LIBERACION/LIBERTAD

SUMARIO: I. Aspiración a la libertad. II. Método exegético. III. Antiguo Testamento: 1. El éxodo, ¿liberación polí­tica?; 2. El mensaje del Segundo Isaí­as; 3. La oración por la salvación; 4. Liberación de los esclavos; 5. Conclusión. IV. Nuevo Testamento: 1. En los evangelios; 2. En san Pablo; 3. Conclusión.

I. ASPIRACIí“N A LA LIBERTAD. El mundo contemporáneo, que ha experimentado y todaví­a en muchas partes experimenta condiciones de vida opresivas y hasta inhumanas, siente una irresistible aspiración a la paz, a la justicia, al amor y a la libertad. Es un deseo de liberación de formas injustas y opresivas de esclavitud cultural, polí­tica, racial, social y económica. Esto se manifiesta de modos diferentes y variados, unas veces pací­ficos y otras violentos; pero a veces parece apagarse en la muda resignación fatalista o en una desesperación sin futuro. No se trata solamente de una exigencia «del momento histórico actual», sino de la aspiración a la libertad inscrita por Dios en el corazón del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1:26-27), es decir, hecho para vivir como hijo del Dios de la libertad. Es la exigencia del evangelio mismo de Jesús, que proclamó la liberación como misión suya: «El Espí­ritu del Señor está sobre mí­, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor» (Luc 4:18-19). Citando el AT (Isa 61:1-4; Sof 2:3), Jesús hace de toda la Biblia el testimonio de su mensaje de liberación.

«Liberación» es un eslogan moderno, pero también una palabra evangélica. Precisamente por este doble uso se ha hecho ambigua. En cierta cultura moderna la verdad cristiana de «liberación» resulta sospechosa de ideologí­a represiva; mas, por otra parte, se la reinterpreta como categorí­a antropológica-social que expresa el deseo y la lucha humana por la «emancipación», por la «autoliberación». Además, existe el riesgo para los cristianos de hacer coincidir y de identificar la «liberación cristiana» con la «liberación social y polí­tica». ¿Quién nos libera y de qué somos liberados? ¿Para qué somos liberados?
La revelación bí­blica afronta expresamente el tema de la liberación y de la libertad. Por eso la teologí­a se ocupa de este tema no bajo la presión de la situación histórica existente de hecho -que ciertamente no puede dejar insensible al teólogo en cuanto hermano de los hombres explotados, débiles, oprimidos-, sino porque esla misma revelación divina, y por tanto la fe, la que le impone este tema. Así­ pues, el teólogo buscará la solución no ya sobre la base de unas condiciones históricas concretas ni en función de los imperativos de la praxis, sino interrogando a la revelación. El criterio de la verdad teológica no es la praxis, sino la revelación divina.

De la revelación es de donde la fe, y coherentemente también la teologí­a, deben sacar la verdad integral sobre el mensaje de liberación del hombre que Dios lleva a cabo. Si se considera que «liberación», en sentido bí­blico, implica el paso de una condición ruinosa a una situación de «salud», comprendemos entonces que «liberación» equivale a «salvación» o «redención» por obra de una acción poderosa y libre de Dios.

Si fuera exacto establecer un nexo necesario entre pecado y miseria, también polí­tica y social; entre liberación del pecado y salvación, también en sentido social y polí­tico; entre perdón y curación, entonces no podrí­amos distinguir entre salvación cristiana y liberación de las esclavitudes de orden terreno y temporal. Pero la Biblia no establece un nexo necesario entre ellas. Por consiguiente, afirma que la liberación fundamental y radical es la liberación del pecado, que es acción de personas libres y responsables. El fruto y la consecuencia del pecado son las situaciones de injusticia, de opresióñ, de esclavitud, que a su vez engendran la injusticia. Partiendo de esta distinción entre la «causa», lo que es «fundamental» y las «consecuencias», se justifica la separación de las voces Liberación y / Redención en este Diccionario, a pesar de que las dos están estrechamente unidas entre sí­.

Así­ pues, aquí­ nos detendremos en la consideración de la «dimensión polí­tica» de la salvación, teniendo muy en cuenta que ella no es ni la principal ni la única.

II. METODO EXEGETICO. En primer lugar se impone la cuestión del método de la interpretación de la Biblia. Evidentemente, no intentamos desarrollar aquí­ una metodologí­a de la / hermenéutica bí­blica. Nos limitamos a unas breves alusiones, que consideramos importantes.

Ante todo, la cuestión de la terminologí­a. No podemos limitarnos a los textos bí­blicos en que aparece el término «liberación» para estudiar el tema; puede muy bien hablarse de la res, aunque sin usar el término. Es necesario poner atención en el significado exacto de algunos vocablos que, dentro de nuestro mundo cultural, están cargados de significados diversos, al menos en parte, de los que da el texto bí­blico. Por ejemplo, el verbo «hacer salir» (en hebreo, hosi), referido al éxodo de Egipto, era el verbo usado en el lenguaje jurí­dico para indicar la liberación de los esclavos.

Otra dificultad se debe no tanto a la terminologí­a como al concepto mismo de «liberación». El AT se interesa por la salvación de todo el hombre (alma y cuerpo), del individuo como del pueblo, dentro de un horizonte de salvación terrena. También entra en la salvación del AT la liberación del dominio extranjero y del trabajo alienante. Pero Jesús no se preocupó de liberar a Israel del dominio romano ni se puso al frente de un movimiento de emancipación social. Así­ pues, dentro de la misma Biblia encontramos una variedad de posiciones. Serí­a incorrecto buscar en la Escritura solamente la confirmación de tesis elaboradas a partir de las ciencias económicas, sociológicas o polí­ticas de nuestros dí­as. Y harí­amos una lectura anacrónica si interpretásemos la Biblia con categorí­as «modernas» (como capitalismo, imperialismo, etc.). Es necesario poner atención a no interpelar los textos bí­blicos sobre problemas que ellosno afrontaron, o bien que consideraron de una forma distinta de nosotros: ¡nos lo deberí­an haber enseñado las historias pasadas de la diatriba entre «Biblia y ciencia»!
Una tercera cautela metodológica: el uso del AT por parte del cristiano no puede ser una aplicación directa del mismo a la praxis de hoy, sin que se reflexione sobre el cumplimiento que tuvo en Jesús de Nazaret. En otras palabras, es necesario leer la Biblia a la luz de Jesucristo, que es la plenitud de la revelación. El acontecimiento-Cristo es la clave de lectura de toda la Biblia; y a la verdad del acontecimiento-Cristo se llega no sólo mediante el «texto» escrito de la Biblia, sino con la fe de la Iglesia, que interpreta y «lee» ese texto.

La llamada «teologí­a de la liberación» ha hecho a veces una lectura de la Biblia subordinando el texto sagrado a las tesis teológicas elaboradas a priori. Ya en 1973, muchos años antes de los toques de atención y las advertencias autorizadas recientes, N. Lohfink se expresaba de este modo: «Si nuestra soteriologí­a tradicional se sirvió ampliamente del AT sin desflorarlo, el estilo con que los teólogos de la liberación en general suelen referirse a él solamente puede excusarse por el hecho de que la revolución mundial está a las puertas y, por tanto, falta tiempo para hacer análisis más precisos». Así­ pues, ¡una precipitada lectura ad hoc! Sobre todo, la teologí­a de la liberación suele olvidarse de que en el AT es Dios el que crea los cambios del mundo, y no el hombre.

También para el tema de la «liberación» el biblista tiene que buscar el sentido del texto. Y esta búsqueda no puede llevarse a cabo sin cierta precomprensión, que el biblista hará refleja y medirá crí­ticamente por el texto mismo. ¿Es legí­timo leer la Biblia a partir de la praxis de liberación de los oprimidos?
Es obvio que el sentido de la Biblia, y por tanto de la revelación, no puede predeterminarse a partir de una cierta situación histórica. En nuestro caso es importante y decisivo no dar ya por resuelto a base de prejuicios el sentido de «liberación» antes de interrogar a la Biblia, la cual desempeña también una función crí­tica respecto a nuestras precomprensiones.

Tampoco puede la exégesis contentarse con encontrar «confirmaciones» de ideas elaboradas fuera de la Biblia. Ella se propone descubrir la verdad bí­blica. La condición humana de partida puede hacer que el texto «reaccione» con mayor eficacia, pero no puede constituir el criterio de la verdad. Es el texto el que decide del sentido bí­blico. Tampoco puede resolverse la tarea de la exégesis en la percepción de la importancia histórica del mensaje bí­blico. La verdad no se resuelve en su relevancia o eficacia histórica. La exégesis tiene que intentar decir cuál es la verdad de la Biblia, y por tanto de la revelación, cuya importancia no puede ser determinada por el biblista sobre la base del texto. Por otra parte, mientras que la verdad es un valor absoluto, la importancia es un valor relativo, dependiente de muchos y variables factores.

Es cierto, como suele decirse, que «la lectura de las Escrituras ilumina la vida y que la vida ilumina las Escrituras», pero en estas dos afirmaciones la «iluminación» no tiene el mismo significado y el mismo valor. Mientras que la Escritura, como testimonio inspirado de la revelación, es norma de la vida cristiana, la vida no es norma de la Escritura. Es la luz de la palabra de Dios la que hace la vida cristiana, y no viceversa. La praxis de la Iglesia es luz para la lectura de la Biblia, pero en cuanto se deriva de la fe y es su expresión viva. Todo lo que la palabra de Dios produce en la Iglesia o, dicho de otro modo, todolo que la Iglesia es y hace en obediencia viva a la revelación se convierte en luz para comprender la misma revelación.

Serí­a imposible someter la verdad de la Biblia a una imposible verificación a partir de la praxis. La exégesis, y por tanto la teologí­a, de la que es un momento la exégesis, está orientada a la afirmación de la verdad de Dios, que trasciende y juzga a la historia en su totalidad.

III. ANTIGUO TESTAMENTO. 1. EL EXODO, ¿LIBERACIí“N POLITICA? El acontecimiento del / éxodo ocupa un lugar privilegiado en la teologí­a de la liberación. Y es interpretado, ante todo, como un acto polí­tico, como la ruptura con una situación de explotación y de miseria, como el comienzo de la construcción de una sociedad justa y fraternal. G. Gutiérrez afirma: «La liberación de Egipto, ligada a la creación hasta identificarse con ella, añade un elemento de capital importancia: la necesidad y la posibilidad de una participación activa del hombre en la construcción de la sociedad». ¿Quién es el liberador? ¿Cómo participa el hombre en la liberación? ¿Cuál es el fin de la liberación?
En la tradición yahvista, Dios ve la miseria del pueblo y decide liberarlo: «El Señor dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oí­do el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias. Voy a bajar a liberarlo de la mano de los egipcios, sacarlo de aquella tierra y llevarlo a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, a la tierra del cananeo, del hitita, del amorreo, del fereceo, del heveo y del jebuseo»(Exo 3:7-8). Israel es ya «pueblo de Dios» antes del éxodo; no hace nada por emanciparse, sino que grita a su Dios. Es el Señor el que no puede soportar que siga su pueblo en la esclavitud, y por eso interviene paraliberarlo; la acción salví­fica divina está motivada únicamente por el amor de Dios a su pueblo. La liberación tiene lugar no mediante un «tomar» del hombre (cf el pecado de origen: tomar para sí­ lo que se puede tener), sino más bien por el «dar». Es Dios el que da la libertad. Y no es la libertad de un grupo, en el sentido de un conjunto social o de una clase, sino de todo el pueblo de Dios. Y el Señor concede además los criterios para defender y custodiar la libertad dada por él, dando los mandamientos y exigiendo su observancia como condición para habitar en medio de su pueblo. Viviendo en comunión con Dios y observando sus mandamientos, el pueblo de Israel guardará la libertad que se le ha dado, de forma que hará cada dí­a efectiva y compartida, dentro del pueblo, la liberación divina. La liberación de la esclavitud de Egipto es, por tanto, inseparable del don de la tórah sinaí­tica y de la presencia de la gloria de Dios en medio de su pueblo.

La tradición deuteronomista condensó su fe en una breve profesión que recitaba el campesino en la fiesta de acción de gracias por la cosecha: «Mi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto. Allí­ se quedó con unas pocas personas más; pero pronto se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una cruel esclavitud. Pero nosotros clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, que escuchó nuestra plegaria, volvió su rostro hacia nuestra miseria, nuestros trabajos y nuestra opresión, nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo fuerte en medio de gran terror, prodigios y portentos, nos trajo hasta aquí­ y nos dio esta tierra que mana leche y miel» (Deu 26:5-9). Se ve el pasado desde la situación presente en la tierra dada por el Señor; es decir, se trata de un pasado (el éxodo) que se vive comosituación presente. El pueblo esclavo en Egipto no emprende ninguna obra de emancipación, sino que grita al Señor, que lo escucha y lo libera. El «grito» es el lenguaje del dolor; pero es también la protesta contra la resignación desnuda. La liberación del Señor no se realiza independientemente del «grito» de los oprimidos. La acción liberadora de Dios se describe ampliamente con cinco expresiones: con mano poderosa, con brazo fuerte, con gran terror, con prodigios, con portentos. El «poder» de Dios es liberador, mientras que el «poder» humano hace esclavos. Y el poder de Dios es el amor: «Porque el Señor os amó y porque ha querido cumplir el juramento hecho a vuestros padres, os ha sacado de Egipto con mano poderosa y os ha librado de la casa de la esclavitud, de la mano del faraón, rey de Egipto» (Deu 7:8). El Señor libera para introducir en la tierra del paraí­so, donde mana leche y miel. No se trata solamente de libertad interior y privada del individuo, sino de una sociedad nueva. Es la «sociedad de Dios», que el Dt escribe como sociedad de iguales y de hermanos, y que solamente el amor poderoso de Dios puede crear. Es la sociedad a la que va dirigida la advertencia de Deu 6:4-5 : «Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». El Dios liberador es inseparable de la experiencia auténtica de la libertad: no puede haber libertad donde no está él.

Durante el destierro de Babilonia (en el siglo vi a.C.) la tradición sacerdotal volvió a pensar en el éxodo, poniendo en labios de Dios este discurso a Moisés: «He oí­do ahora el clamor de los israelitas, a quienes los egipcios tienen esclavizados, y me he acordado de mi pacto… Yo os haré mi pueblo, seré vuestro Dios, y vosotros conoceréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, el que os libró de la esclavitud egipcia. Os llevaré al paí­s que juré dar a Abrahán, a Isaac y a Jacob, y os lo daré en posesión. Yo, el Señor» (Exo 6:5.7-8). El éxodo va dirigido a formar al pueblo de la alianza: Dios libera para crear a su / pueblo. La idea dominante de la tradición sacerdotal en el libro del Exodo es que en la liberación y reunión del pueblo de Dios en torno a su Señor, que se da en el Sinaí­ con la presencia de su gloria (Exo 24:15-18 : tradición sacerdotal), se revela y se realiza el plan salví­fico del Señor, iniciado ya con la creación del mundo. En la tradición sacerdotal del Exodo (cf Exo 24:12-31, 18; Exo 35:1-40, 38, sobre la tienda sagrada) tiene gran importancia el culto: «el fin» al que tiende la liberación no es simplemente «vivir juntos», sino la fiesta. Por tanto, algo que va orientado hacia Dios, y no hacia el hombre. Y en la fiesta, en el culto, Israel recibe de su Señor la capacidad y las indicaciones para construir una sociedad nueva, como alternativa a las sociedades esclavizantes del mundo. La sociedad nueva y libre nace del culto, en donde el hombre no se preocupa de los problemas del hombre, sino de su Dios. Así­ se resuelven también los problemas del hombre; pero es Dios el que los resuelve. «Sólo el que sale del Egipto de su vieja sociedad para celebrar en el desierto una fiesta a Yhwh llega a la tierra en la que mana leche y miel» (N. Lohfink). La «tierra» aquí­ no designa ya, naturalmente, un territorio geográfico; implica una sociedad sana y lograda. El éxodo no tiende a formar un nuevo «estado», sino «la sociedad de Dios», el pueblo de Dios. Los israelitas no dejaron realmente Egipto para constituir un Estado distinto, incluso más «democrático» y pobre, sino una sociedad igualitaria y fraternal.

Dios, y no el hombre, puede cambiar las situaciones de miseria y de angustia de la humanidad: solamente de Dios se puede esperar la verdadera liberación. Y la miseria no es solamente la social y polí­tica, sino sobre todo el egoí­smo, la rivalidad, la violencia y la ambición de poseer. Y Dios solo es capaz de cambiar el corazón del hombre.

2. EL MENSAJE DEL SEGUNDO ISAíAS. El Segundo / Isaí­as (Is 40-55) es otra de las secciones que citan con preferencia los teólogos de la liberación. Interesa a la «teologí­a de la liberación» sobre todo por la conexión entre creación y «nuevo éxodo» desde el destierro de Babilonia: «El Dios que libera a Israel es el creador del mundo» (G. Gutiérrez). La «creación» de Israel como grandeza polí­tica se habrí­a realizado en la liberación de la esclavitud de Egipto y en el nuevo éxodo de Babilonia.

El Segundo Isaí­as ve la luz en los últimos años del destierro de Babilonia y en los primeros años después del destierro: el profeta no sueña ya con la reconstrucción del Estado de Israel. Se enfrenta con los problemas que le ha planteado un «pueblo» desalentado, que duda del poder salví­fico de Yhwh, desilusionado y cansado. Y su mensaje no tiene acentos de propuesta polí­tica, de rebelión contra el poder dominante y de recuperación de la independencia nacional y polí­tica. Para el Segundo Isaí­as se trata de convencer a sus oyentes de que Yhwh puede y quiere realmente salvarlos. Toda su obra es un esfuerzo poderoso por mostrar que el Señor no es impotente, incapaz de salvar, inepto. Por el contrario, para el Segundo Isaí­as el Señor es el único que «puede» salvar. Y por eso es el único que es realmente Dios. De esta forma madura en Israel por primera vez la reflexión sobre la unicidad de Dios: de la monolatrí­a se pasa al monoteí­smo teórico.

Ya diversos autores, como K. Kiesow y H. Simian-Yofre, han demostrado con argumentos convincentes que el tema del «nuevo éxodo» no tiene en el Segundo Isaí­as aquella importancia que algunos habí­an pensado atribuirle. Casi podí­a decirse que está ausente este tema en su obra. En el centro del interés del profeta está más bien la reunión del pueblo como sociedad modelo -o «luz» (cf Isa 49:6)- para todos los pueblos: «Unos vienen de lejos, otros del norte y del oeste, otros del paí­s de Asuán» (Isa 49:12). Por muy increí­bles y paradójicos que puedan parecer los planes de Dios, se realizarán, ya que «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos -dice el Señor-» (Isa 55:8).

¿Cuál es la voluntad de Dios? A menudo el Segundo Isaí­as vuelve sobre el tema de la «voluntad» (en hebreo, hefes) de Dios. En efecto, se comprende que el profeta estuviera preocupado por hacer comprender, en la situación concreta en que predicaba, que Dios no sólo no habí­a renunciado a hacer valer sus proyectos, sino que era también capaz de realizarlos.

Ante todo, el Señor quiso a Ciro como instrumento de su liberación: «Mi amigo cumplirá mis deseos contra Babilonia y la raza de los caldeos» (Isa 48:14). Es el Señor el que da órdenes a Ciro: «(Yo soy) el que dice a Ciro: ¡Mi pastor eres, todos mis deseos cumplirás!; el que dice a Jerusalén: Serás reedificada; y al templo: Serás reconstruido» (Isa 44:28).

La voluntad de Dios es edificar una sociedad nueva basada en la ley (tórah): «El Señor quiere, por amor a su justicia, engrandecer y magnificar la ley (tórah)» (Isa 42:21). La nueva sociedad que Dios quiere crear está representada simbólicamente en la figura del siervo del Señor. El siervo cargó con los pecados de muchos (Isa 53:5-6.12), pagó con sus sufrimientos sus culpas (Isa 40:2), pero no se vio abandonado por el Señor: «Sión decí­a: El Señor me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí­. ¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que crí­a, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidarí­a de ti» (Isa 49:14-15). El sufrimiento, la humillación, el dolor forman parte del destino del Siervo-Israel en un mundo pecador y violento, del que forma parte el mismo pueblo judí­o.

Pero es voluntad de Dios hacer de este pueblo una luz para todos los pueblos (Isa 42:6; Isa 49:8). ¿De qué manera? Proponiéndose como una sociedad justa, que proclama con su misma existencia el «derecho», la tórah, la justicia recibidos de su Señor (cf 42,1-9). El siervo-Israel será en el mundo una luz inextinguible; no a través de la propaganda clamorosa («no gritará, no alzará el tono»: 42,2), ni mediante la violencia opresora («no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha humeante»: 42,3), sino con la mansedumbre del cordero que lleva animosamente incluso el dolor (53,7). El tendrá que mostrar a todo el mundo cómo hay que vivir si se acoge la liberación y la salvación dadas por Yhwh.

3. LA ORACIí“N POR LA SALVACIí“N. El tema de la liberación surge con particular fuerza en los salmos de súplica, en los que el orante grita al Señor para verse libre de los «enemigos». Estos «enemigos» no se describen nunca ni como espí­ritus malvados o demonios ni como hombres concretos bien localizables. Los «enemigos» son una proyección de todas las angustias y temores de los que el hombre es esclavo, y representan, en definitiva, al enemigo, que es la nada del caos y de la muerte. El salmista sabe que sólo Dios puede liberarlo de este peligro mortal, y exalta el poder salví­fico de Yhwh: «Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza, mi roca, mi fortaleza, mi libertador, mi Dios; mi roca donde yo me refugio, mi escudo protector, mi salvación, mi asilo. ¡Alabado sea Dios! Yo le invoco y salgo victorioso de mis enemigos» (Sal 18:2-4). El grito de súplica es ya un ponerse confiadamente en las manos de Dios, a quien el salmista reconoce como más fuerte que cualquier poder enemigo.

A veces el orante reconoce su propia culpa y atribuye su miseria a sus propios pecados; pero no siempre es así­. ¡ El que sufre no es necesariamente pecador! Sin embargo, él sabe que vive en un mundo de pecado, de violencia, de muerte. «Las múltiples angustias y miserias experimentadas por el hombre fiel al Dios de la alianza proporcionan el tema a varios salmos: lamentos, llamadas de socorro, acciones de gracias hacen mención de la salvación religiosa y de la liberación. En este contexto, la angustia no se identifica pura y simplemente con una condición social de miseria o con la de quien sufre la opresión polí­tica. Contiene además la hostilidad de los enemigos, la injusticia, la muerte, la culpa. Los salmos nos remiten a una experiencia religiosa esencial: sólo de Dios se espera la salvación y el remedio. Dios, y no el hombre, tiene el poder de cambiar las situaciones de angustia. Así­ los `pobres del Señor’ viven en una dependencia total y de confianza en la providencia amorosa de Dios. Por otra parte, durante toda la travesí­a del desierto el Señor no ha dejado de proveer a la liberación y a la purificación espiritual de su pueblo». (Instrucción sobre algunos aspectos de la «teologí­a de la liberación «. Documento de la S. Congregación para la doctrina de la fe, IV, 5). El sujeto principal o protagonista de la historia de la liberación no es el «homo emancipator», sino el Señor santo y redentor.

4. LIBERACIí“N DE LOS ESCLAVOS. La liberación de Egipto tení­a que repetirse cada siete años, y en particular cada cincuenta años. En esas ocasiones la tierra tení­a que volver a los propietarios, reconstruyéndose así­ la situación ideal de igualdad y de libertad: los esclavos eran dejados en libertad y las deudas quedaban perdonadas.

En la sociedad israelita habí­a dos tipos de ciudadanos: los esclavos y los libres. Según la verdadera naturaleza de la sociedad israelita, todos tení­an que ser hombres libres. La tendencia ideal iba en favor de la abolición de las diferenciaciones [/ Ley/ Derecho].

Un israelita caí­a en la esclavitud por deudas con su acreedor, al que no lograba pagar lo que le debí­a; pero no podí­a perder para siempre su libertad: «Si compras un esclavo hebreo, te servirá por seis años, pero el séptimo quedará libre sin pagar nada» (Exo 21:2-6; Deu 15:12-18). Mientras que el código de la alianza (Ex 21) no tiene en cuenta el caso de la mujer esclava, el Deuteronomio (Dt 15) introduce la igualdad de trato. El ideal de la sociedad israelita en su derecho, que era religioso, era que los hombres y las mujeres fueran libres.

También los diez mandamientos piensan en una sociedad sin esclavos. Efectivamente, se prohibe desear y tomar el patrimonio que constituí­a la base del status de ciudadano libre, y por tanto con derecho, como cabeza de familia, a participar en las responsabilidades de decisión para la vida de la comunidad local [/ Decálogo].

Sin embargo, podí­a darse el caso de una esclavitud permanente, pero querida y elegida (Exo 21:5-6). De todas formas, nunca se vio desmentido el ideal de que cada una de las familias poseyera una propiedad que le garantizase la independencia, así­ como un status y un papel en las decisiones de la comunidad local.

También la predicación profética denunció la violencia y el egoí­smo de los ricos y de los poderosos, que, aunque usando medios legales, tendí­an, sin embargo, a destruir la identidad de Israel como sociedad de hombres libres (cf, p.ej., Amó 2:6; Miq 2:1-2).

La confrontación con la legislación del vecino Oriente antiguo permite resaltar la originalidad del derecho israelita. El derecho oriental antiguo emanaba del rey y de la corte, y tendí­a a diferenciar las penas previstas según la clase, alta o baja, a la que pertenecí­a el reo. Así­, por ejemplo, en el código de Hammurabi los esclavos constituyen la clase más baja de la sociedad, y la ofensa o el daño infligidos a un esclavo merecen menor castigo. En la Biblia, por el contrario, si uno golpea a un esclavo y le hiere, tiene que darle la libertad en compensación del daño infligido (Exo 21:26); pero si lo mata, recibirá el castigo debido, lo mismo que si hubiese matado a un hombre libre (Exo 21:20). En efecto, la vida del esclavo vale tanto como la de su amo. El código de Hammurabi prevé que el esclavo fugitivo sea devuelto a su amo a toda costa; el derecho bí­blico, por el contrario, prevé un derecho de asilo para los esclavos fugitivos (Deu 23:16-17 : «Si un esclavo se escapa y se refugia en tu casa, no lo entregarás a su amo. Se quedará contigo, entre los tuyos, en el lugar que él elija y en la ciudad que más le guste; no le molestarás»).

A diferencia del derecho oriental antiguo, el de Israel no sólo es más humanitario, sino que tiende a crear una sociedad de hombres libres, aunque sin llegar a la abolición radical de la esclavitud. En efecto, todos los israelitas fueron liberados de la esclavitud de Egipto y no tuvieron más que un solo «Señor», Yhwh. Ninguno de ellos tiene que dominar sobre otro, porque todos son hermanos, incluso los que se venden como esclavos porque no tienen medios para pagar sus deudas (Deu 15:12). La conducta que hay que seguir con los esclavos tiene que inspirarse en el acontecimiento fundamental de la liberación del éxodo: «Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que el Señor, tu Dios, te dio la libertad» (Deu 15:15). ¡También el esclavo israelita es alguien que ha sido liberado por el Dios del éxodo!
El anuncio de libertad encuentra una expresión particularmente significativa en el llamado código de santidad de Lev 25. Cada cincuenta años los israelitas tienen que volver cada uno a su propia tribu y tomar de nuevo cada uno posesión de sus bienes que hubieran pasado a manos de sus acreedores. Es el gran año de la «liberación» (derór) o del jubileo, llamado así­ por el término yóbel, que indica el cuerno de carnero que se hací­a sonar para señalar el comienzo de aquel año excepcional. Se trata de una legislación utópica, que probablemente nunca se puso í­ntegramente en práctica, aun cuando 1Ma 6:49.53 muestra que hubo al menos un intento de vivir el año sabático. Así­ pues, la esclavitud es considerada como una condición soportada por la sociedad israelita, no definitiva, sino provisional; mientras que el derecho de Babilonia intentaba garantizar y conservar el statu quo, la división en clases, el israelita se proponí­a como ideal -aunque utópico-el final de la división entre amos y esclavos.

En Lev 25:1-7, la ley se refiere al año sabático, durante el cual no habí­a que labrar la tierra, sino vivir con lo que ella producí­a espontáneamente. Lo mismo que el mandamiento sobre el descanso en el dí­a de sábado, también esta prescripción intentaba liberar del trabajo alienante, como lo es un trabajo que absorba toda la existencia. «El sábado representa y significa el don del tiempo liberado. La ordenación del año sabático para el paí­s, que aparece en Lev 25:1-7, puede aclarar este estado de cosas. La renuncia a cultivar el campo cada siete años sirve para anunciar que la tierra es un don de Dios. Y puesto que el mandamiento del sábado proyecta su significado sobre cualquier otro tiempo y enseña a abandonar cualquier hábito, atestigua de este modo que Yhwh es el Señor y el dispensador de todos los demás dí­as. La celebración del tiempo libre tiene un significado simbólico y le recuerda a Israel que todo el tiempo que se le da para vivir nace del acontecimiento de su liberación» (H.W. Wolff).

Tanto el año jubilar como el año sabático son, por tanto, expresiones de la convicción de Israel de que la sociedad justa de hombres libres no es tanto fruto de la actividad humana cuanto más bien don de Dios, y por tanto nace de la fiesta. Como dice el Sal 127:1 : «Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila el centinela».

El AT recuerda dos normas de liberación de los esclavos. Jer 34:8-20 nos informa que el rey Sedecí­as decidió proclamar una emancipación de los esclavos: «Cada cual debí­a dejar libre a sus esclavos y esclavas hebreos, con el fin de no tener sometido a esclavitud a ningún judí­o, hermano suyo» (v. 9). No se hace ninguna alusión ni al jubileo ni al año sabático. Quizá la razón era la necesidad de, aumentar los efectivos para la resistencia contra los babilonios; pero, pasado el peligro, muchos amos volvieron a tomar a sus esclavos (vv. 11.16). La ley de Exo 21:2-6 prescribe la liberación después de que un esclavo ha servido durante seis años; pero el redactor deuteronomista de Jer 34 reinterpretó el decreto de Sedecí­as combinando juntos Deu 15:1 y Deu 15:12, y fijó un término para laliberación en masa de los esclavos. La reinterpretación deuteronomista de la norma de Sedecí­as querrí­a ver en aquel gesto suyo un paso hacia una sociedad sin esclavos, ideal del Dt.

Por el año 440 a.C. Nehemí­as promulgó una amnistí­a general para los deudores que habí­an tenido que venderse como esclavos por ser insolventes (Neh 5:1-13). Lo mismo que en el caso de Sedecí­as, se trató de un acto aislado, aunque muestra algunas afinidades con lo que se prescribe en Lev 25 sobre el año jubilar.

5. CONCLUSIí“N. Para otras reflexiones relacionadas con nuestro tema pueden verse las voces / Justicia, / Mal/ Dolor, / Trabajo, / Alianza. Sin pretender ser completos, hemos aludido a la manera con que el AT ve la liberación «polí­tica» en su dimensión «religiosa». Esto supone que lo religioso tiene una dimensión polí­tica, pero que no puede reducirse ni identificarse con lo polí­tico. En efecto, ¿cómo podrí­a lo «religioso» salvar y liberar a lo «polí­tico» si fuesen del mismo orden y se identificasen? G. Gutiérrez ha escrito: «Lo polí­tico se encuentra con lo eterno». Rechaza justamente la separación absoluta de las dos realidades; _pero serí­a igualmente incorrecto, para la Biblia, reducir la realidad a lo polí­tico. El AT, dicho en otras palabras, no llegó nunca a identificar «pueblo de Dios» y «estado» o -como dirí­amos hoy-Iglesia y Estado, a pesar de que a partir de David haya sufrido varias veces la tentación de hacerlo. Coherentemente, no ha identificado nunca «liberación socio-polí­tica» y «salvación», ni sostuvo que la verdad de la salvación se mida por sus «efectos sociales y polí­ticos». Aunque se entrecruza continuamente con lo religioso, lo polí­tico, en la historia de Israel, siguió siempre un itinerario autónomo y a veces incluso en contraste con lo religioso, tal como lo demuestra la crí­tica profética. Solamente la aceptación acrí­tica de la razón ilustrada puede llevar a pensar que los problemas reales del hombre son los polí­ticos. Pero la lectura de la Biblia, si estuviera contaminada por el «prejuicio» ilustrado de que lo religioso se reduce a lo polí­tico, o si no hay que segregarlo como irrelevante a la esfera de lo privado y de la interioridad, no harí­a justicia a la palabra de Dios.

IV. NUEVO TESTAMENTO. 1. EN LOS EVANGELIOS. Nunca se deduce de los evangelios que Jesús se comprometiera claramente en la polí­tica ni que organizara un movimiento de resistencia o revolución. G. Gutiérrez indica con razón: «La miseria y la injusticia social revelan una ‘situación de pecado’, de ruptura de la fraternidad y de la comunión; liberando del pecado, Jesús ataca la raí­z misma de un orden injusto». En efecto, la predicación de Jesús invita desde el principio a la conversión del pecado y a la acogida del perdón: «Convertí­os, porque el reino de Dios está cerca» (Mat 4:17). Después de llamar a Mateo, Jesús dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended lo que significa: `Misericordia quiero y no sacrificios’; pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mat 9:12-13). Jesús no indica una actitud que se oponga al cambio de las estructuras, sino que sugiere que la raí­z del mal, incluso de las estructuras malas y corruptoras, está en el pecado.

Una teologí­a de la liberación fiel al evangelio tiene su «lugar» adecuado dentro de una teologí­a del reino de Dios. Se refiere a un aspecto de la teologí­a entera. El mismo G. Gutiérrez observa: «La vida y la predicación de Jesús postulan la búsqueda incesante de un nuevo tipo de hombre en una sociedad cualitativamente distinta. Que el reino no se confunda con la constitución de una sociedad justa, esto no significa que le sea indiferente, ni que ésta sea una `condición previa’ para la venida del primero, ni que el uno y la otra se encuentren estrechamente ligados, ni tampoco que sean convergentes». El reino de Dios no es de este mundo; pero está ya germinalmente presente en este mundo y para este mundo. El acceso al reino de Dios no exige un cambio previo de condición social y polí­tica (I Cor 7,17-24). Pero la carta a Filemón demuestra que la nueva condición del cristiano repercute también en el plano social. Sigo citando a Gutiérrez: «Gracias a la `palabra’ acogida en la fe, el obstáculo fundamental al reino, el pecado, se nos revela como la raí­z de toda miseria e injusticia». En efecto, el ser cristiano significa hacer como hizo Jesús, reproducir sus actitudes y sus opciones. Y Jesús hizo una opción en favor de los pobres, en la lí­nea del AT. Sin embargo, él proclama el reino de Dios, que es para todos, y que no conduce a la formación de un partido o de una clase.

Jesús nos da a conocer a un Dios que no soporta la injusticia sobre la que están construidas las sociedades humanas, en donde reina la ley del más fuerte. Las preferencias de Dios son por los pobres, los marginados, los débiles, los sin-poder. Marí­a, en la oración del Magnificat, cantó la fe en un Dios que no pasa indiferente por encima de la realidad socio-polí­tica, sino que «ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha encumbrado a los humildes; ha colmado de bienes a los hambrientos y despedido a los ricos con las manos vací­as» (Luc 1:52-53).

2. EN SAN PABLO. También aquí­ hemos de remitir a las voces complementarias / Justicia, / Fe, / Pecado, / Polí­tica. El mensaje paulino sobre la soteriologí­a podrí­a resumirse ejemplarmente en la afirmación de Gál 5:1 : «Cristo nos ha liberado para que seamos hombres libres; permaneced firmes y no os dejéis poner de nuevo el yugo de la esclavitud». Resalta ante todo la dimensión cristológica de la liberación: Dios nos salva por medio de la muerte y resurrección de Jesús (Rom 5:10). Y la liberación de Jesús se lleva a cabo mediante el don de su Espí­ritu, que es el Espí­ritu de Cristo: «No hay condenación alguna para los que están unidos a Cristo Jesús. Porque la ley del espí­ritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8:1-2). Por consiguiente, «donde está el Espí­ritu del Señor, allí­ hay libertad» (2Co 3:17).

La libertad es un estado que sigue a un acto divino de liberación (cf Rom 8:21 : «La creación será librada (por obra de Dios) de la esclavitud»; Rom 6:18.22: «libres (por obra de Dios) del pecado»; Gál 5:13 : «Vosotros habéis sido llamados (por Dios) a ser hombres libres». La libertad es don de Dios; no se accede a ella más que si uno es liberado por Dios. El nos libera del pecado, de la ley y de la muerte (Rom 6:18-23). La liberación tiene además su dimensión cósmica (cf Rom 8:21).

El apóstol considera la liberación sobre todo en la perspectiva del individuo. Sin embargo, sabemos que, para Pablo, ser cristiano significa ser miembro del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. El cristiano, mediante el bautismo, ha sido sacado «de este mundo perverso» (Gál 1:4), es decir, del «mundo», que es algo más que la suma de muchos hombres individuales que obran mal. El «mundo perverso» está constituido también por las estructuras en las que se ha depositado el pecado de muchos individuos. El cristiano ha sido sacado de este «mundo perverso» y establecidoen un nuevo ámbito de vida. Por consiguiente, san Pablo exhorta: «No os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad vuestro interior» (Rom 12:2). Quizá este texto podrí­a traducirse de esta manera: «No os acomodéis a las estructuras (literalmente, a la forma) de este mundo». La forma y el espí­ritu de las comunidades cristianas no deben acomodarse a la forma y al espí­ritu de las demás sociedades de este mundo.

La esclavitud de la que es liberado el cristiano es fundamentalmente la idolatrí­a: «Entonces no conocí­ais a Dios y erais esclavos de unos dioses que no eran dioses» (Gál 4:8). Los falsos í­dolos no son solamente las imágenes equivocadas de Dios, sino también la ambición de poseer, la lujuria, el egoí­smo, la sociedad misma que pretende erigirse en norma última y absoluta. La idolatrí­a, no sólo cultual, sino también polí­tica y económica, es lo que hace al hombre esclavo. Jesús nos ha liberado de toda «potestad» y de toda «estructura de dominio»; nos ha insertado en el reino de la libertad, que viene de su Espí­ritu.

El apóstol describe así­ la esclavitud del hombre pecador: «Vosotros estabais muertos por las culpas y los pecados que cometisteis siguiendo el modo de vivir de este mundo, bajo el prí­ncipe de las potestades aéreas, el espí­ritu que actúa en los que se rebelan contra Dios. Nosotros también éramos de ésos» (Efe 2:1-3). Jesucristo nos ha liberado de la esclavitud mortal de estas potencias de la sociedad pagana y, en la Iglesia, nos ha abierto un espacio de libertad y de reconciliación social y fraterna. La Iglesia es realmente el lugar en donde Dios quiere crear una sociedad reconciliada (2Co 5:17-21), signo eficaz de reconciliación y de liberación para todo el mundo. «La falta de compromiso social y polí­tico de Pablo y de todo el cristianismo primitivo es algoque no puede discutirse; se trata de algo que hoy a nosotros nos parece extraño» (R. Schnackenburg). Sin embargo, si pensamos que la Iglesia primitiva estaba preocupada de ser una sociedad justa y fraternal, libre y reconciliada, para poder ofrecer al mundo un modelo y una invitación a vivir como vivió Jesús, entonces comprendemos que, si faltaba un compromiso directo, no faltaba ciertamente la responsabilidad misionera de influir en el mundo con el testimonio de comunidades vivas y florecientes. Los primeros cristianos estaban más preocupados por mostrar comunidades que viviesen la paz que por predicar la paz a los emperadores y a los reyes; querí­an vivir como comunidades fraternales y no violentas, más que predicar a los gobernantes ateos del mundo la fraternidad y la no-violencia evangélica; viví­an como comunidades de servicio, más que como grupos empeñados en proclamar a los poderosos de este mundo el servicio en lugar de la dominación. La misión de la Iglesia se veí­a en el compromiso de ser verdaderas comunidades de Jesús más que en la predicación del mensaje de Jesús al mundo.

La fuente de la verdadera novedad y de la auténtica liberación del hombre es, según Pablo, el Espí­ritu de Jesús, que crea hombres nuevos y libres, que sepan dar vida a sociedades liberadas y liberadoras.

3. CONCLUSIí“N. La liberación es únicamente obra de Dios; no es de este mundo, pero se realiza en este mundo y para este mundo. Es liberación integral, que tiende a crear al hombre libre. «Liberación integral significa liberación del hombre en todas las dimensiones de su existencia. En su relación con Dios es liberación del pecado con la respuesta total de la fe, como reconocimiento de la impotencia del hombre para salvarsea sí­ mismo y como abandono confiado al perdón de Dios en Cristo. En su relación con los demás, es superación del egoí­smo mediante el amor sincero del prójimo, realizado en el respeto a la sagrada dignidad de todo hombre como hijo de Dios y como hermano de Cristo, y en el compromiso eficaz por su liberación de toda opresión e injusticia, de todo cuanto es obstáculo para una vida realmente libre frente a Dios y a los hombres. El cristianismo (…) libera al hombre en lo profundo de su ser, porque lo libera en la dimensión esencial de la libertad que es el amor: amor a Dios y al prójimo, inseparablemente unidos. La importancia que el cristianismo reconoce al amor del prójimo, como único complemento efectivo del amor de Dios, hace del egoí­smo el gran pecado del hombre, que hace esclavos tanto a los opresores como a los oprimidos, aunque de manera distinta» (J. Alfaro).

Como Jesucristo, también la / Iglesia hace una opción preferencial por los pobres, los débiles, los oprimidos, con el compromiso de su solidaridad con ellos para ayudarles, por el anuncio del evangelio, a encontrar sentido a su vida y contribuir así­ a su salvación liberadora. Esto no significa que la Iglesia se convierta en un partido de los pobres contra los demás; pero tampoco que sé olvide de las preferencias de Dios, que se inclinan más bien por los que la sociedad de los hombres rechaza y margina. Dios se puso resueltamente, en Jesucristo, al lado de los pobres y de los sin-poder, trazando también así­ el camino que debe seguir su Iglesia. La finalidad no es la victoria de los pobres sobre los poderosos, la humillación de los fuertes por obra de los débiles, sino la constitución de una sociedad fraternal e igualitaria de hijos de Dios, es decir, la formación de la familia de Dios en la tierra. La Iglesia, sin sustituir al Estado y sin adoptar la ley de la fuerza y del poder, se propone como la «sociedad justa», luz del mundo y sal de la tierra, sociedad modelo para todo el mundo.

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A. Bonora

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica