romana, pareció un epílogo que completó la legislación nicena, y a estos efectos fue citado por el Papa San Inocencio I en su correspondencia con los obispos de África.

Habiendo vencido sobre Constancio, quien aceptó su causa cálidamente, el invencible Atanasio recibió tres cartas de su semiarriano y oriental soberano, en las que le ordenaba y, a la larga le suplicaba que regresara a Alejandría (349). Los obispos facciosos, Ursacio y Valente, retiraron sus cargos contra él en manos del Papa Julio; y mientras viajaba al hogar, a través de Tracia, Asia Menor y Siria, la multitud de prelados de la corte le hicieron servil homenaje; estos hombres giraban con cada viento. Algunos, como Eusebio de Cesarea, sostenían una doctrina platonizante a la que no renunciarían, auque declinaron la blasfemia arriana. Pero muchos eran oportunistas, indiferentes al dogma. Y un nuevo partido había surgido, los estrictos y píos Homoousianos, ni amigos de Atanasio, ni dispuestos a suscribir los términos de Nicea, pero aún así lentamente desplazándose más cerca del verdadero credo y finalmente aceptándolo. Estos buenos hombres jugaron su parte en los siguientes concilios.

Sin embargo, cuando murió Constancio (350), y su semiarriano hermano fue dejado supremo, la persecución a Atanasio se redobló en violencia. Mediante una serie de intrigas los obispos Occidentales fueron persuadidos a removerlo a Arles, Milán, Rimini. Fue con relación a este último concilio (vea Concilio de Rimini) (359) que San Jerónimo escribió, “el mundo entero gimió y se maravilló de encontrarse arriano”. Pues los obispos latinos fueron conducidos mediante amenazas y triquiñuelas a firmar concesiones que en ningún momento representaban sus genuinas opiniones. Los concilios fueron tan frecuentes que sus fechas son todavía materia de controversia. Asuntos personales enmascaraban la importancia dogmática de la lucha que se había desarrollado por treinta años. El Papa del momento, Liberio, valiente al principio, indudablemente ortodoxo, pero arrancado de su sede y exiliado a la lóbrega soledad de Tracia, firmó un credo, en tono semiarriano (compilado principalmente de uno de Sirmium), abandonó a Atanasio, pero tomó una postura contra la así llamada “Homoeana” fórmula de Rimini.

El nuevo partido estaba liderado por Acacio de Cesarea, un eclesiástico aspirante que sostenía que él, y no San Cirilo de Jerusalén, era metropolitano sobre Palestina. Los acacianos, una especie de protestantes, no emplearían términos que no fuesen encontrados en las Escrituras, y por tanto evadían firmar la “Consubstancialidad”. Un más extremo conjunto, los “eunomianos”, seguidores de Aecio y dirigidos por Eunomio, sostuvieron reuniones en Antioquía y Sirmiun, declararon al Hijo como “distinto” del Padre, y se hicieron poderosos en la corte en los últimos años de Constancio. Jorge de Capadocia persiguió a los católicos alejandrinos. Atanasio se retiró al desierto entre los solitarios. Hosio había sido obligado mediante torturas a suscribir el credo de moda. Cuando murió el vacilante emperador (361), Julián, conocido como el Apóstata, sufrió lo mismo para volver a sus hogares a quienes habían sido exiliados debido a la religión. Una importante reunión, presidida por Atanasio en 362, en Alejandría, unió a los ortodoxos semiarrianos con él mismo y el Occidente. Cuatro años después cincuenta y nueve prelados macedonios, es decir, hasta entonces anti nicenos, se sometieron al Papa Liberio. Pero el Emperador Valente, un feroz hereje, todavía ponía devastación a la Iglesia.

Sin embargo, la larga batalla estaba entonces tornándose decididamente a favor de la tradición católica. Obispos occidentales, como San Hilario de Poitiers y San Eusebio de Vercelli, desterrados al Asia por sostener la fe nicena, estaban actuando al unísono con San Basilio el Grande, los dos San Gregorio (San Gregorio de Nisa y San Gregorio Nacianceno, y los reconciliados semiarrianos. Como movimiento intelectual la herejía había perdido su fuerza. Teodosio I, un español y católico, gobernaba todo el Imperio. Atanasio murió en 373; pero su causa triunfó en Constantinopla, arriana por largo tiempo, primero por la prédica de San Gregorio Nacianceno, luego en el Segundo Concilio General (381), cuya apertura presidió Melecio de Antioquía. Este santo varón había sido apartado de los paladines nicenos durante el largo cisma; pero hizo la paz con Atanasio, y entonces, en compañía de San Cirilo de Jerusalén, representó una influencia moderada que ganó el momento. No aparecieron diputados del Occidente. Melecio murió casi inmediatamente. San Gregorio Nacianceno, quien tomó su lugar, muy pronto renunció. San Gregorio de Nisa redactó un credo encarnando al de Nicea, pero no es el que es recita en la Misa, este último se dice que se debe a San Epifanio y la Iglesia de Jerusalén. El Concilio se convirtió en ecuménico mediante la aceptación del Papa y de los siempre ortodoxos occidentales. Desde este momento el arrianismo en todas sus formas perdió su lugar dentro del Imperio.

Su desarrollo entre los bárbaros fue más político que doctrinal. Ulfilas (311-388), quien tradujo las Escrituras al maeso-gótico, enseñó una teología acaciana a los ostrogodos del Danubio; reinos arrianos surgieron en España, África, Italia. Los gépidas, hérulos, vándalos, alanos y lombardos recibieron un sistema que eran tan poco capaces de comprender como de defender, y los obispos católicos, los monjes, la espada de Clodoveo y la acción del papado, terminaron esto a comienzos del siglo VIII. Nunca ha sido revivido en la forma que tomó bajo Arrio, Eusebio de Cesarea y Eunomio. Individuos, entre los que están Milton y Sir Isaac Newton, fueron quizás contaminados con el mismo. Pero la tendencia sociniana de la que salieron las doctrinas unitarias no le debe nada a la escuela de Antioquía o a los concilios opuestos a Nicea. Tampoco ha quedado ningún líder arriano con un carácter de proporciones heroicas en la historia. En toda la historia no hubo sino un solo héroe—el impertérrito San Atanasio—cuya mente fue igual a los problemas, como su gran espíritu lo fue a las vicisitudes, una cuestión sobre la que el futuro del cristianismo dependió.

Fuente: Barry, William. «Arianism.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907.
http://www.newadvent.org/cathen/01707c.htm

Traducido por Luis Alberto Alvarez Bianchi. L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica