IMAGEN DE DIOS

Dos verdades fundamentales que establecen las Escrituras en cuanto al hombre son que éste es creado por Dios y que Dios lo hizo a su propia imagen (Gen 1:26-27; Gen 5:1, Gen 5:3; Gen 9:6; Salmo 8; Act 17:22-31; 1Co 11:7; Eph 4:24; Col 3:10; Jam 3:9). Las Escrituras no definen precisamente la naturaleza de la imagen de Dios en el hombre. En el AT los términos imagen y semejanza usualmente se refieren a la forma externa y visible (p. ej., 1Sa 6:5; 2Ki 16:10), una copia exacta.

La imagen de Dios en el hombre parece incluir personalidad, raciocinio, moralidad y espiritualidad, todo lo cual es la base para su dominio sobre la tierra (Gen 1:27-28).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(v. Dios, filiación divina participada, gracia, hombre, imágenes)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Según el testimonio bí­blico, es el carácter distintivo del hombre respecto a las demás criaturas. El texto de Gn 1,26-27 presenta a la criatura humana como coronación y vértice de la obra creadora: es una realidad » muy buena)’ (Gn 1,31); es una criatura especial, finito de una especie de autoconsulta divina («hagamos al hombre a nuestra imagen…»); Dios introduce en ella su mismo aliento vital (Gn 2,7).

Además, el hombre es imagen de Dios por su capacidad de escuchar al Creador y de responderle : el hombre puede ser interlocutor de Dios, puede entrar en una relación personal con él. Y no sólo eso; es capaz de entrar en relación y en comunión con otros distintos de él: lo demuestra evidentemente la diferencia sexual que, desde los orí­genes, caracteriza por voluntad de Dios al ser humano. Se puede decir, por tanto, que el hombre está estructuralmente orientado al encuentro, al diálogo.

La criatura humana es además imagen de Dios debido a su capacidad de ejercer cierto señorí­o sobre las demás criaturas; en cierto sentido puede ser el representante de Dios, transformar la realidad que lo rodea y – hacerla fructificar para remedio de sus propias necesidades. Pero lo que mejor muestra la singularidad del hombre, su cualidad de ser imagen de Dios, es su dimensión espiritual: la inteligencia J voluntad, la posesión de la conciencia y la capacidad de ejercer la libertad.

En el Nuevo Testamento. el tema de la imagen se enriquece en un sentido cristológico: Jesús es la imagen perfecta de Dios (2 Cor 4,4) y los creyentes están llamados a hacerse semejantes a él, para ser nuevas criaturas, hombres nuevos.

En la época patrí­stica se registran diversas interpretaciones del tema de la imagen de Dios, en las que se utilizan además algunos datos procedentes de la cultura helenista. Ireneo distingue entre imagen, que se refiere a la posesión del entendimiento y de la voluntad, y semejanza, que indica el don de la gracia; no es que haya que separar los dos aspectos, sino que se trata de expresar que en el único plan salví­fico divino el hombre queda sanado de nuevo y restituido a la comunión con Dios que habí­a perdido por el pecado, gracias a Cristo, que recapitula en sí­ todas las cosas. Clemente de Alejandrí­a afirma que la imagen es la condición humana, mientras que la semejanza respecto a Dios se hace posible en el hombre sólo por medio del bautismo. Para Gregorio de Nisa, la imagen indica al hombre como criatura, mientras que la semejanza es el resultado del esfuerzo que hace para recuperar su perfección primitiva. Agustí­n verá al hombre como imagen de la Trinidad debido a su estructura espiritual particular, por la que en el único sujeto se da la presencia simultánea del entendimiento, la memoria y la voluntad; así­ pues, entre la vida í­ntima de Dios, que se caracteriza por la pluralidad de personas distintas (el Padre, el Hijo y el Espí­ritu), y la vida espiritual, que se caracteriza por la pluralidad de facultades, se da por tanto una relación de semejanza (analogí­a psicológica). Con Agustí­n se diluye la tensión entre la condición original del hombre y la condición futura, vistas dentro del cuadro de la economí­a salví­fica; la perspectiva eminentemente históricosalví­fica, dentro de la cual se reflexionaba sobre el hombre, se hace marcadamente ontológica: en adelante el interés se dirigirá más bien a buscar en el hombre y en su constitución esencial aquello por lo que es imagen de Dios. Con Tomás de Aquino, la reflexión teológica sobre el tema de la imagen alcanza una especial profundidad:
puesto que Dios es causa de todas las cosas, todo lleva en sí­ un reflejo de él; pero mientras que las criaturas no racionales remiten al Dios trinitario per modum vestigii, en el hombre resplandece una huella más clara del Creador, per modum imaginis, ya que también él es capaz de producir el verbo mental con su entendimiento y el amor consecuente con su voluntád. En virtud de este ser imagen de Dios, recuerda Tomás, el hombre está naturalmente abierto al conocimiento de Dios y orientado a su amor. todo esto es llevado a su perfección por la gracia, que hace al hombre imagen de Dios más perfecta, aun cuando el ser humano conserve su estado de «viador», la imagen de Dios, dice además santo Tomás, se hace perfectí­sima en el estado de gloria, cuando el hombre conoce y ama a Dios perfectamente. Se puede hablar por tanto de una cierto proceso gradual en la realización de la imagen de Dios.

También el concilio Vaticano II utiliza esta temática; en él se dice que el hombre, en virtud de su ser imagen de Dios, «es capaz de conocer y de amar a su propio Creador (…) y está constituido por él por encima de todas las criaturas terrenas, como señor de las mismas, para gobernarlas y servirse de ella para la gloria de Dios» (GS 12). Se recuerda además que estas prerrogativas del hombre quedaron debilitadas por el pecado y han sido restauradas por Cristo, que da a la humanidad la vida nueva. Como imagen de Dios, cada uno de los hombres tiene una grandí­sima dignidad, así­ como la capacidad y la tarea de obrar responsablemen t~ por el progreso de la humanidad.

Resulta sumamente interesante captar en la orientación teológica fundamental de las diversas tradiciones cristianas algunas intuiciones relativas al tema de la imagen: cada una de ellas expresa un aspecto imprescindible de la realidad misma del hombre como imagen de Dios. La tradición oriental afirma que el hombre es imagen de Dios en virtud de los dones, naturales y sobrenaturales, recibidos de Dios; esos dones son una riqueza que tiene que fructificar en la vida de cada persona; este «patrimonio», ofuscado por el pecado y renovado por la gracia, conduce al hombre hasta la visión beatí­fica de Dios. Aquí­ el acento se pone por una parte en la grandeza del don de la vida, y por otra en el dinamismo de la existencia del creyente, que consiste en hacer fructificar el germen divino recibido, es decir, un «hacerse lo que ya se es».

La tradición teológica de la Reforma protestante, aunque considera el ser imagen de Dios como un don recibido por el hombre al comienzo de su existencia, insiste en el desorden causado por el pecado en el hombre; en él ha quedado destruida la imagen de Dios, de la que sólo queda un «residuo». de todas formas, el hombre puede permanecer en relación con Dios, gracias a la benevolencia con que El se ha dirigido en Cristo a todos los seres.

La recuperación del ser imagen de Dios por parte del hombre sólo se conseguirá en la gloria. Aquí­ el acento se pone por un lado en las consecuencias negativas del pecado original, y por otro en la absoluta gratuidad y benevolencia del obrar de Dios con el hombre pecador.

La Tradición católica, adoptando una perspectiva intermedia entre el optimismo del Oriente y el pesimismo de la tradición reformada, considera el ser imagen de Dios como un conjunto de cualidades, capacidades, aperturas y dotes naturales que substancialmente no se perdieron por causa del pecado, aun cuando este último «hirió» ciertamente al hombre. La salvación realizada por el Padre por medio del Hijo en el Espí­ritu Santo cura y eleva al hombre; éste, después de la muerte y resurrección de Cristo, puede incluso llamar a Dios Abbá, ya que se ha hecho verdaderamente «hijo en el Hijo». Aquí­ el acento se pone sobre todo en la permanencia de la identidad singular y de la dignidad especial del hombre, que conserva incluso después del pecado original un puesto singular en el mundo de las criaturas amadas y queridas por Dios, aquel puesto que «naturalmente » le corresponde por habérselo asignado el Creador; pero al mismo tiempo se le reconoce una dignidad todaví­a mayor que tiene el hombre por causa de- Cristo, el hombre Dios, la imagen perfecta del Padre que no desdeñó la condición humana, sino que la hizo suya, elevándola a los niveles más altos. Es verdad que, mientras permanezca en la historia, el hombre no podrá experimentar la profundidad y la grandeza de su ser imagen de Dios, ni podrá realizarla nunca perfectamente; en este sentido, el hombre está llamado a superar la historia; tiene que tender siempre en la humildad hacia la verdadera patria, que está en los cielos.

Pero también es justo recordar que el don de Dios, la apertura a él y la acogida de su vida son ya para el tiempo presente de los hombres un preciosí­simo tesoro del que pueden disfrutar con confianza y que debe fructificar durante la vida con la ayuda indispensable de la gracia. Por eso, si es verdad que la gloria futura depende de la caridad ejercida durante la vida (Tomás de Aquino), el creyente, creado y recreado a imagen de Dios, no puede huir de la historia; su ser icono de Dios lo compromete a ser seriamente ciudadano del mundo, sin indiferencia por, él, sin ceguera, sin cerrazón. Tan sólo el dí­a de la resurrección, cuando llegue la hora del descanso, de la gloria, de la alabanza incesante, el hombre alcanzará su perfecta realización como «imagen a imagen del Hijo»‘
G, M. Salvati

Bibl.: M. Flick – Z. Alszeghv Antropologí­a teológica, Sí­gueme, Salamanca 1970: B. Forte, Marí­a, la mujer icono del misterio, Sí­gueme, Salamanca 1993; D. Tettamanci, El hombre, imagen de Dios, Secretariado Trinitario, Salamanca 1978: L. Cerfaux, El cristiano en san Pablo, DDB, Bilbao 1965.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico