(gr., squisma, una rasgadura o una división). Es usado una vez (1Co 12:25 VM-1893; desavenencia, RVA; †œdesunión†, DHH; †œdivisión†, BJ) para traducir squisma, para referir a las disensiones que amenazaban con un rompimiento, no siempre involucrando herejías doctrinales (el significado más moderno). Squisma se usa también para vestimenta (Mat 9:16; Mar 2:21, rotura, RVA; †œdesgarrón†, DHH, BJ), de una multitud (Joh 7:43; Joh 9:16; Joh 10:19, división), y otra vez acerca de divisiones o disensiones entre los creyentes (1Co 1:10; 1Co 11:18).
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano
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Etimológicamente el término cisma (del griego sjisma o schisma, corte) indica ruptura, separación, disgregación. Supone distanciamiento de un grupo respecto a otro mayor. El cisma se puede definir en lo eclesial como la ruptura de la unidad, por la negación explícita o latente a someterse a la autoridad competente, manteniendo en lo fundamental la doctrina auténtica. En la Iglesia, misteriosa y escandalosamente, se han multiplicado los cismas a lo largo de los tiempos, a pesar de la voluntad de Cristo expresada con plena claridad en su oración sacerdotal. (Jn. 17. 5-15)
El cisma implica cierta publicidad y con frecuencia actitud persistente de ruptura y rebeldía. Determinadas posturas personales de insubordinación, indocilidad, oposición, a la autoridad no implica necesariamente situación de cisma, sino de alejamiento provisional o de rebeldía.
La Iglesia consideró siempre pecaminoso y destructor cualquier cisma que se produjo en su seno. Pero no pudo siempre evitar las causas que lo provocaron: ambiciones humanas de mando, incomunicación, influencias sociales o políticas nefastas, dificultades doctrinales, etc.
El cisma religioso implicó siempre determinada acción comunitaria, con un dirigente o promotor al frente y con determinados factores que crearon las circunstancias propicias para que se produjera. Y el cisma se consideró consumado, cuando se llegó a una organización o iglesia paralela que consolidó sus usos y sus autoridades propias y se mantuvo pertinazmente en el alejamiento de la autoridad central.
Algunos de los cismas significativos en la Iglesia cristiana son lo siguientes:
1. Grupos primitivos orientales
El grupo de los cristianos armenios estuvo entre los primeros que rompieron los vínculos con las otras Iglesias tanto de Roma como de Constantinopla y proclamaron su autocefalia, o independencia, en el año 466, en una época en la que el cristianismo estaba convulsionado por diversas doctrinas declaradas heréticas (gnosticismo, maniqueísmo, arrianismo, nestorianismo, monofisismo).
La dependencia civil, sobre todo del Emperador de Constantinopla, suscitaba diversas disensiones y discusiones en muchos lugares, según las decisiones y servilismos políticos.
En Armenia era fácil que prendiera la separación, debido al dominio de los persas en su tierra y a las dificultades de comunicación con Constantinopla y mucho más con Roma.
Las iglesias armenias no pudieron participar en el Concilio de Calcedonia que el año 451 fijó la ortodoxia. Se encontró fuera de las discusiones y por este hecho fue considerada cismática. La Iglesia armenia se prolongó en el tiempo encerrada en su aislamiento y cuenta hoy con dos sedes católicas o patriarcados. El más importante, el de Echmiadzin, en Armenia.
Otras sectas, como las de los nestorianos y monofisitas se separaron de la Iglesia durante el siglo V, e iniciaron diversos movimientos opuestos a la autoridad del Pontífice de Roma y con frecuencia a la misma autoridad tradicional de algunos de los Patriarcas reconocidos como jerarquías en Oriente: el Patriarca de Constantinopla, el de Antioquía y el de Alejandría.
2. Cisma de Focio (c. 820-891)
El primer gran cisma, organizado y sistemático, que rompió la unidad de la Iglesia, estuvo presidido por Focio, Patriarca de Constantinopla por dos veces: del 858 al 867, año en que fue desterrado, y del 877 al 886. Focio fue un teólogo celoso y profundo, el mayor erudito de los bizantinos de la Edad Media.
Era de familia noble de Constantinopla (hoy Bizancio en Turquía). Fue diplomático y resultó elegido patriarca en sustitución de Ignacio, enfrentado al Emperador Miguel III. Sus adversarios apelaron al Papa Nicolás I.
Los delegados del Papa que acudieron a Constantinopla en 861 lo apoyaron, pero más tarde fue denunciado por el propio Pontífice. El motivo de la disensión estuvo en la competencia entre los misioneros bizantinos y los occidentales que misionaban en Bulgaria, cristianizada en 864 por los orientales pero cuya jurisdicción reclamaba el Papa romano.
En 866 los misioneros romanos comenzaron a imponer la idea de la doble procesión divina del Espíritu Santo, con el termino «filioque» añadido en el Credo. Focio los acusó de herejía y convocó un Concilio en 867 que depuso al Papa Nicolás.
Cuando Basilio I asesinó a Miguel III y se convirtió en emperador, Focio fue depuesto e Ignacio se reincorporó al patriarcado. Hubo reconciliación entre ambos, pero a la muerte de Ignacio, Focio volvió a ser elegido Patriarca. El nuevo Papa, Juan VIII, lo aceptó y sus delegados sancionaron su triunfo en el concilio de Constantinopla (779-880).
En este Concilio también se reconoció la jurisdicción del Papa sobre Bulgaria, consolidando la influencia política y cultural bizantina gracias a la permanencia de obispos griegos.
El concilio condenó las «adiciones» al credo, el filioque, pero el término se mantuvo en gran parte de Occidente.
Durante los dos patriarcados de Focio el cristianismo bizantino conoció una rápida expansión en Europa oriental. Dos de sus discípulos, san Cirilo y san Metodio, misionaron entre los eslavos y tradujeron las Escrituras y la liturgia a la lengua eslava en el 863.
Focio publicó diversos cánones y leyes para la ordenación de la Iglesia y multiplicó sus escritos como «Mistagogia del Espíritu Santo», primera refutación de la doctrina latina del filioque, y el «Myriobiblion» o Biblioteca, colección monumental con los epítomes de 280 importantes libros religiosos. Sus Homilías fueron también brillantes y numerosas.
La ruptura con Roma aconteció en el segundo patriarcado, aunque no tuvo especiales estridencias ni excomuniones, sino más bien una separación de relaciones y una autonomía práctica en decisiones doctrinales y litúrgicas.
3. Cisma de Miguel Cerulario
La verdadera y definitiva separación de la iglesia oriental tardó un par de siglos en llegar y tuvo raíces culturales y políticas que aumentaron con el tiempo. Mientras la cultura occidental se transformaba, sobre todo por la influencia de los pueblos europeos ya estabilizados, como era el caso de los visigodos, de los francos y sobre todo de los germanos, en Oriente se mantenía el espíritu helenístico.
Aunque se reconocía en Constantinopla cierta primacía honorífica al Obispo de Roma, no se aceptaron ni por los Emperadores ni por Patriarcas de la Sede determinadas exigencias jurisdiccionales de los Papas. Esas exigencias aumentaron con la llegada al pontificado de León IX (1048-1054) y con sus sucesores.
El emperador bizantino Constantino IX Monómaco derrocó al anterior emperador, Miguel IV Paflagonio, y nombró a Focio Patriarca en 1043, tres años después de hacerse monje. Inició entonces una dura campaña contra las iglesias latinas de su propia ciudad y terminó cerrándolas. Los pretextos eran nimios, como el uso de pan ácimo por los latinos en la Eucaristía o el mantenimiento por ellos de la palabra «filioque» en el Credo.
Excomulgado en 1054, junto a toda la Iglesia oriental, Cerulario rechazó el primado del León IX. Escribió una encíclica en defensa de la independencia de la Iglesia bizantina en igualdad con la occidental. Afirmó la primacía de la Iglesia sobre el Estado, juicio que provocó su destitución y condena al exilio por el Emperador bizantino, entonces Isaac I Comneno.
El cardenal Humberto de Silva Cándida fue enviado a Constantinopla desde Roma en 1054 para lograr la reconciliación y la unidad, pero resultó tan intolerante como Cerulario y concluyó su visita con la mutua excomunión entre ambas sedes episcopales.
El saqueo de Constantinopla durante la cuarta Cruzada (1204) aumentó la oposición a Occidente y anuló los esfuerzos para restablecer la unidad. La separación se consolidó y tardaría mil años en volver el espíritu de diálogo.
El 7 de Diciembre de 1965 las mutuas excomuniones fueron anuladas por el papa Pablo VI y por el patriarca Atenágoras I, como símbolo de acercamiento entre ambas Iglesias.
La Iglesia ortodoxa sigue hoy organizada como comunidad de iglesias independientes, autocéfalas, gobernadas por su propio obispo. Lo que varía en cada país es la lengua del culto. Cada Obispo en su Iglesia se llama patriarca, metropolitano o arzobispo. Es presidentes de los sínodos episcopales que, en cada iglesia, constituyen la más alta autoridad doctrinal y administrativa.
Con el tiempo fueron surgiendo las otras Iglesias y Patriarcados ortodoxos independientes de Constantinopla y, por supuesto, alejados cada vez más de la Sede romana
El patriarca de Constantinopla posee en la Ortodoxia cierta primacía sobre las restantes Iglesias, debido a la condición de capital del Imperio romano de Oriente, llamado luego Imperio bizantino. Su autoridad con el tiempo perdió efectividad entre las demás Iglesias y hoy no ejerce ninguna atribución administrativa sobre su propio territorio o patriarcado ni tampoco se considera infalible.
Las demás iglesias reconocen el papel que tiene en la preparación de consultas y concilios panortodoxos y su autoridad se extiende sobre pequeñas comunidades griegas en Turquía, sobre las diócesis existentes en las islas griegas y sobre las comunidades griegas de Estados Unidos, Australia y Europa occidental que fueron aumentando desde el siglo XIX por efectos de la emigración.
Hoy existen otros tres Patriarcados ortodoxos que deben su rango a la evolución de la Historia: Alejandría en Egipto, Damasco en Siria heredero del antiguo título del patriarcado de Antioquía, y Jerusalén. Los patriarcas de Alejandría y de Jerusalén hablan griego.
El patriarca de Antioquía está a la cabeza de una importante comunidad de árabes cristianos en Siria, Líbano e Irak. El patriarcado de Moscú y de todas las Rusias llegó a ser la iglesia ortodoxa con mayor número de fieles. Después de la Revolución rusa de 1917, tuvo un período muy difícil a causa de las persecuciones.
Ocupa el quinto lugar en la jerarquía de iglesias ortodoxas, seguida por el patriarcado de la república de Georgia, de Serbia, de Rumania y de Bulgaria. Las iglesias sin patriarca son, en este orden, los arzobispados de Chipre, Atenas y Tirana, la última que se estableció en 1937, pero que fue suprimida durante el comunismo, como también los grupos metropolitanos de Polonia, República Checa, Eslovaquia y América.
Los intentos por restaurar la unidad esencial con la Iglesia de Oriente han sido persistentes a lo largo de la Historia. La postura ecuménica de la Iglesia católica durante el papado de Juan XXIII (postura postconciliar) ha sido muy bien recibida por la jerarquía ortodoxa, y ha conseguido que se establezcan relaciones nuevas y más amistosas entre ambas iglesias.
Hubo representantes de los ortodoxos en las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965) y se realizaron asimismo encuentros entre los papas Pablo VI y Juan Pablo II por un lado, y los patriarcas Atenágoras y Demetrios por otro. Se produjo un gesto que simbolizó ese acercamiento cuando los anatemas de 1054 fueron anulados en 1965 por ambas partes.
Las dos iglesias crearon una comisión mixta para que hubiera un diálogo entre ellas. Los dos grupos de representantes se reunieron al menos once veces entre 1966 y 1981 para discutir sus diferencias con respecto a la doctrina y a las prácticas religiosas.
El mayor obstáculo para la reconciliación es la exigencia del Papado a acatar la autoridad suprema y la infalibilidad del Papa.
4. Cisma de Occidente
Se conoce con el nombre de Cisma de Occidente a la gran disensión que existió durante casi 40 años sobre la autenticidad del Papa, al existir elecciones antagónicas entre dos grupos de cardenales enfrentados y alentados por intereses e influencias políticas.
Este cisma se superó con el tiempo y la ayuda divina, pero dejó en la conciencia de la Iglesia un amargo recuerdo de disensión y de peligro para los siglos siguientes. Sobre todo dio aliento a los movimientos conciliaristas.
Entre 1378 y 1417 en la iglesia occidental hubo dos papas elegidos por cardenales que reclamaba la autoridad pontificia. La dualidad se inició con la elección de Urbano VI en 1378 en Roma, como respuesta a la elección que los cardenales franceses hicieron de Clemente V, que se situó en Avignon, en donde los Papas residían desde hacía casi 70 años.
La estancia de Avignon se había iniciado por los ataques y humillaciones del rey Felipe IV de Francia contra el papa Bonifacio VIII (1294-1303). el Papa Clemente V (1305-1314) trasladó la corte pontificia a esa ciudad, entonces parte de los Estados Pontificios. La estancia duró desde 1309 a 1377 y los papas que se sucedieron se vieron influidos por los intereses políticos franceses.
Los cardenales franceses que eligieron al papa Urbano VI en 1378 quedaron abrumados por su comportamiento errático y le retiraron su obediencia, declarando nula la elección, por haberse realizó durante una época de disturbios en Roma. Nombraron en su lugar nuevo Papa, Clemente VII, que se trasladó a Avignon. Urbano VI quedó en Roma y respondió excomulgando a Clemente VII y a sus seguidores y creando su propio grupo de cardenales.
El apoyo a cualquiera de los dos papas estuvo determinado en los distintos reinos y naciones por los intereses y preferencias políticas.
Casi medio siglo duró el cisma y durante ese tiempo se propusieron una serie de soluciones, incluyendo el cese de los Papas. Sólo la convocatoria de un Concilio parecía ofrecer esperanzas. Los cardenales y los Obispos de ambos bandos se reunieron en Pisa en 1409 y complicaron las cosas al elegir un Papa sin la renuncia de los anteriores; sus esfuerzos sólo consiguieron añadir un tercer Papa en las disensiones.
Los datos del cisma son los siguientes:
– Los tres Papas de Roma: Urbano VI es elegido en Roma en 1378. En 1389 le sucede Bonifacio IX. En 1406 le sigue Gregorio XII. Fueron reconocidos en Italia y en el Oriente europeo.
– Los dos Papas de Avignon: Clemente VII fue elegido en 1378. En 1394 le sigue Benedicto XIII, que abdicó obligado en 1417, pero siguió creyéndose el verdadero Papa hasta su muerte en Peñíscola en 1433. Fueron reconocidos por Francia, Inglaterra y los Reinos ibéricos, junto con sus zonas de influencia.
– El Tercer Papa fue elegido en Pisa: Alejandro V en 1409; Fue seguido por Juan XXII en 1410, el cual duró hasta 1415. Su reconocimiento fue minoritario en Italia.
– El Papa final, nacido de Constanza, fue Martín V, que quedó ya sólo entre 1417 y 1431. El Concilio de Constanza (1414-1418) llevó al cese o deposición de los Papas en pugna. Martín V contó con el reconocimiento casi universal.
El escándalo del cisma reforzó durante algún tiempo la teoría conciliarista de la Iglesia intensificando asimismo el deseo de reforma, deseo que se abordó de diversa forma y que alentaría pronto las convulsiones religiosas de la llamada Reforma protestante, precedida por movimientos como los de Juan Huss (1371-1417) (husismo) en Bohemia o de Juan Wycliffe (1320-1384) en Inglaterra.
5. Cisma protestante
La llamada Reforma protestante comenzó siendo un simple cisma, motivado por los abusos que existieron en Roma durante el período humanista que llamamos Renacimiento y por las demandas de donativos a cambio de indulgencias para el apoyo a las edificaciones religiosas de Roma.
Si al principio el monje agustino Martín Lutero (1483-1546) tuvo parte de razón en sus reclamos de moderación y renovación, el movimiento saltó del cisma a la herejía a medida que fueron variándose los planteamientos doctrinales.
Comenzó el 31 de Octubre de 1517 con las 95 tesis fijadas en la capilla del castillo de Wittenberg, acto que provocó la excomunión en 1520 con la Bula «Exurge Domine» de León X. Desde su refugio del castillo de Wattburgo y protegido por Federico de Sajonia, su influencia fue aumentando y su labor creciendo en distanciamiento doctrinal del catolicismo. La «Confesión de Ausburgo», redactada en 1530, culminó la separación no sólo cismática sino doctrinal de Roma. Para entonces la actitud rebelde de sus primeras protestas (De Captivitate Babiloniae) había evolucionado a una ruptura con la doctrina católica en puntos esenciales: la justificación, los sacramentos, el sacerdocio, la autoridad del Primado, el pecado, la redención.
La Concordia, aceptada por la mayoría de los primeros luteranos, pero luego rechazada, no resolvió la polémica. Y el intento del Concilio, reunido al fin en Trento el mismo año de la muerte de Lutero y al que ya no acudieron los protestantes, selló la ruptura total y definitiva e inició la disgregación de los reformados en multitud de grupos autónomos e independientes, como el de la Iglesia de Calvino en Ginebra o la de Zwinglio en Zurich.
La Reforma protestante se abrió a lo largo de los siglos en varios centenares de grupos, algunos muy numerosos.
6. Cisma anglicano
La iglesia o comunidad anglicana nació con Enrique VIII (1491-1547), ante la negativa a recibir el divorcio de su esposa primera Catalina de Aragón, hermana de Carlos V, con la cual alegó nulidad de matrimonio y la incapacidad de la reina para ofrecer un hijo varón. Proclamó el Acata de Supremacía de 1532, por la que la Iglesia de Inglaterra se separaba de Roma.
Se casó en secreto con Ana Bolena, coronada reina por el obediente arzobispo de Canterbury, Tomás Cranmer, el cual también declaró nulo el matrimonio con Catalina. En 1536 acusó a Ana de adulterio y la condenó a muerte, siguiendo luego su matrimonio con otras cuatro esposas.
Excomulgado, repudió la jurisdicción papal en 1534; y se nombró a sí mismo autoridad eclesiástica suprema en Inglaterra. El pueblo inglés tuvo que reconocer, bajo juramento, la supremacía de Enrique y la ley de sucesión. Tomás Moro y el cardenal inglés Juan Fisher fueron ejecutados por negarse a aceptar la supremacía religiosa del monarca. Enrique disolvió todas las comunidades monásticas y entregó sus propiedades a los nobles a cambio de su apoyo.
Aunque modificó la Iglesia, no aceptó ninguno de los dogmas básicos de los luteranos. Impuso una disciplina rígida y mandó ejecutar a cuantos se opusieron a sus decisiones. Reclamó una traducción de la Biblia al inglés, promulgó diversas plegarias propias de la comunidad anglicana, exigió la fidelidad de todas las autoridades religiosas a su monarquía, orientada hacia un riguroso absolutismo. Estos elementos serían refrendados y convertidos en definitivos en el Reinado de la hija de Ana Bolena, Isabel I de Inglaterra.
A pesar de su actuación dictatorial y cruel, Enrique VIII fue apoyado por la mayor parte de los ingleses, tanto clérigos como laicos, en quienes se mantenían resabios antirromanos y nacionalistas desde tiempos inmemoriales. No se introdujeron cambios drásticos ni en la fe católica ni en las prácticas religiosas a las que estaban acostumbrados los súbditos ingleses.
Después de la muerte del Enrique VIII, Inglaterra se acercó algo a la reforma protestante de la que recibió diversas influencias. En 1549 se publicó el primer libro de oraciones anglicanas, se obligó a los clérigos a seguirlo en exclusiva y se proclamó el Acta de la Uniformidad. Más tarde, en 1552, se editó el segundo libro de oraciones, con más influencia protestante, pero bastante alejado del espíritu de Lutero.
Poco después se publicaron los «Cuarenta y dos artículos», que fueron como un Credo anglicano. En ellos no hubo ninguna ruptura básica con Roma, por lo que se mantuvo su carácter cismático sin excesivas resonancias heréticas.
Con el ascenso al trono de María I Tudor en 1553, ambos libros fueron suprimidos y de nuevo Inglaterra volvió a someterse a la obediencia al papado. Pero en 1558, con la llegada al trono de Isabel I, sobrevino la ruptura definitiva con Roma y se impuso un férreo control de la Iglesia por parte de la Monarquía.
El cisma de Inglaterra se mantuvo en adelante. La doctrina anglicana se basa en el libro de oraciones, con los antiguos credos de un cristianismo no dividido. Se explícita en los Treinta y nueve artículos que publicó la Reina y que son interpretados según el libro de las oraciones. Se reconocen las doctrinas de los cuatro primeros Concilios ecuménicos. Se rechaza el libre examen de la Biblia y se da importancia a los Padres y la Tradición católica.
La Iglesia anglicana difiere poco de la católica, salvo por su oposición al Papado, tanto en el aspecto de su jurisdicción como en su infalibilidad doctrinal y moral. Tampoco difiere en lo esencial de la Ortodoxia oriental.
El Primado de Canterbury fue siempre considerado como la cabeza eclesiástica, supeditada al monarca reinante.
El núcleo estrictamente anglicano se mantuvo unido durante siglos, llegando a finales del siglo XX a contar con unos 90 millones de adeptos repartidos en 385 Diócesis, con pequeñas diferencias doctrinales.
En el siglo XIX se llegó a cierta unificación con el llamado Cuadrilátero de Lambeth, de 1884. Este año se celebró en Londres, en el palacio de Lambeth, la primera Conferencia de todos los obispos de Comunión anglicana, presididos por el Arzobispo de Canterbury. El llamado Cuadrilátero es una declaración de doctrinas esenciales. Se acoge la fe católica y apostólica y se declara que la Iglesia cristiana aparece como voluntad de Cristo en las Escrituras. También se admiten los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, el Credo de los Apóstoles, el de Nicea y el orden episcopal
Todas las iglesias utilizan el Libro de la Oración Común, que fue adaptado y reformado según las necesidades del momento y de algunos lugares en particular.
Con el tiempo brotaron de esta Iglesia anglicana diversas confesiones nacionales y regionales, que prolongaron su influencia, sobre todo en el siglo XIX, en el vasto imperio colonial generado por el Reino Unido.
7. Cisma Galicano
Es la actitud latente en la Iglesia católica francesa de sentirse relativamente independiente de la autoridad pontificia. En algunas ocasiones históricas estuvo a punto de llegar a la ruptura, pero siempre mantuvo la Iglesia francesa dirigentes con sentido común que lo impidieron.
Estrictamente nunca se ha podido hablar de cisma, sino de propensión cismática. Pero se conoce esta actitud intelectual y afectiva como galicanismo, aunque ciertamente tal propensión no existió sólo en Francia, sino que también brotó en otros ambientes europeos (josefinismo, febronianismo).
La raíz del galicanismo eclesiástico tal vez haya que buscarla en el inicio de la Edad Media, cuando la Iglesia franca se consolidó como dirigente e influyente en Europa. Luego se desarrolló tal actitud y se acrecentó con las luchas entre los reyes franceses y los Papas sobre los derechos para cubrir puestos eclesiásticos y proceder al cobro de impuestos.
En el siglo XIV y a principios del XV, el galicanismo estuvo vinculado al movimiento conciliarista y a los esfuerzos para poner fin al Cisma de Occidente. En la Iglesia francesa predominó la actitud conciliarista, en apoyo de los cardenales franceses, discordantes de los italianos en diversas ocasiones y elecciones pontificias.
En el Concordato de 1516, el monarca francés adquirió el derecho de nombrar Obispos en su reino. Eso abrió la puerta a la creación de la Asamblea General del clero francés, que reforzó la independencia del episcopado nacional con respecto a Roma. Esta postura cuajó en algunas declaraciones, como la de los «Cuatro Artículos Galicanos» (Declaración del Clero de Francia de 1682), promulgados por diversos Obispos, dirigidos por el cortesano Jacques B. Bossuet y aceptados por el absolutista Luis XIV.
Condenados por el papa Alejandro VIII en la Constitución «Inter Multiplices», del 4 de Agosto de 1690. El monarca renunció a ellos, pero se mantuvieron, e incluso se incrementó su espíritu en algunos ambientes alentados por el jansenismo. Al llegar al poder absoluto Napoleón, se impusieron como doctrina en las universidades y seminarios.
Este espíritu se transfundió a otros ambientes, como a la corte Austriaca del emperador José II (1741-1790) (josefinismo) o al ámbito germano con el Obispo auxiliar de Tréveris, el intelectual Giustino Febronio (febronianismo), pseudónimo de J. N. Hontheim (1710-1790) que defendía en «De Statu Ecclasiae», de 1763, la supremacía del Concilio.
Cada uno de estos movimientos, que ponían de relieve el afán independencia del episcopado respecto del papado, fue condenado por Breve de Pío VI «Super soliditate», del 28 de Noviembre de 1786.
8. Cisma de los viejos católicos
Los Viejos católicos se autodenominaron así como reacción a la definición de la infalibilidad pontificia en el Concilio Vaticano I. Se organizaron en grupo libre e independiente y estuvieron dirigidos y sostenidos por 44 profesores y por los intelectuales alemanes, Johann Joseph Ignaz von Döllinger y Johannes Friedrichque, quienes divulgaron la llamada «Protesta de Munich».
La lucha intelectual se centró en la negación de la autoridad pontificia como la entendía el concilio Vaticano I. A la protesta se unieron diversos catedráticos de Bonn, Breslau, Friburgo y Giessen. En 1873, el teólogo Joseph H. Reinkens fue elegido Obispo de los viejos católicos en Colonia, siguiendo la fórmula antigua «por el clero y el pueblo».
Esto supuso la consumación del cisma o separación católica del grupo, al cual se unió un número no elevado de sacerdotes y laicos. Fue consagrado por el Obispo de Deventer en Rotterdam y reconocido por las autoridades alemanas de Prusia, Baden y Hesse.
Döllinger, aunque se mantuvo fiel a su idea contraria al dogma, se negó a formar parte de un cisma organizado, por lo que rompió sus relaciones con el movimiento. Interrumpido su ejercicio sacerdotal y sus declaraciones públicas al sufrir la suspensión a divinis, regresó a la Iglesia católica más tarde.
Los católicos viejos actuales, escasos en número y herederos de los antiguos, celebran los servicios religiosos en lengua vernácula. A los sacerdotes les está permitido el matrimonio. En Julio de 1931, en Bonn, se estableció una intercomunión con la Iglesia de Inglaterra, más tarde ratificada por ambas partes. El numero actual de esos grupos, casi todos en Alemania y Austria, no sobrepasa los 200.000.
9. Cisma de Lefebre
Con motivo del Concilio Vaticano II y sus normas disciplinares, sobre todo litúrgicas, también se produjeron diversos movimientos secesionistas en algunos lugares, sobre todo en Francia y Austria. El más destacado de los llamados tradicionalistas, que rechazó las reformas establecidas por el Concilio Vaticano II, fue el Arzobispo francés jubilado de su Diócesis de Dakar, Marcel Lefèbvre.
Le siguió un grupo pequeño en forma de cisma, aunque no careció de ciertos apoyos más numerosos en el ámbito afectivo. En 1970 fundó un grupo internacional con el nombre de «Fraternidad Sacerdotal de San Pío X». Declaró las reformas del Concilio como desviaciones y se negó con sus seguidores a acatar la disciplina litúrgica nacida del Concilio.
Fracasados los esfuerzos de reconciliación entre Roma y el Arzobispo Lefèbvre, fue suspendido por Pablo VI en el ejercicio de sus funciones como sacerdote y Obispo en 1976.
Continuó con sus actividades, ordenando incluso a los sacerdotes que servían en las iglesias tradicionalistas de Suiza, Austria y Alemania.
A su muerte en 1991 su grupo se mantuvo cada vez más minoritario, pero obstinado en su rebeldía.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
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En el Código de Derecho canónico se define el cisma como «el rechazo de la sujeción al sumo pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos» (CIC 751). Ya antes el Código afirma la obligación de permanecer en comunión (CIC 209 § 1). Esta claridad no se encuentra siempre en la historia anterior, en la que a veces se usan las palabras «>herejía» y «cisma» como sinónimos. Según el uso moderno, la herejía afecta a la fe, y el cisma a la >comunión y la caridad. El segundo surge usualmente por desacuerdos en torno al orden y la autoridad eclesiásticos.
La palabra misma (del griego schisma) significa desgarrón, fractura o división. En este sentido la usa Pablo refiriéndose a las divisiones de Corinto (1Cor 1,10; 11,18; cf 12,25). En el período patrístico el cisma se consideraba sobre todo la ruptura de la comunidad eucarística, «altar contra altar». Se consideraba también una ruptura en el amor, como en las palabras de Agustín: «El origen y la pertinacia del cisma no estriba sino en el odio a los hermanos». En el período escolástico se producen dos desarrollos: el cisma no se ve tanto en términos sacramentales en relación con las Iglesias locales cuanto más bien como un pecado contra la Iglesia universal; se trata de un pecado contra la caridad. Santo Tomás distingue la herejía del cisma, de modo que toda herejía es un cisma, pero no viceversa; sin embargo, el cisma conduce fácilmente a la herejía. A partir del siglo XVI se hizo común considerar el cisma como un rechazo de la unidad con el papa, una negativa a formar parte del conjunto total de la Iglesia.
El cisma puede producirse a través de una serie de disputas, que conducen a la ruptura de la comunión. La palabra «cisma» se usa también en relación con la época en que eran varios los que pretendían ser papas, durante el período de residencia en >Aviñón, en la expresión gran >Cisma de Occidente entre 1378-1417 (Concilio de >Constanza). A partir del siglo XVII ha habido un cisma en la Iglesia ortodoxa rusa (Viejos Creyentes: raskolniks) como consecuencia del rechazo de los cambios litúrgicos. En la Iglesia católica, el movimiento cismático del arzobispo /Lefebvre se produjo por el rechazo al Vaticano II y a los cambios que trajo consigo «sobre todo en el culto».
El cisma más serio de la historia de la Iglesia fue el que se produjo entre Oriente y Occidente, que se formalizó el año 1054, pero fue consecuencia de una separación que venía acentuándose durante los 200 años anteriores. Después del Vaticano II hubo un acercamiento cada vez mayor entre Pablo VI y los patriarcas ortodoxos Atenágoras y Dimitrios I, que llevó al levantamiento de los anatemas lanzados en el siglo XI (7 de diciembre de 1965).
El Vaticano II, aunque habló de las divisiones y separaciones (UR 3, 13), evitó tanto la palabra «cisma» como la palabra «herejía». Formalmente la Iglesia católica considera a la Iglesia ortodoxa como cismática, mientras que las Iglesias protestantes serían heréticas.
El Derecho canónico establece duras penas contra los cismáticos (CIC 1364); estas se aplican al cisma que es público (CIC 194 § 1, n. 2). En la actualidad la presunción es que casi todos los que se encuentran materialmente en una situación que se considera cismática, de acuerdo con los cánones, tendrían buena fe. No obstante, como se puso de manifiesto con ocasión de las ordenaciones episcopales del arzobispo Lefebvre, las penas canónicas pueden llegar a aplicarse: fue excomulgado. Sin llegar a romper de hecho con la Iglesia, pueden encontrarse en ciertos individuos y grupos una actitud cismática con respecto a determinadas cuestiones.
Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiología, San Pablo, Madrid 1987
Fuente: Diccionario de Eclesiología
(v. ecumenismo, unidad de la Iglesia)
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
El sentido dogmático es el de herejía. Un cismático es uno que niega algún dogma y, por tanto, está separado de la Iglesia: es un hereje. En los evangelios no tiene esta significación; tiene la de rotura, de algo que se desgarra físicamente (Mt 9,16; Mc 2,21). Por extensión, significa desacuerdo (Jn 7,43; 9,16; 10,19). San Pablo entiende por cisma la absurda división, los diferentes partidos que surgen en la Iglesia de Corinto (1 Cor 1,10; 11,18).
E. M. N.
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret
Derivada del griego, la palabra «cisma» significa literalmente corte, separación. El Código de derecho canónico, distinguiéndolo de la herejía y de la apostasía, que se oponen directamente a la fe, lo define como «el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos» (c. 751). Es una forma grave de lesión y de violación de la unidad de la Iglesia, un delito que supone la recepción del bautismo y que se castiga con la excomunión llamada latae sententiae. La disciplina canónica de la Iglesia, sin embargo, tiene en cuenta las circunstancias atenuantes o eximentes por motivo de la edad; tiene también en cuenta lo que afirma el decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II: «Quienes nacen ahora en esas Comunidades [separadas de la Iglesia católica] y se nutren con la fe de Cristo no pueden ser acusados de pecado de separación, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor» (UR 3).
La historia de la Iglesia estuvo marcada desde el principio por el drama de la división. Pero ha habido sobre todo dos acontecimientos que han originado la división entre los cristianos, que todavía dura: la separación entre la Iglesia oriental y la occidental sancionada en el año 1054 y la división que tuvo lugar en Occidente en el s. XVI con la Reforma protestante. El movimiento ecuménico se propone superar estas divisiones y restablecer la unida~1 de todos los cristianos. Movido por el deseo de restaurar esta unidad entre todos los discípulos de Cristo, el concilio Vaticano II ha propuesto a los católicos, en un decreto especial sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio), «los medios, los caminos y las formas con los que puedan responder a esta vocación y gracia divinas » (UR 1).
M. Semerano
Bibl.: Cismáticos. en ERC, 11, 219-719′, Y Congar, Las propiedades de la Iglesia, en MS, VII, 429-440.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
A) Concepto. B) Historia de los cismas. C) Cisma de Occidente. D) Cisma oriental.
A) CONCEPTO
La palabra cisma expresa «una separación voluntaria de la comunión eclesiástica; es también el estado de separación o el grupo cristiano constituido en tal estado. El cismático es el que produce c., ora sea su fautor o responsable, ora se adhiera simplemente a él por convicción o simplemente de hecho» (Y. Congar: DThC xtv, 1286).
En el griego clásico sjisma significa raja o desgarrón. Pablo emplea la palabra en sentido moral, para designar las divergencias de opinión o de tendencia, que ponen en peligro la concordia y unidad de la Iglesia en un lugar determinado (1 Cor 1, 10; 11, 18; 12, 25). La palabra es retenida por la primera generación cristiana para calificar la rotura de comunión provocada por estas divergencias, la cual se manifiesta por la desobediencia a la autoridad legítima, que es el obispo.
La ->herejía, que implica también rotura con la comunidad, al principio no se distinguió claramente del c. Sin embargo, ha prevalecido el uso de reservar la palabra c. a las roturas de comunión provocadas por los conflictos de orden personal o por simple negación de la obediencia, mientras el término herejía se aplica a las rupturas de comunión motivadas por divergencias graves en la inteligencia de la fe.
Los c. se manifestaron primeramente dentro de la Iglesia local. Sin embargo, la necesaria cohesión de las Iglesias locales, obligadas a salvaguardar su unidad en la confesión de la fe y su mutua concordia, provocó medidas canónicas que reservaban la absolución de la excomunión, sanción impuesta por el delito de c., al obispo que la había impuesto. En la iglesia católica romana, por razón de la centralización progresiva en favor de la sede de Roma, y como efecto del desarrollo de una eclesiologia con visión monárquica de la Iglesia universal, el c. se define principalmente por la rotura de comunión con el papa. Donde ha seguido prevaleciendo una eclesiología centrada en la unión y comunión entre las Iglesias locales (oriente ortodoxo), la noción de c. ha evolucionado de forma distinta. La historia muestra, por lo demás, que fracciones disidentes de una Iglesia local han permanecido a veces en comunión pacífica con otras Iglesias locales (c. de Antioquía).
El itinerario del desenvolvimiento de la noción de c. está jalonado sobre todo por los nombres de Cipriano y Agustín (controversia con los donatistas); y también la -> reforma gregoriana (s. xi) influyó notablemente en el desarrollo del concepto. En correlación con la noción de unidad de la Iglesia, el concepto de c. ha evolucionado en función de la eclesiología. Sólo tardíamente apareció en teología un tratado independiente de ecclesia, aunque elementos dispersos del mismo se hallaran ya antes en otros tratados. Tomás estudia el c. no tanto en sí mismo cuanto en los individuos y grupos que se hacen culpables del mismo o se adhieren a él, y ve en la escisión un pecado contra la paz, que es un fruto del amor (ST II-II, q. 39).
La teología de la contrarreforma había de aportar una modificación profunda en la interpretación teológica del c. Hasta entonces, mientras las graves discrepancias en la inteligencia de la fe (herejía) y, sobre todo, la ruptura de la comunión con la autoridad considerada como legítima dejaran intacto en el grupo separado el organismo jerárquico y sacramental de la Iglesia (episcopado, sacerdocio, sucesión apostólica), ciertamente se juzgaba que el c. era un daño para la unidad de la Iglesia, pero aun cuando el c. creara una situación irregular en el grupo cismático, sin embargo, no se tenía la persuasión de que esa rotura implicara una alejamiento del misterio de la Iglesia, con tal que los separados continuaran participando de las estructuras fundamentales (episcopado, sacramentos). La separación era considerada como un drama dentro de la Iglesia, entendida esencialmente como una comunidad. Pero, al definir la Iglesia como sociedad jerárquicamente constituida bajo la autoridad suprema del obispo de Roma, y al identificar pura y simplemente la Iglesia romana con la Iglesia universal, la contrarreforma hizo del c. una separación de la Iglesia misma. Esta eclesiología, nacida de la preocupación por responder a las negaciones de los reformadores protestantes, modificó, sin darse cuenta, la actitud tradicional de las Iglesias de occidente respecto de sus hermanas de oriente (ortodoxos). Ella procuró, en efecto, una justificación teológica para la así llamada política romana de las «Iglesias orientales católicas o unidas», que sustituyó la idea de la reunificación por la de la conversión o absorción.
El concilio Vaticano ii ha restablecido la perspectiva tradicional proclamando una eclesiología de comunión que pone el acento, no sobre los constitutivos de orden jurisdiccional (que se mantienen, sin embargo, en su sitio), sino sobre los constitutivos de orden sacramental y espiritual: sacramentos (bautismo, orden, eucaristía), gracia santificante, virtudes teologales, dones del Espíritu Santo. Con ello la realidad total del misterio de la Iglesia sobrepuja los límites de su plena y única realización legítima bajo la modalidad de la Iglesia católica romana. Se admite que existen maneras desiguales de participar de esta realidad. Si bien ateniéndonos a los principios del derecho canónico es cierto que se está necesariamente o dentro o fuera de la Iglesia católica romana, sin embargo, mirando al misterio de la Iglesia, es más verdadera la afirmación de que el hombre puede pertenecer a ella en mayor o menor grado. De ahí la distinción entre comunión plena y comunión parcial tanto con la Iglesia católica romana como con la Iglesia como tal (cf. Lumen gentium, n .o 13, 15, 16; Unitatis redintegratio, n .o 3s). De ahí se sigue que en el c. hay que distinguir un doble sentido: canónicamente el c. es una rotura de relaciones jurisdiccionales con la sede de Roma; teológicamente el c., sin excluir toda participación en el misterio de la Iglesia, pone óbice a la realización plena y visible de su unidad, pues la plena realización y visibilidad requiere la profesión unánime de la fe, la inserción efectiva en un único organismo jerárquico y sacramental y la celebración común (recepción) de los mismos sacramentos, señaladamente de la eucaristía, que en manera singular constituye el vínculo interno y el signo externo de la unidad de la Iglesia.
El concepto de c. así definido en relación con la Iglesia católica romana, puede aplicarse de manera analógica a las roturas de comunión que se dan entre las diferentes Iglesias o comunidades eclesiales separadas de la sede romana. Sin embargo, en cada una de estas confesiones o denominaciones, el c. se define en función de una concepción propia de la Iglesia y de su unidad. En la problemática compleja del movimiento ecuménico el c. constituye una noción clave. En la perspectiva protestante se busca una solución al problema de los c. por vía de una inteligencia mutua sobre la práctica de la intercomunión (cena y otras formas de culto), que dejaría intactas las divergencias, incluso importantes, respecto al contenido de la fe y la estructura de la Iglesia. Por el contrario, las así llamadas Iglesias de tendencia «católica» en sentido lato (ortodoxos, viejos católicos, anglicanos), sólo pueden tomar en consideración el restablecimiento de la plena comunión en el plano sacramental, que presupone la unanimidad en la fe y la concordia mutua en el seno de una única y común estructura jerárquica de orden sacramental (episcopado y plena sucesión apostólica).
Por mantener el vínculo del amor se evita hoy en grado máximo calificar de cismáticos a los miembros de Iglesias y comunidades cristianas en estado de disidencia respecto de la Iglesia católica romana, sobre todo si, habiendo nacido en estas comunidades, han recibido en ellas su formación religiosa. Tales miembros no pueden, en efecto, ser tenidos por responsables del estado de división en que viven hoy día con relación a otros, sobre todo si pensamos que la responsabilidad pesa sobre ambas partes.
Christophe Dumont
B) HISTORIA DE LOS CISMAS
I. Visión general
En el NT se dan escisiones dentro de las Iglesias locales, las cuales son consecuencia de diferencias en la interpretación y apropiación del kerygma apostólico ( I Cor 11, 9; Gál 5, 19; Rom 16, 17) y amenazan la koinonia que Cristo ha dado a la Iglesia (un Dios, un Señor [1 Cor 12, 4ss], un evangelio [ 1 Cor 1, 10-13 ], un bautismo y un pan [ 1 Cor 12, 13; 10, 17; Gál 3, 27 ] ). No aparece allí ninguna escisión que condujera a la ruptura total con la Iglesia universal. Sin embargo, es propia de los cismas reflejados en el NT la tendencia a un aislamiento frente a la comunidad, el cual puede hacerse bastante radical a consecuencia de discrepancias doctrinales. En la época postapostólica el c. y la –>herejía se presentan como los grandes enemigos de la comunidad cristiana primitiva; y se menciona entre sus causas la ambición, los celos, la maledicencia y la actitud rebelde contra la autoridad. Frente al oficio eclesiástico y al servicio a la totalidad de la comunidad, para cuya edificación se dan todos los ministerios y dones de la gracia, quedan acentuados y reciben un valor absoluto los matices personales. Formalmente, c. y herejía todavía no se distinguen tan claramente como después; sin embargo, en la mayoría de los casos, al c. va unido un error contra la fe. Por esto la historia de los c. se identifica en largos trechos con la historia de las –> herejías (consúltense, pues, las reflexiones de este artículo). Movimientos cismáticos que desarrollan su propio orden eclesiástico y fundan una contraiglesia se extienden a toda la historia de la Iglesia. De los primeros tiempos del cristianismo mencionamos: el c. de Marción en el s. ti (paulinismo exagerado y antinomismo que esgrimía el evangelio contra la ley), el -> gnosticismo y el -> arrianismo, el movimiento milenarista del montanismo, la secta rigorista de los novacianos (s. iii), la «Iglesia de los mártires» del obispo Melecio de Licópolis y, en su secuela la Iglesia de los donatistas, incomparablemente más importante, la cual rechazaba la Iglesia estatal de Constantinopla (c. iv). El c. de Acacio, en el s. iv, y el cisma del patriarca Focio, en el s. ix, preludiaban el –> c. oriental del s. xi.
El largo y penoso proceso de asimilación del cristianismo por los pueblos francos y germánicos, y la importancia capital de la lucha contra los sarracenos, normandos y húngaros, hicieron que a final de la época carolingia no surgieran movimientos sectarios de gran importancia. Por primera vez en el s. xi aparecen escisiones cismáticas en los grandes movimientos religiosos populares de la -> edad media. La más importante fue la de los -> cátaros, influidos desde el oriente, los cuales crearon su propia Iglesia en el sur de Francia, con su jerarquía y su dogma unitario, que por su matiz dualista y contrario a la encarnación se oponía radicalmente a la doctrina de la Iglesia. En los valles alpinos del Piamonte y de Saboya han podido mantenerse hasta hoy comunidades de valdenses, los cuales, siguiendo la predicación ascética y rigorista de Pedro Valdo, formaron una Iglesia de laicos que se orientó según el modelo de la pobreza apostólica y evangélica. Mientras esta secta perseveró en el c., los papas (concretamente ínocencio iii) lograron la reincorporación de los «umiliati», en el norte de Italia, movidos por los mismos ideales y condenados ya como herejes, así como la de otros grupos en el sur de Francia.
Común a estos movimientos de -> pobreza, a los cuales Gregorio vii dio su oportunidad histórica, por cuanto se apoyó en ellos para la ejecución de sus reformas (-> reforma gregoriana) contra nicolaítas y simonistas, era la crítica a las instituciones eclesiásticas y a la vida muelle del clero. El hecho de que las instituciones eclesiásticas pasaran a tener su fin en sí mismas y la vida mundana del clero obscurecían la misión de dar testimonio que tiene la Iglesia, y en la baja edad media provocaron una corriente ininterrumpida de movimientos eclesiásticos de reforma, los cuales en Wicleff y Hus (-> husismo) derivaron hacia el c. La proyección mundana del papa y de los cardenales fue sin duda la causa principal del -> c. de occidente, en el transcurso del cual coexistieron dos e incluso tres papas, cuya legitimidad estaba oculta para los coetáneos y sigue estándolos hoy. La -> reforma aprovechó el dinamismo de los movimientos de espiritualidad seglar y, en su protesta contra los síntomas de degeneración de la vida eclesiástica en la baja edad media, se presenta como una negación de todo el sistema eclesiástico medieval con su fusión de -> Iglesia y estado, con su centralismo papal y su -> escolástica, petrificada en su formalismo. Tampoco la Iglesia fortalecida y regenerada en el Tridentino se vio libre de escisiones. Pero, a consecuencia de la paulatina desaparición general de la fe y de su estrecho punto de partida, estos cismas quedaron limitados a un nivel local, regional o nacional (c. de Utrecht del 1724; c. de la Petite 1~glise de la Vendée, la cual no reconoció el concordato con Napoleón [-> viejos católicos]; c. de Gregorio Aglipay en las islas Filipinas [ 1902 ] ; Iglesia nacional checoslovaca [ 1920 ] ). El trasfondo de estos c. de la edad moderna es casi exclusivamente una tendencia nacionalista, que con más o menos razón se alzó contra la curia romana y dio lugar a la organización de una Iglesia propia con ayuda estatal.
Entre los c. desaparecidos y las disidencias que todavía persisten (-> Iglesias orientales, -> protestantismo), apoyándonos en Y. Congar, podemos establecer las siguientes diferencias: 1) Mientras las herejías y los c. antiguos discutían la doctrina ortodoxa en cuestiones decisivas para la historia de la salvación (doctrina de la Trinidad, soteriología, posición de María en el plan salvífico, gracia de Dios) y tenían un carácter más bien «particular», las disidencias que todavía perduran son de índole «universal», es decir, se basan en una concepción fundamental que repercute en toda la inteligencia del cristianismo. También antes se dieron tales interpretaciones globales, como, p. ej., en el -> gnosticismo, en los bogomilos del oriente y en los -> cátaros, pero aquí lo específicamente cristiano retrocede sensiblemente, en total oposición a las disidencias universales de la actualidad, en las cuales el misterio de Cristo, por lo menos en principio, es afirmado plenamente. 2) En concreto las Iglesias ortodoxas orientales y el protestantismo no parten de la oposición a una determinada doctrina eclesiástica, sino de la protesta contra un determinado estado histórico de la Iglesia: en el s. xi el alejamiento político entre oriente y occidente, y en el s. xvi el estado deplorable de la vida eclesiástica en su sentido más amplio. 3) En su estructura interna los disidentes actuales ostentan un rasgo de catolicidad; se tiende conscientemente a la superación de la escisión. 4) Las grandes comunidades disidentes de la actualidad custodian en mayor medida que los movimientos cismáticos de los primeros tiempos del cristianismo valores fundamentales genuinamente cristianos, los cuales son indicio de la acción del Espíritu Santo (Vaticano it Lumen gentium, n .o 15).
II. Interpretación histórica y teológica
El punto de partida para una interpretación escatológica de las escisiones eclesiásticas lo tenemos en 1 Cor 11, 19: oportet et haereses esse. Aquí se acentúa la necesidad de la escisión en el sentido de un fenómeno históricamente inevitable. Con ello, los cismas y el movimiento ecuménico que suprime el c. se sitúan en el nivel de la historia, no en el del dogma supratemporal. La Iglesia peregrinante está bajo la ley del pecado, y por esto se halla expuesta a la escisión, cuyos motivos pueden ser de índole personal, política, social, teológica o disciplinaria. Pero la Iglesia en su totalidad, lo mismo que cada uno de sus miembros, ha de luchar por un evangelio íntegro y sin fracturas. Para esto algunas veces tiene que pagar el precio de una escisión. Como la verdad que vive en la Iglesia entera sobrepuja el conocimiento creyente de sus miembros particulares, los guardianes oficiales de la doctrina tienen el derecho y el deber de oponerse al conocimiento parcial de algunos fieles en particular. Por tanto el c. no es mera expresión de una caída en lo mundano, sino que puede resultar también de una auténtica colisión de deberes.
Prevalecen dos líneas de interpretación del citado pasaje de Pablo. La primera entendió haereses como tensiones entre grupos, las cuales hacen que resalte la pureza de la fe ortodoxa. Mientras que la interpretación de tipo psicológico de Juan Crisóstomo concede un carácter meramente casual a la escisión de que habla el Apóstol, una función históricosalvífica. Para él las haereses fueron doctrinas formalmente erróneas, y en el oportet ve una decisión de Dios y una profecía que debe cumplirse necesariamente. Sin los herejes nos dormiríamos sobre la sagrada Escritura, sin abrirla; necesitamos que los otros nos espoleen para abrirnos la palabra de la Escritura y vivir de ella. Aquí no se trata tanto de la fidelidad a la fe cuanto de su plenitud. La interpretación de Agustín se impuso a la Iglesia latina y la doctrina escolástica de la «permisión divina» le dio su cimentación teológica en el campo especulativo. La reforma descubrió de nuevo la interpretación de Juan Crisóstomo; pero la teología calvinista enlazó directamente con Agustín y vio en las escisiones la acción necesaria de poderes supramundanos que la soberana voluntad salvífica de Dios dirige hacia el fin bueno que él pretende. En las discusiones confesionales este lugar de la sagrada Escritura fue usado por representantes de las distintas direcciones, que bajo tal escudo se mantuvieron impertérritas en su patrimonio confesional. La más reciente exégesis bíblica de los católicos y, sobre todo, la de los protestantes se apartan notablemente del rigor de la interpretación agustiniana y tienden más bien hacia la interpretación de Juan Crisóstomo.
El c. no sólo ostenta su aspecto negativo, la disolución de la unidad, sino que, mediante una mirada retrospectiva, también descubrimos en él aspectos constitutivos de Iglesia, propiedades proféticas y carismáticas. Así la lucha contra la -> gnosis despertó en la Iglesia una mayor conciencia de sus problemas en toda una serie de importantes doctrinas teológicas y, directa o indirectamente, con su posición contraria los gnósticos propulsaron la evolución de los dogmas (fijación del canon neotestamentario, doctrina de la encarnación y de la de la gracia). La lucha contra el -> arrianismo llevó la especulación trinitaria a una mayor claridad conceptual. El donatismo obligó a la reflexión sobre el campo de la eclesiología, casi totalmente descuidado por la clásica teología griega. Los movimiontos de -> pobreza en la edad media, especialmente el de los -> cátaros, forzaron a las fuerzas católicas a una interpretación dogmática de la concepción cristiana del mundo y contribuyeron a la realización de la vida apostólica. La reforma del s. xvr dio el impulso decisivo para la -> reforma católica en Trento. Pero a la vez hay que tener en cuenta cómo la Iglesia, con su delimitación frente a la herejía y el c. se expuso constantemente al peligro y llegó a caer de hecho en el peligro de olvidar la verdad defendida por los disidentes, de modo que se enfrentó con desconfianza a un legítimo testimonio profético.
Así la historia de los c. posee una cierta dinámica integrante, la cual en el transcurso histórico se pone cada vez más de manifiesto y termina disolviendo el c., pues la herejía y el c. por su naturaleza son una acentuación excesiva de una verdad parcial o de un aspecto olvidado de las estructuras eclesiales, y reciben su poderío histórico de verdad unilateralmente resaltada en medio del error. Cabe perfectamente que la escisión en la fe y en la Iglesia sea un rodeo para llegar al reino de Dios, en primer lugar porque conduce a una reflexión reformadora y renovadora sobre el mensaje cristiano de salvación, y en segundo lugar porque, como esbozos de una reforma de la Iglesia, poseen y siguen desarrollando elementos que pueden ser incorporados nuevamente a la plena comunión eclesiástica. Mas hasta llegar a esto, la escisión es un castigo impuesto a la culpable claudicación de los cristianos en su convivencia, en su amor y en su fe. Por tanto el sentido de su perduración está en despertar de nuevo el amor unificante. En sus divisiones, la cristiandad se halla bajo el juicio de Dios; en cierto modo el juicio escatológico se anticipa en la historia (cf. Mt 24 y 25). Pero, bajo el juicio de la ira de Dios se esconde ya su gracia, que impulsa a las confesiones divididas a superar la separación.
Viktor Conzemius
C) CISMA DE OCCIDENTE
El período que va del año 1378 al 1417, o bien al 1449, es denominado en la historia de la Iglesia como la época del gran cisma de occidente. Fundamentalmente se trata de un cisma papal, pues nos encontramos con dos papas, y a veces con tres, que se presentan al mismo tiempo como titulares de la potestad suprema de la Iglesia y que de hecho la ejercen. La Iglesia no se ha pronunciado jamás de una forma oficial acerca de la cuestión de cuál de las dos o de las tres series de papas haya sido la legítima. Y tampoco la elección del nombre papal «Juan xxiil» por Angelo Roncalli, que el 28 de octubre de 1958 había sido proclamado cabeza suprema de la Iglesia, quiso decidir autoritativamente una cuestión histórica discutida. No fue ésta realmente la intención de Juan xxiii.
I. Comienzo del cisma
1. El cisma de occidente comienza con la doble elección realizada el año 1378. Gregorio xl había muerto en Roma el 27-3-1378. Un año antes había trasladado de Aviñón a la ciudad eterna la sede del papado (destierro de ->Aviñón). En Aviñón habían quedado seis cardenales. Sólo 16 de los 23 cardenales tomaron parte en la elección del papa. Entre los 16 había 12 no italianos (11 franceses y 1 español). La elección estuvo rodeada de circunstancias tumultuarias. Los electores se encontraban sometidos a una presión exterior. Hordas armadas penetraron en el conclave exigiendo un papa romano, o al menos italiano. A toda prisa, el día 8-4-1378 los cardenales eligieron como cabeza suprema de la Iglesia a Bartolomeo Prignano, director de la cancillería romana. Este había sido propuesto de antemano por diversas partes y era bien conocido de los electores. Sin embargo, éstos no se atrevieron a comunicar la elección a la multitud. Simplemente anunciaron que habían elegido por papa a un romano y se dieron a la fuga. Cuando los romanos conocieron la realidad, se apaciguaron, pues el nuevo papa, Urbano vi (1378-89) era italiano. Los cardenales regresaron, asistieron a la coronación y más tarde a los consistorios. Así continuaron las cosas durante tres meses. Este reconocimiento tácito ha podido ser considerado hasta ahora, y con suficientes motivos, como la legitimación posterior de la elección de Urbano. Pero según las últimas investigaciones, también este tacitus consensus se dio «de una manera altamente imperfecta y bajo una coacción que continuó existiendo» (K.A. Fink). Contra la validez de la elección de Urbano se aduce además, un segundo motivo: su alienación mental. Hay indicios de que sufría una perturbación mental, y según la doctrina de los canonicistas, las señales de locura afectaban a la legitimidad de la elección. Pero no se puede llegar a una idea totalmente clara sobre el grado de perturbación mental y tampoco sobre la gravedad del temor. Por tanto, según el conocimiento actual de la cuestión sólo se puede decir que la elección de Urbano vi no fue ni absolutamente válida ni absolutamente inválida.
2. Los cardenales se sintieron legitimados para proceder a nueva elección de papa. Motivos personales jugaron también un papel importante. Si Urbano vi no hubiera tratado de una manera tan hiriente a los mundanizados cardenales, seguramente no se habría llegado a la ruptura. Los doce cardenales no italianos abandonaron Roma y el día 9-8-1378 declararon, en un manifiesto a la cristiandad, que la elección de Urbano había sido inválida y el 20-9-1378 en Fondi, cerca de Nápoles, eligieron un nuevo papa: Clemente vii. Incluso los cardenales italianos asintieron tácitamente a esta elección y abandonaron a Urbano. Clemente vii se estableció en Aviñón. Desde entonces la cristiandad tuvo dos papas. ¿Cúal de los dos era el sucesor legítimo de Pedro? Esta es la cuestión central. «Si los contemporáneos se creyeron incapaces de decidir la cuestión de la legitimidad, imitemos nosotros su prudente reserva, y no pretendamos saber más que ellos.» Lo único que se puede hacer es adherirse a este juicio del investigador francés G. Mollat. Las cosas son mucho más complejas de lo que parece a primera vista.
3. La consecuencia inmediata de la doble elección fue que la cristiandad se escindió en los campos opuestos: la obediencia romana y la de Aviñón. En general los países occidentales (románícos) se decidieron por el papa de Aviñón, los restantes (germánicos e italianos) por el de Roma. La escisión alcanzó a obispados y órdenes religiosas. Toda la cristiandad se vio prácticamente sumergida en un mar de inseguridad y de angustias. Anteriormente había habido santos que con el prestigio de su personalidad habían resuelto c. papales. San Bernardo de Claraval contribuyó, principalmente en Francia, a que se reconociera a Inocencio ii (1130-1143) cuando en 1130 fueron elegidos dos papas. Pero esta vez los santos de más prestigio se inclinaron unos por un papa y otros por el otro; mientras santa Catalina de Siena reconoció a Urbano vi, san Vicente Ferrer luchó al lado de Clemente vii.
II. Intentos de superación
Al principio se les hechó a los dos papas la culpa del c., pero los contemporáneos abandonaron pronto esta postura, concentrándose en la búsqueda de medios y caminos para restablecer la unión. Estos esfuerzos son los únicos rayos de luz en aquella época tan confusa. La iniciativa partió de la universidad de París. Los caminos que la universidad de París propuso el año 1394, después de realizar una encuesta, se reducen fundamentalmente a tres: abdicación voluntaria (via cessionis), decisión de un tribunal de arbitraje (via compromissi), o concilio (via conciIii). Los dos primeros apelaban a la buena voluntad del papa. Esta solución, aparentemente la más fácil, fracasó por causa de los papas mismos. Clemente vii se había opuesto a todo esfuerzo por lograr la unión. Su sucesor, Benedicto xiii (1394-1417 o bien 1424), estaba tan convencido de la legitimidad de su dignidad papal, que para él una renuncia voluntaria constituía una infidelidad al papado. Cuando Francia, en 1398, le negó la obediencia para obligarle a que se retirara (via substractionis) no cedió ante esta coacción. Francia volvió en 1403 a prestar obediencia a Benedicto.
Nuevas esperanzas de unidad surgieron con la elección de Gregorio xii (1406-15) como papa romano, pues era tenido por amigo de la unión. Pero todos los esfuerzos realizados con miras a lograr que los dos papas entablaran negociaciones comunes y pudieran llegar a un acuerdo sobre la renuncia, fracasaron. Entonces 13 cardenales de los dos bandos dieron el paso decisivo, convocando para el 21-3-1409 un concilio en Pisa. Este debía destituir a los dos papas de legitimidad dudosa y abrir el camino a un papa reconocido por todos. Para esto, los cardenales encontraron apoyo en la doctrina de los canonistas. Si un papa se desviaba de la fe o bien se le culpaba de inmoralidad, podía ser corregido y, si era preciso, destitituido por una institución. Esta fue la tarea que se propuso el concilio de Pisa (1409). La mayoría de naciones cristianas enviaron delegados. En un proceso canónico formal se les hizo responsables a los dos papas de la duración del c. y se los destituyó por cismáticos y herejes notorios. A continuación, el concilio eligió a un papa nuevo: Alejandro v (1409-1410), que fue reconocido por la mayor parte de la cristiandad como suprema cabeza legítima de la Iglesia. Es probable que los papas de Pisa se hubieran impuesto como los legítimos, si el segundo de ellos, Juan xxiri (1410-1415 ), no hubiera perdido su prestigio. Debido a esto, los otros dos papas continuaron manteniendo su posición, aunque sus obediencias habían disminuido considerablemente.
III. Restablecimiento de la unidad en el concilio de Constanza
El concilio de Pisa había abierto el camino para la superación del c. Pero hasta el concilio de Constanza (1414-1418) no se consiguió restablecer la unidad. A instancias sobre todo del rey Segismundo, Juan xxrri había convocado el Concilio que había de celebrarse en la ciudad del lago de Constanza. Esperaba poderse imponer gracias a la ayuda del gran número de obispos italianos. Pero las otras naciones se le opusieron, consiguiendo que se modificara el procedimiento que se había seguido hasta entonces. Desde el 7-2-1415 no se votó ya por cabezas, sino por naciones (italianos, franceses, alemanes e ingleses). Con esto quedaba deshecha la preponderancia italiana. La situación de Juan xxiir se hizo todavía más insegura, cuando fue atacado desde sus propias filas por su conducta dudosa. El papa pisano creyó que por su huida de Constanza (marzo de 1415) el concilio fracasaría. Pero Segismundo lo salvó. Impidió que el concilio se disolviera y lo mantuvo reunido. Por el decreto de emergencia Haec sancta, del 30-3-1415, el papa huido fue depuesto el 29-5-1415. Con ello se suprimió el obstáculo mayor para la renuncia de Gregorio xii. El concilio se avino a la condición de éste de dejarse convocar otra vez por él. A través de sus enviados, Gregorio renunció al papado el 4-7-1415. Quedaba sólo el papa de Aviñón, Benedicto xiii. A pesar de que Segismundo le visitó personalmente, no se le pudo mover a renunciar. En cambio, el rey consiguió separar de Benedicto y ganar para Constanza a Aragón, Castilla, Navarra y Escocia. Se abrió un proceso contra el papa, y Benedicto xiii fue destituido el 26-7-1417.
La sede apostólica quedó entonces vacante. Como nuevo papa fue elegido Martín v (1417-1431). Con él la Iglesia recibió otra vez una cabeza reconocida por todos. El cisma de occidente no fue definitivamente superado hasta 1449, cuando Félix v, elegido ilegalmente por el sínodo de Basilea (1439), se sometió a Nicolás v (1447-1455).
IV. Interpretación eclesiológica del tiempo del cisma
La sobria enumeración de los sucesos capitales del c. de occidente muestra ya que la Iglesia se encontró en una de las crisis más difíciles de su historia, en la que corrió peligro de derrumbarse. La crisis tuvo lugar en su cabeza jerárquica. En aquel período, en el que rigieron dos y hasta tres papas de legitimidad dudosa, el poder supremo de la Iglesia fue devuelto al colegio episcopal. Así se garantizó la unidad formal, exactamente igual que, p. ej., en la situación de sede vacante tras la muerte de un papa. El enorme peligro radicó en el hecho de que este estado duró cuarenta años y de 1439 a 1449 volvió a revivir. La salvación le llegó a la Iglesia a través de la idea conciliar (no conciliarista). El concilio era prácticamente el único camino para restablecer la unidad de la Iglesia. El discutido decreto Haec sancta (superioridad del concilio sobre el papa) fue «una medida de emergencia tomada para un caso excepcional totalmente determinado» (H. Jedin). Fue el sínodo de Basilea el que pretendió declararlo norma de fe. Pero el ejemplo de Constanza muestra que «un -> episcopalismo ligado al papa y guiado por el espíritu de una auténtica colegialidad constituye un necesario complemento y una garantía del primado» (A. Franzen). Precisamente a la luz del concilio Vaticano ri se puede decir que la peligrosa crisis del c. de occidente fue superada gracias a la estructura fundamental del colegio episcopal en la Iglesia (cf. también -> conciliarismo).
Johann Baptist Villiger
D) CISMA ORIENTAL
En el origen del c.o. los acontecimientos y los postulados políticos han jugado un papel más importante que las diferencias dogmáticas, consideradas frecuentemente como la verdadera causa del c. Las raíces de todo el proceso hay que buscarlas en la ideología política de la primitiva Iglesia cristiana. Los primeros filósofos políticos de la cristiandad -Clemente de Alejandría y Eusebio de Cesarea – adaptaron a la doctrina cristiana la concepción política del helenismo, único sistema político que existía entonces; al emperador cristiano se le denegaba el carácter divino que le había atribuido el paganismo, pero, no obstante, se le miraba como representante de Dios en la tierra, con autoridad suprema respecto a los asuntos civiles y a los eclesiásticos.
La filosofía política del helenismo, una vez cristianizada, fue admitida no sólo por los emperadores cristianos sino también por toda la Iglesia. Por tanto, los emperadores cristianos – a partir de Constantino – creían que su primera obligación era cuidar del bien de la Iglesia y defender la verdadera fe. De parte de la Iglesia, el primer resultado de esta aceptación del sistema político helénico en forma cristianizada fue el deseo de adaptar la estructura y organización eclesiásticas a las estructuras estatales del imperio romano, pues éste, al reunir en sí diversidad de pueblos, parecía representar el preludio de la universalidad de la Iglesia. La división de la Iglesia en patriarcados y diócesis seguía el ejemplo de la división del imperio en distritos de mayor y menor magnitud. El obispo de Roma fue reconocido en todas partes de buen grado como la cabeza de la Iglesia, tanto más cuanto que residía en Roma, cabeza y centro intelectual del imperio. La elección de Constantinopla como residencia del emperador no afectó a la posición del obispo de Roma dentro de la Iglesia, posición que había sido definida por los primeros concilios, especialmente por el de Nicea (325) y el de Calcedonia, y que había sido confirmada solemnemente por el emperador Justiniano.
Era tan patente el reconocimiento de esta posición excepcional del obispo de Roma en virtud de su carácter apostólico y petrino, que el mismo obispo de Roma apenas hizo resaltar este primado más que unas pocas veces por no creerlo necesario. La elevación de Constantinopla al segundo puesto en la jerarquía de la Iglesia, hecho que se efectuó en el segundo concilio de Constantinopla (581), fue considerada como una preeminencia honorífica. En oriente fue vista como una consecuencia lógica de la adaptación a la estructura política. Por eso, Dámaso t la aceptó sin oposición alguna. Pero cuando el concilio de Calcedonia concedió al patriarca de Constantinopla la jurisdicción sobre Tracia y toda el Asia Menor, León i vio en ello un peligro para el primado de Roma y se negó a reconocer el canon 28 del concilio. Aunque el canon no fue incluido en las colecciones oficiales de cánones de la Iglesia oriental, sin embargo, el patriarca de Constantinopla continuó administrando las regiones que le había confiado el concilio y conservando el rango supremo en la Iglesia de oriente.
Debido a esto, León 1 y sus sucesores acentuaron, más que los papas anteriores, el carácter apostólico y petrino del primado de Roma. Pero la Iglesia oriental daba poca importancia al hecho de que una sede episcopal apelara al carácter apostólico, ya que en su propio territorio había muchas sedes que directa o indirectamente habían sido fundadas por los apóstoles.
Sin embargo, pronto aparecieron los inconvenientes que tuvo para la marcha de la Iglesía la adaptación cristiana del sistema político. helénico. Los emperadores abusaron muchas veces de su obligación de defender la verdadera doctrina, intentando continuamente subordinar los intereses de la Iglesia a sus intereses políticos y personales. Es verdad que los obispos reconocían el derecho que tenía el emperador a convocar concilios, pero, por otra parte, defendían, con más o menos éxito, su propio derecho hereditario a definir y explicar la doctrina ortodoxa.
La tensión que, como consecuencia de esto, surgió entre el poder imperial y el eclesiástico, se acentuó de manera especial durante el gobierno del emperador Constancio (337-350), quien prestó su apoyo al arrianismo, y en el gobierno de Anastasio i (491518), que indujo al patriarca Acacio a que favoreciera al monotelismo. Justiniano, que había puesto fin al llamado cisma acaciano (485-519) en favor del papa Hormisdas y que se había reservado el derecho a resolver las cuestiones teológicas, ante la oposición de los obispos se vio obligado a declarar solemnemente en la vi «novela» del año 535: «los mayores regalos que Dios, en su bondad infinita, ha concedido a la humanidad son el sacerdotium y el imperium». En los asuntos divinos debe ser competente la autoridad espiritual, en los humanos la autoridad civil. Ambos poderes deben realizar su cometido con todo esmero y en colaboración mutua para bien de la humanidad. Esa «novela» fue acogida en todas las colecciones de cánones de la Iglesia oriental. Este es el motivo por el que todas las Iglesias orientales aspiraban siempre a unas relaciones armónicas con el poder civil.
La protesta del papa Gregorio Magno contra el patriarca de Constantinopla por haberse arrogado el título de patriarca «ecuménico» dio origen a un resentimiento entre oriente y occidente, resentimiento que incitó al emperador Focas a confirmar nuevamente el año 607, a petición de Bonifacio iii, la primacía de Roma en la Iglesia. El sexto concilio ecuménico, que condenó el -a monotelismo, fue un triunfo del papa Agato. El emperador Justiniano ri puso fin a las nuevas dificultades que habían surgido entre Roma y Constantinopla debido a la condena de ciertas costumbres occidentales en los sinodos de oriente. Con ocasión de la visita que el papa Celestino i hizo a Constantinopla, Justiniano ii confirmó una vez más el primado de Roma en la Iglesia. Durante todo este tiempo los papas reconocieron la supremacía política de los emperadores, comunicándoles su elección a través del representante del emperador en Ravena y solicitando de ellos la confirmación. Acontecimientos políticos interrumpieron en el s. viii estas relaciones sinceras. Los papas tuvieron que defender con sus soldados la ciudad de Roma y el centro de Italia contra los ataques de los longobardos, que se habían establecido en el norte de Italia e intentaban extender su poder a toda Italia. Los emperadores, amenazados por los persas, los ávaros y los eslavos, no pudieron conceder a los papas la ayuda militar que éstos les pedían.
El año 751, cuando el rey de los longobardos, Aistulfo, amenazaba la ciudad de Roma, el papa Esteban i recurrió a Pipino, rey de los francos, en busca de ayuda. Pipino derrotó a Aistulfo y entregó a la Santa Sede el exarcado de Ravena y el ducado de Roma. Estos acontecimientos agravaron de nuevo las relaciones entre el papa y Constantinopla; pero como, al menos externamente, la región conquistada recibió el nombre de provincia imperial, no se produjo aún la ruptura. Las controversias iconoclastas tampoco empeoraron la situación. Los defensores del culto a las imágenes buscaron ayuda en Roma y la encontraron. La emperatriz Irene en un documento que fue leído ante el vii concilio ecuménico (787), reconoció al papa como primer sacerdote que presidía la Iglesia desde la sede de Pedro.
La primera gran ruptura se debió a unos acontecimientos estrictamente políticos. El papa León rii, amenazado por la aristocracia romana, recurrió en busca de ayuda al sucesor de Pipino, a Carlomagno. Este no solamente prestó al papa la ayuda requerida sino que puso fin al dominio longobardo en Italia. Para manifestar su agradecimiento a Carlomagno, el papa lo coronó emperador en Roma el día de Navidad del año 800. En Bizancio fue considerado esto como una sublevación contra el emperador legítimo de Constantinopla. Carlomagno era consciente de esto; sin embargo él no tenía prevista la coronación. Para legitimar este suceso, Carlomagno quiso casarse con la emperatriz Irene y, de esta forma, unir nuevamente el antiguo imperio romano. Al ser destronada la emperatriz Irene por Nicéforo i (802-811), se produjo la guerra, que no terminó hasta que el emperador Miguel i reconoció a Carlomagno como corregente de occidente (812).
Estos acontecimientos influyeron notablemente en la evolución posterior del papado y de las relaciones entre la Iglesia romana y la oriental. Los papas, liberados de su dependencia política frente a los emperadores de oriente, podían confiar en la ayuda de los emperadores francos y asegurar su posición en occidente, sin necesidad de tener en cuenta la situación especial de la Iglesia de oriente. El papa Nicolás t (858-867), apelando a la declaración sobre la perfección del poder papal que el papa Gelasio i había hecho durante el cisma acaciano (484519), puso fin, empezando por occidente, a todos los intentos de autonomía de las regiones eclesiásticas de mayor extensión, después de haber sometido al metropolitano de Ravena y a Hincmar de Reims. Después, el papa quiso hacer valer su soberanía directa sobre la Iglesia oriental.
La controversia entre Focio y el patriarca Ignacio parecía ofrecer una buena ocasión para conseguir esta meta. Ignacio, que había sido nombrado patriarca por la emperatriz Teodora, sin elección alguna por parte del sínodo local, tuvo conflictos con el nuevo regente Bardas, al ser depuesta Teodora. Entonces, por consejo de los obispos, que querían evitar una tensión con el nuevo gobierno, renunció a la dignidad patriarcal. El sínodo episcopal eligió como sucesor de Ignacio al seglar Focio, presidente de la cancillería (856). Fste fue reconocido como patriarca legítimo incluso por los partidarios de Ignacio. Pero una minoría del clero le negó al poco tiempo la obediencia, proclamando como patriarca nuevamente a Ignacio. A1 parecer, la oposición fue provocada por motivos políticos, a saber: la elevación de Teodora el cargo de regente. La oposición fue condenada en un sínodo, y Focio comunicó su entronización al papa. rste, por su parte, envió dos legados a Constantinopla para que se informaran de los hechos. Los legados quedaron convencidos de la legalidad de la elección de Focio y, juntamente con el sínodo local (861), declararon nulo el patriarcado de Ignacio. Sin embargo, el abad Teognosto, jefe de la oposición, consiguió escaparse hasta Roma y entregar al papa una carta de apelación que él mismo había falsificado como si fuera de Ignacio.
Por otra parte, Ignacio había declarado expresamente en el sínodo que él no había apelado a Roma y que tampoco tenía intención de hacerlo. Como Teognosto le había prometido al papa obediencia incondicional de su partido, mientras que Focio, convencido de la justicia de su causa, rehusaba nuevas negociaciones, Nicolás i se decidió en favor de la causa de Teognosto, condenando a sus propios legados, excomulgando a Focio y declarando a Ignacio patriarca legítimo. A1 enviar después el papa misioneros a Bulgaria, que había sido cristianizada desde Bizancio, Focio, juntamente con Miguel iir, reunió un sínodo de la Iglesia oriental. En él se acusó al papa de haber violado los derechos del sínodo tanto en Constantinopla como en Bulgaria y se pedía al emperador de occidente, Luis ii, que depusiera a Nicolás r. Pero entretanto, Basilio i había hecho asesinar a su coemperador Miguel III, se había proclamado emperador y, para ganarse el apoyo de Roma, había depuesto a Focio y nombrado patriarca nuevamente a Ignacio. En estos acontecimientos vio Roma la confirmación de lo acertada que había sido la política oriental del papa Nicolás i. Adriano ti condenó de nuevo a Focio y envió legados a un concilio (869-870), que confirmó la decisión del papa. Focio fue desterrado, pero la mayoría de los obispos y del clero le permaneció fiel.
Estos acontecimientos dieron ocasión al primer gran c. entre Roma y la Iglesia oriental, provocado por motivos políticos y malas interpretaciones por ambas partes. Pero el c. duró solamente unos años. Una investigación más profunda de los documentos que se refieren a esta controversia ha demostrado que Focio e Ignacio se habían reconciliado y que el mismo Ignacio había solicitado de Roma que enviara legados a un nuevo concilio con el fin de desterrar los malos entendidos. Pero el concilio no se llevó a cabo hasta después de la muerte de Ignacio (879880), y fue presidido por Focio, a quien se había nombrado nuevamente patriarca de Constantinopla. Fueron declaradas nulas las decisiones del concilio que había condenado a Focio y se afirmó la unión dentro de la Iglesia oriental y su unidad con Roma. La Iglesia oriental pudo de esta forma defender su autonomía en sus propios asuntos. En este punto estaban de acuerdo Focio e Ignacio. El papado no consiguió, por tanto, romper la autonomía de la Iglesia oriental.
En los documentos referentes a esta discusión se encuentra material suficiente para probar que la jerarquía oriental no negó el primado de Roma, ni siquiera Focio. En las cartas del concilio local del año 861, presidido por Focio, se encuentran expresiones que dan a entender que la Iglesia oriental reconoce el derecho de apelación al obispo de Roma. También los partidarios de Focio recurrieron al papa en contra de una decisión del patriarca Ignacio.
Por el contrario, el acercamiento de los papas a los reyes y emperadores francos significó desde el principio un gran peligro para la libertad de la Iglesia. Carlomagno y sus sucesores crearon una teoría, según la cual el rey cristiano es no solamente un soberano civil sino también sacerdote, a la manera de Melquisedec, que fue sacerdote y rey. Reclamaban, por esto, el derecho a intervenir no sólo en los asuntos de la Iglesia sino también en la elección de los papas. Algunos clérigos, sirviéndose de una falsificación, la llamada «donación de Constantino», habían intentado probar en vano que Constantino el Grande -por tanto, antes de que la residencia imperial fuera trasladada a Constantinopla – había entregado al papa los dominios de Roma y de toda Italia. Para los emperadores de occidente, Roma e Italia eran partes de su imperio. Sus intentos por someter también las provincias bizantinas del sur de Italia agudizaron la tensión entre oriente y occidente. Los bizantinos estaban dispuestos a reconocer a los papas elegidos por los romanos, pero se sintieron ofendidos ante la intromisión cada vez mayor de los emperadores francos en la elección del papa y ante las reformas francas introducidas en Roma, y sobre todo ante la interpolación del Filioque, la cual procedía de España y había pasado a la liturgia franca. Los papas rehusaron durante mucho tiempo admitir este término en el símbolo niceno por no inquietar a los orientales; según la opinión de estos últimos un cambio tal no podía llevarse a cabo más que a través de un concilio.
Es verdad que Focio defendía que el Espíritu Santo procede solamente del Padre, pero esta cuestión no fue la base de su c., ya que Roma no había aceptado aún este término en el credo niceno. Pero en el sínodo del año 867, Focio y sus obispos acusan a los misioneros francos de estar divulgando en Bulgaria el uso de este término. Con los papas francos se introduce esta costumbre también en Roma. Parece ser que fue el papa Sergio iv (1009-1012) el primero que – después de su consagración – envió al patriarca de Bizancio el símbolo de la fe con el término Filioque, juntamente con su carta de entronización. Sergio ii, patriarca de Constantinopla, rechazó la carta y el símbolo de fe adjunto. A1 parecer, desde ese momento no fue indicado ya más el nombre del obispo de Roma en los dípticos orientales. Este acto tan poco amistoso muestra hasta dónde había llegado ya la hostilidad, pero no fue expresión de un c. declarado.
Sin embargo, para la Iglesia occidental tuvo mayores consecuencias la reestructuración de la administración eclesiástica al introducirse el derecho franco de «iglesia propia», derecho que restringía la autoridad de los papas. Según el derecho romano, el propietario de una iglesia o fundación, de un obispado o monasterio era una organización o una sociedad. Sin embargo, según el derecho consuetudinario de los germanos, el señor de iglesia propia consideraba como propiedad suya el templo o monasterio construido en sus territorios, y los beneficios de este templo o monasterio los recaudaba él. Este sistema de iglesia propia se extendió después por toda la Iglesia oriental. Los fundadores reclamaban el derecho de elegir a los administradores de las iglesias y abadías fundadas y dotadas por ellos. Este sistema, unido al derecho feudal, contribuyó de una manera decisiva al aumento del poder de los reyes y de los señores de occidente; el poder del papa y de los obispos, en cambio, quedó muy debilitado. Las consecuencias de esto fueron: simonía, matrimonio de clérigos, investidura de laicos. Todos estos factores contribuyeron al estado calamitoso de la Iglesia occidental en los s. x y xi.
Una reacción contra este estado de cosas fue la reforma del monacato iniciada en la abadía de Cluny (-> reforma cluniacense). En Lorena y Borgoña surgieron otros movimientos de reforma. Para estos movimientos la raíz de todos los abusos consistía en el sistema teocrático introducido por los francos, según el cual el rey, en cuanto sacerdote, tenía autoridad no sólo en los asuntos terrenos sino también en los espirituales. La salvación de la Iglesia consistía, según estos movimientos, únicamente en el robustecimiento del poder papal, elevándolo no sólo por encima de todos los obispos, sino también por encima de los reyes y los príncipes. En la Iglesia oriental la evolución fue completamente diferente: no se produjeron estos abusos, y, además, los sacerdotes no estaban obligados al celibato. Pero como el occidente desconocía la situación de la Iglesia oriental, quisó aplicar las ideas de reforma también en oriente.
El movimiento de reforma tomó pie en Italia al ser nombrado papa León ix (10491054), de espíritu reformista, por el emperador Enrique iii (1039-56). El papa eligió como colaboradores a tres personas que estaban dedicadas al movimiento de reforma: los monjes Humberto y Hildebrando y el arzobispo de Lorena, Federico; con su ayuda pudo implantar el movimiento de reforma también en Italia. León rx quiso reforzar también su autoridad en las Iglesias de rito latino del sur de Italia, sobre todo en Apulia. Estas regiones estaban bajo el dominio de Bizancio y en su mayoría pertenecían al rito griego.
Por su parte, Miguel Cerularío (1043-58 ), patriarca de Constantinopla, que desconfiaba de los latinos, quiso reforzar su autoridad en la región del sur de Italia que pertenecía a Bizancio. Por eso, seguía con toda atención la actividad que los reformadores ejercían en estas regiones. Creyendo que los intereses de su Iglesia estaban amenazados en Italia, decidió emprender un cotraataque; mandó que las instituciones religiosas e iglesias de rito latino que existían en Constantinopla pasasen al rito griego; las iglesias y monasterios que se negaron a cumplir esta orden fueron cerrados. La brutalidad de este acto ciertamente no estaba justificada. A1 mismo tiempo, Cerulario pidió al obispo de Acrida que previniera a los súbditos bizantinos en Italia contra la actividad que los latinos desplegaban en esa región. León de Acrida envió entonces una carta al obispo latino de Trani, en Apulia, en la que criticaba algunas costumbres de la liturgia latina, sobre todo la de usar pan ázimo en la Eucaristía. Esto causó una gran agitación en la Iglesia bizantina, situación que se agravó más aún con los acontecimientos políticos. Los normandos, llamados por un administrador de varias ciudades de Apulia que había desertado de Bizancio, vinieron en ayuda, derrotaron al ejército griego y se asentaron en gran parte de la provincia. Desde allí, los normandos constituían una amenaza no sólo para las otras posesiones bizantinas sino también para el patrimonio de los papas. El emperador Constantino rx nombró comandante supremo de Apulia a un latino, Argyros (1051). El patriarca, que consideraba a Argyros como un enemigo personal suyo, intentó evitar este nombramiento, pero no lo logró. Por deseo del emperador, Argyros propuso al papa una coalición militar para luchar contra los normandos, y León ix la aceptó. Pero las tropas de los dos aliados fueron vencidas por los normandos (1053), quienes tuvieron al papa internado durante un año en Benevento.
Mientras tanto, el papa encargó a su colaborador, el cardenal Humberto de Silva Candida, que refutara las acusaciones de león de Acrida contra los latinos. Humberto redactó un tratado muy hiriente, en el que condenaba con toda dureza las costumbres de la Iglesia griega. Pero como entretanto compareció ante la corte papal una nueva embajada del emperador, que traía además una carta, breve pero cortés, del patriarca, el papa decidió no publicar el tratado de Humberto. En lugar de esto, mandó tres legados a Constantinopla: Humberto, Federico de Lorena y el obispo de Amalfi. Su misión era formar una nueva alianza con el emperador en contra de los normandos y entregar al patriarca una carta que había sido formulada por Humberto. El patriarca, sin embargo, rehusó recibir a los legados porque en la carta se le negaba el título de patriarca ecuménico y el segundo puesto en la jerarquía eclesiástica y, además, se dudaba de la legitimidad de su elevación al patriarcado.
Ofendido por esta postura del patriarca, Humberto publicó su tratado contra los griegos y los acusó públicamente en una discusión de haber borrado del símbolo niceno el término Filioque. Pero sus ataques, en contra de lo que él esperaba, solidarizaron al clero griego en torno al patriarca. El emperador intentó en vano mitigar la actitud antilatina de su clero, pues tenía un gran interés en firmar la alianza con el papa. Irritado ante la postura hostil del patriarca y del clero, Humberto redactó una bula, en la que excomulgaba al patriarca y condenaba las costumbres de la Iglesia griega; la depositó en el altar de la basílica de Santa Sofía y, juntamente con sus acompañantes, abandonó la ciudad.
Esta bula demuestra un gran desconocimiento de la evolución histórica y de las costumbres de la Iglesia griega.
El emperador se vio entonces obligado a mandar que el patriarca rechazara la bula en un sínodo. Y este mismo sínodo excomulgó a los legados del papa. Resulta, por tanto, irónico que precisamente el escrito del papa que debía restablecer la armonía, terminara en un c. entre Roma y la Iglesia oriental.
La mayor parte de la responsabilidad de esta situación recae sobre dos personas: Humberto, con su desconocimiento trágico de la Iglesia griega, y el soberbio patriarca Cerulario, con sus prejuicios antilatinos. Pero como el patriarca excomulgó únicamente a los legados, y no al papa ni a la Iglesia occidental, no se puede hablar de un c. consumado. Además, está muy en duda la legitimidad de la excomunión que Humberto hizo recaer sobre el patriarca, pues cuando Humberto la dictó, el papa León lx estaba ya muerto. En todo caso, este triste acontecimiento muestra cuán grande era la distancia que durante los siglos anteriores se había ido creando entre la Iglesia oriental y la occidental. En esta última fase fueron también cuestiones políticas, y no dogmáticas, las que jugaron el papel definitivo. Los fieles no se enteraron de este c. hasta después de mucho tiempo. En los años siguientes, ambas partes intentaron la reconciliación varias veces. La idea de las cruzadas hizo renacer, al principio, la esperanza de una nueva unión, pero lo que en definitiva hizo fue ahondar más la brecha, sobre todo entre las grandes masas de la población. El primer acto cismático ocurrió en Antioquía, cuando a raíz de la conquista de la ciudad por los cruzados fue nombrado, además del patriarca griego, un patriarca latino.
Las especulaciones políticas fueron en gran parte la causa del fracaso de todos los intentos de reconciliación. Los griegos seguían aferrados a su propio punto de vista, según el cual el papado, en cuanto cabeza de la Iglesia universal no tiene apenas ninguna misión que cumplir. Los occidentales, por su parte, desarrollaron la teoría de la superioridad del poder espiritual sobre el temporal. Esta teoría, que no fue conocida en la Iglesia oriental, ofuscó, a partir de Gregorio vii, toda la evolución de la Iglesia durante el medioevo. Durante la época de las cruzadas fue creciendo la mutua desconfianza, hasta terminar con la conquista y el saqueo de Constantinopla el año 1204. A1 poner en Constantinopla un patriarca latino, el c. quedó consumado. Este último acto de la tragedia hizo que fracasaran todos los intentos de unión que se realizaron después.
Las cuestiones teológicas, sobre todo la del Filioque, que al principio habían jugado únicamente un papel secundario, se convirtieron en grito de batalla. A pesar de esto, no se puede ocultar que los motivos que fundamentalmente han contribuido al c. oriental no fueron teológicos.
El día 7 de diciembre de 1965, los representantes de la Iglesia griega ortodoxa y de la Iglesia romana, el patriarca Atenágoras y Pablo vi, obispo de Roma y patriarca de occidente, hacían una declaración en la ciudad de Constantinopla en la que se referían a las mutuas excomuniones de ambas Iglesias. Esta declaración no puso fin al c., pero puede ser considerada como la base de una futura reconciliación.
Francis Dvornik
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
La palabra griega para «cisma» (schisma) se usa ocho veces en el NT. El uso teológico se deriva de este uso. Debemos corregir de inmediato una creencia popular errónea. Cisma y herejía (véase) no son la misma cosa, y no son términos que puedan usarse intercambiablemente, pero así se usan con frecuencia erróneamente. Herejía no es cisma, ya que la herejía es, en su base, doctrinal, oponiéndose a la fe cristiana misma. Cisma se opone al amor y no es doctrinal en su médula.
Con frecuencia la partida de reformadores como Martín Lutero y Juan Calvino ha sido relegada al área de cisma. Esto está lejos de serverdad. Para la iglesia romana esto no era cisma sino herejía. Para los reformadores también era herejía, pero herejía que Roma sostenía, y que los obligó a salir de su seno. Por esto, Juan Calvino en su Institución de la Religión Cristiana argumenta que la iglesia de Roma no era una verdadera iglesia ya que sufría de la carencia de una verdadera predicación del evangelio y administración de los sacramentos. Por tanto, él no estaba dejando la verdadera iglesia. De hecho, Calvino argumentó reciamente que no importaba cuántos defectos tuviese cualquier iglesia verdadera, mientras en ella continúen las marcas de la verdadera iglesia, nadie tiene derecho a alejarse de ella.
La iglesia de Roma permitía la distinción entre cisma y herejía. Un obispo cismático de aquella iglesia podía continuar ordenando sacerdotes, y sacerdotes cismáticos podían continuar administrando la Eucaristía. Pero obispos y sacerdotes heréticos no lo podían hacer legítimamente. Roma reconoció que cisma es romper el amor, es un espíritu sedicioso o una división sediciosa, pero no diferencias doctrinales. Así es como la Iglesia Romana ha reconocido siempre a la Iglesia Ortodoxa Griega como esencialmente ortodoxa, pero cismática. La Iglesia Griega ha pecado contra el amor.
Entre los varios cismas de la iglesia cristiana tres merecen mencionarse brevemente: el cisma donatista, el cisma entre la iglesia Oriental y la Occidental, y el Gran Cisma. En el caso de los donatistas (véase) el problema fue uno de disciplina eclesiástica en la cual ellos se opusieron a la corrupción interna de la iglesia. Este partido se levantó durante las persecuciones de Diocleciano cuando algunos cristianos renunciaron a las Escrituras. Agustín escribió contra los donatistas porque persistentemente se separaban de la comunión de la iglesia, insistiendo en el rebautismo de católicos como un requisito para tener comunión con ellos. Estrechos de pensamiento e intransigentes, a pesar de todo, los donatistas eran tenidos como conectados con la verdadera iglesia, pero se les consideraba cismáticos o como pecando contra el amor.
El segundo cisma tiene que ver con las iglesias Oriental y Occidental. Esto ocurrió a causa del creciente poder de Roma en contraste con Constantinopla. Pasaron varios siglos antes de que la iglesia fuese dividida. La separación llegó a ser realidad en 1054. El Papa León IX se puso furioso por una encíclica del patriarca de Constantinopla. Cuando el patriarca rehusó someterse, los enviados por el Papa le dieron una sentencia de anatema.
El tercer cisma, o Gran Cisma, ocurrió en los siglos catorce y quince, y se complicó por procedimientos extraños. El cisma tuvo lugar poco después de la muerte de Gregorio XI en 1378. Había un papa en Aviñón y otro en Roma. En el concilio de Pisa en 1409 ambos papas fueron depuestos, y se eligió un tercero. En lugar de dos papas ahora la iglesia tenía tres. En el concilio de Constancia el papa legítimo, Gregorio XII, abandonó su cargo con la condición de que su pontificado fuese considerado como legal. En 1417 Oddo Colonna fue elegido como Papa reinando como Martín V (141–731).
Bíblicamente es claro que dividir el cuerpo de Cristo es pecaminoso y que no existe excusa para el cisma que se refiere al amor y no a la doctrina. Pero cuando la doctrina está envuelta, toma otras dimensiones y ya no es tanto cisma como herejía. Los herejes deben de ser cortados de la iglesia o excomulgados, y esta distinción no es una de cisma.
En 1 Co. 1:10 se desarrolló un cisma a causa del espíritu partidista o iracundo por el cual individuos se identificaban a sí mismos como a favor de Pablo, Apolos o Cefas. Exteriormente la iglesia era una, pero interiormente estaba marcada por el divisionismo. La tendencia cismática que se nota en 1 Co. 11:18 se basaba largamente en distinciones sociales más bien que en diferencias doctrinales. En 1 Co. 12, Pablo afirma que la sabiduría divina que estableció la armonía entre los miembros del cuerpo humano señala un propósito similar en el cuerpo de Cristo (véase v. 25). La diversidad de dones no debe ser una invitación a la envidia sino a la cooperación.
En resumen, se puede decir que una división basada sobre consideraciones primarias de una doctrina esencial no es cisma y no es malo per se. Pero las divisiones que no son por doctrina, sino que ceden a otras consideraciones, son reprensibles. Surgen de un pecado contra el amor y están en contra del Espíritu de Cristo.
BIBLIOGRAFÍA
Harold Lindsell
Blunt Blunt’s Dictionary of Doctrinal and Historical Theology
HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics
SHERK The New Schaff-Herzog Encyclopaedia of Religious Knowledge
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (107). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología
Contenido
- 1 Ideas generales, carácter moral y sanciones penales
- 2 El cisma a la luz de la Escritura y la tradición
- 3 Intentos de legitimar el cisma
- 4 Principales cismas
- 5 Bibliografía
Ideas generales, carácter moral y sanciones penales
Cisma (del griego schisma, separación, división) es, en el lenguaje de la teología y el derecho canónico, la ruptura de la unidad y unión eclesiásticas, i.e. ya sea el acto por el cual uno de los fieles corta los vínculos que le unen a la organización social de la Iglesia y que le hacen miembro del cuerpo místico de Cristo, o el estado de disociación o separación que resulta de dicho acto. En su sentido etimológico y pleno el término aparece en los libros del Nuevo Testamento. Mediante este nombre San Pablo caracteriza y condena los partidos formados en la comunidad de Corinto (I Cor x, 12) : «Os ruego, hermanos», escribe, «…. no haya cisma entre ustedes; antes sean acordes en el mismo pensar y en el mismo sentir». La unión de los fieles, dice en otra parte, debe manifestarse en la mutua comprensión y la acción convergente de manera similar a la cooperación armoniosa de nuestros miembros que Dios ha dispuesto «de manera que no pueda haber cisma en nuestro cuerpo» (I Cor xii, 25). Así entendido, el cisma es un género que abarca dos especies distintas: un cisma herético o mixto y un cisma puro y simple. El primero tiene como origen o acompañamiento la herejía; el segundo, el cual la mayoría de los teólogos designa como cisma propia-mente dicho, es la ruptura del vínculo de subordinación sin ir acompañado de un error persistente, directamente opuesto a un dogma definido. Esta distinción fue delineada por San Jerónimo y San Agustín. «Entre herejía y cisma», explica San Jerónimo, «hay esta diferencia, que la herejía pervierte el dogma, mientras que el cisma, por la rebelión contra el obispo, separa de la Iglesia. Sin embargo, no hay cisma que no invente una herejía para justificar su alejamiento de la Iglesia (En Ep. ad Tit. iii, 10). Y San Agustín: «Mediante las falsas doctrinas referentes a Dios los heréticos hieren la fe; mediante inicuas disensiones los cismáticos se apartan de la caridad fraterna, aunque creen lo que nosotros creemos» (De fide et symbolo, ix). Pero como San Jerónimo observa, práctica e históricamente, herejía y cisma casi siempre van de la mano; el cisma conduce casi invariablemente a la negativa de la primacía papal.
El cisma, por tanto, usualmente es mixto, en cuyo caso, considerado desde el punto de vista moral, su perversidad se debe principalmente a la herejía que contiene. En otro aspecto y siendo cisma puro, es contrario a la caridad y la obediencia; contra la primera porque corta los vínculos de la caridad fraterna, contra la segunda porque el cismático se rebela contra la jerarquía divinamente constituida. Sin embargo, no toda desobediencia es un cisma; para que tenga este carácter debe incluir aparte de la trasgresión a las órdenes de los superiores, la negativa del derecho divino para ordenar. Por otra parte, el cisma no necesariamente implica adhesión, pública o privada, a un grupo disidente o a una secta aparte, mucho menos la creación de tal grupo. Llega a ser cismático cualquiera que, aunque desee permanecer siendo cristiano, se rebele contra la autoridad legítima, sin llegar al rechazo de la Cristiandad como un todo, lo que constituye el delito de apostasía.
Anteriormente se consideraba correctamente que un hombre era cismático cuando hacía caso omiso de la autoridad de su obispo; de allí las palabras de San Jerónimo citadas arriba. Antes de él San Cipriano había dicho: «Debe entenderse que el obispo está en la Iglesia y ésta en el obispo, y no está en la Iglesia quién no esté con el obispo» (Epis., Ixvi, 8). Mucho tiempo antes, San Ignacio de Antioquía asentó este principio: «Donde está el obispo, allí está la comunidad, así como donde está Cristo allí está la Iglesia Católica» (Smym., viii, 2). Ahora sin embargo la evolución centralizadora que enfatiza el papel preponderante del Soberano Pontífice en la constitución de la unidad eclesiástica, el mero hecho de rebelarse contra el obispo de la diócesis es a menudo un paso hacia el cisma; no es un cisma en aquél que permanece, o reclama permanecer, sujeto a la Santa Sede. En el sentido material de la palabra existe un cisma, que es la ruptura del cuerpo social, si hubiera dos o más reclamantes del Papado, cada uno de los cuales, teniendo de su lado ciertas comparecencias de derecho y consecuentemente un número más o menos numeroso de partidarios. Pero bajo estas circunstancias la buena fe puede, al menos por un tiempo, evitar un cisma forma; éste se inicia cuando la legitimidad de uno de los pontífices llega a ser tan evidente como para hacer inexcusable la adhesión a un rival. El cisma es considerado por la Iglesia como una falla muy grave y se castiga con las mismas penas reservadas a la herejía, debido a que usualmente ésta lo acompaña. Las penas son: excomunión en la que se incurre ipso facto y que queda reservada al Soberano Pontífice (cf. “Apostolicae Sedis, I, 3); ésta es seguida por la pérdida de toda jurisdicción ordinaria e incapacidad de recibir cualesquier beneficios o dignidades eclesiásticos. Comunicar in sacris con cismáticos, p.e. recibir los sacramentos de sus ministros, asistir a los Oficios Divinos en sus templos, está estrictamente prohibido para los fieles.
Algunos teólogos distinguen entre cisma “activo” y “pasivo”. Por el primero entienden apartarse deliberadamente del cuerpo de la Iglesia, renunciando libremente al derecho de formar parte de él. Llaman cisma pasivo a la condición de aquellos que la Iglesia por sí misma rechaza de su seno en virtud de la excomunicación, en vista de que emprenden esa separación al hacerse merecedores de ella, independientemente de que la deseen o no. Por tanto, este artículo tratará directamente en forma exclusiva con el cisma activo, o cisma propiamente dicho. Es claro, sin embargo, que el llamado cisma pasivo no solamente no excluye el otro, sino que a menudo lo supone tanto en teoría como de hecho. Desde este punto de vista es imposible comprender la actitud de los protestantes que siguen responsabilizando de la separación a la Iglesia que abandonaron. Se prueba a través de todos los monumentos históricos y especialmente mediante los escritos de Lutero y Calvino que, antes del anatema pronunciado contra ellos en el Concilio de Trento, los líderes de la Reforma habían proclamado y repetido que la Iglesia Romana era la “Babilonia del Apocalipsis, la sinagoga de Satán, la sociedad del Anticristo”; que ellos debían alejarse de ella y que lo ha-cían así para re-entrar al camino de la salvación. Y en esto ajustaron la acción a sus palabras. Así el cisma lo completaron cabalmente antes de que fuera solemnemente establecido por la autoridad que ellos rechazaban y que transformado por dicha autoridad en una justa sanción penal.
El cisma a la luz de la Escritura y la tradición
Como el cisma en su definición y pleno sentido es la negación práctica de la unidad eclesial, la explicación del primero requiere una clara definición de la segunda y probar la necesidad de ésta para establecer la malicia intrínseca del cisma. En realidad los textos de la Escritura y la Tradición muestran que estos aspectos de la misma verdad están tan estrechamente unidos que el paso de uno a otro es constante y espontáneo. Cuando Cristo construyó sobre Pedro como fundamento firme del edificio indestructible de su Iglesia, de ese modo Él indicó su unidad esencial y especial mente su unidad jerárquica (Mt xvi, 18). Él expresó el mismo pensamiento cuando se refirió a los fieles como un Reino y como un rebaño: «Tengo otras ovejas, que no son de este redil: también debo traerlas y ellas oirán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn x, 16). La unidad de la fe y adoración es indicada más explícitamente por las palabras que esbozan la solemne mi-sión de los Apóstoles: «Vayan pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt xxviii, 19). Estas diversas formas de unidad son el obje to de la oración después de la Ultima Cena, cuando Cristo ruega por Él mismo y pide «que sean uno» como el Padre y el Hijo son uno (Jn xvii, 21-22). Aquellos que violan las leyes de la unidad llegarán a ser extraños a Cristo y a su familia espiritual: «Y si él no escucha a la Iglesia, sea para ti como gentil o publicano» (Mt xviii, 17).
A imitación fiel de la enseñanza de su Maestro, San Pablo a menudo se refiere a la unidad de la Iglesia, describiéndola como un edificio, como un cuerpo, un cuerpo entre cuyos miembros existe la misma solidaridad que hay entre los miembros del cuerpo humano (1 Cor xii; Ef 4). Él ennumera sus diversos aspectos y fuentes: «Porque en un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un solo cuerpo…. y hemos bebido en un solo Espíritu» (1 Cor xii, 13); porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo, todos los que participamos de un mismo pan» (1 Cor x, 17). Él lo resume en la siguiente fórmula: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu….un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef iv, 4-5). Finalmente llega a la conclusión lógica cuando anatematiza las novedades doctrinales y a sus autores (Gal i, 9), igualmente cuando escribe a Tito: «Al hombre que es hereje, después de la primera y segunda amonestación, evítalo» (Tit iii, 10); y de nuevo cuando con tanta energía condena las disensiones de la comunidad de Corinto: «Hay discordias entre ustedes… cada uno de ustedes dice: Yo, en realidad, soy de Pablo; y yo soy de Apolo; y yo de Cefás; y yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Entonces Pablo fue crucificado por ustedes, o fueron bautizados en su nombre? (1 Cor i, 11-13). «Ahora, les ruego hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos hablen la misma cosa y no haya cismas entre uste- des; sino que tengan el mismo pensar y el mismo sentir» (1 Cor i, 10). San Lucas hablando en elogio de la primitiva Iglesia menciona su unanimidad de creencia, de obediencia y de adoración: «Ellos perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (He ii, 42). Toda la primera carta de San Juan está dirigida contra los innovadores y cismáticos contemporáneos; y el autor, en contraste a los miembros de la Iglesia, “los Hijos de Dios”, los considera como extraños a ésta y les llama “los hijos del diablo” (1 Jn iii, 10); los hi-jos “del mundo” (iv, 5), e incluso Anticristo (ii, 22; y iv, 3).
La misma doctrina es encontrada en todas las evidencias de la Tradición, comenzando por las más antiguas. Antes del fin del primer siglo San Clemente escribiendo a la Iglesia de Corinto para restablecer la paz y la armonía fuertemente inculca la necesidad de la sumisión al “heugomenos” (1 Cor i, 3), «a los guías de nuestras almas» (lxiii, 1) y a los «presbíteros» (xlvii, 6; liv, 2; lvii, 1). Es, dice, un «grave pecado» despreciar la autoridad de ellos como lo están haciendo los corintios (xliv, 3, 4, 6; xlvii, 6); es un deber honrarles (i, 3; xxi, 6). No debe haber división en el cuerpo de Cristo (xlvi, 6). La razón fundamental para todo esto es el orden jerárquico divinamente instituio. La obra de Cristo es de hecho continuada por los Apóstoles, a quienes envió Cristo como Él fue enviado por Dios (xlii, 1, 2). Fueron ellos quienes establecieron los «episcopi y diáconos» (xlii, 4) y decidieron que otros deberían sucederlos en su ministerio (xliv,2). Así explica él la gravedad del pecado y la severidad de las reprimendas dirigidas a los fomentadores de problemas. «¿Por qué habría de haber entre ustedes diputas, querellas, disensiones, cismas y guerra? ¿No tenemos un único y el mismo Dios, un único y el mismo Cristo? ¿No es el mismo espíritu de gracia que ha sido derramado sobre nosotros? ¿No tenemos una vocación común en Cristo? ¿Por qué dividir y separar a los miembros de Cristo?, ¿por qué estar en guerra con nuestro propio cuerpo?, ¿por qué ser tan tontos como para olvidar que somos miembros un so lo cuerpo?» (xlvi, 5-7). San Ignacio insiste no menos enérgicamente en la necesidad de la unidad y el peligro del cisma. Él es el primer autor en quien encontramos la unidad episcopal claramente delineada, y ruega a los fieles se coloquen al lado de los “presbíteros” y diáconos y especialmente a través de ellos y con ellos se coloquen al lado del obispo: «Es adecuado que ustedes tengan una misma mente con el obispo, como la tienen, porque el venerable presbiterado de ustedes está ad-herido al obispo como las cuerdas a la lira» (Eph, vi, 1); «ustedes no deben aprovecharse de la edad de su obispo, sino, estando atentos al poder de Dios Padre, muéstrenle de todas las maneras (posibles) el respeto, como lo hacen los santos sacerdotes» (Magn., iii, 1). El obispo es centro y pivote de la Iglesia: «Donde está él, allí debería estar la comunidad» (Smyrn., xi, 1). Los deberes de los fieles hacia la jerarquía están resumidos en uno: estar unidos a ella en sentimiento, fe y obediencia. Deben ser siempre sumisos al obispo, al presbiterado y a los diáconos (“Eph.”, ii, 2; v, 3; xx, 2; “Magn.”, ii; iii, 1; vi, 1,2; xiii, 2; “Trall.”, ii, 1,2; xiii, 2; “Philad.”, vii, 1; “Smyrn.”, viii, 1; “Polyc.”, vi, 1). Jesucristo siendo la palabra del Padre y el obispo estando en la doctrina de Cristo (en Iesou christou gnome) es adecuado adherirse a la doctrina del obispo (Eph., iii, 2; iv, 1); «Aquellos que pertenecen a Dios y a Jesucristo se alían ellos mismos con el obispo. Hermanos, no se dejen engañar; cualquiera que sigue a un cismático no heredará el Reino del Cielo» (Phi-lad., iii, 2,3). Finalmente como el obispo es el centro doctrinal y disciplinario así también es el centro litúrgico: «Que la Eucaristía es lícita cuando la consagra el obispo o a quién él designe…. está prohibido bautizar o celebrar el ágape sin el obispo; lo que él aprueba es lo agradable a Dios, para que todo lo que se haga sea estable y válido» (Smyrn., viii, 1,2).
Hacia el fin del siglo segundo San Ireneo alaba en términos resplandecientes la unidad de la Iglesia universal «la cual tiene un solo corazón y una sola alma, cuya fe está a su cuidado» y que parece «como el único sol que ilumina el mundo entero» (Adv. haeres., i, 10). Condena toda división doctrinal, basando sus argumentos en la autoridad magisterial de la Iglesia en general y de la Iglesia Romana en particular. La doctrina de salvación, predicada por los Apóstoles, es preservada en las Iglesias fundadas por ellos; pero puesto que tomaría demasiado tiempo preguntar a todas las Iglesias Apostólicas es suficiente volverse a la de Roma: «Porque la Iglesia entera, que son todos los fieles del mundo, deberían estar de acuerdo con esta Iglesia Romana, debido a su preeminencia superior; y en la que todos los fieles han preservado la tradición Apostólica» (iii, 2, 3). Es por tanto de la máxima necesidad adherirse a esta Iglesia porque donde está ella, hay toda la gracia y el espíritu es la verdad (iii, 24). Pero adherirse a esta Iglesia es someterse a la jerarquía, a su viviente e infalible magisterio: «Los sacerdotes de la Iglesia han de ser obedecidos, aquellos que son los sucesores de los Apóstoles y quienes con la sucesión episcopal han recibido un carisma cierto y seguro de verdad…. Aquellos que dejan a los sucesores de los Apóstoles y se reúnen en un lugar separado deben ser considerados con sospecha o como heréticos, como hombres de malvadas doctrinas, o como cismáticos. Los que rompen la unidad de la Iglesia recibirán el castigo divino dado a Jeroboam; todos ellos deben ser evitados» (iv, 26).
Al inicio del tercer siglo, Clemente de Alejandría describe la Iglesia como la ciudad del Logos que debe ser buscada porque es la reunión de todos aquellos a quienes Dios desea salvar (“Strom.”, iv, 20; vii, v; “Paedag.”, i, 6; iii, 12). Orígenes es más explícito; para él la Iglesia es también la ciudad de Dios (Contra Cels., iii, 30), y agrega: «Que nadie sea engañado; fuera de es ta morada, esto es fuera de la Iglesia, nadie se salva. Si alguien la deja, él mismo será responsable de u muerte» (In lib. Jesu Nave, Hom., iii, 5). En Africa, Tertuliano igualmente condena toda separación de la Iglesia existente. Es famosa su “De praescriptionibus”, y la tesis fundamental de la obra, inferida de su mismo título, es resumida en la prioridad de la verdad y la relativa novedad del error (principalitatem veritatis et posteritatem mendacii), implicando así la prohibición de retirarse de la guía del magisterio viviente: «Si el Señor Jesucristo envió a Sus Apóstoles a predicar, debemos concluir que no debemos recibir a otros predicadores más que los nombrados por Él. Lo que ellos han predicado, en otras palabras, lo que Cristo les reveló, solamente puede ser establecido por las Iglesias fundadas por los Apóstoles mismos, a quienes ellos predicaron el Evangelio de palabra y por escrito» (De praescri., xxi).
Pero el gran campeón africano de la unidad eclesiástica fue San Cipriano, contra los cismáticos de Roma y de Cartago. Él concibió esta unidad como descansando en la autoridad de los obispos, en su mutua unión y en la preeminencia del Romano Pontífice: «Dios es uno, Cristo es uno, una es la Iglesia y una la sede fundada sobre Pedro por la palabra del Señor» (Epist. lxx); «Nosotros los obispos que gobernamos la Iglesia, debemos sostener y apoyar esta unidad, para mostrar que el episcopado en sí mismo es uno e indiviso» (De ecclesiae unit., v); «Sepan que el obispo está en la Iglesia y ésta en el obispo, y que si alguien no está con el obispo, tampoco está con la Iglesia…. La Iglesia Católica es una sola, formada por la armoniosa unión de los pastores quienes se apoyan mutuamente» (Epist. lxxvi, 5). Para la unidad de la fe debe haber unidad litúrgica: «Un segundo altar y un nuevo sacerdocio no pueden establecerse al lado del único altar y del único sacerdocio» (Epist. lii, 24). Cipriano no veía ninguna razón legítima para el cisma porque «que bribón, que traidor, que loco estaría tan extraviado por el espíritu de discordia para creer que está permitido desgarrar, o quién se atrevería a rasgar la unidad divina, la vestimenta del Señor, la Iglesia de Jesucristo?» (De eccles. unit., viii); «La esposa de Cristo es casta e incorruptible. Quienquiera que abandona la Iglesia para seguir a una adúltera, renuncia a las promesas de la Iglesia. El que abandona a la iglesia de Cristo no recibirá las recompensas de Cristo. Llega a ser un extraño, un impío, un enemigo. Dios no puede ser el Padre para aquel quien la Iglesia no es su madre. Lo mismo que pudo salvarse alguien fuera del Arca de Noé, así puede salvarse fuera de la Iglesia…. Quien no respecta su unidad (de la Iglesia), no respetará la ley de Dios; ése no tiene fe en el Padre y el Hijo, sin vida, sin salvación» (op.cit., viii).
Desde el siglo cuarto la doctrina de la unidad de la Iglesia fue tan clara y universalmente admitida que es casi superfluo citar testimonios particulares. Las largas polémicas de Optato de Milevis (“De Schism. Don.”, P. L. XI) y de San Agustín (especialmente en “De unit.eccl.”, P.L., XLIII) contra los donatistas, a quienes acusa de estar separados del antiguo y primitivo tronco de la Cristiandad. Y para aquellos que representan su grupo como una porción de la Iglesia universal, San Agustín respondió: «Si ustedes están en comunión con el mundo cristiano, envíen cartas a las Iglesias Apostólicas y enséñenos sus respuestas» (Ep., xliv, 3). Estas cartas (litteræ formatæ) entonces constituían una de las marcas y elementos auténticos de la unidad visible. Respecto a las diversas formas de esta unidad que él explica, San Agustín concuerda con San Cipriano al mantener que fuera de ella no hay salvación: «Salus extra ecclesiam non est» (De bapt., iv, 24), y agrega en confirmación de esto que fuera de la Iglesia los medios de salvación, el bautismo y aun el martirio no servirán para nada, porque el Espíritu Santo no es comunicado. Durante el mismo siglo la supremacía romana empezó a enfatizarse como factor de unidad. Jesucristo, dice San Optato, quiso adjuntar la unidad a un centro definido; con este fin, El hizo a «Pedro cabeza de todos los Apóstoles; a él (Cristo) le dio primero la sede episcopal de Roma, en cuya única sede debe preservarse la unidad para todos; es, por tanto, un pecador y cismático aquel que erige otra sede en oposición a ella» (De schism. Don., ii, 2); «El cuidado por asegurar la unidad hizo que el bendito Pedro fuera preferido antes que todos los Apóstoles y recibiera, él solo, las llaves del Reino de los Cielos, para que pueda admitir a otros» (vii, 3). Paciano de Barcelo también dice que Cristo dio únicamente a Pedro el poder de las llaves «para hacerlo, a él solo, fundamento y principio de la unidad» (ad unum ideo ut unitatem fundaret ex uno Epist., iii, 11).
Escritores más contemporáneos en la Iglesia Latina, Hilario, Victorino, San Ambrosio, el Ambrosiaster, San Jerónimo, hablan de manera similar y bastante explícita. Todos consideran a Pedro como el fundamento de la Iglesia, el Príncipe de los Apóstoles, que fue constituido cabeza perpetua para cortar cualquier intento de cisma. «Donde está Pedro,» concluye San Ambrosio, «allí está la Iglesia; donde está la Iglesia no hay muerte sino vida eterna» (In Ps., xl, 30). Y San Jerónimo: «Ese hombre es mi elección quién permanece en unión con la silla de Pedro» (Epist., xvi, 2). Ambos declaran, como San Optato, que estar fuera de la comunión romana es estar fuera de la Iglesia, pero ponen especial énfasis en la autoridad jurisdiccional y magisterial del centro de la unidad. Sus textos son clásicos: «Debemos tener recurso a tu clemencia, rogándote que no dejes la cabeza del mundo romano, la Iglesia Romana, y que no se altere la santísima Fe Apostólica; porque de ella derivan todos los derechos de la comunión católica» (Ambrosio, “Ep.”, xi, 4). «Yo, que no sigo otra guía que Cristo, estoy en comunión con Su Santidad, esto es con la silla de Pedro. Yo sé que la Iglesia está construida sobre esta roca. Quienquiera que comparte el Cordero fuera de esta casa comete sacrilegio. Quien contigo no recoge, desparrama: en otras palabras, quién no está con Cristo está con el Anticristo» (Jerónimo, WEpist.”, xv, 2).
El Oriente también vio en Pedro y en la sede episcopal por él fundada la piedra angular de la unidad. Dídimo llama a Pedro «el corifeo, la cabeza, quien fue primero entre los Apóstoles, a través de quien los demás recibieron las llaves» (De Trinit., i, 27, 30; ii, 10, 18). Epifanio también lo considera como «el corifeo de los Apóstoles, la roca firme sobre la que descansa la fe inamovible» (“Anchor.”, ix, 34; “Hær.”, lix, 7, 8) y San Crisóstomo habla incesantemente de los privilegios conferidos a Pedro por parte de Cristo. Adicionalmente los griegos reconocieron en la Iglesia Romana una preeminencia y consecuentemente un indiscutible papel unificador reconociendo su derecho a intervenir en las querellas de las Iglesias particulares, como está probado por los casos de Atanasio, Marcelo de Ancira y Crisóstomo. En este sentido San Gregorio Nazianceno llama a la antigua Roma «el presidente del universo, ten proeodron ton olon” (Carmen de vita sua), y es también la razón por la que aun los partidarios de Eusebio estuvieron dispuestos a que el caso de Atanasio, después que ellos lo habían aprobado, debiera ser sometido al juicio del Papa (Atan., “Apol.contra Arian”, 20).
Intentos de legitimar el cisma
Los textos anteriores son suficientes para establecer la gravedad del cisma desde el punto de vista de la economía de la salvación y de la moral. A este respecto puede ser de interés citar la opinión de Bayle, un escritor libre de la sospecha de parcialidad y de juicio tolerante: «No conozco», escribe, «un crimen más grave que el de desgarrar el cuerpo místico de Jesucristo, Su Iglesia que Él compró con Su propia sangre, la madre que nos engendró para Dios, la que nos nutrió con la le che de la comprensión, la que nos guía a la vida eterna» (Supplement to Philosophical Comment, prefacio).
Varios motivos se han alegado para justificar el cisma:
(1) Algunos han reclamado que la introducción de abusos en la Iglesia, novedades dogmáticas o litúrgicas, supersticiones, con las cuales no se les permite, e incluso se les fuerza a no, aliarse. Sin entrar en los fundamentos de tales acusaciones debería notarse que los autores citados arriba no mencionan ni admiten una sola excepción. Si aceptamos sus declaraciones, la separación de la Iglesia es necesariamente un mal, un acto dañino y culpable, el abandono del verdadero camino de salvación y esto, independientemente de todas las circunstancias contingentes. Además las doctrinas de los Padres excluyen a priori cualquier intento de justificación; para usar sus palabras, está prohibido para los individuos o para las Iglesias nacionales o particulares, constituirse en jueces de la Iglesia universal; el mero hecho de tener tal intento conlleva su propia condenación. San Agustín resumió toda su controversia contra los donatistas en la máxima: «El mundo entero sin vacilar los declara equivocados a quienes por sí mismos se separan del mundo entero en cualquier porción del mismo» (quapropter secururs judicat orbis terrarum bonos non esse qui se dividunt ab orbe terrarum, in quacumque parteorbis terrarum). Aquí puede citarse nuevamente a Bayle: «Los protestantes presentan sólo razones discutibles; no ofrecen nada convincente, ninguna demostración: prueban y objetan, pero hay réplicas a sus pruebas y objeciones; responden y se les contesta incesantemente; ¿por esto vale la pena crear un cisma?» (Dict. crit., art. Nihusius).
(2) Otros cismáticos han defendido la división de los artículos del Credo en fundamentales y no fundamentales. Bajo ARTICULOS FUNDAMENTALES se muestra que esta distinción, total-mente desconocida hasta el siglo dieciséis y repugnante a la concepción misma de la fe divina, es condenada en la Escritura y, queriendo una clara línea de demarcación, autoriza las más monstruosas divergencias. La indispensable unidad de la fe se extiende a todas las verdades reveladas por Dios y transmitidas por los Apóstoles. La Tradición repite, a través de diferentes formas, todo lo que Ireneo escribió: «La Iglesia extendida por toda la tierra, recibió de los Apóstoles y sus discí-pulos la fe en un solo Dios» (aquí siguen las palabras del Credo), luego el escritor continúa: «Depositaria de esta predicación y de esta fe, la Iglesia que se multiplica a través de todo el mundo, las vigila tan diligentemente como si ella habitara en una sola casa. Ella cree unánimemente en estas cosas como si tuviera un solo corazón y una sola alma; ella las predica, las enseña y da testimonio de ellas como si no tuviera sino una sola boca. Aunque hay en el mundo diferentes lenguajes no hay sino una única e idéntica corriente de tradición. Ni las Iglesias fundadas en Galia, ni las establecidas entre los iberos, ni las de los países de los celtas, ni las del Oriente, ni las de Egipto, ni las de Libia, ni las del centro del mundo presentan alguna diferencia de fe o de predicación; pero como el sol creado por Dios es uno y el mismo a través de todo el mundo, así una sola luz, una única predicación de la verdad, ilumina todos los lugares e ilustra a todos los hombres que quieren lograr el conocimiento de la verdad» (Adv. Hær., i, 10). Se ha mostrado arriba cómo el Obispo de Lyons declaró que los continuadores del ministerio Apostólico eran los «presbíteros de la Iglesia», y que un hombre era cristiano y católico sólo a condición de obedecerlos sin reservas.
(3) La teoría del feliz punto medio o via media defendida por los anglicanos, especialmente por los líderes de Oxford a principios del siglo XIX como una vía de escape de las dificultades del sistema de artículos fundamentales, es igualmente inaceptable. Newman demostró y exaltó al máximo de su talento su “Via Media”, pero pronto reconoció su debilidad, la abandonó y rechazó aun antes de su conversión al Catolicismo. De acuerdo a esta teoría para salvaguardar la unidad y evitar el cisma bastaba permanecer firme mediante la Escritura como es interpretada por cada in-dividuo bajo la dirección, o con la ayuda de, la tradición. En cualquier caso la Iglesia no debería ser considerada como infalible, sino sólo como testigo digno de confianza con respecto al verdadero sentido del texto inspirado cuando ella testifica de una interpretación recibida de los tiempos Apostólicos. Parece innecesario señalar el carácter iluso y casi contradictorio que tal regla asigna a la autoridad magistral viviente; obviamente no reúne las condiciones para la unidad de creencia que requiere conformidad con la Escritura y, no menos, con la autoridad viviente de la Iglesia, o más exactamente, que implica la obediencia absoluta a la infalible autoridad magistral -tanto para la que interpreta la Escritura como para la que preserva y transmite bajo cualquier otra forma el depósito de la Revelación.
San Ireneo es más explícito en todos estos puntos: de acuerdo a él la fe es probada, y sus enemigos confundidos igualmente, por la Escritura y la tradición (Adv. Hær., iii, 2), pero el auténtico guardián de ambas es la Iglesia, i.e. los obispos como sucesores de los Apóstoles: «La tradición Apostólica se manifiesta a través de todo el mundo y en todas partes en la Iglesia está al alcance de aquellos que desean conocer la verdad; porque podemos enumerar los obispos establecidos por los Apóstoles, así como sus sucesores hasta el día de hoy (op.cit., iii). A estos guardianes, y a ellos únicamente, deberíamos recurrir con confianza: «La verdad que es fácil de conocer a través de la Iglesia no debe ser buscada en otro lado; en la Iglesia en la que como rico tesoro, los Apóstoles depositaron la totalidad de lo que atañe a la verdad: de ella quien lo desee recibirá la poción de vida. Ella es la puerta de la vida; todos los demás son ladrones y salteadores» (iii, 4). Tal es la autoridad de la tradición viva que, a falta de Escritura, debe recurrirse a la tradición sola. «¿Qué seríamos si los Apóstoles no nos hubieran dejado las Escrituras? ¿No tendríamos que recurrir a la tradición que ellos confiaron a quien encargaron del gobierno de las Iglesias? Esto es lo que hacen muchos pueblos bárbaros que creen en Cristo y que guardan la ley de la salvación escrita en sus corazones por el Espíritu Santo, sin tinta o papel y que fielmente conservan la antigua tradición» (iii, 4). Es claro que con la asistencia del Espíritu Santo la autoridad didáctica de la Iglesia es preservada del error; «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia con todas las gracias y con el Espíritu de verdad» (iii, 24). «Esto es
el por qué debe darse obediencia a los presbíteros que están en la Iglesia, y que habiendo sucedido a los Apóstoles, junto con la sucesión episcopal han recibido por voluntad del Padre un cierto carisma de verdad» (iv, 26). Esto se encuentra bastante alejado de las afirmaciones del camino-medio y las restricciones de la Escuela de Oxford. La misma conclusión puede sacarse de la declaración de Tertuliano sobre la imposibilidad de resolver una dificultad o terminar una querella recurriendo a la Escritura sola (De præscript., xix), y de las palabras de Orígenes: «Puesto que entre los muchos que presumen de una doctrina en conformidad con la de Cristo hay algunos que no concuerdan con sus predecesores, todos adhirámonos a la doctrina eclesiástica trasmitida de los Apóstoles vía la sucesión y preservada en la Iglesia hasta el día de hoy: no tenemos ninguna ver-dad en la cual creer sino la que no se desvía de la tradición eclesiástica y Apostólica» (De princip., præf., 2).
Principales cismas
En este mundo la Iglesia es militante y como tal, expuesta a conflictos y prebas. Siendo la que es la condición humana, los cismas locales o parciales han de producirse: «Oigo», dice San Pablo, «que …. hay cismas entre ustedes; y en parte lo creo. Porque es preciso que haya herejías, a fin de que se destaquen los de probada virtud entre ustedes (1 Cor xi, 18-19). En el pleno y primitivo sentido de la palabra cada seria ruptura de la unidad y consecuentemente cada herejía es un cisma. Este artículo, sin embargo, pasará por alto la larga serie de herejías y tratará solamente aquellas deserciones o sectas religiosas a las que los historiadores comúnmente dan el nombre específico de cismas, porque muy frecuentemente, y al menos al comienzo de cada una de tales divisiones sectarias, el error doctrinal solamente fue un accesorio. Serán tratadas en orden cronológico y las más importantes en forma breve, siendo éstas objeto de artículos especiales en la ENCICLOPEDIA.
(1) Ya se ha hecho mención de los “cismas” de la naciente Iglesia de Corinto, cuando se dijo entre sus miembros: «Yo, en realidad, soy de Pablo; y yo de Apolo; y yo de Cefas; y yo de Cristo». La enérgica intervención de San Pablo les puso fin.
(2) De acuerdo a Hegesipo, la sección más avanzada de judaizantes o Ebionitas en Jerusalén siguieron al obispo Thebutis contra San Simeón y después de la muerte de Santiago en el año 63 de nuestra era, se separaron de la Iglesia.
(3) Hubo numerosos cismas locales en los siglos tercero y cuarto. En Roma el Papa San Calixto (217-22) fue combatido por un partido que tomó de pretexto la suavidad con que él aplicaba la disciplina penitencial. Hipólito se colocó a sí mismo como obispo a la cabeza de estos malcontentos y el cisma se prolongó bajo los dos sucesores de San Calixto, San Urbano I (222-30) y San Ponciano (230-35). No hay duda que Hipólito volvió al redil de la Iglesia (cf. d’Alès, “La théol. de s.Hippolyte”. Paris, 1906, introducción).
(4) En el 251 cuando San Cornelio fue electo a la Sede de Roma una minoría estableció a Novaciano como antipapa, siendo de nuevo el pretexto el perdón que San Cornelio prometió a aquellos que después de haber apostatado se arrepintieran. A través de un espíritu de contradicción Novaciano fue tan lejos como para negar el perdón aun a los agonizantes y la severidad fue extendida a otras categorías de pecados graves. Los novacianos buscaban formar una Iglesia de santos. En Oriente se denominaron a sí mismos katharoi, los puros. Grandemente bajo el influjo de esta idea administraron un segundo bautismo a los que habían desertado del Catolicismo y retornado a sus filas. La secta se desarrolló grandemente en los países de Oriente, donde subsistieron hasta el siglo VII, siendo reclutados no solamente de la defección de católicos sino también del ascenso de los Montanistas.
(5) Durante el mismo período la Iglesia en Cartago fue también presa de divisiones intestinas. San Cipriano sostuvo en medida razonable los principios tradicionales referentes a la penitencia y no dio a las cartas de los confesores, llamadas libelli pacis, la importancia deseada por algunos. Uno de los principales adversarios fue el sacerdote Donato Fortunato quien llegó a ser el obispo del partido, pero el cisma, que fue de corta duración tomó el nombre del diácono Felicísimo quien jugó un papel importante.
(6) Con la llegada del siglo IV Egipto fue el escenario del cisma de Melesio, obispo de Lycópolis, en la Tebaida. Sus causas no son conocidas con certidumbre; algunos autores antiguos lo atribuyen a tendencias rigoristas en la penitencia, mientras que otros dicen que fue ocasionado por la usurpación del poder por parte de Melesio, notablemente el hacer ordenaciones fuera de su diócesis. El Concilio de Nicea trató con este cisma, pero no tuvo éxito en erradicarlo en su totalidad; y hubo vestigios de él hasta el siglo V.
(7) Algo más tarde el cisma de Antíoco, originado por los problemas del Arrianismo, presenta complicaciones peculiares. Cuando el obispo Eustacio fue depuesto en el 330 una pequeña parte de su rebaño le permaneció fiel, aunque la mayoría siguió a los arrianos. El primer obispo creado por ellos fue sucedido (en el 361) por Melesio de Sebaste en Armenia, quien por la fuerza de las circunstancias llegó a ser líder de un segundo partido ortodoxo. De hecho Melesio no se apartó fundamentalmente de la Fe de Nicea, y pronto fue rechazado por los arrianos; por otro lado, no fue reconocido por los eustacianos, quienes vieron en él la elección de los heréticos y también lo censuraron por algunas diferencias meramente terminológicas. El cisma duró hasta cerca del 415. Paulino (m.388) y Evagrio (m.392), obispos eustacianos, fueron reconocidos en Occidente como los verdaderos pastores, mientras que en Oriente los obispos seguidores de Melesio fueron considerados como legítimos.
(8) Después del destierro del Papa San Liberio en el 355, el diácono Félix fue escogido para reemplazarlo y tuvo seguidores aun después del regreso del Papa legítimo. El cisma, apagado un tiempo por la muerte de Félix, fue revivido a la muerte de San Liberio y la rivalidad produjo sangrientos enfrentamientos. Tomó varios años después de la victoria de San Dámaso para que la paz quedara totalmente restaurada.
(9) El mismo período testimonió el cisma de los Luciferianos. Lucifer, obispo de Calaris o Cagliari, se disgustó con Atanasio y sus amigos quienes en el Sínodo de Alejandría (362) habían perdonado a los semi-arrianos arrepentidos. Él mismo había sido culpado por Eusebio de Vercelli por su prisa en ordenar a Paulino, obispo de los eustacianos, en Antioquía. Por estas dos razones, se separó de la comunión de los obispos católicos. Por algún tiempo el cisma ganó adherentes en Cerdeña, donde se había originado, y en España, donde Gregorio, obispo de Elvira, fue su principal instigador.
(10) Pero el cisma más importante de los cismas del siglo IV fue el de los Donatistas (q.v.). Estos sectarios fueron notables por su obstinación y fanatismo, así como por los esfuerzos y los escritos que más bien inútilmente multiplicaron contra ellos San Agustín y San Optato de Milevis.
(11) El cisma de Acacio pertence al final del siglo V. Está conectado a la promulgación hecha por el emperador Zenón del edicto conocido como Henoticon. Emitido con la intención de poner fin a las querellas cristológicas, este documento no satisfizo ni a católicos ni a monofisitas. El Papa San Félix II excomulgó a sus dos verdaderos autores, Pedro Mongo, obispo de Alejandría y a Acacio de Constantinopla. Siguió un rompimiento entre Oriente y Occidente que duró durante treinta y cinco años. A instancias del general Vitaliano, protector de la ortodoxia, Anastasio, sucesor de Zenón, prometió satisfacción a los adherentes al Concilio de Calcedonia y la convocatoria de un concilio general, pero mostró tan poca voluntad en la cuestión de la unión que no se restauró hasta el 519 por medio de Justino I. La reconciliación recibió sanción oficial en una profesión de Fe la cual fue suscrita por los obispos griegos y que, dado que fue enviada por el Papa San Hormisdas, es conocida en la historia como la Fórmula de Hormisdas.
(12) En el siglo VI el cisma de Aquilea fue causado por el consentimiento del Papa Vigilio a la condenación de los Tres Capítulos (553). Las provincias eclesiásticas de Milán y Aquilea se negaron a aceptar esta condena como válida y se separaron por un tiempo de la Sede Apostólica. La invasión lombarda en Italia (568) favoreció la resistencia, pero desde el 570 los milaneses volvieron gradualmente a la comunión con Roma; la porción de Aquilea sujeta a los bizantinos volvió en el 607, después del cual el cisma contó con pocas iglesias. Se extinguió totalmente bajo el Papa San Sergio I, al final del siglo VII.
(13) El siglo IX trajo el cisma de Focio, el cual, aunque transitorio, preparó el camino nutriendo un espíritu de desafío hacia Roma hasta la defección final de Constantinopla.
(14) Este tuvo lugar menos de dos siglos después bajo Miguel Cerulario (q.v.) quien de un golpe (1053) cerró todas las iglesias de los latinos en Constantinopla y confiscó sus conventos. El deplorable cisma griego (ver IGLESIA GRIEGA), que aun subsiste y que a su vez se dividió en varias comuniones, quedó consumado. Los dos acuerdos de reunificación concluidos en el Segundo Concilio de Lyons en 1274 y el de Florencia en 1439, desafortunadamente no tuvieron resultados duraderos.
(15) El cisma de Anacleto en el siglo XII, como el de Félix V en el siglo XV, se debió a la existencia de un antipapa lado a lado con un Pontífice legítimo. A la muerte de Honorio II (1130) Inocente II había sido electo en forma regular, pero una numerosa y poderosa facción se alzó contra él y escogió al cardenal Pedro de la familia Pierleoni. Inocente fue obligado a huir, dejando Roma en manos de sus adversarios. Él encontró refugio en Francia. San Bernardo defendió ardientemente su causa, como lo hizo también San Norberto. Dentro del lapso de un año casi toda Europa se había declarado en su favor, salvo Escocia, el sur de Italia y Sicilia, que constituían el otro partido. El emperador Lotario trajo a Inocente II de regreso a Roma, pero apoyado por Roger de Sicilia el antipapa (Anacleto II) retuvo la Ciudad Leonina, donde murió en 1138. Su sucesor Víctor IV, dos meses después de su elección, buscó y obtuvo el perdón y la reconciliación con el legítimo Pontífice. El caso de Félix V fue más simple. Félix V fue el nombre que tomó Amadeo de Saboya, elegido por el Concilio de Basilea, cuando entró en rebeldía abierta contra Eugenio IV, negándose a dispersar sus fuerzas e incurriendo así en excomunión (1439). El antipapa no fue aceptado más que en Saboya y Suiza. Él continuó por breve tiempo con el pseudoconcilio que lo había nombrado. Ambos se sometieron en 1449 a Nicolás V, que había sucedido a Eugenio IV.
(16) El Gran Cisma de Occidente es objeto de un artículo especial (CISMA DE OCCIDENTE); véase también CONSTANZA, CONCILIO DE; PISA, CONCILIO DE.
(17) Todo mundo sabe los escandalosos orígenes del cisma de Enrique VIII, que fue el preludio de la introducción del Protestantismo en Inglaterra. El voluptuoso monarca se vio obstaculizado en sus proyectos de divorcio y nueva boda por la oposición del Papa, así que se separó de éste. Tuvo tanto éxito que en 1531 la asamblea general del clero y el Parlamento lo proclamaron cabeza de la Iglesia nacional. Warham, Arzobispo de Canterbury, había al principio originado la adopción de una cláusula restrictiva: «mientras la ley divina lo permita». Pero esta importante reserva no fue respetada, porque la ruptura con la Corte Romana siguió casi inmediatamente. En 1534 el Acta de Supremacía fue votada conforme a los términos de que el rey llegaría a ser la única cabeza de la Iglesia de Inglaterra y que gozaría de todas las prerrogativas que hasta entonces habían pertenecido al Papa. La negativa de reconocer la nueva organización fue castigada con la muerte. Varios cambios siguieron: supresión de los conventos, destrucción de reliquias y de numerosas pinturas y estatuas. Pero el dogma no fue de nuevo atacado bajo Enrique VIII, quien persiguió con igual rigor la adhesión al Papa y a las doctrinas de los Reformadores.
(18) En los artículos JANSENIO Y JANSENISMO se han descrito la formación y vicisitudes del cisma de Utretch, la infeliz consecuencia del jansenismo, no obstante que nunca se difundió más allá de un puñado de fanáticos. Los cismas subsecuentes pertenecen al fin del siglo XVIII y al siglo XIX.
(19) El primero fue causado en Francia por la Constitución Civil del clero de 1790. Por esta ley la Asamblea Nacional constituyente se propuso imponer sobre la Iglesia una nueva organización que esencialmente modificaba su condición y la regulaba mediante la ley eclesiástica pública. Los 134 obispos del reino fueron reducidos a 83, conforme a la división territorial en departamentos; la elección de párrocos cayó en electores nombrados por miembros de las asambleas distritales; la de obispos por electores nombrados por las asambleas de los departamentos; y la institución canónica devuelta al metropolitano o a los obispos de la provincia. Todos los beneficios sin cuidado de almas fueron suprimidos. Una ordenanza posterior hizo de la obediencia a estos artículos un requisito para la admisión a cualquier oficio eclesiástico. Un gran número de obispos y sacerdotes, en total, de acuerdo a algunas fuentes, cerca de un sexto del clero, y de acuerdo a otros documentos casi un tercio, fueron suficientemente débiles para tomar el juramento. De allí en adelante el clero francés se dividiría en dos facciones: los juramentados y los no-juramentados, y el cisma fue llevado al máximo extremo cuando intrusos bajo el nombre de obispos reclamaron ocupar las sedes departamentales, durante el tiempo de vida y aun en desafío a los derechos de los verdaderos titulares. La condena de la Constitución Civil por parte de Pío VI en 1791 abrió los ojos de algunos, pero otros persistieron hasta que su «Iglesia Constitucional» decayó vergonzosamente y desapareció irremediablemente durante el torbellino de la Revolución.
(20) Un cisma de naturaleza diferente y de menor importancia fue el de la llamada Petit Eglise o los Incomunicantes, formada al principio del siglo XIX por grupos insatisfechos con el Concordato y el clero del mismo. En las provincias del occidente de Francia el partido adquirió cierta estabilidad desde 1801 hasta 1815; en esta última fecha había llegado a ser una secta distinta. Languideció aun hasta 1830 y eventualmente se extinguió por falta de sacerdotes que la perpetuaran. En Bélgica algunos de sus miembros se llaman a sí mismos Stevenistas, abusando así del nombre de un reputado eclesiástico, Corneille Stevens, quien fue vicario general capitular de la Diócesis de Namur hasta 1802, quién después escribió contra los Artículos Orgánicos, pero aceptó el Concordato y murió en 1828, como había vivido, en sumisión a la Santa Sede.
(21) En 1831 el abate Chatel fundó la Iglesia Católica Francesa, un pequeño grupo que nunca adquirió importancia. El fundador, quien al principio reclamaba haber retenido todos los dogmas, había sido consagrado obispo por Fabre Palaprat, un autoproclamado obispo del tipo “Constitucional”; Chatel pronto rechazó la infalibilidad de la enseñanza de la Iglesia, el celibato de los sacerdotes y la abstinencia. No reconoció ninguna regla de fe excepto la evidencia individual y ofició en francés. La secta estaba ya a punto de morir por el ridículo cuando sus lugares de reunión fue-ron cerrados por el gobierno en 1842.
(22) Aproximadamente en la misma época hubo en Alemania la escena de un cisma parecido. Cuando en 1844 el Manto Sagrado fue expuesto en Tréveris para la veneración de los fieles, un sacerdote suspendido, Johannes Ronge, aprovechó la ocasión para publicar un violento panfleto contra Arnoldi, Obispo de Tréveris. Algunos descontentos se pusieron de su lado. Casi simultáneamente Juan Czerski, un vicario despedido, fundó en la provincia de Posen, una “comunidad Católica Cristiana”. Tuvo imitadores. En 1845 los “Católicos Alemanes”, como se autodenomina ron estos cismáticos, sostuvieron un sínodo en Leipzig en el cual rechazaron entre otras cosas la primacía del Papa, la confesión auricular, el celibato eclesiástico, la veneración de los santos y suprimieron el Canon en su Liturgia Eucarística, la cual llamaron “liturgia alemana”. Ganaron adeptos en pequeña cantidad hasta 1848, pero luego de esa fecha decayeron, estando en malos términos con los gobiernos quienes al principio los habían apoyado pero luego les mostraron mala voluntad debido a sus agitaciones políticas.
(23) Mientras esta secta declinaba otra apareció en contra del Concilio Vaticano I. Los oponentes de la recién definida doctrina de infalibilidad, los viejos católicos, al principio se contentaron con una simple protesta; en el Congreso de Munich en 1871 resolvieron constituir una Iglesia separa-da. Dos años más tarde escogieron como obispo al profesor Reinkens de Breslau, quien fue reconocido como obispo por Prusia, Baden y Hesse. Gracias al apoyo oficial los rebeldes tuvieron éxito en apoderarse de un cierto número de iglesias católicas y pronto, como los Católicos Alemanes y cismáticos en general, introdujeron novedades disciplinarias y doctrinales; sucesivamente abandonaron el precepto de la confesión (1874), el celibato eclesiástico (1878), la liturgia romana, que fue reemplazada (1880) por una liturgia alemana, etc. En Suiza también la oposición al Concilio Vaticano I resultó en la creación de una comunidad separada, que también disfrutó del apoyo gubernamental. Se fundó una facultad Católica Antigua en Berna para la enseñanza de teología y E. Herzog, un profesor de dicha facultad, fue electo obispo de la secta en 1876. Un congreso organizado en 1890, en el cual la mayoría de los grupos disidentes, jansenistas, viejos católicos, etc. tu-vieron representantes, resolvieron unir todos estos diversos elementos en la fundación de una Iglesia. Como una cuestión de hecho, todos estos grupos están en la ruta del librepensamiento y el racionalismo. En Inglaterra un reciente intento de cisma bajo el liderazgo de Herbert Beale y Arthur Howarth, dos sacerdotes de Nottingham, y Arnold Mathew, han fallado en alcanzar proporciones dignas de un aviso serio.
ACTUALIZACION DE ESTE ULTIMO PUNTO: Mathew cometió el error de invitar al Rev. Frederick Samuel Willoughby, un clérigo anglicano, a ingresar a la iglesia. Willoughby era miembro de la Sociedad Tesófica y convenció a muchos miembros de ésta a participar en la Antigua Iglesia Católica Romana. Pronto el obispo Willoughby tomó el control y arruinó la iglesia que se fraccionó en multitud de grupúsculos.
Bibliografía
STO.T.DE AQUINO, Summa, II-II (q-xxxix); TANQUEREY, Synopsis theologi, I (Roma, 1908); FUNK, Patres apostolici, I (Tübingen, 1902); TIXERONT, Histoire des dogmes (Paris, 1905-9); FUNK, Lehrb.der Kirchengesch (Paderborn, 1902); ALBERS, Enchirid. hist.. eccles. (Nimega, 1909-10); DUCHESNE, Hist.anccienne de l’Église (Paris, 1907-10); GUYOT, Dict.universel des hérésies (Paris, 1847).
Fuente: Forget, Jacques. «Schism.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13529a.htm
Traducido por Eduardo Torres
Fuente: Enciclopedia Católica