TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. El concepto de valor en general:
1. Historia de la teoría de los valores;
2. Crítica del concepto de valor;
3. Definición del concepto de valor.
II. El valor moral:
1. Existencia de un valor moral específico;
2. Diferencia del valor moral de otros valores no morales (social, estético, religioso);
3. ¿Existe un valor moral autónomo?
III. Esencia del valor moral:
1. Varias formas para expresar la esencia del valor moral;
2. La fórmula preferible;
3. En qué consiste y dónde se funda últimamente el valor moral.
I. El concepto de valor en general
Para comprender el significado de valor moral es indispensable evidentemente aclarar qué se entiende en la filosofía contemporánea por valor en general, percibiendo la génesis histórica y la importancia teórica de este término.
1. HISTORIA DE LA TEORIA DE LOS VALORES. El concepto y la teoría de los valores en general se han venido afirmando en la cultura moderna, sobre todo en relación con el cienticismo y el positivismo. En oposición a una ciencia de puros hechos, se quiere instaurar una investigación cognoscitiva de lo que no es pero debería ser, de lo que importa, que suscita estima, admiración, interés, consideración, aprecio, etc. La primera idea de valor nace en el ámbito de la l economía. Valer significa, sobre todo para los utilitaristas, lo que tiene un precio en el mercado. Luego, poco a poco, el término se transfiere, especialmente con Windelband, a todo lo que suscita nuestro interés también en el plano afectivo (p.ej., tal objeto tiene un valor como recuerdo de los padres), estético (esta obra de arte es excepcionalmente bella), moral (esta acción aparece como buena y virtuosa), social (este comportamiento es particularmente útil y fructuoso para el bien de la comunidad) o religioso (tal acto suscita un vivo deseo de lo sagrado). Así pues, tiene valor no lo que simplemente existe, sino lo que tiene un precio, lo que merece ser, lo que debería ser.
Es claro que a la idea de valor se asocia también, por contraposición, la de disvalor. Cierto objeto, acción o comportamiento… suscitan aversión, repulsión, rechazo, desprecio, y por tanto constituyen justamente un anti-valor o dis-valor.
Se establece así una verdadera y auténtica teoría de los valores, es decir, aquella disciplina filosófica que considera los valores (utilitario-económico, intelectual, estético, ético, religioso, etc.), su unidad, distinción, diferencia, conflictos…, así como su eventual superposición, ubicación y jerarquía. Esta teoría encuentra su elaboración sistemática sobre todo en la fenomenología, primero de E. Husserl, y luego, en su aplicación ética, de M. Scheler. A la axiología scheleriana haremos referencia frecuentemente.
Algunas breves indicaciones bastarán para comprender la importancia que ha tenido y tiene el método fenomenológico para la filosofía de los valores.
La fenomenología en general sostiene que la filosofía debe partir de los datos inmediatos originarios de la experiencia, tomada en su integridad; así pues, no sólo de los datos empírico-sensibles, sino también de los imaginativos, racionales, afectivos, emocionales, y por tanto también valorativos y axiológicos. La conciencia intuye e intenciona cosas, o sea datos originarios, entre ellos significados, esencias, ideas y valores. Luego para M. Scheler la experiencia moral no consiste esencialmente en el razonamiento lógicoformal -el deber como fin de sí mismo, según quería Kant-,sino en la intuición emocional y material (o sea, objetiva y finalista) de los valores: así como veo el significado de las cosas -mesas, piedras, animales, hombres-,así veo también que ciertas acciones son buenas o malas, es decir que tienen un valor, positivo o negativo, que trasciende el hecho de su existencia (p.ej., entiendo que el amor altruista es un sentimiento bueno, mientras que matar injustamente es malo). De ahí el título de su obra más famosa: El formalismo en- la ética y la ética material de los valores, que constituye un poco la base de la moderna ética axiológica, en neto contraste con el formalismo kantiano.
2. CRITICA DEL CONCEPTO DE VALOR. Esta introducción del concepto de valor en la filosofía contemporánea, aunque ha tenido amplia aceptación, no ha estado exenta de críticas y de polémicas. Así, para Heidegger, «toda valorización (Wertung), aunque valorice positivamente, es una subjetivización que no deja que el ente sea, sino que le atribuye un valor únicamente como objeto de su hacer… Son los valores los que dan el valor, los valores los que valen…, expresión que recuerda demasiado lo que vale para un sujeto» (cf P. VALORI, L ésperienza morale, 14-16). En resumen, para Heidegger la teoría de los valores estaría contaminada de subjetivismo, inmanentismo y antropologismo. Para él la aceptación de la llamada inefable del ser podría darle al hombre aquella dimensión ontológica en la cual se puede colocar la apertura a la auténtica moralidad.
También P. Ricoeur expresa reservas a propósito de la idea de valor (cf L ésperienza morale, cit., 167). Esta no podría ocupar el primer puesto en la reflexión ética, «pues llegaría sólo a un cierto estadio, mientras que se trata de determinar la consonancia de nuestra potencia con la situación, las instituciones, las estructuras de nuestra vida económica, política y cultural; el valor aparece en el cruce de nuestro deseo infinito de ser y de las condiciones finitas de su realización. Esta función del valor no nos autoriza a hipostatizar el valor, y menos aún a adorar el ídolo del valor» (P. Ricoeur, Le conflit des interprétations, 443).
¿Qué decir de esta crítica de la noción misma de valor? Evidentemente, el término valor puede adquirir un sentido subjetivista y únicamente antropológico como, por ejemplo, en Nietzsche con su famosa Unwertung der Werte (inversión de los valores); pero no lo posee por sí mismo y necesariamente. El valor dice ciertamente relación al hombre, a sus deseos, a sus apreciaciones, a sus necesidades. Esto no significa que no tenga ninguna objetividad. Cuando yo afirmo que una obra de arte es bella, no intento expresar sólo un sentimiento subjetivo empírico mío de admiración, sino admirar una cualidad intrínseca de la cosa en sí misma. Lo mismo ocurre cuando aprecio una acción como buena. El concepto de valor, igual que el concepto de bonum de la tradición escolástica, dice una perfección inherente al ser mismo, si bien relativa a la voluntad que desea.
Sin duda el concepto de bien se refiere preferentemente al orden ontológico, y el de valor .más bien al orden fenomenológico, que, sin.embargo, no es solamente subjetivo. [!’ Metaética II]. M. Scheler ha sostenido justamente la tesis, a nuestro entender aceptable, de que la objetividad pertenece al mundo axiológico como al mundo lógico o ,empírico. La afirmación «es bueno amar a los padres.» tiene una objetividad análoga a la de la afirmación «esto es una mesa» o «7 + 5 = 12».
En conclusión, desde el. punto de vista metafísico, el valor se funda en el ser; pero desde el punto de vista fenomenológico, asume una cierta función de precedencia, porque es el primero que se nos presenta delante justamente a través de y más allá de todos aquellos elementos condicionantes de que habla Rieoeurcomo distintivo peculiar de una cierta experiencia específica.
Así pues, el término valor no implica de suyo ni subjetivismo, ni-antropologislno, ni historicismo; y, por tanto, puede conservar, si se explica bien, un uso filosófico correcto. Es más, se puede sostener que, en la perspectiva ética, la consideración del valor es más originaria e inmediata que la de bien ontológico, que puede parecer demasiado apriorista y gnoseológicamente no fundada suficientemente.
Por tanto, la ética del valor orantiene su justificación teórica fenomenológica, aunque no se excluye una justificación ontológica y metafísica última; es más, se la debe integrar oportunamente en ella.
3. DEFINICIí“N DEL CONCEPTO DE VALOR. De cuanto se ha dicho se puede obtener una cierta definición del concepto de valor. Este designa lo que dice perfección o bien; y, por tanto, lo apreciable, «lo preferible, lo deseable, el objeto de una anticipación o de una espera normativa» (N. ABBAGNANO, Valore, 887): Valor es, según se ha visto; aquella cualidad intrínseca al objeto que suscita mi admiración, estima, respeto, afecto, búsqueda y complacencia. Está claro que esta definición intenta sintetizar el aspecto subjetivo y objetivo del valor.
Aunque las diversas corrientes filosóficas han favorecido a menudo la posición subjetivista a costa de la objetiva, nos parece que una definición correcta de valor implica ambos aspectos. Como la fenomenología, también la axiología supone un polo subjetivo y un polo objetivo, que no puede separarse del primero, y viceversa.
Además; en el caso de la moralidad, la idea de valor parece indicar, de manera no fácil de sustituir, aquella cualidad de la – que se han proporcionado algunas formas de la conducta humana, externa o interna, a saber: ser dignas de admiración y de estima en sí mismas, en su fuente originaria de libertad y de personalidad, independientemente de otros factores de utilidad, comodidad, sagacidad, ventaja, preceptividad extrínseca (social, jurídica, religiosa), estética, coacción psíquica-pulsional.
II. El valor moral
1. EXISTENCIA DE UN VALOR MORAL ESPECíFICO. El concepto general de valor, según se ha propuesto antes, puede aplicarse a la doctrina de la moralidad, que es la que más de cerca nos interesa. Se intentará proceder por aproximaciones sucesivas, mostrando primero la existencia del valor moral como valor propio y específico (desde el punto de insta fenomenológico), y por tanto su diferencia de otros valores no morales. Luego se buscará su esencia y su fundamento último metafísico.
La tesis de fondo es la siguiente: existe un valor moral específico y peculiar, distinto del empírico-emotivo, utilitario, estético y religioso, en cuanto que corresponde a una experiencia justamente específica e irreductible, que es la l experiencia moral.
En todo caso es evidente que nuestra afirmación se opone a todas aquellas teorías que tienden a reducir el fenómeno moral a algo distinto, a saber: aun mecanismo psico-empírico, a la presión social o a la coacción neurótica, etc. Tales son, por ejemplo, el neopositivismo ético, que reduce la moralidad a la reacción emotiva, positiva o negativa, suscitada en nosotros por un cierto acontecimiento; el sociologismo y su derivado contemporáneo el estructuralismo, que reduce el hecho ético al influjo determinante que la sociedad y sus estructuras ejercen en el individuo que interioriza en su conciencia la norma colectiva; ei.psicoanálisis freudiano, que reduce la obligación a la introyección de las prohibiciones paternas que construye el superyó, maestro y guía de nuestra conducta.
En estas tres filosofías hay en todas ellas, en definitiva, el intento de reducir la experiencia moral al dominio de las ciencias humanas, o sea al análisis lingüístico, a la sociología, a la antropología estructural y a la psicología dinámica.
Así pues, en el fondo de esta problemática está la cuestión -hoy de gran interés para todo el ámbito de la moral, tanto filosófica como teológica- de la relación entre la norma ética y los datos de las ciencias humanas modernamente desarrolladas [I Ciencias humanas y ética I]. Pues si es verdad que la investigación moral no puede dejar de distinguir el ámbito de la moralidad del de las ciencias humanas positivas, es igualmente cierto que está indudablemente condicionada por éstas, y por tanto debe tenerlas en cuenta (cf P. VALORI, Filosofía morale e sciertze umane).
No es posible aquí examinar en detalle cada una de estas doctrinas. (Véase P. VALORI, L ésperienza morale, 55-105). En general se debe decir que tales corrientes filosóficas no tienen suficientemente en cuenta el aspecto existencial, opcional, preferencial, autónomo, espontáneo, activo, personal y libre, y por tanto dramático y misterioso del hecho moral. En particular, no consideran: 0 la relativa autodeterminación dei sujeto ante sus eondicionamientos biológicos, sociales, psíquicos, hereditarios, educativos, cte.;. 0 la teleología inherente al acto y a sus motivaciones; D el sentido autónomo y personal de responsabilidad observado por el sujeto; 0 el influjo decisivo que la actitud adoptada por el yo respecto a la realidad torne en todas las teorías por él construidas.
Luego; positivamente, la fenomenología de la experiencia moral confirma la insuficiencia de aquellas hermenéuticas; mostrando la manifestación, más allá y por encima de cualquier condicionamiento, de un valor moral propio y específico. En efecto, los juicios valorativos de orden propiamente moral no son reductibles a juicios de otro género.
Es cierto que las confusiones en este campo son posibles y frecuentes. Hay ciertamente juicios pseudo-éticos que denuncian un origen y una índole sociológica, psicológica, etnológica, lingüística, psicoanalítica, cte. Por otra parte es cierto que a veces, cuando se dice: «Esta acción es buena», no se intenta decir sólo: «Esta acción es aprobada por la sociedad», o: «Es querida por la autoridad», o «Me la han enseñado e inculcado mis padres», o: «Suscita en mí un sentido genérico de admiración», o: «Espero tener un premio en esta vida o en la otra»; más bien se intenta decir que esa acción «es digna de mí en cuanto ser libre y razonable», «tiene un valor en cuanto da significado a mi vida», y por lo cual puede asumir un significado ético en sentido estricto.
Ese valor, que ha sido descubierto en su índole específica, puede constituir como un apriori, una actitud básica, en la cual se injertan o arraigan también los juicios valorativos de orden empírico-contingente, por lo cual, por ejemplo, en este caso estimo que debo obedecer a la presión social porque ya precedentemente reputo bueno obedecer a quien me manda legítimamente (autoridad familiar, escolar, política, religiosa) y tiene-razonesjustas para mandarme en nombre de una comunidad a la que estoy ligado por vínculos de sangre, de reconocimiento, afecto y solidaridad.
¿Qué significa, pues, un juicio valorativo de orden ético, tal como yo lo vivo y lo enuncio en mi conciencia respecto a mí mismo y a los otros; por ejemplo: «Sacrificarse por los demás es un bien», «Engañarlos y perjudicarlos es un mal»? Estos juicios no significan que una cierta acción o un cierto sentimiento me son útiles a mí o a los otros, espero de ellos un premio en el presente o en el futuro, me son ordenados por la autoridad o por los padres, recibiré de ellos una sensación de placer o de desagrado, demuestran fuerza física, habilidad, ingenio: cosas todas éstas que pueden encontrarse también en un comportamiento inmoral; tampoco significa que me:son mandados o prohibidos por la divinidad (lo cual puede seguir, pero no preceder a la valoración ética); significan, por el contrario, que aquellas acciones o sentimientos son justos, convenientes, nobles, honestos, conformes con mi dignidad de hombre, capaces de dar un valor a mi vida y a mi existencia, igual que a las de otros que lo realicen.
En resumen, el juicio apreciativo ético es un acto existencial vivido, que brota de las raíces mismas de la condición humana, en la cual el sujeto que busca un porqué y un significado a su vida expresa justamente el valor de aquellas acciones (o sentimientos) que le parecen constituir o enriquecer tal significado [l Metaética III].
En conclusión: el valor moral tiene una índole específica propia que no puede confundirse con el valor de la utilidad (individual o social), de la ingeniosidad, habilidad, cultura, belleza estética y sacralidad religiosa.
2. DIFERENCIA DEL VALOR MORAL DE OTROS VALORES NO MORALES (SOCIAL, ESTETICO, RELIGIOSO). Después de haber mostrado lo específico del valor moral en general, y por tanto su diferencia de otros valores no morales, parece útil insistir ahora en tres valores de suma importancia, con los cuales es frecuentemente confundido en diversas elaboraciones doctrinales. Son el valor social, estético y religioso.
a) Es comprensible la identificación entre valor moral y valor social. El hombre es animal político, como afirma Aristóteles; por lo cual no ha de maravillar que las normas, las costumbres y los usos de la comunidad se entiendan a veces como valores propiamente éticos. Es más, a menudo el desinterés hacia sí mismo y el altruismo hacia la sociedad son tomados por algunos filósofos, los colectivistas, como la esencia misma de la moralidad. Se puede decir también que el estado de ánimo de quien ha violado un imperativo social -p.ej., una ley de buena educación o un deber meramente jurídico- es muy similar al de quien ha violado una norma estrictamente ética: remordimiento, disgusto de sí, angustia, temor de ser desacreditado ante los demás, miedo a sanciones, etc. Incluso en algunos de estos casos se debe decir que el dolor y el disgusto pueden ser mayores en el primer caso que en el segundo.
Mas si se profundiza un poco, nos percatamos de que el precepto moral -y por tanto el valor en que se funda- dice algo diverso, más íntimo y personal que el precepto social; lo precede y a veces hasta se le opone, en cuanto conciencia de autonomía, responsabilidad y subjetividad.
El valor moral no dice de por sí relación del sujeto agente a la sociedad, sino a sí mismo. «El sentido moral es esencialmente conciencia de autonomía, y quien tiene el sentido moral agudo es un independiente. Su conciencia afronta el sentir común y decide según su conciencia, sin preocuparse de la opinión común. El hombre moral es un no-conformista. Sus convicciones brotan, sin embargo, en gran parte de la sociedad; pero en la medida también en que su personalidad moral se afirma, domina la aportación social y no recibe sino lo que quiere recibir» (J. LECLERQ, Las grandes líneas de la filosofía moral, Gredos, Madrid 1956, 85). Los grandes genios y héroes de la moralidad han estado generalmente en polémica con la moral corriente de su tiempo y de su pueblo.
Se puede concluir que el valor moral dice relación de la persona a sí misma -a su responsabilidad, interioridad, intencionalidad libre, dignidad-, mientras que el valor social dice relación de la persona a las otras personas que se comunican en la intersubjetividad colectiva.
b) El valor moral puede confundirse fácilmente también con el valor estético. No es difícil también en este caso advertir las razones de esta identificación de hecho. La acción buena, en cuanto digna de admiración, estima, alabanza, aprobación, consenso, en cuanto señal de valor, nobleza de ánimo, firmeza de carácter, elevación de espíritu, es denominada también a menudo bella. Es decir, suscita una sensación de placer y de gozo en quien la contempla, y posee aquellos caracteres de perfección, armonía, proporción, esplendor que indican justamente lo bello. Lo contrario sucede con la acción mala, que es llamada también indistintamente fea. También las expresiones léxicas parecen confirmar esta identificación, al menos inicial, entre conducta estimable desde el punto de vista de la fuerza y agilidad física, inteligencia, potencia, robustez, etc., y comportamiento estimable desde el punto de vista moral. La palabra latina virtus indica primariamente el valor físico, y sólo secundariamente la virtud en sentido moral (cf para esto y otros ejemplos J. DE FINANCE, Ethiyue générale, 64).
Es sabido que Nietzsche se esforzó en explicar la genealogía de la moral afirmando que los buenos son inicialmente la clase dominante aristocrática o guerrera, colocada por encima de la masa gregaria de los esclavos, mientras que los malos serían los ineptos, los débiles, los viles, los miserables, etc. Sólo luego, a causa de una perversa inversión de los valores, los primeros se han vuelto malos y los segundos buenos.
Pero una reflexión más profunda no puede menos de eliminar el equívoco y separar poco a poco las profundas diferencias existentes entre las dos,formas de valor.
El valor moral es una cualidad de la acción que dice aprobación y admiración -o viceversa, censura y condena- no, por lo que es exteriormente bello, fuerte, noble, hábil, elevado, etc., sino por lo que está interior y libremente conforme con la dignidad de la persona. Las cualidades externas estéticas adquieren significado moral solamente si se las conquista y merece a través de un esfuerzo libre. De lo contrario permanecen éticamente indiferentes, aunque sean estéticamente apreciables: Belleza no es siempre bondad, como fealdad no es siempre vicio. También los pobres, los enfermos, los humildes en sentido evangélico pueden y deben ser honestos.
La confusión entre bueno y bello en ética puede llevar al esteticismo, no menos peligroso que el sociologismo y el colectivismo:
c) Algo similar puede -observarse respecto a la diferencia entre valor moral y valor religioso. También aquí las confusiones son fáciles y continuas. Desde el punto de vista genético,-los preceptos morales han tenido origen generalmente en tabúes; ritos, mitos, tradiciones mágicas de las religiones positivas. Y también el individuo aprende generalmente, al mismo tiempo y de los mismos labios, las normas morales, sociales y religiosas. No es, pues, de maravillar que a menudo se sienta inducido a mezclarlas. También dentro del cristianismo es muy común el entrelazamiento de reglas morales, religiosas, meramente canónicas, de costumbre, de-etiqueta, etc.
Luego, desde el punto de vista-filosófico, varias teorías laicistas tienden a considerar la observancia de la ley moral como la única verdadera y auténtica religión. Las teorías sobrenaturales y fideístas tienden, en cambio, a exaltar de tal modo la fe y la gracia que disminuyen o anulan incluso el valor moral.
Pero también aquí interesa sobre todo la distinción-de derecho entre valor moral y valor religioso. Se la puede configurar rápidamente del modo siguiente. El valor moral dice siempre, según se ha visto, una cierta relación de conveniencia o disconveniencia de la conducta humana a la dignidad, libertad y significado de la persona. En cambio, el valor religioso dice relación del hombre no a sí mismo, sino a lo completamente otro (Ganz Anderes), a lo divino, a lo trascendente, a lo luminoso, en una palabra, a lo sagrado -para usar el lenguaje de R. Otto- concebido de diversas maneras (teísmo; panteísmo, panenteísmo, politeísmo). El hombre, a través de la religión, entra con esta potencia en una relación de comunicación y de participación, que obviamente se realiza según las expresiones más variadas.
Así pues, la moralidad dice de por sí una realidad humana, y la religión una realidad divina y trascendente a lo humano. Para usar la conocida fórmula kantiana, la moral responde a la pregunta: «¿Qué debo hacer?»; la religión, a la pregunta: «¿Qué puedo esperar y cómo puedo salvarme?» La moral nos guía, la religión nos santifica y nos salva. Esto no quita para que el valor moral integral -o sea, que acoge todas las instancias del valor del hombre como entidad infinita y eterna– se abra también a un valor absoluto y eterno de carácter religioso: Igual que, viceversa, el valor religioso auténtico implica también una cierta normatividad ética, entendida como esencial para vivir nuestra relación con el absoluto.
Así pues, las dos formas de valor -cualesquiera que sea su mutua implicación- son claramente distintas, igual que la idea del hombre es distinta de la idea de Dios; Es más; en la existencia concreta los dos estados de experiencia -moral y religiosa- pueden percibirse, sobre todo hoy, como términos antagónicos y conflictivos: hombre o Dios, acción o contemplación, compromiso en el mundo o espera escatológica, que no pueden resolverse en una tensión dialéctica.
3. ¿EXISTE UN VALOR MORAL AUTONOMO? Contra esta teoría que sostiene la existencia de un valor moral autónomo y específico, M. Scheler y otros suscitan algunas sutiles objeciones que, conviene considerar (cf P. VALORI, Esperienza morale, 140-141).
«Conforme a la ley de su esencia –escribe M. Scheler-, las materias axiológicas bueno o malo no pueden ser ellas mismas las materias del acto realizador (querer). El que, por ejemplo, no tiene voluntad de hacer bien a su prójimo -de manera que pueda efectivamente hacerle bien-, sino se contenta con aprovechar la ocasión para poder.en su acto ser bueno él mismo o hacer el bien, éste no es verdaderamente buena, no hace verdaderamente el bien; no es, en realidad, más que una especie de fariseo, que sólo se preocupa de aparecer como bueno a sus propios ojos. El valor bueno no aparece más que cuando realizamos el valor positivo superior (dado en la preferencia); se manifiesta en el acto mismo del querer, y por eso no puede constituir nunca su materia» (Le formalisme en éthigue…, 51).
En otras palabras, no se puede hablar de un valor moral autónomo -como se habla de valor económico, social y religioso-, porque el valor moral consiste en la realización del valor que se presenta más alto frente al que se presenta como secundario e inferior. En resumen, el valor moral no constituye un objeto de la voluntad, sino que es el acto mismo en el que se realiza el valor que debe preferirse. En este sentido el valor moral remitiría siempre a otros valores que lo trascienden, por ejemplo al social, y sobre todo al religioso. «Sólo el que quiere perderse se encontrará» (M. SCHELER, O.c.., 504).
¿Qué decir de esta famosa teoría scheleriana? Buscar la bondad por sí misma, en el sentido del propio perfeccionamiento o de la salvación del alma propia, ¿conduce el fariseísmo, al egoísmo, al narcisismo? ¿No contradicen estas tesis justamente nuestro supuesto esencial, que . sostiene la índole específica y la autonomía del valor moral como fin en sí mismo no subordinado a otros fines? Ciertamente, la sutil objeción scheleriana tiene el mérito de .destacar una de las paradojas más desconcertantes de la moral. Esta, por un lado, aparece como fin en sí misma: el imperativo ético no puede dejar de ser categórico, porque dice relación al significado mismo de la existencia humana, y por tanto no puede subordinarse a otros fines; por otro, está necesariamente abierta a otras realidades (el bien de los demás, el valor de lo sagrado, de lo infinito, étc.), si no quiere esterilizarse en el formalismo, el egoísmo y la hipocresía farisaica. En este caso la moralidad degeneraría efectivamente en moralismo: El que colocase como fin supremo de su conducta la moralidad -o sea, su dignidad y el valor de su propia existencia-, no colocando’tales objetivos en el marco más amplio de sus relaciones con los demás y con Dios, perdería, justamente aquel valor de bondad que intenta perseguir. Este sería, según Scheler, el defecto básico de la ética kantiana; y es difícil quitarle la razón.
Toda la solución del problema hay que buscarla en una dialéctica correcta de las relaciones sobre todo entre moral y religión, que frecuentemente hoy se alteran en beneficio de una ética humanístico-inmanentista o de una religión pseudomística, que tiende a desvalorizar, si no a absorber, la moral humana [!Religión y moral]. También M. Scheler corre este peligro cuando subordina totalmente el valor moral al valor de lo sagrado.
En realidad, como se ha visto, el valor moral, que coincide con la dignidad y el significado de la conducta humana libre, constituye un valor propio y a su modo autónomo, no subordinado a otros valores, sino coordinado con ellos. Buscarlo, pues; de manera legítima no es de suyo un mal o un defecto, y en esto disentimos de M. Scheler. Pero esa búsqueda no debe significar separarlo, aislándolo de manera exclusiva de otros valores (social, estético, religioso…), y en esto estamos de acuerdo con M. Scheler. El fariseo es deshonesto, no porque busca la virtud, sino porque pretende poseerla de manera exclusiva («No soy como los demás hombres’. Se complace en ella como un resultado alcanzado por su propio mérito, y sobre todo la considera como dirigida únicamente a -su propia satisfacción personal. Estos caracteres de exclusivismo, suficiencia orgullosa y desprecio hacia los demás son los que le hacen odioso. En cambio, la búsqueda, incluso apasionada, de la virtud es buena cuando esa virtud se entiende como un bien objetivo, y por tanto un bien de todos, en un horizonte infinito que no se cierra, sino que se abre también a otros valores, especialmente a los de la colectividad y la religiosidad.
En efecto, el ideal de la moralidad, de algún modo se supera a sí mismo y se prolonga hasta alcanzar una dimensión más vasta, en la cual el hombre, que busca un significado cada vez más alto de su existencia casi se olvida a sí mismo en la búsqueda de un bien absoluto. En otros términos, la moralidad no se puede hipostatizar como un valor absolutamente independiente, sino que hay que armonizarla -no subordinarla- con otras relaciones esenciales de la persona hacia las demás personas, hacia el mundo y hacia Dios.
Haber subrayado los peligros farisaicos de la moral laica de inspiración kantiana es uno de los méritos de M. Scheler; si bien, por exceso opuesto, su misticismo no deja suficiente sitio a una justa autonomía del valor moral en sí mismo.
III. Esencia del valor moral
Repetidas veces se ha aludido antes a la esencia del valor moral, es decir, a la fidelidad a nuestra dignidad de hombres, al respeto de la persona humana mía y ajena, a la realización del significado de mi existencia, etc. En todo esto, se ha dicho, consiste la índole específica y la autonomía relativa del valor moral respecto a otros valores (social, estético, religioso). Sin embargo es útil profundizar más este tema, a fin de buscar cuál es la fórmula mejor para expresar esa esencia. Existen, en efecto -también en la tradición humanista-personalista de inspiración cristiana que sostenemos-, fórmulas diversas para expresar la esencia, la norma o el criterio de la moralidad, y no todas parecen igualmente convenientes a este fin.
Si vivir honestamente significa vivir plena y auténticamente según nuestra vocación de hombres, ¿cómo debe entenderse esta humanidad? En otras palabras -para usar un lenguaje más clásico-, ¿cuál es la norma o el criterio objetivo para juzgar si una conducta es verdaderamente humana, y por tanto moral?
Probablemente ninguna de las expresiones que nos sugiere la tradición o el actual panorama filosófico es capaz de dejarnos enteramente satisfechos. Pues no se puede traducir perfectamente en conceptos una intuición experiencial primaria -como la de la moralidad-, que no excluye el aspecto intelectual, sino que es por su naturaleza precategorial. Pero tampoco es muy importante fijarse en una terminología única y exclusiva, sino más bien captar la realidad concreta y viva a través de las aproximaciones del lenguaje, no siempre unívocas, pero en cierto modo convergentes.
1. VARIAS FORMAS PARA EXPRESAR LA ESENCIA DEL VALOR MORAL. Se intentará entonces examinar, en una rápida reseña, al menos las principales de aquellas formulaciones, pata valorar las ventajas y los límites de cada una.
a) Una de las más autorizadas -por el peso de la tradición que la acompaña- es laque considera el valor moral como una conformidad con la recta razón (recta ratio). Es buena, en resumen, la conducta que se presenta como conforme no a un uso cualquieraide la razón -técnico, utilitario, científico, artístico-,sino a un uso de la razón verdaderamente recto, o sea plenamente fiel a la naturaleza de la misma razón. En otros términos, es honesto el que obra no solamente con la razón, sino como hombre verdaderamente razonable. En cambio, el que se sirve de la razón (técnica, científica, artística) para hacer el mal puede también ser sumamente hábil, inteligente, astuto, y sagaz, pero no es plenamente razonable en el sentido ética del término.
Es claro que, en esta acepción, el término razón no, se toma en el sentido de la facultad del discurso lógico-formal-deductivo o técnico-utilitario-pragmático, sino en el sentido de espíritu humano que es fiel (o infiel) a su vocación más íntima. Entendido de.esta última manera, coincide con aquella visión de la moralidad que hemos sostenido hasta ahora. Es bueno el comportamiento que es verdadera y plenamente humano, oses digno del hombre y conforme con su racionalidad y espiritualidad más profundas. Malo es el comportamiento del que no solamente razona mal (en sentido lógico-formal), sino que también obra en contra de las exigencias más profundas de su espíritu.
Como se ve, el término razón se presta a ambigüedades. En efecto, para el hombre medio de hoy el vocablo designa más bien el principio del pensamiento lógico-formal-matemático o científico-discursivo, o al menos del pensamiento esencialista, objetivista e impersonal. Para el filósofo, esa palabra evoca los fantasmas del racionalismo cartesiana-leibniziano y, en ética, del formalismo kantiano. En otros términos, la palabra razón parece haber perdido, tanto en el lenguaje común como en el lenguaje filosófico, la connotación más amplia y metafísica (razón = inteligencia en toda su pregnancia) que tenía en la tradición tomista. En resumen, la expresión secta razón, como criterio objetivo de moralidad, se presta demasiado a fáciles acusaciones de racionalismo, abstracción y formalismo. Por eso sobre su uso -de suyo legítimo si se explica bien- se pueden suscitar algunas reservas.
b) Otra terminología muy usada por los escolásticos ve el criterio objetivo, y por tanto la esencia de la moralidad, en la «natura rationalis adaequate sumpta», o sea, diríamos hoy, en la naturaleza humana tomada en su integridad y totalidad. Es bueno y vale moralmente el acto 0 la conducta que están conformes con la esencia más profunda y metafísica del hombre, no en cuanto es artista, obrero, campesino, profesional o científico, sino en cuanto es hombre.
Esta formulación tiene sobre la precedente la ventaja de acentuar el carácter realista-existencial de la moral. Es el hombre total, en todas sus dimensiones (física, biológica, psíquica y espiritual) y en todas sus relaciones (consigo mismo, con los otros, con Dios) el criterio objetivo de la moralidad, y no -como podría sugerir la sentencia precedente- una racionalidad abstracta y exangüe al margen del mundo de la vida.
Pero tampoco aquí faltan perplejidades, derivadas una vez más de la usura que ciertas palabras han experimentado en el lenguaje:común actual, aunque quizá no estaban tampoco bien determinadas en el antiguo. Así, en nuestro caso la palabra naturaleza tiene un significado menos metafísico que en el pasado; hace referencia -más bien, en la mente de nuestros contemporáneos, a la realidad cósmica, física, biológica, objetivista, cósica, opuesta a la de conciencia, espiritual y racional. No parece, pues, el término más apto para expresar una dimensión tan profunda y exquisitamente humana como la moral (cf P. VALORI La natura norma Bella moralitá? 317-325).
Son conocidas a este propósito las polémicas que dividen a los autores, especialmente de inspiración católica, acerca del significado exacto de la >:ley natural. Es difícil, en efecto, negar que la noción de ley natural, tal como nos ha sido transmitida por la tradición platónico-estoica, no contiene una idea de naturaleza como entidad inmóvil, fija y eterna, que con sus leyes férreas domina y encadena al hombre, el cual debería únicamente observarlas y respetarlas. «Confesemos sin ambages que si se toma la naturaleza exactamente en el sentido en que se habla de la `naturaleza’ de una piedra o de una flor, no se puede atribuir al hombre considerado en su diferencia una naturaleza de este género» (cf DE FINANCE, La valeur morale et la raison, 10-11).
Parece que la noción de naturaleza se presta, desde el punto de vista semántico, a los equívocos mencionados, y sobre todo a la confusión entre esencia metafísica y naturaleza físicocósmica, con el consiguiente peligro de un naturalismo ético. En cambio, si se la entiende como apriori éticoaxiológico de la persona humana que vive en la intersubjetividad, la expresión es aceptable, pero coincide con la doctrina por nosotros preferida, que expondremos más adelante.
c) Otra fórmula derivada de la espiritualidad cristiana ve la esencia de la moralidad en la conexión con el fin último del hombre. Es honesta la acción que conduce a ese fin; deshonesta la que me aleja de él.
Esta fórmula tiene indudablemente la ventaja de acentuar el carácter dinámico-existencial del valor moral. Esforzarse, en efecto, por ser honesto quiere decir esforzarse por dar un sentido auténtico a la existencia propia. Ser honesto es perseguir el fin supremo de la vida propia. Pero queda la pregunta:.¿Cuál es mi fin último? Desde el punto de vista teológico, la respuesta es obvia; pero desde el punto de vista filosófico, la determinación de mi fin último no precede, sino que sigue a la determinación del valor moral. El problema del fin, que se refiere más bien al aspecto metafísico-religioso de la existencia, es, desde el punto de vista gnoseológico, ulterior respecto al problema del valor moral, que se refiere, en cambio, al ámbito más inmediato; al de una conducta digna del hombre.
Así pues, en una metodología correcta, el concepto de valor moral no puede determinarse basándose en una metafísica del fin, sino viceversa: desde el análisis fenomenológico del valor moral se podrá ascender a horizontes de tipo metafísico. Es necesario conocer primero de algún modo lo que es el bien para poder comprender lo que significa sumo bien.
d) Algo similar puede decirse también a propósito de quienes ven la esencia del valor moral en la felicidad (cf a este propósito P. VALORI [ed.], Discussione sull’ ética della felicitá).
También aquí el concepto de felicidad es ambiguo, y sólo puede determinarse después del concepto de moralidad. En efecto, si por felicidad se entiende la felicidad verdadera y honesta, auténticamente digna del hombre, objetiva, o sea que se refiere a un bien en sí (no al bien solamente mío en sentido egoísta), válida para todos y eventualmente escatológica, se podría conceder también que, en definitiva la moralidad viene a coincidir con la felicidad. Pero la expresión resulta equívoca y peligrosa si felicidad significa en cambio (como generalmente ocurre), el placer o la utilidad individual,- el bienestar de la colectividad en. perjuicio del individuo o también un bien, aunque sea escatológico (p.ej., el paraíso cristiano) entendido como premio de una acción virtuosa, realizada exclusivamente en orden a este fin. En ese caso la identificación de virtud y felicidad corrompería la idea misma de valor moral, que no, implica de por sí relación alguna irecta a una sanción eudemonísta extraña al valor mismo (no parece estar exento de estas ambigüedades ni siquiera el volumen, por la demás estimulante, de A. PLE, Par devoir ou par plaisir?).
e) Otras fórmulas aparecen del mismo modo insatisfactorias. Algunas por ser demasiado metafísicas y no fundadas en una fenomenología concreta, como, por ejemplo, la rosminiana «conformidad con el ser»; otras, en cambio, por demasiado pragmatistas, como las que fundan la moral en la idea de progreso, evolución y desarrollo. Pues, ¿qué significan estos conceptos? No puedo saber si la evolución es justa, o sea verdadera evolución y no involución, si antes no sé lo que es justo, conveniente y honesto.
Lo mismo puede decirse de la idea de progreso. Si no conozco de alguna manera la meta a conseguir, ¿cómo puedo juzgar sí mi conducta me hace progresar o retroceder? Pues no puedo avanzar por un camino si no conozco, al menos en la intención, el término, a saber: en el caso del progreso moral, el bien o valor.
2. LA Fí“RMULA PREFERIBLE. Agotado este proceso por exclusión, se ve suficientemente cuál puede ser la definición de aquel valor específico que hemos designado antes como valor moral. Por valor moral se entiende aquella perfección o cualidad inherente al acto humano (interno o externo) cuando se manifiesta como auténticamente humano, es decir, conforme a la dignidad de la persona, y por tanto en consonancia con el sentido más profundo de su existencia: En otras palabras, es bueno aquel comportamiento que valoriza al hombre, entendiendo por hombre no el hombre abstracto (sociedad, patria, humanidad, razón, naturaleza, historia evolutiva), sino la persona real, concreta, singular, existente en la intersubjetividad de las personas, y por lo mismo dotada de un cierto carácter absoluto, cualquiera que sea el modo de percibir o concebir ese carácter de absoluto.
La intencionalidad moral será tanto más pura y perfecta cuanto más se esfuerce en adecuarse a este valor de ideal. En cambio, cuando se adapte sólo en parte o no se adapte en absoluto, el acto será menos bueno o incluso malo.
Por consiguiente, desde el punto de vista operativo-práctico, el valor moral se expresará no sólo como conformidad con la dignidad de la persona, sino como conocimiento, y por tanto respeto de aquella dignidad. Es honesto el que obra verdaderamente como hombre; pero obra verdaderamente como hombre sólo el que respeta la dignidad de la persona propia y ajena. Se debe perseguir y amar el bien de la persona.
Una objeción. Fundar la moralidad en la dignidad de la persona, ¿no significa caer en una forma de narcisismo egoísta, en una complacencia ilusoria del hombre en sí mismo, en un fariseísmo que busca una satisfacción orgullosa en las obras propias buenas y dignas? Buscar mi dignidad, ¿no es tan odioso como buscar mi utilidad, ventaja, comodidad, placer, interés y felicidad? Ya se ha aludido a esta cuestión al hablar de la dificultad de M. Scheler en admitir un valor moral autónomo. Baste aquí recordar que el criterio de la moralidad y el significado del valor moral no consisten en el deseo egoísta de la propia dignidad personal y del propio bien moral considerados como una posesión individual, sino en el deseo de la dignidad de toda persona, de todo sujeto. Buscar esa dignidad o .valor no tiene nada de egoísta; o, mejor, es moralmente tanto más elevado cuanto menos es egoísta. En cambio, es deshonesto cuando aísla aquella dignidad o valor del valor objetivo que lo funda.
Por consiguiente, el personalismo en ética, como aquí se sostiene, no debe confundirse con el subjetivismo, pues nada hay tan objetivo en la realidad como la persona y la relación entre las personas. Mucho más objetivo que lo que podría obtenerse de una regla de la naturaleza, de la racionalidad, de las cosas, de los hechos. Nada hay más ontológica y axiológicamente real que la persona.
Por otra parte, menos aún hay que confundir el personalismo con el objetivismo naturalista, ya que la persona no .es nunca objetivable como una cosa, un trozo de mundo, un teorema matemático.
3. EN QUE CONSISTE Y Dí“NDE SE FUNDA ÚLTIMAMENTE EL VALOR MORAL. De todo lo que precede se sigue que el valor moral consiste esencialmente, en el plano teórico, en la aprehensión de la dignidad de la persona, y, en el plano práctico, en el respeto de esta misma dignidad. «La persona es el soporte axiológico supremo» (M. SCHELER, o.c., 516), y «su glorificación… es el significado de todo el orden moral» (504).
Obviamente queda la otra pregunta: ¿De dónde saca la persona semejante dignidad? La respuesta no puede ser más que metafísica y remitir a una antropología ontológica que afirme la libertad, espiritualidad e inmortalidad de la persona y su participación en el valor y en el ser absoluto.
Mas estas verdades metafísicas no deben, in vio inventionis, ponerse acríticamente al comienzo de la investigación ética; se las puede vivir y saber mejor en la misma investigación ética. Así, por ejemplo, la libertad, la espiritualidad y la inmortalidad del alma. Además, la índole absoluta del valor moral puede constituir un enfoque válido del argumento deontológico de la existencia de Dios.
En tal contexto aquellas verdades fundamentales no son propiamente creídas, en sentido fideísta, o postuladas en sentido kantiano, sino más bien -podría decirse- vividas necesariamente, como el horizonte existencial al que se abre y se dirige la experiencia moral casi naturalmente. Y nada prohíbe que se las pueda también explícitamente tematizar en el plano de una ulterior exploración, que, sin embargo, es ajena al ámbito del presente estudio.
En efecto, mostrar cómo puede tener lugar esa explicitación entra en el dominio de la metafísica, y por tanto se sale del ámbito de esta voz, que solamente quería destacar, desde el punto de vista fenomenológico, el significado del valor moral.
[/Epistemología moral; /Etica filosófica y ética teológica; /Experiencia moral; /Metaética; /Norma moral; / Virtud].
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P. Valori
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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral