Un título es una designación que describe a una persona o se refiere a alguna función o posición particular de ella, y en consecuencia puede indicar el honor que le corresponde. Por ejemplo, a Juan se lo conocía como “el Bautista” porque este término describía su función característica. No es necesario que dicha función sea exclusiva de una persona; había muchas personas a las que podía designarse por medio de fórmulas como “Z el profeta”, o “X el rey”.
Los nombres y los títulos están estrechamente relacionados. A veces lo que había comenzado por ser un nombre podía convertirse en título y viceversa. Esto lo ilustra bien el caso de los emperadores romanos. Originalmente César era el apellido de Julio César y de su sobrino adoptivo Octavio, que se convirtió en el primer emperador romano; después de esto se convirtió en título que significaba “el emperador” (Fil. 4.22; aunque en general se lo utiliza sin el artículo en el
Puede alterarse el significado de un título por el carácter y los hechos de la persona que lo ostenta, quien le imprime así un nuevo sello. En el curso de muchos siglos se han ido alterando drásticamente las funciones del rey del Reino Unido, de modo que el título ya no tiene el mismo significado que cuando se lo usó por primera vez. El simple título der Führer (“el líder”) ha adquirido tal connotación por el carácter particular de Adolfo Hitler, que lo utilizó como título político en Alemania, que se ha hecho completamente inadecuado ya para su uso en política.
Finalmente, puede haber casos en los que puede describirse a una persona de manera tal que resulte claro que tiene la posición que corresponde a un determinado título, o que desempeña las funciones relacionadas con el mismo, aun cuando no se le aplique el título en ese contexto. Por ejemplo, podemos decir que “Z fue rey en todo salvo el nombre” con referencia a alguien que ha usurpado el trono.
Estas consideraciones bastante generales resultan pertinentes al hacer un análisis de los títulos aplicados a Jesús en el NT, y nos ayudarán a evitar algunos de los errores comunes en que se suele caer al estudiar este tema.
I. Títulos usados para Jesús durante su vida
El nombre Jesús no es, estrictamente, un título. No obstante es un nombre con significado, una forma gr. de “Josué”,
Jesús era un nombre bastante común en la primera mitad del ss. I d.C., aunque resulta significativo que a fines de ese mismo siglo estaba empezando a desaparecer completamente; era demasiado sagrado para que lo emplearan como nombre personal los cristianos, y para los judíos era inaceptable. A fin de distinguir a Jesús (el Cristo) de otras personas del mismo nombre se lo conocía como Jesús de Nazaret o Jesús *nazareno. El uso de esta frase puede haber adquirido cierto significado teológico en vista de la similitud con la palabra “nazareo”. Como resultado de su actividad característica se conocía a Jesús como Maestro, y la gente se dirigía a él con dicho título, como era el caso con cualquier otro maestro judío (Mr. 4.38; 9.17, 38; 10.17, etc.). Ocasionalmente, cuando no había peligro de confundirlo con otros maestros, también se lo llamaba simplemente “el Maestro” (Mr. 5.35; 14.14; Jn. 11.28). Normalmente se les decía Rabí (literalmente “mi grande”) a los maestros judíos, señal de respeto que con el tiempo adquirió el significado de “el venerado (maestro)”. Los discípulos de Jesús empleaban esta forma para dirigirse a él (Mr. 9.5; 11.21; 14.25), aunque no se utilizó para referirse a él en tercera persona. En Lucas a veces llama a Jesús Maestro (epistatēs; Lc. 5.5; 8.24, etc.), término que sugiere el respeto que sentían por Jesús sus discípulos y simpatizantes, y que quizás se empleaba por su relación más bien con grupos de personas que con individuos. Otro término respetuoso es Señor (kyrie, forma vocativa de kyrios). En los evangelios esto probablemente sea equivalente a rabbı̂ o mārı̂ (‘mi señor’) del arameo originalmente, empleado como título de respeto (Mr. 7.28; Mt. 8.2, 6, 8; etc.). Aunque esta forma puede simplemente referirse a Jesús como un maestro digno de respeto (Lc. 6.46; Jn. 13.13s), hay una teoría según la cual a veces se llamaba así a Jesús por ser persona con poderes milagrosos (G. Vermes, Jesus the Jew, pp. 122–137). No se emplea el término en Mt. ni Mr. para hacer referencia a Jesús en tercera persona (excepto Mt. 21.3; Mr. 11.3), pero Lucas llama a Jesús “el Señor” no pocas veces en sus pasajes narrativos (Lc. 7.13; 10.1, 39, 41; etc.). Este uso sugiere que Lucas sabía que no se llegó a comprender la significación plena del título hasta después de la resurrección.
El hecho de que se consideraba a Jesús como algo más que un maestro judío común queda expresado en el término profeta (Mt. 21.11, 46; Mr. 6.15; 8.28; Lc. 7.16, 39; 24.19; Jn. 4.19; 6.14; 7.40; 9.17). Jesús reconoció y expresó su comprensión de lo que esto significaba en cuanto a su propia posición (Mr. 6.4; Lc. 4.24; 13.33s). En sí mismos ninguno de estos títulos, “maestro” y “profeta”, distiguía a Jesús de otros maestros y profetas de su tiempo, ya sea de los líderes religiosos judíos o de grupos dirigentes de la iglesia primitiva (p. ej. Hch. 13.1), aunque naturalmente la iglesia primitiva entendía que Jesús era el Maestro y Profeta por excelencia.
Es probable, sin embargo, que en algunos casos se empleara el término el Profeta con sentido único. Los judíos esperaban el advenimiento de Elías, o de una persona como él, para que hiciera llegar el fin, y especulaban sobre si debían considerar a Jesús o a Juan el Bautista como dicho profeta escatológico o final (cf. Jn. 1.21, 25). Aparentemente hay cierta confusión sobre este asunto, desde el momento en que Juan negó ser el profeta, mientras que Jesús declaró que Juan era, efectivamente, Elías (Mt. 17.12s). La confusión desaparecería si la referencia en Jn. 1.21, 25 se aplicara a la llegada de un profeta final como Moisés (Dt. 18.15–19); Pedro identificó a Jesús como dicho profeta “mosaico” (Hch. 3.22–26), y esto permite que consideremos a Juan como otro heraldo del fin, un profeta como Elías. La dificultad puede haber surgido porque el pensamiento judío no separaba completamente ambas figuras. Es probable que Jesús mismo haya considerado su papel como el del profeta mosaico. No utilizó el título en ese sentido, pero consideraba que él mismo estaba representando nuevamente la obra de Moisés y cumpliendo el papel del profeta que habla en Is. 61.1–3. Utilizó pasajes de Is. 29.18s; 35.5s y 61.1 para describir su propia obra (Lc. 4.18s; 7.22) en función de una nueva creación de las condiciones paradisíacas del período del éxodo y la peregrinación en el desierto, e. d. en función de la obra de Moisés. Desde este punto de vista también pueden resultar significativas las enseñanzas de Jesús en las que reinterpretó la ley de Moisés.
De la misma manera en que Jesús vio su obra en función del legislador y los profetas (Moisés y Elías/Eliseo; cf. Lc. 4.25–27), es probable que el concepto judío de la sabiduría también haya afectado su pensamiento, aunque en realidad en los evangelios no se le aplica a él el título de Sabiduría (véase, sin embargo, 1 Co. 1.24, 30). En el
Las esperanzas judías estaban centradas en el establecimiento del gobierno o reino de Dios, y a menudo se relacionaba esa esperanza con el advenimiento de un agente de Dios para que ejerciese dicho gobierno. Esa persona tenía que ser un rey ungido por Dios y del linaje de David. El término ungido, que podía emplearse para describir a un rey, a un sacerdote o a un profeta, se convirtió en término técnico en el período intertestamentario para este esperado agente de Dios. El vocablo era māšı̂aḥ, del que se derivó la forma gr. (transliterada) Messias, de la cual a su vez surgió la forma
Fuera de toda duda Jesús fue muerto por los romanos acusado de haber declarado que era el rey de los judíos (Mr. 15.26). Lo que quedaría por decidir es si él declaró explícitamente que lo era, y si implícitamente actuó como tal. En realidad, el termino “Mesías” rara vez se oyó de labios de Jesús. En Mr. 12.35 y 13.21 (cf. Mt. 24.5) Jesús habla sobre el Mesías, y sobre los que se arrogan el mesiazgo, sin declarar abiertamente que él mismo era el Mesías. En Mt. 23.10 y Mr. 9.41 se lo representa enseñando a sus discípulos, aparentemente con referencia a la situación en la iglesia primitiva principalmente. En Mt. 16.20 simplemente se repite el contenido del
Todo indica que mientras Jesús implícitamente actuó como el Mesías, fue reticente al respecto y más aun, trató de acallar las sugerencias relativas a este tema (Mr. 8.30). Se han dado varias explicaciones sobre esta actitud. Podemos descartar el parecer de que los evangelios han representado mal la situación, y que Jesús no fue reconocido por nadie, ni por el mismo, como el Mesías; solamente después de su resurrección la iglesia le aplicó este título (así W. Wrede, The Messianic Secret,
Es indudable, sin embargo, que los evangelios dan la impresión de que Jesús prefirió utilizar otra descripción, Hijo del Hombre (nótese el cambio en la terminología en Mr. 8.29s/31, y 14.61/62). Esta extraña expresión gr. sólo puede haber surgido como consecuencia de la traducción de una frase idiomática semítica (heb. ben ’āḏām;
Encontramos la frase con bastante frecuencia en labios de Jesús, y su uso en los evangelios sinópticos ha dado lugar a mucha discusión.
1. Por un lado se ha supuesto que la significación de la frase se deriva de Dn. 7.13s, caso en que se refiere a la futura venida de un ser celestial descrito con simbolismo apocalíptico (Mr. 13.26; 14.62) y al papel que corresponde a este personaje en el juicio final (Mr. 8.38; Mt. 10.23; 19.28; 25.31; Lc. 12.8s; 17.22–30; 18.8). Algunos eruditos piensan que la iglesia primitiva fue la primera en utilizar este concepto para describir el papel futuro de Jesús (así N. Perrin, A Modern Pilgrimage in New Testament Christology, 1974); otros argumentan, sobre la base de Lc. 12.8s., que Jesús esperaba el advenimiento de una figura apocalíptica que no era él mismo pero que vindicaría su obra, y que fue la iglesia primitiva la que posteriormente identificó a Jesús con dicho personaje (así H. E. Tödt, The Son of Man in the Synoptic Tradition, 1965); otros, en cambio, piensan que Jesús pensaba en su propia venida futura como el Hijo del Hombre (así O. Cullmann, The Cristology of the New Testament², 1963 [trad. cast. Cristología del Nuevo Testamento, 1965]).
Junto con estas declaraciones “futuras” tenemos otras que hablan de la autoridad y la humillación presentes del Hijo del Hombre (Mr. 2.10, 27s; Lc. 6.22; 7.34; 9.58; 12.10; 19.10) y profetizan su sufrimiento, muerte y resurrección (Mr. 8.31; 9.9, 12, 31; 10.33s, 45; 14.21, 41; cf. Lc. 24.7). Es difícil (pero no imposible; véase
2. Por otra parte, diversos especialistas toman el uso de bar ˒enāš(â) como una autodesignación en arm. como su punto de partida, y sostienen que Jesús lo utilizó simplemente como un modo de referirse a sí mismo. Según este punto de vista es más probable que sean auténticas las declaraciones de los evangelios que no son apocalípticas en su contenido, y que simplemente se refieren a Jesús como hombre. El uso que de la expresión hizo Jesús llevó posteriormente a la iglesia a tener en cuenta Dn. 7, y a reinterpretar la enseñanza de Jesús en términos apocalípticos (G. Vermes,
3. Es probable que los entendidos hayan sido llevados a error al insistir en un origen básico único para todos los dichos y al no haber tomado suficientemente en serio la ambigüedad del término. Resulta claro que podía usarse como autodesignación, aun cuando nos queda la incertidumbre sobre las circunstancias precisas en las cuales se consideraba apropiado su uso. Al mismo tiempo no podemos negar que el término podía tener fuerza de título.C. F. D. Moule observa correctamente que el uso del artículo puede dar en la frase la fuerza de “la figura humana” (vale decir, la que menciona Dn. 7.13s; “Neglected Features in the Problem of the ‘Son of Man’”, en J. Gnilka (eds.), Neues Testament und Kirche, 1974, pp. 413–428). El hecho de que esta figura desempeñaba un papel en algunos aspectos del pensamiento judío lo demuestran las alusiones en 1 Enoc y 4 Esdras (aunque el fechamiento de las secciones cruciales de 1 Enoc resulta notoriamente inseguro). El enfoque más adecuado en la actualidad, por lo tanto, es el que toma a Dn. 7.13s como su punto de partida y ve allí una figura, quizás el líder y representante de Israel, con la cual Jesús se identifica a sí mismo. Se trata de una figura que tiene autoridad y está destinada a gobernar al mundo, pero el camino para llegar a ese gobierno es la humildad, el sufrimiento, y el rechazo. No resulta muy difícil comprender que Jesús pudiese hablar de esta manera, siempre que podamos dar por sentado que tenía conciencia de su propio rechazo y de la posterior vindicación por Dios. Esta suposición es completamente probable si tomamos en cuenta: (a) el reconocimiento por parte de Jesús de las realidades de la situación en que llevó a cabo un ministerio que lo enfrentó con la hostilidad de las autoridades judías; y (b) su aceptación de la forma de vida del piadoso varón descrito en el AT, según la cual los piadosos pueden esperar rechazo y persecución, y deben confiar en que Dios los librará. Podemos ver este esquema en ciertos salmos (especialmente Sal. 22; 69), en las profecías del Siervo sufriente, y en la vida de los “santos del Altísimo” en Daniel. También lo encontramos en el libro de Sabiduría (aunque es dudoso que este libro haya ejercido influencia sobre Jesús mismo) y en las leyendas populares en las que los judíos magnificaban el destino de los mártires macabeos. Con este amplio fondo sería raro que Jesús no hubiese entendido su carrera en tales términos. Por otra parte no cabe duda de que su manera de expresarse confundía a sus oyentes: “¿Quién es este Hijo del Hombre?” (Jn. 12.34). Probablemente se trataba de un modo deliberado de ocultar, hasta cierto punto, su propia pretensión a fin de no despertar falsas esperanzas. Con su modo de expresarse confirmaba su autoridad, pero se trataba de una autoridad que en general era rechazada por los hombres. Con el uso de esta frase, por lo tanto, Jesús confirmaba que él era el representante definitivo de Dios ante los hombres, destinado a gobernar, pero rechazado por Israel, condenado a sufrir, pero reivindicado por Dios.
Uno de los elementos que contribuyeron a que Jesús comprendiera su papel de Hijo del Hombre es la figura del Siervo de Yahvéh. Como tal este título no fue usado por Jesús, y lo que más se le aproxima se encuentra en una cita de Is. 42.1–4 en Mt. 12.18–21. No obstante, hay claras indicaciones de que Jesús mismo consideraba que estaba desempeñando el papel de aquel que venía a servir y a entregarse en rescate por muchos (Mr. 10.45; cf. 14.24; Is. 53.10–12), y que por lo tanto “fue contado con los inicuos” (Lc. 22.37; cf. Is. 53.12; R. T. France, TynB 19, 1968, pp. 26–52).
Si los títulos mencionados expresan el papel de Jesús, su posición y su relación con Dios adquieren expresión en el título de Hijo de Dios. Parecería que no resulta de primordial significación para su aplicación a Jesús el uso que de este título se hace para los ángeles y otros seres celestiales. Más importante es el modo en que se lo utilizó en el AT para hacer referencia al pueblo de Israel en conjunto y a su rey en particular, y para expresar la relación que tenían con Dios, en función de cuidado y protección divinos por un lado, y de servicio y obediencia humanos por el otro. Es posible que ya en la época del NT se empezaba a considerar al Mesías como el Hijo de Dios en algún sentido especial, y había surgido también el concepto de que las personas piadosas eran, de modo especial, objeto del cuidado y la preocupación paternales de Dios.
Indudablemente Jesús mismo tenía conciencia de una especial relación con *Dios, a quien se dirigía en oración empleando el nombre íntimo de *Abba (Mr. 14.36).
II. El uso de títulos en el período inicial de la iglesia
Un período de unos veinte años separa la muerte y la resurrección de Jesús de los primeros documentos del NT (las primeras cartas de Pablo) que se pueden fechar con certeza. En la época de Pablo ya era corriente el uso de varios títulos para hacer referencia a Jesús; el apóstol usó manifiestamente una terminología ya existente y plenamente desarrollada que podía dar por establecida, y que no necesitaba explicar a sus lectores. Sin embargo, resulta difícil rastrear el uso de los diversos títulos, como también determinar la medida de comprensión teológica asociada a los mismos durante este período preliterario. Es preciso encararlo tratando de reconocer el uso de los títulos en los escritos del NT que puedan plausiblemente considerarse como reflejo del uso tradicional; se trata de un proceso subjetivo que lleva a hipótesis que ofrecen diversos grados de credibilidad. También podemos utilizar los relatos de la iglesia primitiva en Hechos, pero debemos reconocer que Lucas escribió algunos años después de los hechos que describe, y que debe haber experimentado una inevitable tendencia a adoptar la terminología con la cual estaban familiarizados sus lectores. Podemos compararlo con la forma en que se tiende a describir a una figura pública conocida sobre la base de su último título, aun cuando se esté considerando su carrera anterior. No obstante, tomando las debidas precauciones podemos lograr alguna medida de éxito en la tarea de trazar la evolución temprana de los títulos empleados para describir a Jesús.
Algunos eruditos han postulado, con considerable audacia, una serie de etapas en el pensamiento cristológico de la iglesia primitiva sobre la base de la suposición de que a una comprensión original de Jesús en términos puramente judíos sucedió una comprensión crecientemente influida por modos de pensar helenísticos que adoptó la iglesia, primeramente a través del judaísmo de la diáspora, y luego más directamente a través del mundo gentil (F. Hahn; R. H. Fuller). Si bien es cierto que algo de esto hubo en líneas generales, no podemos utilizar esta hipótesis para determinar etapas de desarrollo, en forma precisa, ya que resulta evidente que la iglesia se vio afectada por toda clase de influencias desde sus primeros días, y que, además, estamos ante el pensamiento cristológico de una multitud de iglesias semiindependientes entre sí. No es posible detectar ninguna línea simple de evolución en los complejos procesos conceptuales de los primeros veinte años, aproximadamente, de la iglesia cristiana. Lo que podemos decir es que este período fue testigo de un pensamiento creador sin paralelos en el desarrollo de la cristología (I. H. Marshal,
A veces se sugiere que el interés de la iglesia primitiva en Jesús fue puramente funcional y no ontológico (O. Cullmann). Se ocupó más bien de lo que Jesús hizo antes que de averiguar quién era, y no se planteó interrogantes metafísicos en cuanto a su posición. Pero oponer las alternativas en forma tan radical probablemente equivalga a separar lo que originalmente estaba unido; no es tán fácil separar la función de la posición. Sin duda la iglesia primitiva mostró interés en lo que había logrado Jesús, pero la naturaleza misma de lo que había logrado lleva inevitablemente, y de inmediato, a la cuestión de su relación con Dios, y esto se refleja en los títulos empleados para describirlo.
Durante este período se dejó de usar la mayor parte de los términos “humanos” ordinarios que se utilizaron para describir a Jesús durante su ministerio, excepto en la medida en que fueron preservados en el material narrativo que describía sus actividades. Ya no resultaban apropiados términos como rabí y maestro. También dejó de usarse el término profeta, que había representado un nivel de percepción popular más elevado en cuanto a la función de Jesús; aunque todavía se le aplicaba este término (Hch. 3.22s; cf. 7.37), el mismo no aparece como título específico de Jesús. Lo que resulta sorprendente es la desaparición prácticamente total de Hijo del Hombre. Sólo encontramos la frase como título en los labios de Esteban al morir (Hch. 7.56). En las demás partes sobrevivió solamente en una cita del AT (He. 2.6, en cita del Sal. 8.5) y en una descripción de Jesús en Ap. 1.13; 14.14 (cf. Dn. 7.13s). Pero como concepto probablemente seguía vigente. Por un lado es posible que tengamos una traducción de “Hijo del Hombre” en “el Hombre”, expresión gr. más fácil de entender, en uno o dos pasajes en que se coloca a Jesús (“el segundo hombre”) en contraposición a Adán, el primer hombre (Ro. 5.15; 1 Co. 15.21, 47; cf. 1 Ti. 2.5). Por otro lado, los evangelios han preservado el uso de la expresión en labios de Jesús. Como ya hemos observado, hay eruditos que afirman que su uso tuvo su origen en la iglesia primitiva, o que por lo menos la mayor parte de los casos en que se la usó se produjeron en la iglesia primitiva sobre la base de un reducido número de dichos reales de Jesús. Si bien estas sugerencias son muy poco probables, no podemos excluir la posibilidad de que se deba a la iglesia primitiva la inclusión del título en algunos de los dichos, lo que es muy probable en el caso de Juan, evangelio en el que la enseñanza de Jesús nos ha llegado de tal forma que es imposible distinguir las verdaderas palabras de Jesús de lo que es comentario interpretativo del evangelista. Pero es importante que la expresión más plena de Juan sobre la significación implícita del título aparezca como parte del contenido de uno de los evangelios, y como enseñanza adjudicada a Jesús mismo y que, en última instancia, tiene su base en sus propias palabras (véase IV, inf.). No hay indicación de que la iglesia primitiva haya usado el título independientemente. Es evidente que se lo entendió como un término que resultaba apropiado sólo en los labios de Jesús como designación de sí mismo, con la única excepción de Hch. 7.56. Nunca se usó como título en declaraciones confesionales (con la posible excepción de Jn. 9.35).
Aunque en los evangelios no aparece el título de Siervo, vimos que los temas relacionados con el mismo estaban presente en la descripción de la obra de Jesús como servicio para “los muchos”. Este mismo tema vuelve a aparecer en el pensamiento de la iglesia primitiva. Es más evidente en 1 P. 2.21–25, donde se describe la pasión y muerte de Jesús en lenguaje tomado de Is. 53; no aparece en forma tan clara en cierto número de fórmulas tradicionales de Pablo que expresan la significación de la muerte de Jesús (Ro. 4.25; 8.34; 1 Co. 11.23–25; 15.3–5; Fil. 2.6–11; 1 Ti. 2.6; J. Jeremias, TDNT 5, 705–712). El título en sí (pais) aparece en Hch. 3.13, 26; 4.27, 30, pasajes en los que se declara que Jesús es el Siervo de Dios que fue entregado a la muerte por los judíos, y que posteriormente fue resucitado y glorificado por Dios como fuente de bendición para su pueblo. Si aquí se designa a Jesús por medio de un título que también se aplicó a David (Hch. 4.25, pais) y a los profetas (Ap. 11.18; 22.9, doulos), aquí es por sobre todo el pensamiento de Is. 42.1–4; 52.13s el que influyó en la iglesia primitiva. Aunque este título no vuelve a aparecer hasta la época de los Padres apostólicos, por lo que se ha sospechado que es designación de Lucas para Jesús, y no una designación primitiva, es más probable que se lo haya usado en la iglesia palestina y que luego haya caído en desuso debido a la ambigüedad del término pais (que puede significar “hijo” o “sirviente) y a su connotación subordinacionista en la forma doulos (‘esclavo’).
Según el discurso del día de Pentecostés que se atribuye a Pedro la significación de la resurrección radicaba en que Dios hizo Señor y Cristo al Jesús que los judíos habían crucificado (Hch. 2.36). Este texto ofrece la clave en lo tocante a la formación de los títulos cristológicos. La resurrección es el acontecimiento decisivo que llevó a los seguidores de Jesús a hacer una estimación nueva de su persona, la que les fue confirmada por el don del Espíritu proveniente del Jesús exaltado (Hch. 2.33). Dios había vindicado la afirmación de Jesús de ser, en algún sentido, una figura “mesiánica” al haberlo resucitado de entre los muertos, con lo que corroboró la validez de dichas afirmaciones. El que había muerto bajo el letrero sarcástico que había hecho colocar Pilato, “Rey de los judíos, ahora resultaba ser rey en un sentido más profundo. Aparentemente el título de “Rey” no se usó mucho. Es verdad que el rey reemplazó al “reino” en la predicación apostólica, pero es probable que el término resultara políticamente peligroso (Hch. 17.7), por lo que se restringió su uso (Ap. 17.14; 19.16); nótese, sin embargo, que se utilizaba frecuentemente el título de “Señor”, que era igualmente peligroso desde el punto de vista político. Se reemplazó el término “Mesías”, sin significado alguno fuera de los círculos hebreoparlantes, no tanto por “Rey” sino por “Cristo”. De esta manera el título tendió a perder su significado original de ”ungido” (véase, sin embargo, 2 Co. 1.21) y a adquirir más bien el sentido de “Salvador”. Se empleó particularmente en declaraciones relativas a la muerte y resurrección de Jesús (Ro. 5.6, 8; 6.3–9; 8.34; 14.9; 1 Co. 15.3–5; 1 P. 3.18; W. Kramer, Christ, Lord Son of God, 1966). Jesús era el Cristo en el sentido de que era el que había muerto y resucitado. Aunque “Cristo” tendió a convertirse cada vez más en el nombre de Jesús, en lugar de ser su título, siguió proporcionando un sentido de dignidad, de modo que casi nunca se lo utilizó con el título “Señor” solo (e. d. en la combinación “Cristo el Señor”; Ro. 16.18; Col. 3.24) sino más bien en la forma “Señor Jesucristo”.
En Hch. 3.20s se representa a Jesús como el que ha sido destinado a aparecer como el Cristo al final de los tiempos. Sobre la base de esto se afirma (especialmente F. Hahn) que la cristología de la iglesia primitiva se relacionaba con la futura venida de Jesús, y que los diversos títulos de Hijo del Hombre, Cristo, y Señor se usaron originalmente para indicar la función que tendría al final de los tiempos, y que sólo posteriormente (aunque siempre dentro de este período preliterario) se llegó a comprender que el que vendría como Cristo y Señor al final ya era Cristo y Señor en virtud de su resurrección y exaltación (y que la resurrección y la exaltación confirmaban una posición que ya era suya). Esta teoría carece de comprobación. Hch. 3.20s sólo puede significar que el que había sido ordenado como el Cristo volverá al final de los tiempos. Jesús no es el Mesías designado para una función futura sino que ya es el Mesías. Sin duda alguna fue solamente debido a la resurrección, y lo que ella significaba con respecto a la persona de Jesús, que la iglesia primitiva podía esperar con confianza el momento futuro de su parusía como Hijo del Hombre. En consecuencia, fue la muerte y resurrección lo que determinó el significado del término Cristo; el mensaje cristiano, según el punto de vista de Pablo, estaba exclusivamente orientado hacia “el Cristo crucificado” (1 Co. 1.23; 2.5).
El otro título que figura en Hch. 2.36 es Señor. Por medio de la resurrección Dios había demostrado que Jesús era efectivamente el Señor, y por ello la iglesia primitiva le aplicó las palabras del Sal. 110.1: “Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Hch. 2.34s). Jesús mismo ya había empleado este texto cuando ensenó que el Mesías era el Señor de David (Mr. 12.36), como también en su respuesta al sumo sacerdote durante ante el tribunal (Mr. 14.62). Si ahora Jesús era Señor, la consecuencia lógica era que a la iglesia primitiva le correspondiera la tarea de hacer que los hombres reconocieran su posición. Los nuevos convertidos se hacían miembros de la iglesia al reconocer a Jesús como Señor: “… si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Ro. 10.9; cf. 1 Co. 12.3). Vemos la importancia que reviste esta confesión en Fil. 2.11, pasaje en el que la culminación de los propósitos de Dios es que toda la creación reconozca a Jesucristo como Señor. Bien puede haber una nota polémica en esta declaración, ya que ella contrasta a Jesús con otros “señores” reconocidos por sus respectivos devotos en el mundo helenístico. Por cierto que los judíos reconocían a un solo Dios y Señor, pero los paganos adoraban “muchos dioses y muchos señores”, mientras que los cristianos, por su parte, reconocían “sólo … un Dios, el Padre …; y un Señor Jesucristo” (1 Co. 8.6). También los súbditos romanos aclamaban al emperador como señor (dominus), y los sucesivos emperadores demandaron una lealtad cada vez más absoluta; esto condujo a graves conflictos de conciencia para los cristianos en épocas posteriores.
Un importante elemento para la comprobación del uso cristiano primitivo del título para Jesús es la preservación de la frase arm. en 1 Co. 16.22: *“Maranata”. Esta es una combinación de dos palabras que significa “nuestro Señor, ven”, o “nuestro Señor ha venido/vendrá”. Los entendidos no se ponen de acuerdo en cuanto a si se trataba originalmente de una oración para que se produjese la parusía de Jesús como Señor (cf. Ap. 22.20) o de una promesa en el sentido de que su venida estaba próxima (cf. Fil. 4.5). El hecho de haberse preservado la frase en arm. en una iglesia grecoparlante indica que originalmente se utilizaba en una iglesia en la que se hablaba el arameo, e. d. que lo más probable es que se haya originado en los primeros días de la iglesia en Palestina. Elementos recientemente descubiertos en Qumrán han ayudado a confirmar la posibilidad de que lo antedicho haya ocurrido, efectivamente, en un ambiente de habla aramea (J. A. Fitzmyer, NTS 20, 1973–74, pp. 386–391).
La última expresión que consideraremos en esta sección es Hijo de Dios. Es muy probable que deba reconocerse en ella una relación especial con la predicación de Pablo; es significativo que Hch. 9.20 relacione el título con su predicación, y que solamente una vez aparezca en otras partes de Hechos, a saber en una cita de Sal. 2.7 en el sermón de Pablo en Antioquía de Pisidia (Hch. 13.33). Allí Pablo aplica la promesa “mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy a la resurrección, que se considera como el comienzo de la nueva vida de Jesús. Sin embargo, el pensamiento no es que Jesús se convirtiese en Hijo de Dios por haber sido resucitado de entre los muertos, sino que por ser su Hijo, Dios lo levantó de entre los muertos (cf. Sabiduría 2.18). El mismo pensamiento reaparece en Ro. 1.3s, que generalmente se considera como una fórmula prepaulina. Se dice allí que Jesús fue declarado Hijo de Dios con poder por su resurrección de entre los muertos. En 1 Ts. 1.9s nuevamente se relaciona su condición de Hijo con la resurrección, lo que sirve de base a la esperanza de su parusía.
Parecería que dos elementos tienen relación con el título “Hijo” en este período primitivo. Uno es el concepto de la preexistencia del Hijo; una cantidad de textos hablan de que Dios envió a su Hijo (Jn. 3.17; Ro. 8.3; Gá. 4.4s; 1 Jn. 4.9s, 14), y claramente presuponen que el Hijo vino al mundo desde el seno del Padre. Esta línea de pensamiento se expresa muy explícitamente, sin que se llegue a usar el término “Hijo”, en el himno prepaulino de Fil. 2.6–11 (R. P. Martin, Carmen Christi, 1967). Aquí se presenta a Jesús como figura divina, que existe a imagen de Dios y es igual a Dios, que cambió su modo celestial de existencia por un modo humano y terrenal en humildad. Aunque el himno habla de que “se despojó”, de modo que cambió la forma de Dios por la de un esclavo, el hecho de haber considerado Pablo a Jesús como el Hijo de Dios durante su vida y su muerte indica que no interpretó que el himno dijese que abandonó su naturaleza divina para encarnarse. Más bien “se despojó a sí mismo al tomar forma de siervo …; y esto necesariamente comprendía el eclipsamiento de su gloria como la imagen divina a fin de que pudiera venir, en carne humana, como la imagen de Dios encarnado” (R. P. Martin, pp. 194).
El otro elemento relacionado con el título de Hijo es que Dios lo entregó para que sufriera y muriera (Ro. 4.25; 8.32; Gá. 2.20; cf. Jn. 3.16). Puede haber una relación aquí con el ejemplo veterotestamentario de Abraham, que se dispuso a entregar a su hijo Isaac para demostrar su fe y obediencia (Gn. 22.12, 16). Dios tampoco escatimó a su único Hijo, sino que lo entregó libremente para que nos limpiara de todo pecado. La grandeza del sacrificio divino se manifiesta aun más con el uso del título de “Hijo”.
No se ha podido establecer con certidumbre en qué momento comenzó a ejercer influencia en el pensamiento cristológico de la iglesia la tradición del nacimiento virginal de Jesús. Lo que indican ambos relatos del nacimiento es que las circunstancias del nacimiento de Jesús se mantuvieron acalladas (cf. Mt. 1.19; Lc. 2.19, 51), y muy pocas indicaciones tenemos de que la tradición haya influido en la iglesia antes de que le dieran expresión los evangelios. En ambos relatos se presenta a Jesús como el Hijo de Dios (Mt. 2.15; Lc. 1.32, 35), cuyo nacimiento de María se debe a la influencia del Espíritu Santo; es su condición de Hijo de Dios lo que lo califica para la función y tarea del Mesías (Lc. 1.32s). Además, al ser Hijo de Dios puede ser designado Emanuel, “Dios con nosotros”; su presencia en la tierra equivale a la presencia de Dios mismo. Ninguno de los relatos se ocupa de la cuestión de la relación entre la concepción de Jesús por el Espíritu y su identidad con el Hijo preexistente de Dios, sino que se limitan a expresar la manera en que el hijo de María podía nacer como Hijo de Dios.
III. Uso paulino de los títulos cristológicos
En la sección anterior vimos que ya antes de haberse escrito las cartas de Pablo se habían producido las etapas esenciales en la formación del vocabulario cristológico de la iglesia. Pablo emplea un vocabulario ya existente, y supone que sus lectores cristianos están en general familiarizados con los términos que utiliza. En consecuencia, poco podemos decir acerca del uso de los títulos que sea distintivo de Pablo. Esto bien puede deberse a que él mismo estuvo íntimamente relacionado con la formación de la teología de la iglesia primitiva, y que ya había hecho su propia contribución al conjunto de términos relacionados con el pensamiento cristológico antes de escribir sus epístolas. Por lo tanto, en consciente oposición al punto de vista adoptado por R. Bultmann (Theology of the New Testament, 1, 1952,
Dos títulos que podríamos haber esperado encontrar en las epístolas de Pablo están notoriamente ausentes o rara vez aparecen. Pablo nunca emplea Siervo con respecto a Jesús, y utiliza los temas relacionados con el título sólo cuando alude a materiales tradicionales. Sin embargo, se considera a sí mismo y a sus compañeros como esclavos de Dios (doulos), y una sola vez puede hablar de Jesús como ministro (diakonos; Ro. 15.8; cf. °vm) para la circuncisión (e. d. para los judíos). También considera que el papel de Siervo se cumple en el testimonio misionero de la iglesia (Ro. 10.16; 15.21; cf. Hch. 13.47).
Pablo raramente utiliza el nombre Jesús, por sí solo (alrededor de 16 veces), aunque por cierto es común en combinaciones. La mitad de ellas aparece en 2 Co. 2.10–14 y 1 Ts. 4.14, pasajes en los que Pablo considera la manera en que se repiten la muerte y la resurrección de Jesús en la vida de los creyentes. Por lo demás emplea principalmente el nombre “Jesús” cuando analiza los otros títulos que se deben proclamar en relación con la persona que lo ostentaba (1 Co. 12.3; cf. 2 Co. 11.4; Fil. 2.10).
Para Pablo, Cristo se ha convertido en la principal designación para referirse a Jesús. Su mensaje era el “evangelio de Cristo” (p. ej. Gá. 1.7), y un estudio de las ocasiones en que aparece “Cristo” proporciona una teología paulina en miniatura (véase el excelente tratamiento de W. Grundmann, TDNT 9, pp. 543–551). Aplica los usos tradicionales del título especialmente en lo que se refiere a la muerte y resurrección de Jesús, pero también lo utiliza en muchas otras formas. El elemento distintivamente paulino aparece en el uso de la frase “en Cristo”, por la que se lo describe como la circunstancia determinante que condiciona la vida del creyente (J. K. S. Reid, Our Life in Christ, 1963, cap(s). 1). Esto significa que la frase no se refiere tanto a una unión mística con una figura celestial, sino más bien a los hechos históricos de la crucifixión y la resurrección que condicionan nuestra existencia. Es por ello que la justificación se produce “en Cristo” (Gá. 2.17); cada cristiano es “un hombre en Cristo” (2 Co. 12.2), y las iglesias lo son “en Cristo” (Gá. 1.22, gr.); el testimonio cristiano se lleva a cabo “en Cristo” (1 Co. 4.15; Fil. 1.13, gr.; 2 Co. 2.17). En todo momento la vida cristiana está determinada por la nueva situación que produce el hecho de Cristo.
Pablo utiliza frecuentemente la combinación “Jesucristo” como título. A veces los componentes aparecen en orden inverso, “Cristo Jesús”, pero no se ha descubierto una explicación satisfactoria para la variación del orden de las palabras; razones gramaticales pueden haber contribuido a esta variación, aunque también se ha sugerido que, al colocar primero uno u otro, Pablo quería destacar al Jesús humano o al Cristo celestial y preexistente. De todos modos, parecería que no hay ninguna diferencia en el uso del título compuesto y “Cristo” solo, excepto en que se consideraba que el título compuesto era más enfático y majestuoso.
El uso de Señor por Pablo es esencialmente el mismo que el de la iglesia prepaulina. No hay ninguna necesidad de invocar aquí, en forma especial, la influencia de cultos paganos para explicar las características distintivas del uso paulino. En forma creciente se ha demostrado que esta tesis—junto con la afirmación de que buena parte de la teología de Pablo se derivó de la transferencia de ideas originalmente paganas al cristianismo—es innecesaria e insostenible (O. Cullmann, op. cit., cap(s). 7). Por cierto que los cristianos que ya habían reconocido a Jesús como Señor tuvieron que definir más exactamente lo que querían decir con este título en contraste con la adoración pagana de otros señores (1 Co. 8.6), pero esto no es igual que decir que el uso cristiano se derivó del pagano.
Dado que la confesión de Jesús como Señor era la marca del cristiano, y desde el momento en que para los cristianos no había otro Señor, resultaba natural que Pablo hablara simplemente del “Señor” cuando quería referirse a Jesús. Es verdad que se utilizaba el mismo título con referencia a Dios Padre, y que esto puede llevar a cierta ambigüedad con respecto a la persona de que se trata, e. d. Dios o Jesús (esto es lo que ocurre en Hch. principalmente; J. C. O’Neill,
Si el título “Cristo” había adquirido la connotación de “Salvador”, el de “Señor” expresa fundamentalmente la exaltada posición de Jesús y su dominio sobre el universo y, especialmente, los creyentes que aceptan su señorío. Es así que se usa especialmente cuando se expresa la responsabilidad de los cristianos de obedecer a Jesús (p. ej. Ro. 12.11; 1 Co. 4.4s). Pero Pablo también lo utiliza con bastante frecuencia para el Jesús terrenal (1 Co. 9.5), especialmente con referencia a lo que llegó a conocerse como “la cena del Señor” (1 Co. 10.21; 11.23, 26s), y también cuando se refería a las instrucciones dadas por el Jesús terrenal (1 Co. 7.10, 25; 9.14; etc.). No es de sorprender que se haya cambiado la fórmula “en Cristo” por la de “en el Señor” cuando se produce en el contexto de exhortaciones y mandamientos (Ef. 6.1; Fil. 4.2; Col. 4.17, etc.). No obstante, el uso de los dos títulos es bastante fluido, y a veces Pablo emplea uno de ellos en lugares en que hubiésemos esperado que usara el otro.
Los títulos compuestos que incluyen el título de Señor son bastante frecuentes en Pablo, y evidentemente lo hace a fin de exaltar a la persona así designada. La primitiva confesión cristiana “Jesús/Jesucristo es Señor” sirve de base a “el Señor Jesús/Jesucristo” (2 Co. 4.5), y Pablo a menudo habla de nuestro Señor, destacando así la necesidad de una relación personal con Jesús, y el cuidado y la preocupacion de Jesús por su pueblo. Encontramos esta fórmula en las salutaciones introductorias en las cartas de Pablo, en las que se relaciona a “Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo” como la fuente conjunta de bendiciones espirituales. W. Grundmann (TDNT 9, pp. 554) sugirió que por detrás de esta fórmula esta la frase “Jehová Dios” (
Si nos pudiéramos guiar por las estadísticas, parecería que Hijo de Dios (que aparece 15 veces) tenía mucha menor importancia para Pablo que Señor, que es por lo menos diez veces más frecuente en sus escritos. Sin embargo, como demostró M. Hengel (The Son of God, 1976, cap(s). 3), Pablo utiliza este título para Jesús cuando resume el contenido de su evangelio (Ro. 1.3–4, 9; Gá 1.15s), y tiende a reservarlo para declaraciones importantes. Lo emplea, particularmente, cuando la cuestión de la relacion entre Dios y Jesús ocupa su pensamiento, y, como dijimos anteriormente, cuando se ocupa de las declaraciones tradicionales que se referían a que Dios enviaba a su Hijo preexistente al mundo y lo entregaba para que muriera por nosotros. Hace resaltar especialmente el hecho de que es a través de la obra del Hijo que podemos ser adoptados como de hijos de Dios (Ro. 8.29; Gá. 4.4–6).
En relación con esto Pablo emplea varias expresiones adicionales. Describe a Jesús como la *imagen del Dios invisible (Col. 1.15; cf. 2 Co. 4.4); es el *primogenito de toda la creación (Ro. 8.29; Col. 1.15–18), y el (Hijo) Amado de Dios (Ef. 1.6). Sin embargo, estos términos deben considerarse más como descripciones de Jesús que como títulos. Lo mismo ocurre con otras frases o palabras que describen diferentes funciones de Jesús, p. ej. *cabeza (Ef. 1.22), y aun Salvador (Ef. 5.23; Fil. 3.20).
Es discutible que Pablo haya aplicado a Jesús el título de Dios. También es discutible la interpretación de Ro. 9.5 (véase °nbe y °vp
Cuando llegamos a las epístolas pastorales comienza a desaparecer la rica diversidad de títulos que caracteriza a los primeros escritos paulinos. Ya no se usa en absoluto Hijo de Dios Jesús y Cristo no se emplean independientemente (excepto en 1 Ti. 5.11) sino solamente en combinación, generalmente en el orden Cristo Jesús. No obstante, se utiliza Señor como título independiente y en combinaciones. En varios casos probablemente estemos ante ejemplos de declaraciones formales destinadas al credo, expresadas en estilo dignificado y basadas en material tradicional (1 Ti. 1.15; 2.5s; 6.13; 2 Ti. 1.9s; 2.8; Tit. 2.11–14; 3.6). Sin duda alguna, en estos casos se da a Jesús el título de Dios (Tit. 2.13), y comparte con Dios el título de Salvador (2 Ti. 1.10; Tit. 1.4; 2.13; 3.6).
IV. Los títulos de Jesús en la literatura joanina
Los títulos que usa Juan son similares a los de los otros evangelios. El interés de este evangelio se centra en las actividades de la persona humana Jesús, y la forma compuesta Jesucristo se emplea solamente un par de veces cuando el evangelista comenta la significación total de Jesús desde una perspectiva posterior a la resurrección (Jn. 1.17; 17.3; este último pasaje se pronuncia desde el punto de vista de alguien que ha “acabado la obra” que el Padre le encomendó). Aunque frecuentemente se emplea el término Señor en vocativo para dirigirse a Jesús, poco se lo emplea en la parte narrariva para hacer referencia a él (solamente en Jn. 4.1; 6.23; 11.2) hasta después de la resurrección, hecho que establece la nueva posición de Jesús. No obstante, es significativo que Jesús mismo haya descrito su posición como la del “Maestro” y “Señor” (Jn. 13.13s, 16; 15.15, 20) que puede dar órdenes a sus esclavos, aunque considera a sus discípulos más como amigos que como esclavos.
Una de las cuestiones claves en Juan consiste en determinar si Jesús es el Mesías de las esperanzas tanto de judíos como de samaritanos; el propósito del evangelio es trasmitir la creencia de que efectivamente así es (Jn. 20.31). A pesar de su poco uso en los otros evangelios, Juan confiesa a Jesús como el Mesías (Jn. 1.41; 4.29; 11.27), pero es interesante notar que nunca aparece la palabra en labios de Jesús mismo. Otras descripciones de Jesús en Juan, que prácticamente equivalen a títulos, incluyen el que viene (Jn. 11.27; 12.13; cf. Mt. 11.3); el Santo de Dios (Jn. 6.69; cf. Mr. 1.24), el Salvador (Jn. 4.42), el Cordero de Dios (Jn. 1.29, 36), el Profeta. (Jn. 6.14; 7.40), y el Rey de Israel (Jn. 1.49; 12.13; 18.33–38; 19.3, 14–22). Varios de estos títulos aparecen también en los evangelios sinópticos.
La designación característica que Jesús usa para sí mismo, Hijo del Hombre, también figura prominentemente en Juan; pero el elemento nuevo aquí es que se pone el acento en el origen celestial del Hijo del Hombre, en su descenso a este mundo, su glorificación en la cruz y su significación como el dador de la vida (Jn. 3.13; 5.27; 6.27, 53, 62; 12.23, 34; 13.31), cosa que no se hace en los evangelios sinópticos. Si bien es innecesario suponer que influencias foráneas contribuyeron al uso de este título en Juan, el lenguaje empleado es lo suficientemente diferente del de los evangelios sinópticos como para sugerir que, aunque los dichos de Juan se basan finalmente en las enseñanzas reales de Jesús, hasta cierto punto han sido redactados de nuevo por el evangelista, o por quienes escribieron los documentos en que se basó (S. S. Smalley, NTS 15, 1968–69, pp. 278–301).
El título más importante para Jesús en Juan indudablemente es Hijo de Dios. Indica la estrecha relación entre el Padre y su Hijo único y preexistente (Jn. 3.16–18), relación de mutuo amor (Jn. 3.35; 5.20), que está expresada por la manera en que el Hijo obedece al Padre (Jn. 5.19) y en que se le confían las funciones de juez y dador de vida (Jn. 5.17–30). La relación filial única de Jesús con el Padre que encontramos en los evangelios sinópticos está expresada aquí de la manera más clara (Jn. 11.41; 12.27s; 17.1). Las mismas ideas se trasmiten, esencialmente, en el título *Logos (o Verbo Palabra) que figura en el prólogo del evangelio. Tan estrechamente se identifica al Logos con Dios que no es sorprendente que Jesús reciba el título de Dios, como se ve claramente en la confesión de Tomás en Jn. 20.28, pasaje en el que la aparición del Jesús resucitado lleva al apóstol a reconocer su condición divina; pero también es probable que se describa a Jesús como “el unigénito Hijo, que es Dios y vive en íntima comunión con el Padre” (°vp) en Jn. 1.18 (el texto, empero, es incierto).
Finalmente, se debe notar que hay varios dichos con “yo soy” en Juan que aplican descripciones como la del “buen pastor” y la “vid verdadera” a Jesús. A veces simplemente tenemos las palabras “yo soy” (Jn. 4.26; 6.20; 8.24, 28, 58; 13.19). Como estas palabras se hacen eco de la afirmación de Yahvéh que encontramos en Is. 43.10; 48.12, es posible que debamos verlas como una velada indicación de la deidad de Jesús.
El uso de títulos en las epístolas de Juan es similar al del evangelio, aunque naturalmente hay una diferencia entre la manera de describir al Jesús terrenal en un evangelio y al Señor resucitado en una epístola. Es un hecho curioso, pero sin duda carente de importancia, el que 3 Jn. sea el único libro del NT en que nunca se nombra a Jesús. En 1 Jn. Jesús es a menudo objeto de declaraciones en que se expresa su significación como Cristo o Hijo de Dios (1 Jn. 2.22; 4.15; 5.1, 5). Si bien la cuestión que aquí se presenta puede ser simplemente la de determinar si indudablemente Jesús era el Mesías que esperaban los judíos, los entendidos generalmente concuerdan en que la cuestión era más bien si había habido una encarnación verdadera y duradera de Dios en Jesús. Aparentemente los que se oponían a Juan habían negado una unión verdadera y duradera entre el Mesías, o Hijo de Dios, y Jesús (1 Jn. 4.2; 2 Jn. 7), y Juan tuvo que insistir en que Jesucristo había venido verdaderamente tanto en agua como en sangre, e. d. en su bautismo y su muerte. En consecuencia, utiliza el título completo “su Hijo Jesucristo” (1 Jn. 1.3; 3.23; 5.20) para indicar el objeto de la creencia de los cristianos. Solamente el Hijo de Dios puede ser el Salvador del mundo (1 Jn. 4.14). El término Señor no figura en las epístolas de Juan.
En Ap. Jesús figura prominentemente como designación, al igual que en Hebreos. El título más completo de Jesucristo se emplea solamente como designación solemne en la introducción del libro (Ap. 1.1s, 5), pero hay cuatro referencias a (o al) Cristo o a su Cristo (Ap. 20.4, 6; 11.15; 12.10) que demuestran que el pensamiento del Mesías como el agente de Dios en el establecimiento de su gobierno era algo muy vivo en Juan. Vemos posteriormente esta idea en la forma de usar los títulos divinos de Rey y Señor tanto para Dios como para Jesús (Ap. 15.3; 17.14; 19.16). Pero indudablemente el título más distintivo para Jesús en Ap. es el de *Cordero, que se emplea 28 veces aquí, y que no vuelve a aparecer en ninguna otra parte (la voz gr. utilizada en Jn. 1.29, 36; Hch. 8.32; 1 P. 1.19 es diferente). El Cordero combina las paradójicas características de haber sido muerto o sacrificado (Ap. 5.6), y al mismo tiempo ser el Señor digno de adoración (Ap. 5.8). Descarga su ira contra el mal (Ap. 6.16) y dirige al pueblo de Dios en la batalla (Ap. 17.14); y, sin embargo, es su sangre la que actúa como sacrificio por el pecado (Ap. 7.14), y por medio de ella sale victorioso su martirizado pueblo (Ap. 12.11).
V. Los títulos de Jesús en el resto del Nuevo Testamento
De los otros libros del NT, posiblemente Hebreos sea el más distintivo en el uso de títulos. Así, vuelve al uso del simple Jesús para designar al que sufrió humillación y muerte, y que no obstante fue exaltado por Dios (He. 2.9; 13.12). También lo llama simplemente Señor (He. 2.3; 7.14) o Cristo (He. 3.6, 14, etc.). Pero aunque indudablemente el autor sabe que Cristo significa “ungido” (He. 1.9), lo usa más como nombre que tiene que ser explicado por medio de otros títulos. Describe a Jesús como pionero ( °nbe) de la salvación y la fe (He. 2.10; 12.2), utilizando una frase que puede haber tenido un uso más amplio como título cristológico (Hch. 3.15; 5.31). Pero por sobre todas las cosas considera a Jesús como el sumo sacerdote, presentando su obra en términos que corresponden a dicha posición, tomados de la legislación veterotestamentaria sobre el sistema de sacrificios. Si este término es más una descripción que un título de Jesús, el término Hijo es el título significativo que le sirve de base. Solamente después de haber establecido la identidad de Jesús como el Hijo de Dios, exaltado por encima de los ángeles y de Moisés, el escritor procede a demostrar como es que esta posición lo califica para ser sumo sacerdote y mediador entre Dios y los hombres. El autor hace un uso cuidadoso de los Sal. 2.7 (He. 1.5; 5.5) y 110.4 para definir la posición de Jesús, y destaca la enormidad de rechazar la salvación lograda por un Salvador tan enaltecido (He. 6.6; 10.29).
Llama la atención que Stg. se refiera solamente dos veces al Señor Jesucristo (Stg. 1.1; 2.1), pero cuando habla de la venida del Señor (Stg. 5.7s) no cabe duda de que está pensando en Jesús.
En 1 P. falta el uso de Jesús como nombre independiente, y el autor prefiere utilizar Jesucristo. Emplea Señor Jesucristo una vez (1 P. 1.3) en una frase tradicional. Pero frecuentemente se refiere a Cristo, y es interesante notar que lo hace particularmente en el contexto del sufrimiento y la muerte (1 P. 1.11, 19; 2.21; 3.18, etc.), que vimos como características del uso primitivo del título. También habla de confesar a Cristo como Señor (1 P. 3.15; cf. 2.13), lo que nuevamente nos recuerda el uso primitivo.
2. Pedro se caracteriza por el uso de Señor Jesucristo. También vemos allí frecuentemente el título de Salvador (2 P. 1.1, 11; 2.20; 3.2, 18), y en 2 P. 1.1 se describe a Jesús como “nuestro Dios y Salvador Jesucristo”. Generalmente Judas hace un uso similar. Ambos autores emplean la forma poco usual despotēs, ‘Señor’, para Jesús (2 P. 2.1; Jud. 4), posiblemente porque el pensamiento básico es la redención de los esclavos; el término no era popular porque sugería un despotismo arbitrario.
VI. Conclusión
Las enseñanzas neotestamentarias sobre la persona de Jesús no se limitan a los títulos rápidamente esbozados. Es necesario considerar también lo que se dice sobre el carácter y la actividad de Jesús durante su ministerio terrenal y en su estado celestial; igualmente importantes son los tipos de declaraciones en forma de credo y de obras literarias creadas para expresar su significación. Sin embargo, los títulos mismos resumen buena parte de la enseñanza neotestamentaria. Su estudio nos permitirá ver cómo se moldeó el pensamiento de los discípulos como consecuencia de su primer contacto con Jesús durante su vida, pensamiento que posteriormente se fijó en forma decisiva por la experiencia que tuvieron de él como Señor resucitado, y que finalmente se elaboró en el curso de sus actividades evangelísticas y de su enseñanza, tanto en el mundo judío como en el helenístico. Los títulos expresan de diferentes maneras el valor supremo de Jesús como Hijo de Dios, su función salvadora como Mesías y Salvador, y su posición de honor como Señor. La iglesia primitiva se nutrió en una rica fuente de materiales para explicar quién era Jesús; básicamente tomó el material del AT, que vio como la profecía divina sobre la venida de Jesús; pero al mismo tiempo no dudó en utilizar títulos que podían resultar significativos para el mundo en general. Algunos títulos resultaron menos adecuados que otros, pero en forma colectiva todos dan testimonio de que en Jesús Dios actuó decisivamente para juzgar y salvar al mundo, e invitan a todos los hombres a reconocer que este Jesús efectivamente es uno con Dios y merece la adoración que debe darse a Dios mismo.
Bibliografía. °O. Cullmann, Cristología del Nuevo Testamento, 1965; °R. H. Fuller, Fundamentos de la cristología neotestamentaria, 1979; °M. Hengel, El Hijo de Dios, 1978; °S. Mowinckel, El que ha de venir, 1975; J. Moltmann, El Dios crucificado, 1975; J. Comblin, El enviado del Padre, 1977; R. Guardini, La realidad humana del Señor, 1966; J. Hofinger, Cristo. El por qué de nuestra esperanza, 1975; A. Séve, Jesús es así, 1980; C. Duquoc, K. Rahner, J. Moltmann, W. Kasper, H. Jung, Teología de la cruz, 1979; X. Pikaza, Los orígenes de Jesús, 1976; O. González de Cardedal, Jesús de Nazareth, 1979; C. Duquoc, Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazareth el Mesías, 1974; J. Flores, Cristología de Juan, 1975; D.M. Baillie, Dios estaba en Cristo, 1960.
Véanse los artículos pertinentes en
Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico