El despertar del interés en la revelación divina especial surgido a mediados del siglo veinte ocurre en una época significativa de la historia moderna. El naturalismo se ha convertido en una fuerza cultural vigorosa en Oriente y Occidente. En los siglos anteriores, los principales rivales de la religión revelada eran el idealismo especulativo y el teísmo filosófico; a mediados del siglo veinte los principales antagonistas eran el comunismo materialista, el positivismo lógico, el existencialismo ateo y diversas formas del humanismo anglosajón. Dado que la filosofía comunista refiere todo el movimiento de los acontecimientos al determinismo económico, la recuperación del énfasis judeocristiano sobre la revelación histórica especial adquiere una señalada pertinencia.
La palabra «revelación» significa intrínsecamente «quitar el velo para dar a conocer lo que era previamente desconocido». En la teología judeocristiana, la palabra se usa primariamente para referirse a las comunicaciones de la verdad divina que Dios da al hombre, esto es, la manifestación de sí mismo o de su voluntad. Lo esencial del punto de vista bíblico es que el Logos es el agente divino en toda revelación, distinguiendo luego entre revelación general o universal (esto es, revelación en la naturaleza, en la historia y en la conciencia) y revelación especial o particular (esto es, revelación redentora llevada a cabo por medio de palabras y hechos maravillosos). La revelación especial en la historia sagrada es coronada por la encarnación del Verbo viviente y la puesta por escrito de la palabra hablada. Por tanto, el evangelio de redención no es simplemente una serie de tesis abstractas sin relación con eventos históricos específicos, sino que es la buena nueva de que Dios ha actuado en la historia salvadora, la cual ha alcanzando su clímax en la persona y obra del Cristo encarnado (Heb. 1:2), para salvación de la humanidad perdida. Sin embargo, los hechos redentores de la historia bíblica no quedan sin interpretación. Su sentido auténtico es dado en las sagradas escrituras, a veces antes y otras veces después de los sucesos. Así que, la serie de actos sagrados incluye la provisión divina de un canon de escritos autoritativos, esto es, las Sagradas Escrituras, que proporcionan una fuente digna de crédito para el conocimiento de Dios y de su plan.
A pesar de la distinción entre revelación general y especial, la revelación de Dios es de todos modos una unidad, y no se debe dividir en forma artificial. Aun antes de la caída del hombre, Adán en el Edén recibió instrucciones por medio de normas especialmente reveladas (por ejemplo, fructificar y multiplicarse, comer y no comer cierto fruto). En vista de la corrupción del hombre, después de la caída, sería del todo arbitrario que el hombre se apoyara en forma unilateral tan sólo en la revelación general. Esto no quiere decir que debamos minimizar el hecho e importancia de la revelación general, sobre la cual insiste la Biblia (Sal. 19; Ro. 1, 2). Pero tomadas solas, las así llamadas pruebas teístas han llevado a pocos hombres al Dios vivo. Tomás de Aquino supuso que Dios puede ser conocido por la razón natural aparte de la revelación que hemos recibido en Jesucristo. Pero esta suposición puede ser considerada, en realidad, como una involuntaria preparación para la rebelión de la filosofía moderna contra la revelación especial y su énfasis contrario solamente en la revelación general. Los diversos tipos de teísmos e idealismos especulativos que aparecieron en la aurora de este énfasis, fueron capaces sólo temporalmente de mantener una línea contra la declinación hacia el naturalismo.
Aunque la Biblia afirma la revelación general de Dios, invariablemente la correlaciona con la revelación especial redentora. Declara en un lugar y al mismo tiempo que el Logos es Creador y Redentor (Jn. 1). No presenta la revelación general basada en la tesis que el verdadero conocimiento de Dios es posible para el hombre caído por medio de la luz natural de la razón sin una revelación de Cristo, sino más bien introduce la revelación general junto a la revelación especial con el fin de enfatizar la culpa del hombre. Así, la Escritura aduce que sólo hay una revelación de Dios en dos partes: la general y la especial. El fin de esta única revelación es exhibir cuál es la verdadera problemática humana: que el ser humano es una criatura finita con un destino eterno, hecho para la comunión espiritual con Dios, pero ahora separado de su Hacedor por el pecado.
La revelación especial es revelación redentora. Publica las buenas nuevas que el Dios santo y misericordioso promete salvación como dádiva divina al hombre que no puede salvarse a sí mismo (AT), y que ahora ha cumplido la promesa en la dádiva de su Hijo en quien todos los hombres deben creer (NT). El evangelio es la nueva que el Logos encarnado ha llevado los pecados del hombre condenado, ha muerto en su lugar y ha resucitado para su justificación. Este es el centro fijo de la revelación especial redentora.
La teología cristiana ha tenido que proteger el punto de vista bíblico de la revelación especial contra muchas perversiones. La preocupación platónica con «ideas eternas» accesibles al hombre por medio de la contemplación racional solamente, más el desprecio de la historia como terreno en el cual pueden ocurrir acontecimientos significativos, tendió a militar contra los elementos esenciales del punto de vista bíblico, a saber, la iniciativa divina y la particularidad divina, y la historia redentora como portadora de la revelación absoluta. La noción idealista afirma que la revelación de Dios es dada solamente en forma general, que es una idea universalmente accesible. Pero esta posición idealista destruye el énfasis que hace la Biblia en tales cosas como la particularidad de la revelación especial y una secuencia histórica de eventos salvadores especiales (que culmina con la encarnación, la expiación y la resurrección de Cristo como único centro de la revelación redentora). El racionalismo del siglo dieciocho revivió la noción del idealismo griego precristiano en el sentido que los hechos son necesariamente relativos y nunca absolutos, y que la revelación, consecuentemente hay que separarla de las realidades históricas e identificarla con las ideas solamente. Aunque aún profesa hablar de revelación cristiana, esta forma de racionalismo disolvió la conexión esencial de la revelación especial con la revelación histórica. Más aun, abandonó libremente aspectos cruciales de la historia redentora sin protestar contra la crítica destructiva. Y abandonó la defensa del carácter único y definitivo de la revelación especial en deferencia hacia la noción que la revelación es siempre general y solamente general. Dondequiera que el cristianismo ha sido confrontado por especulaciones idealistas de esta especie, ha tenido que contender contra una acción decidida a disolver la importancia central del nacimiento virginal, la divinidad única, la muerte expiatoria y resurrección corporal de Cristo. Puesto que la revelación era igualada necesariamente con una manifestación universal, todo hecho histórico era considerado sencillamente como una de muchas reflexiones (en menor o mayor grado) de este principio general, mientras se excluía arbitrariamente la revelación absoluta en alguna hebra particular, o en algún punto particular de la historia.
La teoría evolucionista moderna, por otra parte, atribuye una nueva importancia al proceso histórico. Pero esta preocupación por la historia también se ha seguido sobre la base de presuposiciones hostiles hacia el punto de vista bíblico. La tendencia a exaltar la evolución misma para que sea un principio último de explicación de todas las cosas, obra en contra del reconocimiento de un centro fijo o culminación de la historia ocurridos en el pasado. Mientras uno se puede acercar a la historia con nociones sentimentales de divinidad escondida, y se señalan como providenciales los puntos más trascendentales en la larga sucesión de eventos, la sagrada historia redentora del pasado es rebajada hasta dejarla a la misma altura de los demás elementos de la historia, y la historia como un todo ya no se entiende en relación con la revelación única de Dios en Cristo como su centro.
En realidad, la tendencia a considerar la razón misma como producto tardío del proceso evolucionario suprime la declaración bíblica en el sentido de que la realidad tiene su explicación final en el Logos (Jn. 1:3), y, en efecto, contraviene la doctrina de la revelación divina racional. Por eso es que la cuestión de la naturaleza y significación de la mente es uno de los problemas cruciales de la filosofía contemporánea, por su trascendencia tanto para la filosofía cristiana como para la filosofía comunista. La rebelión filosófica moderna contra la razón, anclada primero en teorías escépticas acerca de las limitaciones del conocimiento humano en cuanto al mundo espiritual, y luego en los dogmas evolucionistas, tiene una influencia obvia sobre la afirmación cristiana que Dios comunica verdades acerca de sí mismo y sus propósitos.
El cristianismo no contiende en favor de una revelación sólo porque se preocupa que el hombre acepte ciertas verdades reveladas, sino porque quiere que el hombre decida entre Jesucristo y los dioses falsos. Pero esto no quiere decir que el cristianismo les quite importancia a las doctrinas divinamente reveladas. La experiencia cristiana incluye tanto assensus (asentimiento a las doctrinas reveladas) y fiducia (confianza personal en Cristo). Además, la fe salvadora es imposible sin algún auténtico conocimiento de Dios (Heb. 11:6; 1 Co. 15:1–4; Ro. 10:9).
Desde los días de Schleiermacher, la teología protestante ha sido influenciada repetidas veces por tendencias anti-intelectualistas que existen en la filosofía moderna, especialmente por pensadores tales como Kant, James y Dewey. Las fórmulas de Schleiermacher, que conocemos a Dios solamente en relación con nosotros y no como él es en sí mismo, y que Dios comunica vida y no doctrinas, han influido produciendo una disyunción artificial en varias exposiciones protestantes de la revelación especial. Aun cuando con frecuencia luchan por ir más allá de estas restricciones, las exposiciones existenciales y dialécticas más recientes no logran salir en forma armoniosa de las arenas movedizas de una teología puramente relacional.
Debido a sus implicaciones para la revelación racional, la identificación tradicional de la Biblia como la Palabra escrita de Dios ha sido especialmente repugnante para la teología neortodoxa contemporánea. Alegan que solamente Jesús debe ser identificado como la Palabra de Dios, y que hablar así de las Escrituras rebaja a Cristo. Sin embargo, el protestante evangélico distingue cuidadosamente entre el logos zeou y la rhema zeou, esto es, entre el Verbo ontológico encarnado y la palabra epistemológica escrita. Los motivos para la queja de los neortodoxos, en realidad, son más especulativos que espirituales: Porque el testimonio de la Escritura, al cual profesan apelar los dogmáticos de la neortodoxia, aquí es especialmente dañino para la causa de ellos. Los profetas del AT, uniformemente, hablan de sus palabras como las palabras de Dios, usando la fórmula «Así dice el Señor» con incansable regularidad. Además, los apóstoles del NT hablan de la revelación divina especial en la forma de ideas y palabras definidas (cf. 1 Ts. 2:13, donde se dice que los tesalonicenses habían recibido «la palabra de Dios que oísteis de nosotros no como la palabra de los hombres sino como … la palabra de Dios»; cf. también Ro. 3:2, donde Pablo caracteriza el AT como los «oráculos de Dios»). Los discípulos también hablaban de la Escritura como revelación divina y, de hecho, tenían el sagrado ejemplo y autoridad de Jesucristo para hacerlo así. Jesús identificó sus propias palabras como la palabra del Padre (Jn. 14:3–4), y habló de las Escrituras como la Palabra de Dios (Jn. 10:35). En ningún lugar de la Escritura se protesta contra la identificación de ella con la revelación, sino más bien apoya y aprueba tal identificación. La tendencia neortodoxa de considerar la Escritura como solamente un testimonio de la revelación, en realidad, contradice el punto de vista cristiano histórico de que la Biblia misma es una forma de revelación especialmente provista para el hombre en pecado como una auténtica declaración de la naturaleza y voluntad de Dios.
De todo esto es claro cuán significativa es la afirmación cristiana que las leyes de la lógica y la moralidad pertenecen a la imago Dei en el hombre. La teología cristiana siempre ha estado bajo la compulsión bíblica de afirmar la identidad del Logos con la Divinidad, y de encontrar una identidad entre Dios como racional y moral y la forma y contenido de la imagen divina en el hombre. Consideremos los siguientes hechos: Jesús mismo es la verdad; el hombre es portador de la imagen divina sobre la base de la creación (véase); aunque esta imagen está distorsionada por el pecado, no ha sido destruida; la Santa Biblia es una revelación racional de la naturaleza y voluntad de Dios para el hombre caído; el Espíritu Santo usa la verdad (véase) como medio de convicción y conversión. Todos estos hechos indican en alguna medida el papel de innegable importancia que la religión cristiana atribuye a la racionalidad. Sin embargo, la razón humana no se considera como fuente de la verdad; más bien debe pensar los pensamientos de Dios tras él. La revelación es la fuente de verdad, y la razón, en la medida que es iluminada por el Espíritu, el instrumento para comprenderla.
La teología contemporánea está marcada por su reafirmación de la prioridad de la revelación por sobre la razón. En este respecto debe ser distinguida de la dogmática protestante liberal del siglo diecinueve, que tuvo la tendencia a mirar la razón humana como criterio autosuficiente e independiente. Algunos estudios neo-tomistas de hoy reafirman la filosofía de Tomás de Aquino de modo que ponen el acostumbrado resumen de su acercamiento «entiendo para creer», en un contexto de fe. La hostilidad tomista hacia las ideas innatas, y el apoyo tomista al conocimiento de Dios por medio de la negación y de la analogía, sin embargo, son firmemente reafirmados. La teología protestante, fuertemente influida por Karl Barth y Emil Brunner, ahora reafirma en forma característica la prioridad de la revelación por sobre la razón. Así, las fórmulas epistemológicas representativas de Agustín («Creo para entender») y de Tertuliano («creo lo que es absurdo» para el hombre no regenerado) están en gran medida en el ambiente del presente diálogo teológico. Pero la tendencia moderna a exagerar la trascendencia de Dios, como una forma de rebelión contra la exagerada afirmación de la inmanencia divina por parte de los liberales clásicos, favorece más la formula de Tertuliano que la de Agustín. La confianza cristiana histórica en que Dios ha revelado una cosmovisión y una forma de vida precedida de una confianza en la realidad de una revelación divina racional. La tendencia moderna de virar hacia una doctrina de la revelación cuyo lugar debe hallarse en una inmediata respuesta existencial, más que en una Escritura objetivamente entendida, frustra el interés teológico en las doctrinas y principios bíblicamente revelados a partir de los cuales se podría exponer un punto de vista explicativo de toda la realidad y la vida. Así es claro que la recuperación de la confianza en la inteligible integración de todas las experiencias de la vida depende significativamente de un firme sentido de la realidad de la revelación divina racional.
BIBLIOGRAFÍA
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Carl F.H. Henry
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (538). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología