COMIDAS

En los tiempos bí­blicos, el desayuno se podí­a servir a cualquier hora desde temprano por la mañana hasta el mediodí­a (Pro 31:15; Joh 21:12, Joh 21:15). El almuerzo vení­a después que el trabajo de la mañana habí­a sido completado (Mar 7:4) o cuando el sol del mediodí­a hací­a muy difí­cil trabajar (Rth 2:14). La cena era generalmente la comida principal para los hebreos (Rth 3:7), mientras que los egipcios serví­an su comida más importante al mediodí­a (Gen 43:16). Jesús alimentó a las multitudes al fin del dí­a (Mat 14:15; Mar 6:35; Luk 9:12).

Los alimentos de la gente del oriente se pueden clasificar en cuatro grupos:
granos, verduras, frutas y productos de animales. Los granos se obtení­an de los campos, se restregaban con las manos para separar la barcia y se comí­an crudos (Luk 6:1). A veces aplastaban o trituraban los granos en el mortero y cocinaban la harina en potaje o tortas (Num 11:8; Pro 27:22). Este trabajo era realizado usualmente por las mujeres (Mat 24:41) o por sirvientes (Exo 11:5; Jdg 16:21).

Las frutas crecí­an en gran abundancia en Palestina y consistí­an de uvas, higos, aceitunas, moras, granadas, naranjas, limones, melones, dátiles, almendras y nueces. Las uvas se comí­an frescas o secas en forma de pasas. Serví­an como elemento principal de los vinos que se hací­an dulces o fermentados. Las aceitunas se comí­an como alimento pero también se usaban para hacer aceite de oliva. Habí­a dos clases de higos, los tempranos, o brevas (Isa 28:4) y la cosecha principal (Jer 8:13). Los últimos se solí­an secar y se les aplastaba en forma de tortas. Los dátiles se utilizaban tanto crudos como secos.

La mayorí­a de las carnes procedí­an de ovejas, corderos, cabritas y terneras engordadas. El cerdo se comí­a pero no por los hebreos. Algunos huevos se usaban como alimento (Isa 10:14). También se comí­an langostas y pescados. Los hebreos utilizaban leche del ganado vacuno y cabras para beber. De ésta hací­an quesos y mantequilla.

Para comer no se utilizaban cuchillos, tenedores y cucharas. Se solí­a lavarse las manos y ofrecer una palabra de oración antes de la comida. La carne se cocinaba y se poní­a en sus propios jugos en un plato grande sobre la mesa. El contenido se tomaba con los dedos o se le poní­a sobre una rebanada de pan y se le llevaba a la boca. Los egipcios se sentaban alrededor de una mesa redonda para las comidas. Los hebreos primitivos se sentaban, se arrodillaban o se poní­an en cuclillas mientras comí­an, pero más tarde evidentemente se reclinaban para comer. Generalmente tres cabí­an recostados en un cojí­n, de modo que la cabeza de uno estaba en el pecho de otro (Joh 13:23-25).

Se recostaban en los tres lados de una mesa rectangular dejando el cuarto lado libre para que los sirvientes pudieran servir.

La comida se cocinaba de una variedad de maneras sobre un fuego hecho con carbón (Pro 26:21), leña (1Ki 17:10), espinas (Isa 33:12) o pasto (Luk 12:28).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(-> alimentos, sacrificios, pan, vino, vegetarianos, multiplicaciones, eucaristí­a). Desde los tiempos más antiguos, las comidas han tenido un carácter sagrado, formando quizá el más importante de todos los signos religiosos. Ellas constituyen un elemento esencial de la identidad israelita, centrada de un modo intenso en los ritos de la mesa y cama (es decir, de la alimentación y de la familia). Desde esa base precisamos algunos elementos, principios y rasgos más significativos de las comidas israelitas.

(1) La comida, un gesto religioso. Comenzamos con algunos rasgos que definen el carácter sacral de las comidas, desde una perspectiva general, que aplicamos especialmente a Israel, (a) Alimentar a Dios. Algunos pueblos han pensado que debí­an dar de comer a Dios con sus sacrificios, como supone el mito de la sangre en los aztecas de México y la crí­tica de fondo de la historia de Bel y el Dragón (Dn 14). En esta lí­nea puede entenderse el poema de Jotán, cuando declara que el vino alegra a dioses y hombres (cf. Je 9,13), asumiendo un tema común a muchos cananeos y griegos, que presentan a los dioses sobre el Safón o el Olimpo, comiendo y bebiendo ambrosí­a, vino del cielo. Esa visión está en el fondo del ritual judí­o de los sacrificios, que realizan los sacerdotes del templo, cuando derraman y/o queman en su honor las partes más nobles de los animales (cf. Je 6,17-24; 13,15-23.26). (b) Comer con Dios. Más que alimentar a Dios, la Biblia supone que los hombres deben alimentarse con Dios, compartiendo su sustento; así­ se dice que ellos deben comer en la presencia de Dios, celebrando su bendición (cf. Dt 12,5-7). De esta forma puede establecerse una gozosa comunión (hombres y dioses comparten la comida), pero puede surgir una escisión y competencia, como Hesí­odo ha mostrado cuando afirma que Prometeo instituyó los sacrificios, repartiendo una parte del gran toro para los dioses, otra para los hombres. El toro común (que debí­a ser signo de pacto) les ha enfrentado, pues unos y otros querí­an la mejor parte (cf. Teogonia, 535-559). La religión ha podido convertirse en expresión de una competencia egoí­sta entre Dios (que pide a los hombres un tipo de impuesto) y los hombres que tienen dificultades en pagarlo, como ha visto Malaquí­as cuando critica a los judí­os tacaños porque llevan para Dios animales defectuosos, ofrendas miserables (cf. Mal 1,9-14). (c) Comer con otros hombres. En el momento anterior, los hombres reservaban algo para Dios y lo quemaban sobre el altar, comiendo ellos lo restante. Pero en un momento dado, los fieles ya no reservan nada para Dios, sino que lo ofrecen todo (pues a El le pertenece), pero, al mismo tiempo, ellos pueden comer y comen todo lo que han ofrecido (pues Dios se lo devuelve bendecido). Todo es de Dios, no una parte, y todo, absolutamente todo, es para los hombres, aunque a veces con algunas excepciones: los judí­os reservan siempre la sangre para Dios, pues ella contiene la vida que es sólo de Dios (cf. Lv 17,10-14).

(2) Principios de la comida israelita. El relato de la creación (Gn 2-3) supone que los hombres se mantienen y unen y separan por sus comidas. Pues bien, los judí­os han desarrollado una ley especial de comidas, llegando a suponer que sólo es verdadero judí­o aquel que toma alimentos puros (kosher) con otros judí­os puros. Aquí­ se incluyen dos normas, (a) Comer sólo alimentos puros, nunca los impuros como el cerdo o mezclados, como la leche con carne (cf. Dt 14,1-21; Lv 11), pues ellos constituyen una amenaza contra la santidad y separación del pueblo. (b) Comer sólo con otros comensales puros, pues la impureza de los otros causa una mancha en los israelitas. Estas normas constituyen un elemento esencial de la identidad israelita, pues la religión bí­blica no es simple senti miento interior, una piedad o fe intimista, separada de la vida, sino una institución social integradora, con leyes familiares y sociales: sábado y circuncisión; tierra, ciudad y templo, fiestas y comidas. En un primer momento, toda comida de carne ha comenzado siendo sacrificio, presidido por el sacerdote o padre de familia, de manera que el animal se ofrece a Dios y se comparte en gesto gozoso de comunión social y alabanza. En un momento dado (hacia el siglo VI-V a.C.), con la centralización del culto en Jerusalén, las comidas normales quedan de-sacralizadas, incluso la carne de animales. Paradójicamente, ese cambio constituye el punto de partida de una re-sacralización más fuerte: muchos judí­os piadosos, de lí­nea esenia, farisea o rabí­nica, por lo menos desde el tiempo de Jesús, han interpretado todas sus comidas como rito de pureza, celebración que les mantiene vinculados entre sí­ y separados de otros pueblos. En esa lí­nea se puede añadir, en un sentido muy profundo, que sólo es verdadero judí­o aquel que come en fraternidad y pureza con otros judí­os.

(3) Israel, religión de mesa. Sólo son buenos judí­os aquellos que pueden tomar parte en las comidas religiosas: los que pueden comer juntos, recordando y bendiciendo al Dios de su nación. Cada casa de judí­os piadosos es un templo, cada comida un sacrificio de pureza. Así­ se añade que son buenos judí­os (y no simple pueblo de la tierra) los que cumplen las normas de separación en la comida, evitando alimentos ofrecidos a los í­dolos o tocados por personas contaminadas, (a) Un elemento esencial de la pureza en la comida es la ausencia de sangre. Esto implica que la carne debe provenir de un animal ritualmente sacrificado, de manera que, de hecho, los judí­os piadosos sólo pueden comer carne comprada en carnicerí­as judí­as; pero en esto ellos concuerdan con el islam, que también asume las leyes alimenticias que están en el fondo de los mandamientos de Noé* («Carne con su vida que es su sangre no comeréis»: Gn 9,4). (b) También debemos citar la ley de los alimentos puros (que mantienen el orden cósmico, querido por Dios) y de los impuros, que van en contra del orden de Dios y contaminan al hombre según Ley (cf. Dt 14,1-21; Lv 11), for mando una amenaza contra la santidad del pueblo. Toda comida es por tanto una oración que ratifica la obra creadora de Dios. Por eso, en un sentido muy profundo, sólo es verdadero judí­o aquel que come ante Dios, en fraternidad y pureza, con otros judí­os verdaderos. Muchos judí­os piadosos, de lí­nea esenia, farisea o rabí­nica, por lo menos desde el tiempo de Jesús, toman sus comidas como rito de pureza, celebración que les mantiene vinculados entre sí­ y separados de otros pueblos. En esa lí­nea, se ha podido afirmar que el judaismo es religión de mesa: cada casa de piadosos es un templo; cada comida, un sacrificio de pureza. Así­ se añade que son buenos judí­os (y no simple pueblo de la tierra) los que cumplen las normas de separación en la comida, evitando alimentos ofrecidos a los í­dolos o tocados por personas contaminadas. En este contexto se inscribe la novedad de Jesús, que come con pecadores y ofrece pan y peces a todos los que vienen a buscarle, sin distinción de purezas; desde aquí­ se entiende la primera novedad institucional de la Iglesia, que defiende la unión de judí­os y gentiles (cf. Hch 15; Gal 1-2). Desde esa perspectiva muchos cristianos han acusado a los judí­os diciendo que mantienen unos tabúes alimenticios que van en contra de la bondad de la creación y de la racionalidad alimenticia… Pero hay judí­os que responden a los cristianos diciéndoles que su eucaristí­a ha dejado de ser aquello que era, una comida real, para convertirse en una especie de simulacro alimenticio espiritualizado.

(4) Judaismo. (1) El Dios de las comidas. La fijación rabí­nica de las tradiciones judí­as, iniciada tras la caí­da del segundo Templo (70 d.C.) y acentuada tras la guerra de Bar Kokba (135 d.C.), culmina con la publicación de la Misná, hacia el año 200 d.C. Sólo a partir de entonces se puede hablar de judaismo estrictamente dicho, donde se recogen parte de las tradiciones anteriores (esenias, fariseas, saduceas), mientras quedan fuera otras (en lí­nea de mesianismo polí­tico, apocalí­ptica dura, cristianismo, proselitismo helenista e incluso gnosis). Nace así­ el judaismo que ha pervivido en los siglos posteriores, como religión de ley y pureza, centrado en la Misná, que se va comentando en el Talmud y que se ex presa sobre todo en las comidas. De manera sorprendente, la Misná ha codificado y conservado, de forma simbólica, un mundo en gran parte ya acabado de purificaciones sacerdotales, pero lo ha hecho con la intención clara de perpetuar y actualizar de forma laica las normas de pureza que antes sólo se aplicaban (básicamente) a los sacerdotes. De esta forma ha culminado, tras la caí­da del templo, un proceso que habí­a comenzado mucho antes. Los diversos grupos de hasidim o piadosos, tal como se fueron desarrollando desde el siglo I a.C. en las comunidades (haburot) de esenios y/o fariseos, habí­an traducido ya la experiencia sacerdotal de Israel en claves sociales, que se expresaban, sobre todo, en la pureza familiar y alimenticia. Por eso, la caí­da del templo, siendo en un plano algo muy doloroso, aparece en otro como providencial: los grupos judí­os pudieron desarrollar de forma creadora su ideal de vida comunitaria, a partir de dos escuelas básicas: «La de Samay dice: se recita la bendición sobre el dí­a y luego sobre el vino. La escuela de Hillel afirma: se recita la bendición sobre el vino y luego la del dí­a» (Misná, Ber 8,1). Cambia el orden, pero los signos básicos de la presencia de Dios son los mismos: el vino del banquete, el dí­a de la vida… El auténtico judí­o bendice a Dios ante los dos signos. Aquí­ destacamos el del vino (las comidas). «El que se propone ser digno de crédito [= buen judí­o] separa el diezmo de las cosas que come, de lo que vende y de lo que compra. No se hospeda en casa de un judí­o inculto [un am-ha-aretzi? R. Yehuda dice: también el que se hospeda en casa de un judí­o inculto puede ser digno de crédito. Lc replicaron: si no es digno de crédito con respecto a sí­ mismo, ¡cómo va a serlo respecto de los otros! Si uno se propone ser un asociado [haber: judí­o observante] no ha de vender a una persona judí­a inculta nada húmedo, ni seco, ni ha de hospedarse en su casa, ni ha de ponerse sus vestidos mientras se hospeda en su casa» (Misná, Detn 2,2-3).

(5) Judaismo. (2) Un pueblo de comidas. Los pasajes anteriores nos sitúan ante un judaismo interesado en los diezmos vinculados a la comunicación, es decir, al cumplimiento de las normas sacrales de pureza. Para conservar su identidad, los puros han de vincularse con los puros, los asociados con los asociados, formando así­ comunidades compactas de estudio (conocimiento de la ley) y comida. Desde esa perspectiva se entiende el interés de la Misná por los códigos agrí­colas: la producción y pureza de alimentos, tanto vegetales como animales (carnes). Ello puede deberse a que muchas de sus normas han sido recreadas o transmitidas por escuelas rabí­nicas de Galilea, en el siglo II d.C., en un contexto campesino. Pero esa razón parece insuficiente: lo esencial es que el sistema de comidas constituye la clave de la nueva vida judí­a. Pensemos, por ejemplo, en la ley de la masa: «Cinco cosas están sujetas a la ley de lo amasado: trigo, cebada, espelta, avena y centeno. Estas están sujetas al diezmo: arroz, mijo, amapola, sésamo, legumbres…» (Misná, Zer 1,1-4). La ley de primicias referente a lo amasado para hacer tortas o pan (cf. Nm 15,20) y las prescripciones sobre el diezmo (cf. Mt 23,23) provienen de las normas sacerdotales, vinculadas a los alimentos ofrecidos al templo. Pues bien, ahora, todos los judí­os se descubren sacerdotes: sus comidas son sagradas y en ellas se cumple la ley de la creación y santificación israelita. Cada familia (comunidad) viene a presentarse como verdadero templo, que cumple las normas sacrales. Los judí­os observantes (asociados), herederos de esenios y fariseos, comen cada dí­a su comida como si estuvieran consumiendo las ofrendas y libaciones, los sacrificios y alimentos del templo. Así­ se entiende y expresan como pueblo sacerdotal, mediador del orden de Dios sobre la tierra. Ha desaparecido el templo externo. Ellos mismos son santuario de Dios sobre la tierra.

(6) Jesús. (1) Hombre de comidas. Jesús ha sido profeta* apocalí­ptico y hombre carismático*, conocido por sus exorcismos y sus gestos de ayuda a los enfermos y expulsados de la sociedad. Pero quizá el más significativo de todos sus rasgos han sido sus comidas. Frente a Juan* Bautista, que no come ni bebe, Jesús aparece como un hombre que come y bebe (comilón y borracho), amigo de prostitutas y de pecadores (cf. Lc 7,33-34). Estos son algunos de los rasgos más significativos de las comidas de Jesús, que evocamos por separado en otros temas, (a) Multiplicaciones. Jesús comparte los panes y los peces con aquellos que vienen a escucharle. Lo hace a campo abierto, acogiendo a todos, sin distinción de pureza, en las tierras galileas o en el entorno pagano (cf. Mc 6,30-44; 8,1-10). De esa forma, el sentido más hondo de su mensaje se vuelve comida compartida, en la lí­nea de la profecí­a: «El Señor de los Ejércitos prepara sobre este monte un festí­n de manjares suculentos para todos los pueblos» (Is 25,6). (b) Come con los pecadores. Superando los rituales de pureza que impone un tipo de judaismo de su tiempo, Jesús comparte la comida con aquellos a quienes la sociedad sagrada de Israel considera impuros: «Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él (de Leví­), muchos publicanos y pecadores estaban también a la mesa juntamente con Jesús y sus discí­pulos; porque habí­a muchos que le habí­an seguido. Y los escribas y los fariseos, viéndole comer con los publicanos y con los pecadores, dijeron a los discí­pulos: ¿Cómo es que come y bebe con los publicanos y pecadores? Al oí­r esto Jesús, les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,15-17). Llamar significa aquí­ «comer con»: no solamente invitar a los pecadores, sino aceptar su hospitalidad y sentarse a su mesa (cf. también Lc 19,2-8).

(7) Jesús. (2) El riesgo de las comidas. Jesús ha superado el ritual judí­o de las comidas puras e impuras (Mc 7,1-23), que desembocaba en la separación de los hombres, que se vuelven también puros e impuros, como las comidas. De esa forma ha podido iniciar un proceso que culmina en la apertura a los gentiles, que desemboca en el hecho de que ellos, los impuros, puedan comer el mismo pan de los hijos puros (cf. Mc 7,24-30). Según eso, la comunidad de los discí­pulos y amigos de Jesús se vincula sobre todo por medio de las comidas, entendidas como forma de convivencia universal. Otros grupos se unen y distinguen por ritos sacrales o dogmas, por imposiciones nacionales, imperiales o genealógicas. Pues bien, los seguidores de Jesús se juntan ante el pan y peces compartidos, en gratuidad y alabanza, a cielo abierto, donde hay lugar para todos. En ese contexto podemos descubrir que las comidas de Jesús son una expresión y realidad concreta de la entrega de la vida, de tal manera que podemos afirmar que él ha muerto por la forma en que ha comido, superando la ley judí­a de la pascua pura. Ha querido comer con todos, por eso le han matado los que preferí­an seguir comiendo separados, manteniendo sus privilegios sociales y sacrales. Así­ lo ha visto la tradición de los evangelios, tal como se expresa en los textos de la institución de la eucaristí­a*: Jesús no se limita a compartir la mesa con los pecadores, invitándoles al Reino, ni a ofrecer su pan a campo abierto (multiplicaciones), sino que él mismo viene a presentarse como pan y vino compartido, en actitud de alianza. Por comer como comí­a le han matado. Para seguir comiendo como Jesús ha surgido la Iglesia.

(8) Experiencia pascual. (1) El camino de Emaiis. El evangelio de Lucas ha puesto de relieve el gozo de la comida escatológica: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (Lc 14,15; cf. Mt 8,11: sentarse a la mesa con los patriarcas). Pues bien, Hch 1,4 afirma que Jesús se aparecí­a a sus discí­pulos synalidsamenos, es decir, tomando la sal o comiendo con ellos. Por otra parte, la experiencia cristiana de partir-compartir el pan (cf. Hch 2,4246) parece un signo indudable de presencia de Jesús, que está presente allí­ donde sus discí­pulos toman la sal en común. Desde esa base se entiende la catcquesis pascual de los «fugitivos» de Emaús (Lc 24,13-35), precedida por una especie de «liturgia de la palabra» (sobre la necesidad de sufrimiento del Mesí­as: Lc 24,24-27), que sólo culmina y recibe su sentido en un contexto de comida: «Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa, tomando el pan, lo bendijo; y partiéndolo se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron, pero él se volvió invisible para ellos» (24,20-31). Se ha (han) reclinado (kataklithénai) a la mesa, de forma festiva y distendida, para ratificar la conversación anterior, en forma de banquete. Pues bien, en contra de las leyes de la cortesí­a, en lugar de esperar a que le sirvan, diciéndole que coma, el invitado asume la iniciativa: ¡parte el pan y se lo ofrece precisamente a los señores de la casa! No pide permiso, no pregunta, no se deja rogar. Jesús mismo bendice* (eulogésen) (eucaristí­a* y eulogí­a) el pan (o más probablemente al Dios del pan), para partirlo y dárselo a los discí­pulos. En este gesto descubren ellos que es Jesús; no necesitan verlo más, le han visto en el pan. Lógicamente, ellos quieren anunciar su experiencia y se la transmiten al resto de los discí­pulos de Jerusalén, diciéndoles que han conocido al Señor en la fracción del pan (Lc 24,25).

(9) Experiencia pascual. (2) Pascua y comida en Lucas. Desde la catcquesis de Emaús se entiende ya la experiencia fundacional de la Iglesia, presentada como encuentro de Jesús con todos los discí­pulos (con todos, no sólo con los Doce), que Lucas ha querido elaborar como culminación de su evangelio (Lc 24,2649), antes de la ascensión* (Lc 24,5053). Los signos pascuales son básicamente dos: (a) El recuerdo de la pasión: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espí­ritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies» (Lc 24,29-40). No hay experiencia pascual sin corporalidad, sin recuerdo del Mesí­as crucificado. (b) La comida: «Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegrí­a y estuviesen asombrados, les dijo: ¿Tenéis aquí­ algo de comer? Ellos le dieron un trozo de pez asado [muchos manuscritos añaden: y un trozo de panal con miel], Y tomándolo comió delante de todos» (24,41-43). Es evidente que los discí­pulos se han reunido para comer y comen juntos. Recordando, sin duda, los temas de las multiplicaciones* (y de los peces*), ellos ofrecen a Jesús un trozo de pez asado, y él, tomándolo delante de ellos, comió (Lc 24,42). La referencia al panal de miel que añaden muchos manuscritos evoca una iniciación litúrgica, en la lí­nea del relato judí­o de José y Asenet*, y también una referencia al renacimiento pascual (y a la entrada en la tierra que mana leche* y miel. La experiencia pascual de los cristianos (con la resurrección de Jesús) se inscribe así­ dentro de un contexto de comida compartida, es decir, dentro de un contexto de vida y comunión.

(10) Experiencia pascual. (3) Testimonio de Juan. La catcquesis pascual de Jn 1,1-3 habla de ver y palpar al Verbo de la Vida, sin incluir la comida. Pero, al final del evangelio, Juan condensa la experiencia del resucitado en una pesca milagrosa y en una comida, a la orilla del mar, donde los signos básicos son el pan* y el pez*: «Al descender a tierra, vieron brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan… Y Jesús les dijo: Venid, comed. Y ninguno de los discí­pulos se atreví­a a preguntarle: ¿Tú, quién eres?, sabiendo que era el Señor. Vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado» (Jn 21,913). Esta es una eucaristí­a de pan y pez, como las multiplicaciones*. Es una eucaristí­a pascual, en la que hay un único pan y un único pez, que se identifican con Jesús. Es una eucaristí­a y visión de los siete* discí­pulos misioneros, que traen a Jesús los ciento cincuenta y tres peces (cf. Jn 21,11) del conjunto de la humanidad. Esta es una comida que no puede separarse de la misión eclesial, vinculada así­ a la gran experiencia de Jesús como pan de vida, pan que se come, sangre que se bebe, tal como habí­a destacado el discurso de Cafarnaún (Jn 6,16-50), vinculado al tema de las multiplicaciones (Jn 6,1-15). Jesús no da a los hombres que le siguen los panes y los peces para hacerse rey, por encima de ellos, como algunos quieren (cf. Jn 6,15), sino para compartir con ellos su propia vida, que es el pan verdadero, el verdadero pescado.

(11) Experiei icia pasci tal. (4) Mc 16,920. El final canónico de Marcos (Me16.9-20), añadido ya en tiempo antiguo al texto original, que terminaba en Mc 16,8, ha recogido un precioso itinerario de pascua en el que destacan varios motivos, entre ellos el de las comidas, como lugar privilegiado de experiencia de Jesús: «Habiendo resucitado en la madrugada, el primer dí­a de la semana, se apareció primero a Marí­a Magdalena, de la que habí­a echado siete demonios. Ella fue a comunicarlo a los que habí­an vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oí­r que viví­a y que habí­a sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, con otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discí­pulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creí­do a quienes le habí­an visto resucitado Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación…» (Mc 16.9-15). El texto incluye, define y pre senta la experiencia pascual en tres momentos, (a) Marí­a Magdalena. Llanto pascual y falta de fe. Ella ve a Jesús y anuncia el mensaje a sus compañeros, pero ellos no la creen, sino que permanecen tristes y llorosos, en gesto funerario de llanto (penthousi kai klaiousi). En el contexto oriental, ese ritual de llanto incluí­a un tipo de comida, pero aquí­ se trata, todaví­a, de una comida que no es pascual (es de recuerdo del muerto, no de gozo por el que está vivo); así­ se lamentan por Jesús, pero la simple noticia de Marí­a, vinculada sin duda al amor personal hacia el Cristo, amor de pascua, no puede hacerles creyentes. (b) Jesús se aparece a dos caminantes que dan la impresión de escaparse del mismo Jesús, huyendo hacia el campo (eis agron). Esta es la presencia de aquel de quien se huye, en otra figura (no es la figura de amor de Marí­a Magdalena o en la figura histórica anterior de Jesús). Pues bien, también éstos creen y vuelven a Jerusalén, pero los compañeros de Jesús tampoco les aceptan. No basta el testimonio de dos para alimentar la fe pascual, (c) Los discí­pulos de Jesús están reclinados a la mesa (anakeimenois), en gesto de comunión vital, de diálogo y comida compartida. No hace falta hablar del pan y el vino. Es evidente que lo toman. Pues bien, sólo en este contexto, allí­ donde repiten el gesto más profundo de la historia de Jesús, Jesús se les puede mostrar, ratificando así­ todo el camino anterior de su vida, que se expresaba en las comidas compartidas (multiplicaciones*, eucaristí­a). De esa forma, la misma comida del rito de luto (de muerte) viene a convertirse en comida de pascua: la experiencia del resucitado se identifica con la liturgia de comida de la Iglesia. En lenguaje eclesial posterior pudiéramos decir que la comida es un momento privilegiado de presencia real de Jesús: no se expresa sólo (ni sobre todo) en las llamadas especies eucarí­sticas (pan y vino en cuanto tales), sino en el gesto total de la comida compartida. Para el surgimiento de la fe pascual no ha bastado el llanto de Marí­a, ni el retorno de los fugitivos, sino que ha sido necesaria una experiencia de comida compartida. Desde aquí­ se pueden entender en lí­nea pascual otros pasajes del mismo evangelio primitivo de Marcos, como la multiplicación* de los panes (Mc 6,30-44; 8,1-9), que el re dactor del evangelio ha integrado en la biografí­a de Jesús, dentro de la sección de los panes (6,6-8,26), que tiene un fuerte sentido pascual. Ciertamente, en el fondo de esos panes multiplicados hay un recuerdo de la historia de Jesús; pero ellos forman parte de la experiencia pascual de una Iglesia donde los discí­pulos recuerdan y veneran la presencia del Señor crucificado en los panes y peces compartidos. Sin duda, Jesús está en los panes y peces bendecidos que sus discí­pulos (Iglesia) reparten a la muchedumbre. Pero sobre todo está presente en aquellos que vienen y comparten con gozo la comida, a pleno campo, formando la nueva comunidad escatológica. Jesús está presente y se revela en la experiencia de la comunión fraterna, en gesto de generosidad que rompe las pequeñas fronteras de los grupos puros de los más puros israelitas. Esta es la señal de Jesús resucitado, que bendice y preside la comida donde quedan doce cestos sobrantes para todo el pueblo de Israel (Mc 6,43), siete cestos para todos los pueblos (cf. Mc 8,8).

(12) El testimonio del Apocalipsis. En el centro del Apocalipsis se sitúa un banquete de Bodas: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado» (Ap 12,9). Ese tema ha de entenderse desde el conjunto del Apocalipsis, que es un libro de comidas. Frente al buen banquete se eleva la comida prostituida de los malos cristianos (idolocitos*: Ap 2,14.20) y la bebida antropofágica de la Prostituta, que bebe en su copa la sangre de los testigos de Jesús, quedando así­ borracha (Ap 17,6). Por su parte, la Bestia y los Reyes devoran a su vez a la prostituta, en nuevo banquete de antropofagia (17,16), y las aves carroñeras comen carne de los enemigos del Cordero, en un festí­n horrendo: «Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes» (19,17-18). En contra de eso, Jesús ofrece a sus amigos la cena de amistad cercana, en la intimidad de una noche de amor: «He aquí­ que yo estoy a la puerta y llamo; si al guno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (3,20). La verdadera historia de los hombres culmina en el banquete del Arbol de la vida del paraí­so: «Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, que está en medio del paraí­so de Dios» (Ap 2,7; cf. 22,1-3).

Cf. R. AGUIRRE, Ensayo sobre los orí­genes del cristianismo. De la religión polí­tica de Jesús a la religión doméstica de Pablo, Verbo Divino, Estella 2001; J. D. CROSSAN, Jesús. Vida de un campesino judí­o mediterráneo, Crí­tica, Barcelona 1994; El nacimiento del cristianismo, Panorama, Sal Terrae, Santander 2002; X. PIKAZA, Fiesta del pan, fiesta del vino. Mesa común y Eucaristí­a, Verbo Divino, Estella 2000; M. SAWICKI, Seeing the Lord. Resurrection and Early Christian Practices, Fortress, Mineápolis 1994.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

I. Fuentes no bíblicas

Posiblemente la escena más antigua del mundo en lo que hace a banquetes sea la que se ha preservado en el sello cilíndrico en lapislazuli encontrado en el montículo de Ur en Mesopotamia. Actualmente está en el museo de la Universidad de Filadelfia, Estados Unidos, y data de la época de la reina Sub-ad (ca. 2600 a.C.). Muestra una comida en la que los huéspedes reales están sentados en banquetas bajas, y sirvientes vestidos con faldas de vellón les sirven vino en jarras. Un arpista proporciona acompañamiento musical, mientras otros siervos utilizan abanicos para tratar de refrescar a los huéspedes en el tórrido aire mesopotámico.

Se han preservado escenas similares de artistas babilónicos de períodos posteriores, de los cuales uno de los más interesantes es un gran bajorrelieve de Asiria. El rey Asurbanipal aparece sentado con su esposa en el jardín del palacio real en Nínive. El monarca está reclinado sobre un diván con almohadones, y acerca un tazón de vino a sus labios. También vemos a su esposa bebiendo de un elegante tazón, pero está sentada en una pequeña silla con un estante bajo en forma de escañuelo. Como en el caso de la pieza encontrada en Ur, hay siervos que empuñan abanicos para refrescar a los comensales y espantar los insectos molestos. Este relieve muestra algunos instrumentos musicales ubicados en el suelo, al lado de algunas parras y palmeras, listos para ser usados por los músicos de la corte.

El menú detallado más primitivo que se registra corresponde a un festín dado por Asurnasirpal II en la dedicación de su nuevo palacio en Nimrud. Contó con la asistencia de 69.574 personas, y duró 10 días. Los detalles aparecen en un monumento levantado en 879 a.C. (véase IBA, fig(s). 43).

II. Referendas bíblicas

a. Comidas de palacio

El tipo de elegancia que acabamos de mencionar, característico de la antigüedad mesopotámica, fue sobrepasado ampliamente por la exquisitez y el arte culinario que caracterizaba los banquetes reales del antiguo Egipto. Las pinturas en las paredes de las tumbas y otros edificios han proporcionado notables pruebas del esplendor que rodeaba las celebraciones tales como el banquete palaciego en ocasión del cumpleaños del faraón de la época de José (Gn. 40.20). En tales ocasiones los invitados, elegantemente cubiertos de pelucas, y perfumados, se sentaban en divanes colocados al lado de mesas bajas. Los manjares consistían en una variedad de aves asadas, legumbres, carne asada, una amplia variedad de platos de repostería, y numerosos confites. Las bebidas populares incluían la cerveza de cebada y el vino. Las representaciones en las paredes de las tumbas muestran siervos que entran con grandes recipientes de vino y entregan a los invitados tubos de vidrio curvos que luego se introducían en las jarras. Los invitados bebían hasta embriagarse y caer al suelo al lado de sus divanes.

Algunas de las costumbres observadas en los banquetes en Persia en el ss. V a.C. han sido preservadas por el libro de Ester, que describe no menos de cinco ocasiones festivas de dicho carácter en Susa. La primera es una fiesta prolongada que duró 180 días, ofrecida por el rey en honor de los príncipes de Media y Persia (Est. 1.3ss). A esto siguió un banquete de siete días en los jardines reales, al que se invitó a todos los servidores del palacio. Los invitados estaban protegidos de los rayos del sol por toldos azules, verdes, y blancos, los colores reales de Persia, y los divanes tenían incrustaciones de oro y plata. Las otras fiestas mencionadas incluyen una para las mujeres del palacio (Est. 1.9), la fiesta de bodas de la reina Ester (2.16–18), el banquete con vinos que se ofreció a Asuero y Amán (5.4; 7.1–8), y el período de festejos denominado Purim (9.1–32).

Por contraste, las comidas palaciegas de los hebreos fueron austeras hasta los días de Salomón. Había numerosos invitados y servidores, incluso en la época de Saúl, y podía perderse el favor del rey si se rehusaba una invitación a cenar con él (1 S. 20.6). Podemos ver la generosidad de David en la provisión que hizo para que Mefi-boset, el hijo lisiado de Jonatán, comiera siempre a su mesa (2 S. 9.7). Salomón imitó a los monarcas de las naciones vecinas en lo que se refiere a la preparación minuciosa de sus fiestas. Se ha sugerido que Salomón probablemente se hacía servir sus comidas estivales en algún jardín como el que se menciona en Cantares. En la corte real de Samaria la reina Jezabel tenía un séquito de 400 profetas de Asera y 450 de Baal (1 R. 18.19). La pobreza de Judea después del exilio contrastaba considerablemente con la comida que proporcionaba el gobernador Nehemías. Tuvo a su cargo 150 judíos, además de otros huéspedes, y la comida diaria incluía seis ovejas, un buey, numerosas aves, fruta, y vino (Neh. 5.17–19).

b. Comidas de la clase trabajadora

La situación era muy diferente, sin embargo, para la clase trabajadora en tiempos bíblicos. El día comenzaba temprano; y en lugar de tomar un desayuno formal, los trabajadores llevaban en sus fajas, o en otros recipientes pequeños, panes, queso de cabra, higos, aceitunas, y cosas semejantes, que comían a medida que se dirigían al trabajo. Aparentemente los egipcios tenían su comida principal al mediodía (Gn. 43.16), pero generalmente los trabajadores hebreos se conformaban con un ligero refrigerio y un período de descanso (Rut 2.14). Abstenerse de esta comida era ayunar (Jue. 20.26; 1 S. 14.24). La cena, la comida más importante del día, tenía lugar después de la terminación del trabajo (Rut 3.7). Una vez preparada la comida, toda la familia cenaba junta, acompañada de los huéspedes que pudieran estar presentes. En ocasiones festivas era costumbre acompañar las comidas con entretenimientos tales como acertijos (Jue. 14.12), música (Is. 5.12), y danzas (Mt. 14.6; Lc. 15.25). En el período patriarcal los invitados se sentaban formando un grupo en el suelo (Gn. 18.8; 37.25); pero en épocas posteriores se hizo costumbre sentarse a una mesa (1 R. 13.20; Sal. 23.5; Ez. 23.41), siguiendo la moda egipcia, pero quizás en posición semireclinada (Est. 7.8).

c. Forma de disponer los asientos

En épocas neotestamentarias a menudo se comía en un piso que se encontraba encima del que ocupaban los animales de granja y domésticos (cf. Mr. 7.28). Invariablemente los invitados se reclinaban en divanes colocados en tres lados de un cuadrado, alrededor de una mesa baja. Normalmente no había más de tres personas reclinadas en cada diván, aunque ocasionalmente se aumentaba este número a cuatro o cinco. Cada diván tenía almohadones sobre los que descansaba el codo izquierdo; y el brazo derecho permanecía libre, de acuerdo con la costumbre contemporánea grecorromana. Los huéspedes se colocaban en los divanes de modo tal que cada uno pudiera descansar su cabeza cerca del pecho del que estaba reclinado inmediatamente detrás. O sea que estaba recostado al lado de su vecino (Jn. 13.23, “en el pecho”, °ba; cf. Lc. 16.22), y esa proximidad ofrecía oportunidades adecuadas para el intercambio de comunicaciones confidenciales. El lugar de más alto honor, el “diván más elevado”, o “primer asiento”, era el que se encontraba inmediatamente a la derecha de los siervos, según entraban en el aposento para servir la comida. Contrariamente, el “lugar más bajo” estaba a la izquierda de los sirvientes, directamente opuesto al “primer asiento”. Las tres personas en cada diván se conocían como el más elevado, el del medio y el más bajo, designación sugerida por el hecho de que el huésped reclinado en el pecho de otro siempre parecía estar por debajo de él. El asiento más codiciado (Mt. 23.6) era, en consecuencia, el “primer lugar” en el “asiento más elevado”. El uso de los términos “elevado” y “bajo” no estaba referido a elevación física.

d. La comida en sí

Generalmente la comida principal del día era una ocasión tranquila y alegre. Los huéspedes siempre se lavaban las manos antes de compartir los alimentos, ya que era costumbre servirse de una fuente común, que era un gran recipiente de alfarería lleno de carne y legumbres, que se colocaba sobre una mesa en el centro de los divanes. Sólo se registra una ocasión en el AT en la que se pronuncia una bendición antes de comer (1 S. 9.13), pero el NT menciona varias ocasiones en las que Cristo dio gracias antes de comenzar a comer (Mt. 15.36; Lc. 9.16; Jn. 6.11).

La práctica general era que cada persona metiera la mano en la fuente común (Mt. 26.23), pero había ocasiones en que se servía a cada uno porciones separadas (Gn. 43.34; Rut 2.14; 1 S. 1.4–5). A falta de cuchillos y tenedores, se tomaba pequeños trozos de pan entre el pulgar y dos dedos de la mano derecha para levantar la salsa del plato (Jn. 13.26). También se los usaba a modo de cucharas para levantar pedazos de carne, que se llevaban a la boca como un emparedado. Si uno de los comensales obtenía de esa manera un trozo particularmente exquisito, se consideraba un gran acto de cortesía ofrecérselo a otro (Jn. 13.26).

Cuando terminaba la comida se acostumbraba dar gracias nuevamente, en cumplimiento del mandato de Dt. 8.10, después de lo cual los convidados se lavaban las manos una vez más.

Sobre la base de casos como el de Rut entre los segadores (Rut 2.14), Elcana y sus dos esposas (1 S. 1.4–5), y los hijos e hijas de Job (Job 1.4), parecería que las mujeres comúnmente compartían sus comidas con los hombres. Pero como es probable que la tarea de prepararla y servirla a los comensales normalmente correspondía a las mujeres de la casa (Lc. 10.40), sin duda se veían obligadas a comer en forma más breve e irregular.

Una comida común para la familia no requería más que la preparación de un solo plato, de modo que, una vez servido, el miembro de la familia que lo había preparado no tenía otras tareas que desempeñar. Es probable que este pensamiento explique la reprensión a *Marta (Lc. 10.42), cuando Cristo sugirió que en realidad sólo hacía falta un plato. En la época del AT, una vez que la persona que la había preparado traía la comida (1 S. 9.23), el jefe de la familia repartía las porciones (1 S. 1.4), cuyo tamaño bien podía variar según su preferencia para con determinados individuos del grupo (Gn. 43.34; 1 S. 1.5).

e. Platos especiales

Las fiestas en celebración de cumpleaños, bodas, o debido a la presencia de huéspedes de honor, normalmente requerían un grado de ceremonia considerablemente mayor. El anfitrión recibía a sus invitados con un beso (Lc. 7.45), y les ofrecía agua para refrescarse los pies (Lc. 7.44). En determinadas ocasiones se proporcionaba ropas especiales (Mt. 22.11) y se adornaba a los invitados con coronas florales (Is. 28.1). Se ungía la cabeza, la barba, y la cara, y a veces aun las ropas, con perfumes y ungüentos (Sal. 23.5; Am. 6.6; Lc. 7.38; Jn. 12.3) en celebración de alguna ocasión festiva de importancia. La conducción del banquete estaba a cargo de una persona especial, conocida en épocas del NT como “maestresala” (Jn. 2.8), sobre quien recaía la tarea de probar la comida y las bebidas antes de ser llevadas a las mesas.

Se hacía sentar a los invitados de acuerdo con su respectivo rango (Gn. 43.33; 1 S. 9.22; Mr. 12.39; Lc. 14.8; Jn. 13.23), y a menudo se les servía porciones individuales (1 S. 1.4–5; 2 S. 6.19; 1 Cr. 16.3). Generalmente se honraba a los huéspedes especiales ofreciéndoles porciones más abundantes (Gn. 43.34) o más delicadas (1 S. 9.24) que a los demás.

En la época de Pablo el banquete era una comida complicada a la que generalmente seguía un simposio o discusión intelectual. En tales ocasiones el discurso solía prolongarse hasta entrada la noche, y se discutían temas tales como política o filosofía.

f. La presencia de Jesús en diversas comidas

El NT registra varias ocasiones en las que Jesús fue invitado a cenar. La boda de Caná (Jn. 2.1–11) fue una ocasión festiva para la que se había hecho invitaciones formales, como también lo fue el caso de la parábola del rey que preparó una fiesta para las bodas de su hijo (Mt. 22.2–14). En la ocasión en que Mateo ofreció un banquete (Mt. 9.10) se siguió el estilo más formal correspondiente al período grecorromano del ss. I d.C. Jesús estaba reclinado a la mesa en compañía de sus discípulos, los publicanos, y otros invitados. Es probable que el comedor diera a la calle, con cortinas cerca de la entrada a fin de proteger, hasta cierto punto, a los comensales de las miradas curiosas de la gente que pasaba. Sin embargo, las costumbres de esos días permitía que la gente mirara a través de las cortinas e hiciera comentarios acerca de los que compartían la fiesta. Fue esta práctica la que impulsó a los fariseos a poner en tela de juicio el hecho de que Jesús cenara con publicanos y pecadores (Mt. 9.11).

En otra ocasión, en un comedor similar (Lc. 7.36–50), una mujer que pasaba vio a Jesús y volvió con un frasco de alabastro, del cual sacó ungüento que derramó sobre los pies de Cristo. Se interpretó su acción como el ofrecimiento del tradicional ungüento de la hospitalidad, cosa que el anfitrión había olvidado hacer en honor de su huésped. También parecería que no había colocado el recipiente con agua en el que su invitado pudiera lavarse los pies, omisión que constituía una gran falta de cortesía en esos días. La comida que Zaqueo ofreció a Jesús en Jericó (Lc. 19.6) probablemente se realizó con gran prodigalidad. Más modestas eran las reuniones familiares en Betania (Lc. 10.40; Jn. 12.2), y la cena inconclusa en Emaús (Lc. 24.30–33) el primer día de la pascua. Ocasionalmente Cristo omitió el tradicional lavado de manos antes de las comidas a fin de enseñar un importante principio espiritual (Lc. 11.37–42).

g. Comidas durante los viajes

Las personas que realizaban viajes a lugares en los que no era seguro que se recibiera hospitalidad llevaban recipientes de barro para agua (Gn. 21.14), y alimentos tales como tortas de higos o pasas, pan, y trigo tostado. Las consecuencias de no llevar comida (Mr. 8.1–9, 14) podían llegar a ser serias en ciertas circunstancias.

III. Significación religiosa de las comidas

a. Entre los semitas

Todos los pueblos semitas transfirieron a la esfera religiosa los aspectos comunales de las comidas. Los descubrimientos arqueológicos en Ras Shamra (Ugarit) muestran el lugar que ocupaban esas comidas en la vida religiosa de los cananeos. Frecuentemente se dedicaban los templos de Baal con prolongados festines y orgías. Los restos de un templo hicso en Siquem indican la presencia de habitaciones para banquetes relacionados con los ritos correspondientes a los sacrificios. Los hebreos buscaban tanto comunión como perdón divinos por medio de comidas (* Pascua; Sacrificio; Fiestas) en las que la sangre y la grasa eran los requisitos divinos, mientras que los sacerdotes y el pueblo recibían las porciones que les correspondían (Lv. 2.10; 7.6). Estos sacrificios eran comunes en el período de la monarquía (1 S. 9.11–14, 25; 1 Cr. 29.21–22; 2 Cr. 7.8–10), pero no eran licenciosos e inmorales, como ocurría comúnmente con las comidas religiosas de los cananeos.

b. En el cristianismo

La principal comida sagrada de la cristiandad es la *Cena del Señor, instituida por Cristo poco antes de su crucifixión (Mr. 14.22–25; Mt. 26.26–29; Lc. 22.14–20). En la iglesia primitiva el ágape, comida comunal que denotaba amor fraternal entre los creyentes, frecuentemente precedía las celebraciones de la Cena del Señor (*Ágape; Alimentos).

Bibliografía. °E. W. Heaton, La vida cotidiana en tiempos del Antiguo Testamento, 1961; °A. C. Bouquet, La vida cotidiana en tiempos de Cristo, 1962; O. Skrzypczak, “Banquete”, °EBDM, t(t). I, cols. 1040–1042; G. Braumann, E. Tiedtke, “Hambre y sed”, °DTNT, t(t). II, pp. 252–263.

EBi, 3, 2989–3002; E. W. Heaton, Everyday Life in Old Testament Times, 1956, pp. 81ss; A. C. Bouquet, Everyday Life in New Testament Times, 1954, pp. 69ss.

R.K.H.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico