Desde los días de Noé la consecuencia para el asesino había sido la muerte (Gen 9:6). Por toda la época del AT, se siguió la antigua costumbre semita del vengador de la sangre: el pariente más cercano (goel) del hombre asesinado tenía el deber de perseguir y matar al asesino (Num 35:19). Ya que en la práctica de vengarse de la sangre en esta manera la gente no pudo distinguir entre asesinato y homicidio involuntario (y frecuentemente se causaban enfrentamientos duraderos y despiadados entre familias), la ley de Moisés proveyó las ciudades de refugio (Números 35). Es muy posible que el advenimiento de la monarquía haya comenzado a cambiar esta costumbre del goel porque vemos de aquí en adelante que el rey hace matar a un asesino (1Ki 2:34) y perdona a otro (2Sa 14:6-8).
En un juicio de un asesino se necesitaba que dos personas dieran el mismo testimonio para declarar a alguien culpable (Num 35:30; Deu 17:6). Si se sabía que un animal era furioso había que encerrarlo, y si causaba la muerte de alguien, se le destruía y se consideraba al dueño culpable de asesinato (Exo 21:29, Exo 21:31).
El derecho de asilo en un lugar sagrado no era concedido a los asesinos; los sacaban arrastrando aun si se aferraban de los cuernos del altar (Exo 21:14; 1Ki 2:28-34). No se podía aceptar rescate por un asesino (Num 35:21). Cuando se había cometido un asesinato y no se podía encontrar al asesino, se consideraba culpable al pueblo de la comunidad más cercana al lugar donde se encontraba el cadáver. Para limpiarse de la culpabilidad, los ancianos de esa comunidad tenían que matar a una ternera, lavarse las manos sobre ella, declarar su inocencia, y entonces eran juzgados limpios (Deu 21:1-9).
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano