APOCRIFOS, LIBROS

Hay tres textos bí­blicos en los que se usa la palabra griega a·pó·kry·fos en su sentido original para referirse a algo †œcuidadosamente ocultado†. (Mr 4:22; Lu 8:17; Col 2:3.) En lo que respecta a escritos, en un principio aplicaba a los que no se leí­an en público y por lo tanto estaban †œocultados† de otros. Sin embargo, más tarde esa palabra adquirió el significado de espurio o no canónico, y en la actualidad se suele usar con referencia a los escritos que la Iglesia católica romana declaró parte del canon bí­blico en el Concilio de Trento (1546). Los escritores católicos los llaman deuterocanónicos, que significa †œdel segundo [o posterior] canon†, a diferencia de los protocanónicos.
Estos escritos que se añadieron son: Tobí­as, Judit, Sabidurí­a (de Salomón), Eclesiástico (no Eclesiastés), Baruc, Primero y Segundo de los Macabeos, añadiduras al libro de Ester y tres añadiduras a Daniel: el Cántico de los tres jóvenes, la Historia de Susana y la Historia de Bel y el dragón. No se puede precisar con exactitud cuándo se escribieron, pero se sabe que no fue antes del siglo II o III a. E.C.

Prueba en contra de su canonicidad. Aunque en algunos casos estos escritos tienen cierto valor histórico, afirmar que son canónicos carece de base sólida. Los hechos indican que el canon hebreo se completó después de la escritura de los libros de Esdras, Nehemí­as y Malaquí­as, en el siglo V a. E.C. Los escritos apócrifos nunca se incluyeron en el canon judí­o de las Escrituras inspiradas y no forman parte de ellas en la actualidad.
El historiador judí­o Josefo, del primer siglo, indica que solo se daba reconocimiento a aquellos pocos libros (del canon hebreo) que se consideraban sagrados. Dijo: †œPor esto entre nosotros no hay multitud de libros que discrepen y disientan entre sí­; sino solamente veintidós libros [el equivalente de los treinta y nueve libros de las Escrituras Hebreas según la división moderna], que abarcan la historia de todo tiempo y que, con razón, se consideran divinos†. Después demuestra que conoce la existencia de los libros apócrifos y su exclusión del canon hebreo, al añadir: †œAdemás, desde el imperio de Artajerjes hasta nuestra época, todos los sucesos se han puesto por escrito; pero no merecen tanta autoridad y fe como los libros mencionados anteriormente, pues ya no hubo una sucesión exacta de profetas†. (Contra Apión, libro I, sec. 8.)

Su inclusión en la Versión de los Setenta. Los argumentos en favor de la canonicidad de estos escritos por lo general se basan en el hecho de que se hallan en muchas copias antiguas de la Versión de los Setenta griega de las Escrituras Hebreas, traducción que se comenzó en Egipto alrededor del año 280 a. E.C. No obstante, puesto que no existen ejemplares originales de la Versión de los Setenta, no se puede afirmar de forma categórica que los libros apócrifos estuvieran incluidos originalmente en esa obra. Se reconoce que muchos de estos escritos, quizás la mayorí­a, se escribieron después de comenzarse a traducir la Versión de los Setenta, así­ que es obvio que no estuvieron en la lista original de los libros que debí­an traducirse. Por consiguiente, en el mejor de los casos, solo pueden considerarse como adiciones a esa obra.
Además, aunque los judí­os de habla griega de Alejandrí­a finalmente insertaron esos escritos apócrifos en la Versión de los Setenta y al parecer los consideraban como parte de un canon ampliado de escritos sagrados, las palabras de Josefo citadas antes indican que nunca se incluyeron en el canon de Jerusalén (palestinense), y como máximo se les tuvo por escritos de segundo orden, y no de origen divino. Por lo tanto, el Concilio judí­o de Jamnia (alrededor del año 90 E.C.) excluyó especí­ficamente todos esos escritos del canon hebreo.
La necesidad de dar la debida consideración a la postura judí­a al respecto se desprende con claridad de lo que el apóstol Pablo escribió en Romanos 3:1, 2.

Otros testimonios antiguos. Una de las principales pruebas externas en contra de la canonicidad de los libros apócrifos es el hecho de que ninguno de los escritores cristianos de la Biblia citó de ellos. Aunque esto no es concluyente, dado que tampoco se cita de algunos libros que sí­ son reconocidos como canónicos (Ester, Eclesiastés y El Cantar de los Cantares), no obstante, el que no se cite ni una sola vez de ninguno de los once escritos apócrifos no cabe duda de que es significativo.
También pesa el hecho de que los principales eruditos bí­blicos, así­ como los †œpadres de la Iglesia† de los primeros siglos de la era común, por lo general han catalogado los libros apócrifos como escritos de segundo orden. Orí­genes, de principios del siglo III E.C., después de una investigación cuidadosa, también distinguió entre estos escritos y los del canon verdadero. Atanasio, Cirilo de Jerusalén, Gregorio Nacianceno y Anfí­loco, todos del siglo IV E.C., prepararon catálogos de los escritos sagrados según el canon hebreo, en los que ignoraron los escritos apócrifos o los colocaron en una categorí­a secundaria.
Jerónimo, considerado †œel mejor hebraí­sta† de la Iglesia primitiva y traductor de la Vulgata latina (405 E.C.), adoptó una postura clara en contra de esos libros, y fue el primero en usar explí­citamente la palabra †œapócrifo† en el sentido de no canónico con referencia a ellos. En consecuencia, en su prólogo a los libros de Samuel y Reyes, Jerónimo menciona los libros inspirados de las Escrituras Hebreas según el canon hebreo (en el que los treinta y nueve libros están agrupados en veintidós), y entonces dice: †œAsí­ que hay veintidós libros […]. Este prólogo de las Escrituras puede servir de advertencia al que se acerca a todos los libros que traducimos del hebreo al latí­n; para que sepamos que cualquiera que esté fuera de estos tiene que ser puesto entre los libros apócrifos†. Al escribirle a una dama de nombre Leta sobre la educación de su hija, Jerónimo aconsejó: †œGuárdese de todo linaje de apócrifos. Y si alguna vez los quiere leer, no para buscar la verdad de los dogmas, sino por reverencia de los sí­mbolos, sepa que no pertenecen a los autores cuyos nombres figuran a su cabeza, y que llevan revuelto mucho elemento vicioso. No se requiere menuda prudencia para buscar oro entre el fango†. (Cartas de San Jerónimo, CVII.)

Opiniones católicas divergentes. Agustí­n (354-430 E.C.) fue el primero en intentar incluir estos escritos en el canon bí­blico, aunque en obras posteriores reconoció que habí­a una clara diferenciación entre los libros del canon hebreo y esos †œlibros ajenos†. Sin embargo, la Iglesia católica, siguiendo a Agustí­n, los incluyó en el canon de los libros sagrados fijado por el Concilio de Cartago en el año 397 E.C. No obstante, no confirmó definitivamente que aceptaba estos escritos en su catálogo de libros bí­blicos sino hasta el año 1546 E.C., en el Concilio de Trento, y esta acción se juzgó necesaria debido a que habí­a diferentes opiniones al respecto, incluso dentro de la Iglesia. Juan Wiclef, el sacerdote y erudito católico romano que en el siglo XIV hizo la primera traducción al inglés de la Biblia con la ayuda posterior de Nicolás de Hereford, no incluyó los libros apócrifos en su obra, y en el prefacio de esta traducción dijo que esos escritos †œcarecí­an de la autoridad conferida por la aceptación general†. El cardenal dominico Cayetano, principal teólogo católico de su tiempo (1469-1534 E.C.), a quien Clemente VII llamó la †œlámpara de la Iglesia†, también distinguió entre los libros del canon hebreo verdadero y las obras apócrifas, para lo que se apoyó en la autoridad de los escritos de Jerónimo.
Debe notarse así­ mismo que el Concilio de Trento no aceptó todos los escritos que se habí­an aprobado en el anterior Concilio de Cartago, sino que excluyó a tres de estos: la Oración de Manasés y Primero y Segundo de Esdras (no los libros 1 y 2 Esdras que en la versión católica Torres Amat corresponden a Esdras y Nehemí­as). Así­, estos tres escritos, que por más de mil cien años habí­an formado parte de la versión aprobada de la Vulgata latina, a partir de entonces quedaron excluidos.

Prueba interna. La prueba interna de estos escritos apócrifos cuestiona aún más que la externa su canonicidad. No existe en ellos el elemento profético. Su contenido y enseñanza en ocasiones contradice a los libros canónicos y ellos mismos también se contradicen entre sí­. En ellos abundan las inexactitudes históricas y geográficas y los anacronismos. En algunos casos, los escritores son culpables de falta de honradez al presentar falsamente sus obras como si fuesen de escritores inspirados de épocas anteriores. Demuestran estar bajo la influencia griega, y en ocasiones recurren a un lenguaje extravagante y un estilo literario totalmente ajeno al estilo de las Escrituras inspiradas. Dos de los escritores dan a entender que no fueron inspirados. (Véase el prólogo de Eclesiástico; 2 Macabeos 2:24-32; 15:38-40, BC.) De modo que se puede decir que la prueba más contundente contra la canonicidad de los libros apócrifos son ellos mismos. A continuación se examina cada uno de estos libros.

Tobí­as (Tobit). Es la historia de Tobit, un judí­o piadoso de la tribu de Neftalí­ deportado a Ní­nive que se queda ciego al caerle excremento de pájaro en ambos ojos. Tobit enví­a a Media a cobrar una deuda a su hijo Tobí­as, a quien un ángel que habí­a tomado forma humana conduce a Ecbátana (Ragués). En el camino, Tobí­as logra pescar un pez, al que quita el corazón, el hí­gado y la hiel para quedárselos. Más tarde, se encuentra con una mujer que, aunque se habí­a casado siete veces, seguí­a siendo virgen, pues el demonio Asmodeo habí­a ocasionado la muerte de cada uno de sus siete esposos la misma noche de bodas. Animado por el ángel, Tobí­as se casa con la virgen viuda y ahuyenta al demonio quemando el corazón del pez y el hí­gado. A su regreso, hace que su padre recupere la vista valiéndose de la hiel del pez.
Es probable que el libro se escribiera originalmente en arameo alrededor del siglo III a. E.C. Dado el componente de superstición y error que hay en el relato, está claro que no fue inspirado por Dios. Entre las inexactitudes que contiene, se puede mencionar la siguiente: el relato afirma que Tobit vio en su juventud la revuelta de las diez tribus norteñas, un acontecimiento ocurrido en 997 a. E.C., después de la muerte de Salomón (Tobí­as 1:4, 5, BJ), y que más tarde fue deportado a Ní­nive con la tribu de Neftalí­, lo que ocurrió en 740 a. E.C. (Tobí­as 1:10-13, NC, 732 a. E.C., nota.) De ser así­, esto significarí­a que habrí­a vivido más de doscientos cincuenta y siete años, cuando el caso es que en Tobí­as 14:1-3 (14:11, NC) se informa que Tobit murió a la edad de ciento cincuenta y ocho años.

Judit. La historia de una hermosa viuda judí­a de la ciudad de †œBetulia†. Nabucodonosor enví­a a su oficial Holofermes en una campaña contra el N. del paí­s con el fin de destruir toda forma de adoración que no sea la suya propia. Holofermes asedia a los judí­os en Betulia, pero Judit, aparentando traicionar la causa judí­a, logra introducirse en su campamento y le presenta un informe falso sobre la situación de la ciudad. Se celebra una fiesta en la que Holofermes se emborracha, y Judit se apodera de su espada, lo decapita y regresa a Betulia con su cabeza. A la mañana siguiente se produce un desconcierto total en el campamento enemigo, y los judí­os consiguen una victoria aplastante.
La Biblia de Jerusalén dice lo siguiente en la introducción a Tobí­as, Judit y Ester: †œEl libro de Judit manifiesta sobre todo una gran despreocupación por la historia y la geografí­a†. Entre las inconsecuencias que allí­ se señalan, figura la siguiente: los acontecimientos se sitúan durante el reinado de Nabucodonosor, †œque reinó sobre los asirios en la gran ciudad de Ní­nive†. (Judit 1:1, 7, BJ.) Tanto en esta introducción como en las anotaciones al pie de la página que esta traducción hace al libro de Judit, se señala que Nabucodonosor fue rey de Babilonia y que nunca reinó en Ní­nive, ya que su padre Nabopolasar habí­a destruido esta ciudad con anterioridad.
Respecto al itinerario bélico de Holofermes, la citada introducción dice que †œes un reto a la geografí­a†, y en términos parecidos se expresa The Illustrated Bible Dictionary (vol. 1, pág. 76): †œEl relato es pura ficción; si se pretendiese que fuese real, sus inexactitudes serí­an inverosí­miles† (edición de J. D. Douglas, 1980).
Se cree que el libro se escribió en Palestina durante la dominación helénica, hacia finales del siglo II o principios del I a. E.C. Asimismo, se opina que fue escrito originalmente en hebreo.

Las adiciones al libro de Ester. Seis pasajes constituyen la adición hecha a este libro. En algunos textos griegos y latinos antiguos, la primera adición, de 17 versí­culos, antecede al primer capí­tulo (Est 11:2–12:6, Scí­o), y en ella se transcribe un sueño de Mardoqueo y se relata la conjura contra el rey que el propio Mardoqueo puso al descubierto. La segunda es una inserción entre los versí­culos 13 y 14 del capí­tulo 3 (Est 13:1-7, Scí­o), que presenta el texto del edicto real contra los judí­os. Al final del capí­tulo 4 (Est 13:8–14:19, Scí­o) se encuentra la tercera adición, en la que se recogen las oraciones de Ester y Mardoqueo. La cuarta viene después de Ester 5:2 (Est 15:1-19, Scí­o), y relata la audiencia de Ester ante el rey. Después del versí­culo 12 del capí­tulo 8 (Est 16:1-24, Scí­o), se halla la quinta adición; en esta consta el edicto del rey, en el que autorizaba a los judí­os a defenderse. Por último, en la conclusión del libro (Est 10:4–11:1, Scí­o) se encuentra la interpretación del sueño de Mardoqueo que figura en la introducción apócrifa.
La colocación de estas añadiduras varí­a de una traducción a otra. En algunas se ponen todas al final (como hizo Jerónimo en su traducción), mientras que en otras aparecen entremezcladas con el texto canónico.
En la primera se presenta a Mardoqueo como uno de los cautivos que Nabucodonosor se llevó en 617 a. E.C., y como un hombre prominente de la corte durante el segundo año del rey Asuero (en griego dice Artajerjes), más de un siglo después. Esta exposición de los hechos, que le atribuye a Mardoqueo una posición muy importante en una época tan temprana del reinado de Asuero, contradice el texto canónico de Ester. Se cree que estas añadiduras fueron obra de un judí­o egipcio y que se escribieron durante el siglo II a. E.C.

Sabidurí­a (de Salomón). Es un tratado en el que se alaban los beneficios que resultan de buscar la sabidurí­a divina. Esta se personifica en la figura de una mujer celestial, y se incluye en el texto la oración de Salomón pidiendo sabidurí­a. En la última parte se repasa la historia desde Adán hasta la conquista de Canaán, entresacando ejemplos de bendiciones por haber obrado con sabidurí­a, en contraste con las calamidades debidas a haber carecido de ella. Se comenta la insensatez del culto a las imágenes.
Aunque no se menciona especí­ficamente a Salomón por nombre, hay pasajes que aluden a él como su autor. (Sabidurí­a 9:7, 8, 12.) No obstante, otros pasajes son citas de libros bí­blicos escritos siglos después de la muerte de Salomón (c. 998 a. E.C.), tomadas de la Septuaginta, traducción al griego de las Escrituras Hebreas iniciada hacia 280 a. E.C. Se piensa que el autor del libro debió ser un judí­o de Alejandrí­a (Egipto) que lo escribió hacia mediados del siglo I a. E.C.
El texto pone de manifiesto que el escritor se apoya totalmente en la filosofí­a griega. Se vale de la terminologí­a platónica para introducir la doctrina de la inmortalidad del alma. (Sabidurí­a 2:23; 3:2, 4.) Otros conceptos paganos que se incluyen en el texto son: la existencia prehumana del alma y la idea de que el cuerpo es un obstáculo o lastre para esta (8:19, 20; 9:15). Al relato de los acontecimientos históricos que van desde Adán hasta Moisés lo adornan muchos detalles imaginarios que con frecuencia están en desacuerdo con el registro inspirado.
Aunque algunas obras de consulta han pretendido demostrar que hay cierta correspondencia entre algunos pasajes de este libro apócrifo y los escritos de las Escrituras Griegas Cristianas, el parecido suele ser mí­nimo, y aun si fuese algo más acusado, no indicarí­a que los escritores cristianos se basaron en él, sino en el canon de las Escrituras Hebreas, del que el escritor apócrifo también sacó información.

Eclesiástico. Este libro, también conocido por el nombre †œSabidurí­a de Jesús Ben Sirᆝ, se caracteriza por ser el más extenso de los apócrifos y el único de autor conocido: Jesús Ben Sirá, de Jerusalén. El escritor hace algunos comentarios sobre la naturaleza de la sabidurí­a y cómo aplicarla a fin de llevar una vida feliz. Recalca enérgicamente la importancia de observar la Ley. Da consejo sobre muchos aspectos relacionados con el comportamiento social y la vida cotidiana, entre los que se hallan observaciones en cuanto a los modales a la mesa, los sueños y los viajes. La última parte contiene una reseña de personajes importantes de la historia de Israel, que termina con el sumo sacerdote Simón II.
En abierta contradicción con la declaración de Pablo en Romanos 5:12-19, en la que el apóstol muestra que el peso de la responsabilidad por el pecado recayó sobre Adán, el libro de Eclesiástico dice: †œPor la mujer fue el comienzo del pecado, y por causa de ella morimos todos† (25:24, BJ). Además, el escritor afirma que prefiere †œÂ¡cualquier maldad, pero no maldad de mujer!† (25:13, BJ).
El libro se escribió originalmente en hebreo hacia comienzos del siglo II a. E.C. En el Talmud judí­o figuran citas de esta obra.

Baruc (incluye la carta de Jeremí­as). Los primeros cinco capí­tulos del libro están escritos como si los hubiese redactado el amigo de Jeremí­as, el escriba Baruc, mientras que el sexto se presenta como si fuese una carta del propio Jeremí­as. El libro contiene las expresiones de arrepentimiento y las plegarias por auxilio del pueblo judí­o exiliado en Babilonia, exhortaciones para que el pueblo se apegue a la sabidurí­a, palabras de ánimo para que confí­en en la promesa de liberación y una denunciación contra la idolatrí­a babilonia.
El libro sitúa a Baruc en Babilonia (Baruc 1:1, 2), mientras que según el registro bí­blico, se marchó a Egipto, al igual que Jeremí­as, y no hay prueba de que Baruc estuviese alguna vez en Babilonia. (Jer 43:5-7.) Contrario a la profecí­a de Jeremí­as sobre los setenta años que durarí­a la desolación de Judá y el exilio babilonio (Jer 25:11, 12; 29:10), en Baruc 6:2 se dice que los judí­os permanecerí­an en Babilonia durante siete generaciones y que entonces serí­an liberados.
En el prefacio del libro de Jeremí­as, Jerónimo dice: †œNo he creí­do que valiese la pena traducir el libro de Baruc†, y la Biblia de Jerusalén, en su introducción a este libro, opina que algunas porciones debieron redactarse bastante tiempo después, hacia el siglo II o I a. E.C., y, por consiguiente, no pudo ser Baruc, sino otro escritor (o escritores). Es probable que se haya escrito originalmente en hebreo.

Cántico de los tres jóvenes. Esta adición al libro de Daniel se inserta entre los versí­culos 23 y 24 del capí­tulo 3. Consta de 67 versí­culos, que comienzan con una oración atribuida a Azarí­as cuando estaba en el horno ardiente, seguida de la intervención de un ángel que apaga el fuego y, finalmente, de una canción que los tres hebreos cantan mientras todaví­a se encuentran en el horno. La canción guarda una gran semejanza con el Salmo 148, pero sus referencias al templo, los sacerdotes y los querubines no cuadran con la época a la que afirma corresponder. Es posible que fuese escrita originalmente en hebreo durante el siglo I a. E.C.

Historia de Susana. Narración corta sobre un incidente ocurrido en la vida de la bella esposa de Joaquí­n, un acaudalado judí­o de Babilonia. Mientras Susana se bañaba, se le acercaron dos ancianos del pueblo que la instaron a cometer adulterio con ellos; como se negó, urdieron una acusación falsa contra ella. En el juicio se la sentenció a muerte, pero, hábilmente, el joven Daniel puso al descubierto el engaño de los dos ancianos y Susana quedó libre de acusación. Se desconoce el idioma en el que se escribió en un principio este relato. Se cree que debió redactarse en el siglo I a. E.C. En la Septuaginta griega se le colocó antes del libro canónico de Daniel, mientras que en la Vulgata latina se puso después. Por lo general se incluye en el libro de Daniel como el decimotercer capí­tulo.

Historia de Bel y el dragón. Una tercera añadidura al libro de Daniel que por lo general consta como el capí­tulo decimocuarto. Según esta narración, el rey Ciro exigió de Daniel que rindiese adoración a una imagen del dios Bel. Daniel esparce cenizas sobre el suelo del templo y al dí­a siguiente descubre que hay pisadas que conducen hasta el lugar donde se ofrendaban los alimentos que supuestamente comí­a el propio í­dolo, con lo que demuestra que eran los sacerdotes paganos y sus familias los que en realidad consumí­an los alimentos. Se ejecuta a los sacerdotes y Daniel destruye la imagen. Luego el rey le pide que rinda adoración a un dragón vivo. Daniel mata al dragón, pero la multitud enfurecida hace que se le arroje a un foso de leones. En el transcurso de los siete dí­as que dura su encierro, un ángel prende a Habacuc por los cabellos y lo lleva desde Judea a Babilonia con un plato de cocido en las manos para alimentar a Daniel. A continuación, se vuelve a llevar a Habacuc a Judea; poco después se libera a Daniel y se arroja al foso a sus opositores, que son devorados por los leones. Se opina que esta añadidura también corresponde al siglo I a. E.C. Según The Illustrated Bible Dictionary (vol. 1, pág. 76), estas adiciones son †œpiadosos adornos ficticios†.

Primero de los Macabeos. Narración histórica de las luchas del pueblo judí­o por su independencia durante el siglo II a. E.C., desde el comienzo del reinado de Antí­oco Epí­fanes (175 a. E.C.) hasta la muerte de Simón Macabeo (c. 134 a. E.C.). El libro está consagrado principalmente a las hazañas del sacerdote Matatí­as y sus hijos, Judas, Jonatán y Simón, en sus enfrentamientos con los sirios.
Este es el más valioso de los libros apócrifos por la información histórica que aporta sobre ese perí­odo. Sin embargo, como se reconoce en The Jewish Encyclopedia (1976, vol. 8, pág. 243), en esta obra †œla historia está escrita desde un punto de vista humano†. Como en el caso de los otros escritos apócrifos, tampoco forma parte del canon hebreo inspirado. Probablemente se escribió en hebreo hacia las postrimerí­as del siglo II a. E.C.

Segundo de los Macabeos. Aunque se coloca después, su contenido es en parte paralelo al perí­odo histórico reseñado en el primero (c. 180 a. E.C. a 160 a. E.C.), pero no lo escribió el mismo autor. Se presenta como un compendio de la obra realizada con anterioridad al perí­odo indicado por un tal Jasón de Cirene. Narra la persecución de los judí­os bajo Antí­oco Epí­fanes, el saqueo del templo y su posterior dedicación.
El relato sitúa la acción en el tiempo de la destrucción de Jerusalén, y presenta a Jeremí­as llevando el tabernáculo y el arca del pacto a una cueva del monte desde el que Moisés habí­a contemplado la tierra de Canaán. (2 Macabeos 2:1-16.) Como es sabido, el templo habí­a reemplazado al tabernáculo unos cuatrocientos veinte años antes.
El dogma católico se vale de varios pasajes de este libro para apoyar algunas doctrinas, como el castigo después de la muerte (2 Macabeos 6:26), la mediación de los santos (15:12-16) y la conveniencia de orar por los muertos (12:41-46).
En su introducción a los dos libros de los Macabeos, la Biblia de Jerusalén hace el siguiente comentario sobre el segundo libro: †œEl estilo, que es el de los escritores helení­sticos, pero no de los mejores, resulta a veces ampuloso†. Su autor no afirma haber escrito bajo inspiración divina, y dedica parte del segundo capí­tulo a justificar el método seleccionado para ordenar y presentar la narración histórica. (2 Macabeos 2:24-32, BJ.) Termina con las palabras: †œYo también terminaré aquí­ mismo mi relato. Si ha quedado bello y logrado en su composición, eso es lo que yo pretendí­a; si imperfecto y mediocre, he hecho cuanto me era posible†. (2 Macabeos 15:37, 38, BJ.)
El libro debió escribirse en griego entre 134 a. E.C. y 70 E.C., el año de la caí­da de Jerusalén.

Obras apócrifas posteriores. Sobre todo a partir del siglo II E.C., surgieron gran cantidad de escritos que pretendí­an ser inspirados por Dios y canónicos, y estar relacionados con la fe cristiana. Se les ha llamado el †œNuevo Testamento Apócrifo†, e imitan los evangelios, los Hechos, las cartas y las revelaciones de los libros canónicos de las Escrituras Griegas Cristianas. Un gran número de estos solo se conocen gracias a algunos fragmentos que se han conservado, o por citas o alusiones de otros escritores.
Estos escritos intentan suministrar la información que los libros inspirados omiten deliberadamente, como las actividades y acontecimientos relacionados con la vida de Jesús desde su tierna infancia hasta el momento de su bautismo. También tratan de suministrar apoyo para las doctrinas o tradiciones que no tienen base en la Biblia o que la contradicen. Por ejemplo, el llamado evangelio de Tomás y el protoevangelio de Santiago abundan en relatos fantásticos de supuestos milagros efectuados por Jesús durante su infancia, pero lo representan de tal manera que hacen que parezca un niño caprichoso y petulante dotado de poderes impresionantes. (Compárese con el relato auténtico de Lu 2:51, 52.) Los †œHechos† apócrifos, como los †œHechos de Pablo† y los †œHechos de Pedro†, dan gran importancia a la abstinencia total de relaciones sexuales y hasta afirman que los apóstoles animaban a las mujeres a que se separasen de sus esposos, lo que contradice el consejo inspirado de Pablo registrado en el capí­tulo siete de Primera a los Corintios.
Al comentar sobre tales escritos apócrifos postapostólicos, The Interpreter†™s Dictionary of the Bible (edición de G. A. Buttrick, 1962, vol. 1, pág. 166) dice: †œMuchos de estos son triviales; algunos, altamente teatrales; algunos, repugnantes, hasta asquerosos†. El New Standard Bible Dictionary (de Funk y Wagnalls, 1936, pág. 56) comenta: †œHan sido la fructí­fera fuente de leyendas sagradas y tradiciones eclesiásticas. Es a estos libros adonde debemos acudir para encontrar el origen de algunos de los dogmas de la Iglesia católica romana†.
Tal como los escritos apócrifos primitivos se excluyeron de las Escrituras Hebreas precristianas, estos escritos apócrifos posteriores tampoco se aceptaron como inspirados ni se incluyeron en las primeras colecciones o catálogos de las Escrituras Griegas Cristianas. (Véase CANON.)

Fuente: Diccionario de la Biblia