latín incarnatio. Acto misterioso de haber tomado carne humana el ®bo Divino. Desde esta óptica ve San Juan a Cristo, quien es la Palabra hecha carne, que vino al mundo a redimir y dar vida a los hombres y a comunicarles los misterios divinos, enviado por Dios, y que una vez concluida su misión en la tierra debe volver a Dios; el evangelista dice: †œY la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros†, Jn 1, 14. San Pablo dice que el Hijo de Dios se encarnó, †œnacido del linaje de David según la carne†, Rm 1, 3; 9, 5; 1 Tm 3, 16.
Jesús siendo Dios, se hizo plenamente humano y asumió la carne con todas sus consecuencias: Jesús sintió fatiga, Jn 4, 6; sed, Jn 4, 7; 19, 8; se conmovió con la muerte de su amigo Lázaro y se echó a llorar, Jn 11, 3336; en todo se hizo humano, en todo fue probado, menos en el pecado, 2 Co 5, 21; Hb 2, 17-18; 4, 15; 5, 5-10; 1 Jn 3, 5; 1 P 2, 22-25; hasta la muerte, Rm 8, 3. Es decir, Cristo renunció a la gloria divina, que le correspondía como hijo de Dios, y asumió el sufrimiento y el sacrificio de la cruz, se despojó de su derecho a ser tratado como Dios, Flp 2, 6.
Diccionario Bíblico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003
Fuente: Diccionario Bíblico Digital
La doctrina de la encarnación se presenta o se asume en la Biblia (Joh 1:14; Rom 8:3; Phi 2:5-11; 1Ti 3:16). Encarnación viene del lat. y significa ser hecho carne; es decir, humanarse. La doctrina de la encarnación enseña que el Hijo eterno de Dios (ver TRINIDAD) se humanó, sin que de manera alguna disminuyera su naturaleza divina.
En el proceso de un nacimiento ordinario se inicia una nueva personalidad. El nacimiento virginal fue un milagro forjado por el Espíritu Santo, por medio del cual el eterno Hijo de Dios se hizo carne; es decir, tomó una naturaleza genuinamente humana además de su eterna naturaleza divina. Fue un nacimiento virginal, un milagro. Nunca se ha dicho que el Espíritu Santo fuera el padre de Jesús. Jesús era completamente Dios, la segunda persona de la Trinidad (Col 2:9) y genuinamente humano (1Jo 4:2-3).
El concilio de Calcedonia, en 451 d. de J.C., declaró que Cristo †œdebe ser reconocido en sus dos naturalezas inconfundibles, inalterables, indivisibles, e inseparables… siendo más bien preservadas las propiedades de ambas naturalezas, aunque concurren en una persona…† El Breve Catecismo de Westminster, pregunta 21 declara: †œEl único Redentor elegido por Dios es el Señor Jesucristo, quien, siendo el eterno Hijo de Dios, se hizo hombre, y así fue, y continuó siéndolo, Dios y hombre, en dos distintas naturalezas y una Persona para siempre.† La persona que era Dios y con Dios en el principio antes del universo creado, es la misma persona que a causa del cansancio se sentó en el pozo de Sicar; la misma persona que desde la cruz exclamara: †œPadre, perdónalos.† La distinción de sus naturalezas significa, y siempre ha significado para la iglesia, que Jesús es verdaderamente Dios, así como el Padre y el Espíritu Santo son Dios, y al mismo tiempo, sin confusión o contradicción alguna, es verdaderamente humano como nosotros somos humanos.
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano
(hacerse carne).
1- Dios se hizo hombre, sin dejar de ser Dios; siendo Dios y hombre verdadero, Jua 1:14, Rom 8:3.
2- Nació de mujer: (Gal 4:4), se encarnó en las entranas de una Virgen, la más bendita de todas las mujeres, la Virgen María, como había profetizado Isa 7:14, : (Luc 1:26-38, Mat 1:18-24).
3- En Belén parecía un nino, ¡pero era Dios!. en la Eucaristía, parece pan, ¡pero es Dios!. Ver: «Eucaristía.»
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
Palabra que se utiliza para señalar al hecho de que Dios se hizo hombre, de carne y hueso, en la persona del Señor Jesús. El término no aparece así en la Biblia. Se deriva del uso que las Escrituras hacen de los términos †œen carne† (gr. sarx) en relación con el cuerpo del Señor (†œJesucristo ha venido en carne† [2Jn 1:7]). Cuando el Señor Jesús resucitó, dijo a sus discípulos: †œPalpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo† (Luc 24:39). La e. es imposible de entender para la razón humana. Este hecho exorbitantemente maravilloso es llamado por Pablo †œel misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne† (1Ti 3:16), cosa que desde los principios mismos de la Iglesia muchos comenzaron a negar, unos diciendo que realmente no era un hombre, otros alegando que sí era humano, pero que no era Dios. La herejía docetista enseñaba que Cristo había sido una especie de aparición y que no había †œnacido de mujer† (Gal 4:4). Los sabelianos del siglo III decían que Dios se había manifestado en tres maneras distintas, tres modos diferentes, no en tres personas, negando así el carácter personal del Espíritu Santo y del Señor Jesús, así como su e. Las influencias filosóficas que vinieron a desembocar en el †¢gnosticismo del siglo II influyeron grandemente en este tipo de pensamiento negador de la e.
Pero la enseñanza clara, †œindiscutiblemente† (1Ti 3:16), de las Escrituras es que †œDios fue manifestado en carne†. En efecto, los apóstoles utilizaron esta doctrina como una especie de †œpiedra de toque† que ayudaba a determinar si una profesión de fe cristiana era genuina o no. Decía Juan: †œEn esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios† (1Jn 4:2). †œManifestado en carne† quiere decir, y dice, que el Señor Jesús tenía un cuerpo humano verdadero, sujeto al espacio y al tiempo. Sus lágrimas ante la tumba de Lázaro fueron verdaderas lágrimas y su sangre en la cruz verdadera sangre. Tuvo un cuerpo que sufrió cansancio (Jua 4:6), y hambre (Mat 21:18), y sed (Jua 19:28). Su muerte, entonces, fue verdadera muerte. Si él no hubiera sido verdadero hombre, de carne y hueso, no habría podido morir. La resurrección tampoco tendría sentido si Cristo no tenía un verdadero cuerpo. Para comentarios sobre la deidad de Cristo: †¢Jesucristo.
Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano
tip, DOCT
ver, TEOFANíAS, GOEL
vet, Del lat. «in», y «caro», «carne»: el hecho de asumir un cuerpo de carne; el acto por el que el Hijo de Dios se revistió voluntariamente de un cuerno humano y de la naturaleza humana. La encarnación de Jesucristo es el punto culminante de las revelaciones y manifestaciones procedentes de Dios en el mundo sensible. Por su misma esencia de amor, Dios no quiso quedarse aislado. Quiso manifestarse y, finalmente, encarnarse. Es así que inicialmente creó a los ángeles y a las criaturas celestes, esto es, a los espíritus servidores (He. 1:14); con ellos, al universo sensible que exalta su gloria a los ojos de las criaturas celestes (Sal. 19:1). La materia no es enemiga de Dios, sino un instrumento del que Dios se sirve para manifestar su poder y gloria. Este testimonio del poder divino es de tal claridad, a pesar del desorden que Satanás ha introducido en el mundo físico, que son inexcusables aquellos que rehúsan considerarlo (Ro. 1:20; cp. Hch. 14:17). Más aún que los cielos estrellados y que las estaciones, más aún que la creación natural, el hombre, creado «a imagen de Dios» (Gn. 1:26, 27) tenía que manifestar en la carne la gloria de su Creador: el amor, la rectitud, la inteligencia, el orden, todo ello características esenciales de la divinidad. Sabemos cómo fue violado este plan divino en el Edén, donde el hombre fue seducido por el enemigo del Señor, y vino a quedar bajo el poder de Satanás y llegó a ser hijo del Diablo (1 Jn. 3:10). Entonces, Dios empezó a manifestarse en hombres-testigos, como p. ej., Enoc, que anduvo con Dios (Jud. 14), Noé el justo (Gn. 7:1), Abraham, el amigo de Dios. A través de ellos, Dios reveló su voluntad. Después vino el testimonio colectivo: Israel, que sería el testigo de Dios a las naciones. Dios se manifestó de otra manera, en la Biblia. Se puede llegar a decir, en palabras de Adolphe Monod, que la Escritura (AT y NT) es como «una encarnación espiritual». Es a través del mensaje de los escritores inspirados (profetas y pastores), instrumentos escogidos de su revelación y vehículos de su pensamiento, que Dios ha hablado a los hombres. Sin embargo, a pesar de todos los medios usados, persistía una gran separación entre el Creador y la criatura. Dios había actuado, hablado, pero no había venido aún personalmente a obrar la salvación, y a restaurar el contacto personal roto en el Edén. Isaías, el gran profeta, expresa la súplica de toda la humanidad sufriente al clamar: «Â¡Oh, si rompieses los cielos, y descendieras…!» (Is. 63:19). También da la maravillosa promesa: «Esforzaos, no temáis; he aquí que vuestro Dios ……; Dios mismo vendrá, y os salvará» (Is. 35:4). Ciertamente, Dios se había aparecido en teofanías (véase), las apariciones del Señor a los patriarcas y al pueblo de Israel (Gn. 18:1; 32:28-30; Ex. 3:2-7; 19:20; 24:10; 33:11, etc.). Pero éstas solamente tenían un carácter excepcional y pasajero. El Plan de la salvación conducía inevitablemente a la encarnación, a la venida de Dios en carne, en Jesucristo. Según el AT, el Mesías debía ser el mismo Jehová, el Hijo de Dios único capaz de salvar (Sal. 2; 45:7-8; 110; Is .7:14; 9:5; 35:4; 40:9-11; Jer. 23:5-6; Mi. 5:1; Zac. 12:1, 10; 14:3-5). Por otra parte, este Mesías sería descendencia de la mujer, de la descendencia de Abraham, de Judá, y de David (Gn. 3:15; 22:18; 49:10; 2 S. 7:12-16); vendría a ser varón de dolores, y debería ofrecer su vida en la cruz en sacrificio por el pecado (Is. 53; Sal. 22:1-22; 40:7-9). ¿Cómo pueden ser posibles estas dos cosas? El NT da una luminosa explicación: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad» (Jn. 1:14). «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (He. 1:1, 2). Es tan sólo esta manifestación la que puede apagar la sed del hombre: sed de volver a la relación con su Creador, de recibir la certidumbre de su amor total y de su salvación eterna. «Es preciso vivir sin religión, sin Dios en el mundo y sin esperanza, o recibir el misterio de la encarnación» (Vinet). Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a Jesucristo al mundo. El Cristo, segunda Persona de la Trinidad, es Dios. «En El habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad… todo fue creado por medio de El y para El» (Col. 1:16; 2:9; cp. 1 Jn. 1:1-18). Es el «cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos» (1 P. 1:20). «El es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en El fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra… Y El es antes de todas las cosas, y todas las cosas en El subsisten» (Col. 1:15-17). Es el Hijo, a quien Dios «constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia (sostiene) todas las cosas con la palabra de su poder» (He. 1:1-3). Jesús dijo de sí mismo: «Antes que Abraham fuese, yo soy» (Jn. 8:58). Al mismo tiempo el Salvador es verdaderamente hombre semejante a nosotros en todo a excepción del pecado (He. 2:17; 4:15) si El es el eterno Cristo, es también Jesús de Nazaret, Aquel que es nombrado en los Evangelios más de 80 veces como «el Hijo del hombre» Jesucristo. De El pudo decir Juan el Bautista: «Después de mí viene un varón el cual es antes de mí porque era primero que yo… Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn. 1:30-34). Pablo habla de Aquel que, nacido de Israel según la carne, es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos (Ro. 9:5 cp Ro. 1:3-4) Cómo tuviera lugar la encarnación y cómo las dos naturalezas, la divina y la humana, se unieron en la sola persona de Jesucristo, es un misterio que nos sobrepasa. Sin explicarnos este misterio, la Escritura nos afirma simplemente el hecho del nacimiento milagroso. Nacido del Espíritu Santo y de la virgen María (Mt. 1:20-25; Lc. 1:31-35), el Señor es perfectamente hombre y perfectamente Dios: hombre, para ser solidario con nuestra raza y para representarnos ante el Padre, como nuestro goel (véase); Dios, para quitar nuestros pecados y para crear en nuestro favor una nueva humanidad. A los que afirman no poder aceptar una doctrina tan inexplicable se les puede preguntar cómo explican ellos la unión en el hombre del cuerpo y del espíritu. ¿Dónde está su nexo común? ¿Dónde exactamente termina lo uno y comienza lo otro? Este es el misterio de la vida, que constatamos sin poder explicar, de manera similar a la unión de las dos naturalezas en Cristo. En los evangelios, el Cristo afirma serenamente las últimas consecuencias del hecho de la encarnación: «El que me ha visto a Mí ha visto al Padre» (Jn. 14:9). «Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:30). Los judíos que le comprendieron perfectamente tomaron piedras para lapidarlo, porque tú, siendo hombre, te haces Dios» (Jn. 10:33). Los ataques contra la doctrina de la encarnación han sido numerosos desde los primeros siglos. Los gnósticos negaban su realidad y la reducían a una mera apariencia (docetismo). Los arrianos rechazaban la divinidad de Cristo, no viendo en El más que una criatura. En nuestra época la concepción liberal o racionalista sigue esta línea, pretendiendo que Jesús fue simplemente un hombre, hijo de José. Juan se enfrentó solemnemente a tal negación (1 Jn. 4:2-3; 2 Jn. 7-11), denunciando que procede del espíritu del Anticristo. La importancia de la encarnación es ciertamente fundamental. Por sí sola, da cuenta de la divinidad esencial del Cristo, que comporta su eternidad, su perfecta santidad, sus milagros, su poder, sus demandas absolutas. Al mismo tiempo, explica los hechos que, en vista de todo lo anterior, parecerían contradictorios: Su humillación, sus limitaciones humanas, sus sufrimientos, su agonía. Porque es evidente que si El «participó de carne y sangre» lo hizo a fin de poder morir por nosotros (He. 2:14). El propósito de la encarnación, así, no era solamente el de venir a hablarnos y a revelarnos a Dios, sino sobre todo el de dar paso a la cruz. Aquel que era «en forma de Dios» se despojó a Sí mismo; apareció como un simple hombre, y se hizo obediente hasta la muerte de la cruz (Fil. 2:6-11). Dios, con su absoluta perfección moral, no podía hacer otra cosa que juzgarnos; y El descendió en la persona de Cristo para ofrecerse para nuestra salvación. «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo… Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en El» (2 Co. 5:19, 21). Por una gracia incomprensible al volver a tomar su lugar a la diestra del Padre, el Cristo resucitado conserva la marca de su encarnación. Es el glorificado Hijo del hombre que se mostró a Juan (Ap. 1:12-18); y como tal aparecerá en las nubes del cielo (Dn. 7:13-14; Mt. 16:27; 24:30; Ap. 1:7); y es con las marcas de sus sufrimientos y muerte que será eternamente adorado en el cielo (Ap. 5:6-14). Sí, grande es el misterio de la piedad: «Aquel que fue manifestado en carne… creído en el mundo, ascendido a la gloria» (1 Ti. 3:16).
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado
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Misterio cristiano fundamental por el que se cree que el Verbo, Segunda Persona de la divina Trinidad, se hizo hombre, es decir tomó carne humana, sin dejar de ser Dios. Por eso la encarnación como misterio cristiano implica dualidad de naturalezas, memorias, inteligencias y voluntades y unidad de persona en Jesús, es de Unión hipostática o personal. (Ver Credo. Ver Jesucristo. Ver Navidad)
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
Jesús, el Verbo encarnado
Jesús es el Verbo «hecho carne» (Jn 1,14), «el Hijo unigénito que está en el seno del Padre» (Jn 1,18). La fe cristiana expresa esta verdad de la «Encarnación» con la fórmula del Credo «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Siendo Hijo de Dios, por su «condición divina», se hizo «semejante a los hombres» (Fil 2,6-7).
Se puede decir que es el punto central de la fe cristiana y que fundamenta todos los demás temas, especialmente si se le considera en todo el conjunto de la vida de Jesús, como «venida» (Jn 3,15-17) del Hijo de Dios para asumir una humanidad concreta, y como «subida» al Padre por medio de su muerte y glorificación (Jn 13,1). Será siempre un misterio insondable e incluso insospechable si no fuera por la revelación, puesto que, por la fe, reconocemos en Cristo una sola persona (la del Verbo) y dos naturalezas (la divina, en unión con el Padre y el Espíritu, y la humana).
Sólo a través de la existencia humana y salvífica de Jesús (que podemos llamar «pro-existencia»), descubrimos su realidad divina (su «pre-existencia»). En sus palabras, su modo de vivir y, especialmente, a través de su resurrección, entrevemos su «gloria», su realidad de Hijo de Dios hecho nuestro hermano «Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
En Jesús, Dios y hombre verdadero, encontramos la máxima cercanía en la historia humana del Hijo de Dios hecho donación a la humanidad entera (Jn 3,16). No sería posible la salvación y redención universal sin esta realidad de Jesús, «perfecto Dios y perfecto hombre», que quiere «salvar al hombre por medio del hombre». Esta es la síntesis de la doctrina cristiana sobre Jesús Salvador (cfr. Rom 1,1-7; Ef 1; Col 1; Fil 2,5-10).
Dios, hombre, Salvador
Por el hecho de ser verdadero Dios, es engendrado eternamente por el Padre, procede de él y es igual a él («consubstancial»). Es «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), «el esplendor de su gloria, la irradiación de su substancia» (Heb 1,3). Por el hecho de ser verdadero hombre, es el Hijo «enviado al mundo» por el Padre, bajo la acción o «unción» del Espíritu Santo, como Salvador de toda la humanidad (Jn 3,17; 4,42; Lc 4,18). En Cristo, el Verbo encarnado, aparece la máxima epifanía del amor de Dios. «Si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo, y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo» (TMA 7).
La humanidad de Cristo es «vivificante», porque es «Dios con nosotros», el Emmanuel. Por esto, Cristo «manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre la dignidad de su vocación» (GS 22). Sólo el misterio de Cristo puede iluminar el misterio del hombre. Cristo, siendo verdadero hombre, salva a la humanidad abriéndola a su dimensión trascendente, que sólo se resuelve en Dios Amor. «La naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido… El Hijo de Dios comunica a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad» (CEC 470).
El nuevo sentido de la historia
La historia humana es ya otra historia desde la Encarnación del Hijo de Dios. En el caminar humano, a partir de Cristo, ha surgido una realidad totalmente nueva. Todas las religiones y culturas religiosas pueden ser un camino hacia Dios; pero, en Cristo, Dios es «el camino» (Jn 14,6), «el esposo» o consorte (Mt 9,15), el responsable o protagonista, «el Verbo hecho hombre para establecer su tienda de caminante entre nosotros» (Jn 1,14). «El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia… Cristo es su única y definitiva culminación» (TMA 6).
La diferencia entre el cristianismo y las religiones no consiste en una comparación de valores religiosos, sino en la novedad insospechada de que es Dios quien busca al hombre. «El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar a los hombres… buscando al hombre a través del Hijo» (TMA 6-7). Jesús es «la Palabra definitiva de la revelación… la autorrevelación definitiva de Dios» (RMi 5). «En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella» (RH 11).
La misión a la luz de la Encarnación
La misión de anunciar la Buena Nueva al mundo entero tiene su punto de partida en la Encarnación del Verbo y, como origen fontal, la Trinidad de Dios Amor. La misión del Hijo procede del Padre, se realiza bajo la acción del Espíritu Santo y se prolonga en la Iglesia. Anunciar a Cristo, el hombre entre los hombres, no consiste sólo en proclamar su verdadera condición de hombre, sino también su condición de Hijo de Dios.
Como Verbo encarnado, Jesús es «el único Mediador entre Dios y los hombres» (1Tim 2,5-6), «la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia» (TMA 5). El anuncio del evangelio se resume en proclamar que Jesús, por ser Hijo de Dios y hombre verdadero, es el Salvador de todos los hombres. Todo apóstol se puede inspirar en la afirmación de Pablo «Tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles» (Gal 1,16). Por esta condescendencia divina, «las multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo, dentro del cual creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospe¬chada plenitud, todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su destino, de la vida y de la muerte, de la verdad» (EN 53; cfr. RMi 8).
Referencias Anunciación, cristología, Eucaristía, Jesucristo, redención, salvación, Trinidad.
Lectura de documentos LG 3; AG 3; GS 22, 32, 39, 45; RMi 6; CEC 451-483; TMA 1-17, 40-43.
Bibliografía J. ALFARO, Cristología y antropología (Madrid, Cristiandad, 1973); C. CHOPIN, El Verbo encarnado y redentor (Barcelona, Herder, 1979); CH. DUQUOC, Cristología, ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesías (Salamanca, Sígueme, 1985; J. ESQUERDA BIFET, Soy Yo, misterio de Cristo, misterio del hombre (Barcelona, Balmes, 1990); O. GONZALEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret ( BAC, Madrid, 1975); J.L. MARTIN DESCALZO, Vida y misterio de Jesús de Nazaret (Salamanca, Sígueme, 1989); E. MURA, La humanidad vivificante de Cristo (Barcelona, Herder, 1957); K. RHANER, W. THÜSING, Cristología. Estudio sistemático y exegético (Barcelona, Herder, 1975). Ver bibliografía de Jesucristo, cristología, etc.
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
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SUMARIO: 1. Logos-Verbo-Palabra se hizo carne. – 2. Intencionalidad de la palabra «carne». -3. La «carne» como habitación. – 4. Encarnación «progresiva».
1. El Logos-Verbo-Palabra se hizo carne
Cuando leo el libro del Apocalipsis siempre me llama la atención la chocante contradicción en que cae el Vidente de Patmos al presentarnos a Cristo vencedor. Le ha descrito de muchas maneras y mediante muchos títulos: el , el de Reyes Señor de Señores, el Cor, su título preferido, que aplica a Jesucristo veintiocho veces. De pronto afirma que su sólo él lo sabe . La contradicción está servida. Pero el problema no termina ahí. Aumenta nuestro desconcierto en el versículo siguiente cuando leemos: nombre es Palabra de (Apoc 19, 11-13). Resulta entonces que, por un lado, nombre sóél (Cristo) puede descifrar y, por otro, que el propio Vidente también lo ha hecho llamándole de Dios.
Es evidente que cuando Cristo es presentado de esta manera con un nombre enigmático, que sólo él sabe descifrar, el autor profético del Apocalipsis no se refiere a ninguno de los que nosotros utilizamos para designar a las personas. En nuestro texto se habla del «nombre» en el sentido estrictamente bíblico. En dicho mundo, el nombre no etiqueta a las personas sino que las define; expresa todo lo que ellas son y significan. Cuando se habla de un nombre que nadie puede descifrar se está utilizando una expresión que nos introduce necesariamente en el misterio. ¿Quién conoce verdaderamente a Cristo vencedor? El mismo se manifestó en este terreno: conoce al Hijo sino el Padre… (Mt 11, 27). La expresión del Vidente de Patmos es funcional. Está al servicio del misterio que intenta describirnos y nos está diciendo con ella que dicho misterio desborda toda posibilidad de comprensión por parte del hombre.
nombre es Palabra de Dios. Y así es, en efecto, se llama y es la «palabra de Dios» en persona, el Revelador, el que anuncia las cosas últimas y la suerte definitiva de la historia tal como Dios quiere que ocurran, el que lleva a su consumación la revelación de la salvación y del juicio.
Cuando decimos que se palabra suponemos que, desde siempre, se había expresado en ella. La Palabra es la expresión y la concreción del ser mismo de Dios. El Dios expresado desde la eternidad en su Palabra (en «inculturación» perfecta) nos da a conocer el plan eterno que el Dios bíblico-cristiano tenía desde siempre. Y este plan era hablar, darse a conocer, revelarse, manifestarse, dirigirse al hombre, comunicarle sus designios y deseos, acercarse personalmente a él, entrar en relación de proximidad con él en intimidad profunda, regalarle su amistad, buscar un permanente encuentro mutuo.
Esta concreción de Dios en su palabra se ha traducido correctamente en la frase siguiente: de Dios es del hombre. Afirmación que es válida, sobre todo, a propósito de nuestro Dios. No podemos admitir un Dios mudo, lejano, escondido, abstracto, oculto detrás de complicadas e ininteligibles especulaciones filosóficas. Queremos seguir viviendo el desconcierto del antiguo Israel ante la proximidad de su Dios: «¿Hay alguna nación que tenga los dioses tan cercanos a ella como lo está Yahvé, nuestro Dios, siempre que le invocamos? ¿Hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo…?» (Deut 4, 7. 33).
se Palabra, es decir, se auto-expresó de forma perfecta, se reflejó totalmente, imprimió su imagen y fotografía exactas, hizo un calco idéntico de su propio ser en su Palabra. Esto ocurrió en el principio. En un principio sin principio, que llamamos eternidad. En el marco de la obra creada y del devenir histórico dicha Palabra se hombre. Y su nombre, que es Palabra de Dios, según el Vidente de Patmos, se registró en nuestra historia con el nombre Jesús de Nazaret.
En los escritos joánicos Jesús es presentado como la Palabra personal. Presentación justificada desde la vinculación del título «Logos-Palabra» a su persona. Para la comprensión de este título importante dado a Jesús, para entender a Jesús como Palabra de Dios, como su palabra personal, es necesario tener en cuenta una serie de consideraciones, deducidas del texto bíblico, que enumeramos a continuación:
1a) El título de Logos-Palabra es exclusivo de los escritos joánicos y, en contra de lo que a veces se dice, no es predominante en ellos. Prácticamente sólo aparece en el prólogo del evangelio, en el de la primera carta de Juan y en el libro del Apocalipsis (Jn 1, 1. 14;1Jn 1, 1; Apoc 19, 13). Cuatro veces en total. Esta estadística, cuantitativamente tan poco significativa, tiene una excepcional importancia, como lo pondrán de relieve los números siguientes. En ellos aparecerá la ón e interrelación entre el Logos-Palabra y las palabras Logos-Jesús. O. Cullmann lo afirma acentuando la estrecha conexión entre el prólogo y el resto del evangelio. Cuando en el evangelio, fuera del prólogo, es utilizada frecuentemente la palabra logos, en el sentido de palabra de Cristo, desempeña una función salvífica fundamental: pone al hombre ante la exigencia de una opción fundamental definitiva. Y esto debe ser enmarcado en la teología de la identidad del Logos: en el plano de la cristología del cuarto evangelio desempeña un papel importante la consideración de la identidad entre el «preexistente», el «terreno» y el «glorioso».
2a) Al afirmar que Jesucristo es la palabra personal de Dios, se quiere decir que ha sido en él, en su manifestación histórica, donde ha adquirido plena justificación el hablar de la palabra de Dios. El es el fundamento sólido que nos permite hablar de la palabra de Dios. Y ello porque nos encontramos no ante una palabra dicha por Dios, al estilo profético, sino porque palabra es Dios. Se afirma el nuevo modo de ser de Dios. El aspecto controlable del Logos-Palabra preexistentes se halla justificado por su humanidad hablante desde todo su ser y quehacer. La supraterrenalidad divina se describe como inmersa en la terrenalidad humana.
3a) Este fundamento último para poder hablar con prioridad de la palabra de Dios nos explica la frecuencia del término «logos» en el cuarto evangelio. La sobriedad del vocablo utilizado como título se halla compensada ampliamente por la frecuencia con que aparece como nombre o sustantivo. Y es utilizado para designar la palabra de Jesús, las palabras pronunciadas por él. Hasta tal punto que es inevitable pensar que el evangelista habla de la palabra Jesús está pensando en Jesús en Palabra. Si las palabras de Jesús son tan importantes es porque son manifestación de la Palabra, que es él mismo. Si la palabra de Cristo tiene una eficacia y un papel escatológico es porque Cristo «es» la Palabra. El Jesús terreno, su palabra, su vida, su muerte y resurrección son la realidad de la Palabra preexistente.
4a) La palabra «logos» significa revelación. Este es el primer significado que subyace en el vocablo, la idea de la revelación. Jesucristo es el Verbo de Dios, que existe antes que el mundo y que, en un momento determinado, fue pronunciado en el mundo. Dicho de otro modo: el oficio revelador está íntimamente ligado a la persona de Jesús Cristo mismo es la encarnación de la revelación. No son únicamente las palabras de Jesús, sino el hecho mismo de su venida y de su existencia en el mundo son en sí mismos la revelación que Dios hace al hombre. En el Apocalipsis, el Revelador, el cumplidor de la misión divina por excelencia, tiene como nombre propio el Verbo Dios (Ap 19, 13). Este nombre propio del Revelador indica lo que él es: palabra personal de Dios.
5a) De lo afirmado anteriormente se deduce con toda claridad relación existente entre el Logos y la revelación, entre Jesucristo y su misión. Cristo es el Verbo de la vida (Jn 1, 4) en su misma persona, la Palabra personal que, arrancando de la eternidad, llega a los hombres para comunicarles lo que él es. misión es de su . En última instancia nos estamos planteando, desde un punto de vista más o menos singular, la pregunta eterna sobre quién es Jesús. ¿Podemos llegar a él desde su , es decir, desde las funciones que realiza?
La suficiencia de la respuesta sobre quién es Jesús, partiendo de sus funciones, está justificada porque la dad, es decir, aquello que él hace o es para el hombre no es, en realidad, la respuesta última. Sencillamente porque lo que Jesús hace o es para el hombre no lo puede hacer ni ser cualquier hombre. Si Jesucristo lo hace o lo es, es porque es Jesús. Dicho de otro modo, su funcionalidad -o la consideración funcional- es inseparable de su persona, de su ser más íntimo. En definitiva, dicha funcionalidad se halla inseparablemente unida a la consideración esencial u ontológica de su persona.
Aplicado esto a la función concreta de Jesús en cuanto palabra de Dios, de ser la palabra de Dios para el hombre al que habla, a quien se dirige, a quien interpela, a quien constantemente sitúa ante la necesidad de una decisión por la vida o por la muerte, por la verdad o la mentira, por la luz o las tinieblas…, esta funcionalidad de Jesús en cuanto palabra de Dios tiene su justificación y raíz última en que él es la de Dios. Si habla al hombre con una autoridad verdaderamente decisiva, ello obedece a que él es la palabra de Dios. Su palabra es importante porque es la , no sólo porque pronuncia determinadas palabras o inculque determinadas enseñanzas. En el plano en el que nos estamos moviendo esto significa que su ón está desde su ser…
6a) En correspondencia a la densidad de contenido de esta Palabra, no basta oírla con el oído, aunque a veces el «oír la palabra» tiene ese sentido (Jn 2, 22; 19, 8). Lo importante es el significado teológico de este «oír la palabra». Si la palabra que Jesús anuncia es la revelación divina, este aspecto esencial de la misma exige al oyente no quedarse en la mera audición material, revelación divina exige ser aceptada oída con una ón creyente; la revelación divina exige su comprensión en la fe con la consiguiente obediencia que la fe impone; exige aceptar la revelación-manifestación de Dios en un hombre concreto.
2. Intencionalidad de la palabra «carne»
Esto nos obliga a volver nuestra mirada directamente al evangelio de san Juan. Únicamente él relaciona la presencia de Dios con carne. El Verbo-Logos-Palabra se hizo carne (Jn 1, 14). La aceptación de dicha presencia se convirtió en el cristianismo original en el criterio de la verdadera fe: «En esto distinguiréis si son de Dios: aquel que reconozca que Jesucristo es verdadero hombre (= vino en carne, dice el texto griego), es de Dios; el que no lo reconozca como tal, no es de Dios sino del anticristo» (1Jn 4, 2-3). «Porque han aparecido en el mundo muchos seductores, que no reconocen a Jesús como el Cristo hecho hombre (= vino en carne). Quien así lo manifiesta es el seductor, el anticristo» (2Jn 7).
Junto al anuncio de que Dios había venido a nuestro mundo era necesario afirmar / modo de dicha venida, el nuevo modo de ser del Verbo-Logos-Palabra desde que aterrizó en nuestra historia. Era necesario reconocer la aceptación plena del ser humano o ser hombre sin abandonar su categoría de Palabra de Dios. Se rotundamente la manifestación de Dios mediante la utilización momentánea de un ser humano, a modo de «medium» o de «altavoz» para darse a conocer y, al mismo tiempo, que se trate de un mito más sobre cualquiera de los múltiples reveladores a los que han recurrido todas las religiones de la historia.
El Verbo-Logc Palabra se carne Las tres razones que aducimos a continuación son las más importantes por las que el evangelista eligió el vocablo :
a) Con ella se pone de manifiesto, en primer lugar, condescendencia divina. La «carne» indica la debilidad, la pobreza y fragilidad del ser humano. Pues bien, Dios se dignó hacerse como nosotros; se hizo uno de nosotros; asumió todas las grandezas y limitaciones del ser humano. Se hizo semejante en a nosotros; en todo, menos en el pecado (Heb 4, 15). Esto es lo que comenzaron a llamar los padres griegos la divina (Fip 2, 7ss: «…se anonadó a sí mismo tomando la condición o la forma (= é) de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y tenido en lo externo como hombre»). La «condescendencia divina» consiste en la unión de la subliminidad divina con la insignificancia humana. Entre ellas existe una distancia infinita que únicamente puede salvar el puente de un amor infinito.
Según la mentalidad bíblica la encarnación se halla reflejada en la idea de una venida a la carne entendida de modo existencial e histórico como humanidad frágil, sujeta al sufrimiento y que encuentra su momento culminante en la muerte de cruz, para elevarse a través de la cruz hacia la transfiguración de la gloria. La tradición cristiana no se interesa mucho por una encarnación entendida como realidad esencial, aislada del realismo de la venida temporal e histórica y sobre todo del acontecimiento pascual. No podemos terminar esta primera razón de haber utilizado el evangelista la palabra «carne» sin copiar el texto siguiente: «Porque también Cristo murió de una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, con el fin de conducirnos a Dios, habiendo muerto ún la carne, pero siendo vivificado por el Espíritu» (1 Pe 3, 18).
b) Frente a los gnósticos era de vital importancia la existencia en «la carne» . La gnosis defendía la incomunicabilidad del mundo de arriba, el de Dios, con el de abajo, el del hombre. Para esta mentalidad la afirmación cristiana ús es Hijo de Dios implicaba la negación de la verdadera, de la muerte y de la eucaristía. Para los gnósticos, Jesús, a lo sumo, había sido medium del que se sirvió el Cristo celeste para comunicar al hombre el conocimiento revelado o la gnosis salvadora. El Cristo celeste había «utilizado» a Jesús desde el bautismo hasta la pasión en que le abandonó. Frente a esta tendencia, existente ya en el cuarto evangelio y de modo mucho más acusado en la primera carta de Juan, sus autores insisten de manera muy particular en los tres puntos que los gnósticos hacían incompatible con la fe cristiana: la encarnación (Jn 1, 14; 1Jn 4, 2-4), la muerte (Jn 19, 17-41) y la eucaristía (Jn 6, 51 b-58).
El misterio de la encarnación era absolutamente incompatible con el mito gnóstico del revelador cósmico que desciende y que asciende, sin asumir en esta trayectoria una historia verdaderamente terrena, verdaderamente humana. De ahí que el evangelista deje clara constancia de que en la encarnación no se trata de un acontecimiento exterior ni de un mito para expresar una obra intemporal de Dios en una esfera abstracta o puramente interior a la conciencia humana, sino de una asunción plena y total del ser hombre sin dejar de ser Logos.
c) Al establecer el realismo de la encarnación, la mentalidad del evangelista pretende acentuar también el realismo de la eucaristía, al que acabamos de hacer alusión. El Logos se carne. Esta es la frase esencial que nos está ocupando. La citamos, una vez más, no por sí misma sino para yuxtaponer a ella la relativa a la eucaristía: Es necesario comer la (en ambos casos, a propósito de la encarnación y en referencia a la eucaristía es utilizada la misma palabra griega: . La eucaristía es la continuación o la prolongación de la encarnación, aunque sea en una «carne transfigurada, resucitada». Pero el evangelista la pone de relieve para destacar el realismo de ambas. Una confirma a la otra y le da su verdadero sentido. Ya por entonces se negaba el realismo de ambas. «No confiesan que la eucaristía es la carne del Señor», afirma Ignacio de Antioquía. La afirmación de la realidad de la carne, a propósito de la encarnación, justifica la afirmación de la realidad de la eucaristía, aunque en ella la «carne» sea visible únicamente a través de la fe, que viene en ayuda de la deficiencia de los sentidos, como afirma el himno eucarístico.
d) De la Palabra proceden las palabras y los hechos: éstos son palabra y ésta es hecho. Se acentúa así la intención y dimensión salvíficas de la Palabra hecha carne. Se acentúa igualmente su aspecto de al cual ya nos hemos referido y que ahora vamos a desarrollar brevemente. El cuarto evangelio habla de «permanecer en la palabra» (Jn 8, 31), de «guardar la palabra» (Jn 8, 31) o de la audición creyente de la palabra que da la vida (Jn 5, 24). La palabra de Jesús identifica de este modo con lo que hoy designamos con el vocablo «kerigma». La palabra de Jesús no es la simple voz articulada, como la expresión de los pensamientos y de los sentimientos de una persona, sino que se identifica con la «palabra de Dios» (Jn 17, 14), con la verdad absoluta (Jn 17, 17).
Así se establece una especie de no de y vuelta: partiendo del Logos como título cristológico, como designación personal de Jesús, se llega a comprender el alcance y la validez de las palabras de Jesús. Y partiendo de las palabras de Jesús descubrimos la razón última por la cual estas palabras pueden ser aducidas como definitivas. Lo son sencillamente porque son las palabra del Logos, palapronunciadas por la Palabra, palabras en las que, de algún modo, se expresa la Palabra.
En todo caso, el Logos es vértice en este camino de ida y vuelta. Y es preciso tener en cuenta que esta afirmación no queda reducida al ámbito del evangelio de Juan. Debe extenderse a toda la Biblia. Todas las palabras anteriores, todo el AT, cuanto palabra de Dios, caminan hacia ésta buscando en ella su verdadero sentido y adquiriendo en ella su finalidad última. Y todas las palabras posteriores arrancan de esta Palabra como de único fundamento sólido: las palabras de la Iglesia en cuanto predicación y anuncio, en cuanto palabra cúltica, litúrgica y sacramental, la misma palabra eclesial o la Iglesia en cuanto sacramento… tienen en esta Palabra su auténtica justificación. Esta Palabra es la que da sentido a la prehistoria cristiana, lo que entendemos como el A. T., y a la historia cristiana, al tiempo y actividad de la Iglesia, después que fue pronunciada en nuestra historia.
La coincidencia entre lo que Jesús dice lo que Jesús es, explica carácter de la Palabra de las palabras Jesús. La suerte del hombre se decide por su actitud ante ella y ante ellas: «El que cree en él no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3, 18). De este modo se pone de relieve el poder escrutador de la palabra de Dios, su doble dimensión de ser palabra de salvación o de juicio, de gracia o de desdicha. El autor del Apocalipsis utiliza la misma metáfora con el fin de presentar a Cristo como juez que actúa con firmeza e imparcialidad (Ap 1, 16; 2, 12; 19, 21).
Esta palabra-hecho salvador exige al hombre situarse seriamente ante ella y decidirse por su oferta; no actúa mágicamente; potencia el ser mismo del hombre que se realiza mediante la decisión.
La contemplación de la encarnación implica los tres aspectos de la Palabra hecha carne: la preexistencia. la coexistencia y la proexistencia. Todo esto es posible porque el Logos, Cristo, es la Palabra carne. Nuestra extrañeza ante la afirmación de la deja de ser tal si tenemos en cuenta la mentalidad judía que constituye una buena preparación para la comprensión de la misma. En la mentalidad judía la preexistencia cronológica no era novedad alguna. Un judío contemporáneo de Jesús no veía nada extraordinario en que se afirmase dicha preexistencia. Para ellos, todos los hombres eran vistos desde la preexistencia. Porque para Dios ya es realidad todo aquello que puede ocurrir en el devenir del tiempo posterior. Por eso el acento de la presencia de Jesús prescinde de todo tipo de especulación cronológica sobre el «ahora, el antes o el después».
En cuanto a la coexistencia el «hacerse carne» subraya plenamente la condición humana con todas las etapas que la componen, desde la concepción hasta el último momento de la realización de la propia vida. A ello alude o hace, más bien, clara referencia la expresión de la divina: El Logos asumió, aceptó y vivió nuestra pobreza humana. Remitimos a lo dicho sobre el anonadamiento, sobre la forma (= é) de siervo, que se opone o está en el extremo opuesto de la forma (= é) de Dios.
En cuanto a la , la Palabra encarnada encontró muchos modos y formas para seguir presente entre nosotros. Por algo nos hizo la promesa firme de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20): presencia en su palabra, en el evangelio, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en aquellos hombres que constituyeron sus preferencias mientras vivió entre nosotros, en el amor, en los sacramentos, entre los cuales debemos destacar el de la eucaristía. Juan Pablo II lo ha dicho con bellas y profundas palabras: «El dos mil será un año intensamente eucarístico, en el sacramento de la eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (TMA, 55) y, naturalmente, en su garantía de la vida futura o en la acentuación de su dimensión escatológica.
3. La «carne» como habitación
El carácter decisorio de la Palabra, que es Jesús, y de las palabras, que él pronuncia, se explica teniendo en cuenta que la palabra que Dios pronuncia no puede separarse de Dios mismo (Jn 1, 1-2). El Logos es Dios mismo en su revelación: el Verbo era . El Logos es el Dios que se revela, que se comunica, porque es Dios mismo en acción, tanto en la creación como en la redención, aunque de distinto modo y con distinta intensidad. En todo caso, es claro que el Logos es y redentor. Dios ha querido revelarse, autocomunicarse, en una vida humana y a través de ella. De ahí que toda acción reveladora de Dios sea fundamentalmente cristológica.
La encarnación de Dios en nuestro mundo convierte a Jesús en el Esjaton, es decir, en la última intervención de Dios en nuestra historia. Esta es la razón por la cual, como afirma el Papa «continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina». Su presencia múltiple entre nosotros nos regala la existencia cristiana, que es la escatológica, la última, la novísima, de tal manera que los noísimos entran en nuestro mundo aquí y ahora para cada uno. Para lograr esta maravillosa realidad se hizo necesaria la presencia de Dios en medio de su pueblo. Ya el antiguo pueblo de Dios había considerado como su máxima gloria que «su Dios viviese siempre en medio de ellos».
Esta presencia en su culminación convirtió a la encarnación en una realidad permanente: ó entre . El verbo correspondiente (= , en hebreo, y con una clara asonancia en el griego ) evoca inevitablemente la presencia de Dios en medio de su pueblo. En el mundo judío el verbo indicado y la realidad a la que apunta recibieron el nombre de . Con este término se expresaba el gran tema y la máxima gloria de Israel que estaba centrada en la presencia de Dios en medio de su pueblo, así como la historia de dicha presencia. Es célebre, y casi idéntica a una de las frases de Jesús, la expresión siguiente: «Donde están dos reunidos en mi nombre para estudiar la Ley, la está en medio de ellos». La misma frase es aplicada por Jesús a su persona (Mt 18, 20).
La carne asumida por el Verbo-Logos-Palabra es la auténtica , con sus matizaciones más profundas e íntimas. Entre éstas destaca la de su presencia , a diferencia de «la tienda» de los nómadas, que se desplazaba con ellos e iba adonde ellos fuesen; la encarnación del Verbo es esta presencia permanente de Dios con su pueblo, con su historia y con el hombre que la realiza. La judía se halla concretada de manera muy singular en nuestra ía. Las diversas presencias de Dios entre los hombres de algún modo se concentran y sintetizan en ella: la nueva creación, la elección, la vocación, la promesa, la peregrinación, la perspectiva del lugar de descanso.
En el presente subtítulo, palabras de Jesús su filiación divina pretendemos descubrir la razón última por la que tanto Jesús como sus palabras, él en cuanto Palabra personal y su enseñanza manifestadora de la Palabra, tienen la importancia decisiva que hemos visto. Y esta importancia se halla justificada y respaldada desde su filiación única. es Hijo. Precisamente por eso es el revelador del Padre. El punto de partida de este nuevo paso debe verse en la naturaleza misma de Dios. El Dios bíblico-cristiano, nuestro Dios, es invisible: «A Dios nadie le vio jamás» (Jn 1, 18). Por tanto, queda excluida la visión -de la que presumían los gnósticos para entrar en comunicación con Dios- como medio de acceso a él. Es preciso que Alguien nos hable de él, y que ese alguien lo sepa «de buena tinta» para que pueda hablarnos de Dios con autoridad, con absoluta fiabilidad: «El Hijo único, que está en el seno del Padre, ése es el que nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18b).
El mismo evangelio de Juan nos orienta de forma clara en esta idea. Junto a la presentación de Jesús como Logos -al que es esencial la idea de revelador-revelación- nos ofrece como expresiones asociadas al Logos las de Zeós = Dios, y Monoguenés = único o unigénito. De esta forma se nos está diciendo que la autoridad de la palabra de Jesús y la de él mismo en cuanto Palabra está en la ón de la actividad de revelador y de su condición de Hijo.
Es cierto que no puede hablarse de la identificación de Logos y la de Hijo. Cada uno de los títulos tiene sus características propias y específicas. Sin embargo, tanto Logos como Zeós y Monoguenés se refieren a un mismo sujeto, que es necesario ver como preexistente, más allá del tiempo y del mundo. El Logos es Dios en Dios, mediador de la creación y portador de la revelación, y esto de forma absoluta y en virtud de su ón en la carne. El es el Verbo de Dios en la carne. Cuando nosotros lo encontramos como Palabra y en sus palabras es preciso tener en cuenta todo el proceso de «la teología de la palabra» que, arrancando de la eternidad, llega a nosotros en una trayectoria paulatina y progresiva a través de todo el A. T. y culminando en la persona de Jesús, hemos seguido el largo proceso recorrido por el Logos para «habitar» en medio de nosotros. En él confluye toda la teología de la Palabra y de los demás términos afines, como son, sobre todo, la Ley y la Sabiduría.
En esta misma línea nos orienta el texto sobre la revelación concedida a los pequeños: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te pareció bien. Todo me ha sido concedido por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 25-27). Jesús es, en efecto, el Revelador, pero ¿por qué? Porque es el Hijo. Cada vez parece más claro que esta sentencia de Jesús tiene como base la experiencia doméstica. ¿Quién conoce mejor al padre de la casa que sus hijos? ¿Quién conoce a los hijos mejor que el padre? Jesús, partiendo de esta experiencia familiar, se sirve de ella para justificar la revelación que él hace. Puede hacerla porque es el Hijo y conoce bien al Padre y porque el Padre le ha confiado todos sus secretos. En definitiva; Jesús es el Revelador, la Palabra última y definitiva de Dios, es Hijo «que está el seno Padre» (Jn 1, 18). El «estar en el seno de alguien» es la imagen que, en el lenguaje humano, indica mayor intimidad, conocimiento más profundo, comunicación exclusiva, donación total.
La parábola de los viñadores homicidas distingue claramente entre los siervos y el Hijo (Mt 21, 3ss). Evidentemente, los siervos son los distintos profetas enviados por Dios a su pueblo. Y la razón por la cual el dueño de la viña tiene esperanza de que los labradores respetarán al último enviado es porque se trata de su Hijo.
La parábola constituye una verdadera iluminación de toda la historia salvífica. Dios quiso que, a lo largo y a lo ancho de la misma, no faltase nunca el ejercicio del ministerio profético. Los profetas levantaron su voz recordando los «derechos de Dios» expresados en las cláusulas de la alianza. . El último portavoz se halla en la misma línea profética. Anuncia las palabras de Dios porque es la Palabra de Dios. Se halla inmerso en el ejercicio del ministerio profético y al mismo tiempo lo supera. Y ello porque es el Hijo: é a mi Hijo. El es el último recurso: Dios habla en su Hijo y por su medio.
4. Encarnación «progresiva»
Según la expresión paulina la encarnación tuvo lugar cuando «llegó la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4). Esta afirmación nos abre claras perspectivas en relación con el pasado y con el futuro. No cabe duda que existe una diferencia radical entre el tiempo bíblico y el tiempo cósmico. La pregunta es si son tan diferentes que cada uno marche por su camino, que se desarrollen en líneas paralelas, que no haya posibilidad alguna de contacto entre ellos. Decir que el tiempo bíblico se desarrolla en el marco mucho más amplio del tiempo cósmico es una solución de emergencia depauperadora de una realidad inmensamente rica.
Nosotros hablamos de la encarnación como de una segunda creación. El enjuiciamiento obligado de nuestra misma manera de hablar nos obliga a pensar en la creación primera. Fue la primera salida de Dios de sí mismo. Al menos así nos lo presenta la Biblia, aunque sea preciso alejarnos del aspecto precientífico de sus planteamientos. La presentación creacional de la Voluntad Soberana nos exige pensar en un caminar constante, en una evolución permanente en la que el tiempo, en su globalidad total, alcance su sentido desde «la plenitud de los tiempos». Estaríamos hablando del sentido cósmico de la encarnación. En ella encontraría el mundo su sentido, su centro y su unidad contemplada, sobre todo, en su perspectiva final.
La acción creadora de Cristo, tan destacada en Col 1, 16-17 —intervención de Cristo en la creación— y la actividad salvadora de Dios son vistas por Pablo como una realización histórica de su eterno amor al hombre. El hombre está destinado a reflejar tanto su creaturidad primera, la de ser criatura de Dios, como su creaturidad segunda, el ser criatura de Cristo: «La verdadera imagen de Dios no está tanto en el principio, sino en la meta de Dios con la humanidad» (J. Moltmann).
Adoptando la perspectiva evolutiva, desde una concepción global del mundo, el énfasis debe ponerse en la realidad última, en la parusía como coronación de la historia, la cual supera en calidad y en novedad al comienzo del mundo. Como dice Teilhard de Chardin «Todas las inverosimilitudes (de la antigua teología) desaparecen y las expresiones más atrevidas de Pablo adquieren fácilmente un sentido actual cuando el mundo se descubre pendiente, en su aspecto consciente, de un punto de convergencia omega y cuando, en virtud de su encarnación, Cristo aparece investido de las funciones de omega». «El Cristo de la revelación, no es más que el punto omega de la evolución».
¿Difiere mucho el apóstol Pablo cuando afirma que en Cristo reside la plenitud o la plenitud de la divinidad corporalmente, Col 1, 19; 2, 9? La «pleromización» (= , en griego, significa llenar copiosamente un recipiente, en este caso una persona) o «cristogénesis» apuntan hacia el triunfo cósmico de Cristo. La visión dinámico-evolutiva del mundo ha permitido a Teihard de Chardin integrar las ideas de creación y redención en un plano más unitario, donde la figura de Cristo emerge como centro del universo y meta del proyecto creativo divino (punto omega): todo el proceso evolutivo, por dirigirse hacia Cristo, es al mismo tiempo creativo y salvífico.
Frente a la consideración clásica de la encarnación para redimir al hombre del pecado, será necesario recordar que ya Duns Escoto (1274-1308) centra la encarnación en la predestinación de Cristo, a quien corresponde el primado de la creación. De ahí que no sea posible decretar la encarnación para reparar el pecado del hombre, sino sólo para dar a lo creado la posibilidad de realizar la gloria suprema de Dios.
A nosotros se nos exige desprendernos de unas categorías demasiado estáticas en una teología de la encarnación y aceptar un tipo de reflexión capaz de integrar más certeramente la creación y la redención en el único plan salvífico. La encarnación no puede considerarse simplemente como un segundo tiempo, como una segunda intervención de Dios, adecuadamente distinta de la intervención creadora y condicionada por el hecho histórico del pecado. En realidad incluye lo creativo y lo soteriológico como aspectos distintos de una voluntad electiva de Dios sobre el hombre y su mundo. La encarnación no es un hecho contingente que se añada a una historia ya constituida sin él, sino que expresa una ley esencial que regula las relaciones entre Dios y el mundo en la visión cristiana (M. Bordoni).
Si la encarnación expresa una constante histórica del único y eterno plan creacional y salvífico de Dios, la fe cristiana, como respuesta libre y cooperación del hombre a la realización de las intenciones últimas de los designios de Dios, posee también una dimensión de encarnación. De hecho, el estado «desencarnado». de la fe cristiana ha sido una de las principales causas de la descristianizacióm de los ambientes tradicionales de fe y del fracaso de la misión eclesial. Estos hechos exigen recuperar la encarnación de la fe y mostrar el amor del creyente al hombre y a su mundo. «El cristianismo sólo logrará la salvación encarnándose según su propia fórmula, es decir, poniéndose decididamente en el centro y en el vértice de ese movimiento espiritual, social y tangible, que hemos llamado el frente humano» (Teilhard de Chardin).
Muy probablemente la consideración y autodenominación única del Encarnado como «Hijo del hombre» sea inseparable de la concepción del hombre en su proceso de realización hasta alcanzar la plenitud del ser humano en el , el «Ecce Horno» del evangelio de Juan. > logos palabra; Ecce Homo; revelación.
BIBL. – Pueden consultarse muy provechosamente los siguientes comentarios al evangelio de san Juan: R. E. BROWN, evangelio según san luan, Madrid, 1979; R. SCHNACKENBURG, evangelio de Juan, Herder, 1987; X. LEí“N-DUFOUR, del evangelio de Juan, a partir del año 1989, y todavía falta el último tomo; F. F. RAMOS, según san Juan, en «Comentario al Nuevo Testamento», Casa de la Biblia y otras editoriales; M. BoRDONI, ón, en «Nuevo Diccionario de Teología», Cristiandad, 1982; SCHWEIZER, BAUMGíRTEL, MEYER, , Sarkikós, Sárkinos, en el magno diccionario TWzNT; A. FEUILLET, Prólogo del cuarto evangelio, Madrid, 1970; J. B. METZ, ía del mundo, Salamanca, 1970.
F. Ramos
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret
(-> María, madre de Jesús, anunciación, concepción por el Espíritu, nacimiento, preexistencia). El tema de la encarnación de Dios en Jesús se ha expresado en el Nuevo Testamento básicamente de dos formas: por un lado están los textos que suponen o exponen la preexistencia* divina del Hijo de Dios; por otro, los que ponen de relieve la concepción* por el Espíritu, presentándola en forma de narración evan gélica. Desde este contexto, retomando el argumento de la concepción* por el Espíritu, evocamos la visión de los evangelios de Lucas y Mateo, que presentan la encarnación de Dios en forma de nacimiento mesiánico, desde dos perspectivas distintas. Los evangelios no tratan de resolver problemas históricos, sino de entender la figura y obra de Jesús a partir de su mismo nacimiento. Desde esa base ofreceremos una breve reflexión teológica.
(1) Lucas. La función de María. El ángel (Gabriel = fuerza de Dios) ha saludado a María: Alégrate, agraciada, el Señor está contigo. Evidentemente, ella se turba, como suele suceder en las teofanías y relatos de anunciaciones. Dios le responde: «No temas, María, pues has hallado gracia ante Dios; y, mira, concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús; éste será Grande, se llamará Hijo del Altísimo…» (Lc 1,30-33). De esta forma se vinculan la esperanza israelita (Jesús será Hijo de David) y la esperanza universal humana (se llamará Hijo de Dios). El mismo Dios trascendente ha dirigido su palabra a la mujer María, ofreciéndole el más alto misterio de su vida. No es un Dios esposo, pues María se encuentra desposada; y, sin embargo, es Dios que actúa, haciendo surgir dentro de la historia, por medio de María, el hijo mesiánico de David, que es Hijo del Altísimo. Dios mismo es quien supera todas las leyes de la historia, haciendo que María quede grávida de amor y sea madre del Mesías. Pero es ella, la mujer María, quien debe asumir la tarea materna y paterna, dando nombre y vida al hijo divino sobre el mundo. Dios mismo le pide colaboración. Ella escucha y debe responder, ofreciendo su más alta creatividad de persona humana. Las funciones del varón y la mujer se han fecundado, se han unido: ella misma, la mujer María, aparece ahora como expresión humana del misterio paterno y materno de Dios, (a) María es madre del Hijo del Altísimo… Ella actúa así como mediadora del misterio paterno/materno del mismo Dios, que engendra su misterio (la vida de su Hijo) sobre el mundo. Dios mismo se hace Padre dentro de la historia, por medio de María. Por eso, podemos llamarla rostro materno y paterno de la maternidad original de Dios, (b) María es madre del Hijo mesiánico. Engendrando un Hijo para Dios, ella lo engendra para David, es decir, para la esperanza israelita. ¿Cómo se vinculan la paternidad de David y la de Dios? El ángel no lo dice, dejando que sea María la que pregunte, elevando su cuestión ante el misterio. Dios ha revelado a María el más alto secreto: concebirás… Pero, al mismo tiempo, ha dejado que ella misma sea quien decida y responda, como hace, diciendo: «Cómo sucederá esto, pues no conozco varón» (Lc 1,34). Esta pregunta puede interpretarse y se ha interpretado de varias maneras, pero la más obvia es ésta: le han dicho que concebirá; ella eleva su voz y pregunta ¿dónde está el varón? Esta es una pregunta lógica. Ella no es filósofa como Filón, sino una mujer galilea, de cultura y religión judía (israelita). Dios le promete un hijo y ella pregunta por el padre. Es lógico que sea así. No le ha dicho a Dios que espere, que debe consultarlo con José, su desposado. Tampoco le ha dicho que debe consultarlo con sus familiares (con su posible padre humano). Por el contrario, ella se sabe autónoma ante Dios y desde su propia autonomía le responde: ¡no conozco varón! Es él, el mismo Dios, quien debe responder por medio de su ángel y así lo hace, ofreciendo la palabra suprema de su revelación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, la Fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, lo que nazca será Santo, se llamará Hijo de Dios» (1,35). Dios no es potencia seminal que sustituye al esperma de Abrahán, de David o de otro, sino Espíritu de Vida, paternidad fundante que se expresa por medio de María, en el centro de la historia humana, (c) María y Moisés. Recordemos la vocación de Moisés* (Ex 3,11-12). Moisés había recibido ya su encargo básico, pero tiene miedo, se siente débil y pregunta: ¿quién soy yo? Dios le responde diciendo: no importa quién eres tú, sino Quién soy yo. Y así le dice: Soy el que soy (= El que hago ser), fundando así la historia israelita. También María ha preguntado, y Dios le ha respondido de manera semejante pero mucho más profunda: Estoy contigo como Espíritu de Vida, haré que nazca de ti (por ti) mi propio Hijo. De esta forma, la revelación de Yahvé (= Soy el que Soy, el que hago ser) se concreta y culmina por medio de la mujer María, de mane ra que por ella se expresa su nuevo y más alto misterio de revelación. El Dios que habla así, el Dios que actúa suscitando a Jesucristo, su Hijo, por medio de María, es un Dios siempre más grande, Dios Padre-Madre, presencia activa, misterio de amor que se expresa como Espíritu Santo. Dios no es Padre en General, Padre del cosmos actual o del futuro. Ahora descubrimos que él es Padre de nuestro Señor Jesucristo, como expresará la confesión pascual.
(2) Mateo. Origen divino y humano de Jesús. Mateo ha interpretado el nacimiento de Jesús desde una perspectiva israelita, retomando los motivos del éxodo*: «de Egipto he llamado a mi Hijo» (Mt 2,15; cf. Os 11,1). Este Hijo al que Dios engendra y llama, sacándolo de Egipto, es, en principio, el pueblo de Israel, personificado ahora en Jesucristo. Sobre esa base ha escrito Mateo su relato, no sólo para indicar que Jesús es Hijo de Dios, sino también para mostrar que Dios es Padre y le ha engendrado en el camino de la historia humana (israelita), como descendiente de Abrahán y de David. Así debe entenderse la genealogía rnesiánica, expresada en los cuarenta y dos antepasados de Cristo (Mt 1,2-18). Para Mateo, como para todo el pensamiento bíblico, sólo es verdaderamente humano aquel que nace de una historia, en una determinada familia o genealogía. Eso significa que Dios sólo puede ser Padre a través de la historia si engendra en ella al Hijo, introduciéndole (haciéndole nacer) dentro de una genealogía. Para mostrar eso, Mt ha recogido (y elaborado) una tabla de antepasados israelitas de Jesús (1,2-17), organizándola sistemáticamente en tres conjuntos de 14 generaciones, que quedan superadas al final desde el Espíritu Santo. En ese contexto se pueden destacar los siguientes motivos, (a) El Padre Dios y las cuatro mujeres irregulares (Mt 1,36). Como Padre mesiánico, Dios ha ido guiando la historia humana, el proceso de generaciones que llevan de Abrahán (de Adán) a Jesucristo, y se ha expresado de un modo especial a través de cuatro mujeres irregulares (Tamar, Rahab, Rut, la mujer de Urías), donde ha venido a reflejarse su providencia creadora. Así se manifiesta como verdadero Padre Dios, revelando su cuidado y revelándose paterno/materno a través de los difíciles caminos de los hombres y mujeres de la historia, (b) El Padre Dios y la mujer María. Concebido por el Espíritu Santo (Mt 1,18-25). El relato de la concepción de Jesús incluye elementos de carácter teológico y antropológico, cristológico y sacral, entre los que destaca el influjo y presencia de Dios, que actúa como Padre, por medio de su Espíritu Santo, haciendo que su Hijo nazca dentro de la historia. Allí donde se iba sucediendo la creatividad de los padres de familia, en línea patriarcalista (sólo han aparecido cuatro mujeres irregulares en un total de cuarenta y dos varones patriarcales), destaca ahora la función más alta de María, la mujer que viene a presentarse como signo de acogida humana del misterio de Dios, según la profecía (una virgen concebirá y dará a luz un hijo… Mt 1,23; cf. Is 7,í4). Por eso, José (el varón israelita) debe «convertirse», superando la ley de generación de los varones y aceptando la acción y presencia de Dios en María; José se hace padre (signo de Dios) en la medida en que renuncia a un tipo de paternidad propia. Naciendo de María virgen, Jesús ha superado el nivel en que se mueve la genealogía anterior. Ciertamente, por medio de José, él ha sido recibido en una familia israelita, pero no por comunión de sangre, sino por obediencia a Dios y decisión creyente. Desde ahí ha de entenderse el misterio de la paternidad divina, que se introduce a través de María en la línea de las genealogías humanas. José es para Mt el primero de todos los creyentes: aquel que, trascendiendo el nivel genealógico, expresado a través de la esperanza davídica humana, ha venido a situarse y nos sitúa ante la creatividad superior de Dios, que engendra a su Hijo dentro de la historia, como salvador de todos los humanos, por obra del Espíritu (cf. Mt 3,17), que es la vida y fuerza de Dios Padre. La biografía humana de Jesús (nacimiento, decurso vital, muerte/pascua) se encuentra definida por el Espíritu de Dios, que le suscita, le acompaña y culmina su camino por la pascua.
(3) Encamación. Un tema de dialogo entre religiones. Frente a una visión dualista, platónica o gnóstica, donde Dios permanece siempre en un nivel espiritualista, sin hacerse cuerpo, el Dios de Jesús se encarna y habita entre los hombres (cf. Jn 1,14). Encarnación significa presencia personal de Dios, que sigue siendo trascendente, haciéndose totalmente humano. El judaismo sabe que Dios habla a través de los profetas, pero añade que se encuentra siempre arriba, en su propia trascendencia. Lo mismo ha proclamado Mahoma en el Corán: Dios habla desde lo alto, no se vuelve palabra de forma humana, humanidad concreta. Tampoco las religiones de Oriente conocen verdadera encarnación, sino avataras, manifestaciones visibles del Dios invisible, en formas simbólicas cambiantes, de tipo imaginativo, no en la carne individual de un ser humano. Sólo el cristianismo es religión de encarnación: la teofanía o manifestación de Dios se identifica con la historia concreta de Jesús, con su persona. Desde esta base podemos distinguir tres tipos de religiones. Las religiones cósmicas están llenas de hierofanías cósmicas (cielo y tierra, piedras y animales, árboles y fuerzas atmosféricas); pero Dios no se revela en ninguna de ellas de manera plena. También las religiones proféticas se encuentran llenas de palabras y libros de Dios, como atestigua el Antiguo Testamento y el Corán. Pero sólo el cristianismo confiesa que «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gal 4,4-5), de tal forma que Jesús es hombre siendo Hijo de Dios.
(4) Cristianismo, religión de encamación. Jesús forma parte de la historia y de la eternidad de Dios. En lenguaje de historia, afirmamos que Jesús es el Hijo de Dios que nace en el tiempo, de manera que sólo en el tiempo podemos encontrarle, no fuera del tiempo, en algún tipo de eternidad previa, sino que brota de Dios al estar naciendo (realizándose) en el mundo; por eso, su misma encarnación (humanización) ha de entenderse como surgimiento divino. Pero, en lenguaje de eternidad, debemos añadir que Jesús Hijo pertenece al misterio fundante de Dios, de manera que no hubo un tiempo en que no fuera. Ninguno de esos dos lenguajes puede tomarse por aislado, sino que los dos han de tomarse unidos, de manera que nos permitan definir a Jesús como Dios en persona, como el mismo Hijo de Dios humanizado. Avanzando en esa línea podemos definir a Dios como aquel que es capaz de encarnarse (expresarse) totalmente en un humano (no en un ángel o animal, un vegetal o una estrella). Más aún, Dios no se encama en la humanidad general o en el proceso de la idea, como podía haber pensado Hegel; ni se expresa en la hondura supramaterial del alma o del espíritu, como podían añadir los neoplatónicos y/o gnósticos, sino en un hombre bien concreto: Jesús de Galilea. Lógicamente, los diversos momentos de la existencia de Jesús (recibir el ser, asumirlo de manera personal y compartirlo con otros, entregarlo a los demás…) son elementos centrales del misterio de la encarnación. Jesús es hombre (= un humano) individual, histórico, que ha nacido de otros hombres (de María, su madre), surgiendo de la promesa israelita (por Abrahán), en el contexto general de la historia (de Adán). Por eso, siendo individuo, lleva en su suerte la suerte de todos los humanos, de manera que ha podido vincularlos en palabra y esperanza. Pues bien, naciendo de la historia anterior y fundando la que sigue, Jesús brota del misterio de Dios, que ha querido que su Hijo eterno (superior a todo lo que existe) surja y se exprese en el camino de la historia. Por eso dice Juan que en el principio era el Logos (1,1), para añadir que se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14).
Cf. R. E. BROWN, El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982; M. COLERIDGE, Nueva lectura de la infancia de Jesús. La narrativa como cristología en Lucas 1-2, El Almendro, Córdoba 2000; J. MCHUGH, La Madre de Jesils en el Nuevo Testamento, Desclée de Brouwer, Bilbao 1978; S. MUí‘OZ IGLESIAS, Los Evangelios de la Infancia I-IV, BAC, Madrid 1987; G. PARRINDER, Avatar y Encamación. Un estudio comparativo de las creencias hindúes y cristianas, Paidós, Barcelona 1993; X. PIKAZA, La nueva figura de Jesils, Estudios Bíblicos, Verbo Divino, Estella 2003; K. RAHNER y W. THÜSING, Cristología. Estudio teológico y exegótico, Cristiandad, Madrid 1975.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
SUMARIO: I. La presencia de YHWH en medio de su pueblo en el AT.-II. La venida del Hijo de Dios en la carne según el NT: 1. La tensión intrínseca y paradójica y las dos «etapas» del acontecimiento Cristo: «según la carne» /»según el Espíritu»; 2. La encarnación del Hijo de Dios a partir de su condición de preexistencia; 3. La narración del nacimiento virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo en María; 4. La encarnación del Hijo de Dios como rebajamiento/ kénosis, hasta la muerte de cruz.-III. Perspectiva dogmática: la encarnación como acontecimiento trinitario.
Hasta no hace mucho tiempo, en los manuales teológicos católicos, el concepto de encarnación se usaba para expresar el acto de conjunción entre la naturaleza divina y la naturaleza humana en la persona de Cristo, y consiguientemente para profundizar -gracias a un análisis de carácter más bien metafísico- la constitución ontológica del Verbo encarnado. La vuelta a la historia de la salvación, a la dinámica de comprensión del acontecimiento cristológico que nos atestigua el NT., pero también a la génesis patrística del dogma cristológico de Calcedonia, junto con el horizonte cultural moderno y contemporáneo más atento a la existencialidad y a la historicidad que el antiguo, han permitido colocar el concepto de la encarnación de Cristo en el contexto histórico más amplio de la preparación veterotestamentaria, del conjunto global ‘ del acontecimiento de Jesucristo y, por tanto, ver en él la expresión del centro de la historia de la salvación en el que están llamados a insertarse, de diversas formas, todos los hombres. En esta perspectiva es posible -y hasta necesario- leer la encarnación como acontecimiento íntegramente trinitario, realizado y comprendido en su profundidad y en su significado último a partir del acontecimiento pascual.
I. La presencia de YHWH en medio de su pueblo en el AT
En realidad, si no es ciertamente posible hablar de «encarnación» en el sentido preciso del término a propósito del AT -ya que esto supondría olvidar la radical transcendencia de YHWH-, es sin embargo importante subrayar cómo toda la historia de Israel está atravesada por la promesa de la presencia salvífica del Señor en medio de su pueblo y también, por consiguiente, cómo esta promesa está caracterizada por la tensión intrínseca escatológica hacia una meta de presencia definitiva y completa de YHWH en la historia. Baste recordar algunos temas que recorren toda la tradición del AT. Ante todo, la morada de Dios en medio del pueblo de Israel en la tienda del desierto (Ex 25, 22; 33, 7-11; Lev 26, 12) y luego en el templo (1 Re 8, 10-11). En segundo lugar, el tema de la Sabiduría (cf. Job 28, 20ss; Sab 7, 22ss; 16, 12ss; Prov 8, 22ss), a través de la cual creó Dios todas las cosas, y que planta su tienda en Jacob (Eclo 24, 8); y junto con ellos, los temas de la Palabra eficaz de YHWH (con su papel cósmico-creativo e histórico-salvífico) (cf. Gén 1; Sal 33, 6; Is 44, 26ss; 55, 10-11), y de la Ley dada por Dios a su pueblo por medio de Moisés en el Sinaí. Una promesa de esta presencia de YHWH junto a Israel es también la que se vislumbra en la revelación que Dios hace a Moisés de su Nombre (cf. Ex 3, 1-15); en efecto, este Nombre -que compendia y manifiesta el rostro de Dios a partir de la experiencia liberadora del Exodo- no significa solamente la absoluta transcendencia del Dios de Israel, sino también la promesa de su presencia salvífica, llegando a significar que «pase lo que pase, en cualquier momento, lugar y situación en que te encuentres, tú (Israel) me encontrarás como un Tú que está delante de ti, un tú vivo y salvífico que será en cada ocasión tu presente y tu futuro» (E. Jacob). También el tema de la gloria (kabod, dóxa) expresa en el AT la revelación epifánica de la santidad de Dios en la naturaleza, pero sobre todo en la historia de Israel. La gloria es la santidad manifestada (cf. Is 6, 1-4): en los magnalia Dei, signo de su poder puesto al servicio de su amor y de su fidelidad, sobre todo en las teofanías del éxodo (Ex 16, 10; 24, 15ss; 33, 18), en la manifestación de su presencia en el templo (1 Re 8, 10-13), también en este caso con un alcance escatológico: en cuanto que la gloria del Señor «habitará nuestra tierra» (Sal 85, 10) y todas las naciones podrán contemplarla (Sal 97, 6; Is 62, 2; 66, 18). En particular, será sobre su Siervo como YHWH «manifestará su gloria» (cf. Is 49, 3); hasta la misteriosa figura apocalíptica del Hijo del hombre (cf. Dan 7, 9-14) está relacionada, en un texto famoso y enigmático de Ezequiel (cf. 1, 26-28), con la contemplación de la gloria del Señor.
II. La venida del Hijo de Dios en la carne según el NT
Obviamente, estas prefiguraciones anticipadoras o, mejor dicho, esta promesa/profecía veterotestamentaria, adquieren su pleno significado sólo a la luz del acontecimiento gratuito e indeducible de la venida del Hijo de Dios en la carne. Examinando en este sentido el testimonio neotestamentario, podemos distinguir, por comodidad, al menos cuatro momentos o dimensiones en los que se contempla y se transmite este acontecimiento de salvación: a) la etapa más antigua, que se remonta a la misma predicación de Jesús, que concierne por un lado a la tensión paradójica entre su humanidad real y su autoridad mesiánica, soberana y escatológica, y por otro lado al doble estado (de humillación/exaltación) de su misión, que se pone de relieve a partir de la novedad de la resurrección; b) la comprensión sucesiva del misterio de la preexistencia divino-trinitaria del Hijo de Dios y del acontecimiento de su encarnación en la teología paulina y joanea; c) la narración de la historificación de este acontecimiento gracias a lamaternidad virginal de María en los evangelios de la infancia; y finalmente la interpretación de la encarnación del Hijo de Dios como rebajamiento/ kénosis (a partir del famoso texto de Flp 2). En realidad, para acceder a la idea de la encarnación, hay que percibir antes –paradójicamente– la realidad de Jesús de Nazaret como aquel que fue constituido por Dios Mesías y Señor (en la resurrección), y luego corno aquel que está desde siempre (como Hijo unigénito) en el seno del Padre. De aquí el realismo, el valor salvífico y el significado teológico de su «hacerse carne». En cada una de estas etapas (o dimensiones) de lectura del acontecimiento de la encarnación está en realidad presente una clave pascual y una perspectiva esencial trinitaria, que intentaremos destacar en cada ocasión.
1. LA TENSIí“N INTRíNSECA Y PARADí“JICA Y LAS DOS «ETAPAS» DEL ACONTECIMIENTO CRISTO: «SEGÚN LA CARNE» Y «SEGÚN EL ESPíRITU». El testimonio evangélico de la vida, del kerigma y de la praxis prepascual de Jesús subrayan con toda evidencia una tensión paradójica entre la humanidad real de Jesús de Nazaret (por ejemplo, experimentando el cansancio y el sufrimiento de la condición terrena, hasta el acontecimiento de la muerte, y con la expresión de una psicología humana real, vivida con intensidad y en todos sets matices) y su exousía (autoridad mesiánica e incluso supramesiánica) soberana y escatológica, que se manifiesta sobre todo en su anuncio del Reino, en su praxis y en los signos portentosos que atestiguan su instauración, en la llamada de los discípulos (y en particular en la institución de los Doce), en el conflicto con los fariseos y los saduceos a propósito de la interpretación de la Ley y del significado del Templo, y en su misma autoconciencia filial en relación con Dios–Abbá. Esta tensión paradójica y tangible es la que hace surgir el interrogante’ crucial: «¿Quién es este que…?» (cf. Mt 21, 20); «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado esta autoridad?» (Mt 21, 23 par.). En el evangelio de Juan (en relación con los debates jerosolimitanos con el judaísmo oficial: cf. cc. 7-10), la cuestión de la paradoja de Jesús -que atraviesa ya el testimonio sinóptico- aparece de forma explícita: «se trata del escándalo que se deriva de la realidad humana tangible de Jesús, de su origen «humano» (de Nazaret) y de su extraordinaria autoridad y pretensión mesiánica que plantea el problema de los orígenes de esta autoridad ante el que se define de forma dramática la negativa a comprender por parte de los judíos»‘. Además, va en el kerigrna prepascual de Jesús está presente, sobre todo a través de la fórmula central del Hijo del hombre con que autodesigna, la conciencia de una doble etapa del acontecimiento cristológico de la salvación: la etapa de la humillación con su culminación en la pasión y muerte, y la etapa de la exaltación-glorificación en la resurrección (cf., respectivamente, para un ejemplo solamente, Mc 8, 3lss y 14, 62). En el kerigrna pascual primitivo de la Iglesia apostólica, a la luz de la resurrección, el acontecimiento Cristo es comprendido por consiguiente en su globalidad a través de este doble esquema (cf. Rom 1,.3-4; 1 Pe 3, 18; 1 Tim 3, 16), contraponiendo al Cristo «según la carne» (sarx), esto es, según su vida histórica y su pasión y muerte, el Cristo «según el espíritu» (pneúma), o sea, en su exaltación pascual, en su constitución como Mesías y Kyrios a la derecha del Padre y en su presencia vivificante por medio del Espíritu en la vida de la Iglesia.
2. LA ENCARNACIí“N DEL HIJO DE DIOS A PARTIR DE SU CONDICIí“N DE PREEXISTENCIA. El segundo momento fundamental de la comprensión del misterio de la encarnación se tiene, sobre todo en la teología paulina y en la joanea, a partir de la comprensión de la preexistencia de Cristo en el seno del Padre como su Hijo eterno y unigénito. También esta segunda etapa de comprensión se arraiga ciertamente en el kerigma y en la autoconciencia singularmente filial del Jesús histórico, pero se pone igualmente de relieve a partir del acontecimiento pascual. En esta perspectiva, son decisivos ante todo los llamados himnos paulinos. En primer lugar, el himno contenido en la carta a los Filipenses 2, 6-11 (ciertamente prepaulino en su estructura de fondo), que atestigua ya lúcidamente las tres etapas de la vida de Cristo: su preexistencia como «igualdad con Dios», su humillación terrena hasta la muerte, su exaltación pascual. En esta línea se sitúan Ef 1, 3-14; Col 1, 13-19 y Heb 1, 1-4. También es importante la que ha sido definida como «cristología de la epifanía», contenida en las cartas pastorales, que parece ser «la más alta expresión paulina del concepto de encarnación, en cuanto que por un lado implica la preexistencia del propósito divino de gracia (2 Tim 1, 9), y por otro el acontecimiento histórico del «manifestarse en la carne» (1 Tim 3, 16), que comprende como un todo indivisible la vida terrena, el acontecimiento pascual con la aparición del Resucitado, la época post-pascual de la predicación apostólica y la apelación escatológica a la parusía (2 Tim 1, 12)», sin olvidar el valor esencial que asume la humanidad del Hijo de Dios hecho hombre en la carta a los Hebreos como presupuesto necesario de su misión soteriológica (cf. Heb 10, 5).
Esta perspectiva teológica es la que se convierte sobre todo en guía para releer el acontecimiento cristológico en el cuarto evangelio: centrada toda ella en torno al doble movimiento de la salida de Jesucristo del Padre para venir al mundo y de la partida del mundo para volver al Padre. Pero es el prólogo el que contiene las afirmaciones más explícitas y más densas sobre el acontecimiento de la encarnación como comienzo y dimensión permanente del acontecimiento cristológico. Partiendo de la afirmación clara de la preexistencia del Hijo de Dios como Logos eterno junto al Padre (Jn 1, 1), la encarnación se expresa luego en el v. 14a: «y el Verbo se hizo carne (sarx eghéneto) y vino a habitar (eschénosen) en medio de nosotros» (cf. también 1 Jn 1, 1; 4, 2; 2 Jn 2, 7). Con esta densa afirmación -que consituye sin más la clave de bóveda de la doctrina clásica y de la formulación dogmática del misterio de la encarnación- el cuarto evangelio afirma ante todo la identidad entre el Logos preexistente, el Jesús encarnado y el Cristo glorioso. Esto subraya, por un lado, el realismo antidoceta del acontecimiento de la encarnación, por el que el Logosasume entera y plenamente el modo de ser humano (en su realidad de fragilidad y de espera de la salvación de Dios, expresada con el término sarx, hebreo basar); y por otro lado, la singularidad y la definitividad escatológica de la revelación del rostro de Dios que tiene lugar en Cristo, precisamente como Logos hecho carne (es el mismo concepto expresado en Heb 1, 1-4). Además, el verbo empleado para expresar el dinamismo del acontecimiento de la encarnación (eghéneto, de ghignomai = hacerse, llegar a ser) subraya con fuerza y precisión el movimiento real de Dios a los hombres, de ese arriba hacia abajo que representa la encarnación, con la consecuencia de problematizar (aunque aquí de manera solamente indirecta y contemplativa) la concepción apática e inmutable del Ser divino, típica de la cultura greco-helenista; la elección del verbo schenóo (trad. del verbo shakán= plantar la tienda, con referencia al concepto rabínico de la shekiná = habitación de Dios junto a su pueblo), para expresar la venida y la morada estable de Dios entre los hombres, subraya que la encarnación es el momento supremo y escatológico de la promesa de la venida de YHWH a la historia. Finalmente, hay que advertir el vínculo que se establece en el v. 14b entre la encarnación, el morar entre los hombres y la contemplación de la gloria de Dios: «Y hemos contemplado su gloria, gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». El concepto de Juan recuerda la perspectiva de la gloria como santidad manifestada de YHWH (de la que habla el punto 1): la venida del Logos en la carne es el momento escatológico e insuperable (él es el Unigénito) de la manifestación de la santidad y de la misericordia de YHWH. Este mismo tema de la gloria que se manifiesta en el rostro del Verbo encarnado y que él manifiesta en sus gestos de salvación y a través de sus obras (cf. 2, 11; 11, 4-40; 12, 50…), vincula intrínsecamente el acontecimiento de la encarnación del Logos con el misterio pascual como manifestación culminante, en Cristo, de la gloria del Padre» (cf. 13, 31-32; 17, 5; 17, 24).
Así pues, la encarnación es un movimiento que comprende toda la trayectoria de la existencia histórica de Cristo, como un descender desde el Padre al mundo, hasta el extremo de la cruz, para volver luego a subir hasta él (cf. Jn 3, 13.31; 6, 62; 13, 1; 16, 28; 17, 5.24). En esta perspectiva, la encarnación -como acontecimiento que se refiere a toda la existencia histórica de Jesús- es el lugar personal donde se revela su filiación divina y -en consecuencia- la paternidad de Dios, además de ser el «instrumento» salvífico del Espíritu. El libro del Apocalipsis -utilizando la misma terminología del prólogo del evangelio- mostrará el significado escatológico (en el sentido de metahistórico-final) de esta presencia de Dios en Cristo entre los hombres: «Â¡He aquí la morada de Dios con los hombres! El vivirá entre ellos y ellos serán su pueblo y él será el «Dios-con ellos»» (21, 3; cf. 21, 22-23).
3. LA NARRACIí“N DEL NACIMIENTO VIRGINAL DE JESÚS POR OBRA DEL ESPíRITU SANTO EN MARíA. Es ciertamente a partir de la experiencia postpascual de Jesús resucitado como Mesías y Señor, y de la penetración en su identidad divina filial como preexistente, como los evangelios de Mateo y de Lucas (a diferencia del de Marcos y del de Juan) nos presentan, en los llamados «evangelios de la infancia», la narración histórica de la encarnación del Hijo de Dios a través de la mediación maternal de María. Los protagonistas de este acontecimiento son, respectivamente, Dios Padre, el Espíritu Santo y María. Así pues, la clave de la narración es palpablemente, de forma delicada y penetrante, de tipo trinitario, mientras que es la luz del acontecimiento pascual (en donde el Padre «engendró» plenamente a Jesús como Hijo suyo en su carne glorificada por el Espíritu: cf. la voz sobre la Pascua) la que nos introduce en la dinámica de este acontecimiento. En efecto, Dios es aquel de quien torna su origen el acontecimiento de la encarnación (implícitamente en Mateo, más explícitamente en Lucas), mientras que su paternidad se pone también de manifiesto por la ausencia de una intervención humana en la concepción de Jesús; además, el acontecimiento es atribibuido en los dos casos al Espíritu Santo: «(María) resultó que esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 19-20); «El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso al que va a nacer lo llamarán «santo», hijo de Dios» (Lc 1,35); finalmente, es también decisivo el «fiat», la obediencia libre al plan de Dios por parte de María (Le 1,38). El acontecimiento de la encarnación no tiene, por tanto, corno protagonistas solamente a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), que desde lo alto del cielo decide encarnarse y entrar en la historia; es un acontecimiento que tiene como condición de posibilidad la libre adhesión de la criatura humana, que está representada por María (cf. también la insistencia, al menos indirecta, en este dato en el kerigma primitivo en Gál 4,4). En el relato de Mateo y de Lucas, María es vista corno la hija de Sión, la síntesis de la historia de Israel que esperaba al enviado de YHWH y que libremente abre las puertas de la humanidad a la llegada de Jesús. La novedad que se desea subrayar es precisamente ésta: la encarnación del Verbo es sinergia entre Dios y la humanidad, es el misterio de la esponsalidad entre Dios y la humanidad, según aquel rico filón que atraviesa todo el AT. En Mateo se da una referencia y una relectura de la profecía mesiánica de Is 7,14, la vinculación de José con la casa de David y, en la visita de los «magos», la presentación de María como el Israel que acoge a las gentes y -con la huída a Egipto- revive el destierro y el éxodo; mientras que en Lucas la escena de la anunciación se describe como la llegada de la alianza gratuita y definitiva (prometida ya a David), y se presenta progresivamente la figura de María como «la hija de Sión», la «pobre de YHWI-I», el nuevo comienzo de la salvación, el arca de la nueva alianza. En la lectura de Mateo finalmente, el «nombre» mismo que se le da al hijo de Dios y de María – Jesús- se explicita en su significado mesiánico: «porque él salvará a su pueblo de los pecados» (1,21) -Yehoshfi’a significa «YHWH salva»-; también la referencia a Is 7, 14 y la designación de Jesús como el Ernmanuel (= Dios-connosotros) subraya el valor escatológico y permanente de la encarnación de Jesús: como indicará más tarde Mateo en el resto del evangelio: «donde haya dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20), y «yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
4. LA ENCARNACIí“N DEL HIJO DE DIOS COMO REBAJAMIENTO-KENOSIS, HASTA LA MUERTE DE CRUZ. El famoso texto cristológico de Pablo en la carta a los Filipenses (2, 6-11), que ya hemos recordado, explicita una dimensión fundamental que subyace, en el fondo, a todo el testimonio pre-pascual del acontecimiento de Jesucristo y también, al menos implícitamente, al testimonio post-pascual. En efecto, el hecho de que el Hijo de Dios se haga hombre, a partir de su condición de pre-existencia, nos muestra una característica paradójica de Dios mismo: él, en el Hijo que es su Palabra (es decir, su revelador) deja su condición divina – sin abdicar de ella- para asumir una real condición humana. En el texto de la carta a los Filipenses se afirma, por ello, que por un lado Jesús es igual a Dios, y por otro que no consideró esta situación como una celosa propiedad suya, sino que se despojó, se vació (ekénosen) de su ser igual a Dios para asumir una verdadera condición humana. Esta afirmación tiene ciertamente un valor antropológico: en el sentido de que es una reproposición por parte de Jesús (el segundo Adán) de la prueba en que fracasó el primer Adán. El trágico pecado de éste no fue tanto el de querer «ser como Dios» (Gén 3, 5), como el de querer apropiarse autónomamente y en conflicto con Dios de lo que era sin embargo el destino que él le había asignado como don. Por el contrario, Cristo es el nuevo Adán, ya que no retiene como un «botín» (el fruto de un robo) su igualdad con Dios, sino que al contrario se «vacía» de él por amor, para comunicársela a los hombres, que se convierten así -con él y por él- en’ hijos de Dios, en «dioses» ellos mismos, según la afirmación del cuarto evangelio («Yo he dicho: ¡dioses sois!»: Jn 10, 34, citando el Sal 82, 6).
Pero el contenido más profundo de esta perícopa es ciertamente teológico, teniendo como horizonte necesario de comprensión -como ha subrayado, por ejemplo, U. von Balthasar- el misterio trinitario de Dios. Ante todo, el despojo de Jesús se ve como relativo a todo el período de su existencia: desde la encarnación hasta la muerte y la muerte en cruz. En segundo lugar, se afirma así que la característica de Dios es precisamente lo contrario de la que se había considerado fundamental en el mundo greco-helenista (y también en el sentimiento humano común). En la mitología griega se hablaba, por ejemplo, de un phtónos theón, es decir, del hecho de que los dioses son envidiosos de su ser y de su poder. El Dios de Jesucristo, por el contrario, no es solamente el Dios del AT, es decir, aquel que sale al encuentro del hombre y quiere habitar en medio de su pueblo, sino un Dios capaz de renunciar (en cierto modo) a lo que le es más propio, el ser-Dios, para comunicárselo a los hombres (cf. también 2 Cor 8, 3); y así precisamente es como muestra la omnipotencia de su Ser como Amor. Esta kénosis, en realidad, no significa perder el propio ser divino, sino asumir la condición humana para dar, a través de ella, su propia vida divina. Este don implica, lógicamente, en la condición histórica que asume libremente el Hijo de Dios, una desposesión de sí hasta el abismo de la muerte. Pero al desposeerse de sí, no se aliena, sino que manifiesta lo que él es más propiamente, como Dios: Amor, capacidad de darse, siendo así plenamente él mismo (es el misterio de la Trinidad). Podemos decir que la cima de esta desposesión, iniciada con la encarnación, se manifiesta -en el testimonio de los sinópticos- en el grito de abandono de Jesús en la cruz (cf. Mc 15, 34; Mt 27, 46). Aquí él hace la experiencia del más alto despojo, porque no tiene ni siquiera la experiencia de ser lo que es, es decir, de recibir del Padre aquella divinidad misma que el Padre le dio. En efecto, según Pablo, la asunción de la carne por parte del Hijo de Dios no implica solamente que él vive la kénosis de ser hombre en su condición de fragilidad, sino que él es enviado del Padre en la «semejanza de la carne de pecado» (Rom 8, 3s), es decir, en una condición de lejanía de Dios (Rom 8, 7s; Gál 5, 16.19; 6, 8; Ef 2.3). Por eso su kénosis llegó hasta hacerse «pecado» (sacrificio por el pecado) (2 Cor 5, 21), «maldición» (Gál 3, 13) en favor nuestro. En esta perspectiva, la kénosis de la encarnación llevada hasta la muerte en la cruz y hasta la experiencia del abandono se convierte en la explicación más alta y más concreta del loghion de Jesús: «El que pierda su vida, la encontrará». En efecto, a la luz de la pascua de muerte y de resurrección, el evangelio de Juan leerá en clave cristológica esta afirmación, desentrañándola como la expresión sintética y más profunda de la existencia encarnada de Jesús, llevada hasta el sacrificio consumado en la noche de la lejanía de Dios: «Por eso el Padre me manifiesta su amor, porque yo entrego mi vida y la recojo de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la ofrezco por mí mismo, porque tengo el poder de darla para tomarla de nuevo» (Jn 10, 17-18).
III. Perspectiva dogmática: la encarnación como acontecimiento trinitario
Del testimonio bíblico podemos deducir, en síntesis, no solamente el dato fundamental del acontecimiento de la encarnación como elemento constitutivo y característico de la fe cristiana, sino también algunas claves hermenéuticas esenciales para interpretarlo y para desentramarlo correctamente en todo su significado. En primer lugar, se trata de un acontecimiento que hay que colocar en la perspectiva histórica de la voluntad salvífica de autocomunicación que caracteriza a la revelación veterotestamentaria y que abarca intencionalmente a toda la humanidad. En segundo lugar, la encarnación tiene que verse y que leerse como un acontecimiento que, comenzando de modo escatológico con la concepción virginal de María por obra del Espíritu Santo, se extiende y se desarrolla en tensión hacia su consumación en la hora pascual de la muerte y de la resurrección. En tercer lugar -y como consecuencia de las dimensiones anteriores-, la encarnación ha de comprenderse en el horizonte de la autocomunicación de Dios al hombre como acontecimiento trinitario, que precisamente gracias a la encarnación (al acontecimiento del Hijo de Dios/Hijo del hombre) hace partícipes a los hombres de la misma vida divina del amor.
Por tanto, es en este contexto global donde hay que colocar la afirmación dogmática central del concilio de Calcedonia, que formula con precisión en términos ontológicos de Jesucristo, «perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre» (cf. DS 300-303). En esta afirmación dogmática la tensión paradógica entre la verdadera humanidad de Jesús de Nazaret y su exousía divina, entre el Cristo «según la carne» y el Cristo «según el Espíritu», entre el Verbo preexistente y el Verbo encarnado, se expresa correctamente en la clave metafísica de la composición real del ser de Jesucristo. Se afirman así dos principios fundamentales de comprensión del acontecimiento cristológico: por un lado, la unidad y unicidad de la persona de Cristo (contra toda forma de modalismo y de separación nestoriana de dos sujetos), y por otro, la no confusión de las «dos naturalezas» (contra toda forma de monofisismo divino o humano, como absorción de lo humano en lo divino o como alienación de lo divino en lo humano). Esta afirmación -en la intención de los Padres de la Iglesia, que permitió su formulación- tiene un claro significado soteriológico, en cuanto que solamente lo que ha sido asumido realmente por Dios, sin confusión ni separación, queda realmente salvado.
Pero no hay que detenerse en este presupuesto dogmático esencial, ya que sólo en el contexto pascual y trinitario del misterio global de Cristo puede comprenserse toda la significación del acontecimiento de la encarnación. En efecto, sólo así puede leerse la encarnación, inseparablemente, como obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con la cooperación maternal libre y necesaria de María y, en consecuencia como obra redentora y divinizadora de la humanidad. Sintéticamente podemos decir que, leyendo la encarnación como acontecimiento iniciado escatológicamente con la venida del Hijo de Dios al vientre de María y que se consumó con su abandono y su muerte en la cruz como retorno al Padre, se debe comprender como la narración en la historia de Jesucristo de su eterno ser filial en el seno del Padre. En este sentido, la encarnación tiene que leerse según un ritmo trinitario: el Padre engendra al Hijo en la carne mediante el Espíritu Santo (como es en el Espíritu donde ab aeterno el Padre engendra al Hijo); el Hijo, a su vez, vuelve al Padre en el Espíritu (como es en el Espíritu donde ab aeterno el Hijo se da al Padre). El ser Hijo de Jesús en la historia tiene por tanto, como comienzo y como meta, el seno del Padre, su paternidad; y tiene como presupuesto y como consumación la presencia del Espíritu Santo. La generación (por parte del Padre) y la filiación (por parte del Hijo encarnado, como recepción activa del mismo ser-Hijo que se lleva a cabo en el darse de nuevo al Padre) abarca todo el espacio de la vida de Cristo: en este contexto, el acto de generación (por parte del Padre), que comienza en la concepción virginal, se realiza plenamente en el acontecimiento pascual de muerte y resurreción («Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy»; cf. He 13, 33; Rom 1, 4; Heb 1, 5; 5, 5, en referencia a Sal 2, 17). Si, además, también la filiación en la carne vivida por el Hijo encarnado se ha de comprender en esta perspectiva dinámica, hay que decir que efectivamente la cima de la encarnación (como kénosis, o sea, como «vaciamiento» real de sí mismo por parte del Hijo para hacerse hombre hasta el fondo) no puede menos de ser la participación en el destino de muerte de la humanidad en particular, en la experiencia del abandono vivido por Cristo en la cruz. Es aquí donde, de forma paradójica, pero real, Jesús es plenamente humano y solidario con la humanidad alejada de Dios (hasta el punto de no experimentar la presencia del Padre, a quien no invoca ya como Abbá, sino simplemente como Dios); pero precisamente por esto -habiendo llegado a él en su plenitud, su humanidad y su solidaridad con la situación real de los hombres- él es al mismo tiempo plena y definitivamente engendrado en la historia por el Padre como Hijo venido en la carne para la salvación de sus hermanos (en el acontecimiento de su resurrección). Sin olvidar que también la obra del Espíritu Santo tiene que verse no sólo al principio (en la generación) o en la consumación (muerte como «don del Espíritu») del acontecimiento cristológico, sino como dimensión intrínseca y permanente del mismo: en el sentido de que es el Espíritu el que continuamente plasma y hace crecer la libertad de Cristo, madurándola hasta la entrega completa de sí mismo al Padre en la cruz.
En esta perspectiva se ilumina el valor soteriológico de la encarnación. Ciertamente -como comprendieronmuy bien los Padres- este valor tiene su presupuesto precisamente en la encarnación como asunción de una carne humana por parte del Verbo. Pero la participación de los hombres en este acontecimiento de salvación puede comprenderse y vivirse sólo a la luz del acontecimiento pascual de muerte y resurrección de Cristo, tanto en el sentido de que en él Jesucristo lleva a su consumación su misión en la carne redimiendo su misma carne humana, en cuanto que la hace partícipe -en el don de sí mismo al Padre- del mismo movimiento de la vida trinitaria del amor (generación del Padre y don escatológico de sí mismo a él), como en el sentido de que, para participar en esta obra gratuita de salvación, hay que injertarse libremente en el Cristo crucificado y resucitado; en efecto, es por la fe en él, por la inserción en él, como se recibe el don del Espíritu y, haciéndose uno con él, consigue ser uno con el Padre (cf. Gál 3, 28; Jn 17, 21-22). En ste sentido, la encarnación es el presupuesto ontológico del misterio de Cristo como único mediador entre el Padre y los hombres (1 Tim 2, 5): pero esta mediación tiene que leerse en su profundidad y en su significado a la luz del acontecimiento pascual.
Finalmente, la obra mediadora esencial de María en relación con el acontecimiento de la encarnación como concepción virginal ha de extenderse también a todo el acontecimiento cristológico. Si la maternidad humano-divina de María es condición de posibilidad, por parte humana, de la encarnación del Hijo de Dios, la participación de todos los hombres en el fruto de este acontecimiento no puedeprescindir -misteriosamente- de esta mediación maternal. La presencia de María al pie de la cruz y la «sustitución» de la maternidad que realiza Jesús en relación con María de sí mismo por el discípulo amado (figura de la humanidad nueva) (Jn 19, 25-27), ilumina ciertamente en la intención del cuarto evangelio, esta dimensión esencial del misterio de la encarnación en su consumación pascual.
[-* Amor; Autocomunicación; Biblia; Concilios; Creación; Cruz; Escatología; Espíritu Santo; Experiencia; Fe; Helenismo; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Judaísmo; Logos; María; Misión, Misiones; Misterio; Naturaleza; Padre; Padres (griegos y latinos); Pascua; Personas divinas; Procesiones; Psicología; Reino de Dios; Salvación; Teología y economía; Transcendencia; Trinidad.]
Piero Coda
PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992
Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano
Verdad central de la fe cristiana con la que se indica la entrada del Hijo (Logos, Verbo, Palabra) eterno de Dios en la historia de los hombres mediante la asunción de una realidad humana (Jesús de Nazaret, hijo de María) como propia.
El término encarnación es la traducción española de la palabra latina incarnatio, versión a su vez del término griego sárkosis, utilizado por primera vez, al parecer, por san Ireneo (Adv.
haer. III, 19, 2), que con ella expresó de forma substantiva la afirmación central del prólogo del 1V evangelio: «y el Verbo se hizo carne» («Kai o Lógos sarx eghéneto») (Jn 1,14). En la época de los Padres se usó frecuentemente tanto el substantivo como la forma verbal (sarkóomai) en sus diversos tiempos. En las lenguas romances y en inglés permaneció la raíz latina; en alemán se tiene significativamente el término Menschwerdung («hacerse hombre»).
En el Nuevo Testamento no aparece este término. Sin embargo, las diversas fuentes, según la etapa de reflexión cristológica y las orientaciones teológicas propias, -ofrecen esquemas y contenidos cristológicos que legitiman su creación y su uso en épocas posteriores. Intentemos encontrarlos y destacarlos.
En un primer momento de anuncio y de reflexión se considera a Jesucristo en su situación terrena y provisional de rebajamiento, de humillación, y en su situación actual permanente de exaltación, debido a la transformación de su humanidad en la resurrección, por obra del poder del Espíritu de Dios (esquema de los dos tiempos : vida » según la carne» y «vida según el Espíritu». cf. Rom 1,3; 1 Pe 3,18; 1 Tim 3,16a).
En un segundo momento el anuncio de fe y la meditación sobre Jesucristo van más allá e incluyen en el esquema anterior el descenso a la historia del Hijo de Dios, que vivió entre los hombres en la debilidad de la carne y ahora vive glorioso junto al Padre por el poder del Espíritu (esquema de los tres tiempos). Testigos de esta ampliación de perspectiva son en particular Gál 4,4-7 y Flp 2,6-1 1. En estos pasajes está implícita la preexistencia del Hijo’ así como en 2 Tim 1,10; Tit 2,11 y 3,4, donde se recurre a la categoría de manifestación. Sin embargo, la fuente neotestamentaria donde la bajada y la manifestación se ven como encarnaciónihumanización del Logos eterno de Dios es el 1V evangelio. En el prólogo se habla del Verbo, del Unigénito que está junto al Padre desde toda la eternidad y que se hizo carne (hombre en la forma de vida marcada por la caducidad, la debilidad y la muerte) (Jn 1,1-18); del Hijo del hombre que ha bajado del cielo y que vuelve a subir a él (cf. Jn 3,13-31); del Hijo enviado al mundo para salvarlo y que vuelve al Padre (cf. Jn 3,16; 13,1); del Verbo de vida que se nos manifestó en la historia (cf. 1 Jn 1,1-4). Jesús es el Hijo de Dios que vino en la carne (cf. 1 Jn 4,2ss; 2 Jn 7). Por eso puede decirse que Juan es la fuente neotestamentaria que inspiró la creación del término encarnación .
Epoca de los Padres – Como ya hemos dicho, a partir de san Ireneo la Iglesia de los Padres recurre al término sárkosis incarnatio. Sin embargo, va antes de san Ireneo (cf. Ignacio de Antioquía, Justino) y más aún después de él, no solamente el término, sino sobre todo la realidad que en él se expresaba, constituyó el núcleo de la predicación de Cristo de los Padres de la Iglesia, especialmente de los de cultura griega, La tendencia de fondo de la cultura helenística en la que estaban llamados a contextualizar la buena nueva de Jesucristo era contraria al valor de la corporeidad, de la sensibilidad, de la materialidad, de la carnalidad; por eso constituía un impedimento de fondo para el anuncio de la bajada del Eterno, de lo divino, a la carne. Hubo varios cristianos que cedieron a la tentación de una visión semejante de la realidad: en la meditación y en el anuncio de Jesucristo algunos negaron su dimensión corporal, o la consideraron sólo como aparente o de una naturaleza distinta de la nuestra (docetas y gnósticos). Este fue el motivo principal por el que los Padres, fieles al contenido del kerigma neotestamentario, insistieron tanto y tan constantemente en la encamación real del Verbo/Hijo de Dios. En contra de las aspiraciones del contexto cultural en que vivían, vieron en ella el acontecimiento de la salvación por excelencia, con el que el Hijo eterno de Dios decidió, por pura dignación, librar a la criatura de su caducidad, de su debilidad y de la muerte y hacerla partícipe de su vida inmortaI, Los grandes concilios de la época patrística (Nicea, Efeso, Calcedonia, Constantinopolitano 11 y III, así como Nicea 11) ofrecen las formulaciones solemnes de la fe de la Iglesia de los Padres en Jesucristo: en su centro está la confesión de la bajada del Hijo eterno de Dios a la historia, su encarnación como acontecimiento en el que el Dios trascendente se hace cercano, hermano del hombre. Esta concentración en la encarnación del LogosiHijo llevó sin embargo a la Iglesia de los Padres a dejar un tanto a la sombra la vida histórica de Jesús y también, en parte, la profunda diménsión salvífica de su muerte y resurrección.
En la Edad Media, la encarnación, acogida ya como doctrina cristológica central, fue objeto de discusión entre la escuela tomistaidominicana y escotistaifranciscana: la primera vio su motivación fundamental en la voluntad divina de redimir a la humanidad caída en el pecado; la segunda la vio principalmente en el designio de Dios de comunicarse a la creación en el Hijo para hacerla partícipe de su gloria. La teología escolástica y neoescolástica se movieron durante siglos, hasta hace pocos decenios, en el marco de este planteamiento y de estas diferencias de acento.
La teología contemporánea, tanto católica (K. Rahner, H. U. von Balthasar, E. Schillebeeckx, J Alfaro, etc.) como protestante (especialmente K. Barth, W Pannenberg), destaca en todo su valor el tema de la encarnación, pero centrándolo en el misterio global de Jesucristo, viendo en la encarnación la ,»base» de un edificio que incluye además la portada de la revelación y de la salvación de la vida histórica de Jesús, de su muerte/resurrección y de su venida gloriosa. Por inspiración de Teilhard de Chardin, se sitúa a la encarnacióniresurrección del hijo de Dios en el contexto del cosmos en evolución y se la ve como su fundamento, su cima y su polo de atracción («Punto Omega»). En cuanto al problema de un ‘»cambio eventual» que la encarnación hubiera supuesto para Dios, algunos teólogos afirman que, puesto que es perfecto , tiene la capacidad y decidió de hecho hacerse limitado y temporal en lo humano asumido por el Hijo sin perder absolutamente nada de su perfección.
El pensamiento moderno tiene dificultades en comprender y aceptar la verdad cristiana de la encarnación. A la razón humana le parece un «mito» («El mito del Dios encarnado»), con el que la fe cristiana revistió y se esforzó en dar sentido trascendente a la enseñanza y a la vida histórica de Jesús de Nazaret. También las religiones no cristianas encuentran dificultad en compartir la idea del «Dios encarnado».
De todas formas, especialmente para el pensamiento teológico católico, la encarnación sigue siendo el acontecimiento y la verdad de fe cristiana fundamental, que en cierto sentido incluye a todas las demás: constituye el acontecimiento decisivo con el que Dios, el Eterno, el Creador infinito y trascendente pasó el umbral de la diferencia cualitativa con la criatura y se unió a ella insertándose en su vida, en su historia; el hecho en que el Lejano se hizo cercano, en que la Vida asumió la caducidad y la muerte, da a los hombres y al mundo una garantía de significado, de dignidad, de valor incondicionados.
G. Lammarrone
Bibl.: K, Rahner Problemas actuales de cristologia, en Escritos de teología, 1V Taurus, , W, Thusing, Cristologia. Estudio sistemático y exegético, Barcelona 1975: H, Kúng, La encarnación de Dios, Herder Barcelona 1974 ,’, J. Alfaro, Cristologia y antropologia, Cristiandad, Madrid 1973:’C. Duquoc, Cristologia.
Ensavo dogmático sobre Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 1981: 1, Sanna. Encarnación, en DTI, 11, 343-357: M. Bordoni, Encarnación. en NDT 1, 366-389.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO: I. Mensaje sobre la encarnación del Hijo de Dios: 1. Origen de la fe en Jesucristo; 2. Jesucristo, Hijo de Dios y hermano nuestro; 3. Semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado; 4. Cristo, revelación del hombre nuevo. II. Presentación catequética de la encarnación: 1. ¿Qué es presentar catequéticamente a Jesucristo, Dios encamado?; 2. Luces de la pedagogía de Dios sobre la catequesis de la encarnación. III. Catequesis de la encarnación en las distintas etapas: 1. En la etapa adulta (30-65 años); 2. En la etapa de la infancia (0-5 años) y de la niñez (6-11 años); 3. En la etapa de la adolescencia (12-18 años) y de la juventud (19-29 años); 4. En la etapa de los mayores (65 años en adelante). A modo de conclusión: tres acentos transversales.
I. Mensaje sobre la encarnación del Hijo de Dios
La palabra encarnación (del latín incarnatio) es la traducción del término griego sárkosis, término utilizado por primera vez, al parecer, por san Ireneo (Adv. Haer. III, 19, 2), que significa para la Iglesia «el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación» (CCE 461). Así confiesa la comunidad cristiana: en Jesús de Nazaret el Hijo de Dios se ha hecho hombre por nuestra salvación. Dicho en términos más teológicos, «Dios se ha afirmado y comunicado a sí mismo definitiva e incondicionalmente en la historia de Jesús» (W. Kasper). ¿Cómo ha nacido esta fe?
1. ORIGEN DE LA FE EN JESUCRISTO. Ante todo, nos preguntamos cuál es el origen de la fe en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación.
a) Jesús, experimentado como hombre. Los contemporáneos de Jesús vieron en él a un hombre en el sentido propio y pleno de esta palabra. Un hombre de vida semejante a la nuestra, que llora y goza como nosotros (Jn 11,35; Lc 10,21), que se compadece (Mc 1,41), que hace preguntas para informarse (Mc 6,38; 9,16.21.33), que ignora cuándo llegará el último día (Mc 13,22), que experimenta angustia mortal ante su próxima crucifixión (Mc 14,34).
b) Jesús, distinto del Padre. Jesús jamás es confundido con Yavé, el Dios de Israel. Las fuentes cristianas lo describen como un hombre distinto de ese Dios a quien Jesús llama Padre (Mc 14,36), a quien ora con confianza (Mc 1,35; Lc 5,16), a quien obedece hasta la muerte (Mc 14,36) y en cuyas manos abandona su vida al dar el último aliento (Lc 23,46).
c) La unión de Jesús con el Padre. Sin embargo, el comportamiento y la personalidad de Jesús obligan, incluso antes de la experiencia pascual, a preguntarse quién es este hombre que actúa de manera tan sorprendente y única. ¿Cómo se atreve Jesús a proponer su mensaje más allá de la ley de Moisés (Mt 5,21-48) pretendiendo revelar la verdadera voluntad de Dios con autoridad soberana? (Mt 11,27). ¿Cómo pretende hacer presente con sus gestos y su vida el reino de Dios entre los hombres? (Mt 12,28; Lc 11,20). ¿Cómo se atreve a ofrecer gratuitamente el perdón de Dios a los pecadores? (Mc 2,1-12; Lc 7,36-50). ¿Cómo puede confrontar a todos directamente con Dios, presentándose como factor decisivo para la salvación del ser humano? (Mc 8,35). ¿Cómo se atreve a invocar a Dios como Abbá (Mc 14,36) y a vivir con él una relación de confianza filial inaudita? ¿Qué misterio encierra su persona?
d) La experiencia pascual. La crucifixión puso en entredicho estas pretensiones de Jesús. Un hombre, condenado por todos y ejecutado de manera tan ignominiosa, no podía pretender revelar la voluntad de Dios, hacer presente su reino, ofrecer su perdón o presentarse como el salvador enviado por el Padre. Sin embargo, al resucitarlo, Dios desautoriza a todos los que lo han rechazado, confirmando y legitimando con su acción resucitadora el mensaje, la vida y la persona de Jesús (He 2,23-24).
Ante el hecho único y sorprendente de la resurrección, surge obligatoriamente la pregunta sobre la identidad de Jesús: ¿Quién es este hombre cuya vida, ya desconcertante por su originalidad y pretensiones, no ha terminado en la muerte como la de todos, sino en su resurrección? Si Jesús ha sido resucitado por Dios, esto revela que es un hombre con una relación única con él. En ningún otro encontramos tal unión con Dios. Nadie vive tan inmediatamente desde Dios y para Dios.
2. JESUCRISTO, Huo DE DIOS y HERMANO NUESTRO. Toda la cristología no es sino el esfuerzo por expresar, con diferentes lenguajes y fórmulas, este misterio central de la fe cristiana: en Jesucristo está Dios compartiendo nuestra condición humana (Jn 1,14) y reconciliando al mundo consigo (2Cor 5,19).
El concilio de Calcedonia (año 451), cuya doctrina es la conclusión de todos los esfuerzos anteriores, se ha constituido en punto de partida que ha de orientar la reflexión posterior. Lo esencial de la cristología de Calcedonia se puede resumir así: No se ha de suprimir en Jesús su condición divina, pues es «consustancial con el Padre según la divinidad», ni su condición plenamente humana, pues «es consustancial con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado». Sin embargo, esta dualidad de naturaleza ha de ser entendida de tal manera que no se destruya en Jesucristo su unión hipostática o personal, pues «se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación» (Symbolum chalcedonense, DS 301-302; cf CCE 467).
La catequesis ha venido marcada casi exclusivamente por esta cristología de Calcedonia, con sus aspectos positivos y también con sus riesgos. Nuestra tarea hoy ha de ser confesar esta misma fe con fidelidad, pero tratando de anunciarla de forma significativa al hombre de nuestros días.
a) Enviado por el Padre y concebido por el Espíritu. La doctrina de Calcedonia se centra en la constitución interna de Cristo y en la relación existente entre las dos naturalezas y la persona divina. No ha de olvidarse, sin embargo, que en el Nuevo Testamento la encarnación se anuncia en el horizonte más amplio de la actuación de la Trinidad. La catequesis no ha de reducirse a presentar la constitución interna de Cristo, sino que ha de recordar la acción del Padre, que tanto amó al mundo que le «dio a su Hijo único» (Jn 3,16), y la intervención del Espíritu Santo, por cuya acción Jesús fue concebido (Lc 1,35) y con cuya unción «pasó haciendo el bien» (He 10,38) anunciando a los pobres la buena noticia de la salvación (Lc 4,18).
b) La realidad concreta de Jesucristo. Las categorías esencialistas empleadas en la teología (naturaleza, persona, unión hipostática) ayudan a afirmar la fe de manera metafísica, pero tienen el riesgo de ofrecer una imagen de Cristo excesivamente abstracta. Jesús es una naturaleza divina, pero concretamente es el Hijo amado del Padre; es una naturaleza humana, pero concretamente es un judío nacido en Israel que ha vivido una vida y un destino concretos. Siguiendo los datos evangélicos, la catequesis se ha de esforzar por presentar la condición humana del Hijo de Dios que «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22,2; cf CCE 470).
c) El proceso histórico de la encarnación. Una confesión de Cristo formulada en categorías estáticas puede ayudar a una precisión conceptual, pero puede conducir a ignorar el proceso histórico de la vida de Jesús y la inserción del Hijo de Dios en la historia humana. La encarnación no es una realidad acabada en el seno de María. El Hijo de Dios se va haciendo hombre a lo largo de todo el proceso histórico de la vida de Jesús, que, según testimonio de san Lucas, «crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). La catequesis ha de saber presentar «los misterios de la vida de Jesús», para «hacer ver los rasgos de su Misterio durante toda su vida terrestre» (CCE 514).
d) La solidaridad de Dios con el hombre. Una visión metafísica de Cristo no ha de impedir ver en él al ser humano en quien Dios ha compartido realmente nuestra condición humana, no sólo asumiendo una naturaleza como la nuestra, sino conviviendo con nosotros una existencia marcada por la debilidad creatural y el signo del mal. En Cristo «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). Este hombre es Dios viviendo nuestra vida. Dios ha querido ser para siempre hombre, con nosotros y para nosotros. Ha querido ser uno de los nuestros, y ya no puede dejar de amar y de interesarse por esta humanidad en la que se ha encarnado y a la que él mismo pertenece. Podemos llamar a Jesús realmente Emanuel, es decir, Dios-con-nosotros (Mt 1,23). No estamos solos. En Jesús y desde Jesús, Dios está con nosotros y se nos ofrece como salvador. La catequesis ha de saber mostrarlo a los hombres de hoy.
e) Encarnado por nuestra salvación. La catequesis de la encarnación ha de evitar separar el ser de Cristo y su acción salvadora, pues «el Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo» (Jn 4,14). Hemos de afirmar que, en virtud de la encarnación, «toda la vida de Cristo es misterio de redención» (CCE 517), pues «Dios, por medio de Cristo, estaba reconciliando el mundo, no teniendo en cuenta sus pecados [de los hombres]» (2Cor 5,19). La encarnación ha de ser presentada siempre como un misterio de reconciliación, pues en Cristo se nos ha revelado «su bondad y su amor a los hombres» (Tit 3,4).
f) Palabra encarnada de Dios. Encarnado en Cristo, Dios nos habla desde este hombre de manera tan directa e inmediata, que a Jesús no lo podemos considerar como un profeta o un enviado más de Dios. Lo que en él escuchamos no es una palabra más. Jesús mismo es la Palabra de Dios hecha carne (cf Jn 1,14). Dios, que había hablado de muchas maneras en el pasado a través de los profetas, ahora «nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). Como dice san Juan de la Cruz, «en darnos, como nos dio, a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar» (Subida del Monte Carmelo II, 22, 3). Por eso, «toda la vida de Cristo es revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9), y el Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadle» (Lc 9,35)» (CCE 516).
3. SEMEJANTE EN TODO A NOSOTROS, EXCEPTO EN EL PECADO. a) El peligro de «desvirtuar» la encarnación. Se ha hablado con frecuencia del «monofisismo latente de la imagen de Jesús que anida en muchas cabezas» (K. Rahner). Para no pocos cristianos, Jesucristo es un ser medio Dios y medio hombre, aunque más Dios que hombre. De hecho, se afirma a veces la divinidad de Cristo de tal modo que se corre el riesgo de anular su verdadera condición humana. Se le atribuyen a Cristo «todas las perfecciones posibles de la naturaleza humana (cristología perfeccionista) y se le otorga una condición que el Señor sólo ha poseído en su resurrección. De esta forma, Cristo queda convertido en un personaje extraño a nuestra propia experiencia humana, y la encarnación en una especie de paseo de Dios por el mundo, vestido con ropaje humano».
b) La condición «kenótica» de Cristo. La catequesis no ha de temer presentar la encarnación -al Hijo de Dios encarnado- con todo realismo, pues Dios no ha querido vivir la vida de un super-hombre, sino nuestra propia vida. Cristo, «teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó (ekénosen) a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Al hablar de kénosis o encarnación kenótica, se quiere afirmar que el Hijo de Dios, durante su vida terrena, ha querido compartir nuestra condición caída, haciéndose uno de nosotros, en solidaridad total con la humanidad.
La catequesis ha de mostrar al Hijo de Dios viviendo nuestra experiencia humana hasta el fondo, y deteniéndose sólo ante lo imposible. Al esclarecer los límites del abajamiento del Hijo de Dios, sólo es necesario excluir el pecado y aquello que, al asumir nuestra condición humana, contradice su misión salvadora y reveladora.
c) Semejante a nosotros. Cristo se ha visto sometido a los condicionamientos de carácter biológico, psicológico, histórico o socio-cultural, como cualquier otro ser humano. Ha vivido su libertad humana con esfuerzo y trabajo, con vigilancia y oración. En Cristo, Dios ha querido conocer personalmente los sufrimientos, limitaciones y dificultades que encuentra un hombre para ser humano (Heb 2,18; 4,15).
Al encarnarse, Dios ha conocido qué es para el hombre gozar y sufrir, trabajar y luchar, confiar en un Padre y experimentar su abandono (Mc 15,34). Ha querido conocer cómo se vive desde una conciencia humana la ignorancia, la duda, la búsqueda dolorosa de la propia misión (Mt 4,1-11; Mc 14,32-42). Ha querido tener experiencia humana de lo que es nuestra pobre vida, acosada por preguntas, miedos y esperanzas.
Cristo ha sufrido también en su propia carne y en su propia alma las consecuencias del egoísmo y la injusticia de los hombres. Más aún, ha conocido cómo se vive desde la conciencia oscura y limitada del hombre la experiencia de la fe en un Padre que parece abandonarnos en el momento del sufrimiento y de la muerte (Heb 5,8; Mc 15,34; Lc 23,46).
d) Excepto en el pecado. En Cristo no hay pecado. Hemos de excluir en él aquello que pueda suponer desobediencia al Padre. Y no porque Dios no haya querido solidarizarse con nosotros hasta las últimas consecuencias, sino porque la experiencia del pecado es contradictoria en él. Lo que necesitábamos los hombres no era un Dios que nos acompañara en el pecado, el egoísmo o la injusticia, sino un Dios redentor que nos liberara del mal.
Cuando en el Nuevo Testamento se habla de tentación o de prueba (peirasmos) en Cristo (Heb 2,18; 4,15; Mc 1,12-13; Mt 4,1-11; Lc 4,1-13), hemos de excluir toda tentación que pueda provenir de su propio pecado personal o pueda terminar en desobediencia al Padre. Sin embargo, podemos decir que Jesús se ha encontrado en situaciones que se le han presentado como una dificultad real para comprender y realizar su misión mesiánica (las esperanzas políticas de su pueblo, el fracaso de su predicación, la crucifixión…).
Aunque no puede ser contado entre los pecadores, también Cristo necesita ser salvado, no de su pecado personal, que no tiene, pero sí de la condición de pecado en la que se ha encarnado el Hijo de Dios. Por eso, la redención de la humanidad acontece en Cristo antes de comunicarse a los hombres. La pascua de Cristo es nuestra pascua; salvado de la muerte, se convierte en principio de salvación eterna para nosotros (Heb 5,5-7). Resucitado por el Padre, viene a ser fuente de resurrección (1Cor 15,20-22) y Espíritu que da vida (ICor 15,45-49; Rom 8,11).
Este abajamiento de Dios encarnándose en nuestra condición caída, no disminuye ni desfigura su gloria divina, sino que revela su amor a los hombres hasta el extremo (Jn 13,1).
4. CRISTO, REVELACIí“N DEL HOMBRE NUEVO, a) Cristo, el Hombre Nuevo. «En realidad, el misterio del hombre nuevo sólo se esclarece en el mismo misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22).
Cristo es para los cristianos el Hombre nuevo (Ef 2,15). Por eso, ser hombre es algo que sólo en Cristo alcanza su realización plena. Y por eso, sólo a partir de Cristo se hace inteligible nuestra existencia humana. El es el criterio y la norma de todo lo verdaderamente humano. En él descubrimos qué es lo que merece el nombre de humano ante Dios. «El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (GS 41).
b) La verdadera dignidad del hombre. Cristo es hombre perfecto viviendo enteramente desde Dios y para Dios. En él se revela que Dios y el hombre, al contrario de lo que pueda pensar la Ilustración, no son dos realidades que se oponen la una a la otra. Jesús es verdaderamente humano no a pesar de, sino precisamente porque existe totalmente desde Dios y para Dios (K. Rahner).
A la luz de la encarnación, la catequesis ha de mostrar que el hombre no es un ser cerrado en sí mismo. Ser hombre es vivir desde Dios y para Dios. Es falsa la alternativa moderna: Dios o el hombre. Dios es precisamente el Otro que los hombres necesitamos para ser nosotros mismos. En Cristo se nos revela que existir desde Dios y para Dios no disminuye al ser humano, no anula su libertad, no lo hunde en la pasividad o irresponsabilidad, sino que lo conduce a vivir de manera plena ante sí mismo y ante los demás. Por decirlo de manera más concreta, el hombre es humano en la medida en que existe desde y para el amor, la verdad, la justicia y el perdón de Dios.
c) El hombre, lugar de encuentro con Dios. Si Dios se ha hecho hombre, esto significa que Dios puede y debe ser encontrado en el hombre. No es necesario abandonar el mundo y alejarnos de los hombres para buscarlo. A Dios lo podemos encontrar en el ámbito de lo humano. Sólo indicaremos dos consecuencias: 1) Si Dios se hace hombre en Cristo, aceptarnos plenamente como hombres y luchar por ser verdaderamente humanos es ya acoger a Dios. Tomar la vida humana en serio es empezar a tomar en serio a Dios. Quien acepta su existencia humana con amor y responsabilidad, está aceptando de alguna manera a ese Dios encarnado en nuestra misma humanidad. Una catequesis de talante misionero ha de saber mostrarlo en nuestros días a quienes buscan sinceramente a Dios. 2) Por otra parte, si Dios se hace hombre en Cristo, acoger al otro hombre es ya acoger a Dios. Donde hay amor sincero e incondicional al otro, especialmente al pobre y necesitado, allí hay amor a ese Dios hecho hombre en Jesucristo (Mt 25,40-45; lJn 3,17; 4,7-8; 4,20).
d) Algunas exigencias de la fe en la encarnación. La catequesis de la encarnación ha de mostrar con claridad las exigencias que de ella se derivan. Sugerimos algunas: 1) No es coherente confesar la fe en un Dios que se ha hecho solidario con la humanidad y, al mismo tiempo, organizarse la vida de manera individualista e insolidaria, ajena totalmente al sufrimiento de los demás. 2) No es coherente confesar la fe en un Dios encarnado por la salvación del hombre y, al mismo tiempo, no encarnarse en la vida ni esforzarse por un mundo más humano y una sociedad más liberada. 3) No es coherente confesar la fe en un Dios hecho hombre para restaurar todo lo humano y, al mismo tiempo, colaborar en la deshumanización, atentando contra la dignidad y los derechos de las personas.
II. Presentación catequética de la encarnación
1. ¿QUE ES PRESENTAR CATEQUETICAMENTE A JESUCRISTO, DIOS ENCARNADO? Antes de ofrecer algunas orientaciones catequéticas para presentar a Jesucristo, Hijo de Dios encarnado en las diversas edades, conviene clarificar brevemente en qué consiste la presentación catequética de Jesucristo, Palabra encarnada, teniendo en cuenta los datos positivos de la cristología contemporánea, y el horizonte cultural y la sensibilidad de las personas de nuestro tiempo.
a) Presentar catequéticamente a Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado: 1) No es sólo ofrecer una información histórica sobre Jesús, que puede ser de gran interés para suscitar la admiración por él. Ser cristiano no es sólo admirar sus cualidades, sino, sobre todo, vivir la experiencia de saberse salvado por Jesucristo. 2) No es sólo ofrecer una explicación doctrinal sobre Jesucristo. Es necesario que la catequesis exprese la doctrina cristológica de la Iglesia. Pero creer en él no es sólo despertar la doctrina eclesial sobre Jesucristo; lo más original y fundamental de la fe cristiana es la adhesión personal y viva a él. 3) No es probar la divinidad de Jesucristo, como paso primero de su presentación. El descubrimiento de que en Cristo uno se encuentra con el misterio de Dios no está al comienzo, sino al final de todo un recorrido. Los discípulos se encontraron con él y primeramente lo aceptaron como maestro, profeta, liberador, alguien que hacía el bien. Más tarde, habiéndolo visto morir en la cruz, vivieron una experiencia decisiva: Jesús se les imponía lleno de vida. Entonces fueron intuyendo que Dios estaba en él. 4) No es ahondar de manera abstracta en su personalidad. Esta profundización es legítima, pero lo que importa en la acción evangelizadora es descubrir a un Cristo concreto y, sobre todo, descubrir quién es Cristo para nosotros. En las primeras comunidades cristianas hablan de Cristo desde una perspectiva salvífica. Cristo interesa porque en él nos llega de manera concreta y encarnada la salvación de Dios.
b) Por eso, presentar catequéticamente a Jesucristo, Dios encarnado, es: 1) Provocar o facilitar el encuentro con él. Antes que nada, es hacerlo creíble. Ayudar a las personas a encontrarse con él y descubrir el significado que puede tener para sus vidas. Provocar un encuentro personal y transformador con él y hacerlo presente en la vida de los cristianos. 2) Anunciar la buena noticia de Jesucristo. A él sólo se le presenta de manera auténtica, cuando lo presentamos como evangelio, buena noticia. Cuando ayudamos a las personas a descubrir toda la riqueza, la fuerza salvadora, transformadora, liberadora que se encierra en su persona y en su mensaje. Esto es, presentar a Cristo como alguien capaz de responder a las aspiraciones, anhelos e interrogantes de las personas de hoy. Ser cristiano es descubrir desde Cristo cuál es la manera más acertada, más humana e interesante de enfrentarnos al problema de la vida y al misterio de la muerte. 3) Dar testimonio de mi experiencia de fe en Jesucristo. Anunciar a Jesucristo es ser testigo, saber contagiar -comunicar- a los demás la propia experiencia de fe en Cristo. El mundo de hoy más que cristólogos necesita testigos, creyentes que puedan hablar de lo que han experimentado en la fe sobre Cristo, salvador, hermano y amigo, que vive con nosotros y entre nosotros.
2. LUCES DE LA PEDAGOGíA DE DIos SOBRE LA CATEQUESIS DE LA ENCARNACIí“N. En la catequesis del misterio de la encarnación habrán de tenerse en cuenta estas orientaciones de la pedagogía de Dios:
a) La pedagogía de la «condescendencia divina» (DV 13; cf CCE 684). Esta empieza en el Antiguo Testamento con la presencia benévola de Dios con los patriarcas, los profetas y su pueblo: «Yo estaré contigo» (Ex 3,12), «Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,28); continúa con la promesa del Mesías Emanuel, «Dios con nosotros» (Is 7,14), que se cumple en la encarnación del Hijo de Dios en María de Nazaret: «Habitó entre nosotros» (Jn 1,14), y llega a su plenitud con la resurrección: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20). Por esta pedagogía, afirma el Directorio general para la catequesis, «el evangelio se ha de proponer siempre (desde la vida) para la vida y en la vida de las personas» (DGC 143; cf 146). Esta pedagogía de la condescendencia tiene mucho que ver con la pedagogía divina de la solidaridad.
b) La pedagogía de la «revelación en la historia». «La «economía [el plan] de la salvación» tiene un carácter histórico, pues se realiza en el tiempo: «empezó en el pasado, se desarrolló y alcanzó su cumbre en Cristo; despliega su poder en el presente, y espera su consumación en el futuro» (DCG 1971, 44)» (DGC 107). Este carácter histórico de la revelación salvadora es muy importante para la catequesis de la encarnación.
La encarnación podría contemplarse ceñida al misterio de la navidad; pero este no es más que el punto de partida. La encarnación, en cambio, se entiende especialmente como misterio de la manifestación de Dios entre nosotros. Este Cristo revelado, contemplado como Dios encarnado, se descubre progresivamente a lo largo de toda la vida de Jesús, presencia visible y activa de Dios en la concreta historia humana, alcanza su momento decisivo en la muerte y en la resurrección y culmina en su parusía o segunda venida (estos últimos aspectos de la encarnación se abordan en otras voces). Todos los misterios de la vida privada y pública de Jesús son portadores de señales de su divinidad encarnada. Presente hoy en nuestra historia, nosotros podemos encontrarnos con este Cristo vivo y salvador.
c) La pedagogía de la «gradualidad». El mensaje evangélico hay que presentarlo íntegramente, pero «gradualmente, siguiendo el ejemplo de la pedagogía divina, con la que Dios se ha ido revelando de manera progresiva y gradual. La integridad debe compaginarse con la adaptación» (DGC 112). Hay una integridad intensiva del mensaje de la encarnación, que se concreta en una presentación global y sencilla de la totalidad del mensaje, según la madurez de los destinatarios, y una integridad extensiva de este mensaje, que se propone «de manera cada vez más amplia y explícita según la capacidad de los destinatarios y el carácter propio de la catequesis» (DGC 112).
d) La pedagogía de «las mediaciones y los signos». Dios «habita una luz inaccesible» (1Tim 6,16). Pero si a Dios no se le puede conocer ni en vivo ni en directo, él se da a conocer a través de mediaciones: «Dios, después de haber hablado [haberse dado a conocer] muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). El, hecho uno de nosotros, es el Mediador -la gran mediación- para conocer al Padre y llegar a su encuentro salvador. El mismo nos ha desvelado -como mediación personal- la realidad misteriosa de su encarnación. Y lo sigue haciendo mediante hechos y palabras (DV 2) del Antiguo y del Nuevo Testamento, tanto en su tiempo histórico de Palestina como a través de sus miembros a lo largo de la historia de la Iglesia. La encarnación se va desvelando con lenguaje conceptual y con lenguajes simbólicos (cf DGC 143).
Siguiendo estos principios de la pedagogía de Dios, la catequesis de la encarnación está atenta a todo lo que ayuda a conocer a los sujetos (sociología y psicología, en clave humana y religiosa) y los métodos y técnicas didácticas favorables a una eficaz comunicación de la fe.
III. Catequesis de la encarnación en las distintas etapas
En lo que sigue, se aborda la catequesis de la encarnación según las edades, destacando algunas pistas metodológicas experimentadas como eficaces y siguiendo el criterio de la prioridad de la catequesis de adultos (DGC 171).
1. EN LA ETAPA ADULTA (30-65 años). a) La edad adulta no es un período ni psicológica ni religiosamente homogéneo. Se distinguen al menos dos períodos: 30-49 años y 50-65 años. El primero volcado hacia el exterior, a la acción y a la creatividad, y el segundo vuelto hacia el interior, a la reflexión sobre el pasado y el futuro.
– En cuanto a la maduración humana, la etapa adulta, globalmente, profundiza en las responsabilidades tomadas y siente el reto de la fecundidad: mira en sus hijos a la generación futura y este hecho suscita el cuidado activo por el bien de los otros y por mejorar el mundo en que vive. Sin embargo, corre el riesgo de desinteresarse del futuro y dejarse autoabsorber por las necesidades y el confort individual. Es el peligro del estancamiento. Avanzada la etapa adulta, suele aparecer la necesidad de discernir los logros y las frustraciones del pasado. A su vez, el clima de responsabilidad que se vive suele suscitar las grandes cuestiones, relacionadas con el sentido de la vida.
– En el orden de la maduración cristiana, el primer período, de 30 a 49 años, sigue siendo hoy, en general, el tiempo de la ausencia, del alejamiento. Bajo la influencia de un clima secularista, los adultos son alérgicos a sentirse protegidos por Dios -autosuficiencia- y dedican menos tiempo a la práctica religiosa tradicional. No se rechaza la fe, pero en muchos la fe no influye en las opciones vitales ni personales ni familiares ni sociales. Se da una paradoja: un vacío religioso, precisamente en un tiempo tan importante, en que haría falta una fuerte experiencia de fe para iluminar y consolidar la propia concepción de la vida y el campo del amor y del trabajo.
El segundo período, de 50 a 65 años, tiende a suscitar las grandes cuestiones como las del sentido de la vida, con un posible resurgir del interés religioso. Se da, frecuentemente, una vuelta a la práctica religiosa y hasta una mayor disponibilidad para la participación en lo pastoral, especialmente en mujeres. Hoy por hoy es un período de horizontes espirituales y pastorales.
b) Pistas metodológicas para la catequesis de la encarnación. También aquí distinguiremos las dos etapas de 30-49 años y 50-65 años.
– Muchos de la etapa 30-49 años se pueden identificar con los adultos bautizados que no recibieron una catequesis adecuada; o que no han culminado realmente la iniciación cristiana; o que se han alejado de la fe hasta el punto de que han de ser considerados cuasi-catecúmenos (CT 44, título del párrafo). Es decir, viven en esa situación que requiere la catequesis de la iniciación cristiana, pero comenzando por la precatequesis, en orden a una opción inicial pero sólida de fe (cf DGC 62).
– La catequesis kerigmática o la precatequesis o -según otros- la catequesis de carácter misionero comunica, como núcleo propio, a Jesucristo, Palabra de Dios encarnada, en orden a suscitar la adhesión, la conversión gozosa a su Persona; este es el corazón de la experiencia cristiana. Para ello: 1) La catequesis suscitará, ante todo, la atención de las personas hacia sus experiencias más significativas: como el sentido de la vida, la libertad, la vocación concreta, las responsabilidades familiares, laborales, etc., planteadas a la luz de los valores evangélicos (cf DGC 117). 2) Al mismo tiempo, les ayudará a pasar por el mismo proceso lento en el conocimiento sobre Jesús que vivieron los discípulos, mediante una catequesis narrativa en torno a Cristo adulto y en contacto dialogal con algunos pasajes evangélicos claves (cristología ascendente): Jesús experimentado como hombre y, a la vez, con una estrecha unión con el Padre, manifestada de diversas maneras; Jesús, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, y conviviendo con nosotros como Emanuel, Dios con nosotros; ejecutado por los hombres, pero resucitado por el Padre.
Esta catequesis kerigmática o de carácter misionero habrá de insistir en la presencia actual de Cristo encarnado y resucitado en nuestro mundo, como Alguien que sale a nuestro encuentro y cambia el sentido de nuestra vida y de nuestro quehacer en la sociedad: nos transforma en hombres y mujeres nuevos. Ello se consigue: 1) favoreciendo poco a poco la lectura directa del evangelio; 2) el encuentro con Cristo en la oración personal y en común, y 3) aportando testimonios de personas creyentes que han experimentado el encuentro con el Resucitado, o estableciendo diálogo con ellas. Todo ello en el clima estimulante que a esta catequesis aporta el grupo cristiano.
– La catequesis sobre Cristo, Hijo de Dios encarnado, suele resultar más fácil con las personas de 50 a 65 años, por las grandes preguntas que vuelven a emerger en esta etapa: nuestro origen, nuestra meta última, las causas del mal en el mundo, razones de nuestra responsabilidad, el sentido de nuestra vida… que, como preguntas últimas, rayan con el mundo religioso. En este clima (cf DGC 175): 1) Es preciso dedicar un tiempo a la catequesis kerigmática, o precatequesis, que ponga a tono la fe personal por el encuentro con Jesús, Dios hecho uno de nosotros. No se puede dar por supuesta la conversión religiosa. 2) En relación con los interrogantes de fondo, la catequesis de adultos, como culminación de una iniciación cristiana inacabada (reiniciación), puede ofrecer diferentes orientaciones y mensajes: reencontrar el sentido de la vida en el seguimiento de Jesús, hombre nuevo; ejercitarse en la lectura cristiana de la vida desde la mirada de Jesús; profundizar o completar la iniciación cristiana: en la liturgia, como acción de Cristo con su Iglesia, en la vivencia de Jesús vivo en la comunidad y en su Palabra, en las consecuencias de una actitud transformadora del mundo, como miembros de un Dios solidario con la humanidad: compromisos seculares… 3) Téngase presente que en esta situación, la más propia de la catequesis de adultos, se encuentran las grandes dificultades del itinerario catequético (resistencias al cambio, autosuficiencia, diferentes crisis), pero también puede ser el punto de partida para la promoción de creyentes maduros, de comunidades nuevas y dinámicas, etc. Un cristocentrismo trinitario, comunitario y abierto al mundo, es un impulso para un proyecto renovado de Iglesia1.
2. EN LA ETAPA DE LA INFANCIA (0-5 años) Y DE LA NIí‘EZ (6-11 años). a) El crecimiento humano y religioso de los niños pequeños -de 0 a 5 años-está muy vinculado a la familia. La identidad del niño, como persona y como creyente, está muy relacionada con la calidad humana y cristiana de su ámbito familiar: las relaciones paterno-maternas o con personas o familiares que los quieren y cuidan. Respecto de la educación de la fe de sus hijos, hay muchos padres y madres despreocupados y desorientados, pero también un grupo importante dispuesto a prepararse para trasmitir la fe a sus hijos desde su infancia. ¿Qué pueden hacer los padres para comunicar a los más pequeños el misterio de Jesús, Dios y hombre?
– Antes de hablar de Dios y de Jesús, es preciso que en casa se den las condiciones básicas para que estas realidades de la fe puedan ser asimiladas por los hijos: 1) Que los padres se quieran y los hijos vean que se quieren. Así habrá un clima de confianza, seguridad y convivencia gozosa, en que se puede vivir la fe. 2) Que los padres manifiesten afecto hacia los hijos, con atención personal a cada uno y a sus cosas, y por encima de lo que digan o hagan. Así los hijos se fían de sus padres y les contemplan como modelos de identificación y de acción. 3) Que en la familia haya un clima de comunicación de la pareja entre sí y con los hijos, lo cual evita desconfianzas, agresividades, silencios impuestos… Este clima favorece la vivencia de fe, porque vivir como creyentes es fundamentalmente fiarse de Dios como Padre y de Jesús como su Hijo y nuestro hermano, amigo y salvador, y la comunicación intrafamiliar es un rodaje para la comunicación confiada con Dios y con Jesús2.
– Supuestas estas condiciones afectivo-familiares, los padres han de hablar a sus hijos de Dios y de Jesús, para despertar la fe orientándola hacia rostros concretos: 1) Los padres, sólo con este comportamiento discreto, ya están hablando sin palabras, pues se presentan ante sus pequeños como signos o mediaciones de Dios y de Jesús. Dios y Jesús se dejan intuir en ellos, filtrándose por las rendijas de las bondades humanas, y más aún cuando los padres son creyentes y viven según el evangelio. 2) Pero los padres han de hablar verbalmente a sus hijos de Dios y de Jesús, en concreto de Jesús. Y lo hacen cuando la pareja ora a Jesús en presencia del niño, por ejemplo, antes de comer; cuando leen con el niño alguna historia de Jesús, tomada de la Sagrada Escritura y luego dialogan y oran juntos a Jesús haciéndolo de tú a tú; cuando lo acompañan a acostarse y le ayudan a recorrer lo hecho en el día para darle gracias y pedirle perdón… «La educación a la oración y la iniciación a la Sagrada Escritura son aspectos centrales de la formación cristiana de los pequeños» (DGC 178). 3) En estos momentos afectivo-religiosos de los padres con el niño se pueden ir destacando aspectos humanos del Jesús adulto y signos de su condición divina, que van decantándose en la fe del niño. Así, este va creciendo en esa unión afectiva que él va experimentando con su amigo y hermano Jesús, Hijo de Dios: Jesús le quiere, le acompaña, Jesús le ayuda a tener contento al Padre, Jesús le perdona…
b) La catequesis de la encarnación en la segunda etapa: la niñez (6-11 años). En la niñez, la catequesis sobre Jesús, Dios Hombre, ha entrado, hace años, en una situación delicada y necesitada de mejora. El grupo de familias responsables de la fe de sus hijos que se acaba de describir es minoritario. Muchos llegan a la niñez sin haber despertado esa relación afectiva con Dios, Padre amoroso, y con Jesús, su Hijo, amigo y hermano nuestro.
– El niño sigue muy unido al ambiente familiar en los dos breves períodos de la niñez, de 6 a 9 y de 9 a 11 años, aunque progresivamente va socializándose en la catequesis parroquial y la educación escolar: 1) De 6 a 9 años, el niño empieza a salir de su subjetividad y se va abriendo al mundo real. Desea saber y busca los caminos. Entra en una época de mayor calma afectiva. Religiosamente: en principio está abierto a lo religioso. Para él, por lo que le han enseñado, Dios es Padre y creador. ¿Justo o misericordioso? Depende de la familia. Es la edad del primer sí y del primer no a Dios, del despertar de la conciencia moral. 2) De 9 a 11 años, el niño -él y ella- vive más hacia fuera; aumenta su deseo de saber con mayor sentido crítico, pero le gusta lo concreto. En lo religioso, el niño (varón) atribuye a Dios la grandeza -lo sabe todo-, la bondad y la fuerza, pero ha disminuido su relación afectiva con él: es el Señor del universo y el Dios de la ley (lo que Dios quiere que hagamos). En las celebraciones le interesa qué hay que hacer y los ritos purificadores. La niña, en cambio, mira a Dios como el Dios del amor (lo que es Dios para ella) y en las celebraciones tiende a buscar el encuentro personal con Dios, mediante el simbolismo de los ritos.
Dos planteamientos en la catequesis de Jesús, Hijo de Dios hecho Hombre:
– Como muchos niños no han sido iniciados en familia a la amistad con Dios y con Jesús -despertar religioso-, hay que comenzar la catequesis parroquial -a los 6 años- favoreciendo ese conocimiento vivo y trato amistoso con Dios Padre y con Jesús, su Hijo y nuestro hermano y amigo.
En los primeros años (6-9) -especialmente en el primero- de la catequesis parroquial, los catequistas han de prepararse para cultivar -dentro de la programación adaptada al caso- algunos aspectos de la catequesis en familia: clima maternal con los niños; comunicación fluida y a la vez controlada con ellos; conciencia de ser signo y mediación de Jesús para con los niños (ellos van a experimentar a Jesús en su persona y él se va a comunicar con los niños a través de sus testimonios y sus palabras); narrarles historias de Jesús y dialogarlas con ellos; iniciarles en la oración a Jesús haciendo silencios breves y dialogando con él de tú a tú.
Las parroquias han de preparar a los catequistas de la niñez -6 a 11 años- a realizar esta iniciación al conocimiento y trato con Dios y con Jesús, no sólo el primer año, sino durante todos los años de la niñez. Todas las programaciones, además de los contenidos propios de esta catequesis, estarán vertebradas en torno a Jesús (cristocentrismo) y suscitarán el trato familiar con él en momentos breves y cálidos de oración y desde él con el Padre.
– Si consta ya logrado ese trato amistoso con Jesús y con el Padre, la catequesis de Jesús, Dios y hombre, se favorecerá con estos dos pasos metodológicos:
1) De 6 a 9 años: fomentar esa primera amistad con Jesús, Dios y hombre: imitarle en el amor a su Padre; admirarle y acogerle como Hijo de Dios, nacido hombre de la Virgen María en Belén; contemplarle en pasajes del evangelio: lo que hace y cómo lo hace; cómo se relaciona con Dios, su Padre; lo que quiere que hagamos: amar a Dios y a los hermanos; el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, superando la simple compasión y describiendo que él lucha contra las malas actitudes del corazón, pues muere y resucita para salvarnos; aprender a orar como Jesús y prepararse para unirnos más a él en la celebración de los primeros sacramentos. Además de hermano y amigo, Jesús es nuestro maestro. Muy importante: La profundidad de la iniciación cristiana se mide por la calidad de la relación del niño con Jesús, con el Padre (y con el Espíritu), que se favorezca en las catequesis.
2) De 9 a 11 años: dar un paso más en la amistad con Jesús, Dios y hombre: ante su apertura para conocer científicamente el mundo, la historia y las personas, este niño adulto necesita adquirir -en dosis breves y sugerentes- un conocimiento global de Jesús; Jesús debe ser el centro de la enseñanza religiosa de esta edad: detalles de la historia y geografía de Israel (costumbres, estilo de vida…), pasajes evangélicos de su vida pública, el fondo de su mensaje, causas históricas y religiosas de su muerte; cobardía, conversión y testimonio de los apóstoles… Necesita, además, que se le vaya descubriendo el misterio que late en los acontecimientos y personajes que aparecen en los evangelios; una iniciación bíblica al vocabulario cristiano. Este proceso, explicado para preparar mejor su propia conversión con una mayor admiración y seguimiento hacia Jesús, el maestro y amigo entrañable, Hijo de Dios hecho hombre. A hacer presente la figura de Jesús le ayudará mucho el recordar a testigos cristianos actuales, la oración en grupo y la celebración litúrgica bien participada con otros grupos parroquiales.
3. EN LA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA (12-18 años) Y DE LA JUVENTUD (19-29 años). a) La maduración humana y cristiana de los preadolescentes (12-14 años) está relacionada con los pequeños grupos. El comienzo de la adolescencia -la preadolescencia- especialmente en las regiones desarrolladas, tiene unas características psicológicas y religiosas peculiares. Es un período ignorado -mejor, poco elaborado- para educar a los preadolescentes en la fe (cf DGC 181) y adentrarlos en la adolescencia (15 años) debidamente evolucionados.
– Rasgos humanos y religiosos del preadolescente. 1) En la primera adolescencia, la persona se mete en sí misma, al experimentar energías misteriosas que la desconciertan y la llevan a perder la seguridad interna y externa de la niñez. Empieza la trabajosa búsqueda de la personalidad joven, de su nueva identidad. Este es un período de especial y confusa inquietud acerca del sentido de la vida, y por tanto de crisis religiosa. Al buscar una nueva identidad personal, busca modelos de identificación. 2) La crisis religiosa está impulsada por desear razonarlo todo. Las realidades de la fe son razonables, pero esta razonabilidad se adquiere con el tiempo. El apoyo de Dios o el abandono frente al tumulto de la vida son fluctuantes. Dios parece estar lejos, por encima. Mediada esta edad, aparece Dios como Alguien: Señor, salvador y Padre que puede convertirse en el confidente que llene sus vacíos afectivos: el que comprende y ama y con el que se puede contar. La preadolescente está más inclinada desde el principio a este Dios paternal. Los preadolescentes -ellos y ellas- más que buscar conocer a Dios, quieren sentirle. El Dios que les satisface es el Dios humano en Cristo, acogedor y perdonador; el Dios del corazón.
¿ Un doble planteamiento en la educación de la fe sobre Jesús, Dios encarnado? Los niños que han participado en el proceso completo de la catequesis de la niñez (6-11 años) se integran bien en la catequesis de la preadolescencia y la superan con un rendimiento creyente positivo. Los que sólo fueron catequizados hasta celebrar la primera penitencia y eucaristía y, al cabo de tres años, vuelven a los grupos preadolescentes tienen más dificultades para asumir esta catequesis. Ante esta doble situación, algunas orientaciones y pistas metodológicas:
En la edad de 12-14 años, por los rasgos psicológico-religiosos recordados y, más aún, si no han completado la catequesis de la niñez (9-11 años), la catequesis de la iniciación cristiana conviene que adquiera un acento de llamada a adherirse, a convertirse a Jesús (conversión religiosa). La fe de la niñez, clara y segura, queda en estos años empañada por las dudas, el vaivén de sus sentimientos humanos y religiosos, la soledad experimentada, etc. El preadolescente busca una nueva amistad con él distinta de la de la infancia, y quizá el primer encuentro y amistad con Jesús, si no se dio en el corto período de catequesis en la primera niñez (6-9 años).
En esta situación religiosa, unos más y otros menos, todos los preadolescentes viven una situación de nueva evangelización (cf DGC 58c), en la cual la catequesis iniciatoria habrá de acentuar la precatequesis (cf DGC 62). La nueva personalidad balbuciente que emerge en el preadolescente necesita la acogida fraterna de los catequistas, su testimonio como modelos creyentes de identificación y las catequesis centradas en la persona de Jesús, para interiorizarlo en su nueva situación antropológico-religiosa. Será muy conveniente agrupar a los preadolescentes: por un lado, los que desde niños han continuado la catequesis año tras año, pues su crisis religiosa suele ser menor, y, por otro, los que, tras unos años de ausencia, vuelven a la catequesis quizá bastante desconcertados en su religiosidad.
– Pistas metodológicas. 1) Es preciso tener muy presentes las experiencias sociales y psicológico-religiosas propias de la edad, para iluminarlas desde la fe. Centrar el mensaje en la persona de Jesús, Dios y hombre como nosotros, como el gran modelo de identificación que inspira a los preadolescentes, les ayuda y les hace crecer como personas, como hijos de Dios y como hermanos y amigos de Jesús y dé los demás. 2) Utilizar el testimonio de personas -de ayer y de hoy- destacadas en el seguimiento de Jesús y significativas para los grupos, empezando por el testimonio del propio catequista. 3) Iniciar a la oración, sobre todo en relación con Jesús, Dios hecho hombre. Realizar celebraciones moderadamente creativas, bien preparadas y realizadas, en que se viva a Cristo presente y activo en ellas como salvador y liberador. 4) Usar una metodología activa y participativa, incluso dentro de otras actividades pastorales más globales (cf DGC 184).
Todo para promover -sobre todo en los momentos fuertes- la relación personal con Jesús, Hijo de Dios y hermano nuestro, una visión de la vida como la suya, unas buenas experiencias celebrativas, unos criterios morales y un rodaje en la vida social según el estilo de Jesús.
b) La maduración humana y cristiana de los adolescentes (15-18 años).
– Rasgos humanos y religiosos del adolescente. «El rápido y tumultuoso cambio cultural y social, el crecimiento numérico de jóvenes, el alargamiento de la etapa de la juventud…, la falta de trabajo y, en ciertos países, las condiciones permanentes de subdesarrollo, las presiones de la sociedad de consumo…, todo ayuda a perfilar el mundo de los adolescentes y jóvenes como tiempo de espera, a veces de desencanto y de insatisfacción, incluso de angustia y de marginación. El alejamiento de la Iglesia, o al menos la desconfianza hacia ella, está presente en muchos como actitud de fondo» (DGC 182). Esta descripción sociorreligiosa de los jóvenes empieza a ser realidad especialmente en los años de esta adolescencia adulta.
Los adolescentes, en general, en busca de sentido para su vida y en plena crisis religiosa, experimentan desde la necesidad de un ser trascendente que les apoye, consuele y dé seguridad y confianza, hasta que «Dios es enemigo del hombre», que «la religión adormece» o «la religión es inútil». No obstante, muchos sienten una fuerte tendencia a la solidaridad, al compromiso social e incluso a la experiencia religiosa, cristiana o no, incluida la mística ecológica, deportiva, etc.
Pues bien, no pocos de estos adolescentes, de ambientes cristianos y no cristianos, frecuentan la catequesis de confirmación para culminar la iniciación cristiana hacia los 17-18 años. Después, algunos perseveran en grupos de referencia; una buena parte no se agrupan, y bastantes se alejan casi totalmente de la práctica de la fe. ¿Cómo mejorar, en esta catequesis específica, al menos el anuncio de Jesús, el Dios Encarnado?
– El principio catequético es claro: «La propuesta explícita de Cristo al joven del evangelio (Mt 19,16-22) es el corazón de la catequesis; propuesta dirigida a todos los jóvenes y a su medida, en la comprensión atenta de sus problemas. En el evangelio… Jesucristo… les revela [a los jóvenes] su singular riqueza y… a la vez les compromete en un proyecto de crecimiento personal y comunitario de valor decisivo para la sociedad y para la Iglesia» (DGC 183). ¿Cómo traducir estos criterios en realidad pastoral?
Con los adolescentes que han permanecido en la catequesis de la iniciación cristiana durante la niñez y la preadolescencia y se han inscrito en la de confirmación, se suele dedicar una primera parte breve a la convocatoria o precatecumenado para estimular su fe (cf DGC 185), y el resto, que es la mayor parte, al catecumenado como sugiere el Directorio (DGC 184-185; cf también DGC 82-83), para ahondar en su vida cristiana y afianzarla en la confirmación, como servicio misionero al mundo.
Con los adolescentes bautizados que no han participado en la catequesis de niños y preadolescentes, o lo han hecho sólo durante la preparación a la primera penitencia y primera eucaristía, dejando después un largo vacío catequético hasta su inscripción para la confirmación (DGC 184), sugerimos las pistas siguientes en lo referente a la catequesis de la encarnación: 1) Durante un tiempo amplio de la preparación a la confirmación, practicar la catequesis kerigmática o de carácter misionero (cf DGC 185). Estos adolescentes llegan a esta catequesis necesitados de la conversión inicial a Cristo salvador, pero muy en relación con sus problemas e intereses. 2) Para ello y de forma complementaria, convendrá presentar a Jesús como modelo de identificación de valores éticos apetecibles para el adolescente: autoridad dialogante, libertad, amor, solidaridad, justicia… que conducen a la realización personal y del propio grupo y al servicio de la sociedad. 3) Presentar a Jesús Hijo de Dios, amigo y hermano nuestro, mediante los signos que él mismo ofrece -apologéticamente- de que no es sólo un ser humano: su relación original con Dios, como Padre… El es el Emanuel, presente y solidario con nosotros; el salvador y liberador de nuestras fragilidades corporales, psicológicas y morales -personales y sociales- e Hijo de Dios, pero semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado. 4) Constatar que damos nuestra adhesión a su persona de Dios-hombre como respuesta a su llamada gratuita y secreta: encarnado sólo por amor a nosotros, por nuestra salvación. Profundizar en esta conversión religiosa y ética a Jesús, para poder darse a uno mismo y dar ante otros razón de la propia identidad cristiana. 5) Presentar a Jesús como revelación del hombre nuevo: como revelador de la dignidad de la persona humana y como reconciliador. Asimismo ayudar a descubrir que Jesús impulsa una fe comprometida con los demás y con el mundo, como exigencia de la encarnación, que hay que ir traduciendo en estilo de vida concreto desde los valores que Jesús ha vivido y nos propone. 6) Utilizar la pedagogía divina de los testigos cristianos y del cultivo progresivo de la oración personal y comunitaria, como mediaciones imprescindibles para alcanzar la experiencia de encuentro con Jesús. 7) Por fin, estimular a participar en unas celebraciones pedagógicamente dosificadas y preparadas para descubrir la presencia viva de Jesús en el corazón de las mismas, en unión con la comunidad participante. Cultivar el lenguaje simbólico.
– Durante el último tercio de la preparación a la confirmación, realizar una catequesis ya en clave de iniciación cristiana. Alcanzado el nivel de fe-conversión inicial, este último tramo se puede dedicar a: 1) La catequesis de confirmación, con su núcleo central, el espíritu de Jesús, acompañante e impulsor de la vida cristiana, personal y social, con todas sus consecuencias; con su explicación significativa sobre los ritos del sacramento, el clima religioso de la celebración y su significado pentecostal, la renovación del bautismo y del seguimiento de Jesús. 2) La propuesta de acompañamiento espiritual personal, que les oriente a experimentarse habitados y guiados por el espíritu de Jesús, mediante la asimilación de los criterios del evangelio. 3) La formación cristiana para el después, es decir, para los grupos de referencia dentro de la comunidad más amplia (la parroquia…), que afianzan y garantizan la vida sacramental, comunitaria, de compromiso, de revisión de vida y de educación permanente (cf DGC 184-185).
c) La maduración humana y cristiana de los jóvenes (19-29 años). La catequesis al servicio de la iniciación cristiana (cf DGC 65-68) es escasa en la Iglesia durante esta etapa. Esta catequesis está vinculada a los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía y, por tanto, ya se ha concluido para los 18-19 años. Es decir, la catequesis orgánica, sistemática, integral y básica no se realiza ya -en principio- en la etapa de la juventud, a no ser excepcionalmente. ¿Hay, entonces, lugar para esta catequesis en la década 19-29 años?
– La madurez humana de los jóvenes se mueve entre la intimidad y el aislamiento. En la transición de los 20 años se busca mayor intimidad en las relaciones, conseguir mayor responsabilidad y autonomía, crearse una identidad propia, caminar hacia un proyecto de vida. En el decenio siguiente (20-30 años) se busca el equilibrio entre la intimidad amorosa con otra persona y la tendencia al aislamiento. El proyecto de vida comienza a realizarse a través del trabajo y del amor. Las relaciones sociales se limitan a pocas personas. Apetece adquirir más responsabilidades, pero con cierto realismo. La transición de los 30 años centra a la persona en sí misma: el proyecto de vida pide realismo, mayor interés por la profesión y nuevas metas personales (casarse, tener hijos…). La paternidad-maternidad lleva a centrarse en los hijos. Va surgiendo en los adultos la interdependencia, síntesis de la necesidad de autonomía y dependencia.
– En cuanto a la madurez cristiana, se puede decir de este período lo que se dijo de la actual etapa de la adultez joven (30-50 años): es el tiempo de la ausencia, del alejamiento de las instituciones. Los jóvenes no aceptan ser tratados como niños y dedican menos tiempo a las prácticas religiosas tradicionales. Incluso los practicantes están ausentes del voluntariado pastoral (animadores de tiempo libre, catequistas…). Durante la mayor parte de este período son practicantes ocasionales (preparación al matrimonio, a los sacramentos de los hijos…). En general, viven un vacío religioso y pastoral durante un período tan importante y fecundo, precisamente cuando necesitan una buena experiencia de fe para iluminar y consolidar su propia concepción de la vida y el campo del trabajo y del amor3.
– Se ve necesaria una fuerte inversión pastoral al servicio de este período de la juventud en el campo catequético, a pesar de su dificultad. ¿ Qué se hace y qué se debería hacer en relación a la catequesis de la encarnación? 1) Se realiza la catequesis o educación permanente (DGC 51 y nota 64; 69-72) en aquellos grupos y comunidades de referencia, nacidos del proceso catequético preconfirmatorio (cf DGC 257 final y 264). Será muy provechoso profundizar en la espiritualidad cristocéntrica-trinitaria (cf DGC 98-100) y de carácter liberador (cf DGC 103-104), y en el proyecto personal de vida cristiana para la conversión permanente (DGC 56). Es preciso dar la máxima importancia y atención a estos grupos o comunidades de referencia que nacen como opción cristiana, apoyados en los sacramentos de la iniciación, especialmente en la confirmación (cf DGC 264). 2) Se debe realizar la catequesis kerigmática o precatequesis (DGC 62, 185) con aquellas parejas alejadas o indiferentes que soliciten libremente y con cierta actitud de búsqueda, para sí o para sus hijos, algún sacramento, con el fin de alcanzar, bajo la luz del Espíritu, la conversión inicial a Cristo salvador. Como catequesis kerigmática, será eminentemente cristocéntrica y significativa para la vida de las personas, como salvación y liberación (cf DGC 98, 116, 101, 103). Los cursillos de preparación al matrimonio ¿se mueven en general en esta dirección? 3) Excepcionalmente, con personas concretas, interesadas en madurar su fe y ser coherentes con ella, será preciso realizar una catequesis que complete la iniciación cristiana de los solicitantes (DGC 67, 183-185).
4. EN LA ETAPA DE LOS MAYORES (65 años en adelante). Las personas de la tercera edad son «un don de Dios a la Iglesia y a la sociedad, a las que hay que dedicar todo el cuidado de una catequesis adecuada» (DGC 186).
– Si la persona ha llegado a esta edad con una fe sólida y rica (DGC 187), el mensaje del Dios encarnado revestirá la forma de una catequesis o educación permanente de la fe que, en momentos oportunos, profundizará en la persona de Jesús, en su relación con el Padre y el Espíritu (cristocentrismo trinitario) y en su relación con la historia humana y el mundo, como mensaje liberador y salvador (cf DGC 101-104).
– Si las personas viven una fe más o menos oscurecida y una débil práctica cristiana (DGC 187), la catequesis de la encarnación insistirá en la precatequesis, de carácter misionero (catequesis kerigmática), que les proporcione la luz y la experiencia religiosa propias de la conversión inicial.
– Si las personas llegan a esta edad con profundas heridas en el alma y en el cuerpo (DGC 187), la catequesis de Jesús, Dios-hombre, les introducirá en un clima comunitario en que experimenten la acogida amorosa de Jesús en sus grupos eclesiales, hasta recuperar su confianza en Dios y en Jesús. Y continuará en forma de catequesis ocasional que, a pesar de sus experiencias negativas, llegue a provocarles actitudes de invocación, de perdón y de paz interior (DGC 187, final), hasta entrar en la catequesis o educación permanente de la que se habla más arriba.
En todas estas situaciones se ha de ofrecer a todos los destinatarios a Cristo, como esperanza de toda persona, que nos llevará al encuentro definitivo con el Padre.
A modo de conclusión: tres acentos transversales
A lo largo del artículo se han acentuado tres principios catequéticos fundamentales: 1) el cristocentrismo trinitario, sin el cual se «correría el riesgo de traicionar la originalidad del mensaje cristiano» (DGC 100); 2) la urgencia misionera de la conversión, pues «sólo a partir de la conversión… la catequesis propiamente dicha podrá desarrollar su tarea específica de educación de la fe» (DGC 62), y 3) la iniciación a la misión: del compromiso por la justicia y del anuncio explícito de Jesucristo (cf DGC 86, 104).
El secreto de la catequesis sobre Jesús, el Hijo de Dios encarnado, está en que la relación de él con toda persona no es sólo de quien llama a quien responde y lo sigue como desde fuera, sino en que, ya antes de que el mensaje de la encarnación haya llegado a los oídos de cada persona, él, Jesús, Dios encarnado, la ha incorporado ya a sí: él mismo, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). Somos transformados en hijos, porque estamos en él, y a nosostros sólo nos queda aceptar, si queremos; somos seguidores suyos, porque estamos en él y a nosotros nos corresponde decir: «queremos», si queremos libremente serlo. Actuando como él, porque es él quien vive en nosotros (cf Gál 2,20), a no ser que frenemos con nuestra libertad el dinamismo de su vida en nosotros. Vivimos como cristianos, en la medida en que libremente vivimos en Cristo encamado.
NOTAS: 1. Cf E. ALBERICH-A. BINZ, Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994, 64-75. – 2. Cf J. A. PAGOLA, Catequesis cristológicas, Idatz, San Sebastián 1990. – 3. Cf E. ALBERICH-A. BINZ, o.c., 73-74.
BIBL.: AA.VV., La educación en la fe, un reto para la familia creyente, Obispado de Bilbao 1992; BORDONI M., Encarnación, en BARBAGLIO G.-DIENICH S. (dirs.), Nuevo diccionario de teología I, Cristiandad, Madrid 1982, 366-389; CENTRO NACIONAL SALESIANO DE PASTORAL JUVENIL, Itinerario de educación en la fe V-VII (14-18 años), CCS, Madrid 1995-1996; DELEGACIí“N DIOCESANA DE EDUCACIí“N CRISTIANA, Catecumenado de adultos 1, Pamplona-Iruña 1995. Guía y carpeta de participantes; EQUIPO CONSILIARIOS CVX BERCHMANS, Jesucristo. Catecumenado para universitarios 1, Sal Terrae, Santander 19923; ERIKSON E. H., Infancia y sociedad, Hormé, Buenos Aires 1976, 222-247; FORTE B., Jesús de Nazaret. Historia de Dios. Dios de la historia, San Pablo, Madrid 1983; GONZíLEZ FAUS J. I., La humanidad nueva. Ensayo de cristología (2 vols.), Mensajero, Madrid 1974; GUERRERO J. R., El otro Jesús, Sígueme, Salamanca 1976; KASPER W., Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca 1976; LOIDI P., Conocer a Jesucristo, Cuadernos fe y justicia, EGA, Bilbao 1987, 4; MALBERG F., Encarnación, en FRIES H., Conceptos fundamentales de la teología 1, Cristiandad, Madrid 1966, 480-489; MALVIDO E., ¿Cómo explicarías que Jesús es Dios?, San Pío X, Madrid 1997; MOINGT J., El hombre que venía de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995; MONTERO J., Psicología y catequesis: 0-18 años, en Proyecto catequista 30-37 (1998) y 38-45 (1989); PAGOLA J. A., Catequesis cristológicas, Idatz, San Sebastián 1990; PANNENBERG W., Fundamentos de cristología, Sígueme, Salamanca 1974; RAHNER K., Para la teología de la encarnación, en Escritos de teología IV, Taurus, Madrid, 154-184; Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios, en Escritos de teología III, 47-59, Taurus, Madrid; Encarnación, en Sacramentum Mundi. Enciclopedia teológica H, Herder, Barcelona 1972, 550-567; SANNA I., Encarnación, en PACOMIO L. (ed.), Diccionario de teología interdisciplinar II, Sígueme, Salamanca 1982, 343-357; SECRETARIADO DE CATEQUESIS DE SAN SEBASTIíN, Catequesis de adultos, 2. Guía y carpeta de participantes, San Sebastián 1991; SECRETARIADO DIOCESANO DE CATEQUESIS DE HUELVA, Camino de Emaús 3. Jesús, camino, verdad y vida, San Pablo, Madrid 19973.
José Antonio Pagola
Equipo de Euskal-Herria
M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999
Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética
I. Introducción y notas previas
1. La doctrina acerca de – Jesucristo es el misterio central del — cristianismo, que toma su nombre de Cristo. La doctrina sobre el -> Dios uno, que como persona infinita y trascendente al mundo crea, conserva y dirige a su fin la realidad mundana, sobre la naturaleza (o esencia) y dignidad del –> hombre, con su eterno destino en la bienaventuranza, y sobre la unidad entre el amor a Dios y al prójimo como último sentido y realización salvífica de la existencia humana, sin duda es también fundamental para el cristianismo y la Iglesia, y forma parte de la jerarquía de verdades que constituyen el mensaje singular del cristianismo. Pero ese triple campo doctrinal recibe su contenido específicamente cristiano y su fundamento último del mensaje sobre Jesucristo. Sólo en él y en la unidad y la diferencia entre Dios y el mundo que en él se dan, aparece clara la relación mutua de Dios al mundo y, por ende, 1a esencia propia de Dios como amor que se comunica a sí mismo. En Cristo se manifiesta la suprema dignidad y la esencia última del hombre como radical apertura a Dios, y también la garantía históricamente palpable de que este destino del hombre logra su meta. En él, el amor a Dios y el amor al prójimo están unidos de la’ forma más íntima, pues la única persona del Dios-hombre es el destinatario de ambos, y así el amor al hombre recibe su suprema dignidad.
2. El nexo de la doctrina de la encarnación con el conjunto de la fe cristiana puede aclararse sin más ya en esta nota introductoria. El cristianismo es el acontecimiento escatológico e histórico de la comunicación que Dios hace de sí mismo al hombre. Esto significa: la auténtica concepción fundamental del cristianismo acerca del mundo (incluida la persona espiritual) y de su relación a Dios, no radica en la doctrina sobre la creación (por básica que ella sea), sino en la experiencia salvífica realizada en la historia de que el Dios santo, absoluto e infinito, por su libre gracia, pues él es el amor libre, quiere comunicarse «hacia afuera», a lo no divino. Y porque quiere comunicarse de esa manera, él ha creado el mundo como destinatario de la donación de sí mismo. Así, la autocomunicación de Dios, aun siendo la meta que todo lo configura, sin embargo, no se convierte en derecho de la criatura finita, sino que permanece siempre libre gracia del amor divino. Dios crea «lo exterior> para comunicar el «interior» de su amor. Ese «exterior» no es un presupuesto independiente de Dios, sino que constituye la posibilidad creada por su libertad de comunicarse a sí mismo, de suerte que la diferencia con relación a él procede también de él mismo. Lo mismo que el mundo y la criatura espiritual, también la comunicación de Dios tiene su historia. En efecto, ella, aunque sustente desde el principio la historia del mundo como sentido último y entelequia gratuita, sin embargo, en medio de aquélla tiene su propia historia y se manifiesta cada vez más claramente, llegando a su punto cumbre y a su aparición irreversible en la fase escatológica de esa historia de –> salvación, fase que se ha inaugurado con Jesucristo. Por eso jesucristo, en cuanto Verbo encarnado de Dios, es: a) la suprema comunicación de Dios, la cual se produce en la encarnación. Efectivamente, aquí Dios, en tal medida es el que hace donación de sí mismo, que el «destinatario» de la misma es puesto por la voluntad absoluta de que dicha donación sea eficaz, es decir, sea aceptada (ipsa assumptione creatur, como dice Agustín). La comunicación de Dios mismo crea, pues, el acto de su aceptación (en el espíritu substancial de una criatura y en su acto libre y definitivo), y al mismo tiempo él se apropia lo creado de esta manera para manifestar su voluntad y enajenarse de su condición divina (en el apartado iv ofreceremos una exposición más amplia y detallada de este punto).
b) En cuanto este espíritu creado, en el que Dios acepta al hombre y el hombre acepta a Dios, por su esencia es una parte del mundo; con la aceptación creada de la autocomunicación divina (= Jesucristo), en principio, también Dios ha aceptado al mundo para su salvación, y en jesucristo esa aceptación se ha hecho históricamente palpable e irrevocable. En la e. (que incluye la realización de la vida de Jesús, su muerte y resurrección; -> redención) se decidió y manifestó la historia del mundo como historia victoriosa de salvación y no de perdición.
3. La e. es un -> misterio en cuanto lo es también la posibilidad de la comunicación de Dios mismo a lo finito, así como el hecho de que esa posibilidad de autocomunicaci6n pueda alcanzar su punto cumbre en la e. Y, finalmente, la indeductible facticidad de la encarnación precisamente en Jesús de Nazaret es un factor en el todo concreto de este misterio. Sin embargo, la libertad de la encarnación puede mirarse como una sola libertad con la de la comunicación de Dios al mundo por la gracia. En efecto, la esencia de la aceptación de una realidad mundana en medio de la unidad del mundo debida a la encarnación, implica ya la fundamental voluntad de Dios de santificar y redimir al mundo como tal; y a la inversa (cf. luego en iii), la definitiva aparición histórica de la única voluntad de Dios respecto de la comunicación de sí mismo al mundo y respecto de la aceptación querida por él, o sea, la aparición del mediador absoluto y escatológico, implícitamente lleva ya consigo la encarnación.
4. Cómo la concepción que el Jesús histórico tenía de sí mismo coincide objetivamente con lo que significa la encarnación del Logos, se muestra en el artículo -> Jesucristo (cf. también -> Trinidad). Es evidente que la experiencia de la resurrección de Cristo tuvo una importancia esencial para interpretar el testimonio de Jesús sobre sí mismo; y en consecuencia no puede dudarse que el relato acerca de las palabras y acciones en que aparece la autointerpretación del Jesús anterior a pascua está formulado, con razón, desde la perspectiva del kerygma sobre el resucitado y como momento del mismo. Esta resurrección no ha de entenderse solamente como una milagrosa confirmación externa de las palabras de Jesús (como si no tuviera ninguna relación interna con ella), sino que en sí misma es el fundamental acontecimiento escatológico de la salvación, el cual, interpretado exacta y adecuadamente, hace aparecer a Jesús como el salvador absoluto e implica así lo que se entiende por encarnación.
II. La doctrina del Nuevo Testamento sobre Jesús
Basta con exponer aquí brevemente la doctrina del NT sobre Jesús (yendo más allá del testimonio dado por el Jesús histórico sobre él mismo). En cuanto, de una parte, esta doctrina enseña expresamente la preexistencia de Cristo y, de otra, toda la » cristología ascensional» del Nuevo Testamento (Jesús el Mesías y siervo de Dios glorificado por el Padre a través de la pasión y resurrección), se da implícitamente en la doctrina clásica de la Iglesia, con tal no se tergiverse en parte o totalmente en sentido monofisita; no es problema especialmente difícil comprobar la identidad del dogma de la Iglesia con la cristología del NT. Con ello no se niega que, dentro de esta cristología del NT, se hallen concepciones muy diversas (que, sin embargo, no se eliminan unas a otras), según el predominio (en el plano gnoseológico y en el ontológico) de un esquema de ascensión o descenso y, dentro de ese esquema, se determine más o menos exactamente el punto mismo de partida. Es también evidente que, dentro de la historia de jesús y de la cristología neotestamentaria, hay determinados conceptos (Hijo de Dios, Hijo del hombre, Mesías o Cristo, etc.) que recorren una historia de interpretación, ahondamiento y perfeccionamiento, de modo que no cabe suponer que ellos tengan el mismo sentido en todos los contextos. Cf. además –> Jesucristo y -> cristología.
III. La doctrina del magisterio eclesiástico
1. Su preparación en la evolución histórica del dogma
Los textos de una «teología ascensional» en el NT, tales como Gál 4, 4; 1 Cor 2, 8; Flp 2, 5-11; Col 2, 9; Heb 1, 3; Rom 1, 3s; Jn 1, 14, etc., muestran cómo, ya en la época del NT, la experiencia sobre el hombre Jesús fue vertida en enunciados de los fieles sobre el Hijo preexistente de Dios aparecido en la carne. Así se comprende que la temprana cristología hasta el siglo iv pudiera fácilmente superar una mutilada cristología ascensional (Jesús interpretado como un Mesías meramente humano: ebionitas) y que las controversias cristológicas de los primeros siglos, por extraño que parezca, afectaran más bien a la cuestión de la relación del Hijo preexistente con el Padre (–>arrianismo, sabelianismo, ->modalismo), de modo que no pertenecen a este contexto, o plantearan el problema de cómo había de entenderse más exactamente la «carne» en que el Hijo de Dios apareció entre nosotros como revelador del Padre y mediador de la salvación. En el -> docetismo la carne se volatiliza completamente. En una extrema (apolinarismo) o moderada (Atanasio) teoría del logos-sarx, la espiritualidad humana de Jesús es negada en oriente, o por lo menos no se aprecia bastante como magnitud teológica. En occidente, la explicación del misterio de Cristo a base de conceptos teológicos se va desarrollando sin grandes roces desde Tertuliano, pasando por Novaciano, Ambrosio y Agustín, hasta desembocar en la fórmula clásica de León i a mediados del siglo v. La persona única (ya así Tertuliano) tiene un doble status (Spiritus [divinidad], caro: Tertuliano), es unus, aunque posee utrumque (divinitas -corpus, caro, nostra natura: Ambrosio); sin embargo todavía se dice a menudo (sin negar por ello la unidad de la persona) que el Verbo del Padre asumió a un hombre, y no precisamente la «naturaleza humana», como decimos ahora. Más difícil fue el curso de la evolución en oriente. Cierto que ya en Orígenes se da el axioma de que el hombre sólo puede estar completamente redimido si el Logos asumió toda la realidad humana, con alma y cuerpo. Pero la explicación teórica de la unidad entre el Logos y la «carne» (el hombre, la humanidad), y por tanto la explicación de la comunicación de idiomas, ofrece notables dificultades.
La distinción entre hipóstasis y fisis se fue elaborando muy lentamente en la teología de la Trinidad, y aún se tardó más en aplicar esta distinción de modo general a la cristología. Prósopon (como principio de unidad en la escuela de -> Antioquía) podía interpretarse fácilmente como principio de mera «unidad moral», de suerte que los predicados sobre Cristo debían distribuirse entre dos sujetos substanciales distintos. Esa tendencia en el –>nestorianismo pasa a ser una afirmación decisiva. Por otra parte, los modelos más antiguos de representación, que explicaban la unidad de lo divino y lo humano como una «mezcla» o la presentaban como la unidad entre el cuerpo y el alma (también en el occidente, p. ej., Agustín; cf. Dz 40), tampoco eran muy apropiados para acentuar adecuadamente la unidad y la diferencia de lo divino y lo humano en Cristo. En lucha contra el nestorianismo, la teología alejandrina trató de expresar la verdadera unidad substancial del único Cristo, Dios y hombre, mediante el concepto fisis (o mediante los términos hipóstasis, prosopon, que todavía tenían un sentido equivalente). Así, en una fórmula que procede de la cristología apolinarista del logos-sarx, Cirilo, y con él el concilio de Efeso en cierto modo, habla todavía de la única physis (naturaleza) del Logos encarnado o de su naturaleza encarnada (cf. Dz 115, 117), sin propósito de negar con ello la plena humanidad y su distinción de la divinidad. Pero luego el monofisismo (Eutiques) abusa de la fórmula. Sólo el concilio de Calcedonia aporta claridad terminológica: prosopon, hipostasis, se entienden en el mismo sentido, significando el sujeto substancial y (aquí) el principio unificante de las naturalezas; physis (oúsia, natura) ya no se entiende terminológicamente en el mismo sentido que hypóstasis o persona, sino que (como en la doctrina de la Trinidad) significa el principio por el que un sujeto último recibe su determinación objetiva y realiza una actividad específica. Sin embargo, a la vez hemos de notar que esta terminología no está fijada con precisión y no se desarrolla a base de principios claros, sino que se aplica inmediatamente a los enunciados cristológicos. Así no debe sorprendernos que muchos puntos queden oscuros – ala postre hasta hoy día – y estén a merced de la interpretación filosófica y teológica de escuelas y teólogos particulares. Esto significa que, si se quiere deslindar el verdadero sentido teológicamente obligatorio de dichos conceptos (positiva y negativamente), hay que orientarse una y otra vez por la sencilla idea creyente de que justamente este uno concreto, que obra y nos sale al paso, es verdadero Dios y verdadero hombre; ambos predicados no dicen lo mismo y, sin embargo, lo que ellos expresan pertenece a un solo sujeto. Después del concilio de Calcedonia, la historia posterior de la cristología es la lucha dogmática con el -> monotelismo. En lo demás, empero, casi no hay historia del dogma, sino sólo de la teología. Se intenta definir más exactamente las nociones empleadas.
Dentro de la teología católica, pueden observarse sutiles variaciones entre una cristología que acentúa más la distinción de naturalezas, y otra que resalta su unidad en la persona única; se consideran las consecuencias que se siguen de la unión hipostática para la naturaleza humana de Cristo (su gracia, su ciencia, la manera como la hypóstasis influye sobre la naturaleza humana, la cuestión de la «conciencia» de Cristo, la posibilidad de una libertad humana bajo el señorío del Logos, etc.); se hacen ensayos para entender la «unidad» de la persona divina como consecuencia de otra realidad ontológica (p. ej., el moderno tomismo: la existencia del Logos actualiza por sí mismo la naturaleza humana de Cristo y la une así consigo). Pero todo esto sólo interesa al pastor de almas en cuanto le hace ver que, con la clásica fórmula de Calcedonia, aún vigente, la teología, la predicación y la piedad no han, agotado la forma de expresarse sobre el tema de la encarnación.
2. La doctrina oficial de la Iglesia
a) Característica general. La doctrina del magisterio eclesiástico está formulada en forma objetiva y óntica, es decir, a manera de enunciados sobre Jesucristo «en sí», sin conexión explícita con la cuestión de cómo nosotros encontramos a jesús en la experiencia histórica y en la fe, y con la pregunta de cómo partiendo de la peculiaridad de este encuentro (que es el último y absoluto encuentro con Dios, tal como él es en sí, en medio de nuestra historia más concreta), podemos lograr y entender mejor precisamente esta cristología óntica. Esa doctrina tiene su concepto clave en la distinción entre –> persona y -> naturaleza y, por ende, en la fórmula de la unión hipostática, tal como fue insuperablemente elaborada en la enseñanza del concilio de Calcedonia.
b) La doctrina fundamental. El Verbo (Logos) eterno (o sea, preexistente), el Hijo del Padre, como segunda persona de la Trinidad hizo suya, por la unión hipostática (Dz 148, 217) una naturaleza humana, creada en el tiempo, con cuerpo y alma espiritual, tomada de María virgen, que es verdadera madre del hombre asumido. Y la hizo suya en verdadera, substancial (Dz 114ss) y definitiva (Dz 86s, 283) unidad (contra el – nestorianismo). En la producción de la unión concurrieron las tres personas divinas (Dz 284, 429); pero sólo el Verbo se unió con la naturaleza humana (Dz 392; contra tos patripasianos), sin perjuicio de la diferencia, sin mezcla, entre la naturaleza divina y la humana incluso después de la unión (–>monofisismo), haciéndose así verdadero hombre. Por tanto, a la única persona del Verbo le pertenecen dos naturalezas: la divina y la humana, sin mezcla ni separación (Dz 143s, 148); un solo y mismo sujeto es Dios y hombre. Síguese que de un solo y mismo sujeto pueden predicarse las realidades de las dos naturalezas; y, por tanto, de este sujeto único, nombrado por una de las naturalezas, pueden predicarse las propiedades de la otra (comunicación de idiomas, Dz 291). Esta unión hipostática pertenece a los misterios absolutos de la fe (Dz 1462, 1669).
c) La verdadera filiación divina de Jesucristo. Si se nombra a este solo y mismo Jesucristo, hemos de decir que es: verdadero Dios (Dz 54, 86, 148, 224, 290, 994, 2027-2031); Hijo consubstancial del Padre (Dz 86, 554, 1597; -> arrianismo); su Verbo (Dz 118, 224), Dios de Dios, engendrado, no creado (Dz 13, 39s, 54), unigénito (Dz 6, 13, 86); una persona de la Trinidad (Dz 216, 222, 255, 708 ); creador de todas las cosas (Dz 54, 86, 422), eterno (Dz 54, 66) e impasible (Dz 26); por ser hijo verdadero y consubstancial no es hijo adoptivo (Dz 289, 309s, 311ss) como nosotros (contra el adopcionismo y una determinada forma teológica del Assumptus-Homo). Esta divinidad de Cristo es también el presupuesto de su función de mediador en la redención, de los oficios de Cristo y de las excelencias que, aun en su naturaleza humana, consubstancial con nosotros, lo distinguen de nosotros, a pesar de que estas propiedades le convienen también en cuanto él es hombre.
d) Este mismo Jesucristo es verdadero hombre: 1 °, tiene verdadero cuerpo, pasible (antes de la resurrección) (Dz 13, 111a, 148, 480, 708), no un cuerpo aparente (Dz 20, 344, 462, 710) o celeste (Dz 710); en el momento de la concepción, su cuerpo se unió con la persona del Verbo (Dz 205), pero conservando como forma esencial un alma espiritual y racional (Dz 216, 480). Por tanto, Jesucristo posee un alma humana, sensible y espiritual, creada, no eternamente preexistente (Dz 204, 13, 25, llla, 148, 216, 255, 283, 290, 480, 710). De ahí se sigue que es herejía todo docetismo y toda teología extrema del logos-sarx (p. ej., el apolinarismo: Dz 65, 85). Así Jesucristo es consubstancial con nosotros (Dz 149), hijo de Adán, formado de una madre en manera verdaderamente humana, de nuestra misma sangre y hermano nuestro (Dz 40 et passim). Por eso hay que confesar contra el monotelismo la voluntad propia del hombre Jesucristo, libre y creada, distinta de la voluntad divina del Logos, pero en plena armonía con ella (Dz 251ss, 288ss, 1465). La voluntad humana de Jesús tenía su operación proporcionada (Dz 144, 148, 262-269, 288-293, 710), por la que él, con verdadero temor de Dios (Dz 310, 343, 387), estaba sometido a sus disposiciones (Dz 285 ).
2 ° En esta humanidad (y no por causa de ella) Jesucristo es hijo natural del Padre, digno de adoración (Dz 120, 221, 1561; aun respecto de su corazón: Dz 1563; sangre de Cristo), impecable (Dz 122, 148, 224, 711; ConLac vii 560s), santo (con santidad substancial por la unión hipostática y con santidad accidental por la gracia santificante). El tenía el don de la integridad (exención de la concupiscencia), el poder de hacer milagros (Dz 121, 215, 1790, 2084) y una ciencia correspondiente a su misión (con inclusión de la visión de Dios desde el principio: Dz 248, 1790, 2032-2035, 2183ss, 2289; contra los agnoetas); pero, antes de la resurrección, no era impasible ni carecía de los defectos naturales (Dz 429, 708). En virtud de su humanidad le corresponden determinados oficios.
3 ° Las afirmaciones del magisterio (extraordinario) de la Iglesia sobre la vida y obra de Cristo, si prescindimos de la doctrina sobre la redención (-> satisfacción, –> soteriología), son relativamente escasas. Por lo general, este tema se trata en la predicación ordinaria comentando los textos de la Escritura.
IV. La doctrina sobre la encarnación en la predicación actual
I. La e. es un misterio de fe con todas sus implicaciones, que son: la imposibilidad de forzar la libre adhesión creyente a él, el carácter paradójico de su formulación, su apariencia «escandalosa» para la soberbia de un racionalismo autónomo que sólo acepta lo evidente. Pero un misterio no es un mito, ni un milagro, o sea, no puede entenderse ni predicarse como algo con que el hombre no debe contar seriamente dentro del ámbito de su propia experiencia, siempre que el campo de esa –>experiencia no se reduzca, con un espíritu racionalista y técnico, al ámbito de lo verificable empíricamente. Esto significa que en el hombre debe darse cierta posibilidad de pensar y esperar este misterio, si bien esa capacidad apriorística de entender ha de actualizarse mediante el encuentro concreto con él y con la predicación acerca del mismo. En consecuencia la predicación debe guardarse (más que antes) de dar a la proclamación de este misterio cierto sabor «mitológico». Se cae en ese peligro siempre que la naturaleza humana de Cristo es presentada como librea de Dios, en la cual está envuelto el Logos para manifestarse a través de ella, como una especie de marioneta, manipulable desde fuera, de la que Dios se sirve a manera de un mero «instrumento» material, para darse a conocer en el escenario de la historia universal. Ahora bien, esto supone la confirmación de la doctrina que a continuación vamos a exponer.
2. La naturaleza humana de Cristo, que pertenece a la persona del Logos, ha de entenderse de forma que Jesucristo sea en realidad y en plena verdad hombre, con todo lo que forma parte del ser humano: una conciencia creada que, adorando, se siente a infinita distancia de Dios; una subjetividad y libertad humana y espontánea, con una historia propia, la cual, por ser historia de Dios mismo, por estar unido con él, no pierde, sino que gana independencia. Unidad con Dios e independencia son precisamente magnitudes que crecen en la misma proporción, no en proporción inversa, como resalta ya Máximo Confesor (PG 91, 97 A). El acto divino de la unión es formalmente en sí mismo el acto de la liberación de la realidad creada para su independencia activa de cara a Dios. Esto significa que la actual cristología (en la predicación y en la reflexión teológica) tiene que reproducir, por así decir, aquella historia de la «cristología ascensional» que, ya dentro del Nuevo Testamento, entre la experiencia del Jesús histórico y la teología de Pablo y de Juan, con sus fórmulas relativas a la glorificación se transformó con tanta rapidez en una doctrina sobre la e. del Hijo preexistente y Logos de Dios. Se ha de predicar la e. de forma que la experiencia del Jesús concreto e histórico, en tal medida se haga profunda y radical, que se convierta en la vivencia de una absoluta y definitiva cercanía de Dios al mundo y a nuestra existencia a través de Cristo. Y esa cercanía sólo se acepta conscientemente, sin abreviaciones ni reservas, si conservan su validez y son entendidas las fórmulas clásicas de la cristología. Se puede, pues, experimentar en primer lugar a Jesús como un «profeta» que, con nueva fuerza creadora, fue tocado por el misterio de Dios y, viviendo a la vez con toda naturalidad a base de la historia de su propio mundo, predicó a Dios como padre y la apremiante cercanía del reino de Dios. Aun dentro de la cristología ortodoxa tenemos la posibilidad y el derecho de ver una conciencia de Jesús auténticamente histórica, pues la más honda trascendencia espiritual, siempre presente, de su ser hacia la inmediatez de Dios (llamada en la teología escolástica visión inmediata de Dios por el alma de Jesús), no excluye una verdadera historicidad de su vida religiosa hacia Dios como último horizonte y situación fundamental de su existencia humana. Pero este profeta no se concibe simplemente como uno de los muchos despertadores -surgidos aquí y allí de una auténtica y radical relación religiosa del hombre a Dios en medio de una historia abierta hacia un futuro indeterminado, sino como el definitivo autor de la salvación eterna, en cuya persona, muerte y resurrección está presente la alianza definitiva entre Dios y el hombre, la cual es experimentado como tal en su resurrección. No se siente como mero profeta de un «reino de Dios» que no se dé aún en absoluto, que todavía haya de venir, ni de un reino (o salvación) que subsista independientemente de su persona y que, como tal, sea solamente objeto de su palabra, sino que él en persona es ese reino, de suerte que en la relación con él se decide la salvación eterna de cada hombre. Ahora bien, un autor así de la salvación (nótese que «salvación» se entiende como meta definitiva o escatológica de la historia, sobre el trasfondo de un acontecer histórico que, «de suyo», pudiera siempre ser de otra manera y continuar marchando hacia lo indeterminado, y sobre el trasfondo de un Dios que «de suyo» tiene infinitas posibilidades) implica lo que nosotros llamamos e. Por qué el concepto de autor absoluto de la salvación implica la «encarnación» de Dios, vamos a exponerlo con un poco más de precisión bajo otro aspecto.
3. En la actual situación de la historia del espíritu (desde el comienzo de la edad moderna, con su giro desde el cosmocentrismo griego, que piensa partiendo de la «cosa» material, al moderno antropocentrismo, el cual parte del sujeto que piensa y quiere la «cosa» como primer modelo para elaborar la cuestión del ser en general), es posible y necesario traducir la cristología óntica (sin suprimirla ni dudar de su validez permanente) a una cristología transcendental opto-lógica, precisamente para entender mejor la cristología clásica. Usando una fórmula sumamente sencilla, esto significa que el hombre, desde lo hondo de su ser, es una cuestión absolutamente ilimitada sobre Dios, y que él no se ocupa en esta pregunta como si fuera simplemente uno de los muchos problemas que pueden atraer su atención. Lo cual se pone de manifiesto por el hecho de que la referencia trascendental a Dios en el conocimiento y la libertad (como posibilidad permanentemente abierta desde Dios, no como subjetividad autónoma) es la condición, que se da siempre en forma no refleja, de la posibilidad de todo conocimiento y acción libre del hombre. Esta trascendencia se realiza desde luego en una multiplicidad espacial y temporal de actos «accidentales del hombre», que constituyen su historia; pero justamente esa multiplicidad está sostenida por el acto fundamental de la trascendencia, que es la esencia del hombre. Este acto fundamental (en cuanto precede a la realización de la libertad del hombre) es a una la pura procedencia de Dios y la pura ordenación a él, es la abertura a Dios constantemente producida por él en el acto de la creación. Dicha apertura es a la vez una pregunta dirigida a la libertad así constituida acerca de si quiere aceptar o rechazar esa trascendencia, y se comporta también como una potentia oboedientialis para la comunicación de Dios mismo como posible, pero libre, y suprema respuesta suya a la pregunta qué es el hombre (cf. -> gracia, -> redención). Ahora bien, si la posición de esa pregunta, qué es el hombre, y la aceptación de este preguntar por Dios mismo se producen con tal fuerza creadora, que la pregunta es puesta como condición de la posibilidad de la respuesta que se da en la comunicación de Dios mismo a la humanidad, y ello de forma que: a) el propósito de dicha comunicación y de su aceptación por parte del hombre pone en cuanto voluntad absoluta (y no sólo condicionada) esta potentia oboedientialis, la pregunta infinita qué es el hombre, y la pone porque el propósito de respuesta es absoluto; b) esta promesa absoluta (es decir, que implica su aceptación en una predestinación formal) de la comunicación divina a la criatura espiritual en general se manifiesta en una aparición histórica irreversible; de ahí se deduce como consecuencia que semejante unidad de pregunta y respuesta absoluta es en un lenguaje ontológico lo mismo que la unio hypostatica en el lenguaje óptico. Pues, bajo tales presupuestos, la «pregunta» (qué es el hombre) constituye un elemento interno de la respuesta misma. En efecto, si la respuesta no sólo procede simplemente de Dios como autor, sino que es estrictamente él mismo, y si la pregunta (como libremente aceptada por ella misma e inclinada hacia la respuesta, como pregunta que admite la respuesta) está puesta como factor del Dios que se da a sí mismo en respuesta (= se comunica a sí mismo); en tal caso la posición de la «pregunta», como momento interno de la respuesta, es una realidad distinta de Dios, pero que le pertenece de la manera más estricta, es realidad suya propia. Partiendo de aquí se podría mostrar más a fondo que la diferencia «sin mezcla» entre lo divino y humano en Cristo brota de la voluntad unificante de la autocomunicación de Dios, que la «creación» de lo humano se hace aquí (como dice ya Agustín) por la «aceptación» misma, que la «alianza» (como, en principio, ha acentuado rectamente K. Barth) sostiene la creación. Lo que acabamos de expresar sólo puede comprenderse y valorarse justamente, si lo dicho se entiende con estricto rigor ontológico, es decir, si se admite el presupuesto de que espíritu, conciencia, libertad y transcendencia no son epifenómenos accidentales de una realidad (a la postre concebida como «cosa»), sino que constituyen la verdadera esencia del ser, el cual, en cada ente está impedido para llegar a sí mismo por el «no ser» de la materia: actus de se illimitatus limitatur potentia realiter distincta, diría el tomista (cf. Dz 3601ss, 3618). Partiendo de ahí se comprende también que se produzca la entrega (o donación irreversible y victoriosa) de Dios mismo al mundo (por la gracia divinizante) y que ella tenga en el único Dios-hombre su aparición históricamente irreversible y victoriosa, y su presencia histórico-salvífica. Además, así aparece claramente que el Dios-hombre, por una parte, como el acontecimiento totalmente singular pertenece a la única historia de salvación (el descenso de Dios al mundo se produce propter nostram salutem), y, por otra parte, no constituye un «estudio» separado de divinización, sin el cual la restante divinización del mundo (por la gracia) pudiera concebirse como un estadio inferior. Finalmente se comprende también que el misterio de la e. radica, por una parte, en el misterio de la comunicación divina al mundo (misterio que a su vez se hace comprensible por el impulso del hombre a la absoluta cercanía respecto de Dios, el cual está soportado por dicha comunicación; y por esto la e. queda preservada frente a la impresión de ser algo milagroso y extrínseco), y, por otra parte, en que esta e. acontece precisamente en Jesús de Nazaret.
4. Una inteligencia de la e. (que naturalmente no suprime su carácter de misterio) puede lograrse también desde otro punto de vista, que en la actualidad debe tenerse necesariamente en cuenta si ese misterio ha de predicarse a los «paganos» incrédulos. El hombre de hoy posee una concepción «evolutiva» del mundo; mírase a sí mismo (a la humanidad) profundamente envuelto en el río de la historia, el mundo tiene para él una «historia natural», no es una magnitud estática, sino genética. La historia de la naturaleza y del mundo forman una unidad. Y la historia total y única es experimentada y vista como un acontecer «dirigido hacia arriba», prescindiendo de la manera de caracterizar la estructura formal de la altura cada vez mayor hacia la cual se eleva cada fase de la historia (por ej., creciente interioridad, progresiva intervención en la totalidad de la realidad, creciente unidad y complejidad de los entes particulares). Si esta historia ha de producir realmente algo nuevo (es decir, superior, con mayor poderío óntico y no simplemente «otra» cosa) y ha de producirlo, no obstante, por sí misma; en tal caso, la transición de una fase y forma de la historia a otra nueva sólo puede caracterizarse como un «transcenderse a sí misma». Ahora bien, este transcenderse hacia lo superior, aun cuando ex supposito es acción del ente histórico mismo, sólo puede acaecer en virtud del ser absoluto de Dios, el cual, sin convertirse en elemento esencial del ente finito en su devenir, por su conservación y cooperación creadora y como futuro (que por lo menos en forma implícita mueve desde sí y es apetecido en cuanto fin) opere dicha transcendencia del ser finito como obra de éste. Si este concepto de la transcendencia de sí mismo se entiende como movimiento divino, y éste se concibe como donación de la transcendencia de sí mismo; en tal caso, la evolución del mundo material y espiritual puede entenderse como historia una, sin que dentro de esta unidad del mundo y de la historia puedan negarse o ignorarse por eso las diferencias esenciales. Como sabemos por la revelación de Dios, que interpreta la suprema experiencia de la gracia que se da en la existencia: el sumo, absoluto y definitivo acto de trascendencia del ser creado, que sostiene todos los precedentes y les da su último sentido y finalidad, es la autotranscendencia del espíritu creado por la recepción inmediata del misterio infinito, del ser de Dios mismo. Esta autotranscendencia necesita en un sentido absolutamente singular de la «cooperación» divina. Vista desde aquélla, esta cooperación divina se llama comunicación gratuita de Dios. La historia del mundo y del espíritu, que tiene lugar en graduales actos de transcendencia por parte del ser creado, está sostenida por la comunicación de Dios, lo cual tiene como presupuesto la acción por la que Dios en su actividad eficiente crea lo distinto de él, mientras que ella misma es la causa primera y el fin último del mundo fáctico. Postrera y suprema transcendencia del ser finito y radical autocomunicacíón de Dios son los dos aspectos de lo que acontece en la historia. Aquí nunca deben olvidarse dos puntos. En primer lugar, el hacia «dónde» de este trascender es siempre el misterio incomprensible de Dios. Con lo cual, todo camino hacia el futuro está determinado, entre otras cosas, por esta peculiaridad del término, es camino hacia lo desconocido, que permanece abierto.
Con lo cual todo transcenderse es esperanza y confianza amorosa en una realidad substraída por completo a nuestra disposición, la cual se comunica como amor incomprensible. Y además, la historia del trascenderse es historia de la libertad, y, por ende, de la posible (y efectiva) culpa y del «no» a esta dinámica histórica, es historia de la interpretación falsa (o sea, autónoma) de la autotrascendencia y, con ello, de las posibilidades de fracasar absoluta y definitivamente en la consecución del fin último. Luego, dentro de esta doble posibilidad de la historia de la libertad, también tienen su puesto necesario la renuncia, la «cruz» y la muerte.
Ahora bien, esta historia de la comunicación de Dios y de la transcendencia de la criatura, que es la historia de la creciente divinización del mundo, no acontece solamente en la profundidad de la conciencia libre, sino que, en medio de la unidad del hombre multidimensional y de la dinámica de la gracia para la transfiguración de todo lo creado, tiene una peculiar dimensión histórica. En efecto, aparece y se crea su dimensión tangible en lo que llamamos historia de –> salvación en el sentido auténtico y corriente; y éste es el lugar donde acontecen la comunicación de Dios mismo y el trascenderse de la criatura (más concretamente, del hombre). Cuando la comunicación de Dios y la transcendencia del hombre llegan en medio de la historia concreta a su punto culminante, absoluto e irreversible, es decir, cuando Dios está ahí, en el tiempo y el espacio, incondicional e irrevocablemente, y la transcendencia del hombre llega justamente a esa total pertenencia a Dios; entonces se da lo que en términos cristianos se llama e. Con ello se da un cristocentrismo del cosmos y de la historia misma de la libertad. Pero esto no ha de entenderse como si «sólo» en Cristo el mundo se transcendiera en forma absoluta. El acto de trascendencia se realiza más bien en la realidad entera del mundo, en cuanto todo lo material se transciende a sí mismo dentro de lo espiritual y personal, y sólo como componente de lo espiritual (en ángeles y hombres) existirá definitivamente en la consumación, alcanzando en la plenitud definitiva de la creación espiritual la suprema cercanía a Dios, al ser absoluto e infinito. En ese sentido, propiamente, Cristo no constituye un «estadio superior» del autotrascenderse del espíritu y de la comunicación divina, como si hubiéramos de preguntarnos por qué se da una sola vez y no es alcanzada, en una especie de «pancristismo», por toda criatura espiritual. El Logos encarnado es más bien culminación y centro de la divinización del mundo, en cuanto él alcanza su realidad como «individuo» cuando la divinización del mundo llega en la gracia y la gloria a su punto culminante e irreversible y a su victoria manifestada históricamente. Porque Dios se promete al mundo, hay Cristo; él no es sólo un posible comunicador de una salvación, si quiere realizar esa comunicación, sino que en sí mismo es esta comunicación aparecida en forma irrevocable e histórica (lo cual no hace superfluas la cruz y la resurrección, sino que las implica: -> redención).
5. Sobre la cuestión de por qué el dogma cristiano afirma que se ha hecho hombre el Hijo del Padre, el Logos divino como segunda persona del Dios trino, y no otra persona divina, remitimos al artículo sobre la -> Trinidad. La inteligencia de los dos tratados (Trinidad y e.) tiene una relación de condicionamiento recíproco. Porque la Trinidad «económica» es la «inmanente» y viceversa, la «Palabra» en que el Padre (el Dios sin principio), sin dejar de ser incomprensible, nos descubre su propia realidad (de modo que la Palabra tiene que ser consubstancial con el Padre) es también necesaria para nuestra inteligencia del Logos «inmanente» del Padre, y viceversa.
6. Por estas consideraciones (bastante incompletas si tenemos en cuenta el estado de la teología actual) y otras parecidas, la predicación de hoy debe crear en el oyente del mensaje cristiano el a priori necesario para que pueda «llegarle» la doctrina sobre la e. y no le produzca la impresión de ser una mera representación mitológica.
Karl Rahner
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica
Las palabras encarnación o encarnar no aparecen en la Biblia. Sin embargo, las dos palabras que componen el término «encarnación», a saber, in carne (en sarki), aparecen varias veces en el NT, con un verbo para describir sea la encarnación en sí o la obra del Cristo encarnado. De este modo, las Epístolas de Juan hablan de Jesucristo que «ha venido en carne» (1 Jn. 4:2; 2 Jn. 7), Romanos habla de que fue enviado «en … carne» (Ro. 8:3), y el antiguo himno de 1 Timoteo habla de que «fue manifestado en carne» (1 Ti. 3:16). Por otro lado, la Primera Epístola de Pedro dice que «sufrió en la carne» (1 P. 4:1) y que «murió en la carne» (3:18), En Efesios, que hizo la paz aboliendo «en su carne» las enemistades (Ef. 2:15), y en Colosenses, que nos reconcilió «en su cuerpo de carne» (Col. 1:21, 22). Pero el versículo central y más abarcador está en Jn. 1:14, «Y el Verbo se hizo carne (kai ho logos sarx egeneto)». Explicaremos la encarnación exponiendo estas palabras.
- Ho logos. El sujeto de esta oración recibe su significado y sustancia tanto de su complemento sarx como de los versículos precedentes. A él se le atribuye eternidad: «En el principio era Verbo»; y en una forma totalmente directa y clara, deidad: «y el Verbo era Dios». Se le describe como el creador de todas las cosas: «todas las cosas por él fueron hechas»; poseedor e impartidor de vida: «en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres»; también se le describe como «la luz verdadera». De manera que el Logos que vino a ser carne era en sí mismo eterno, Dios, Creador, vida y luz. Al considerar el resto del versículo no debemos ni por un momento olvidar la identidad y naturaleza del sujeto.
El prólogo no hace la afirmación directa de: «Dios se hizo carne». Porque aunque declara que «el Verbo era Dios», también dice en el mismo lugar, «y el Verbo era con Dios», esto es, cierta diferenciación, la cual aquí sólo se insinúa; pero que será explicada más adelante en el Evangelio cuando se hagan referencias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (Paracleto). Con todo, es del todo propio, y por cierto necesario, decir, a la vez que hacemos la diferencia, con John Wesley, «¡Ved a la Deidad encubierta en la carne! ¡Salve, la Deidad encarnada!»
- Sarx. No es fácil determinar el significado exacto que «carne» tiene en este contexto. En el NT tiene varios significados: por ejemplo, se puede referir a la substancia física misma que comprende el cuerpo animal (p. ej. 1 Co. 15:39), o la vida creada sobre la tierra (p. ej., 1 P. 1:24, que cita Is. 40:6ss.); no cabe duda que sarx en Jn. 1:14 incluye estos dos significados. El Verbo se hizo hombre. En otras palabras, como encarnado, tenía el cuerpo animal de un hombre y también un alma humana. Su existencia encarnada estaba sujeta a todas las necesidades, limitaciones y sensaciones de la vida humana. En cuanto al tercer sentido de la palabra, la gran mayoría es de la opinión que aquí no se debe incluir el sentido de pecaminosidad en sarx. El que el Hijo de Dios se haya hecho carne envuelve una unidad con el hombre pecaminoso suficiente como para llevar sobre sí el pecado y destruirlo, lo que hace justicia a versículos como Ro. 8:3 («enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado»), 2 Co. 5:21 («Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado) y Gá. 3:13 («Cristo … hecho por nosotros maldición»).
III. Egeneto. Esta palabra debe considerarse como estando en aposición al ēn que se repite cuatro veces en los vv. 1–2. En el principio era el Verbo, y era con Dios, y era Dios. Pero ahora el Verbo se hizo carne. Esto es, mientras los versículos anteriores hablaban del estado y actividad continua de la Palabra, ahora se habla de un estado completamente nuevo y diferente. La Palabra era Dios; pero ahora el Verbo viene a ser algo que no era, carne. Sin embargo, llega a ser esto sin dejar de ser lo que era eternamente, Dios. Además, egeneto expresa la actividad de la Palabra, ya que el sentido no es «fue hecho» (pasivo) como traduce la RV 1960 y 1977, sino «se hizo» (esto es, «a sí mismo»). En obediencia completa y gozosa a la voluntad del Padre, el Verbo voluntariamente se hizo a sí mismo carne por el bien de su amada creación. Ninguna compulsión exterior movió a la Palabra a hacerse carne. Tomó nuestra carne de su propia voluntad y deliberadamente para consumar nuestra salvación.
BIBLIOGRAFÍA
D.M. Baillie, God was in Christ; Karl Barth, Church Dogmatics, I/2, chap. 2; J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ; E. Stauffer, Theol. d. neuen Testaments, chap. 3; H. Vogel, Christologie.
T.H.L. Parker
RV Revised Version
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (204). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología
I. Significado del término
Los términos “encarnación” y “encarnado” no son bíblicos, pero el equivalente gr. del lat. in carne (en sarki, “en carne”) aparece en algunas declaraciones importantes del NT sobre la persona y la obra de Jesucristo. El himno que cita 1 Ti. 3.16 habla de que “Dios fue manifestado en carne”. Juan atribuye al espíritu del anticristo toda negación de que Jesucristo “ha venido en carne” (1 Jn. 4.2; 2 Jn. 7). Pablo dice que Cristo realizó su obra de reconciliación “en su cuerpo de carne” (Col. 1.22; cf. Ef. 2.15), y que al enviar a su Hijo “en semejanza de carne de pecado”, Dios “condenó al pecado en la carne” (Ro. 8.3). Pedro afirma que Cristo murió por nosotros “en la carne” (sarki, dativo de referencia: 1 P. 3.18; 4.1). Todos estos textos refuerzan, desde diferentes ángulos, la misma verdad: que fue precisamente por su venida y su muerte “en la carne” que Cristo aseguró nuestra salvación. La teología llama encarnación a su venida, y expiación a su muerte.
¿Qué significa *“carne” en estos textos? En la Biblia este término (heb. bāśār, šeēr gr. sarx) tiene fundamentalmente un significado fisiológico: “carne” es la materia sólida que, junto con la sangre los huesos, compone el organismo físico de hombres y animales (cf. Gn. 2.21; Lc. 24.39; 1 Co. 15.50). Como el pensamiento hebreo relaciona los órganos físicos con las funciones psíquicas, encontramos que en el AT “carne” puede abarcar tanto los aspectos psicológicos como los físicos de la vida personal del hombre (cf. el paralelismo entre “carne” y “corazón”, Sal. 73.26, y entre “carne” y “alma”, Sal. 63.1). Este término, sin embargo, tiene más que una simple significación antropológica. La Biblia ve la carne física como un símbolo teológicamente significativo, como un símbolo, vale decir, del tipo de vida creada y dependiente que el hombre comparte con los animales, un tipo de vida que se deriva de Dios y que, a diferencia de la vida de Dios mismo, requiere un organismo físico que la sustente en su actividad característica. De aquí que “carne” se ha convertido en término genérico para hombres o animales, u hombres y animales conjuntamente (cf. Gn. 6.12; 7.15, 21s), considerados como criaturas de Dios, cuya vida en la tierra sólo dura el período relativamente corto durante el cual Dios les proporciona el soplo de vida. “Carne”, en este sentido teológicamente formulado, no es en consecuencia algo que el hombre tiene, sino algo que él es. Su marca es la debilidad y la fragilidad como criatura (Is. 40.6), y en este sentido contrasta con “espíritu”, la energía eterna e inconmovible que es de Dios y es Dios (Is. 31.3; cf. 40.6–31).
Por lo tanto, decir que Jesucristo vino y murió “en la carne” equivale a decir que vino y murió sujeto al estado y las condiciones de la vida física y psíquica creadas: en otras palabras, que el que murió era hombre. Pero también afirma el NT que el que murió era y sigue siendo eternamente Dios. La fórmula que encierra la encarnación, entonces, es la de que en algún sentido Dios, sin dejar de ser Dios, fue hecho hombre. Esto es lo que Juan afirma en el prólogo de su evangelio: “el Verbo” (el agente de Dios en la creación, que “en el principio”, antes de la creación, no solamente “era con Dios”, sino que él mismo “era Dios”, Jn. 1.1–3) “fue hecho carne” (Jn. 1.14).
II. Origen de la creencia
Semejante afirmación, considerada en forma abstracta contra el fondo del monoteísmo veterotestamentario, podría parecer una blasfemia o un absurdo, como en realidad lo ha considerado siempre el judaísmo ortodoxo. Parecería significar que el divino Hacedor se convirtió en una de sus propias criaturas, lo que sería, prima facie, una contradicción en términos teológicos. ¿De dónde vino entonces la convicción que inspiró a Juan a emitir una declaración tan extraña? ¿De dónde surgió la creencia de la iglesia primitiva de que Jesús de Nazaret era Dios encarnado? Tomando como base la suposición de que no surgió de lo que Jesús mismo dijo e hizo, sino que se originó posteriormente, se ha tratado de buscar su origen en especulaciones judías sobre un Mesías sobre humano y preexistente, o en los mitos politeístas sobre dioses-redentores, característicos de las religiones de misterio helenísticas y los cultos gnósticos. Pero actualmente se reconoce ampliamente que estos intentos han fracasado; en parte debido a que las diferencias entre estas fantasías judías y gentiles y la cristología del NT han resultado ser invariablemente más sustanciales y profundas que sus superficiales semejanzas; y en parte porque se ha demostrado que en los dichos innegables del Jesús histórico en los evangelios sinópticos hay una virtual afirmación de deidad, y que una virtual aceptación de esta afirmación resultó ser fundamental para la fe y el culto de la iglesia palestina primitiva, como lo evidencian los primeros capítulos de Hechos (cuya historicidad sustancial rara vez se disputa en la actualidad). La única explicación que resuelve los hechos es que el impacto de la vida, el ministerio, la muerte, y la resurrección de Jesús convencieron a sus discípulos de su deidad personal aun antes de su ascensión. Por cierto que esto es justamente lo que nos trasmite el cuarto evangelio (véase especialmente Jn. 20.28ss). En armonía con esto el libro de Hechos nos dice que los primeros cristianos oraban a Jesús como Señor (7.59), incluso antes de Pentecostés (1.21: el “Señor” que elige a los apóstoles sin duda es “el Señor Jesús” del vv. 21, cf. vv. 3); que, a partir del día de Pentecostés, comenzaron a bautizar en su nombre (2.38; 8.16; 19.5) ; que invocaban y depositaban fe en su nombre (e. d. en él mismo: 3.16; 9.14; 22.16; cf. 16.31); y que lo proclamaron como aquel que ofrece arrepentimiento y remisión de pecados (5.31). Todo esto demuestra que aun cuando al principio no se hubiese afirmado claramente en palabras la deidad de Jesús (y Hechos no ofrece indicaciones de que se lo haya hecho), sin embargo formaba parte de la fe con la que los primeros cristianos vivían y oraban. Lex orandi lex credendi. La formulación teológica de la creencia en la encarnación fue posterior, pero la creencia en sí, aunque se la haya expresado incoherentemente, existió en la iglesia desde el principio.
III. La perspectiva de los escritores del Nuevo Testamento
Es importante tener en cuenta la naturaleza y los límites del interés que da motivo al pensamiento neotestamentario acerca de la encarnación, particularmente el de Pablo, Juan, y el autor de Hebreos, que tratan el tema en forma relativamente completa. En ninguna parte los escritores del NT toman en cuenta, y mucho menos tratan, las cuestiones metafísicas relativas al modo en que se llevó a cabo la encarnación o las cuestiones psicológicas acerca del estado de encarnación, cuestiones tan prominentes en las discusiones cristológicas a partir del ss. IV. Su interés en la persona de Cristo no es filosófico y especulativo, sino religioso y evangélico. Hablan de Cristo, no como si se tratara de un problema metafísico, sino como un Salvador divino; y todo lo que afirman acerca de su persona tiene como inspiración el deseo de glorificarlo exhibiendo su obra y afirmando su posición central en el propósito redentor de Dios. Nunca tratan de desentrañar el misterio de su persona; les bastó proclamar la encarnación como un hecho real, como parte de la secuencia de poderosas obras por medio de las cuales Dios obró la salvación para los pecadores. El único sentido en el que los escritores del NT trataron alguna vez de explicar la encarnación fue mostrando que ella concuerda con el plan general de Dios para la redención del género humano (véase, p. ej., Ro. 8.3; Fil. 2.6–11; Col. 1.13–22; Jn. 1.18; 1 Jn. 1.1–2.2, y el argumento principal de Hebreos, 1–2; 4.14–5.10; 7.1–10.18).
La exclusividad de este interés evangelico arroja luz sobre el hecho, que de otra manera resultaría desconcertante, de que en ninguna parte el NT reflexiona sobre el *nacimiento virginal de Jesús como si diese testimonio de la conjunción de la deidad y la humanidad en su persona, línea de pensamiento que ha ocupado extensamente a la teología posterior. Este silencio no significa necesariamente que los escritores neotestamentarios hayan ignorado el nacimiento virginal, como han supuesto algunos. Esto queda suficientemente explicado por el hecho de que el interés del NT en Jesús estaba en otro tema, el de su relación con el propósito redentor de Dios. La prueba de ello la tenemos en la forma en que Mateo y Lucas, los dos evangelistas que se ocupan de narrarlo, relatan el nacimiento virginal. Ambos escritores se ocupan de destacar, no la constitución especial de la persona nacida en forma tan milagrosa, sino el hecho de que por dicho nacimiento milagroso Dios comenzó a cumplir su intención, ya anunciada desde mucho antes, de visitar y redimir a su pueblo (cf. Mt. 1.21ss; Lc. 1.31ss, 68–75; 2.10s, 29–32). La única significación que ellos, o los otros escritores neotestamentarios, ven en la encarnación tiene carácter directamente soteriológico. La teoría especulativa escotista, popularizada por Westcott, de que la encarnación tuvo primariamente el sentido de perfeccionar la creación, y sólo en forma secundaria e incidental la redención de los pecadores, no encuentra el menor apoyo en el NT.
Los escritores apostólicos ven claramente que tanto la deidad como la humanidad de Jesucristo son fundamentales para su obra de salvación. Comprenden que precisamente porque Jesús es Dios Hijo deben considerar su revelación del pensamiento y los deseos del Padre como perfecta y definitiva (cf. Jn. 1.18; 14.7–10; He. 1.1s), y su muerte como la suprema demostración del amor de Dios hacia los pecadores, y su voluntad de bendecir a los creyentes (cf. Jn. 3.16; Ro. 5.5–10; 8.32; 1 Jn. 4.8–10). Comprenden que el hecho de ser Jesús el Hijo de Dios es lo que garantiza la infinita duración, la perfección inmaculada, y la eficacia ilimitada de su servicio como sumo sacerdote (He. 7.3, 16, 24–28). Ven claramente que fue en virtud de su deidad que pudo derrotar y destruir al diablo, el “hombre fuerte armado” que mantenía a los pecadores sujetos a servidumbre (He. 2.14s; Ap. 20.1; cf, Mr. 3.27; Lc. 10.17s; Jn. 12.31s; 16.11). También ven que era necesario que el Hijo de Dios “se hiciera carne”, porque solamente así podía ocupar su lugar como el “segundo hombre” por medio del cual Dios se relaciona con la raza (1 Co. 15.21s, 47ss; Ro. 5.15–19); solamente así podía mediar entre Dios y los hombres (1 Ti. 2.5); y solamente así podía morir por los pecados, porque sólo la carne puede morir. (Por cierto que el concepto de la “carne” está tan relacionado con la muerte que el NT se niega a aplicar el término a la humanidad de Jesucristo en su estado glorificado e incorruptible; “los días de su carne” (He. 5.7) significa la vida de Cristo en la tierra hasta su muerte en la cruz.)
Era de esperar, por lo tanto, que el NT tratara toda negación de que Jesucristo era verdaderamente divino y verdaderamente humano como una herejía digna de condenación y destructiva para el evangelio; y efectivamente así ocurre. La única negación de esta naturaleza que conoce es la cristología docética (tradicionalmente la de Cerinto), que negaba la realidad de la “carne” de Jesucristo (1 Jn. 4.2s), y en consecuencia su muerte física (“sangre”, 1 Jn. 5.6). Juan la denuncia en sus dos primeras epístolas como un error mortal inspirado por el espíritu del anticristo, una negación engañosa del Padre y el Hijo (1 Jn. 2.22–25; 4.1–6; 5.5–12; 2 Jn. 7, 9ss). Generalmente se piensa que el hecho de que el Evangelio de Juan recalca la realidad de la experiencia de Jesús en cuanto a la debilidad humana (cansancio, 4.6; sed, 4.7; 19.28; lágrimas, 11.33ss) tiene por objeto cortar de raíz este mismo error docético.
IV. Elementos de la doctrina del Nuevo Testamento
El significado de la afirmación neotestamentaria de que “Jesucristo ha venido en carne” puede considerarse bajo tres subtítulos.
a. La persona encarnada
El NT define uniformemente la identidad de Jesús en función de su relación con el Dios único del monoteísmo veterotestamentario (cf. 1 Co. 8.4, 6; 1 Ti. 2.5; con Is. 43.10s; 44.6). La definición básica es que Jesús es el Hijo de Dios. Esta identificación se basa en el pensamiento y las enseñanzas del propio Jesús. Su conciencia de ser “el Hijo”, en un sentido único, que lo aparta del resto de los hombres, databa de la época en que tenía trece años por lo menos (Lc. 2.49), y le fue confirmada en su bautismo por la voz del Padre desde el cielo. “Tú eres mi Hijo amado” (Mr. 1.11; cf. Mt. 3.17; Lc. 3.22; agapētos, que aparece en los tres registros de la declaración divina, lleva implícita la idea del “único amado”, que se repite luego en la parábola, Mr. 12.6; cf. los términos similares pronunciados desde el cielo en la transfiguración, Mr. 9.7; Mt. 17.5). Cuando se le preguntó en el juicio bajo juramento si él era “el Hijo de Dios” (frase que en los labios del sumo sacerdote probablemente no significaba otra cosa que “Mesías davídico”), Marcos y Lucas nos dicen que Jesús contestó afirmativamente, lo que en realidad equivalía a una declaración de deidad personal: egō eimi (así Mr. 14.62; Lc. 22.70 tiene: “vosotros decís [e. d. correctamente] que egō eimi”). egō eimi, el “yo soy” enfático, eran palabras que ningún judío se atrevía a pronunciar porque expresaban identificación con Dios (Ex. 3.14). Jesús, que según Marcos había empleado estos términos anteriormente de una manera igualmente sugestiva (Mr. 6.50; cf. 13.6; y cf. la larga serie de dichos que incluyen las palabras egō eimi en el Evangelio de Juan: Jn. 4.26; 6.35; 8.12; 10.7, 11; 11.25; 14.6; 15.1; 18.5ss), evidentemente quiso dejar bien aclarado que el carácter de Hijo divino que reclamaba para sí no era nada menos que la deidad personal. Fue por esta “blasfemia” que se lo condenó.
Las referencias de Jesús a sí mismo como “el Hijo” aparecen siempre en contextos que lo muestran cerca de Dios en forma única, y favorecido de manera única por Dios. Son relativamente pocas en los evangelios sinópticos (Mt. 11.27 = Lc. 10.22; Mr. 13.32 = Mt. 24.36; cf. Mr. 12.1–11), pero numerosas en Juan, tanto en las propias palabras de Jesús como en el comentario del evangelista. Según Juan, Jesús es el “único” (
El NT contiene otras líneas de pensamiento, aunque subordinadas a la divina condición de Hijo, que también proclaman la deidad de Jesús de Nazaret. Podemos mencionar las más importantes: (i) Juan identifica al Verbo divino y eterno con el Hijo personal de Dios, Jesucristo (Jn. 1.1–18; cf. 1 Jn. 1.1–3; Ap. 19.13; * Logos). (ii) Pablo habla del Hijo como “la imagen de Dios”, tanto en su estado encarnado (2 Co. 4.4) como en el preencarnado (Col. 1.15), y en Fil. 2.6 afirma que antes de la encarnación Jesucristo existía en “forma” (morfē) de Dios, frase cuya exégesis exacta se discute, pero que casi seguramente tradujo bien J. B.
b. La naturaleza de la encarnación
Cuando el Verbo “se hizo carne” no abandonó su deidad, ni la redujo o contrajo, ni tampoco dejó de ejercer las funciones divinas que había ejercido anteriormente. Se nos dice que él es quien mantiene el orden en la creación, y quien da y mantiene la vida (Col. 1.17; He. 1.3; Jn. 1.4), y por cierto que estas funciones no quedaron en suspenso durante el tiempo que vivió en la tierra. Cuando vino al mundo “se despojó a sí mismo” de la gloria exterior (Fil. 2.7; Jn. 17.5), y en ese sentido “se hizo pobre” (2 Co. 8.9), pero esto no significa en absoluto una reducción de sus poderes divinos, como pretenden sugerir las supuestas teorías de la kenosis. El NT recalca más bien que la deidad del Hijo no se redujo coma consecuencia de la encarnación. En el hombre Cristo Jesús, dice Pablo, “habita corporalmente toda la plenitud de la deidad” (Col. 2.9; cf. 1.19).
La encarnación del Hijo de Dios, por lo tanto, no significó una disminución de la deidad, sino la adquisición de humanidad. No es que Dios Hijo vino a morar dentro de un ser humano, como haría posteriormente el Espíritu. (La equiparación de la encarnación con una simple morada es la base de la herejía nestoriana.) Más bien se trata de que el Hijo de Dios en persona comenzó a vivir una vida plenamente humana. No se trata de que simplemente se envolvió en un cuerpo humano, ocupando el lugar de su alma, como sostenía Apolinario, sino de que tomó para sí un alma humana tanto como un cuerpo humano, o sea que ingresó en la experiencia de la vida psíquica humana a la vez que física. Su humanidad fue completa; se hizo “Jesucristo hombre” (1 Ti. 2.5; cf. Ga. 4.4; He. 2.14–17). Y su humanidad es permanente. Aunque actualmente está exaltado, “sigue siendo Dios y hombre en dos naturalezas diferentes y una sola persona para siempre” (Catecismo breve de Westminster, Q. 21; cf. He. 7.24).
c. El estado encarnado
(i) Fue un estado de dependencia y obediencia, porque la encarnación no cambió la relación entre el Padre y el Hijo. Mantuvieron su relación en indestructible comunión; el Hijo decía y hacía lo que el Padre le había dicho que debía decir y hacer, sin ir más allá de la voluntad de su Padre en ningún momento (cf. la primera tentación, Mt. 4.2ss). Debemos explicar, sin duda, la ignorancia que profesó tener sobre el momento de su retorno (Mr. 13.32), no como una mentira piadosa (Aquino), ni como prueba de que había dejado de lado su conocimiento divino a fin de encarnarse (teorías kenóticas), sino simplemente como que no era la voluntad del Padre que tuviera este conocimiento en su mente en ese momento. Como Hijo, no quería ni procuraba saber más de lo que el Padre quería que supiera.
(ii) Fue un estado de pureza e impecabilidad, porque la encarnación no cambió la naturaleza ni el carácter del Hijo. En varios pasajes podemos comprobar que su vida entera transcurrió sin pecado (2 Co. 5.21; 1 P. 2.22; He. 4.15; cf. Mt. 3.14–17; Jn. 8.46; 1 Jn. 2.1s). Es evidente que estaba libre de todo vínculo con el pecado original en Adán dado que no tuvo necesidad de morir por sus propios pecados (cf. He. 7.26), y por lo tanto pudo morir en forma vicaria y representativa, tomando el justo el lugar de los injustos o pecadores (cf. 2 Co. 5.21; Ro. 5.16ss; Gá. 3.13; 1 P. 3.18). El que era puro e impecable, y que no podía pecar, surgen del hecho de que siguió siendo Dios Hijo (cf. Jn. 5.19, 30). Le era tan imposible desviarse de la voluntad del Padre en el estado encarnado como anteriormente. Su deidad garantizaba el que alcanzaría en la carne esa pureza que constituía requisito previo para morir como “cordero sin mancha y sin contaminación” (1 P. 1.19).
(iii) Fue un estado de tentación y conflicto moral, porque la encarnación fue un verdadero ingreso a las condiciones de vida moral del hombre. Aunque por ser Dios no estaba en él ceder ante la tentación, como hombre tuvo que luchar contra la tentación a fin de vencerla. Lo que le aseguraba su deidad no era el que no se sentiría tentado a alejarse de la voluntad del Padre, ni tampoco que se vería libre de la tensión y la congoja que crean en el alma las repetidas e insidiosas tentaciones, sino que, cuando fuera tentado, lucharía y vencería, como lo hizo justamente ante las tentaciones iniciales de su ministerio mesiánico (Mt. 4.1ss). El autor de la Epístola a los Hebreos recalca el hecho de que en virtud de su experiencia directa tanto de lo que es la tentación como del costo de la obediencia, está en condiciones de ofrecer al creyente afligido compasión efectiva y ayuda (He. 2.18; 4.14ss; 5.2, 7ss). (* Jesucristo, Vida y enseñanzas de )
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J. Denney, Jesus and the Gospel, 1908; P. T. Forsyth, The Person and Place of Jesus Christ, 1909; H. R. Mackintosh, The Doctrine of the Person of Jesus Christ, 1912; A. E. J. Rawlinson, The New Testament Doctrine of the Christ, 1926; L. Hodgson, And was made Man, 1928; E. Brunner, The Mediator,
Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico