POLITICO

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Polí­tica y compromiso ético:
1. La crisis ética de la polí­tica;
2. El cambio del cuadro social;
3. Los lí­mites del actual debate ética/ polí­tica;
4. Hacia una nueva fundamentación de la polí­tica.
II. Hacia una ética del hombre polí­tico:
1. El profesional polí­tico;
2. Necesidad del profesionalismo polí­tico;
3. Profesionalismo polí­tico y principios éticos.

I. Polí­tica y compromiso ético
1. LA CRISIS ETICA DE LA POLITICA. La reflexión crí­tica sobre la ética del hombre polí­tico exige, para afrontarla correctamente, un riguroso análisis de la situación actual y a la vez la elaboración de un cuadro teórico preciso, capaz de interpretar dinámicamente la relación entre moral y polí­tica en el contexto de la actual complejidad social.

La crisis que atraviesa hoy la polí­tica es esencialmente una crisis ética. El puesto central ocupado por la «cuestión moral» en el ámbito de la opinión pública denuncia, en efecto, la persistencia de un estado de malestar generalizado respecto a una gestión de la polí­tica que parece guiada por criterios de clientela y de mero reparto del poder, al paso que por otro lado van en aumento las dificultades, de carácter más estrictamente estructural, en conexión con los procesos de definición de la representación y de obtención de consenso.

La pérdida de credibilidad de los partidos y de las instituciones públicas en general y la afirmación de nuevas formas de / participación social que nacen de modo informal con objetivos no limitados a la mera suplencia, sino encaminados a dar vida a una verdadera y auténtica alternativa al sistema dominante -piénsese en los movimientos, en los grupos de 1 voluntariado y en las asociaciones para la tutela de los derechos del ciudadano- evidencian, por una parte, la negativa a servirse de los canales tradicionales y, por otra, la voluntad de presencia y de compromiso activo (en términos también de gestión del poder) en la realidad social por parte de nuevos sujetos históricos, animados de un serio interés por la polí­tica. Este dato, que representa sin duda un factor positivo de novedad, puede sin embargo concurrir, en ausencia de una más amplia reestructuración de la vida polí­tica, a acentuar la ruptura entre paí­s legal y paí­s real, entre Estado y sociedad.

Resulta, pues, urgente poner en marcha esa reestructuración, que por lo demás no puede limitarse a la simple redefinición de las reglas del juego, sino que ha de mirar de un modo más radical a una verdadera fundamentación ética de la polí­tica, es decir, a la adquisición de un conjunto de valores compartidos, sobre los cuales reconstruir la convivencia civil.

2. EL CAMBIO DEL CUADRO SOCIAL. Así­ pues, la cuestión ética adquiere una importancia decisiva en el actual contexto social. Pero la complejidad de la situación suscita también graves dificultades para fijar en el terreno de la praxis histórica contornos precisos y contenidos especí­ficos en la llamada «ética pública».

La vida polí­tica, marcada en la posguerra por una fuerte conflictividad ideológica entre las áreas culturales encabezadas por los diversos partidos (católica, marxista y laica), se caracteriza, por otra parte, en aquellos mismos años por una profunda convergencia de esas áreas en el terreno más estrictamente ético. Los ideales comunes adquiridos en la lucha contra los extremismos y la homogeneidad sustancial de los valores presentes en la sociedad -incluso dentro de la diversidad de las respectivas fundamentaciones e interpretaciones- permití­an coincidir en torno a objetivos de interés general asumidos como indiscutibles. Es sintomático al respecto el esfuerzo que desembocó en la promulgación de la Constitución, en la que están condensados los principios y valores reconocidos unánimemente como los fundamentos irrenunciables de la vida social.

Está fuera de duda que esta perspectiva, que favoreció el proceso de reconstrucción posbélica, se ha ido modificando profundamente, sobre todo en el último veintenio, hasta el punto de presentarse radicalmente invertida. Pues mientras que la crisis de las ideologí­as han diluido progresivamente la contraposición entre las áreas descritas en el terreno de los proyectos polí­ticos, creando condiciones apropiadas para una confrontación más serena -y un diálogo más constructivo, paralelamente se ha profundizado el surco de separación entre ellas a nivel ético. Dicho de otra manera, lo que destaca con una claridad cada vez mayor es el aumento de la distancia, y por tanto de la imposibilidad de comunicación, entre diversos sistemas de valor, a veces del todo incompatibles -sistemas que, por lo demás, atraviesan a menudo cada una de las áreas culturales mencionadas-, con la consiguiente dificultad de establecer un terreno de encuentro común. La explosión de la temática de los derechos subjetivos, así­ como las instancias avanzadas por el /feminismo, por los grupos afines entre sí­ y por los marginados, han creado, como no podí­a ser menos, situaciones de desorientación, cuestionando certezas que parecí­an absolutamente consolidadas y forzando a una reconsideración global del orden ético-social.

Pero el malestar de la «ética pública» no obedece sólo a motivaciones contingentes, ligadas a la aparición de nuevos sujetos sociales o a cuestiones de orden institucional. Tiene raí­ces más profundas, de carácter a la vez cultural y estructural. En efecto, los cambios de mentalidad y de costumbres ocurridos en la sociedad pueden reducirse en primer lugar al fenómeno de la secularización, que ha adquirido connotaciones cada vez más marcadas. A la originaria identificación de ese fenómeno con la «crisis de lo sagrado» ha sucedido muy pronto la tendencia a hacerlo evolucionar en la dirección de un cuestionamiento del sentido y del fundamento, con la consecuencia de erosionar las bases mismas de los valores sobre los que en el pasado se construí­a la vida de los individuos y de la colectividad humana. Significa esto que la secularización ha ido acentuando progresivamente su valencia ética hasta coincidir con la negación de aquel humus cultural que constituye el soporte esencial para el desarrollo de modelos de comportamiento capaces de dar expresión a instancias universalmente reconocidas, y por ello mediadoras de una auténtica socialidad.

Por otra parte, ha concurrido a incrementar ese proceso en una medida decisiva la transformación cultural de la sociedad, o sea, el paso de una socIdad dicotómica, centrada en la dialéctica de las clases, a una sociedad compleja, caracterizada por la multiplicación de las pertenencias y por la aparición de impulsos corporativos. El estado de acentuada fragmentación de la vida, con la pérdida de marcadas identidades colectivas por un lado y la crisis de las ideologí­as por otro, han dado lugar a que aflorara la «cultura de la subjetividad», caracterizada por el repliegue del hombre sobre sí­ mismo y por la ausencia del proyecto polí­tico. La expansión de las necesidades individuales y su inducción a través de los mecanismos de la sociedad de consumo, no menos que la tendencia a los comportamientos subjetivos, son otros tantos factores que están en la raí­z de la pérdida de «evidencias éticas» que caracteriza a la sociedad entera.

LOS LíMITES DEL ACTUAL DEBATE ETICA/POLíTICA. Si del aspecto del análisis polí­tico se pasa al de la investigación teórica, la situación no resulta más reconfortante. La tradición cultural de Occidente está decididamente caracterizada, al menos a partir de la época moderna, por la ausencia de una ética pública en la que encuentren feliz mediación las exigencias de la persona y de la sociedad.

A la rí­gida contraposición entre ética y polí­tica introducida por Maquiavelo, si bien recogida, aunque en una versión más actualizada y menos drástica, por Max Weber con la bien conocida distinción entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad, le han intentado sucesivamente poner reparos tentativas unilaterales y no menos arriesgadas, que acabaron reduciendo la polí­tica a la ética o, inversamente, la ética a la polí­tica. El mismo pensamiento cristiano, al poner el énfasis dentro del discurso moral en los deberes inherentes a la vida privada, no ha ofrecido una verdadera contribución a la solución del problema.

Una respuesta positiva se ha ido abriendo camino en época más reciente gracias al puesto central adquirido por la temática de los l derechos humanos como consecuencia de la revolución burguesa y del desarrollo de la ideologí­a iluminista. Pero lo abstracto de los supuestos de partida, fundados en la presunción de una razón universal de contenidos claramente determinables, y la falta de atención a las conflictividades sociales concretas provocadas por la expansión de la revolución industrial terminaron anulando en buena medida su verdadero alcance histórico.

La complejidad de la actual situación y el sentido profundo de malestar ante el deterioro de la vida polí­tica han llamado en estos últimos años la atención de la investigación sobre la cuestión de las relaciones entre ética y polí­tica. Es significativo desde este punto de vista el interés suscitado por el desarrollo de las teorí­as neocontractualistas y neoutilitaristas, cuyo objetivo es ofrecer un cuadro de reglas formales dentro del cual articular la actividad polí­tica. Sin ignorar la gran importancia que tales teorí­as revisten en el establecimiento de los mecanismos necesarios para afrontarlos complejos procesos actualmente en curso, es obligado admitir que, sin embargo, reflejan el estado de crisis en que se encuentra la ética polí­tica, a saber: la ausencia de una adecuada antropologí­a social que dé un fundamento absoluto a los valores sobre los cuales se ha de construir la vida colectiva.

En realidad, la llamada abstracta al formalismo kantiano (ver la teorí­a de la justicia de J. Rawls) o el intento pragmático de resolver los conflictos sociales mediante la simple producción de reglas de juego (ésta es la óptica propia del neoutilitarismo) esconden como supuesto una visión individualista del hombre. En otros términos, lo que se toma como referencia última es el individuo sustraí­do preconcebidamente a cualquier red de relaciones y guiado por la lógica del interés propio, en virtud de lo cual tiende a concebir y realizar la agregación social en sentido rí­gidamente corporativo.

La polí­tica corre así­ el riesgo de reducirse a puro arte de la mediación entre las corporaciones, con el peligro de privilegiar a las más fuertes y penalizar a las más débiles, pero más aún con la tentación de soluciones neoautoritarias marcadas por el decisionismo. Allí­ donde no es posible fundar la polí­tica en instancias objetivas, o sea, en valores irrenunciables y en derechos irrebatibles, tiende a afirmarse el criterio voluntarista, basado en el principio de autoridad y en el carisma personal.

4. HACIA UNA NUEVA FUNDAMENTACIí“N DE LA POLíTICA. Ante esta grave escisión entre ética y polí­tica, tanto a nivel de praxis como de teorí­a, es esencial replantear con energí­a el carácter incondicional del imperativo moral. En otras palabras, se trata de postular la necesidad de una nueva fundamentación de la polí­tica a partir de una instancia emancipadora que la sustraiga al riesgo de convertirse en pura técnica de gestión del poder siguiendo lógicas regresivas y deshumanizadoras. Esto implica el «recurso a un principio de redención del mundo» (T.W. Adorno) o a una instancia liberadora superior, como aquélla de la que arrancan las teologí­as polí­ticas y las teologí­as de la liberación, para las cuales la memoria Christi empuja a un compromiso histórico guiado por la tendencia a la solidaridad universal y por la opción preferencial por los últimos.

Pero no basta apelar a esta instancia. La polí­tica, por su naturaleza, implica la referencia a una concepción del hombre en la cual se considere la socialidad no sólo como un dato accesorio, sino como una realidad constitutiva de su ser y de su existir. La misma definición de los derechos del hombre ha de salir de la perspectiva individualista para tomar el camino de la apertura a un reconocimiento explí­cito de la dimensión social cómo dimensión que funda la autoconciencia humana; o sea, debe tender armónicamente a fundir los derechos de libertad con los derechos dé justicia dentro de un horizonte universalista capaz de integrar las legí­timas exigencias de los individuos y de las naciones.

Las intuiciones del personalismo social (E. Mounier), si bien revisadas en el contexto de las actuales transformaciones, adquieren gran actualidad. La creciente interdependencia entre los hombres y el intenso intercambio entre los pueblos no han de ser un dato meramente sociológico; instan, más profundamente, a una reinterpretación de la realidad de acuerdo con categorí­as antropológicas centradas en una renovada conciencia de la responsabilidad social con particular consideración de las condiciones ambientales y de las posibilidades de desarrollo de las futuras generaciones.

Los contenidos de tal proyecto ético, que debe informar la polí­tica, han de elaborarse mediante una amplia confrontación entre los diversos sistemas de valores presentes en las diversas áreas culturales e ideológicas que definen el mosaico de la sociedad actual. De ahí­ la necesidad de activar un proceso comunicativo que permita no sólo llegar a un mí­nimo ético, sino que favorezca la interacción creadora de secciones diversas de lectura y de interpretación de la realidad, con el fin de definir en el marco de un complejo equilibrio sistémico las posibilidades efectivas de cambio. Desde este punto de vista asumen gran importancia las demandas éticas provénientes, a veces de modo contradictorio, de la sociedad, y en particular los estí­mulos y las provocaciones dé los nuevos movimieniós (feminismo, ecologí­a, paz, derechos del hombre, etc.), que llaman la atención acerca de valores olvidados o abiertamente conculcados. No está fuera de lugar recordar que, más allá de las aportaciones especí­ficas de cada uno de estos movimientos, el impulso común del que parten es la tendencia a la búsqueda de una nueva calidad de vida, es decir, a la creación de condiciones, también estructurales, para establecer una relación diversa del hombre consigo mismo, con los demás y con el ambiente. Se insta así­ a la polí­tica a salir de una óptica rí­gidamente institucional para hacerse cargo de una mediación más eficaz entre lo privado y lo público, redefiniendo su propio espacio de acción.

La instancia ética se traduce, pues, en la exigencia de una nueva proyectización polí­tica, caracterizada por una sensibilidad más viva a la globalidad de las necesidades humanas y a su coherente armonización. Pero esta proyectización, que requiere ante todo un esfuerzo de refundamentación cultural, resultarí­a improductiva si no se tradujese operativamente en la búsqueda de nuevos órdenes institucionales y de nuevas reglas de conducción de la vida asociada. El estado de complejidad social y de fragmentación del tejido civil ha determinado, en efecto (y el fenómeno está destinado a dilatarse ulteriormente), una articulación de la actividad polí­tica a través de modalidades y canales inéditos que tienen su manifestación en forma de agregación espontánea y que tienden en términos cada vez más insistentes a convertirse en instrumentos de verdadera y auténtica gestión del poder. Junto a las áreas tradicionales (partidos, sindicatos, etc.) y a las nuevas zonas institucionalizadas a través de la descentralización administrativa (barrios, escuelas, etc.), se van desarrollando de modo cada vez más amplio áreas de intervención informales -desde los movimientos a los grupos de voluntariado-, en las que crece la adquisición de una auténtica conciencia polí­tica.

Esta masiva presencia de formas organizadas de acción social, empeñadas en defender los derechos de los ciudadanos y en ofrecer soluciones a los problemas de las zonas marginales de la sociedad, fuerza a la polí­tica a definir los contornos de un modelo participativo que involucre a todas las energí­as presentes en el territorio, poniendo en práctica una dialéctica positiva entre instituciones tradicionales, estructuras de descentralización y área privado-social. Es obvio que ese modelo supone, por un lado, el reconocimiento de la relatora autonomí­a de los diversos ámbitos y, por otro, el reconocimiento paralelo de la función esencial que cada ámbito reviste para la construcción de la convivencia civil. Por tanto, si no se quiere incurrir en el peligro -por lo demás, ya presente- de reciprocas exclusiones o de estériles contraposiciones, es necesario reconsiderar la cuestión de la representación a partir de la comprobación de la necesidad de una convergencia pluralista de sujetos históricos diversos, mediante la activación de nuevos canales comunicativos y de nuevas ocasiones de confrontación.

La moral del hombre polí­tico no puede, en definitiva, prescindir de la búsqueda de valores comunes en torno a los cuales converger y de acuerdo con los cuales orientar las opciones, y de la atención a redefinir su presencia en el cuadro de una convergencia ampliada de fuerzas que concurren juntas a la promoción de la calidad de la vida.

G. Piana
II. Hacia una ética del hombre polí­tico
1. EL PROFESIONAL POLíTICO. Se podrí­a definir al hombre polí­tico, parafraseando el tí­tulo de un interesante ensayo de Max Weber (La polí­tica como profesión), como un «profesional polí­tico», es decir, alguien que se dedica ex professo a construir aquella compleja trama que liga al ciudadano a las instituciones; trama que, deseando ofrecer un esquema inmediato general, es la urdimbre de la relación entre consenso y representación.

En otras palabras, el profesional polí­tico es el que, en los varios y articulados niveles a través de los cuales se expresa la organización del aparato polí­tico, construye el consenso y lo canaliza dirigiéndolo hacia estructuras o instrumentos organizados (asociaciones, coordinaciones, movimientos, y así­ sucesivamente hasta el partido entendido en el sentido tradicional del término), y especí­ficamente hacia hombres que, a su vez, encarnan el aspecto representativo del mismo consenso.

Este es en el fondo el mecanismo que regula -a partir del nacimiento del Estado burgués y de su organización interna en sus varios aspectos más o menos flexibles, más o menos rí­gidos, más o menos permeables a los estí­mulos o a las presiones que llegan de la misma acumulación del consenso- toda estructura estatal representativa.

2. NECESIDAD DEL PROFESIONALISMO POLITICO. En el ensayo mencionado al principio, -Max Weber, más que ofrecernos las posibles tipologí­as del polí­tico o de los polí­ticos, consigue lúcidamente reconstruir mediante un análisis conciso, podrí­amos decir despiadado, cómo se ha ido desarrollando la necesidad, exactamente desde el momento del nacimiento del Estado moderno; de un profesionalismo oficial de la polí­tica, y por tanto del hombre polí­tico en el sentido profesional del término.

En efecto, según el esquema de Weber, la polí­tica, entendida como actividad humana dirigida a construir ya sea la conquista de la dirección, ya lo que de ella se sigue a saber: la administración (hoy se difunde cada vez más el uso sumamente censurable -y no sólo en términos meramente lingüí­sticos- de hablar de gestión), tiene progresivamente necesidad de construirse canales más o menos privilegiados de referencia, estructuras y momentos organizativos más o menos eficaces, lugares o alianzas más o menos transparentes a las que confiar cometidos de í­ndole varia; tiene progresivamente necesidad de darse reglas profesionales que valgan justamente como garantí­a de comportamientos y de actos. Y todo ello, naturalmente, a partir -y terminando, deberí­amos decir con toda claridad- del hombre polí­tico.

La polí­tica, en efecto, según la profunda lectura griega, platónica y aristotélica (salvadas las debidas diferencias, en las cuales no es éste el lugar de detenerse de modo especí­fico y detallado), es «arte» humano, actividad que desciende de la profunda e irrepetible capacidad (en el mundo de la «naturaleza’ del hombre de darse reglas según las cuales organizar y expresar su existencia respecto al contexto más amplio en el que todo individuo se encuentra–situado según una dimensión temporal precisa y de acuerdo con condiciones especí­ficas históricas, sociales y culturales.

3. PROFESIONALISMO POLíTICO Y PRINCIPIOS ETICOS. Por otra parte es evidente que,el profesionalismo de la polí­tica y del polí­tico no se puede entender de ningún modo como una actividad humana «vací­a», como algo que está para significar una especie de oficio relegado al cí­rculo de mecanismos de muy difí­cil penetración, que por lo demás tienden a perpetuarse de acuerdo con reglas frecuentementemoescritas ni accesibles.

El hombre polí­tico y el ejercicio humano de la polí­tica tienen sentido, motivación y función respecto a sí­ mismo y al exterior, tanto más cuanto más cuentan con el apoyo de la adhesión y de la referencia constantes a principios éticos y culturales profundos, a valores ideales, o sea, a reglas cerradas que respeten al hombre y toda su plena y correcta capacidad de expresión personal e interpersonal.

Cuanto más faltan esta adhesión y esta referencia, tanto más la acción del hombre polí­tico se ve forzada a descender, a perder fuerza í­ntima y, cerrándose en sí­ misma y en la rigidez autodefensiva de reglas y de filtros, a implicar otra cosa, y en todo caso a algo que es muy diverso del servicio, del testimonio, de la exigencia o de la voluntad de representar los intereses reales de la comunidad.

La actividad polí­tica y el hombre polí­tico viven a fondo la exigencia de altos signos de referencia que garanticen siempre justamente para afrontar del mejor de los modos casos y situaciones, lo inmediato y las estrategias, lo que está cercano y es palpable y lo que se ve y diseña por proyectos- un nivel de acción arraigado en la sustancia de los más amplios intereses comunes y de las exigencias prioritarias más intensas.

Cuando el polí­tico pierde o descuida o subordina estas coordenadas, que tienen idénticamente significado a nivel personal y a nivel de la propia dimensión polí­tica subjetiva o de grupo, no consigue ya expresar una capacidad directiva, sino mera fuerza de gestión, ejercicio puro del poder mediatizado por un fin y enjaulado en las mallas de sus perversos circuitos.

Se extiende entonces el desprecio de la polí­tica y a la vez de su utilización y su uso como instrumento de ocupación del poder (hasta los niveles institucionales más altos), ya sea por parte de quienes viven dentro de los mecanismos de los aparatos polí­ticos, ya sea por parte de quienes se dirigen a estos aparatos para satisfacer sus necesidades más variadas, desde las absoluta e indiscutiblemente objetivas (especie de «actos de justicia» solicitados a tantos principados viejos y nuevos ampliamente diseminados por el mundo polí­tico) a las más subjetivas e insospechadas.

Escribí­a Luigi Sturzo en 1938 en Polí­tica e morale «¿Y por qué la polí­tica es tan despreciada que a menudo es casi sinónimo de fraude? Aquí­ damos a la palabra polí­tica su significado más alto: la participación en el gobierno de un paí­s para la consecución del bien común. En cuanto tal, el fin de la actividad polí­tica es la utilidad del Estado considerado como el bien común. En este sentido, la polí­tica forma parte del orden moral pues buscar el bien común con medios aptos es ciertamente un fin moral». Y pocas páginas después: «Así­ introducimos la autoridad de la moral en el sistema de la polí­tica, los valores de la conciencia de la vida privada en la vida pública y el respeto del prójimo en el dominio de las relaciones polí­ticas y económicas. Esta es la verdadera democracia». Son conceptos claves, sobre los cuales Sturzo volvió reiteradamente en sus escritos y en su acción polí­tica.

El hombre polí­tico es ciertamente hombre de poder, en el sentido de que ejerce -dentro de un grupo organizado que se mide con las más amplias agregaciones sociales- el poder de interpretar necesidades y menesteres reales de la comunidad civil hasta representarlos, a través de la construcción del consenso lo más amplio posible, en los lugares institucionales representativos y habilitados para la decisión, a fin de que encuentren, pero en el ámbito de los intereses más generales y sin contradecirles, adecuada respuesta y perspectivas concretas de solución. Pero es harto evidente que el lí­mite entre este plano de referencia y aquél según el cual el ejercicio del poder polí­tico consiste en representar y satisfacer intereses de parte, a veces incluso ilegí­timos o en todo caso contrarios a los intereses más generales y difundidos en la sociedad civil, es sutil e incluso del todo impalpable. Esto se ve cada vez mejor en una época histórica como la nuestra, donde muchos conceptos tradicionales que durante siglos han dirigido la acción de la polí­tica están experimentando modificaciones profundas, y a veces lacerantes.

Ante una sociedad cada vez más parcelada y segmentada, en la que, consiguientemente, los intereses pueden reducirse cada vez más a la exasperante unidad de medida del individuo, y el criterio general y complexivo de la delegación y de la representación encuentra menos acogida en todos los variados niveles del vivir social, el ejercicio de la polí­tica está llamado, por un lado, a medirse con nuevas dificultades y, por otro, a ejercer un deber nuevo y más alto de sí­ntesis y de propuesta.

Por eso el hombre polí­tico no puede menos de llevar en su acción una carga profunda de humanidad y de valores, ya que no hay otras certezas por las que valga la pena adentrarse en los senderos, a pesar de todo seductores y sugestivos, de la polí­tica.

[/Poder; /Polí­tica; /Sistemas polí­ticos].

R. Nicolosi
BIBL. – Ver bibliografla de Polí­tica. 0 Polí­tica y compromiso ético: AA. V V., Etica e polí­tica, Pratiche Editrice, Parma 1984; BOBBIO N. y BOYERO M., Societá e stato pella filosofí­a polí­tica moderna, II Saggiatore, Milán 1979; BuCHANAN J., I limiti della libertó, Centro Einaudi, Turí­n 1978; COMANDUCCI P., Contrattualismo, Utilitarismo, Garanzia, Giappichelh, Turí­n 1984; DWORKIN R., Los derechos en serio, Ariel, Barcelona 1989; FORTE F. y MOSSETTo G. (dirigido por), Economí­a del benessere e democrazia, Angel¡, Milán 1972; HARSANYIJ.C., LLtilitarismo, 11 Saggiatore Milán 1988 MAFFETTONE S., Valor¡ eomuni, II Saggiatore, Milán 1989; MORI M., Utilitarismo, Etica e Diritto, Istituto di Filosofí­a e Sociologí­a del Diritto dell’Universitá di Milano, 1985; MUSACCHto E., Gli indirizzi del¡’ utilitarismo contemporaneo, Cappelli, Bolonia 1981; NozICK R., Anarquí­a, Estado y utopí­a, FCE, México 1988; PONTARA G., Filosofí­a pratica, Il Saggiatore, Milán 1988 RAWLSJ., Teorí­a de la justicia, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1979; VECA S., La societá giusta, 11 Saggiatore, Milán 1982. – El cometido ético del hombre polí­tico: DANRENDORF R., Pensare efare polí­tica Laterza, Batí­ 1985; STURzo L., Politica e morale, Zanichelli, Bolonia 1972, 61 y 72. Ver el ensayo entero y, en el mismo volumen, Coscienza e polí­tica (de 1953); W EBER M., La polí­tica como profesión, en EJ trabajo intelectual como profesión, Bruguera S.A., Barcelona 1983. Se aconseja consultar el Dizionario di polí­tica, dirigido por U. BOBBIO, N. MATTEUCCI y G. PASQUINO, Utet, Turí­n 1983, sobre todo para las voces relacionadas con el tema.

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral