ASUNCION DE MARIA

para la Iglesia católica, es la subida al cielo de la Virgen Marí­a, en cuerpo y alma. Acerca de este tema, no existen referencias en las Sagradas Escrituras, sino en los escritos apócrifos y pseudoepí­grafos, como el protoevangelio de Santiago, así­ como en algunas leyendas, en la tradición y devoción a la Virgen Marí­a desde tiempos de los primeros cristianos. De acuerdo con lo anterior, la muerte de Marí­a se celebraba el 15 de agosto, acontecimiento este que en la Iglesia oriental se denomina la Dormición de Marí­a, que es la misma fecha que el calendario litúgico de la Iglesia católica estableció para la fiesta de la A. de la Virgen.

El papa Pí­o IX en 1854, dio a conocer la bula, mediante la cual definió como dogma de fe la Inmaculada Concepción de Marí­a, es decir, que la Virgen fue concebida sin pecado original, según sostení­an desde la Edad Media los franciscanos, a los cuales se oponí­a la comunidad de los dominicos. Unido a lo anterior, el evangelista Lucas dice que la Virgen concibió a Jesús del Espí­ritu Santo Lc 1, 35. Entonces, libre Marí­a de pecado, su cuerpo no estaba sujeto a corrupción, por lo que subió al cielo en cuerpo y alma, y tal cual lo definió, como dogma de fe, en noviembre de 1950, el papa Pí­o XII, mediante la constitución apostólica Dios munificientí­simo.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

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La creencia antigua de que Marí­a habí­a recibido el privilegio de ser llevada en cuerpo y alma al cielo, en compañí­a de su amado hijo, fue proclamada doctrina de la Iglesia por el Papa Pí­o XII de forma oficial. Pero habí­an transcurrido para entonces 19 siglos de trayectoria de la creencia, si es que ya a mediados del siglo I Marí­a habí­a muerto en Efeso o en Jerusalén y los discí­pulos de Jesús habí­an sido conscientes de que su sepulcro habí­a quedado vací­o por un designio providencial de Dios.

Desde los primeros tiempos, se tuvo la seguridad de que la Madre del Señor habí­a seguido la misma trayectoria de su Hijo: vivir para el Reino, morir para cumplir el plan divino, volver a la vida para alentar la esperanza de los demás, subir a los cielos para seguir haciendo una labor de mediación y de salvación.

Evidentemente que la diferencia con Jesús se hizo patente sin fantasí­as, como las que luego alentaron los escritos apócrifos. La recta interpretación de esa creencia hizo claras las distinciones: Jesús subió a la gloria del Padre por su propio poder; sin embargo, Marí­a fue llevada por el poder de su Hijo (Asunción, no ascensión).

Jesús quedó a la derecha del Padre para juzgar a vivos y a muertos; Marí­a quedó junto al Hijo, por asociación, para seguir una misión de colaboración; Jesús entró en su propia gloria y para ejercer su divino poder; Marí­a se unió, para siempre y en bien de la Iglesia, a la gloria y al poder de sus Hijo divino.

En ese estado dichoso y singular, bien puede ella ser llamada Reina del Universo, Mediadora de las gracias, Auxiliadora de los pecadores, Modelo de los hombres, Madre de la Iglesia, Protectora de la humanidad y mil tí­tulos más que se le han atribuido a lo largo de los siglos.

1. Muerte de Marí­a
El punto de partida de esa creencia fue, desde los primeros tiempos, el hecho de la muerte de Marí­a, cuando se terminaron sus dí­as mortales. Entonces, como a todos los demás, le llegó la hora de dejar de vivir. Los demás fueron al sepulcro. Ella, por singular designio divino, fue llevada al cielo con su Hijo.

Ningún dato histórico queda al respecto: dónde vivió, cómo vivió, cuánto vivió en los años posteriores a la muerte de Jesús. Lo único que sabemos es fue vinculada a Juan, el amado, en la cruz.

Y sabemos, o intuimos, por qué vivió: por la voluntad de su Hijo; y para qué vivió: sólo para cumplir la voluntad de su Hijo. Su cualidad de criatura humana la sometí­a a las leyes de la naturaleza mortal. Pero, su dignidad de Madre de Dios, hizo pensar a los primeros cristianos que su tránsito a la otra vida debió revestir caracteres singulares.

1.1. Datos y tradición
Las diversas opiniones y tradiciones sobre su muerte, dormición o tránsito, se han apoyado más en la fantasí­a de los comentaristas que en informaciones verosí­miles o confluyentes. La más sólida fue la tradición de que, después de un tiempo en Palestina, tal vez en Jerusalén, se trasladó con Juan a Efeso. Acaso fue en la primera persecución contra los seguidores de su Hijo (año 34), cuando murió Esteban, o en la segunda que estalló con Herodes Agripa (año 44), en la que murió Santiago.

Si vivió 63 o 70 años, como dicen diversas leyendas o pretendidas revelaciones (como la de Santa Brí­gida), poco antiguas por otra parte, en nada afectan a la tradición cristiana, la cual la mira entregada plenamente a la obra y a la comunidad de los seguidores del Señor.

Cuando llegó el momento querido por Dios, Marí­a concluyó su vida de muerte natural, sin que se pueda decir más. Pudo ser de enfermedad o de ancianidad, con clara consciencia o con una suave «dormición», como prefirieron decir los cristianos orientales.

Tal vez aconteció en Efeso, donde según la tradición vivió con el discí­pulo amado, Juan, y donde se conserva el llamado sepulcro de Marí­a, en el que pudieron reposar sus restos hasta el momento del tránsito. O tal fue en Jerusalén, de donde habí­a partido para su Reino su divino Hijo. No hay datos fidedignos mí­nimos al respecto. Las creencias fundadas se detienen en el sentido de que la muerte de Marí­a fue un hecho natural, lleno de paz, de amor a Dios y de consuelo para los cristianos de la Iglesia primitiva, a la que ella ayudó a afianzarse en los primeros momentos.

1.2. Creencias y testimonios.

Los primeros Padre reconocen y declaran que Marí­a tuvo que morir de verdad, porque su divino Hijo habí­a muerto. Así­ lo expresan Orí­genes (Com. a Juan 2. 12), San Efrén (Himnos 15. 2), San Jerónimo (contra Rufo 11. 5), San Agustí­n (In Joan. 8.9), por citar algunos significativos o que mejor resumieron la primera mariologí­a.

Pero otras opiniones diferentes se extendieron ya en los siglos V y VI. La forma de pasar al cielo, en las tradiciones diferentes, aluden a la vida de amor divino y de expectativa que llevó cada vez más intensa. Su partida fue más un sueño de amor a Dios que un espasmo violento de agoní­a. La idea de la «dormición» fue muy explotada en la liturgia de las Iglesias orientales.

En esa situación, es la única criatura inmortal (a imitación de Elí­as y de Henoc, en interpretación de los promotores de esa opinión). Y la razón estuvo en su ausencia de pecado. Si ella no habí­a conocido el pecado, «por el cual entró la muerte en el mundo» (Rom. 5. 12 y 8. 10), no tení­a por qué morir. Así­ lo pensaba en el siglo VI el presbí­tero Timoteo de Jerusalén, (Oración sobre Simeón), que afirmó que, llevada al cielo, se mantení­a inmortal por deseo de su divino y omnipotente Hijo.

Pero los seguidores de esta idea de inmortalidad fueron escasos en número y significación, en contrapartida con la mayor parte de los Padres y escritores, defensores de la mortalidad de Marí­a.

En la Edad Media la creencia en la muerte de Marí­a fue general. El Papa Adriano I envió al emperador Carlomagno entre el 784 y el 791 un Sacramentarium, en el que se contiene la oración que refleja la creencia pontificia: «Venerada es por nuestra parte, Señor, esta festividad que nos recuerda la muerte temporal de la Madre de Dios.»
La muerte de Marí­a no fue castigo del pecado, pues ella no tuvo pecado. Fue natural sujeción a las leyes de la naturaleza, queridas e impuestas por Dios a su misma Madre. Además, con ella no hizo otra cosa que imitar a su divino Hijo, el cual también murió cuando llegó el momento de cumplir los planes divinos.

2. Asunción al cielo
Sin que podamos precisar cómo ni cuándo, la creencia primitiva de la Iglesia fue que, después de morir, el cuerpo de la que no habí­a conocido la corrupción del pecado tampoco conoció la corrupción del sepulcro. A su debido tiempo y de la forma que sólo Dios sabe, fue tomada por su Hijo y llevada al cielo.

Pero la cuestión que dividió en el pasado las opiniones fue si fue simplemente un traslado de su cuerpo sagrado como signo de su dignidad y a imitación del cuerpo de su Hijo, o si hubo mucho más que eso: resurrección, vida, actividad espiritual, etc. Su vuelta a la vida por la reunión de su alma con su cuerpo fue lo más defendido.

Aunque suponga entrar un poco en la especulación y en el intento ingenuo de querer comprender lo incomprensible y de explicar lo inexplicable, lo que se debe decir es que Marí­a vive en «el cielo», no en el firmamento; que «subió» misteriosamente, no materialmente; y que su existencia no es ahora natural sino sobrenatural, pero real. Y que la mente del hombre no es capaz de abarcar este hecho o situación, pues no es lo mismo invisible que sobrenatural.

2.1. Razón doctrinal
La doctrina religiosa es clara, sencilla y universal: Marí­a fue llevada al cielo en cuerpo y en alma. Está viva y tiene una función eclesial permanente por decisión divina. Es algo que Dios ha querido y como tal debe ser asumido.

Las explicaciones de los comentaristas resultaron muy diversas a lo largo de los siglos. Fueron desde la suposición de una vida ulterior dinámica, consciente, al estilo de la que tuvo en la tierra, vinculada con los seguidores de Jesús a lo largo de los siglos, hasta una visión más simbólica, mí­stica, vaporosa. Pero la orientación eclesial fue superando ambos extremos demasiado humanos, ante el predominio de una interpretación sobrenatural, ajena a todas las categorí­as naturales que se puedan imaginar desde la experiencia humana.

Lo mejor ante las diversas opiniones y comentarios es situar la Asunción de Marí­a en clave de misterio. El dogma que la Iglesia definirí­a (Pí­o XII, 1950) ya muy recientemente, quedarí­a condensado en conceptos y terminologí­as sencillas: elevación, unión de cuerpo y alma, al final de su vida terrena, por voluntad de Dios, a ejemplo de Jesús, etc. La definición centró la atención y la intención en el hecho y no en sus circunstancias. La primera creencia se transformó así­ en dogma (en doctrina obligatoria de creer). Definió la Asunción de Marí­a al cielo y su efecto: la presencia permanente allí­ en cuerpo y alma.

Todo lo demás: si murió o no, si ahora vive en forma consciente o no, si fue pronto o tarde, si lo supieron los Apóstoles como experiencia directa o por creencia difusa posterior, no entra en el texto de la definición.

Lo normal es pensar que Marí­a recibió de Dios un tipo de vida resucitada misteriosa e inexplicable naturalmente. Y es fácil de entender que su situación desde entonces es semejante a la de su divino Hijo: es decir, vive y actúa desde el cielo en conformidad con los planes de Dios, piensa y ama, se relaciona y se proyecta, pero todo ello en forma «sobrenatural» y no fí­sica o natural.

2. 2. Aspectos parciales
En el misterio hermoso y consolador de su Asunción, Marí­a nos señala a los demás el camino que hemos de seguir y el ideal al que hemos de aspirar.

Subió en cuerpo y alma a los cielos y señaló el destino de todos los humanos, aunque ellos conozcan la corrupción de sus cuerpos en el sepulcro. Y esto suena como contrasentido en el mundo presente, lleno de ciencia, sensorialidad y demostraciones empí­ricas. Por eso, la Asunción de Marí­a escapa a las leyes cosmológicas y, por tanto, a las posibilidades de explicación racional.

Nunca como hoy el sendero del cielo se infravalora tanto y se desea tanto la permanencia en la tierra. Marí­a sube al cielo, para decirnos lo mismo que Jesús nos dijo al marchar: «En casa de mi Padre hay muchas moradas. Una vez que me haya ido y os haya preparado lugar, volveré y os llevaré conmigo, a fin de que podáis estar donde yo voy a estar a partir de ahora». (Jn. 14.1-3)

2.3. Argumentos diversos
La defensa de la Asunción de Marí­a se apoya al máximo en determinadas razones de conveniencia, de preeminencia y de excelencia. La principal de ellas está en la dignidad de Madre de Dios, que lo fue con toda su persona: con su cuerpo en la gestación y con su alma en la disposición. El cuerpo, en el cuál se habí­a formado el cuerpo de Jesús, no parecí­a compatible con la corrupción del sepulcro. Y el alma de la Madre del Señor, la base de su persona, no deberí­a quedar separada del cuerpo.

Su participación en la obra redentora de Cristo, en la encarnación, en la evangelización, en la pasión, reforzaba esa razón de conveniencia, pues ella, por ser Madre del Redentor, tuvo misión singular en la trayectoria terrena de Jesús.

Era conveniente que, después de consumado el curso de su vida sobre la tierra, recibiera el fruto pleno de la redención, que consiste en la glorificación del cuerpo y del alma, la cual recibió después de subir al cielo.

La época escolástica conoció muchos testimonios a favor de esta creencia primitiva. Se apoyó en la originalidad de Marí­a, ensalzada por la Escritura Sagrada como llena de gracia, y en el argumento de que la muerte fue el castigo del pecado original que Marí­a no habí­a conocido. Si el castigo terminó con la sanción de «volver a la tierra, para convertirse en polvo» (Gn. 3. 17), Marí­a no fue portadora de la causa del castigo, el pecado, y no deberí­a recibir la pena del mismo, la corrupción.

En consecuencia, ella deberí­a recibir de Dios un trato diferente por su cualidad de santa, de virgen fecunda y, es lo más importante, de Madre suya, singularmente amada. Es fácil simpatizar con el razonamiento que fueron perfilando en este perí­odo los grandes teólogos marianos, basados en su inmunidad de todo pecado.

2.4. Ecos bí­blicos
Lo más difí­cil siempre resultó entresacar en la Sda. Escritura argumentos claros o aproximados al respecto. De hecho, aunque la creencia en la Asunción de Marí­a fue compartida con normalidad desde los primeros tiempos, los apoyos bí­blicos fueron frágiles y hubo que compensar con piedad popular su carencia.

Los teólogos aluden a veces al sentido tí­pico de diversos pasajes para iluminar con ellos el misterio de la asunción corporal. Entre los más citados, se hallan el emblema de la mujer del Apocalipsis «triunfadora del gran Dragón» (Apoc. 12. 1); el Salmo 131. 8, que habla de cómo Yaweh «lleva a sus elegidos al lugar del descanso»; o la pregunta del Cantar de los Cantares (8. 5): «¿Quién es ésta que sube del desierto[en la Vulgata se añade: rebosante de delicias], recostada sobre su amado?»
Algunos teólogos posteriores quisieron enlazar también, con el Génesis, capí­tulo 3, la glorificación corporal de Marí­a. Se insinuarí­a en el mismo pasaje en que se habla, como un signo más, de la victoria de la mujer sobre los poderes del mal.

El dogma se apoyó sobre todo con las razones sólidas de los teólogos y escritores, sin necesidad de explorar demasiado la Escritura.

3. Evolución del dogma
Las creencias primitivas se pierden en las actitudes religiosas generales de los primeros cristianos. Pero hay un hilo conductor constante, que es la conciencia de la singularidad de Marí­a, en cuanto Madre de Jesús.

3.1. Tiempos antiguos
La idea de la Asunción corporal de la Virgen se halla expresada inicialmente en los relatos apócrifos sobre el tránsito de la Virgen, que datan de los siglos V y VI. Aunque tales relatos no posean valor histórico ni dogmático, conviene hacer distinción entre su importancia como eco de creencias ambientales de cierta difusión y su valor objetivo de doctrina religiosa de algunas comunidades.

Nadie duda de que, al margen de los detalles fantasiosos que recogen, reflejan una simpatí­a más o menos divulgada por la creencia. Un apócrifo copto del S. VI llega a poner la fecha de la muerte el 18 de Enero y el dato de que 112 dí­as después, es decir el 15 de Agosto, se halló su sepulcro vací­o.

Parece que fue en Jerusalén donde por primera vez se conmemoró tal festividad el 15 de Agosto, fecha que pasó a ser de aceptación universal cuando el emperador Mauricio mandó hacia el año 600 celebrarla en todo su reino.

El primer escrito eclesiástico de cierto valor teológico que habla de la Asunción corporal de Marí­a es el comentario de Gregorio de Tours (+ 594), que lo da como hecho indiscutible (Mirácula 1. 4). Sigue en su argumentación el relato apócrifo del siglo V, el «Tránsito de la Bienaventurada Virgen Marí­a». Este texto se divulgó en diversas lenguas: griego, latí­n, copto, siriaco incluso árabe.

Para entonces ya se celebraba la fiesta de la muere de Marí­a en la Iglesia de Oriente, por ejemplo en Antioquí­a. En otros lugares se hací­a, el domingo antes de Navidad.

Se conservan diversos sermones antiguos en honor del tránsito de Marí­a, el primero de los cuáles es el del Obispo Teotectos de Palestina que, hacia el 550, argumenta sobre la razón de tal privilegio. Considera como razón fundamental el que Marí­a está viva, en cuerpo y alma, en el cielo, a fin de poder interceder por los cristianos: «Hasta cuando estaba en la tierra, moraba ya en el cielo y hablaba con los ángeles y era la embajadora de la humanidad ante el Rey sin mácula. El la glorificó verdaderamente y la glorificará mucho más.»
Las enseñanzas asuncionistas se hacen ya normales desde el siglo VIII, en escritos como los de Modesto de Jerusalén (hacia 700), de Germán de Constantinopla (+ 733), de Andrés de Creta (+ 740), de Juan de Damasco (+ 749) y de Teodoro de Estudión (+ 826).

En Occidente, la celebración de la Asunción de Marí­a se divulgó también desde el siglo VII. Algunos textos sobre este hecho, como un sermón hacia el año 700 atribuido a Germán de Constantinopla, tuvieron amplia difusión.

3. 2. Tiempos medievales
Los siglos medievales fueron ya prolí­ficos en confesiones asuncionistas. Por ejemplo, el martirologio de Usuardo, del siglo VIII, que se leí­a en el coro de muchos conventos y cabildos, admití­a y proclamaba la Asunción como fiesta de gran devoción cristiana.

Tal vez la más clara, sistemática e influyente de las argumentaciones fue la que apareció en el tratado «Ad interrogate», atribuido a S. Agustí­n, pero ciertamente redactado hacia el siglo XII. En él se apoya la razón última de la Asunción en la Maternidad divina y en la carencia de pecado original. Serí­an los argumentos más sólidos y definitivos y los grandes teólogos del XII y XIII se basarí­an en sus razones para explicar el misterio asuncionista.

Así­ vemos en S. Bernardo que, en cuatro sermones sobre el tema, la acepta como presente en el cielo, aunque no acierta a explicar la realidad de su asunción en cuerpo. Y lo mismo ocurre en S. Anselmo, que explicita la acción de Marí­a en el cielo de forma exaltada, según su estilo literario, sin llegar a afirmaciones contundentes sobre su presencia viva y resucitada.

Las razones de Santo Tomas de Aquino, como todas las suyas, son lógicas y objetivas, con un fuerte sabor cristológico que es su nota teológica distintiva. En S. Buenaventura, los afectos cobran más importancia que las razones. Ambos santos representan ya las dos corrientes mayoritarias de dominicos y franciscano, los cuales, en este dogma, a diferencia del inmaculista, estuvieron muy concordes y medidos. Los carmelitas, servitas, cartujos y otras Ordenes contemporáneas, así­ como algunas de las militares, tuvieron tal creencia de forma uniforme en sus actos de piedad y en sus predicaciones.

3. 3. Los tiempos renacentistas
Diversos escritores del siglo XV y del XVI cantaron las grandezas de Marí­a, ya presente en el cielo en cuerpo y alma. El excelente catequista que fue Juan Gerson, canciller de la Universidad de Parí­s, resaltaba en su obra «El Magní­ficat» el inestimable cuidado que desde el cielo ejerce la Santa Madre del Señor.

El ardiente predicador S. Bernardino de Siena (+1444), en sus a veces exagerados sermones populares se encomienda al amoroso y gran poder que ejerce la Madre de Dios y a las ayudas que otorga a sus devotos.

Las diversas Ordenes que, después de la Reforma protestante y de la reacción de Trento se van ellas mismas reformando, coinciden en sus devociones asuncionistas y en los escritos de sus reformadores, como es el caso de Sta. Teresa de Jesús, se ensalzan sin vacilación las grandezas de Marí­a que vive y reina en el cielo.

En la reforma del Breviario que hizo Pí­o V en 1568 se dio relevancia a la fiesta de la Asunción corporal de Marí­a.

La devoción a la fiesta de la Asunción cobró enorme auge en el mundo católico a partir del siglo XVII, que se hizo universal y familiar.

En 1668 tuvo lugar en Francia una polémica con diversos escritos en torno a la Asuncion. Estuvo motivada por haber vuelto a poner en vigor el cabildo de Ntre. Dame de Parí­s la lectura diaria del martirologio de Usuardo, suprimido un siglo antes. Algunos autores, como Juan Launoy (+ 1678) defendieron el punto de vista de Usuardo y su explí­cita alabanza del hecho asuncionista como dogma religioso, aunque todaví­a no definido, pero que algunos trataban de reducir a simple y popular creencia.

Benedicto XIV (1740-1758) reclamó la doctrina de la Asunción como «una piadosa y probable opinión», pero sin querer por ello decir como Papa que perteneciera al depósito de la fe.

En el siglo XIX, dentro del espí­ritu de la restauración postnapoleónica, se fueron incrementando los deseos de muchos de que esta verdad fuera proclamada como dogma por la Iglesia.

El año 1849 se elevaron a la Sede Apostólica las primeras peticiones organizadas por diversos Obispos, a fin de que se declarara esta doctrina como dogma de fe. Veinte años después, en el Concilio ecuménico Vaticano I fueron casi doscientos los Obispos que suscribieron una solicitud en favor de la definición. Aunque los efectos fueron nulos por motivo de la abrupta interrupción del Concilio, la tendencia fue transformándose de arroyo en rí­o cada vez más caudaloso. Desde comienzos de siglo XX, las peticiones se incrementaron.

Y fue ya a mediados de siglo cuando, después de que el episcopado en pleno respondiera de forma casi unánime a una consulta oficial del Papa Pí­o XII en 1946, cuando se precisó la definición dogmática. El mismo Papa proclamó la doctrina unánime del Magisterio ordinario y la fe universal del pueblo cristiano el 1 de Noviembre de 1950, con la Constitución apostólica «Munificentí­issimus Deus». Las palabras definitorias eran precisas y estudiadas: «Para gloria de Dios omnipotente, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre y gozo y regocijo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los Santos apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra propia, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen Marí­a, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.»

4. Asunción y catequesis

La presencia viva y activa de Marí­a en el cielo, es decir después del hecho de su asunción, es un objeto de fe católica y no solamente una leyenda, una fábula o una creencia tradicional. Tal es la doctrina religiosa objeto de enseñanza y también es fuente de inspiración de vida cristiana
Ambos aspectos implican compromisos en la catequesis.

4.1. Enseñanza doctrinal
Lo primero es convertirlo en objeto de enseñanza. En cuanto dogma requiere clara y serena presentación, en conformidad con la edad y madurez espiritual de los catequizandos.

Se debe presentar con perspectiva eclesial, es decir a la luz de lo que la Iglesia enseña, y no con dimensión personal. Por eso en la presentación de este misterio objeto de fe debe primar las expresiones y los planteamientos eclesiales y no las ocurrencias personales o pasajeras.

Por eso debe ser puesto en su sitio, lo que es equivalente a decir que no debe ser desenfocado en su importancia, pero tampoco minimizado. Si Jesús ha querido que su Madre esté en cuerpo y en alma en el cielo, como sí­mbolo y recuerdo de lo que va a ser el porvenir de cada uno de sus seguidores, mal harí­a el catequista en resaltar sólo los aspectos marginales del dogma, a costa de su verdadera perspectiva cristológica, escatológica y eclesial.

4.2. Fuente de piedad
Es misterio cristiano con gran fuerza para animar la piedad de los cristianos. En la catequesis hay que saber aceptar y aprovechar su dimensión moral, digna de hacerse notar. Ha calado hondamente en la Iglesia, tanto en sus pastores y teólogos, como en el pueblo fiel.

Es recuerdo permanente del destino humano y por eso aliento a la esperanza de nuestra resurrección de la carne, de nuestra vida perdurable, de la confianza en que seguiremos el mismo camino que abrió la Madre del Señor.

Debemos mirar a Marí­a en el cielo, no como simple figura decorativa de la corte celestial, aunque la situemos en el lugar más excelente, sino como consuelo, modelo y reclamo que ayudara a los mortales a situarse ante la eternidad.

Por eso la piedad cristiana la ha llenado de invocaciones y tí­tulos vinculados con su activa labor con los peregrinos de esta vida, que la miran como estrella de la mañana, pero también de la tarde.

Se la llama Reina de los ángeles, pero también se la considera «Reina de los apóstoles, Reina de los mártires, Reina de las ví­rgenes, Reina de los confesores, Reina de los pecadores, Reina del mundo y la paz». (Letaní­as lauretanas)

Dentro de la visión del Cuerpo Mí­stico de Cristo (1. Cor. 12), de la Vid llena de savia (Jn.15.1-7), de la Barca en la que trabajan los pescadores del Señor (Mc. 6. 51. Lc. 5.7), Marí­a tiene un puesto destacado. Pero no lo tienen en cuanto figura histórica que vivió en la tierra y culminó su carrera mortal, sino en cuanto Madre de todos los hombres que sigue viva y atenta sus caminos.

Esta dimensión de piedad vital es elemento catequí­stico de primer orden a todas las edades. Lo es, sobre todo, en los momentos madurativos, en los que el adolescente y el joven asumen sus compromisos cristianos más conscientes.

4.3. Consignas.

Por eso el educador de la fe hará bien en clarificar sus criterios en este terreno doctrinal y pastoral.

4.3.1. Marí­a vive
La consideración de que Marí­a vive y Reina de forma activa, debe mover a los catequistas a resaltar la tarea salví­fica que ejerce con los cristianos. Hará de Marí­a un estí­mulo para el compromiso cristiano.

La catequesis debe mirar esta verdad religiosa como fuente fecunda de actitudes personales o colectivas, siempre operativas: sentido de la oración, invitación a las obras de caridad, sensibilidad ante los deberes profesionales, etc. Ella nos ayuda en el camino, pero es preciso actuar con responsabilidad y conciencia. Marí­a está en el cielo porque cumplió la voluntad de Dios. Nosotros iremos al cielo si cumplimos esa misma y santa voluntad cada dí­a.

4.3.2 Es un misterio
Es preciso clarificar la naturaleza del dogma, superando las leyendas y las curiosidades ingenuas de los apócrifos, que rozan el terreno e la superstición si es que determinados detalles no incurren en ella. El educador resaltará lo esencial del misterio, que es la fidelidad de Marí­a a Jesús y no la perspectiva antropomórficas con que a veces lo adornamos: trono, luces, flores, sonrisas tiernas, colores vivos, en la iconografí­a mariana.

Hay que fomentar la fe en la verdad que es objeto del misterio, no sólo en las figuras humanas y sensibles en que lo simbolizamos o apoyamos.

La Asunción de Marí­a, como todo misterio cristiano, tiene que presentarse con la sobriedad, claridad y solidez de lo dogmático.

4.3.3. Es el modelo
Marí­a, subida al cielo en cuerpo y alma, anima a los cristianos continuamente a mirar la vida eterna como la llamada definitiva del hombre y la vida presente como el tránsito temporal u contingente hacia ella.

Por lo tanto, hay que enseñar a relativizar los ideales y anhelos de este mundo y hay que magnificar los que transportan al hombre hacia la vida eterna. Entre ambos no hay oposición, sino complementación. Se debe contemplar a la Madre de Dios glorificada más con fe que con admiración, más con alegrí­a que con sorpresa. Ella es modelo de armoní­a entre su misión doble: la terrenal y la celestial, entre lo que hizo en la tierra y lo que hace en el cielo.

Con frecuencia la ascesis cristiana tiende a resaltar cierta contradicción entre ambas dimensiones. Las lí­neas antropológicas de la vida moderna no van por ese camino. Marí­a puede convertirse en un modelo, camino o reclamo para lograr la sintoní­a entre ambas vidas, pues ella tiene la clave: la voluntad divina. Es lo que dio sentido a su vida terrena, y la razón de ser de su actuación en el cielo.

4.3.4. Es ideal cristiano
La oración y la práctica de las virtudes que se resaltan en la Asunción de Marí­a: grandeza de ánimo, elevación de miras, amor a Jesús… son un programa excelente para los educadores de la fe, que pueden apoyarse en un soporte firme, como es el atractivo de un modelo materno y de una mujer sublimada hasta los umbrales de lo divino. Fidelidad, generosidad, rechazo del pecado, virginidad, delicadeza, espí­ritu de oración, presencia de Dios… etc., se hallan en el recordatorio que la Asunción de Marí­a representa para todos los cristianos de buena voluntad.

El saber presentar a Marí­a como modelo de esas actitudes radicales del cristiano supone el mejor apoyo didáctico para una buena catequesis, sobre todo en las edades de la infancia adulta, de la preadolescencia y de la juventud. IDEAS PARA UNA CATEQUESIS SOBRE LA ASUNCIí“N DE MARIA Moisés subió al SINAI 1ª subida: Ex.19.1 a 20.21: – El pueblo quedó atrás.

– Tuvo miedo y huyó.

– Se hizo un í­dolo y lo adoró
2ª subida Ex. 34. 1-13.

– Obtuvo el perdón.

– Nuevas tablas de la Ley

– Moisés establece el culto FIGURA DE MARIA Cercaní­a a Yaweh, Dios. Habla cara a cara con El. Elí­as asciende al cielo: Arrebatado. 2 Rey. 2.1-13 Ha sido el mensajero de Dios Ha recibido una palabra santa Ha cumplido una misión salvadora Ha luchado por el Reino de Dios Ha sido perseguido por su fe Es el final de su misión profética FIGURA DE MARIA

Arrebatado por el celo de Dios

Recogido por un carro de fuego

Dejó tras de si el manto Asunción de Marí­a Semejante a Moisés. – Al servicio del pueblo elegido. – Dando fortaleza a los Apóstoles. – Cumpliendo la vocación divina. – Encarnando en sí­ la Palabra eterna
– Siendo testigo de su venida.

Semejante a Elí­as
– Llena del celo divino.

– Mensaje con una vida fiel y pura. – Preocupada por los hombres.

– Sensible en los dolores ajenos
– Fuerte hasta la cruz A la Asunción de Marí­a Tu alma noble, acogerá en sus brazos el Verbo concebido en tus entrañas; y ella, sin cuerpo, extenderá tus brazos con otras formas de abrazar extrañas;
y él también le dará dulces abrazos (oye, que así­ tu gran dolor engañas) tu cuerpo al fin se quedará en la tierra feliz si mucho tiempo en sí­ lo encierra.

Más ungidos con bálsamos süaves, y con largos obsequios venerado, con graves prosas e himnos graves será en Getsemaní­ luego enterrado; ángeles santos, cuan cantoras aves, entre el coro de apóstoles sagrado y entre mil otros í­nclitos varones, al cielo entonará dulces canciones.

Y el Sepulcro cerrado, dulce archivo de tal tesoro, el cristianí­simo noble, muerto a su pena y a tu gloria vivo, en profunda oración quedará inmoble;
batiendo pues el tiempo fugitivo con pluma infatigable el primer moble, el dichoso vendrá tercero dí­a de siempre eterna y última alegrí­a.

El alba entonces bordará de flores el prado y de arreboles el oriente; su lengua pulirán los ruiseñores, espejarán las aguas su corriente;
el aire se ornará de resplandores, y el mismo sol de luz más excelente de suavidad la tierra y de consuelo y de inmenso placer y fiesta el cielo.

En esta pura aurora deleitable tu alma pura al cuerpo generoso será unida por modo inexplicable, y un nuevo ser le infundirá glorioso;
belleza ilustre, agilidad notable, luz que al planeta venza luminoso, impasibilidad y sutileza sobre toda mortal naturaleza.

Del sepulcro saldrás resucitada, ¡oh Virgen!, y los ángeles atentos en música conforme y regalada te tañerán suaves instrumentos;
y en procesión alegre y concertada rasgarán los más puros elementos otros muchos, tu fiesta celebrando, tu gloria viendo, tu valor cantando.

(Diego de Hojeda. La Cristiada. XI)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Glorificada en cuerpo y alma

Con la profesión de fe en la Asunción de Marí­a a los cielos, la Iglesia reconoce su glorificación en cuerpo y alma, como fruto de la muerte y resurrección de Jesús «Terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Apoc 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte» (LG 59).

Aunque esta verdad (de la «dormición» de Marí­a) era ya creí­da en la Iglesia desde los inicios (consta al menos desde San Epifanio, siglo IV), fue definida como dogma por Pí­o XII en 1950 (enc. «Munificentisimus Deus»). La victoria de Cristo Redentor se expresa en Marí­a, «la gran señal» (Apoc 12,1), como figura de la Iglesia entera, que también será glorificada en la resurrección del final de los tiempos.

Sus tí­tulos son todos maternos

En la Asunción de Marí­a aparece la í­ntima relación entre la Inmaculada Concepción, la virginidad, la maternidad divina. La corrupción del cuerpo por la muerte es fruto del pecado original, del que carece Marí­a. De su carne virginal tomó carne el Verbo, Hijo de Dios, por obra del Espí­ritu Santo. En cada tí­tulo o gracia recibida por Marí­a transparenta la realidad del misterio de Cristo, Hijo de Dios, hombre, Salvador.

La glorificación de Marí­a incluye también su «Realeza», en el sentido de ser «coronada» por el hecho de ser Madre de Cristo Rey, asociada a su obra salví­fica, excelsa por la santidad. Es, pues Reina por maternidad, por asociación y por excelencia. Así­ la declaró Pí­o XII en 1954 (enc. «Ad caeli Reginam»).

En todos los tí­tulos de Marí­a hay que descubrir su maternidad espiritual. Su Asunción y Realeza la indican como Madre que ya puede acompañar realmente a sus hijos y a toda la Iglesia, en el camino hacia el encuentro definitivo con Cristo, como «la gran señal… la mujer vestida de sol» (Apoc 12,1). Así­ puede entenderse su «presencia activa y materna» (cfr. RMa 1,3,24), puesto que su ser, glorificado en Cristo, ya no está condicionado al espacio y al tiempo.

Figura de la Iglesia y cercana a todos

Marí­a es figura de la Iglesia en cada uno de su tí­tulos. «La Iglesia ha alcanzado en la Santí­sima Virgen la perfección» (LG 65). La Asunción y Realeza indican una glorificación final que, como fruto de la resurrección de Cristo, ya se ha realizado en Marí­a. La Iglesia tiende, en su camino de peregrinación, hacia esa misma meta «La Madre de Jesús… ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y princi¬pio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo» (LG 68). «La Iglesia ha alcanzado en la Santí­sima Virgen la perfección» (LG 65). Somos un pueblo sacerdotal y real (1Pe 2,9), que encuentra en Marí­a su figura excelsa.

Esta realidad mariana, de Asunta y Reina, la hace más cercana, con la posibilidad de seguir asociada a Cristo resucitado presente en la Iglesia. Ella está presente de modo activo y materno. Por esto, «en esta tierra, hasta que llegue el dí­a del Señor (cfr 2 Pe 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo hasta que llegue el dí­a del Señor» (LG 68).

Dimensión misionera de la Asunción

Una fe viva y comprometida en la Asunción y Realeza de Marí­a se expresará en actitudes espirituales y apostólicas inserción en la realidad presente para hacerla pasar a la glorificación en Cristo resucitado, tendencia escatológica hacia el encuentro final con Cristo, actitud de esperanza como confianza y tensión hacia el más allá, aprecio del ser humano integral cuya unidad (de cuerpo y alma) no puede quedar separada definitivamente por la muerte, gozo pascual en la «comunión de los santos» y en Cristo resucitado que ya ha comunicado su glorificación a Marí­a su Madre y nuestra, dependencia gozosa de la presencia activa y materna de Marí­a, compromiso misionero de trabajar por la construcción de «la nueva humanidad que Cristo, vencedor de la muerte, suscita por su Espí­ritu en el mundo» (PO 16).

Referencias Escatologí­a, Inmaculada, Marí­a, mariologí­a, resurrección.

Lectura de documentos LG 59; CEC 966.

Bibliografí­a AA.VV., Biblioteca Assumptionis B.V. Mariae (Romae 1948ss); AA.VV., Mariae potestas regalis, en Ecclesia et Maria (Roma 1959) V, 1-237; A.G. AIELLO, Sviluppo del dogma e tradizione a proposito della defizione dell’Assunzione di Maria (Roma, Cittí  Nuova, 1979); O. DOMINGUEZ, Marí­a asociada a Cristo en su triunfo, en Enciclopedia mariana posconciliar (Madrid, Coculsa, 1975) 391-399; S. FOLGADO, La Asunción de Maria a la luz de la nueva antropo¬logia católica Estudios Marianos 42 (1978) 147-188; J. GALOT, Le mystère de l’Assomption, en Maria (Paris 1949-1971) VII, 153-237; G.M. ROSCHINI, La royauté de Marie, en Maria I, 601-618; A. SERRA, S. MEO, etc., Asunción, en Nuevo Diccionario de Mariologí­a (Madrid, Paolinas, 1988) 258-289.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización