MORAL DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Y DEL JUDAíSMO
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Moral y camino histórico de Israel:
1. La época anterior a la monarquí­a;
2. El perí­odo monárquico;
3. El profetismo;
4. Exilio y posexilio;
5. El judaí­smo.
II. Conjuntos literarios:
1. La torah;
2. Deuteronomio y deuteronomista;
3. La ética de los sabios:
a) La sabidurí­a antigua,
b) Job y Qohélet,
c) La sabidurí­a revelada,
d) La moral de los sabios.
III. Hacia y más allá de la torah.

La dificultad de sintetizar la ética del AT es evidente; basta pensar en la duración milenaria del perí­odo en cuestión, en la complicada historia de la formación literaria de los textos, en la superposición de historia, derecho, costumbres, sabidurí­a, ley. No vamos a pretender presentar aquí­ una historia detallada del derecho, ni de la praxis y concepciones éticas, ni un sumario de las normas morales particulares. El objetivo es ofrecer un esbozo del espí­ritu que animó el enfoque moral fundamental en los momentos más significativos del AT. Se presenta primero una panorámica histórica rápida (I) de la evolución de la fe de Israel en su relación con la praxis. En la parte central (II) se examinan tres formas, especialmente significativas, de elaboración sistemática y unitaria de un conjunto de normas de conducta: la torah, el código deuteronómico y la moral sapiencial. A esta última se le dedica más espacio, porque representa un proceso de búsqueda y valoración crí­tica de los valores y de la praxis más cercano al método moral propiamente dicho. Siguen algunas conclusiones (III). No nos ha parecido indispensable tratar aparte los salmos, dado que presentan perspectivas semejantes tanto a los profetas como a la literatura sapiencia¡.

I. Moral y camino histórico de Israel
El AT se presenta como una historia; es necesario, por consiguiente, estudiar los cambios de la praxis y de las concepciones morales en las sucesivas fases de un proceso que se desarrolla durante un perí­odo de tiempo superior al milenio. Pero la tarea es difí­cil a causa de la formación del AT: sucesivas relecturas y redacciones, hechas siempre desde una perspectiva teológica, se apropiaron antiguas memorias y formulaciones anteriores, hasta el punto de hacer a veces imposible y siempre problemática la distinción de lo que realmente fue propio de una época. En muchos casos remontarse a los orí­genes del deuteronomista, es decir, a la época anterior al exilio (s. vi a.C.), es una tarea ardua y tanto más problemática cuanto más sofisticados son los métodos exegéticos e historiográficos. No obstante, no hay que renunciar al aspecto histórico, advirtiendo que se trata de una aproximación hipotética, sobre todo para los perí­odos en los que no tenemos documentos literarios de la época.

1. LA EPOCA ANTERIOR A LA MONARQUíA. Deberí­amos comenzar por la época patriarcal, que se remonta al segundo milenio a.C., y que suele definirse como seminómada. En Gén 15-20 tenemos huellas de costumbres que no corresponden a las documentadas para perí­odos posteriores y que se asemejan a usos de otras poblaciones del segundo milenio. Estas semejanzas confirmarí­an que los antepasados de Israel compartí­an en gran parte las costumbres de su ambiente, no siendo fácil saber sise distinguí­an por algunos rasgos especiales: En esta época el valor social más importante es la gran familia dirigida por el patriarca, que se pretende fecunda y rica y cuya integridad se protege incluso con la venganza de sangre; hay normas que regulan la relación con las mujeres, sobre todo en orden a la prole. Se tiene una especial preocupación en convivir pací­ficamente incluso con los de vida sedentaria y se cultiva la habilidad de estipular con astucia los pactos más ventajosos; se honra la hospitalidad. La relación con Dios es de carácter personal; parece que, en efecto, es muy antigua la concepción del Dios que «está con», como con frecuencia se expresa el libro del Gén a propósito de la relación de los patriarcas con Dios.

Se tiende a atribuir al carácter seminómadadel perí­odo patriarcal la base de una cultura, considerada tí­pica del Israel bí­blico, que podemos llamar de dinámica de la espera por el hecho de que ninguna realidad histórica o humana puede agotarla oferta divina de comunión. «A esta época puede remontarse el comienzo, en su sentido más radical, de una ética escatológica. Ethos nómada significa también ethos de libertad creativa, en situación de provisionalidad» (S. BASTIANEL y L. DI PINTO, H4). NO se sabe hasta qué punto estos valores pueden considerarse propios del carácter seminómada; el hecho es que la narración tal como la conocemos hoy presenta a los patriarcas más como emigrantes que como seminómadas, es decir, como personas que emprenden un viaje, al final definitivo, hacia una meta, lo que harí­a más adecuados los planteamientos de espera o esperanza que los de provisionalidad o libertad.

Exodo y Sinaí­ son acontecimientos muy difí­ciles de definir en su sentido originario, precisamente porque durante siglos han sido, especialmente el segundo, punto de referencia de las tradiciones interpretativas y de ampliaciones redaccionales. Pero se puede afirmar con suficiente seguridad que éxodo y Sinaí­, con el paso del tiempo, fueron reconocidos como el punto de origen de la presentación más propia de la fe y de la ética de Israel, y que, por lo tanto, tendrí­an en germen el potencial necesario para llegar a serlo. En estos acontecimientos radica la revelación fundamental de que Dios libera a Israel mediante hechos históricos concretos, con su plan de hacer de él un pueblo propio en una tierra concreta, y que sólo en la obediente fidelidad a este plan el pueblo adquiere su identidad y su derecho a existir. Israel se siente de esta manera destinatario de una gracia que comprende un proyecto que lo compromete en una tarea de fidelidad. Hacer el bien comienza a significar realizar lo que se hace «en Israel», en su raí­z surge la cultura de la distinción respecto a otros pueblos; se excluye toda reducción a criterios que nosotros llamarí­amos hoy moral natural. La fidelidad de Israel consiste sobre todo en el reconocimiento del Señor como único Dios de Israel; pero esta fidelidad no se expresa sólo con el culto, sino en una fidelidad moral a normas de solidaridad humana entre los miembros del pueblo. Parece probado que estas concepciones básicas se remontan al acontecimiento éxodo-Sinaí­, aunque no podemos precisar cuándo se adoptó la categorí­a de alianza ni cómo se fue añadiendo progresivamente al Sinaí­ la legislación de la actual torah.

Para el perí­odo del asentamiento en la tierra (de Josué a Saúl), las reconstrucciones historiográficas son tan endebles que no permiten identificar con seguridad ni ideas ni prácticas exclusivas de esos perí­odos. Algunos de los problemas que entonces se originaron llegaron a su madurez en el perí­odo monárquico y allí­ los encontraremos de nuevo.

2. EL PERIODO MONíRQUICO. Durante el perí­odo que va desde David a la caí­da de Jerusalén se produjeron grandes cambios también a nivel cultural y hubo una producción literaria que hoy se está cada vez menos seguro de poder identificar y aislar de su actual contexto redaccional del Pentateuco y de la historia deuteronomista. Por eso es preferible renunciar a exponer la antropologí­a y la moral del yavista y del elohí­sta y limitarse, aun a riesgo de pasar por alto las variantes de un perí­odo de cinco siglos, a identificar algunos hechos y fenómenos de tipo sociocultural y algunas orientaciones teológicas y morales que son comunes a todo ese perí­odo.

Aumenta la conciencia de ser un pueblo y, al menos durante la época salomónica y todaví­a más en el reino de Judá, de ser un reino que por gracia ha conseguido ya una estabilidad permanente. Continúa, sin embargo, la rivalidad entre el norte y el sur, con grandes diferencias que afectan al plano teológico también. La experiencia de guí­as carismáticos, primero, y del rey, después, elegido por Dios como garantí­a de fecundidad y de vida para la nación, facilitó el poder delegar en éste las grandes decisiones, lo que trajo como consecuencia un descenso en el nivel de responsabilidad del pueblo, que no controlaba ya sus propios comportamientos, lo que suscitó la reacción de los profetas.

La construcción del templo introdujo la idea nueva de una localización de la presencia protectora de Dios y favoreció una sobrevaloración de la eficacia mediadora del culto. La relación con la religión cananea dio lugar a formas de sincretismo y de «baalización» del culto de Yhwh, uniendo la divinidad a los ciclos naturales de la fecundidad.más que a sus libres intervenciones en la historia. El desarrollo de la vida urbana y del comercio influyó en usos y costumbres, obligando a adaptaciones, a veces traumáticas, de antiguas costumbres jurí­dicas e introduciendo núcleos de disgregación de la solidaridad tradicional, como lo demuestra la constante instrumentalización de la justicia en perjuicio de los más débiles. El desarrollo de las relaciones internacionales, tanto comerciales como militares, supuso una amenaza de progresiva asimilación a las formas culturales, religiosas y éticas de otros pueblos.

Aunque sucintamente y de manera discutible, lo señalado sugiere ya el drama de la posible pérdida de identidad del pueblo de Dios. El interrogante ético fundamental pasa a ser ahora si es lí­cito promover el desarrollo del Estado y de la sociedad de la misma manera que en otros reinos, o si están obligados a ser fieles a otros principios, en cuyo caso, a cuáles y quién es el encargado de establecerlos. En esta perspectiva de alternativa radical a los demás se sitúan los profetas. La oposición de estos dos proyectos es muy fuerte en el pueblo, porque la fe en el don divino de la tierra excluye todo lo que dificulte la igualdad en el reparto del territorio y en los beneficios que de ella se obtienen. La oposición es menor en lo que se refiere a polí­tica exterior, porque el recuerdo de la toma de posesión del paí­s no excluye las guerras de conquista; la duda se refiere sólo a la legitimidad de los pactos y alianzas y a la forma de realizar estas luchas de manera que no se caiga en una espiral de violencia. Pero en el fondo la pregunta central es si Dios consiente a su pueblo la ví­a de la fuerza o, mejor, de la autoafirmación en cualquier sector de la vida, como hacen los otros pueblos, que la imponen con la violencia bajo el patrocinio y las presuntas garantí­as de sus divinidades nacionales. En el origen de todo problema moral se plantea siempre la fe en la total diversidad y unicidad del Dios de Israel. De esta convicción arranca siempre el pensamiento profético.

3. EL PROFETISMO. Los profetas anteriores al exilio se integran en los problemas tí­picos de la época monárquica con una claridad poco común al resto del AT, que es fruto de su concepción de Dios como el único, el santo, la suma libertad que decide la historia. El eje central de su pensamiento es que la dimensión ética es la exigencia primaria del Dios verdadero. Los profetas se oponen a cualquier tentación de entender la gracia divina, que es la base de la existencia del pueblo, como algo estable que pueda estar garantizado sustancialmente desde la conservación objetiva de estructuras o por realizar determinados actos institucionales o cultuales. La presentan, en cambio, como una propuesta-promesa que surge del yo libre de Dios y que da origen a una relación dialogal con la libertad humana (piénsese en la imagen nupcial que ya se halla en Oseas). Es verdad que Dios ha dado existencia a un sistema de estructuras (tierra, reino, templo, sacerdocio, ley, etc.) necesario y válido, pero es sólo un marco para hacer posible la autodeterminación del pueblo y el ir modelándose como le exige su pertenencia a Dios en las distintas situaciones históricas.

Qué alianzas pactar, resistir o rendirse (p.ej., en Jeremí­as); si debe favorecerse el comercio, el latifundio, la riqueza (criticados en Isaí­as), son decisiones a las que la ley, la sabidurí­a, los oráculos, la tradición, la historia y las costumbres no pueden dar respuestas uní­vocas, ya que se trata de configurar tipologí­as, y los modos de ser han de tener consecuencias en la historia, para lo que es necesario establecer una relación entre el conocimiento de la realidad y la percepción profunda de las exigencias que Dios pide a su pueblo.

El juicio profético se sitúa precisamente en el corazón de estos problemas para exigir decisiones radicales, aunque puedan parecer anacrónicas y carentes de realismo, como la propuesta de Isaí­as a Acaz de confiar sólo en la promesa divina, sin recurrir a otras estrategias de defensa (cf Is 7), como la decisión de Jeremí­as cuando aconseja rendirse a Babilonia o, incluso, la propuesta de Sofoní­as de constituir un pueblo de gentes humildes y pobres, cuando la lógica polí­tica parecí­a exigir un aumento en medios materiales y fuerza. La disponibilidad a decisiones como éstas se llama conversión a Dios, y Dios, por su parte, está constantemente dedicado a observar y juzgar estos comportamientos humanos. El ámbito de encuentro con la divinidad es la coherencia entre las decisiones y la fe. Por esto no es el culto lo más importante; más aún: puede ser contraproducente si se entiende como una justificación para buscar protección al margen de la moralidad (Jer 7; 26). Con más razón, la idolatrí­a es inconcebible y se denuncia como pretensión de evadirse del Dios que juzga y como búsqueda de refugio en divinidades que nada tienen que ver con la dimensión moral. La supervivencia del pueblo está condicionada exclusivamente a su conversión moral; la alternativa, en caso de irresponsabilidad total, es la ruina. Por eso a cada generación se le recuerda y advierte su propia responsabilidad de cara al futuro: no puede encerrarse en el presente porque se le ha confiado una misión histórica.

Pero tomar las decisiones justas y emprender el camino de Dios es extremamente difí­cil (como lo muestra la polémica con los falsos profetas, la protesta del verdadero profeta y la angustia interior del profeta mismo, p.ej., Jeremí­as); por eso toda la historia del pueblo es una cadena de pecados o de equivocaciones. La tradición, el culto, la ley, la sabidurí­a, la profecí­a no son suficientes para dar luz y fuerza a unas decisiones morales eficazmente válidas. Con el paso del tiempo la profecí­a llega a darse cuenta de que cuanto Dios ha hecho hasta ahora en la historia no basta para salvarla. El movimiento ligado al Deuteronomio, durante el perí­odo que va desde Ezequiel a través de Josí­as hasta la catástrofe del 586, es el último intento frustrado de construir en el pueblo una fidelidad estable a un proyecto válido basado en una nueva forma de asumir el pasado. Desde entonces el único camino posible es la esperanza escatológica.

4. EXILIO Y POSEXILIO. Para este perí­odo carecemos de muchas informaciones históricas sobre los hechos, pero, en cambio, tenemos una gran producción literaria constituida por nuevos escritos y por nuevas redacciones de fuentes antiguas. A partir de ellos se pueden reconstruir algunos grupos de ideas del mismo.

De finales del exilio tenemos el Déutero-Isaí­as: un texto único en muchos aspectos, proclama una inminente restauración de Israel sobre la base del perdón total de sus culpas y de una renovación de todos los dones salví­ficos del pasado: un nuevo éxodo, una nueva alianza, un nuevo santuario, una nueva realeza de Dios. El sufrimiento del pasado ha sido fecundo (cf los cantos del siervo) y al pueblo se le abre un nuevo camino seguro de fidelidad; la idolatrí­a es ya objeto de sátiras. Hasta la perspectiva de Jer 31 y de Ez 36 -una alianza nueva mediante una ley escrita en los corazones-es sustancialmente optimista: Dios supera con creces la fragilidad del hombre con sus dones; un mundo restaurado hará posible la fidelidad moral y el auténtico culto. La ruptura con el pasado es tajante; ahora cada uno responderá de sí­ mismo (Ez 18). El principio común en que se apoyan los distintos escritos del perí­odo del exilio ha de verse en la dependencia de la moral respecto a la realización escatológica de la salvación. El comportamiento justo del hombre sólo es posible en la comunión con Dios y en el mundo renovado que Dios prepara; sólo en la novedad de Dios hay lugar para una humanidad justa, y la medida de la justicia humana es la acogida fiel y gozosa de la novedad de Dios.

La vuelta a la patria y las difí­ciles condiciones de vida que la acompañaron marcan el nuevo contacto con la realidad concreta: el mundo nuevo no es todaví­a algo visible y materialmente adquirido. Hubieron de desarrollar entonces modelos de trabajosa reconstrucción de su propia identidad y de la esperanza, con rasgos distintos. Uno conduce a la apocalí­ptica, y lleva a sus últimas consecuencias la idea de que es necesario un cataclismo cósmico como condición indispensable para darle al pueblo el estatuto que se le ha prometido. La tensión moral de la apocalí­ptica lleva al extremismo en la lí­nea del separatismo, del martirio, de la resistencia y oposición a los sistemas polí­ticos dominantes. La victoria final sobre el mal aparece cada vez más como un milagro en la imagen de una guerra (apocalipsis de Isaí­as, Déutero-Zacarí­as, Joel), o en la forma de prodigio sorprendente (las historias de Daniel), mientras que las tribulaciones del presente se ven como un medio de purificación que pasivamente sufre el pueblo de cara a una futura vida paradisí­aca. Prevalece el sentido del contraste entre la impotencia presente y la espera del milagro cósmico, que conduce a una ética de la espera penitente, con el mayor distanciamiento posible de la complicidad con este mundo.

Otro, que se inicia con el TercerIsaí­as, apunta, en cambio, hacia una comunidad que, aleccionada por el pasado, acepta humildemente el juicio de Dios, se adapta a su plan que comprende largos perí­odos y se hace consciente de la necesidad de una larga y lenta educación en la fidelidad dentro de las miserias del momento presente. Se desarrolla una mentalidad de búsqueda meditada de las condiciones de legitimidad y validez del culto, de la oración, del trabajo, de las relaciones sociales, tratando de determinar con precisión las actitudes interiores y los aspectos concretos que deben regular la praxis. Este espí­ritu anima a la recopilación de todos los preceptos imaginables en la torah. Anima también a releer la historia en forma de crónicas para tratar de buscar los elementos positivos de los antepasados, especialmente en David y Salomón, y así­ obtener normas, sobre todo rituales, y volver a proponerlas. El mismo cronista propone en Esd y Neh ejemplos concretos de organización de la comunidad, cuidando especialmente los compromisos cotidianos y con la sabidurí­a necesaria para resolver los casos difí­ciles con intuiciones de rigorismo teórico, como en el caso de los matrimonios mixtos en Esd 9-10. Esta preocupación pendiente de todo lo que ha ocurrido y ocurre, por la difí­cil distinción~entre bien y mal, pecado y fidelidad, es quizá la razón que impulsa, en algunos pasajes de Rut, Jonás y el final de Isaí­as y Zacarí­as, a considerar con más indulgencia la situación de los paganos y a plantear para algunos de ellos una forma de admisión en el pueblo de Dios.

Este cuidado por una correcta situación en todas las cosas pequeñas, esta especie de concentración de la mirada en los hombres más que en la historia hace posible que hasta en la literatura profética entre la casuí­stica, como se ve en Mal o en las discusiones sobre el sábado o el ayuno en el Tercer-Isaí­as. Puede parecer un descenso de nivel respecto a las preocupaciones de planificación polí­tica propia de los profetas anteriores al exilio; pero al ceñirse a un nivel (por así­ decir) «administrativo», manifiestan una flexibilizací­ón de sabidurí­a moral que ahora se da cuenta de la necesidad de volcarse en el cuidado pastoral y en un servicio de educación humilde. No por eso carecen de los grandes principios de los que deducir aplicaciones; son las conclusiones sacadas de la meditación sobre el irremediable pecado de toda la historia anterior: el sentido de la fragilidad humana y la necesidad del arrepentimiento, la naturaleza pobre y sencilla del auténtico pueblo de Dios, la primací­a de la adoración en el culto y en la vida, el imperativo de la solidaridad fraterna.

5. EL JUDAISMO. La época helenista y romana contempló la permanencia tanto de la tensión apocalí­ptica como de la fidelidad cotidiana a la torah. Esta última es la de mayor significación moral. La presentación que se hace de la torah, más adelante [l II, 1], es aplicable también al espí­ritu del judaí­smo.

El concepto clave es el de enseñanza. No brota sólo de la parte legislativa de la torah, sino de la narrativa que, interpretada en clave ejemplar o simbólica, da origen a la lectura de la historia como halakah, es decir, como camino que Dios muestra a su pueblo. Esto presupone una mediación interpretativa tal como se manifestará en la paráfrasis, en los comentarios, en las ampliaciones narrativas de la literatura intertestamentaria, y no sólo una ejecución mecánica de las normas. La torah, en su conjunto histórico y legal, constituye un marco de referencia para comprenderse en el mundo como amados por Dios, dispuestos por eso mismo a obedecer incluso las normas cuyo sentido obligatorio no acierta a descubrir la razón. La divinización y absolutización de la torah (en Filón -primera mitad del s. i d.C.- se identifica con el Logos) la. convierte en un principio que comunica vida y bendición: obedecer a la torah no es legalismo, sino el mejor modo de entrar en comunión con Dios. El estudio y la práctica de la torah se abren a la mí­stica y se convierten en la única tarea que puede realizar la vocación humana. También en esto el judaí­smo se basta a sí­ mismo y, aun en la espera de la restauración de Israel, puede vivir separado con dignidad.

Pero a mitad del siglo ii a.C. el judaí­smo se vio sacudido por el grave problema de tener que valorar moralmente la posibilidad de adaptar formas helení­sticas de vivir, bien por libre elección o por imposición forzosa, como ocurrió en Judea bajo Antí­oco IV. Muchos consideraron lí­cita la helenización; otros se opusieron en nombre de la fidelidad a la ley, dando origen a la violenta reacción militar de los Macabeos y a la exaltación del conservadurismo hasta el martirio. Otros se opusieron tanto a la helenización como a la reacción armada; fueron quizá los que dieron origen al grupo de los fariseos. Fuera de Palestina, en cambio, especialmente en Egipto, las costumbres helenistas, incluso las gimnásticas y deportivas, fueron integrándose en la forma de la vida de los judí­os, hasta el punto de que Filón habla del tema con admiración. Frente a las novedades históricas sólo queda la posibilidad de buscar, con el debate, la mejor decisión moral. Otros conflictos igualmente tensos se sucedieron hasta el tiempo de Jesús a propósito de la necesidad de testimoniar con acciones la ilegitimidad de la ocupación de su tierra por parte de opresores extranjeros.

La opción por el rigorismo caracteriza muchos estratos del judaí­smo palestino, cosa muy normal entre los pueblos oprimidos. El caso más extremo es el de la comunidad de Qumrán; su exagerada búsqueda de pureza y la tensión escatológica los empujó a actitudes dualistas, más ascéticas que teóricas. La corriente más influyente, la farisea, no posee estos rasgos, como tampoco el de teorizar sobre la sublevación. Representa la forma más elevada de la moralidad judí­a. Eleva a sistema el ideal de perfecta observancia y considera como primera obligación la protección, por medio del aislamiento, de la grandeza salví­fica de la torah. Esto lo hacen añadiendo a la ley escrita toda una serie de preceptos tomados de la tradición oral y de la casuí­stica, para formar una barrera de normas preliminares que eviten el peligro de acercarse a la posible transgresión de la ley escrita (es la moral del escrúpulo a que aludiremos más adelante); adiestrándose en juzgar correctamente los casos concretos con el estudio de la tradición de los maestros y formando un gran número de discí­pulos con los que reforzar el juicio y la praxis. Con estas posturas se encontrarán Jesús y la Iglesia primitiva.

II. Conjuntos literarios
Vamos a analizar ahora el espí­ritu que anima a tres grupos de conjuntos literarios en los que la problemática moral se desarrolló especialmente.

1. LA TORAH podrí­a ser la fuente principal para el conocimiento de la moral veterotestamentaria; sin embargo, para el investigador constituye un conjunto lleno de problemas, en el que se corre el peligro de perderse continuamente. El primer problema lo constituye el desorden en que los preceptos se suceden unos a otros, que probablemente es sólo aparente, pero que nos resulta insuperable, a pesar de su agrupación en I decálogos o dodecálogos unificables temáticamente sólo a costa de forzarlos. El segundo es la incertidumbre con que la exégesis, todaví­a hoy, se esfuerza por catalogar los distintos tipos de normas y sus denominaciones. Finalmente está el problema, también aquí­, de reconstruir la historia de la formación de las actuales colecciones. Sin entrar en estas averiguaciones, vamos a tratar de descubrir el espí­ritu fundamental que anima a la torah tal como hoy se encuentra ensu redacción definitiva (tratando aparte el Deuteronomio) y, por lo tanto, sin rechazar las secciones de pureza ritual, como si no tuvieran ninguna importancia ética.

El primer dato que aparece es su extensión a todas las situaciones de la vida; se puede encontrar un precepto o una referencia casuí­stica para cualquier acontecimiento de la vida. El adiestramiento (tal es el sentido de la torah) abarca toda la realidad y, en su conjunto, es presentado como una instrucción divina. En realidad sabemos (y probablemente entonces también lo sabí­an) que muchas de estas normas recogen reflexiones ético jurí­dicas humanas, elaboradas con métodos y criterios, al menos en parte, comunes también a otros pueblos y con un esfuerzo consciente y constante de adaptación a las distintas situaciones. En muchos casos (como el de la matanza ritual de Lev 17 y Dt 12) encontramos huellas de modificaciones y revisiones de normas más antiguas introducidas con fuertes polémicas, que explican la presencia, en el mismo conjunto literario, de prescripciones poco armónicas entre sí­ por su referencia a ambientes socioculturales distintos. Esto demuestra su constante consideración realista de las distintas situaciones; pero, al mismo tiempo, la atribución de todo el conjunto a la revelación divina del Sinaí­ (con mayor razón por el hecho de ser una redacción artificial) manifiesta la voluntad de dar un sentido de revelación a todo el conjunto.

Este conjunto de factores (total aplicación a situaciones, realismo, referencia divina) sirve para transmitir la convicción fundamental de que el hombre no está solo en el mundo, sino que está guiado por un Dios que lo adiestra en todas las situaciones en que puede verse engañado, encontrarse en la duda o actuar ingenuamente. La certeza que transmite el «Dijo Dios a Moisés» hace posible no verse arrastrados por la imprevisión o por la complejidad de los casos. En este sentido la torah es salví­fica, tranquilizadora y, a pesar de su aparente minuciosidad, liberadora. Además, sobre todo en las prescripciones sobre pureza ritual, inculca la idea de que las realidades naturales y hasta los objetos tienen un sentido: tienen posibilidades ocultas y funciones que conviene conocer y respetar. Es importante la convicción de que el hombre no puede prescindir de estas realidades para encontrarse con Dios; de esta manera capta, además de sus propias limitaciones, su esencial mundanidad y concreción. Es instruido en el hecho de que las cosas (piénsese en las partes de un animal y su modo de utilizarlas en el sacrificio) pueden llegar a constituir un conjunto significativo y eficaz para ciertos fines, si se conoce y se hace lo que Dios ha querido establecer.

Así­ se construye una auténtica cultura de la escucha y de la obediencia a Dios para entender el mundo; de lo sorprendente, del respeto, de la atención y hasta la precaución y prevención a la hora de actuar. La torah, sobre todo en sus secciones rituales, inculca el hábito de medir, contar, distinguir, ejecutar escrupulosamente. Educa así­ en un tipo de hombre prudentemente habituado a preguntar antes de hacer, no por vaga timidez, sino por respeto. P. Ricoeur (p. 382, bibl.) habla de moral del «escrúpulo» y, antes de señalar sus peligros, la define felizmente como un «régimen general de heteronomí­a consiguiente y consentida». No hay que olvidar la motivación última de esta elección sobre la que insiste el código de santidad de Lev 17-26: la pertenencia de la tierra y del pueblo al Dios santo, en el sentido primario de superior y distinto a todo lo que no es Dios. Fuera de esta pertenencia, la vida del pueblo no tendrí­a sentido, puesto que para eso fue sacado de Egipto. Indirectamente está en juego, pues, la realización del hombre, no individualmente entendida, sino del hombre en la participación del pueblo que ha sido elegido. Fuera de la elección a ser pueblo de Dios se cae en la nada o, peor aún, en el caos. Por esto la legislación «sacerdotal» de la torah puede integrar fácilmente viejas normativas sobre los criterios de admisión o exclusión de los clanes o de las asambleas cultuales, dar importancia a determinadas normas de benevolencia o beneficencia social, como se leen en el código de Ex 2024, y sobre todo llegar a incluir entre los preceptos el amor al prójimo (Lev 19:18).

Por encima de la importancia que se pueda dar legí­timamente a algunos preceptos, por considerarlos más humanitarios o más cercanos a la sensibilidad del NT, lo que debe tratar de entenderse es el sentido global de esta legislación tan compleja; este sentido consiste en el adiestramiento del pueblo para que se defienda a sí­ mismo y a cada uno de sus miembros reforzando cada dí­a su dependencia de Dios, porque la vida se alcanza sólo en los mandamientos de Dios y mediante su observancia (cf Lev 18:5).

2. DEUTERONOMIO Y DEUTERONOMISTA. Aunque forma parte de la torah, el Dt merece un párrafo aparte porque toca explí­citamente los dos aspectos de la alianza y de la unidad. Cuando al hablar del AT se habla de moral de la alianza nos referimos, en conclusión, al Dt y a la llamada escuela deuteronomista (= Detr), que, siguiendo sus propios principios, habrí­a redactado los libros que van desde Jos a 2Re.

Hoy todos reconocen que es caracterí­stica del Dt el tomar el esquema de los pactos de alianza-vasallaje para referirse a la relación Dios-pueblo. El Señor asume, de forma análoga, el papel del soberano que libremente elige a Israel como vasallo y se empeña en salvarlo, imponiéndole la obligación de reconocerlo a él como único Dios (es el estatuto de alianza) y de respetar una serie de obligaciones (las cláusulas). Se establece así­ una relación que comprende una cierta bilateralidad, aunque nunca sea paritaria.

El punto esencial de la visión deuteronómica es que Dios quiere no sólo que el pueblo le sea dependiente, sino que «asuma conscientemente esta existencia dependiente» (J. L’HOUR, 20). En esto está el origen de la ética de la alianza. Para esta primací­a de la conciencia, el culto no tiene un valor autónomo, sino que su valor es el de memorial, rito explicativo o signo para entender, creer y amar, como se desprende de las explicaciones propias del Dt, por ejemplo de la pascua. El culto está subordinado a la inteligencia de la fe y, en cierta medida, también a la moral.

Es caracterí­stico del Dt la relación entre la estipulación fundamental, según la cual el pueblo no debe tener ningún otro dios, y la deducción según la cual todo debe expresar referencia a esta relación e una especie de totalidad unificada, que el Dt se esfuerza en hacer lo más consciente posible. Desde este esfuerzo por englobar la totalidad en una consciente referencia a la alianza se comprenden mejor algunos aspectos particulares de la visón deuteronomista. Recordemos los más importantes. – Toda la persona, con todo el corazón y todas sus fuerzas, es llamada a reconocer la benévola soberaní­a de Dios. El lenguaje del Dt y del Detr prima términos como amar, temer, escuchar, servir, teniendo como objeto a la persona de Dios, y estilí­sticamente adopta la formulación yo/tú, yo/ vosotros. -Con frecuencia las normas se justifican dando sus motivos (en general históricos: recuerda que tu también fuiste esclavo en Egipto) y su finalidad (para que vivas en la tierra); consecuentemente, su estilo es parenético hasta excesos retóricos, porque se pretende una interiorización de la norma a través de la formación de una conciencia consciente de la unidad de la historia. -La reinterpretación de la historia asume una función de ejemplaridad: se debe mostrar de qué manera concreta ha ejercitado Dios su propia fidelidad-lealtad, traduciéndola operativamente de modo que constituya un prototipo para el actuar del pueblo llamado a una fidelidad y justicia análoga. -La dialéctica entre estatuto fundamental y normas particulares encuentra una integración armónica a través de un esquematismo paralelo: amar a Dios poniendo en práctica y pones en práctica temiendo (en los dos esquemas, el segundo miembro está unido al primero por una preposición que asume un valor casi exegético). De este modo el mandamiento principal escapa a la abstracción para identificarse con la praxis, que, a su vez, no es mera observancia, sino explicitación de la obediencia-amor, con la que elude, por su referencia a Dios, el caer en el legalismo. -Las bendiciones y maldiciones son un medio para unir el compromiso ético-religioso al caminar de la historia, cuyo futuro está condicionado (salvaguardando la libertad de Dios) a la totalidad del cotidiano actuar humano. -A esto le sigue la mutua relación indisoluble entre el individuo y la colectividad, que, por encima de las exageraciones por las que se manifiesta (piénsese en la sobrevaloración de la infidelidad del rey o de la violación de las normas sobre el exterminio), ayuda al desarrollo de una adecuada noción de comunidad y de responsabilidad social e histórica.

Este marco de la moral deuteronómica, centrada en un personalismo global de la alianza, suscita admiración. Precisamente se ve en el Dt una sí­ntesis muy próxima al espí­ritu del NT, debido a la presencia en el código deuteronómico de normas y motivaciones humanitarias (p.ej., 21,10-14; 23,25ss, y especialmente 24 10-22) que con razón se consideran fruto, más que de una evolución sociocultural, de una asimilación coherente de la teologí­a de la alianza.

No hay que olvidar, sin embargo, los aspectos problemáticos que aparecen en la redacción Detr de los libros de Jos a 2Re, tanto en los episodios recogidos de tradiciones antiguas e incorporados sin comentarios ni distinciones como en las secciones que reflejan directamente la teologí­a Detr. Entre los puntos que merecen una reflexión se pueden citar los siguientes: -El conocido homicidio de la hija de Jefté es narrado sin comentario alguno, y más que dar a entender la neutralidad del historiador por una costumbre arcaica, el narrador parece compartir la misma convicción de la sacralidad absoluta del juramento (cf Jos 9:19; 1Sa 14:24; IRe 2,8), que no admite excepciones de ningún tipo, ni siquiera por respeto a la vida humana. Se cuestiona entonces por qué no surja un planteamiento sobre la validez de algunos juramentos, tal como aparece, por ejemplo, en el episodio de I Sam 14,24-46, donde se sospecha que el voto de Saúl debe considerarse no válido por haberlo hecho aquel que el Señor querí­a rechazar. La tentación de acusar de parcialidad al Detr es grande debido a su visión ideológica de la historia de la salvación. El ¿Por qué no es malo matar al rey de Moab a traición (Jue 3:12-20) y a Sisar violando la hospitalidad (Jue 4:17-22), mientras se plantea el problema de si, para castigar un crimen, debe combatirse contra los propios hermanos (Jue 20:23.28)? ¿Quizá porque con los enemigos hay que aplicar una moral distinta? Harí­a pensar así­ en la justificación de las venganzas de Salomón (1Re 2) y de las matanzas filoyavistas de Jehú (2Re 10). -Pero el problema más grave viene de la teorización del deber de exterminar totalmente a las ciudades más próximas a Israel (Dt 20), que da justificación teológica, en nombre de la promesa de la tierra, a la arcaica costumbre de la guerra santa. El hecho de que los redactores lamenten que la orden no haya sido cumplida sin excepción, rechazando cualquier hipótesis de compromiso, incluidas las adoptadas en diversas circunstancias, hace a los deuteronomistas sospechosos de una cierta ceguera ideológica. -Parece innegable que el modo con el que la redacción Detr narra la historia (con las debidas diferencias se da una situación parecida en el cronista) manifiesta una cierta inmadurez y groserí­a en el manejo del sentido hermenéutico del principio histórico-salví­fico. Algunos valores, como la elección divina del pueblo o la promesa condicionada de la tierra, son absolutizados hasta el punto de impedir la posibilidad de integrarlos con otros valores que los teólogos Detr no, ,desconocí­an. La tensión ideal a la meta a alcanzar o salvaguardar impide la percepción de que, también en el caso de la acción divina, el fin no basta para justificar los medios. La subordinación de todo acto o acontecimiento a la meta final, que por sí­ misma es moralmente neutra en el dinamismo poético-narrativo de la épica, de la saga o de la historia popular (como, p.ej., en el canto de Ex 15 o en el de Ester), puede resultar ambigua cuando se mezcla con textos normativos con pretensiones de adiestramiento.

Por desgracia, ésta parece ser la situación actual del Pentateuco y de la historia Detr (por no hablar del caso extremo de los Macabeos). Si se renuncia a considerar de forma aislada algunas partes para tratar de captar el animus moral del conjunto, nos encontramos ante motivos contradictorios, necesitados de un ajuste hermenéutico para el que el AT por sí­ solo no parece que pueda aportar criterios suficientes.

3. LA ETICA DE LOS SABIOS. Los libros sapienciales, en cierto sentido, forman un grupo aparte dentro del AT. Presentan una mayor afinidad con el mundo extrabí­blico, sobre todo egipcio, y al mismo tiempo parecen ajenos a la concepción histórico-salví­fica de la torah y de los profetas, lo cual es cierto especialmente para los estratos más antiguos. Es, pues, necesario tener en cuenta el camino peculiar seguido por la reflexión sapiencial desde los estratos redaccionales más antiguos, Prov 1031, hasta los más recientes, Sab.

Según algunos investigadores, con el paso de ocho o nueve siglos se habrí­a dado una evolución, análoga a otra documentada y mucho más lenta y antigua que habrí­a ocurrido en Egipto y Mesopotamia, desde una concepción cósmico-racionalista primitiva a una postura final más fideí­sta, con una gran crisis intermedia. Prov 10-31 serí­a el testimonio de la primitiva confianza de los sabios -aun siendo conscientes de sus propias limitaciones- por entender y captar con la razón el orden divino impreso en el mundo, a fin de extraer de él pautas que sirvieran para una salida positiva de la vida humana. Job y Qo representarí­an la crisis de esa confianza primitiva frente a los respectivos problemas del sufrimiento del justo y de la no comprensión de la realidad. Finalmente, en Prov 1-9, en Si y en Sab se llegarí­a a la conclusión de que la sabidurí­a es una propiedad de Dios que el hombre debe pedir y aceptar como un don. Este itinerario tan sugestivo tiene el riesgo de ser una esquematización ideada a partir de nuestros métodos históricos sobre los textos que únicamente han llegado hasta nosotros, y por lo tanto muy hipotético. Sin embargo, sí­ que es cierta la consecuencia que se deduce de él, que es más prudente exponer el mensaje de los libros sapienciales distinguiendo sus distintos estratos de forma diacrónica y no globalmente.

a) La sabidurí­a antigua. En el estrato más antiguo las bases de la reflexión sapiencial son las siguientes: 0 El mundo tiene un orden (se supone que de origen divino, aunque no se dice explí­citamente), por lo cual entre las cosas se da una correspondencia equilibrada y proporcional; 0 estas correspondencias se pueden conocer mediante la observación de la realidad, la comparación y la clasificación de los casos concretos por parte de la inteligencia humana, que expresa los resultados de forma sintética, simbólica y, por lo tanto, siempre abierta (y siempre mejorable) del proverbio; O a nivel del actuar humano, el orden cognoscible consiste en la correspondencia entre las acciones y los resultados, entre inicio y éxito. A las acciones justas y sabias les corresponde el bienestar, a las estúpidas la miseria; aunque a veces puede pasar un largo perí­odo de tiempo, pero nunca se sale del ámbito de lo terreno; 0 la acción de Dios puede superar el nivel de proporcionalidad, pero no lo contradice: también los proverbios que ilustran el modo de actuar de Dios parecen enunciar datos constatados humanamente. No aparece para nada ninguna referencia a realidades demoní­acas, sobrehumanas o sacrales; el marco abarca sólo el mundo y la divinidad.

Los enunciados en los que se reconoce un contenido ético se encuadran en esta concepción general. No son abstracciones ni deducciones a partir de unos principios, sino constataciones de nexos reales cuidadosamente clasificados y verificados. Quizá el unir actitudes humanas y fenómenos naturales (el hablar en secreto provoca el desprecio como la tramontana la lluvia: Pro 25:53) es algo más que una imagen ilustrativa y pretende manifestar una especie de relación de causa y efecto. Otras veces se concluye en generalizaciones parecidas a la inducción de un principio; sin embargo parece más correcto considerar los proverbios antiguos sólo como formulaciones concluyentes de una colección casi estadí­stica de datos de experiencia. Su prestigio se basa en la antigüedad de su origen y en la corrección del método de las escuelas sapienciales. Por eso, hasta en la forma, tienen el carácter persuasivo de advertencias educativas, no el del precepto y la obligación. Más que de normas, se trata de informaciones de las que el discí­pulo debe sacar sus propias reglas de conducta: una serie de imágenes de la realidad que desvelan el verdadero éxito de las acciones más allá de las apariencias y que de esta forma constituyen un marco de referencia para las decisiones del sujeto. El sabio transmite, en primer lugar, una cultura de la que sacar motivaciones para el comportamiento. El criterio principal es la realización del hombre en la sociedad de su tiempo. En este sentido se puede decir que el fundamento de la ética sapiencial es antropológico, porque se basa en la experiencia, tiene como aval la racionalidad, emancipa la libertad y pretende garantizar a la persona su integración más equilibrada y gratificante en el mundo.

En cuanto a los contenidos concretos de las afirmaciones sapienciales y a los valores que defienden o promueven, es suficiente decir que afectan a todos los ámbitos de la vida, no sólo a la corte o al aparato estatal, como ocurrí­a normalmente en Egipto. Es frecuente la condena de la violencia; la amonestación sobre el uso sincero, benévolo y sobre todo prudente de la lengua; pone en guardia sobre el peligro de las mujeres, y recomienda la laboriosidad y la sobriedad. Es difí­cil hacer referencias textuales que no se reduzcan a listas de versí­culos aislados. Se pueden citar dos partes: el breví­simo catálogo de siete pecados en Pro 6:16-19, y sobre todo el capí­tulo 31 de Job. Este último, si bien es más reciente que el estrato que hemos visto hasta ahora, puede servir para hacerse una idea de lo que la filosofí­a sapiencial considera el marco orgánico ideal de lo que es una existencia irreprensible y válida. Job, feliz y con buena vida, es la imagen del hombre completamente realizado. Sus principios morales se pueden sintetizar así­: sinceridad, rechazo del propio beneficio a expensas de los demás y solicitud por proteger activamente a los débiles. En la raí­z de estas actitudes parece haber un sentimiento más profundo: la conciencia de que la plenitud de la vida se asegura con la integración de la propia persona en un orden social y cósmico que lo dirige el mismo Dios. Es moralmente bueno tener conciencia de las propias limitaciones y la valoración del bienestar como resultado objetivo de la regla de proporcionalidad que gobierna el mundo (lo que equivale a lo que tradicionalmente se llama principio de retribución). Es malo, en cambio, excederse, forzar los ritmos y relaciones para tener más o antes: ojos altaneros, lengua mentirosa, corazón que trama, pies que corren hacia el mal, estas cuatro imágenes sacadas de Pro 6:16-19 son, en conjunto, la imagen del malvado y del necio.

b) Job y Qohélet. Los libros de Job y Qo pueden considerarse, como ya hemos dicho, testimonios de la crisis de la moralidad tradicional. No se cuestiona el modelo o la lista de los comportamientos a seguir, sino el porqué deba hacerse, dado que el justo sin mancha, como Job, sufre sin proporción y sin explicación. Ante este caso lí­mite desaparece la salvaguardia cósmico-teológica como justificación de la ética. El autor de los diálogos se sirve de la intervención de tres amigos y (quizá un redactor posterior) de Eliú para exponer todos los modos posibles con los que enmarcar el caso dentro de la razonabilidad tradicional; pero el hilo conductor de la redacción pretende, precisamente, mostrar su inconsistencia: Job tiene razón cuando afirma que sólo Dios puede dar una justificación y sólo él puede ser, en cualquier caso y paradójicamente, su único defensor, al mismo tiempo que es él quien lo hace sufrir. Es esta convicción la que da a los discursos de Job, por encima de su apariencia de blasfema rebelión, su sentido de profundas profesiones de fe. El hecho de que la respuesta haya que pedí­rsela a Dios demuestra que la motivación última de la moralidad ya no puede ser cósmico-antropológica y sólo indirectamente teológica, como lo era en el esquema clásico antes descrito, sino, por el contrario, directa e inmediatamente teológica. Según como se entienda la respuesta de Dios (Job 3841) y la doxologí­a de Job (Pro 40:3s; Pro 42:16) se puede discutir si se puede recuperar o no una visión más evolucionada de la complejidad del mundo, a la que Dios parece remitir a Job, como elemento de ayuda para aceptar los insondables criterios de la acción divina. En cualquier caso está claro que la observación del mundo no basta ya, y que la única razón para hacer el bien no es el esquema tradicional racionalmente verificado, sino sólo la convicción de fe de la superioridad absoluta o de la santidad de Dios. La ecuación por la que debe hacerse moralmente lo que promueve la vida de la persona continúa igual; pero la verificación de su relación escapa ahora al hombre, que debe fiarse de una sabidurí­a divina que le resulta inasequible, como dirá el redactor que ha incluido en Job 28 el himno a la inaccesibilidad de la sabidurí­a.

La reflexión del Qohélet es todaví­a más radical, pues muestra la improductividad de las relaciones lógicas de la sabidurí­a tradicional no sólo en el caso lí­mite de un dolor muy intenso, sino también en las situaciones normales de la vida, hasta denunciar la inutilidad misma de la sabidurí­a. La pregunta: «¿Qué ventajas obtiene el hombre de todos los trabajos con que se fatiga bajo el sol?» (Qo 1,3), parece llevar a una especie de nihilismo que pone en duda todos los valores y motivaciones. Pero paradójicamente puede ser, en negativo, la afirmación implí­cita del valor del hombre, que no logra encontrar en lo que prouce y trabaja lo que necesita para su plena realización porque le falta precisamente lo que es más adecuado para él: el conocimiento y el dominio del tiempo propicio para cada acción, sus resultados y, por lo tanto, para el futuro.

Esta constatación de la vanidad e inaferrabilidad cognoscitiva de la totalidad de la vida plantea a Qohélet el grave problema de la última motivación del obrar humano y de lo que permite distinguir cuándo se obra bien. Está seguro de que hay una razón plena de la totalidad, y que esa razón está en Dios; pero le parece imposible que el hombre pueda llegar a poseerla. De aquí­ su conclusión; que le es mejor al hombre disfrutar de los bienes que Dios le da y abstenerse de incluir en su existencia el afán por un inalcanzable dominio de los acontecimientos. Es una concepción que no tiene nada en común, salvo en la forma externa, con planteamientos epicúreos (que Qohélet conoció), sino que manifiesta un profundo sentido de fe. Qohélet, efectivamente, se decide por la obediencia a Dios y a la inaccesible sabidurí­a con que gobierna el mundo. El sabio, aunque pueda parecer paradójico decirlo en el caso de Qohélet, se pregunta si acaso debe hacerse piadoso.

Pero el problema capital que angustia a Qohélet es el de la muerte, para él sin solución, que iguala al hombre con los otros seres vivos y hace vana toda posibilidad de vislumbrar un sentido en el esfuerzo humano por dominar la vida. Se podrí­a decir que Qohélet denuncia la inconsistencia de la problemática misma de la acción en el horizonte de una vida humana cerrada definitivamente por la muerte: la comprensión del obrar no es posible porque la incomprensión de la totalidad la hace insuperable la ultimidad de la muerte. Sus elecciones reductivas, sin duda, son la señal de que el hombre ha llegado a intuir su propia impotencia para entenderse a sí­ mismo si continúa encerrado en el horizonte del mundo finito. Sin embargo, el Dios que Qohélet reconoce y a quien obedece no es aquel que puede ampliar su horizonte cognoscitivo. Quizá lo decisivo, que Qohélet expresa sin llegar a integrarlo en un planteamiento armónico, es el hecho de que Dios no puede ser entendido sólo como la fuente del orden mundano, sino como un alguien libre que pretende un proyecto sabio. Como se dice en Qo 8,16-9,1, el hombre no puede descubrir la razón de todo lo que ocurre bajo el sol; y, sin embargo, es cierto que los justos y los sabios están en las manos de Dios. Este estar en las manos de Dios es lo único que permite a Qohélet llegar a la obediente y reconocida aceptación de los fragmentos de felicidad, a una especie de moral del distanciamiento más que del placer (o de la antihybris más radical), una moral que no elimina el esfuerzo, sino que educa en una continua crí­tica (una especie de autoironí­a) de las pretensiones de dominar la realidad. Qohélet no vislumbra todaví­a la posibilidad de una historia de la salvación, ni tampoco de una perspectiva escatológica, que serí­an las únicas maneras de romper el cerco de la vanidad.

c) La sabidurí­a revelada. En Prov 1-9 la sabidurí­a parece una especie de hipóstasis divina que invita a los hombres a una comunión familiar con ella para instruirlos y guiarlos. Se entiende todaví­a como presente en el mundo aunque adquiera, al menos metafóricamente, una personalidad distinta. El camino para alcanzarla no es la observación del mundo, sino el reconocimiento de su valor como atributo divino y la acogida de su don de comunicación sapiencial. La primera tarea del hombre es buscar a esta artí­fice de la vitalidad y del sentido del cosmos, de la que proviene la norma del obrar y la felicidad.

A la pregunta de cómo se comunica concretamente esta sabidurí­a y qué contenidos transmite a la mente de sus ideales discí­pulos, Prov y Si dan, implí­citamente ambos, respuestas distintas. En Prov, la colocación redaccional de los nueve capí­tulos primeros como introducción a las colecciones más antiguas de sentencias, permite considerar que la forma de comunicación es todaví­a la de escuchar a los antiguos maestros y que los contenidos morales concretos son los que se han encontrado a lo largo de una búsqueda secular, con la diferencia de que ahora adquieren un valor casi dogmático y se aproximan, aunque sea de forma todaví­a implí­cita, a una especie de revelación.

En Si, en cambio, la afirmación de que la sabidurí­a se ha instalado en Israel, y más en concreto en el templo, y su identificación con la torah (Si 24), hace resaltar el aspecto de revelación de la comunicación sapiencial e identifica su contenido con el de la ley de la alianza. Y, sin embargo, a pesar de esto, ni siquiera el Sirácida elimina la tradición, por lo cual los proverbios de los sabios constituyen la parte más importante del libro y se supone que pueden armonizarse con la torah, de la que no se toman las prescripciones individuales, sino el principio fundamental de la observancia de los mandamientos (p.ej., 1,23ss; 6,37; 21,11; 23,27). Desde ahora las normas de conducta se integran en un marco completo del todo que incluye creación y alianza. El texto más grandioso sobre este aspecto es Sir 17:1-13, en el que la creación del hombre como imagen de Dios, su integración en un estado superior al cosmos y la revelación de la gloria divina desembocan en el imperativo moral de guardarse de toda injusticia y de preocuparse por el prójimo. «La observancia de los mandamientos se ha identificado ya con el temor del Señor y con la sabidurí­a cósmica. No se conforma ya con que el hombre se encuentre en armoní­a con el orden primordial de la creación, amante del bien, enemigo del mal, honesto, educado, equilibrado, sino que quiere al hombre temeroso de Dios, humilde, piadoso, fiel a la revelación mosaica del Sinaí­, que observa los mandamientos y se siente unido a Dios por una alianza» (E. TESTA, 257). En este contexto, el sentido de temor del Señor, que ya en Prov y Job podí­a indicar el justo comportamiento moral, se convierte en la sigla que resume el quehacer del hombre. No significa sólo sumisión a la ley, sino que indica una especie de opción fundamental por Dios que incluye amor, esperanza, confianza incondicional y determinación de observar su ley, acompañada por la certeza de que en esta opción se realiza la alegrí­a y la plenitud de la vida humana y que, por esto, debe buscarse con decisión y total implicación personal, es decir (según la expresión del autor de Si), con apertura de corazón. Los dos primeros capí­tulos del libro documentan ampliamente la importancia central de este tema y expresan con imágenes distintas la convergencia de distintas actitudes en intención y actuación en un núcleo que se configura precisamente como una especie de opción fundamental.

El libro de la sabidurí­a merece una consideración especial sobre todo, aunque no sólo por eso, por la nueva convicción sobre una vida después de la muerte. Opone, según nuestra propia forma de expresarnos, dos concepciones teológicas, antropológicas y éticas atribuidas a los impí­os y a los justos, respectivamente. El impí­o es, si no ateo, un teí­sta que niega cualquier tipo de interés de Dios por el hombre; considera la caducidad humana como algo esencial al hombre; y no para sacar de ella una ética o una ascética de la finitud y de la humildad, sino para lanzarse hacia una concepción de tipo nihilista; considera la inevitabilidad de la muerte como justificación para hacer un uso superficial de las cosas, y, además, frente al justo que le contradice opone una reacción violenta para eliminarlo. Gastar y destruir para sentirse autorizado a disfrutar es el ideal del impí­o, basado en la aceptación pasiva y acrí­tica de la muerte como palabra última y como criterio hermenéutico del obrar: «Los impí­os con gestos y con palabras llaman a la muerte, creyéndola su amiga, se consumen por ella y con ella han hecho pacto, porque son dignos de contarse entre su número» (1,16). Del lado opuesto, el justo cree que Dios ha creado por sí­ solo la vida y la gobierna con fuerza y paciencia. La sabidurí­a es el espí­ritu que media entre el Dios y el mundo: uno y múltiple, capaz de entrar a dirigir todas las cosas que componen la realidad. La misión del hombre es desear e invocar la sabidurí­a para obtener de su guí­a la educación en la justicia que le asegure la vida. El contenido central de esta justicia es precisamente el abandonarse a la guí­a de Dios. En cierto sentido la primera tarea moral es la fe, especialmente la fe en el triunfo de los justos después de la muerte. A partir de esto se produce la revalorización del valor del perseguido, de la estéril, del eunuco y de quien muere prematuramente. El justo es desde ahora el creyente; más aún: el creyente en la vida sin fin de los justos.

Si 44-50 y Sab 10-19 tienen contenido histórico. Por primera vez entran en la literatura sapiencial los grandes personajes de la historia de Israel (en Si) y los acontecimientos del éxodo (en Sab). El hecho es reseñable; pero es difí­cil decir si con esto la reflexión sapiencial trata de hacer una auténtica sí­ntesis entre su tradicional planteamiento cósmico-teológico y el histórico-salví­fico. La respuesta parece más bien negativa, sobre todo teniendo en cuenta que en Si los personajes se presentan en medallones honorí­ficos como ejemplos de virtud, y en Sab el éxodo es visto como paradigma concreto del poder de la sabidurí­a sobre los hombres y las cosas. La memoria histórica parece ser sólo un repertorio de ejemplos, como antes- lo habí­a sido la naturaleza.

d) La moral de los sabios. Teniendo en cuenta la diversidad de los estratos, el filón sapiencial presenta algunos elementos comunes. -En primer lugar hay que decir que es el más cercano a un planteamiento propiamente ético, porque aborda al hombre y su realización vital. -El objeto constante de su búsqueda es la relación entre los actos humanos y sus consecuencias; estudiado clasificando los datos que se extraen de la experiencia. -Su fin es la consecución de lo buscado más que la felicidad como satisfacción interior. Pero no serí­a exacto decir que es una moral interesada, porque la tensión de la búsqueda está orientada siempre hacia un criterio de totalidad en cualquier dirección: toda la persona, toda la sociedad en que se vive, toda la realidad del propio mundo. -El ideal, que se trasluce en los principales temas de la prudencia, de la moderación, de la previsión, parece ser el de descubrir la dimensión que a cada uno se le ha asignado sin invadir la de ningún otro. -El método de búsqueda es detallista, pero no casuí­stico, porque no aí­sla aspectos parciales, sino que tiende a la percepción de las relaciones entre lo particular y el conjunto. 0 Es caracterí­stica la falta de normas perentorias y la formación en una continua reflexión sobre el actuar propio, que, aun con una cierta viscosidad debida al culto a la tradición, está abierta a nuevas soluciones posibles y a reconocer horizontes más amplios, como se demuestra en los escritos más recientes abiertos a la trascendencia, a la historia y a la escatologí­a. – El verdadero sabio y el justo están en una tensión continua entre las certezas adquiridas y nuevas profundizaciones. Continuamente atentos a sí­ mismos, a la validez de las ideas y a la eficacia de las acciones. -La figura opuesta del impí­o, siempre presente, demuestra que son conscientes de que la sabidurí­a es contestada y está necesitada de una verificación continua. -Quizá sólo en Si 1-2, como hemos visto, se llega a la seguridad de una posible opción definitiva. Por esto se puede decir que, más allá de los contenidos concretos, el filón sapiencial educa al hombre en la conciencia del problema moral, lo hace consciente de la problemática no resuelta todaví­a de la decisión, del deber y .de la dificultad de pensar con sentido ético.

III. Hacia y más allá de la torah
En el AT no existe un único proyecto moral, sino una tendencia constante a expresar adecuadamente la identidad del pueblo de Dios en la historia en la que está inmerso y de la que recibe cultura y valores. La misma noción de Dios y de su plan está mediatizada por la cultura en sus distintas fases históricas, aunque no por eso se le puede reducir ni subordinar a ella; el nombre de Yhwh preserva la unicidad santa de Dios, que nada de lo humano puede agotar; análogamente ocurre con el sentido profundo del éxodo, del Sinaí­, del juicio del exilio. Una experiencia de Dios que no es transferible a culturas humanas empuja a Israel cada vez más allá y fuera de los modelos de comportamiento que presenta la historia y que él comparte porque le permiten existir y actuar. Se ha comprobado en la época monárquica [l antes, 1, 2]. Los comportamientos de Israel cambian no sólo porque la historia evoluciona, sino porque profundiza, con alteraciones y conflictos, en la conciencia de la relación constitutiva con Dios, que arranca de él y exige al pueblo una continua adecuación -la conversión-, sin permitirle por eso nunca alejarse de la realidad del mundo. La fidelidad a Dios se manifiesta en 1a vida real, y muy frecuentemente [se vio antes, 11, 3, en el caso de los profetas] le corresponde al pueblo encontrar cómo manifestarla: Dios lo espera al acecho para el juicio. Es difí­cil encontrar en otro sitio una experiencia similar de libertad y responsabilidad.

En este marco se puede calificar la moral del AT como moral dialogal o de alianza, que impone valores y cosas a realizar porque Dios antes ha hecho algo por el pueblo y quiere algo de él para alcanzar una meta cada vez más universal, de manera que el pueblo tiene el encargo y la responsabilidad del futuro y de la totalidad del mundo. Según los profetas, del hecho de falsificar los pesos de una balanza o de la manera de practicar un rito o de realizar la guerra (piénsese en las amenazas de Amós 1-2) pueden derivarse la vida o la ruina de pueblos enteros. Nunca antes las decisiones éticas aparentemente circunscritas tuvieron tanta responsabilidad.

Quizá fue precisamente esta sobrecarga de responsabilidad histórica la que hizo comprender el exilio y su consiguiente pérdida de importancia polí­tica como una crisis que podí­a replantearlo todo de ñuevo. Surgió entonces una nueva pregunta fundamental: si serí­a posible un comportamiento adecuado a la alianza antes de que se hiciera realidad un mundo nuevo y un hombre nuevo. Varias propuestas, a las que ya se ha hecho alusión [/antes, I, 4] en la perspectiva histórica, se refieren a la espera, diversamente entendida, de esta nueva realidad; mientras tanto, la primera exigencia moral es entonces la esperanza escatológica misma, que mantiene en el momento presente la confesión del pecado, la búsqueda de purificación y la resistencia testimonial. La ansiedad alcanza su forma más exasperada en la apocalí­ptica y en la ideologización del martirio.

Pero despunta otra ví­a que, sin negar la esperanza, intuye la posibilidad de crear ya desde ahora una forma de vida personal y comunitaria en presencia de la historia más que en diálogo con ella; una ví­a que, casi imaginariamente, construye una imagen de mundo totalmente ordenado y guiado por Dios, en la que el pueblo puede ser ya el pueblo santo del Dios santo. Es la ví­a dé la torah y del judaí­smo, que todaví­a permanece viva hoy en la figura hebrea del pueblo de Dios, del que Dios se ha comprometido a no renegar nunca.

Pero la vocación de Israel a ser pueblo de Dios, no sólo entre los otros pueblos, sino con ellos, como habí­a ocurrido pací­ficamente en la era patriarcal y-luego cada vez con más tensión, continúa dándose. El judaí­smo de la época helenista y romana la vivió de varias formas, incluso en la forma extrema de los zelotes. El AT, sin embargo, no contiene ningún modelo que por su validez ya verificada pueda convertirse en normativo, sino que ofrece sólo una historia de peligros y de crisis que nos sirve de lección y de educación crí­tica para evitar errores y reconocer el pecado. Es una historia que educa en el temor de Dios, pero que no consigue indicar el camino para realizar la vocación del pueblo a la santidad con la aspiración a una comunidad universal de todos los hombres en la paz, lo cual sólo será posible en el eón escatológico, en cuya espera únicamente se nos ha dado la torah.

Existe también otro filón, el de los libros sapienciales, de muchos salmos y de otros escritos breves, como Baruc o. Tobí­as, que da un peso mayor a la valoración del individuo, al limitado horizonte de la persona, integrada en la comunidad, pero sin posibilidad de influir en la gran historia. De ella sufre con paciencia sus ataques; o también le pide a Dios su liberación confiando en el milagro. Esta reflexión se abre más paso en la época posterior al exilio, terminando en la sí­ntesis de Si por convertirse en abandono confiado a la guí­a de la torah.

Si se busca algo distinto de la profecí­a y la esperanza que indique cómo vivir y qué hacer, cualquiera que sea el itinerario que se recorra, el AT desemboca siempre en la torah y en la ética del judaí­smo. Por eso éste es su consecuencia más real. Otras posibilidades hermenéuticas pueden basarse en la novedad de Cristo; pero de ellas puede hablar solamente la teologí­a del NT.

Conviene recordar que el mismo cristiano no podrá olvidar nunca el modelo del hombre que el AT elaboró laboriosamente; grande bajo el mandamiento de Dios, de quien es imagen, o bajo la guí­a gratuita de su espí­ritu (como Moisés, David, Salomón,filias, que nadie puede osar imitar salvo el mesí­as esperado); pequeño, frágil, pecador cuando se le ve en sí­ mismo. Por esto vivir de un modo digno significa para el hombre sobre todo reconocer a Dios, alabarlo y obedecerlo; quien no «teme» a Dios no vive. El hombre sólo es él mismo si se acoge al mandamiento de Dios: humilde, pobre, sin pretensión de autosuficiencia y pronto a respetar el espacio de los demás, al prójimo, protegiendo la vida con fraternal solicitud. Esta atención a los últimos llegará a su grado máximo en el NT, pero ya se encuentra anticipada y preparada en la experiencia antigua de la alianza, porque ésta es una experiencia de elección gratuita, de perdón recibido, de liberación, de promesa de bendición para todo viviente. El israelita se sabe convocado por Dios en una relación que nace de una decisión de amor y no puede evitar el dejarse amaestrar en el amor.

[l Decálogo; l Moral del NT].

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R. Cavedo

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral