PAZ Y PACIFISMO

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Las diversas concepciones de la paz y del pacifismo.
II. La paz en la visión vetero y neotestamentaria:
1. Desarrollos de la idea de paz en el AT;
2. La paz en el mensaje y en la vida de Jesús.
III. Paz y pacifismo en el pensamiento y en la praxis eclesial.
IV. Paz y pacifismo en la Iglesia hoy:
1. El giro conciliar;
2. La enseñanza magisterial:
a) Convergencias y puntos de «no retorno»,
b) Divergencias;
3. Los movimientos pacifistas de inspiración cristiana.
V. Hacia una nueva ética cristiana de la paz.

I. Las diversas concepciones de la paz y del pacifismo
Una pregunta que abre muchos tratados actuales sobre la paz es: ¿Qué paz? Y no en vano; pues así­ como son muchas, y de etimologí­a muy diversa, las palabras que en las lenguas antiguas y modernas la significan, así­ desde siempre son múltiples y divergentes las concepciones de la paz, los caminos y los instrumentos indicados para conseguirla; defenderla y promoverla.

Está bastante difundida la concepción negativa de la paz, entendida como ausencia de guerra, pero ausencia temporal, y nunca definitiva; por tanto, tregua entre las guerras, que constituirí­an la condición habitual de las relaciones interestatales y, según la conocida concepción de Clausewitz (j’ 1831), sólo «un modo diverso de hacer polí­tica». Son diversas las tipologí­as de esta concepción negativa.
-Existe un modo de concebir la paz que nace del miedo de los conflictos vistos como un atentado contra los propios privilegios y el propio bienestar: el pacifismo inspirado en esta visión receptiva de la paz, identificada con el bienestar de un grupo o de un pueblo, es una especie de irenismo que, a la vez que rechaza a priori todo conflicto en cuanto amenaza del bienestar, rechaza igualmente denunciar injusticias y mentiras porque no quiere chocar con intereses y poderes polí­ticos, económicos, ideológicos y religiosos.
-Actualmente está difundida la concepción de la paz como paz del norte del mundo: paz, por tanto, separada de las exigencias de una justicia planetaria que postula un nuevo orden económico internacional. El pacifismo inspirado en tal concepción construye la paz sobre la explotación de los recursos del sur y, para mantener su propio bienestar adquirido, no rehúsa acudir al comercio de las armas y a fomentar guerras en los paí­ses en ví­as de desarrollo.
-Desde siempre ha existido también una concepción de paz que supone el aniquilamiento del enemigo (aniquilamiento fí­sico o moral) y se funda en las armas: paz armada de armas convencionales, cada vez más refinadas, y hoy de sistemas indiscriminadamente destructivos y con posibilidad real de aniquilar la vida en el mundo.

-Finalmente, existe una paz diplomática y polí­tica, que idealiza el compromiso, el entendimiento y el diálogo de la cumbre, y poco o nada toma a pecho la participación de la base y la exigencia de construir también a nivel popular una cultura de paz.

En cambio, basándose en diversas inspiraciones ideológicas, es posible encontrar otras ideas de paz: paz positiva, caracterizada por í­ndices crecientes de justicia, es decir, de respeto de los derechos de las personas y de los pueblos, fundada no en las armas, sino en la fuerza de la verdad y de la no violencia activa, apoyada no sólo en instrumentos diplomáticos e institucionales de la cumbre, sino, sobre todo, en el consenso y la intervención activa de las minorí­as proféticas y de los pueblos. Dentro de esta concepción, hoy bastante difundida entre los cristianos, los estudiosos de la paz perfilan dos formas de pacifismo:
-un pacifismo radical e integral, que estima inmoral (y antievangélica) cualquier forma de muerte del hombre, tanto en la autodefensa personal como en la guerra; basándose en la radicalidad del «no matar», este pacifismo prohibe la participación en cualquier forma de defensa o ataque armado en cualquier situación social;
-un pacifismo relativo, que, en vez de cerrarse en una actitud l «deontológica», toma en consideración las circunstancias en las que también el cristiano podrí­a verse autorizado a matar (p.ej., para defender a otros en peligro de ser oprimidos por un injusto agresor) o bien para tutelar valores primarios de la convivencia social y nacional, puestos en peligro por una graví­sima opresión y que no pueden defenderse de otra manera [/ Homicidio y legí­tima defensa]. Sin embargo, este recurso a la violencia armada es visto como un mal menor y se lo elige con mucha reticencia porque los cristianos lo consideran difí­cilmente conciliable con el espí­ritu evangélico, que empuja a la no violencia. En consecuencia, el uso de las armas es sometido a múltiples condiciones y limitaciones.

Los estudiosos de la paz ofrecen ulteribres precisiones en orden a las varias formas de pacifismo existentes y a las diversas concepciones de paz subyacentes a ella:
-pacifismo instrumental, que obra sobre los medios de guerra, es decir, sobre las armas, apuntando al desarme global y al uso de metodologí­as no violentas para la defensa;
-pacifismo institucional (o pacifismo jurí­dico), que mira a la creación de un superestado o estado mundial que supere netamente al Estado soberano y al nacionalismo, siempre confictivos y orientados a hacer justicia por sí­ mismos;
-pacifismo finalista, que se fija primariamente como meta la conversión de las personas y la construcción, a través de la educación permanente, de la conciencia o cultura de paz difundida y profunda.

Antes de preguntarnos qué valoración teológico-moral expresan respecto a estas diversas concepciones de la paz y de los pacifismos el magisterio de la Iglesia y la reflexión teológica hoy, es oportuno examinar la idea bí­blica y cristiana de paz y el trabajo teológico-práctico que sobre este tema ha marcado la bimilenaria historia de la Iglesia.

II. La paz en la visión vetero y neotestamentaria
1. DESARROLLOS DE LA IDEA DE PAZ EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. Los estudios más recientes sobre el AT evidencian unánimemente el carácter positivo, global, pleno y relacional evocado por el shalom hebreo, que ni el eirene del griego neotestamentario ni los varios lenguajes modernos consiguen traducir de manera adecuadamente significativa. Mientras, los refinados instrumentos de la exégesis y de la hermenéutica permiten interpretar los numerosos textos no pací­ficos, sino belicosos y violentos del AT, leyéndolos en el contexto de una evolución sapiencial y profética del pueblo de Dios que, de manera imperfecta e inicial, anticipa la paz de Cristo y su novedad (ver amplio repertorio bibliográfico en N. LOHFINK, El Dios de la Biblia y la violencia).

El análisis de los textos proféticos -en los que la palabra shalom verdaderamente triunfa: 29 veces en Isaí­as, 31 en Jeremí­as, 27 en los Salmos- evidencia los caracteres distintivos del shalom, que como don de Dios no puede confundirse con las paces mundanas frágiles e ilusorias (cf Eze 13:10). Por eso se repiten con frecuencia las contestaciones proféticas de las paces buscadas fuera del contexto de la alianza -de la cual la paz es consecuencia y retribución (cf Lev 26:3-7)- y el rechazo de una paz cerrada en la red de actos y compromisos con los pueblos vecinos (egipcios o asirios) estimados más fuertes (cf Isa 30:3; Isa 31:1) o bien separada del compromiso de la conversión personal y, sobre todo, de la práctica de la justicia con los pobres y los oprimidos.

La conexión entre paz y justicia se subraya enérgicamente en muchos textos (ver por todos los Sal 72:1517; Sal 85:11), y en particular por Isaí­as, el cual define la paz como «obra de la justicia» (ls 32,17) y ve en esta relación una situación mesiánica y escatológica (cf Isa 2:2-5; Isa 11:1-9; Isa 32:16-18…). La interdependencia entre paz y justicia domina también en muchos textos de Jeremí­as (Isa 6:10-14; Isa 8:11) y Miqueas (Isa 3:5ss).

El shalom revela, pues, varios aspectos: un aspecto teologal, en cuanto que la paz es don de Dios (Sal 85:9) y «nombre de Dios» (cf Jue 6:24); un aspecto mesiánico, porque viene con el rey-mesí­as, prí­ncipe de la paz (cf Isa 11:1-9; Jer 23:5-6); un aspecto ético-social, porque la paz está ligada al compromiso del hombre y a la lucha incesante, necesaria para realizarla en el ámbito de la sociedad (cf Isa 2:2-5); un aspecto escatológico, porque Dios, amante y fiel a pesar de las infidelidades humanas, realizará la paz total en un futuro del cual sólo se dan pequeñas. anticipaciones; un aspecto cósmico, que se abre a un mundo totalmente pací­fico y armónico (cf Isa 11:6-8).

2. LA PAZ EN EL MENSAJE Y EN LA VIDA DE JESÚS. A fin de entender mejor el mensaje de Cristo sobre la paz, la actual hermenéutica neotestamentaria se preocupa de colocarlo en su contexto histórico, y por tanto- en la situación del Israel del tiempo dominado por los romanos y recorrido por fuertes movimientos rebeldes, representados en particular por los celotes. Estos esperaban que se realizara el dominio de Dios a través de la acción revolucionaria y concebí­an el celo por la ley de forma integrista. Frente a las varias posibilidades que se abrí­an de hacer frente a la ocupación romana -la resistencia armada, la adaptación oportunista y la resignación pasiva-, Jesús se sitúa en una antí­tesis radical: rehúsa decididamente la revolución armada, predica el advenimiento del reino de Dios y la necesidad de preparar su venida con el cambio del corazón y, finalmente, en vez de exaltar integristamente la ley literalmente interpretada, exalta el primado del hombre sobre las normas radicalizando el mandamiento del amor en una doble dirección, particularmente difí­cil y comprometida, considerada la situación histórica de Israel: el perdón sin lí­mites (Mat 18:21-22) y el amor de los enemigos (Mat 5:43-48), que comprende también a los «últimos» más aborrecidos entonces (samaritanos y publicanos).

El hecho de Cristo lleva a su cumplimiento el mensaje veterotestamentario del shalom, y permite leer mejor su sentido y aspectos. La paz neotestamentaria, significada por el término eirene, que aparece en estos textos hasta 96 veces (26 en los evangelios), es la paz de Cristo, proclamada por los ángeles para todos los hombres amados de Dios (cf Luc 2:14) distinta en sus contenidos y modalidades de entrega de la paz mundana (cf Jua 14:27), que participa del ministerio salví­fico de gracia, y por tanto supera toda inteligencia humana (cf Flp 4:7) y, en definitiva, se identifica con Jesucristo mismo que es nuestra paz (cf Efe 2:14-15).

En el Señor Jesús encuentra cumplida realización la misteriosa y fascinante figura isaiana del EbedYhwh, del siervo de Dios justo, pací­fico y pacificador, que no grita en las plazas ni apaga la mecha de llama vacilante, sino que cumple su cometido con firmeza inquebrantable, guiado solamente por la lógica de idelidad a su Dios y a su misión universal de servicio, recibiendo a cambio violencia y muerte, a las que se entrega, mudo y silencioso, como cordero conducido al matadero (cf Isa 42:1-4; Isa 49:1-6; Isa 53:1-12).

El carácter pací­fico y no violento de la enseñanza de Jesús encuentra expresión en el famoso discurso de la antí­tesis de Mt 5, que al comienzo de los «macarismos» proclama dichosos a los agentes de la paz (Mat 5:9); pero se concreta sobre toda su vida, y en particular en el hecho de la pasión, donde aparece como ví­ctima de una violencia injusta y atroz, de la cual, sin embargo, se alza victorioso en virtud de su muerte, llena de amor desbordante al Padre, que ama a los hombres.

Desde la cruz del resucitado, como se expresan los teólogos de la cruz, se difunde un nuevo eón, un camino histórico inédito, hecho ahora posible para los seguidores del Señor crucificado y resucitado, caracterizado por el perdón a los enemigos y por una lógica que descoloca al enemigo (hoy solemos denominarla no violencia activa) e inicia procesos incesantes de reconciliación.

III. Paz y pacifismo en el pensamiento y en la praxis eclesial
Los cristianos han sido siempre protagonistas conscientes, como se ve por su larga existencia histórica, de las dificultades que se experimentan al poner en práctica, en un mundo marcado todaví­a por el pecado, las indicaciones de paz y no violencia tí­picas del mensaje y de la praxis de Jesús de Nazaret.

Mientras que en los tres primeros siglos el acento teórico y práctico recae en el predominio de la paz y la praxis no violenta [l Guerra III], sucesivamente, debido a los grandes cambios polí­tico-religiosos, las preocupaciones de los creyentes parecen dirigirse gradualmente más a la exigencia de legitimar y limitar la guerra que a reflexionar sobre el evangelio de la paz y sus caracterí­sticas. Esta gran paz mesiánica, en el momento histórico de un tiempo férreo y belicoso tiende a diluirse en la utopí­a, mientras que progresivamente la conciencia de los cristianos termina dándose por satisfecha en el perí­metro de la única paz que parece posible: la paz negativa, concebida como tregua y respiro entre los conflictos, la paz sangrientamente conquistada a través de guerras contra los enemigos de la cristiandad (musulmanes y herejes) y otros enemigos.

En consecuencia, en el aspecto teológico el énfasis se pone más que en la paz en su fundamentación bí­blica y acepción teológica y crí­stica, en la teorí­a de la guerra justa, en los casos cada vez más numerosos en los que se puede combatir y matar sin culpa, en los lí­mites que hay que observar en la autodefensa cruenta y en la guerra para no caer en la violencia despiadada e inhumana.

Los historiadores, sin embargo, observan que, a pesar de la dureza de los tiempos y de los múltiples condicionamientos experimentados por los cristianos, no se puede decir que la Iglesia, en las indicaciones del magisterio y pastorales, haya olvidado del todo el mensaje evangélico de la paz, como lo prueban algunas instituciones significativas: la tregua y la paz de Dios. La paz de Dios, a partir del 989 (sí­nodo de Charroux), prohibe en los conflictos armados la muerte de las personas inermes: pobres, mujeres, niños, clero y mercaderes. Tenemos así­ un intento de delimitar las operaciones bélicas, restringiéndolas a los que el ius belli definirá como los beligerantes y excluyendo a los no beligerantes. La tregua de Dios desde el 1027 prohibe las hostilidades desde el sábado por la tarde y durante todo el domingo; luego, la prohibición se extendió desde el miércoles al domingo y a los tiempos litúrgicos «fuertes»: adviento y cuaresma. Aunque no siempre se observaron, estas instituciones y otras intervenciones pastorales (como la prohibición a los eclesiásticos de participar en acciones cruentas), indican que el fermento evangélico de la paz sigue desarrollando su provocación en la cristiandad, a pesar de las concesiones al espí­ritu de la época, de los compromisos, también discutibles, y de las verdaderas y auténticas «traiciones» de la paz. Esta «utopí­a» la practicó san Francisco de Así­s, y no se mantuvo viva solamente en el ámbito de los movimientos heréticos, que tienden a radicalizarla.

Sin embargo, los estudiosos no dejan de indicar como elemento negativo el hecho de que, para encontrar un tratado teológico completo sobre la paz y sobre los movimientos organizados para promoverla, sea necesario llegar hasta nuestros dí­as. Las anticipaciones pacifistas, prescindiendo de pocos nombres -significativos entre ellos el del padre Taparelli d’Azeglio (1793-1862)-, parecen estar reservadas a los pensadores iluministas, que, aunque sea en formas utópicas, elaboran proyectos de paz definitiva y perpetua.

IV. Paz y pacifismo en la Iglesia hoy
Autores atentos al desarrollo del pensamiento y la praxis eclesial indican que, al presente, la situación está cambiando. La multiplicación de las publicaciones de buen nivel teológico y el espacio reservado en los cursos teológicos a la teologí­a de la paz demuestran un cambio de ruta. Mientras que hasta el Vat. II los manuales de teologí­a dejaban cuestiones éticosociales de primera importancia, comprendidas las relativas a la paz, a los cultivadores de filosofí­a y de ética social, limitándose a avalar perspectivas de paz adaptadas al ethos corriente en vez de moverse en la lí­nea profética, en este último perí­odo la teologí­a se ha reapropiado, como suele decirse, la reflexión sobre la paz y está intentando, en los varios sectores en los que la teologí­a misma se articula, ofrecer perspectivas que respondan a las situaciones inéditas abiertas por el giro nuclear. A provocar este despertar han concurrido los siguientes factores: las numerosas y, teológicamente cada vez más sólidas, intervenciones del magisterio en cuestiones de paz; una lectura más atenta de las situaciones; los estí­mulos provenientes de los movimientos pacifistas y no violentos de inspiración cristiana o laica.

1. EL GIRO CONCILIAR. A juicio de no pocos autores, es posible descubrir una verdadera y auténtica teologí­a de la paz en el número 78 de la GS, que introduce las dos secciones sucesivas, relativas a la necesidad de evitar la guerra y a la construcción de la comunidad internacional. Los padres conciliares llegaron a la ilustración de la vera et nobilissima pacis ratio, del altí­simo concepto de paz auténtica, siguiendo una enseñanza pontificia que, a partir de la Pacem Dei munus, de Benedicto XV (1914), hasta Pí­o XII, no descuidó el tema de la paz, si bien en este último papa estaba ligada a la doctrina del derecho natural y al propósito de una reedición de la societas christiana. Sin embargo, la influencia determinante parece que hay que atribuí­rsela a la Pacem in terris, de Juan XXIII (1963), contemplada universalmente en su valor profético y en su adhesión a la aspiración de paz común a todos los hombres de buena voluntad.

La GS (n. 78) propone el tema de la paz en forma positiva y bí­blica al afrmar que «la paz no es la simple ausencia de la guerra, ni puede reducirse únicamente a hacer estable el equilibrio de las fuerzas en contraste, ni es efecto de una despótica dominación, sino que se define con toda exactitud `obra de la justicia’ (Isa 32:7)». Ante todo es el fruto perfecto de la justicia de Dios, que los hombres deben llevar a la práctica sin descanso en la paz terrena; es el don especí­fico de Cristo resucitado, y por lo tanto la verdadera paz representa siempre la imagen y la consecuencia de la paz de Cristo: «pax autem terrena,’quae ex dilectione proximi oritur, figura et effectus est pacis Christi, a Deo Patre promanantis» (ib). El texto relaciona estrechamente paz y justicia, paz y agape cristiana, paz y fraternidad universal. La tarea difí­cil y gozosa de actualizar la paz de Cristo en la paz terrena no puede considerarse nunca completa, porque la paz no se alcanza nunca establemente, sino que hay que construirla constantemente en este mundo herido por el pecado y amenazado siempre por la guerra (ib, hacia el final).

Remitiendo a cuanto se ha dicho en la voz I Guerra IV sobre el cambio doctrinal relativo a la doctrina de la guerra justa, es necesario observar que la GS coloca justicia y amor en un horizonte planetario. La lógica miope y anacrónica del interés nacional debe sustituirse por el principio de la fraternidad universal (cf n. 92) y del «bien común universal» (n. 84), que estimula de modo particular a los creyentes a apoyar las instituciones internacionales y a cooperar en el plano económico para superar el peligroso y pecaminoso desequilibrio norte-sur (cf nn. 85-86)
Después del profético estí­mulo de la Pacem in terris y de las sugerencias teológicas de la GS, la paz, tanto en la reflexión teológica como en la sucesiva enseñanza magisterial, no se entiende ya como un capí­tulo o apéndice parenético de tal enseñanza, sino como la sustancia misma del mensaje evangélico, correctamente definido por san Pablo como «evangelio de la paz» (Efe 6:15). Poco a poco nos hemos ido persuadiendo, entre otras cosas por la inminente amenaza del genocidio nuclear, de lo necesario y urgente que es dar cuerpo doctrinal y pastoral a la exhortación de Juan XIII, aceptada en el Vat. II (cf GS 80), que impone afrontar la cuestión de la paz y de la guerra con una mentalidad absolutamente nueva y postula un salto cualitativo en la existencia y en la cultura humana y cristiana. La paz universal comienza a aparecer como un desafí­o que la historia lanza a nuestra generación con caracteres de urgencia (porque, como ya notaba la GS, la hora actual lo es de un grave y hasta sumo peligro: cf n.77) y con posibilidades que jamás han existido en el pasado. A estas novedades, que comprenden problemáticas éticas serias e inéditas lo mismo que compromisos pedagógicos y pastorales de gran importancia, han dado expresión y resonancia los múltiples documentos del magisterio, pontificio y episcopal, de este último decenio.

2. LA ENSEí‘ANZA MAGISTERIAL. Para captar el desarrollo que la doctrina conciliar sobre la paz recibió en la enseñanza del papa Pablo VI, es necesario referirse de forma particular al discurso pronunciado en la Asamblea de la ONU (4 de octubre de 1965); a los once mensajes para la jornada mundial de la paz (19681978); a la encí­clica Populorum progressio (1967), texto muy relevante, en el cual se proclama que el nuevo nombre de la paz es el desarrollo; al documento La Santa Sede y el desarme, presentado a la ONU en 1976, y al homónimo de 1978. Mientras a algunos les parece que el magisterio de Pablo VI sobre la paz realiza un maridaje armónico, aunque difí­cil, entre realismo y profecí­a, otros estiman que, en la difí­cil elección entre profecí­a y diplomacia, permaneció demasiado vinculado a consideraciones que saben a compromiso con la historia, de donde se derivarí­an sus desconfianzas respecto a los pacifismos a ultranza y radicales, a los desarmes unilaterales y no recí­procamente controlados y a toda ilusión utópica.

Para la densa enseñanza magisterial de Juan Pablo II (todaví­a en pleno desarrollo) sobre la guerra, sobre la violencia y sobre la paz, se remite a la sí­ntesis citada en ! Guerra IV; aquí­ se destacan únicamente ciertas dimensiones y aspectos de la paz: dimensión personalista y antropológica («la paz comienza por el corazón del hombre’; dimensión universalista, que exige atención al diálogo entre los poderosos de la tierra, la práctica de la justicia planetaria y de la solidaridad (de modo peculiar con los hombres del trabajo y del «no trabajo’ y la proyección de «nuevos modelos de sociedad y relaciones internacionales que aseguren la justicia y la paz sobre fundamentos estables y universales. En efecto, un sano realismo indica que semejantes modelos no pueden ser simplemente impuestos de lo alto o desde fuera, o puestos en práctica solamente con métodos y técnicas. Y ello porque las raí­ces más profundas del contraste y de las tensiones que mutilan la paz o el desarrollo hay que encontrarlas en el corazón del hombre. Lo que sobre todo hay que cambiar es el corazón y las actitudes de la persona; y esto exige una renovación, una conversión de los individuos» (La paz, valor sin frontera, mensaje de Juan Pablo II para la 19 Jornada mundial de la paz 1986, en II Regno Doc. 1986 J 1,4).

Además de esta rica enseñanza, no hay que olvidar la acción que Juan Pablo II ejerce directamente en sentido pací­fico en sus múltiples viajes, y en particular el carácter ampliamente ecuménico de su praxis de paz. Gran resonancia y particular significado tuvo el encuentro de Así­s (27 de octubre de 1986), en el cual, por primera vez en la larga historia de la Iglesia, representantes de las mayores religiones mundiales fueron invitados por el papa a reunirse a fin de «orar por la paz»: por una paz grande y estable que, si bien exige el esfuerzo humano, no puede ser más que un don de Dios. La prensa mundial señaló la novedad del acontecimiento y los estí­mulos que de él podrán derivarse para una conexión más intensa y vital entre religión y paz, mientras que en el pasado no infrecuentemente lo sagrado fue matriz de violencia y de guerra.

También los obispos se han hecho eco y han desarrollado este magisterio pontificio de paz. Desde 1983 -año verdaderamente «fatí­dico» para las conferencias episcopales del mundo- se han publicado muchas intervenciones colectivas de los obispos de las principales naciones cuyo tema ha sido la paz. Por la metodologí­a seguida en su elaboración y por su amplitud destaca entre otros el documento de los obispos estadounidenses: El desafí­o de la paz. Es también notable, por la riqueza argumentativa y su coherencia, el de los obispos alemanes: Efecto de la justicia será la paz, y los textos emanados de las conferencias de paí­ses neutrales (Bélgica y Holanda) o menos alineados en posiciones comunes (Francia). Estos documentos, ala vez que demuestran el creciente interés de la Iglesia por la paz y la importancia que atribuyen al compromiso por la educación para la paz y por la promoción de una cultura alternativa a la violencia, revelan igualmente convergencias y divergencias en algunos puntos que merecen precisarse.

a)Convergencias y puntos de «no retorno» :
-Neta distinción entre la paz positiva, bí­blica y evangélica que el cristiano ha de perseguir, y la paz negativa, insuficiente y mutilada (como la que se funda en el equilibrio nuclear y la disuasión);
-estrecha relación entre búsqueda de la paz, acción por la paz y educación para la paz;
-análisis necesario y previo -de carácter estructural- de la violencia y agresividad humana a niveles grandes y pequeños: carrera de los armamentos, desfase norte-sur, aspectos conflictivos de la vida familiar y social;
-urgente elaboración de nuevos principios éticos y jurí­dicos sobre la «legí­tima defensa»;
-promoción y evangelización de los métodos de la no violencia y ayuda a los grupos que la propugnan como un nuevo sistema para afrontar los problemas de la defensa y como elemento ineludible de una nueva cultura de paz.

b) Divergencias. Aparecen en el modo de interpretar la disuasión nucléar: mientras que a algunos episcopados no les parece conforme al espí­ritu del evangelio, otros la consideran un mal menor que hay que tolerar en ciertas condiciones, cuya gravedad hay que valorar de modo más o menos riguroso. Los que estudian estos documentos episcopales observan que a menudo los discursos avanzados en los textos se sitúan en niveles diversos, ora parenético, ora ético normativo; por lo cual las divergencias no son nunca realmente verdaderas y auténticas contradicciones. Tampoco la lectura que los documentos hacen de la no violencia y de los movimientos pacifistas inspirados en tal método es homogénea: algunos episcopados ven en ella una teorí­a y una praxis que está destinada a sustituir a la doctrina tradicional de la defensa armada, y en consecuencia la alientan como una gran esperanza; otros, aunque formulan sobre ella un juicio positivo, reconocen en ella una integración de la doctrina tradicional y advierten también defectos y lí­mites.

3. LOS MOVIMIENTOS PACIFISTAS DE INSPIRACIí“N CRISTIANA con ideogí­as y estrategias operativas muy diferenciadas se insertan en aquel «planeta» que constituye el actual «movimiento por la paz». Mientras que algunos son expresión institucional de la Iglesia, como «Justicia y paz», otros, en cambio, aunque tienen una connotación eclesial, no involucran en sus opciones a la Iglesia; entran en este número el movimiento internacional «Pax Christi», «Manos Unidas», etc. Además de ofrecer una contribución seria y a menudo creativa a la formación de una nueva conciencia y cultura de paz, estos movimientos (comprendidos los interconfesionales y de origen no cristiano) representan un estí­mulo y una ayuda para la reflexión teológica sobre la paz.

V. Hacia una nueva ética cristiana de la paz
Hoy en el horizonte de la teologí­a moral afloran preguntas comprometidas: ¿Qué paz? ¿Qué defensa? ¿Qué resistencia oponer a los varios enemigos de la paz? ¿Qué educación para la paz? Interrogantes que no encuentran respuestas uní­vocas en el movimiento por la paz, ora inspirado en la ideologí­a radical de la no violencia, ora más conciliador y pronto a los compromisos y también a las fáciles instrumentaciones.

Si nos fijamos en los tratados más recientes de ética teológica sobre la paz, encontramos notables convergencias sobre el enfoque bí­blico y evangélico del discurso ético. Mas este último no siempre se presenta rigurosamente tal, sino más bien como metaético [! Metaética] o parenético [t Parénesis]: pocos teólogos se esfuerzan en establecer las normas [l Etica normativa] en virtud de las cuales juzgar sobre la corrección moral o la inmoralidad de ciertas acciones definidas como de paz (p.ej., el desarme unilateral y la abolición de toda forma de disuasión nuclear), de ciertas metodologí­as para defenderla y promoverla (marchas por la paz, resistencias no violentas y similares). Finalmente, todos los moralistas parecen advertir una gran dificultad en armonizar utopí­a, profecí­a y cálculo de lo posible en la normativa ética relativa a la paz (y a la guerra).

Una nueva ética de la paz deberí­a surgir:
-de la profundización del shalom bí­blico (visto en su evolución en los libros históricos, sapientales y proféticos), que culmina en la enseñanza de Jesús, en su praxis y, en particular, en su muerte;
-de la revisión de la experiencia cristiana en un amplio arco histórico y en su densidad, constituida por elementos positivos y negativos, por impulsos proféticos y de compromisos, con frecuencia también pésimos por suponer cesiones ante el espí­ritu moderno, opresivo y violento;
-por el discernimiento crí­tico-profético de los movimientos de paz, de las ! objeciones de conciencia y del l voluntariado, así­ como por las valoraciones que los hombres amantes y constructores de la paz dan del actual giro histórico;
-por la profundización de la enseñanza magisterial, y en particular de las orientaciones morales y pastorales contenidas en los textos más recientes del episcopado.

Este estudio complejo le permitirá al teólogo moralista precisar el altí­simo concepto de paz que, para evitar cualquier equí­voco y confusión, debe preceder y fundamentar el juicio ético-teológico sobre las paces pequeñas, falsas, equí­vocas y corporativas, aireadas con frecuencia como verdadera paz. El concepto mismo de paz impulsará a una valoración crí­ticoprofética de los mecanismos estructurales injustos que intervienen en el aspecto polí­tico, económico, financiero y de las comunicaciones sociales, y que impiden la realización de la paz estable, profunda, universal, estrechamente vinculada al respeto garantizado y efectivo de los derechos de todos los hombres y de todos los pueblos.

Así­ el concepto y la teologí­a de la paz adquieren neta relevancia en todo el sector de la ética social y, según algunos, exigen que se invierta el procedimiento de la GS, que coloca el tratado de la paz después del discurso polí­tico y económico, cuando deberí­a, en cambio, precederle, porque la vida familiar, social, polí­tica y económica consiguen de la gran visión de la paz paradigmas de comportamiento más verdaderos y adecuados.

Finalmente, una nueva ética de la paz habrá de enfrentarse mucho más que en el pasado con el sentir de las gentes y de los grupos que trabajan por la paz, y en particular deberá cimentarse sobre el problema crucial de la defensa no armada como alternativa que hoy a no pocos se les antoja no utópica, necesaria y practicable, de la defensa militar armada.

[/Guerra; /Doctrina social de la Iglesia; /Objeción y disenso; /Pena de muerte].

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G. Mattai

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral