PARUSIA

segunda venida de Cristo en la que se juzgará a los vivos y a los muertos.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

ver ESCATOLOGí­A

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(venida, presencia).

Palabra usada para referirse a la Segunda venida de Cristo; la palabra no está en la Biblia, pero sí­ su traducción, «venida»: (Mat 24:3). Ver «Escatologí­a».

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

†¢Escatologí­a.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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Aludimos con este término a la venida segunda del Señor, creencia que desde los primeros tiempos cristianos ha estado clavada en el corazón de la Iglesia y constituye el manantial de la esperanza de los seguidores del Evangelio.

La realidad del retorno es indudable dogmáticamente. Al fin del mundo, Cristo, rodeado de majestad, vendrá de nuevo para juzgar a los hombres.

El Sí­mbolo apostólico confiesa: «Y desde allí­ ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos». De manera parecida se expresan los sí­mbolos posteriores, haciéndose eco de los testimonios evangélicos. El Señor subió a los cielos, pero prometió con claridad su regreso: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso venir sobre las nubes.» (Mc. 14. 62 y Mt. 26. 64). Y la palabra que quedó flotando entre los seguidores, que le vieron alejarse en la Ascensión, no dejó lugar a duda: «Ese Jesús, que acaba de subir de vuestro lado al cielo, vendrá como lo habéis visto marcharse.»
El sí­mbolo nicenoconstantinopolitano añade «cum gloria», con majestad y brillo, al igual que los demás sí­mbolos o declaraciones de la fe cristiana, que recogen expresiones similares. (Denz. 40, 86, 54, 287, 429)

1. Realidad de la venida
Jesús predijo varias veces su segunda venida (parusia) al fin de los tiempos: «El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras.» (Mt 16. 27; Mc. 8, 38; Lc. 9. 26). Y lo aclaró con detalles, que en sus oyentes debí­an recordar, sin duda, y despertar resonancias proféticas: «Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande.» (Mt. 24. 30; Mc. 13. 26; Lc. 21. 27)

Ese estandarte aludido no puede ser otro, según frecuente comentario de los Padres y escritores de los primeros tiempos, que la cruz en la que entregó su vida, acto supremo de su misión de Redentor.

La repetida frase de «venir sobre las nubes del cielo» tiene evidente sabor profético. Implica majestad, misterio, supremací­a y ruptura con las realidades de este mundo.

Basta recoger y comparar textos proféticos: Is. 13. 10; Dn. 7. 13-14; Zac. 12. 10-14, para advertir que Jesús refleja con sus alusiones oráculos conocidos por sus oyentes.

Son numerosas las visiones de los videntes antiguos que sitúan su atención, y su referencia al poder divino, en el ámbito etéreo y majestuoso del firmamento. Es la señal del triunfo final, como reflejan los oráculos: Dan. 7. 13; y como dicen los evangelistas en repetidas ocasiones, haciéndose eco de esos anuncios de los Profetas: Mt. 25. 31; 26. 64; Lc. 17. 24 y 26; Jn. 6. 39; Hech. 1. 11.

Los seguidores de Jesús insistieron en esa esperanza escatológica. Ella fue el soporte de su fe kerigmática inicial. Ellos entendieron al principio que era inminente la venida del Reino del Señor, sin acertar a diferenciar bien entre el reino terrenal y el otro «reino profético» que Jesús anunciaba. Luego se dieron cuenta de que el Señor vendrí­a, pero no de forma inminente y se lanzaron por el mundo a anunciar esa esperanza.

San Pablo precisaba a los que creí­an inminente la venida del Señor, que no era tan pronta. En la primera carta conocida que salió de su pluma dice: «Esto os decimos como palabra del Señor: que nosotros, los vivos, los que quedamos para la venida del Señor, no nos anticiparemos a los que se durmieron; pues el mismo Señor, a una orden, a la voz del arcángel, al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que quedamos, junto con ellos, seremos arrebatados en las nubes, al encuentro del Señor en los aires, y así­ estaremos siempre con el Señor.» (1 Tes. 4. 15-17).

El fin de esa segunda venida del Señor se presenta con triple referencia: resucitar, juzgar, sancionar. Es la idea que van desarrollando los primeros cristianos y se refleja en los textos apostólicos del Nuevo Testamento (1 Cor. 1. 8; 1 Tes. 3. 13; 5. 23; 2 Petr. 1. 16; 1 Jn. 2. 28; Sant. 5. 7; Jd. 14)

Los escritores no bí­blicos se asociaron a esa esperanza, enlazados con los escritores bí­blicos. Desde el primer catecismo cristiano conocido, la Didajé, posiblemente del año 80 o 90, que habla de la venida del Señor: «El mundo verá venir al Señor sobre las nubes del cielo». (16. 8), hasta la escatologí­a más completa de los Padres teólogos del siglo IV, la idea eje se mantiene inconmovible: El Señor Jesús vendrá.

Hasta qué punto esa esperanza se identificaba con una venida fí­sica y espectacular o respondí­a a una visión más simbólica, significativa, incluso mí­tica, es algo que permanece en el misterio. Pero, que existió en los primeros cristianos la idea de la venida última y que se esperaba no muy lejana hoy parece evidente.

2. El modo de la venida
La descripción de la venida del Señor fue entendida siempre como gesto profético y apocalí­ptico, más que como espectáculo fí­sico. Con respecto a los pormenores de esa venida, desde los primeros tiempos cristianos se han contrapuesto las interpretaciones metafóricas y las creencias más naturales y realistas.

El común denominador de tales creencias es la majestad ostensiva de esa llegada de Jesús. La terminologí­a hay que buscarla en la literatura profética y en el género apocalí­ptico que, sin duda, existí­a con profusión en escritos de los siglos I y II, sobre todo en las zonas orientales del Imperio romano.

El torrente de pormenores se superpone en los textos evangélicos. Es Mateo el que más resalta la espectacularidad de la venida: «No quedará piedra sobre piedra…» (Mt 24. 1.2). «Muchos dirán: «soy el Mesí­as»; y engañarán a los demás…» (Mt. 24. 5). «Habrá hambre y terremotos… y entregarán a muchos a la tortura…» (Mt. 24. 8). «El í­dolo abominable, anunciado por Daniel, se instalará en el lugar santo… (Mt. 24. 15). «Entonces vendrá, como el relámpago que sale de Oriente hacia Occidente, el Hijo del Hombre» (Mt. 24. 27).

Pero no es sólo Mateo el que recoge estos datos, sino que los otros Sinópticos coinciden en las mismas advertencias: «Verán venir al Hijo del hombre entre nubes, con gran poder y gloria.» (Mc. 13. 24-26 y Lc. 21.27)

3. Las señales de la venida
Recogiendo todos los datos que tenemos en los Sinópticos, se perfila un mapa interesante de señales sobre la venida del Señor. Con frecuencia se han señalado esos rasgos como prueba de que la venida no parecerí­a entonces tan inmediata.

3.1. Evangelio para el mundo
La predicación del Evangelio por todo el mundo parece el hecho más significativo en la mente de los evangelistas. El cumplimiento del mandato: «Id y predicad a todas las naciones» (Mc. 16. 15) debió quedar muy grabado en la mente de los Apóstoles. Y evidentemente esa predicación no pareció poder hacerse de forma fácil.

Con los medios de comunicación que ellos conocieron y emplearon, no era cuestión de pocos años. Sin embargo ellos deberí­an llevar el mensaje hasta el final del mundo. El mismo Señor les avisó de que algunos de sus hechos se predicarí­an por «todo el mundo». Tal fue la unción de la Magdalena, que adelantó su embalsamamiento y suscitó la crí­tica de los avariciosos que andaban cerca de la bolsa de Jesús. (Jn. 12. 7)

En otras ocasiones Jesús mismo afirmó que su mensaje habrí­a de llegar muy lejos y antes de que El volviera a los suyos: «Será predicado este evangelio (o noticia) del Reino en todo el mundo, siendo testimonio para todas las naciones; entonces vendrá el fin.» (Mt. 24. 14; Mc. 13, 10). Esta frase no parece significar que el fin esté inmediato, sino que el mensaje se extenderá por todo el mundo y que habrá tiempo para ello.

3.2. Conversión de los judí­os

Fue idea que rondó la mente de los Apóstoles que, al fin y al cabo, eran judí­os de raza y de corazón y lamentaban la incredulidad de su pueblo. Se debió hacer más viva a medida que el Israel elegido en otro tiempo se mostró cada vez más alejado del Evangelio y persiguió a los que lo seguí­an.

S. Pablo mostró claramente el dolor de la obstinación de sus hermanos de raza en palabras entrañables: «¿Es que Dios ha rechazado a su pueblo? De ninguna manera, que yo soy israelita… Ha quedado un resto… Y con su caí­da ha llegado la salvación a los paganos.» (Rom. 11. 1-7 y 11. 25-32). Y alude a ese «misterio» tan lacerante para él: «El endurecimiento Israel no es definitivo. Durará hasta que se conviertan los paganos. Luego, todo Israel se salvará, porque ellos siguen siendo muy amados por Dios, pues los dones de Dios son irrevocables…» (Rom. 11. 25-37)

La segunda venida del Mesí­as acontecerá, pues, cuando el pueblo de Israel se incline hacia Cristo y reconozca que es el Señor. Entonces habrá llegado el tiempo de la nueva venida. No deja esta interpretación de ofrecer determinadas dificultades exegéticas. Por una parte recoge reminiscencias proféticas de salvación al estilo antiguo, con expresiones mesiánicas de profetas como Malaquí­as: «Mirad, que yo mandaré a Elí­as, el profeta, antes de que venga el dí­a de Yahvé, grande y terrible; y entonces se reconciliarán padres e hijos, de manera que, cuando yo venga, no se exterminará la tierra entera.» (Mal. 3. 22-23)

Por otra, el judaí­smo habí­a entendido este pasaje como una segunda venida corporal de Elí­as (Eccli. 48. 10).

La fecha de su venida estaba en su mente asociada al comienzo de la era mesiánica, dando la idea de que Elí­as era el precursor del Mesí­as (Jn. 1. 21; Mt. 16. 14). Sin embargo, los escritores cristianos primitivos lo entendieron del final de los tiempos y del mundo.

Miraron ese augurio como el emblema del regreso de los judí­os al buen camino y la señal del fin de los tiempos.

Jesús mismo aludió a esa significación y clarificó el sentido de tal expectativa sobre la venida de Elí­as. Desvió la atención desde un personaje del pasado hacia otro del presente. «Os digo que Elí­as ya vino y no le reconocieron; antes bien, hicieron con él lo que quisieron.» (Mt. 17. 12; Mc. 9. 13). Por lo tanto indicaba que el signo de un profeta del pasado debí­a ser reemplazado en la mente de la gente por la palabra de uno que decí­a de sí­ mismo: «Yo soy la voz del que clama en el desierto: preparad los caminos del Señor.» (Jn. 1. 23)

3.3. Apostasí­a de la fe
Jesús predijo que antes del fin del mundo sucederí­a una apostasí­a general. Avisó que aparecerí­an falsos profetas, que lograrí­an engañar a muchos ingenuos (Mt. 24. 4). Y previno a sus discí­pulos para que se dispusieran en actitud defensiva. San Pablo aseguró que, antes de la venida del Señor, tendrí­a lugar «la apostasí­a de la gente» (2 Tes. 2. 3)

Los comentarios de los Padres y escritores antiguos abundaron en la idea de que el Evangelio habrí­a de predicarse a todo el mundo, pero que muchos lo menospreciarí­an y se alejarí­an por completo del bien y de la verdad. El mundo es traidor y fácilmente abandona el buen camino, seducido por el mal.

La queja de Jesús: «¿Pensáis que cuando venga el Hijo del hombre va a encontrar fe sobre la tierra?» (Lc. 18. 8) pesó mucho en la conciencia evangelizadora de sus primeros seguidores.

3.4. Aparición del Anticristo
Esa apostasí­a, o abandono de la fe, aparece con frecuencia relacionada de alguna manera con las fuerzas del mal, personalizadas en un misterioso personaje denominado «el contrario a Cristo», el Anticristo. Ese «enemigo» se describe como un «satanás» (adversario), un «demonio» (genio), un «prí­ncipe de las tinieblas» poderoso, obstinado y destructor. A veces parece intuirse cierto sentido metafórico alusivo a las fuerzas del mal. Otras veces se presenta como un personaje real, singular y concreto, que viene al mundo en actitud de lucha y con pretensión e victoria.

San Pablo dice claramente a los Tesalonicenses: «Antes ha de venir la apostasí­a, ha de manifestarse el hombre de iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse Dios a sí­ mismo.» (2 Tes. 2. 3).

Sea personal y fí­sico o sea representación simbólica del mal, queda claro que, antes de la venida última del Señor, ese misterioso personaje se hará presente en la tierra y se adueñará de la mente de muchos seguidores de Cristo.

Se presentará con el poder de Satanás (del adversario, del enemigo). Obrará milagros portentosos que arrastrarán a los hombres a la apostasí­a de la verdad. Hará lo posible por «precipitarlos en la injusticia y la iniquidad». (2 Tes. 2. 11)

Pero Jesús, en su venida, triunfará, como no podrí­a ser por menos, tratándose del Hijo de Dios: «Lo destruirá con el aliento de su boca.» (2. Tes. 2. 8).

La idea de «anticristo» la emplea por vez primera el autor de las cartas llamadas de Juan (1 Jn. 2. 15 y 22; 4. 3; 2 Jn. 2. 7). Estas fueron escritas años después de las cartas a los Tesalonicenses: pero la terminologí­a y el contexto simbólico de esos escritos hacen más fácil la idea del citado personaje. En S. Pablo se personaliza la figura. En los escritos joánicos se llama «anticristos» a todos los falsos maestros que enseñan con el espí­ritu del Anticristo.

La idea pasarí­a a otros escritores, como el autor de la Didajé, que también aludió con esa expresión al «seductor del mundo.» (cap. 16. 4)

No es fácil aceptar que la idea del «anticristo» se referí­a en la mente de los primeros cristianos a alguno de los grandes perseguidores del Evangelio: Nerón, Calí­gula, Claudio… tal vez Domiciano. Y es difí­cil saber de dónde procedió la imagen magnificada de ese personaje destructor, aunque hubo mitos similares en tradiciones y mitologí­as procedentes de Persia, Egipto o Babilonia. Los Padres posteriores siguieron cultivando su sentido simbólico de adversario, incluso con algún estudio muy personalizado sobre su identidad, como la primera monografí­a sobre esta figura atribuida a S. Hipólito de Roma

3.5. Grandes calamidades
Se encuentran entre los avisos de Jesús la predicción de guerras, hambres, terremotos, convulsiones, calamidades y persecuciones contra sus discí­pulos: «Entonces os entregarán a los tormentos y os matarán; y seréis abominados de todos los pueblos a causa de mi nombre» (Mt. 24. 9). Las imágenes catastróficas tienen el más genuino sabor de los oráculos proféticos: Is. 13. 10; 34. 4-3; Dan. 2. 28-29 y 9.29; Os. 9.20. etc. La convulsiones se presentan como fí­sicas y cósmicas, pero también sociales y morales. Destrozarán el nuevo pueblo elegido.

Pero se intuye subterráneamente que no lograrán destruir el Reino del bien, pues «aquellos dí­as se abreviarán por amor a los elegidos». (Mt. 24. 22) No serán más que señales de la venida del Señor y signos de que «la libertad está cerca… Entonces verán al Hijo del hombre.» (Lc. 21. 28).

4. El tiempo de la venida
Los hombres desconocen el momento en que Jesús vendrá. Es un secreto y un misterio. Lo importante es estar preparados y en actitud de permanente alerta, que evangélicamente es más «esperanza» que simple «espera». El mismo Evangelio testifica que Jesús lo oculta, porque, como Dios, no desea revelarlo y, como hombre, no llega a ello. Explí­citamente lo advierte: «En cuanto al dí­a o a la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre.» (Mc. 13. 32; Mt. 24. 36).

En otros lugares se parece adivinar que sí­ lo sabe, pero no entra en su plan el comunicarlo todaví­a a los discí­pulos, pues lo importante es «el enví­o a proclamar la buena nueva» y no ponerse al tanto de secretos. Lo sugiere el mismo Jesús camino del Huerto de los Olivos, donde, según la tradición jerosolimitana, subió al cielo. (Lc. 24.51). En esa despedida Jesús les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano» (Hech. 1. 7)

En la otra tradición, que pone la Ascensión en Galilea (Mt. 28.16 y Mc. 16.19), no se hacen alusiones a estas precisiones.

Lo que parece claro, al armonizar los diversos textos de los evangelistas, es que Jesús no contaba con que estuviera próxima su nueva venida. Así­ lo prueban varias expresiones de sus discursos escatológicos (Mt. 24. 14, 21 Y 31; Lc 21. 24; Lc. 17. 22; Mt. 12. 41).

Además, en las diversas parábolas en las que simboliza el final del mundo y la segunda venida, se sugiere una larga ausencia del Señor (Mt. 24. 48; 25. 5; 25. 16). «Pasado «mucho tiempo» volvió el amo de aquellos siervos y les tomó cuentas»… (Mt. 13. 24-33). «Ninguno de estos invitados vendrán a probar bocado en la cena.» (Lc. 14. 24). «Dejad que crezcan ambos hasta el tiempo de la siega.» (Mt. 13.30) La idea contrarí­a, la de la inminencia de su llegada, que recoge Mt. 24. 34: «En verdad os digo que no pasará esta generación antes de que todo esto suceda», no es difí­cil de interpretar como alusión a la destrucción de Jerusalén que, por otra parte, cualquier espí­ritu perspicaz veí­a venir, dada la creciente aversión antirromana de los judí­os y el incremento progresivo de los fanáticos guerrilleros zelotes o sicarios.

De igual forma se interpretan otras alusiones a la inmediatez: «Os aseguro que alguno de los presentes no morirá hasta que haber visto el Reino de Dios.» (Lc. 9.27), pues precede al relato de la transfiguración.

El aviso de que «a la hora en que menos penséis, será cuando venga el Hijo del hombre» (Lc. 12. 40) es el más significativo en relación al momento de la venida. Que esa demora fue entendida por los Apóstoles, lo acreditan textos al estilo de las enseñanzas paulinas a los Tesalonicenses: «Cuanto al tiempo y a las circunstancias no hay, hermanos, para qué escribir. Sabéis bien que el dí­a del Señor llegará como el ladrón en la noche». (1 Tes. 5. 1-2).

Ante esta comunidad de Tesalónica insiste con más claridad en la segunda Carta: 2 Tes. 2. 1, declarando que la venida del Señor tiene que hallarse precedida de diversas señales que tardarán en verse cumplidas: 2 Tes. 2. 1-3.

También la Carta de San Pedro alude a esa demora y la justifica aludiendo a la misericordia divina, que siempre da tiempo a los pecadores para su conversión y posible penitencia. (2 Petr. 3. 9). Recuerda que «ante Dios, mil años son como un solo dí­a…»(2. Petr. 3. 8 y Salm. 90.4). Y proclama repitiendo la idea de Pablo, que «el dí­a del Señor vendrá como ladrón.»: (2 Petr 3. 10)

A pesar de todas estas consideraciones, la venida del Señor fue con toda claridad una inquietud de los primeros cristianos, como se advierte latente en multitud de referencias: Fil. 4. 5; Hebr. 10. 37; Sant. 5. 8; 1 Petr. 4. 7; 1. Jn. 2. 15. Entre ellos resonaba con frecuencia la esperanza de su venida. La proclama aramea «Maranna tha = «Ven, Señor nuestro.» (1 Cor. 16. 22; Apoc. 22. 20; Didajé 10. 6) es testimonio del ansia con que suspiraban por la Parusí­a.

4. Pastoral y Parusia
La importancia de la Parusia está en su fuerza referencial a Cristo Señor, que vino y va a volver para juzgar a los hombres sobre el amor. El significado hay que buscarlo en las exigencias de vida cristiana. La Parusí­a no es un principio o misterio cristiano para suscitar la curiosidad o el termo, sino la esperanza. Es un grito sobre la fugacidad del tiempo y un reclamo sobre la necesidad de vivir bien.

Quien pretenda ver en ella referencias misteriosas de acontecimientos amedrentadores o avisos sobre un juicio espectacular debe saber que se aleja del sentido cristiano del misterio
.

Para entender este sentido de la Parusí­a hay que acudir, ante todo, a la asombrosa y emotiva parábola del juicio final. Jesús va a preguntar por el amor, es decir por la fidelidad al único mandamiento dado por el Maestro: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado: en esto conocerán que sois mis discí­pulos.» (Jn 13. 33). Cuando juzgue a los suyos les preguntará por el amor: «Cuando venga el Hijo del hombre con toda su gloria y todos sus ángeles, se sentará en su trono… pondrá a las ovejas a una parte y a los cabritos a la otra y dirá a unos. «Venid benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino prometido desde la creación… porque tuve hambre y me disteis de comer… (Mt. 25. 31-46). A los malos les dirá lo contrario.

Es importante esa dimensión de vida cristiana, ya que se corre el riesgo de interpretar la Parusí­a como un misterio insondable con resonancias escatológicas más que con exigencias de compromiso y de fidelidad.

Por eso hay que tener cuidado con no asociar la venida del Señor con ideas milenaristas de acontecimientos luctuosos o con figuras amedrentadoras de castigos y de sorpresas. Las figuras del arte medieval, con el Cristo juez (pantocrator de las fachadas catedralicias románicas) o los montajes maravillosos del arte renacentista o barroco, al estilo del Juicio final de Miguel Angel en la Capilla Sixtina del Vaticano, reflejan la hondura teológica de un Cristo que vino a salvar en la primera venida y vendrá a salvar, no a condenar, también en la segunda.

5. Catequesis y Parusí­a
Es conveniente recordar que la Parusí­a requiere una buena catequesis centrada en esa figura misericordiosa de Jesús. Es tanto más necesaria cuanto que la piedad tradicional de tiempos pasados resaltó la dimensión judicial de ese misterio cristiano, eclipsando en parte la otra dimensión soteriológica y benevolente.

Es cierto que una interpretación literal de los textos evangélicos conduce a esa visión. Pero es preciso interpretar esos textos con la regla de la equivalencia.

Es la regla de la armoní­a con los demás texto evangélicos: con la parábola del Buen Pastor, con la del buen samaritano o con la del Hijo prodigo. Leer los textos escatológicos del Evangelio después de las parábolas de la misericordia es el mejor criterio catequí­stico, sobre todo tratándose de niños y adolescentes.

Esta catequesis debe vincularse con la realidad total de Cristo vivo, Redentor y misericordioso, justo y sabio, salvador.

– Los cristianos de todo tiempo tuvieron interés en presentar la vida como un camino y no como un ideal. Cristo, que prometió venir al final y se hace presente al terminar la vida de cada cristiano, debe ser contemplado como motivo de consuelo y aliento amoroso y no como causa de temor y temblor.

– Su acto judicial se debe relacionar más con el cielo como premio que con el infierno como castigo, a pesar de que predomine este segundo aspecto en determinadas formas de piedad y ascesis propensas al rigorismo ético.

– La fugacidad de la vida peregrina del cristiano se compensará con la eternidad del amor misericordioso del Señor al hacerlo presente con su última venida en la salvación.

– No se debe ocultar la dimensión judicial, pues el «temor del Señor es el comienzo de la sabidurí­a» (Prov. 1. 7). Pero no se debe exagerar, si se quiere descubrir lo que verdaderamente significa esa venida salvadora de Jesús.

– En todo caso, se debe pensar que, con su última venida, los cristianos le conocerán y amarán de forma definitiva. Y al fin al cabo, «la vida eterna consiste en conocerte a Ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado.» (Jn. 17.2)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. adviento, escatologí­a, juicio divino, resurrección de los muertos)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
La palabra nació con fortuna. La escasa semilla prosperó en proporciones desmedidas. Casi como el grano de mostaza. Dentro de los evangelios es utilizada, de forma directa, tres veces (Mt 24, 27: la venida, parousí­a, del Hijo del hombre es imprevisible, como el rayo; en las otras dos ocasiones es comparada con la situación en que viví­an las gentes en los dí­as de Noé, Mt 24, 37. 39, se acentúa también la imprevisibilidad). La forma indirecta es utilizada por Jesús cuando, al ser invitado por los discí­pulos a contemplar, desde el monte de los olivos, las magní­ficas construcciones del templo, él contestó: «no quedará piedra sobre piedra». Entonces ellos le preguntaron: Dinos cuándo seránestas cosas, y cuál será la señal de tu venida (= parousí­as) y del fin del mundo. La frecuentí­sima obsesión y constantes preocupaciones por la parusí­a o segunda venida del Señor nacieron de esta semilla que, en su origen, no tení­a la pretensión de producir cosecha tan abundante.

La solución de los problemas que ha creado su utilización debe comenzar por el reconocimiento de su contexto y lenguaje apocalí­pticos. Ante la expectativa de una intervención de Dios para el futuro, los apocalí­pticos acentuaron el pensamiento de la vigilancia. Así­ lo hicieron tanto el judaí­smo como el cristianismo. En este contexto habla Lucas de «los dí­as del Hijo del hombre» (Lc 17, 26), se los compara con los dí­as de Noé y surgen espontáneamente las catástrofes inevitables que acompañarán su venida. Tal vez lo más importante sea reconocer que, en el origen de toda esta especulación, tenemos una parábola, la de los siervos vigilantes (Mc 13, 3-37).

Los textos sobre la parusí­a coinciden con las amonestaciones frecuentes de los evangelios, de Jesús, a la vigilancia: «Lo mismo vosotros, tenéis que estar preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora en que menos penséis» (Mt 24, 44: estas palabras vienen después de las relativas a la venida del Hijo del hombre con la del ladrón…).

Teniendo en cuenta estos antecedentes nos resultará fácil descongestionarnos de las angustias producidas por la parusí­a. El texto más coercitivo para interpretar la venida del Hijo del hombre al final de los tiempos, es el siguiente: «Y Jesús le dijo: Sí­, lo soy; y vosotros veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mc 14, 62).

La venida sobre las nubes del cielo es una imagen que nos introduce en el mundo de lo divino. Las nubes del cielo pertenecen a la jurisdicción de Dios. La visión del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo es la contemplación del mismo sentado a la derecha de Dios.

El texto copiado de Marcos considera la exaltación y la parusí­a del Hijo del hombre formando un único acto. El mejor comentario al texto nos lo ofrece un pasaje del evangelio de san Juan. El discurso de despedida gira en torno a dos verbos: «ir» o partir, marcharse y «volver»: «Me voy y vuelvo a vosotros» (Jn 14, 1 ss). En el evangelio de Juan no existe la parusí­a en el sentido tradicional. La parusí­a es la pascua. La vuelta, el retorno o la parusí­a joánica coincide con la resurrección. La resurrección corporal: al fin de los tiempos (Jn 5, 29) no perteneció al evangelio en su forma original. Fue añadido a modo de puente para armonizar sus afirmaciones con las de los evangelios sinópticos.

El tiempo indefinido nunca es signo de consuelo. ¿Podrí­a ser un signo de triunfo y de victoria, para los amigos o para los enemigos de Jesús, un acontecimiento tan remoto que nadie se atreverí­a hoy a calcular los millones de años que tardarí­a en producirse? Naturalmente que los contemporáneos de Jesús no medí­an la duración del mundo por unidades de millón. No obstante, el acontecimiento al que hace referencia Jesús obligaba a pensar a sus contemporáneos en un tiempo más o menos lejano, en un acontecimiento remoto e impredecible, que no podí­a servir de consuelo ni de argumento para nadie, ni para los discí­pulos de Jesús ni para sus enemigos.

En cuanto a parusí­a y al juicio, se trata de algo absoluto, de lo totalmente otro, que ha penetrado en el espacio y en el tiempo. Y así­ como el reino de Dios y el Hijo del hombre han llegado, así­ también ha llegado -sin esperar al clásico fin del mundo y el juicio universal- el juicio existencial, dependiente de la actitud del hombre ante dicha realidad divina y la bienaventuranza. Lo anunciado apocalí­pticamente para el futuro comienza a hacerse realidad en el presente. Pero este presente histórico es incapaz de contener todo el significado de lo absoluto. Por eso, las imágenes conservan su significado como sí­mbolos de las realidades eternas, lascuales, aunque penetran en la historia, no se agotan nunca en ella. El Hijo del hombre ha venido, viene y seguirá viniendo. ->resurrección; literatura apocalí­ptica.

Felipe F. Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> apocalí­ptica, Hijo del Hombre, guerra fincd, Pablo, Tesalonicenses). Significa «venida» o «manifestación» y así­ se emplea en sentido normal, refiriéndose a la venida de diversas personas, como Esteban (cf. 1 Cor 16,17) o Tito (2 Cor 7,6.7) o el mismo Pablo (Flp 2,12). Suele aplicarse en un sentido polí­tico y religioso especial, aludiendo a la llegada vencedora del emperador o a la manifestación de un Dios. En el Nuevo Testamento se aplica básicamente a la revelación gloriosa de Jesús, que ha de venir, como Hijo del Hombre, de una forma repentina o inesperada (Mt 24,27.37.39; Sant 5,8; cf. 1 Jn 2,28). Pues bien, los textos básicos de la parusí­a o manifestación final de Cristo, con la llegada de los últimos tiempos, se encuentran en la tradición de Pablo.

(1) Parusí­a inminente. Primero resucitarán los muertos (1 Tes). Pablo no ha desarrollado ningún libro o texto apocalí­ptico expresamente destinado a fijar el despliegue del fin de los tiempos, pues el orden general de ese despliegue habí­a sido ya fijado por el judaismo apocalí­ptico, en cuyo fondo se sitúa su mensaje, como recuerda a los tesalonicenses: «Os habéis convertido a Dios, dejando los í­dolos, para servir al Dios vivo y verdadero y para esperar a su Hijo, que vendrá de los cielos, al que (Dios) ha resucitado de entre los muertos, a Jesús, que nos ha de liberar de la ira venidera» (1 Tes 1,9-10). Los prosélitos judí­os tení­an que abandonar a los í­dolos y servir a Dios. Pero Pablo añade que los cristianos esperan a Jesús, que vendrá de los cielos… Esta esperanza apocalí­ptica, modelada sobre un esquema judí­o (vendrá el Hijo de Hombre…), ha recibido densidad o identidad pascual: el que vendrá es el mismo Jesús resucitado y su tarea consiste en liberarnos de la ira venidera o de la destrucción que brota del pecado. En ese contexto se entiende su afirmación básica sobre el fin de los tiempos: «No quiero que ignoréis, hermanos, lo referente a los que han muerto, para que nos os entristezcáis, como los otros, los que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y ha resucitado, de esa forma, Dios tomará también consigo a los que han muerto en Jesús. Pues esto os decimos, como palabra del Señor: que nosotros, los vivientes, los que permanezcamos hasta la venida del Señor no llevaremos ventaja a los que han muerto. Porque cuando suene la orden, a la voz del arcángel y a la trompeta de Dios, el mismo Señor descenderá del cielo y los muertos en Cristo resucitarán primero; después, nosotros, los vivientes, los que permanezcamos, seremos arrebatados en las nubes, al encuentro del Señor en el aire, y de esa manera estaremos siempre con el Señor. Por lo tanto, consolaos unos a los otros con estas palabras» (1 Tes 4,13-18). Pablo habí­a anunciado ya la cercaní­a del final (la venida del Señor) y los fieles de Tesalónica pensaron que no morirí­an, pues parecí­a que el tiempo se acortaba y quedaban ya sólo unos instantes hasta la parusí­a del Cristo. Pero algunos cristianos de la comunidad habí­an muerto y surgió la pregunta: ¿Qué pasa con ellos cuando llegue Cristo? Esta es la pregunta a la que Pablo quiere responder ahora. El se sigue incluyendo todaví­a en la última generación, en la de aquellos que no morirán, pues vendrá a llevarles en persona el mismo Señor, Hijo de Hombre (cf. Mc 9,1 par). Pero algunos han muerto antes de la llegada de Jesús y hay que saber lo que pasará con ellos. Desde esa base, teniendo en cuenta a los difuntos anteriores, Pablo distingue dos tiempos en la parnsí­a de Jesús, (a) Primer tiempo: descenso al lugar de los muertos. El Señor bajará de la altura del cielo, para introducirse en el espacio de aquellos que han muerto y así­ resucitarles. Parece indudable que este descenso ha de entenderse desde la experiencia de la muerte rnesiánica de Jesús, pero Pablo no lo ha explicitado. De todas maneras, entre la pascua de Jesús y su venida final, los hombres siguen estando bajo el riesgo de la destrucción; siguen muriendo los creyentes. Lógicamente, cuando Jesús venga deberá resucitar primero a los que han muerto, (b) Segundo tiempo: elevación de los vivos. Dentro de un contexto de apocalí­ptica judí­a, Pablo cree que los miembros de la última generación (entre ellos él mismo) no tendrán que morir, sino que serán arrebatados a las «nubes» de la gloria, en el aire celeste, para así­ recibir el triunfo del Señor. Normalmente, la última generación suele aparecer marcada por las grandes crisis y dolores del fin de los tiempos. En contra de eso, Pablo la presenta como generación gozosa de hombres y mujeres que no mueren, sino que pasan directamente (se elevan) de esta forma de vida terrena a la vida de la gloria. Los diversos motivos del texto (voz del arcángel y trompeta de Dios, descenso del Señor al lugar de los muertos y ascenso de los vivos en las nubes…) pertenecen a la simbologí­a apocalí­ptica y sólo se pueden contar simbólicamente, superando así­ el plano de la pura razón existencial o discursiva. La gramática (y semiótica) judí­a (de tipo apocalí­ptico) pertenece a la entraña de la predicación cristiana.

(2) El orden apocalí­ptico (1 Cor). Tanto la tradición judí­a como la cristiana tienden a ser apofáticas: saben que es necesario el silencio paradójico ante la manifestación final de Dios. Pero ese silencio se puede romper y se rompe en un momento, como hace el mismo Pablo: «Porque así­ como en Adán mueren todos, así­ también en Cristo serán todos vivificados. Pero cada uno en su orden: la primicia, Cristo; luego los que son de Cristo, en su parnsí­a; después el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando ya haya destruido todo principado, y todo poderí­o y potestad… Cuando lo someta todo (al Padre), entonces también el Hijo se someterá al que le ha sometido todo, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,22-24.28). Pablo sabe ya que todos los hijos de Adán (es decir, los hombres) tienen que morir, rectificando quizá la idea de 1 Tes 4,13-18, donde afirmaba que los miembros de la última generación no morirí­an. La muerte no proviene del influjo de poderes satánicos (invasión de los vigilantes: 1 Hen y Jub), sino de la misma realidad y pecado (= condición) de Adán, que Cristo ha tomado como propia, para así­ vencerla. Desde esa perspectiva añade que todos resucitarán: alcanzarán la auténtica existencia, como don de gracia, en unidad con Dios (1 Cor 15,20-21), según un orden o tagma que define el proceso apocalí­ptico cristiano: (a) Primero Cristo, como primicia. Los judí­os saben que las primicias (primogénitos, primeros frutos) han de ser dedicados a Dios, pues santifican y consagran el resto de la cosecha o familia. La resurrección de Cristo, realizada ya, es punto de partida y comienzo (fundamento) de la resurrección de todos, (b) Después: los que son de Cristo, en su parnsí­a. Estos son los que forman parte de su comunidad o cuerpo mesiánico. De alguna forma (como dirán Ef y Col), los que son de Cristo se encuentran integrados ya en su pascua, aunque sólo resucitarán plenamente en su parnsí­a. (c) Después será el telos o culminación, entendida como victoria apocalí­ptica, con la destrucción de los poderes perversos (Principados, Poderí­os y Potestades) y la plenitud teológica o reintegración total, por la que el mismo Cristo, como Hijo, vuelve al Padre. Estos son los elementos fundamentales del despliegue apocalí­ptico cristiano, donde pueden destacarse dos tensiones paradójicas: una entre el «ya» de la pascua de Jesús (ha resucitado) y el «todaví­a no» de los suyos (resucitarán); otra entre la destrucción de los poderes adversarios (Principados, Poderí­os…) y la inserción o comunión de todo en Cristo. La obra de Jesús se inscribe así­ dentro de la gran batalla apocalí­ptica entre el enviado o salvador de Dios y los principios cósmico-satánicos del mal. Todos los intentos que la teologí­a existencial ha hecho por diluir el carácter apocalí­ptico de estos sí­mbolos han resultado fallidos: Pablo introduce la obra de Cristo y su culminación en un esquema apocalí­ptico y desde ahí­ escribe. Ciertamente, hoy podemos reinterpretar algunos de sus sí­mbolos en categorí­as más existenciales (como ha hecho desde antiguo la gnosis), pero no los diluimos, pues de lo contrario perdemos su más hondo mensaje.

(3) Parusí­a de Cristo: ¿quién detiene al Inicuo? (2 Tes). Pablo habí­a sido muy sobrio al evocar los elementos apocalí­pticos, pero es normal que algunos de sus sucesores hayan destacado el aspecto simbólico del gran drama apocalí­ptico, presentando así­ de forma imaginativa la batalla final entre Cristo y los poderes de la perdición. El ejemplo más significativo es 2 Tes, carta escrita por un discí­pulo de Pablo que asume los datos básicos de 1 Tes y quiere recrearlos (y de algún modo invertirlos) desde la más honda certeza de la parusí­a de Nuestro Señor Jesucristo. 1 Tes suponí­a la venida inminente de Jesús y planteaba el problema de los que ya han muerto: ¿Qué pasará con ellos? ¿Cómo se integrarán con los vivos de la última generación? Por el contrario, 2 Tes ha ensanchado el tiempo, suponiendo que Jesús tarda en venir y por eso invita a los creyentes a la espera, para que se mantengan fieles, sin turbarse ante anuncios engañosos de la vuelta inminente de Jesús. Por eso ofrece un nuevo «orden» final: «Con respecto a la parusí­a de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con El… No sucederá sin que venga primero la apostasí­a y se manifieste el Hombre de iniquidad, el Hijo de perdición, el que se opone y se alza contra todo lo que es Dios o es adorado, de manera que se sentará en el templo de Dios haciéndose pasar por Dios. Ahora sabéis Quién lo detiene, a fin de que a su debido tiempo sea revelado. Porque ya está obrando el misterio de la iniquidad, pero debe ser quitado del medio Aquel que ahora lo detiene. Y entonces será manifestado el Inicuo, a quien el Señor Jesús matará con el soplo (= espí­ritu) de su boca y destruirá con la epifaní­a (= resplandor) de su parusí­a. Y la parusí­a del Inicuo es por operación de Satanás, con todo poder, señales y prodigios falsos…» (2 Tes 2,1.3-4.6-9). Este pasaje supone que estamos en un tiempo amenazado, definido por la inminencia del Inicuo y el retraso de la ira. Vivimos ya bajo el imperio de la Iniquidad (anomí­a). Lógicamente, la historia deberí­a terminar, destruida por el poder de Satanás. Pero hay alguien que le detiene, un katejon, un poder disuasorio, que impide por ahora el despliegue total de lo perverso: ¿Quién es ese katejon? ¿La misericordia de Dios, la estructura militar del Imperio romano, la predicación cristiana…? No sabemos. Aquí­ se produce según 2 Tes el gran milagro, que no consiste en la existencia e influjo del mal (del Perverso), sino en el hecho de que tarde en llegar y en expresar su poder de destrucción. Más que el retraso de la venida de Jesús, nuestro autor destaca el retraso de la parusí­a del perverso (quizá en la lí­nea de Ap 7). Eso significa que podemos seguir viviendo y viviremos por un tiempo, porque Dios impide que el mal se manifieste en toda fuerza. Estos son los elementos fundamentales de este tiempo de espera: (a) Apostasí­a general y parusí­a del Hombre de la iniquidad (= el Inicuo), el Adversario de Dios, que actuará con el poder de Satanás, realizando prodigios, señales y milagros falsos… Esta revelación plena del mal, entendida como paroxismo de violencia y lucha contra Dios, está narrada con signos de la tradición judí­a (de Dn 11,36; Ez 28,2), recreados desde un fondo cristiano. Frente a Jesús, revelación de Dios, se eleva aquí­ el Contrario (revelación de Satanás). Nos hallamos ante la batalla final, ante el gran exorcismo aún pendiente. La venida de Jesús ha suscitado, como por contraste, la venida y despliegue del poder satánico, que aquí­ aparece humanizado, pues el contrario de Jesús (Hombre perfecto, Hijo del Humano) ya no es el Diablo, sino el Hombre perverso (Hijo de la perdición), que aparece como causante de la destrucción final de la historia. Han cambiado evidentemente los signos, pero el esquema es claramente apocalí­ptico. (b) Mesianismo satánico, pecado pleno. Quizá el rasgo más notable del texto está en el hecho de que el Perverso se sentará en el Trono del Templo, haciéndose pasar por Dios. Este es un tema que proviene de la tradición del libro de Daniel (Antí­oco quiere colocar su imagen/altar en el santuario de Yahvé) y de la historia más reciente de Calí­gula (el 40-41 d.C.), que quiso elevar su estatua imperial (de Dios del mundo) en el templo de Jerusalén. Este Hombre perverso recibe su fuerza del mismo anti-Dios, pues se dice que actuará «por operación de Satanás». Así­ aparece como un anti-Cristo: es la violencia del poder absolutizado, el mesí­as invertido que sólo puede expresarse y se expresa en su total perversión allí­ donde ha empezado a revelarse el Cristo. Estos temas han recibido un tratamiento más extenso en Ap 13, pero el esquema de fondo es el mismo. Estamos ante el gran pecado, ésta es la maldad más grande de la historia humana. Más allá de ese pecado y maldad sólo existe la muerte. Sobre (en contra de) ese pecado se eleva, de forma salvadora, la parusí­a del Mesí­as Jesucristo, que en nombre de Dios destruirá todo el mal del mundo, (c) Lucha final. Parusí­a y Victoria de Nuestro Señor Jesucristo… La venida de Jesús no se narra por sí­ misma, como suponí­an 1 Tes y 1 Cor 15, sino que aparece más bien como reacción frente al poder perverso, conforme a un esquema que también encontraremos en el Ap. Cuando parezca que el Contrario se eleva para siempre victorioso, cuando engañe a casi todos los humanos con prodigios falsos, aparecerá el Cristo y le destruirá con el espí­ritu de su boca (con su misma palabra: cf. Ap 19,15; 4 Esd 13,10) y le aniquilará con la epifaní­a de su parusí­a, es decir, con la fuerza y gloria de su presencia. Esta lucha final de Cristo contra el Perverso constituye el motivo central de la apocalí­ptica cristiana. Los hombres vivimos en medio de un gran drama: estamos oprimidos bajo el poder de lo perverso, hay sufrimiento sobre el mundo, la comunidad cristiana sufre amenazada por males exteriores e interiores. Pues bien, el mismo paroxismo del mal, que parece llevarnos a la angustia de la destrucción completa, nos permite abrir los ojos y mirar (descubrir en esperanza) la salvación definitiva. Esos elementos (despliegue del mal, triunfo del Cristo) forman la trama central del mito apocalí­ptico cristiano, que va centrándose en la parusí­a y lucha de dos figuras centrales: Jesús, el Cristo vencedor, y el Anticristo. De esa manera se personalizan y humanizan, de forma histórica, los signos apocalí­pticos judí­os. Lo pu ramente satánico queda en el fondo. La lucha final se ha de dar entre el Cristo resucitado (que es el mismo Jesús de la historia) y los poderes malvados del mundo que se oponen a su manifestación definitiva; en medio de ellos queda la figura misteriosa del katejon, de aquel que impide, por ahora, la manifestación perversa del Perverso a quien el Cristo, Mesí­as de la palabra, destruirá con el aliento (espí­ritu y mensaje) que proviene de su boca.

Cf. F. HAHN, Christologische Hoheitstitel. Ihre Geschichte im friihen Christentum, FRLANT, 83, Gotinga 1962; P. E. LANGEVIN, Jésus Seigneur et l†™eschatologie, Desclée de Brouwer, Parí­s 1967; J. MOLTMANN, Teologí­a de la esperanza, Sí­gueme, Salamanca 1971; A. STROBEL, Kerygma und Apocalyptik. Eine religionsgeschichtlicher und theologischer Beitrag zur Christusfrage, Vandenhoeck, Gotinga 1967; H. E. TODT, Der Menschensohn in der synoptischen Ueberlieferung, Mohn, Gütersloh 1959; R. TÜHSING, «Erhohungsvorstellung und Parusierwartung in der altesten nachosterlichen Christologie», BZ 11 (1967) 95-108 y 205-222; 12 (1968) 54-80 y 223-240; S. VIDAL, La resurrección de Jesús en las cartas de Pablo, Sí­gueme, Salamanca 1982.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Del griego parousí­a, significa presencia, llegada. Se trata de la venida de Cristo en poder y en gloria al final de la historia. En el terreno polí­tico, en el mundo grecorromano indicaba la llegada, la visita oficial de los emperadores, como manifestación de su soberaní­a.

En el Antiguo Testamento, entre los profetas, se utilizaba la expresión «dí­a del Señor» (Am 4,18; Sof 1,14. 1s 2,1222) para significar la manifestación triunfal y judicial de Dios en la historia. En Dn 7 13ss aparece en relación con el Hijo del hombre que recibe la soberaní­a universal.

En el Nuevo Testamento el término tiene un carácter cristológico: se usa para designar la venida de Cristo al fin de los tiempos; es el dí­a de nuestro Señor Jesucristo (1 Tes 2,19; 1 Cor 1,81, En las cartas pastorales aparece el término «epifaní­a» (1 Tim 6,14; Tit2,131, que indica tanto la primera venida de Cristo en la pobreza como la llegada del Cristo glorioso. En los orí­genes de la Iglesia, los cristianos pensaban que era inminente la venida gloriosa del Señor (1 Tes 4,17. Ap 22,20), pero el mismo Señor nos dejó sin saber el dí­a ni la hora (Mt 24,36). Si parece que Cristo tarda, es porque él no mide el tiempo como los hombres y espera con paciencia la conversión de todos (2 Pe 3,8).

La Iglesia vive en la espera de la parusí­a, en la vigilancia y la oración, con la certeza de que después de Pascua la salvación está ya en acto y de que nuestra vida está va desde ahora escondida con Cristo en Dios (Col 3,351, habiendo comenzado ya los últimos tiempos.

En la tradición de la Iglesia hay otras afirmaciones escatológicas relacionadas con la plena manifestación de Cristo al final de la historia: la resurrección de los muertos (1 Tes 4,161, el juicio final y universal (Mt 24,37-431, los nuevos cielos y la nueva tierra (Ap 21,1). En la escritura y corrientemente en la Tradición, la parusí­a va precedida de algunos signos precursores, como la predicación del Evangelio en lodo el mundo (Mt 24,14: Mc 13,10), la conversión de los judí­os (Rom 1 1,25ss), la difusión de la apostasí­a y la aparición del Anticristo (2 Tes 2,8-11 ), grandes aflicciones y calamidades (Mt 24,29). Estos signos apocalí­pticos deben interpretarse según las reglas hermenéuticas, distinguiendo entre el signo y el significado. Además, su repetición a lo largo de la historia indica que no se trata de hechos que sea posible fechar cronológicamente, sino más bien de la expresión de ese continuo y profundo esfuerzo de la historia que se encamina ya desde ahora, bajo la acción del Espí­ritu y a través de sucesivas etapas, hacia la nueva creación. La salvación está va en acto y con ella el desarrollo paraalelo del Anticristo como misterio de incredulidad.

La parusí­a dirige a la historia y al cosmos hacia su cumplimiento, recapitulándolo todo en Cristo (Ef 1,10), y marca el establecimiento pleno del Reino, en el que la humanidad será definitivamente glorificada, las potencias del mal serán derrotadas, el cosmos quedará plenamente transfigurado y Dios será todo en todos (1 Cor 15,28).

E. C Rava

Bibl.: AA. vv., Parusí­a, en DTNT III, 295304: K. Berger – K. Rahner Parusí­a, en SM, Y 237-248: L, Ruiz de la Peña, La otra dimensión, Sal Terrae, Santander 1986. 153181. Ch, Duquoc, Cristologí­a, 11, Sí­gueme, Salamanca 1972, 375-424.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Datos bí­blicos
El vocablo helení­stico p. significa llegada, visita y presencia de ejércitos, empleados, soberanos o divinidades. En el AT falta un equivalente hebreo, y los LXX no muestran contacto alguno con la terminologí­a neotestamentaria. Pero el concepto fue ya empleado en sentido escatológico en la apocalí­ptica greco-judaica, concretamente en Test XII y en TestAbr. También en el NT se unen en el concepto de p. elementos griegos antiguos con ideas veterotestamentarias sobre el dí­a de Yahveh. En el NT la p. es en gran parte intercambiable con «dí­a de Dios» (cf. Am 5, 18; Sal 96, 13; 98, 9; etc.). Lc, Jn, Heb, Jds y Ap emplean sólo éméra. Parusí­a y éméra son términos que aparecen juntos en Pablo, Santiago, 2 Pe y 1 Jn. Según esto, éméra era originariamente el término más antiguo, que luego fue desplazado más y más por p. Este proceso muestra además que p. fue referido sobre todo al momento del juicio y por tanto asumió la significación de éméra. De los lugares paralelos Mt 24, 3, Lc 21, 7 (D) se desprende que p. equivale también a «venir». Todos los documentos muestran que p. nunca significa segunda venida, sino que siempre significa venida simplemente, pero en el NT no la llegada de Jesús en la carne, sino la llegada del Hijo del hombre en el juicio universal.

De una segunda venida de Dios habla Hen(eslav) 32, donde la venida de Dios en la resurrección se contrapone al comienzo de la creación. También en el NT se trata originariamente – de acuerdo con la tradición veterotestamentaria – de una expectación de la venida de Dios (así­ la función del Bautista, particularmente en Mc 1, 7ss). Es posible que las formas verbales parén – parésan en Dan 7, 13 (Hijo del hombre) dieran el impulso para hablar también de una p. del Hijo del hombre. Pero es decisivo que ya en la tradición judí­a (Hen[et]) la función judicial del Hijo del hombre concurre con la de Dios o la suplanta. En las cartas tardí­as del NT la palabra p. es sustituida por épifánein (cartas pastorales), que luego también es aplicada consecuentemente a la venida de Jesús en la carne (2 Tim 1, 10). Respecto del mensaje de Jesús se da por cierta la expectación – común con la apocalí­ptica y expresada ya en el AT (Jl 2, 1) – de la basileia en un próximo futuro. Este carácter escatológico del mensaje de Jesús, reconocido de nuevo desde J. Weiss y A. Schweitzer, implicaba para Jesús mismo: a) la expectación del juicio desde el punto de vista particular de la inversión de las condiciones existentes de dicha y grandeza; b) el juicio hace necesaria para ahora una conversión a la penitencia; su aceptación y éxito están estrictamente ligados a la persona de Jesús. Esta conversión opera el perdón. Que Jesús juntara también con la expectación del reino de Dios la expectación de un venidero Hijo del hombre, es punto que se discute desde Ph. Vielhauer. Ambas expectaciones, que de suyo no tienen nada que ver entre sí­, nos salen ya al paso juntas en la fuente Q. Pero es seguro que los más recientes vaticinia ex eventu sobre la pasión y resurrección del Hijo del hombre no mencionan la p., mientras que se habla de ella precisa y exclusivamente en aquellas palabras más antiguas sobre el Hijo del hombre que se refieren tan sólo al venidero Hijo del hombre.

Entre ambos grupos de logia se ha llevado a cabo una identificación de Jesús con el Hijo del hombre y se ha vuelto la mirada a la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Frente a estos acontecimientos palidece la función central que la p. del Hijo del hombre habí­a tenido inicialmente. La comparación de ambos grupos de logia nos dice además por qué razón en el NT se hablaba sólo de la venida, y no de la segunda venida del Hijo del hombre: El hijo del hombre ejercí­a su función en el pasado o la ejercerá enteramente en el futuro. Además, sólo ahora, en tiempo pospascual, por la identificación del Jesús terreno con el venidero Hijo del hombre, Jesús mismo pasa a ser juez futuro. Consecuentemente, el Bautista – que según Is 40, 3 originariamente era precursor de Dios y, por tanto, Elí­as (Mal 3, 1) – viene a ser precursor de Jesús y tiene que abdicar en él la función del restaurador mesiánico Elí­as (en Lc y Jn eliminación en la figura del Bautista de los rasgos propios de Elí­as y descripción de Jesús según la imagen de Elí­as).

La expectación próxima, todaví­a dentro de la generación presente, formulada por Jesús en logia como Mt 10, 23; Mc 9, 1; 13, 30; 14, 25, no se cumplió en todo caso en el sentido de una imagen apocalí­ptica del mundo, orientada cosmológicamente.

Del hecho de que la comunidad esperaba en gran parte la p. próxima, hay que concluir que ella sólo contó con un aplazamiento de la misma y superó su retraso o el tiempo intermedio a base de construcciones interpretativas. Y así­ algunos opinan que particularmente el pensamiento helení­stico, estático, espacial y sacramental, y en general todo pensamiento eclesiástico en el cristianismo primitivo son productos nacidos por el problema que presentaba el retraso de la p. Mientras que M. Goguel todaví­a admití­a en la vida de Jesús mismo una evolución, en la que a través de Mt 10, 23 y Mc 9, 1 se habrí­a llegado a Mc 13, 32, M. Werner y luego más acentuadamente E. Grässer sostienen que después de pascua la originaria expectación próxima de Jesús, que no se cumplió, fue recibiendo progresivamente rasgos apocalí­pticos más fuertes y adquirió nuevamente un matiz judaico.

Este proceso habrí­a sido una solución del aplazamiento de la p., porque las imaginaciones apocalí­pticas a su juicio son independientes de la expectación próxima en sentido cronológico. Un camino de efecto semejante habrí­a sido el seguido por Pablo, porque éste explica la idea de la salvación partiendo de la muerte y resurrección de Jesús, o sea, partiendo del pasado, y así­ la despoja de su carácter escatológico. Una posibleconsecuencia de estas tesis condujo en la investigación anglosajona a la llamada realized eschatology para la conciencia de Jesús: Toda especie de escatologí­a futurista serí­a una tergiversación de la comunidad, y, por tanto, también lo serí­a la expectación próxima frente a la afirmación de una mera presencia. Ahora bien, hay que sostener con E. Grässer que la expectación próxima es la única forma de esperanza escatológica que puede admitirse en Jesús. El problema no ha de resolverse en el sentido de que se excluya toda expectación próxima en Jesús o se tenga por formación secundaria de la comunidad la concreta expectación próxima. Hay que preguntar más bien cómo fue posible trasmitir í­ntegros y sin grandes tensiones los logia sobre el fin próximo.

1. El problema de la dilación de la p. es conocido ya en el judaí­smo (p. ej., Hen [et] 47, 2; lQpHab vsi 7-12; frecuentemente en relación con la exposición de Hab 2, 3), y se resuelve desde distintos puntos de partida, que recibe el cristianismo como posibilidades de explicación. E. Grässer ha mostrado con qué medios se supera la dilación de la p., presupuesta continuamente en el NT: por la acentuación de la incertidumbre del momento (Mc 13, 32; Act 1, 6ss en contraste con Mt 10, 23, etc.), por exhortaciones a la vigilancia (parábolas del amo ausente; Mc 13, 33-36 par), por la petición de que venga el reino de Dios y, finalmente, por la directa formulación del aplazamiento (Mt 24, 45-51 par: jroní­psei mou ó Kyrios; Lc 20, 9; Mt 25, 1-30, part. v. 19); además, por la nueva interpretación de parábolas aplicadas a la misión cristiana (p. ej., Mc 4, 30ss), por las fórmulas de dilación de los apocalipsis sinópticos (Mc 13, 7-10: mé throeí­sthe deí­ genésthai oúpo, tó télos se usa en 2 Tes 2, 2 en el mismo contexto), y por la admisión de un tiempo en que el Hijo del hombre es concebido como el glorificado (Mc 14, 62), lo cual excluye una p. inmediata. Este empeño teológico por rechazar una expectación cercana habrí­a hallado – a juicio de competentes exegetas – su formulación más acentuada por una parte en 21, 8, donde se previene expresamente contra los que dicen ó kairós éggiken, y, por otra, en 2 Pe 3, 4 y 1 Clem 23, 3, donde el problema de la dilación de la p. es planteado por el adversario.

2. La destrucción de Jerusalén tenia todaví­a para Mc 13, 2ss el carácter de comienzo de la basileia, y por cierto como castigo contra los judí­os por la muerte de Jesús y la repulsa a sus mensajeros.

3. La afirmación de que el mensaje de Jesús esté exento de elementos judí­os o apocalí­pticos es un postulado apologético, que tiene por objeto demostrar la singularidad de Jesús. Pero todo hace pensar que el mensaje de Jesús estuvo fuertemente marcado por elementos apocalí­pticos. De este campo proceden también las representaciones sobre la expectación próxima y la dilación de la parusí­a.

4. La comunidad trasmite las palabras de Jesús sobre el fin inmediato juntamente con otras sobre la incertidumbre y el no cumplimiento del eskhaton, porque en ellas aparece una unidad lograda de hecho, aunque no elaborada intelectualmente, de puntos de partida pospascuales originariamente diversos. Declaraciones sobre la expectación cercana son mantenidas porque en un sector de comunidades judeo-helení­sticas, con la – resurrección de Jesús, la venida del Espí­ritu Santo y la evangelización de los gentiles, se daba ya por comenzado el fin. Así­ lo muestran el concepto paulino de kainé ktisis y la persuasión de que han sido comunicados los bienes salví­ficos (paz, justicia, concordia y amor) al comienzo de los Act, e igualmente la escatologí­a presente de la Iglesia prepaulina de Corinto y el evangelio de Juan. Aquí­ se incluyen afirmaciones sobre la presencia de la basileia (Lc 11, 20; 17, 21; Mt 11, 5). El cambio de eón (tiempo) se realiza con el bautismo, y la decisión sobre la salvación eterna se toma ya ante los mensajeros de Jesús como una sentencia definitiva que procede de uno mismo. Las afirmaciones sobre la expectación próxima se han cumplido ya para esta teologí­a. La afluencia de los gentiles lo demuestra. La salvación se entiende como renovación pneumática del hombre y se manifiesta hacia afuera sobre todo por la abolición de la ley. La resurrección y glorificación de Jesús es aquí­ el comienzo de su dignidad celeste de Kyrios y, por ende, de la p. (cf. la interpretación de Dan 7, 13ss). Así­, la visión del Hijo del hombre en la gloria o de la basileia en Lc 9, 27 (D) se interpreta ya en v. 28ss como visión del Señorglorificado y exaltado. La misma tendencia aparece en la sustitución del término p. por «epifaní­a» en las cartas tardí­as.

Esta solución de la cuestión de la p. procede de la tradición profética (Jer, Ez) y apocalí­ptica. Como esta p. se ha cumplido ante todo de manera pneumática, no escatológica, aquí­ se da en germen la existencia de la -> Iglesia y se pone la base para toda helenización. Esa teologí­a se remonta sin duda a los llamados helenistas de Jerusalén y posteriormente de Antioquí­a, y se ha conservado parcialmente en Juan y Pablo. En cuanto se cuenta aún con una p. no cumplida todaví­a, ésta no es un «segundo advenimiento» de Jesús, sino la manifestación de la dignidad de Kyrios ya existente ahora.

En cambio, en sectores judeocristianos de Palestina sin duda se da una apocalí­ptica de orientación más cosmológica, que sólo cuenta con el fin del mundo cuando cielo y tierra se hayan cambiado. Así­ se explica que aquí­ se insista en la perduración de este eón y se vuelva la mirada a la pasión y muerte de Jesús. Esta manera de apocalí­ptica es caracterí­stica de las tradiciones sobre la pasión, de los apocalipsis sinópticos y señaladamente de Mt. Mientras en la escatologí­a presente la «ética» se concentra en la confesión del Señor glorificado (Kyrios Jesus) y en el precepto del amor al prójimo, el esquema últimamente nombrado piensa partiendo de la validez de la ley (-> ley y evangelio). Según esa concepción, el galardón futuro se asegura soportando a este eón, como el «profeta» Jesús perseguido y muerto, y esperando la inversión venidera, dejándose perseguir y humillar aquí­ de mil maneras para ser tanto más glorificado como justo en la parusí­a.

Si se pregunta por la imagen del futuro que tení­a Jesús mismo, ésta habrá de buscarse en la diseñada por Mt (-> Jesucristo, C iv, 5), debiendo dejarse de lado aquí­ el problema de la evangelización de los gentiles. Así­, pues, si las representaciones sobre la p. en Jesús fueron de carácter cosmológico y apocalí­ptico, el puente con la versión pneumática de una expectación de la p. ya cumplida, propia de los helenistas, está en que los acontecimientos que condujeron a admitir una p. ya cumplida se realizaron en la persona de Jesús mismo. En todo caso, para este tipo de solución la expectación próxima de Jesús ya se cumplió de hecho, aun cuando no de manera cosmológica, sino de manera pneumática. El estudio sistemático de esta interpretación de las palabras de Jesús por los acontecimientos pascuales, así­ como la manera de enjuiciar la correspondencia entre mensaje y destino, dependen de cómo se entienda la historia de la -> salvación, y son un problema de teologí­a fundamental. Las posteriores teologí­as neotestamentarias mezclaron constantemente ambos esquemas, aunque en parte admitiendo sólo escasos elementos de la otra solución (p. ej., Jn). En todo caso, en tiempo de Pablo y de Mc la repulsa a la escatologí­a exclusivamente presente está en plena marcha. Pero luego la resurrección vino a ser sólo conditio sine qua non para la p. del Hijo del hombre, y dejó de ser la glorificación que la sustituí­a. En la solución de Lc se alcanza exactamente la posición media: Hasta el fin es el «tiempo de la Iglesia», y el momento de llegar la p. depende de los creyentes mismos, de su conversión (Act 3, 19ss) y de su oración (Lc 18, 7 8).

El hecho de que todos los escritos del NT cuentan con un final no cumplido todaví­a, es una prueba de la superposición de las dos tradiciones principales. Así­, junto a la afirmación de que con la resurrección de Jesús ha comenzado ya el nuevo -a eón, hallamos la de que sólo la p. del Hijo del hombre traerá el cielo nuevo y la tierra nueva. Esta yuxtaposición – y no la mera dilación de la p. – fue la tarea impuesta a las teologí­as del cristianismo primitivo.

BIBLIOGRAFíA: E. Teichmann, Die paulinischen Vorstellungen von Auferstehung und Gericht und ihre Beziehung zur jüdischen Apokalyptik (Fr – L 1896); E. Cremer, Die Wiederkunft Christi und die Aufgabe der Kirche (Gil 1902); K. Weiss, Exegetisches zur Irrtumslosigkeit und Eschatologie Jesu Christi (Mn 1916); M. Werner, Die Entstehung des christlichen Dogmas (L 1941, 21954); W. Michaelis, Der Herr verzieht nicht die Verheißung. Die Aussagen Jesu über die Nähe des jüngsten Tages (Berna 1942); A. Oepke, Die Parusie-Erwartung in den älteren Paulusbrrefen: NTD VIII (1953) 144 ss; P. L. Schoonheim, Een semasiologisch Onderzoek van Parousia met betrekking tot het gebruik in Mattheus 24 (Aalten 1953); C. H. Dodd, The Coming of Christ (C 1954); H. Conzelmann, Die Mitte der Zeit (T 1954); C. R. Beasley-Murray, Jesus and the Future (Lo 1954); E. Grdsser, Das Problem der Parusieverzögerung in den synoptischen Evv. und in der Apg (B 1957); F. Flückinger, Der Ursprung des christlichen Dogmas. Eine Auseinandersetzung mit A. Schweitzer und M. Werner (Z 1955); J. Jeremias, Jesu Verheißung für die Völker (St 1956); W. G. Kümmel, Futurische und präsentische Eschatologie im ältesten Christentum: NTS 5 (1958-59) 113-126; J. Gnilka, «Parusieverzögerung» und Naherwartung in den synoptischen Evv. und in der Apg: Cath 13 (1959) 177-290; H. W. Bartsch, Zum Problem der Parusieverzögerung bei den Synoptikern: EvTh 19 (1959) 116-131; A. Strobel, Untersuchungen zum eschatologischen Verzögerungsproblem (Lei – Kö 1961); idem, Die apokalyptische Sendung Jesu (Rothenburg 1962); T. F. Glasson, The Second Advent. The Origin of the NT Doctrine (Lo 1963); N. Perrin, The Kingdom of God in the Teaching of Jesus (Lo 1963); Ph. Vielhauer, Jesus und der Menschensohn: ZThK 60 (1963) 133-177; J. A. Sint, Parusieerwartung und Parusieverzögerung im paulinischen Briefkorpus: ZKTh 86 (1964) 47-79; K. Schubert, Die Entwicklung der eschatologischen Naherwartung im Frühjudentum: Vom Messias zum Christus (W 1964); W. G. Kümmel, Die Naherwartung in der Verkündigung Jesu: Zeit und Geschichte (homenaje a R. Buitmann) (T 1964) 31-46; A. Vögtle, Exegetische Erwägungen über das Wissen und Selbstbewußtsein Jesu: Rahner GW I 608-667; J. Ernst, Die eschatologischen Gegenspieler in den Schriften des NT (Rb 1967).

Klaus Berger
II. Explicación teológica
1. La p., teológicamente entendida, es la permanente presencia salví­fica de Cristo en el estadio definitivo, manifestado como tal, de la historia sagrada y de la historia universal, que han quedado superadas y consumadas en el destino de Cristo; es la consumación de la historia de la humanidad y del mundo a través de la humanidad glorificada de Cristo (que se ha manifestado inmediatamente con su gloria) en Dios (Mt 24, 36; 25, 31ss; 1 Tes 5, 2; 2 Tes 2, 2ss; Ap 20, 11ss; 22, 17 20). La -> resurrección y ascensión de Cristo y la misión del Pneuma (-> Espí­ritu Santo) son el comienzo de este acontecimiento, el cual, siendo ya irreversible, prosigue en la historia salví­fica de la humanidad y del individuo y llega a su final consumado precisamente en lo que la Escritura llama parousí­a. La consumación de este proceso, cuya duración intramundana nadie sabe, porque es acción incalculable de la libertad de Dios (Mc 13, 32), la llamamos p. de Cristo, por cuanto en ella se hará patente para todos (porque todos estarán consumados en la salvación o perdición definitivas, operadas por Dios) que el comienzo de la irreversibilidad, el fundamento y soporte del proceso, su centro y sentido, su punto culminante y la razón permanente de la consumación misma es la realidad del Señor resucitado, que retorna en cuanto por su acción todos llegan en él a su consumación en la salvación o perdición eternas. Ese retorno se hace para el juicio (Dz 6 40 86 429), y objetivamente no puede pensarse como separado del juicio en cuanto triunfo y manifestación definitiva del resultado eterno de la historia, pues en tal manifestación aparece con claridad precisamente que esta historia ha sido la obra de Dios, la cual tení­a el centro de su sentido en Jesucristo.

2. Sí­guese que este juicio final debe acontecer en el contexto de la consumación del mundo y de la historia en cuanto totalidad, y, por ende, como momento interno de la p. de Cristo y de la -> resurrección de la carne. En cuanto, por una parte, esta consumación comprende en sí­ como momento interno que se revele radicalmente la consumación de la historia entera del mundo hecha en libertad, y, por otra parte, dicha consumación no es simplemente resultado de la evolución inmanente del mundo, sino que depende de la soberana disposición de Dios (fin puesto, no fin alcanzado partiendo de un -> principio), la p. se llama juicio de Dios. En cuanto a la postre está determinada esencialmente por la esencia y acción de Dios en -> Jesucristo, esta consumación se llama juicio de Cristo. Por el hecho de que esa consumación afecta a todos (en reciproca referencia y, por cierto, en la consumación definitiva tanto del bien como del mal), se llama juicio universal. Por cuanto es la consumación definitiva con que termina la historia, se llama juicio final (cf. -> noví­simos).

La relación entre el juicio universal y el juicio particular y, por tanto, en parte también el contenido de lo que se dice sobre el juicio final, deben determinarse partiendo de los principios generales de la escatologí­a: La «esencia del -> hombre (iii)» condiciona una unidad dialéctica de los enunciados acerca de su ser unitario, cuyos momentos no pueden confundirse entre sí­, ni tampoco dividirse simplemente entre las dos «partes» (-> alma y -> cuerpo); es decir, el hombre es un ente espiritual, singular, «que subsiste en sí­ mismo» (y por tanto no puede reducirse a mero momento o factor del todo cósmico y de su historia) y un ser mundanal social, «que subsiste en la materia», que está ligado al destino de la humanidad una y del mundo uno.

De acuerdo con la indisoluble unidad dialéctica de estos dos grupos de enunciados, que no son reductibles a una unidad superior, ni pueden simplemente repartirse en dos órdenes (porque las «partes» de la unidad sustancial del hombre son principios reales ónticos y no entes que existan por sí­ mismos), tampoco la consumación de este hombre uno puede expresarse en principio más que en dos enunciados dialécticamente referidos uno a otro y coherentes entre sí­: en las proposiciones de una escatologí­a individual (cf. sobre ello -> muerte) y en las de una escatologí­a cósmica. De ahí­ que no hagan justicia a la naturaleza pluridimensional (pero no divisible en partes) del hombre y a su consumación, ni el intento moderno de lograr, por la «desmitización», una escatologí­a meramente individual (tratando de entender las proposiciones sobre escatologí­a general como expresiones figuradas sobre escatologí­a individual), ni la tendencia (que aparece una y otra vez en la historia antigua del dogma antes de Benedicto xii y en la teologí­a protestante) a eliminar la escatologí­a individual a favor de una escatologí­a cósmica (en la que el individuo es sólo un factor de este acontecimiento). Mas por eso tampoco puede exigirse ni está justificado el intento de repartir adecuada y claramente los factores o momentos materiales de la única consumación del hombre simplemente uno en dos acontecimientos separados por un intervalo de tiempo y sin relación entre sí­. Pues la consumación del hombre como ser social y mundano (p. ej., en la -> resurrección de la carne) es un ingrediente de la consumación de su singularidad individual (de suerte que, aun como espí­ritu, él solo está consumado en aquel acontecimiento colectivo), y la consumación del hombre singular en cuanto él mismo (p. ej., en la -> visión de Dios) es un momento de la historia universal del mundo. Esta relación que media entre lo distinto y, sin embargo, no adecuadamente divisible en los enunciados acerca de la escatologí­a universal y de la individual, media también entre el juicio universal y el particular.

3. Pero esta p. de Cristo para el juicio es manifestación del -> amor de Dios, pues él juzga al mundo por la acción del amor, que atrae a todos los que quieren dejarse atraer, y concede esta voluntad según una disposición que ahora nos es desconocida, pero se nos revelará en la p., y que tiene también su centro y sentido en Cristo. Si se aplican rectamente los principios (dogmáticamente ciertos) de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas a las representaciones de la Escritura y de la tradición sobre la p. (venir sobre las nubes, signo del Hijo del hombre en el cielo, etc.), o sea, si se tiene idea clara de que nuestras afirmaciones escatológicas no son un relato anticipado de acontecimientos futuros, sino la traslación prospectiva de la actual situación salví­fica y de su experiencia creyente al modo de su consumación, hemos de decir que apenas puede afirmarse con certeza sobre la p. de Cristo más de lo que abstractamente acabamos de formular, aunque debemos dejar en firme que esta esencia de la p. abstractamente formulada tendrá una concreción, pero una concreción que escapa a nuestras representaciones terrenas. Usando los términos del magisterio eclesiástico, lo dicho hasta aquí­ puede resumirse en los siguientes enunciados: Es dogma de fe que Cristo vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos (Dz 6 40 86 y 429); es doctrina cierta que no puede calcularse el momento de esta p. (-> milenarismo: Dz 2296, -> escatologismo). Los signos precursores que una y otra vez se alegan en la tradición (predicación del evangelio en todo el mundo [Mt 24, 14], conversión de Israel [Rom 11, 25ss], aparición y triunfo del -> anticristo [2 Tes 2, 3], cambio fí­sico del mundo [Mt 24, 29ss; Lc 21, 25, etc.]), han de entenderse con cautela crí­tica de acuerdo con los principios hermenéuticos de las afirmaciones escatológicas, y en ellos hay que distinguir entre la cosa afirmada y la imagen.

Autorizada por el ejemplo de Jesús, la Iglesia anticipa y prefigura en la celebración eucarí­stica la -> comunión de los santos con el Señor resucitado de la gloria.

BIBLIOGRAFíA: Cf. bibl. -> escatologí­a -> novisimos – L. Billot, La Parousie (P 1920); G. Hoffmann, Das Problem der letzten Dinge in der neueren evangelischen Theologie (GIl 1929); A. Derden, Der Zeitpunkt der Wiederkunft Jesu (W 1947); M. Schmaus, Von den letzten Dingen (Mr 1948) 257-283; R. Guardini, Die letzten Dinge (Wü 21949); J. Daniélou, Christologie et eschatologie: Chalkedon III 269-286; P. Althaus, Die letzten Dinge (Gü 61956); Schmaus D IV/2 89-111 (bibl.); Barth KD III/2 524-780; L. Scheffczyk, Das besondere Gericht im Licht der gegenwärtigen Diskussion: Scholastik 32 (1957) 526-541; P. Schütz, P. – Hoffnung und Prophetie (Hei 1960); H. U. v. Balthasar, Eschatologie: FPhH 403-422; 11. Dolch, Zukunftsvision und Parusie: Wahrheit und Verkündigung (homenaje a M. Schmaus) (Mn – Pa – W 1967) 327-339; J. Timmermann, Nachapostolisches Parusiedenkefn Untersucht im Hinblick auf seine Bedeutung Dr. einen Parusiebegriff christlichen Philosophierens (Mn 1968); E. Krebs, El más allá (Herder Ba 1964); A. Royo Marí­n, El misterio del más allá (Rialp Ma 21965); M. Schmaus, El problema escatológico del cristianismo (Herder Ba 1964); J. Staudinger, La vida eterna (Herder Ba 1965); G. Uscatescu, Escatologí­a e historia (Guad Ma 1964); S. Zedda, Escatologí­a y Apocalipsis (Lit Esp Ba 1964); Escatologí­a cristiana (P Socorro Ma 1965); H. E. Hengstenberg, Soma y escatologí­a. El cuerpo y los noví­simos (Eler Ba 1967); E. Pozo, Teologí­a del más allá (Ed Cat Ma 1968); A. Salas, Discurso escatológico prelucano. Estudio de Lc 21, 20-36 (El Escorial Ma 1967); O. Cullmann, La inmortalidad del alma o la resurrección de los cuerpos (Studium Ma 1970); F. Gaboriau, El hombre y la muerte; Diálogo con K. Rahner (Apostolado Ma 1969); R. Martí­n-Achard, De la muerte a la resurrección (Marova Ma 1969); J. Pieper, Muerte e inmortalidad (Herder Ba 1970).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

véase Dí­a del Señor

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Véase Escatología, Segunda Venida de Cristo.

Fuente: Diccionario de Teología