SANTOS, CULTO DE LOS

SUMARIO: Introducción: El único Santo, el pueblo santo, los santos – I. El culto de los mártires: 1. El culto de los difuntos; 2. El culto de los testigos; 3. Las modalidades del culto de los mártires; 4. El culto de los santos – II. Evolución del culto de los santos: 1. Los factores del desarrollo: a) Traslado y repartición de las reliquias, b) Literatura hagiográfica (calendarios y martirologios, libros litúrgicos, actas, pasiones, leyendas y vidas de los santos, obras literarias de los santos), c) Las peregrinaciones; 2. La reglamentación canónica: a) El reconocimiento del culto en el primer milenio, b) La liturgia de la canonización – III. Culto litúrgico y devoción popular: 1. El culto litúrgico: a) El aniversario, b) La inscripción en el martirologio, c) El formulario eucológico, d) La veneración de las reliquias y de las imágenes; 2. La devoción popular: a) Los santos preferidos por el culto popular, b) Los modos de expresión del culto popular – IV. El Vat. II y el culto de los santos: 1. El culto de los santos en 1960: a) El calendario, b) Los formularios, c) Las normas para la celebración; 2. La reforma de 1969: a) El «Calendarium Romanum generale», b) Los formularios de la misa y del oficio, c) Las nuevas normas para la celebración – V. Teologí­a y pastoral del culto de los santos: 1. La reflexión teológica: a) Santidad y misterio pascual, b) La imitación de Cristo, c) La intercesión de los santos; 2. La acción pastoral: a) El descubrimiento del verdadero rostro de los santos, b) La imitación de los santos, c) La intercesión de los santos.

Introducción
El único Santo, el pueblo santo, los santos. La santidad es atributo de Dios y de su Hijo, Jesucristo, «el único Santo, el único Señor». La santidad es el don de Dios a su pueblo (Exo 19:5-6), el don de Cristo a su iglesia y a cada uno de sus miembros (1Pe 2:9). Por eso el apóstol Pablo escribe «a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados santos» (Rom 1:7) y pide su amor de hermanos (Rom 12:13) en favor de los «santos» que están en Jerusalén (Rom 15:25 gr.). Con el lenguaje protocolario de su época, Agustí­n se dirigirá a los oyentes con el apelativo «vuestra santidad». Pero entonces el tí­tulo de santo se atribuí­a ya de manera especial a aquellos cristianos que habí­an vivido con mayor plenitud su pertenencia a Cristo, a saber: los mártires. Desde la segunda mitad del s. u en Oriente, y desde comienzos del III en Occidente éstos ocupaban un puesto particular en el recuerdo de la comunidad. La iglesia festejaba cada año su natalicio, aniversario de su deposición y nacimiento para el cielo, y se recomendaba a su intercesión ante el Señor. Habí­a nacido el culto de los mártires: lo seguirí­a el culto de los santos.

I. El culto de los mártires
1. EL CULTO DE LOS DIFUNTOS.

El culto de los mártires es una forma del culto de los difuntos. Este culto, que se remonta hasta la prehistoria, se expresa de diferentes maneras según las regiones. Comporta, en primer lugar, las honras fúnebres al cuerpo del difunto. En el territorio de Israel el muerto era inhumado, depositado en la tierra o sobre la piedra de la celda sepulcral. En Roma, donde se conocí­a la inhumación, se admití­a también la incineración. En los primeros siglos de nuestra era se practicaban ambos ritos, como testifican los columbarios de los cementerios subterráneos y los sarcófagos paganos. Con frecuencia la tumba representaba la casa donde habí­a vivido el desaparecido. Los miembros de la familia se reuní­an allí­ ciertos dí­as para ofrecer libaciones o presentar alimentos a los manes del difunto y para participar en el refrigerium (el banquete fúnebre) en su recuerdo, sobre todo en el aniversario de su nacimiento. Cada año, los últimos dí­as de febrero, que hasta el tiempo de César habí­an señalado el final del año, estaban particularmente consagrados al recuerdo colectivo de los difuntos y al banquete que reuní­a a los miembros de la parentela en torno a sus tumbas. La fiesta de la Cathedra Petri, en el s. Iv, conectará el santoral romano con la tradición antigua.

Los cristianos no rechazaron ninguno de los usos familiares que rodeaban la muerte; sólo evitaron aquellos que testimoniaban una concepción de la supervivencia incompatible con la propia fe. Esta se encuentra expresada con vigor en las paredes de los cementerios y en las inscripciones funerarias: fe en la resurrección y en la vida eterna en Cristo; certeza de que la muerte significa el final del éxodo pascual inaugurado en el bautismo. Deseosos de imitar a su Señor incluso en la forma de la sepultura, los cristianos optaron desde el principio por la inhumación: se siembra un cuerpo mortal, que resucitará cuerpo espiritual (cf 1Co 15:44). Sin renunciar a los banquetes fúnebres y a las libaciones sobre la tumba, preferí­an celebrar la eucaristí­a en los cementerios con ocasión de las exequias. En lugar de los lamentos rituales, elevaban cantos de esperanza con himnos y salmos.

2. EL CULTO DE LOS TESTIGOS. Martyr significa testigo. El primer mártir es Cristo, «el testimonio fiel» (Apo 1:5). Pero el Apocalipsis da el mismo tí­tulo a Antipas, muerto por la fe en Pérgamo (Apo 2:13), porque el cristiano que confiese la propia fe en Jesús hasta la muerte testimonia el señorí­o de Cristo. Más aún, Cristo vivo testimonia en él la potencia de la propia resurrección. El mártir se hace una sola cosa con Cristo crucificado-resucitado y da a Dios el máximo testimonio de fidelidad. Por eso la comunidad de los hermanos, la iglesia local, rodea su recuerdo de un homenaje particular.

3. LAS MODALIDADES DEL CULTO DE LOS MíRTIRES. El homenaje ofrecido a los mártires es en parte idéntico al tributado a cualquier difunto. También se localiza junto a la tumba, pero presenta ciertas caracterí­sticas que lo diferencian. Es ante todo un culto que tiene como sujeto una comunidad de creyentes, y no solamente un cí­rculo de parientes; es toda la familia de los hermanos en la fe la que rodea al mártir de la propia veneración. Su aniversario se celebra no en el dí­a de su nacimiento, sino en el dí­a en que ha padecido la muerte por Cristo. Esta muerte ha originado una plenitud de vida; es el verdadero natalicio, el de la entrada en la santa Jerusalén. El mártir, finalmente, no tarda en manifestarse como poderoso intercesor ante Dios. La gente no duda en rezarle, como testifican en Roma los más antiguos grafitos de la Memoria Apostolorum, que se remontan a los años 260.
La celebración del aniversario de los mártires induce a cada iglesia local a compilar un elenco donde, junto a los nombres de los confesores de la fe, se menciona la fecha de su muerte y el lugar de la deposición, como prescribí­a Cipriano (Ep. 12). Se pueden seguir así­ las huellas, desde la mitad del s. In, de los primeros esbozos de calendarios cristianos.

Tertuliano testifica que en los funerales de los mártires se canta (Scorp. 7), y las Acta Cypriani refieren que el cuerpo del obispo se inhumó «cum voto et triumpho magno» (Act. 5). Algo semejante sucedí­a con ocasión de los aniversarios: los fieles de Esmirna, después del martirio de Policarpo, se habí­an propuesto reunirse cada año para conmemorarlo «con gozo y alegrí­a» (Mart. Poi. 18, 2). La eucaristí­a ofrecida en ese dí­a era muy festiva, como testifican los más antiguos formularios eucológicos.

4. EL CULTO DE LOS SANTOS. El honor tributado a «nuestros señores los mártires y vencedores» (Calendario de Nicomedia, a. 361) tendrá siempre la precedencia en la iglesia a lo largo de los siglos. Pero desde el s. iv se otorgará un homenaje similar también a otras categorí­as de fieles.

Primero se celebró la memoria de los obispos que habí­an dejado un recuerdo particularmente significativo. Cada iglesia local tení­a actualizado el elenco de sus obispos, para atestiguar la propia filiación apostólica. Junto a la Depositio martyrum, el cronógrafo romano del 354 ha conservado la Depositio episcoporum. La serie de los papas no mártires comienza con Lucio (254). Las iglesias conservan así­ el recuerdo de quienes fueron sus padres en la fe. Todos los años, en su aniversario, ruegan por ellos, hasta que llega el dí­a en que ruegan a través de ellos. El paso del por al a través de constituye el paso del simple culto de los difuntos al culto de los santos. La fijación de los formularios, en el curso del s. vi, conservará a veces algunos vestigios del culto inicial. Por eso en el s. XII la oración super oblata de san León Magno pedirá todaví­a «ut illum beata retributio comitetur».

Con la cristianización del mundo romano, en el s. w, parece pasado el tiempo del martirio. Se describirán entonces formas sustitutivas del martirio en la ascesis, en la virginidad y en la viudez. El prestigio de los padres del desierto, como el de los iniciadores de la vida monástica masculina y femenina, comportará la inscripción de sus nombres en los calendarios locales, sin atribuirles, de todas formas, la misma importancia que a los mártires.

Saludando a Marí­a como la santa Madre de Dios, el concilio de Efeso (431) contribuyó a la difusión de su culto. Mientras la iglesia de Jerusalén celebraba ya su fiesta el 15 de agosto, la mayor parte de las iglesias celebraban su memoria en conexión con el nacimiento del Señor. Pero no eran sino las primicias de un homenaje litúrgico destinado a asumir dimensiones muy amplias [l Virgen Marí­a].

II. Evolución del culto de los santos
Limitado inicialmente a la basí­lica cementerial o a la tumba del santo, el culto de los mártires no tardarí­a en experimentar un desarrollo al que contribuyeron diversos factores.

1. LOS FACTORES DEL DESARROLLO. El factor decididamente primario de la extensión del culto de un santo consiste evidentemente en su fama. Por eso, desde la segunda mitad del s. iv, toda la iglesia festeja a los apóstoles Pedro y Pablo, y en Roma se conmemoran los mártires de Cartago: Perpetua, Felicidad y Cipriano. Igualmente, el papa Dámaso transforma su propia casa en basí­lica, y la dedica al diácono Lorenzo. Para los mártires menos conocidos la difusión del culto derivará sea del traslado y división de sus reliquias, sea del lugar que se les asigne en los diversos documentos hagiográficos.

a) Traslado y repartición de las reliquias. Los descubrimientos y traslados de las reliquias de los santos se ponen de manifiesto al final del s. ni, tanto en Occidente como en Oriente. San Ambrosio fue el promotor en Milán y Bolonia. En Roma habrá que esperar a las guerras gótico-bizantinas del s. vi, y sobre todo al final del s. vol, para asistir al traslado sistemático de los cuerpos de los mártires, exhumados de los cementerios suburbanos para ser depositados en una basí­lica de la ciudad. Esta basí­lica se convierte en un nuevo centro de culto del santo.

La repartición de las reliquias, a la que Roma será durante mucho tiempo refractaria, hací­a ya mucho tiempo que se acostumbraba hacer en otras regiones. Poco después del descubrimiento de los restos de san Esteban, no lejos de Jerusalén (a. 415), ya habí­a llegado una partí­cula a Hipona, donde hací­a milagros. Así­, dondequiera que se poseyese el mí­nimo fragmento de un cuerpo santo, no se omití­a celebrar su natalicio, y éste atraí­a a los fieles. Pronto ya no se concebirá la dedicación de una iglesia sin la deposición de reliquias de mártires bajo el altar [1 Dedicación, II, 1, b]. Roma, menos partidaria que otras iglesias de la multiplicación de las reliquias corporales de los santos, reservó su preferencia a reliquias representativas, como los paños que habí­an tocado la tumba del santo y las lámparas de aceite que habí­an ardido una noche ante ella.

La difusión de las reliquias multiplicaba los centros de culto, pero este culto seguí­a unido a un vestigio tangible del santo. Donde tal culto se liberó de toda referencia material al santo es en la basí­lica vaticana: el papa Gregorio III (731-741) erigió en San Pedro un oratorio en honor de Cristo y de su santa Madre, así­ como de «todos los santos mártires y confesores y justos llegados a la perfección, que reposan en el mundo entero», y ordenó a los monjes de servicio en la basí­lica que acudieran allí­ todas las tardes para celebrar un breve oficio votivo en su honor. Pronto comenzó a difundirse la fiesta de Todos los Santos, relacionada en Oriente con las solemnidades pascuales, y fijada, en Inglaterra y en los paí­ses francos, para el 1 de noviembre.

b) La literatura hagiográfica. Cubre un vasto campo. Lo que hoy despierta más interés son los documentos más concisos, calendarios y martirologios; pero durante mucho tiempo fueron las pasiones, las actas, las leyendas y las vidas de los santos las que cosecharon mayor éxito y decretaron a este o aquel santo un culto popular.

Calendarios y martirologios. El calendario es originalmente una guí­a local para la celebración de las fiestas a lo largo del año. Consigna los nombres de los santos con la respectiva fecha y el lugar de la asamblea eucarí­stica. Así­, leemos en el calendario romano: «III id. aug. Laurenti in Tiburtina» (= el 3 de los idus de agosto Lorenzo en la ví­a Tiburtina). El martirologio, que tendrá un estatuto oficial solamente en el s. xvi, recoge en cambio el nombre de diversos santos cuyo natalicio cae en el mismo dí­a. En algún caso trae seis o siete nombres en la misma fecha, acompañados de breves noticias.

La doble depositio romana, de los obispos y de los mártires, recogida en un cronógrafo del 354, parece remontarse al 336. Es el calendario más antiguo. Le sigue de cerca el calendario de Nicomedia de los años 360, base del martirologio sirí­aco del 411. Uno y otro contienen solamente nombres de mártires. El calendario de Cartago, de principios del s. vi, añadirá a los natalitia de los mártires las depositiones de un cierto número de obispos, preludiando los calendarios medievales, en los que encontraremos junto a los mártires la mención de otros santos: obispos, confesores y ví­rgenes.

El documento capital de la hagiografí­a occidental es el martirologio jeronimiano. Este tí­tulo pseudoepigráfico engloba la fusión de antiguos elencos de mártires romanos, africanos y orientales, que el compilador habí­a enriquecido con añadiduras, tomadas entre otras de las fuentes galicanas. La compilación, ejecutada en Auxerre, se remonta al año 592. El martirologio jeronimiano, recopiado muchas veces desde entonces, era difí­cil de interpretar, hasta que el bolandista H. Delehaye publicó su comentario en los Acta Sanctorum novembris (1931).

El jeronimiano contení­a sólo el nomen-locus-dies de cada santo. El monje inglés Beda el Venerable creyó conveniente componer un martirologio menos denso de nombres, pero provisto de una breve noticia sobre cada uno de ellos (comienzos del s. vol). Nací­a así­ un texto nuevo, que se llamó martirologio histórico. Después de Beda vinieron Floro de Lyon (840), Adón de Vienne (860), poco escrupuloso en la utilización de las fuentes y fantasioso en la elección de las fechas; a continuación, Usuardo de Saint-Germain (865), que tendrí­a un amplio y durable éxito. El martirologio de Usuardo se leerá en todos los capí­tulos de canónigos y en todos los monasterios del medievo, y cada uno de ellos le añadirá sus propias noticias. Harán falta pocas modificaciones para que se convierta en el Martirologio romano, promulgado por el papa Gregorio XIII en 1584.

Bajo formas diversas, las iglesias de Oriente han adoptado guí­as similares para la celebración de las fiestas de los santos. Viene en primer lugar el sinaxario, que indica el lugar de la asamblea litúrgica, o sinaxis, y suministra un breve elogio del santo para cada dí­a del año, desde comienzos de septiembre hasta finales de agosto. El más importante es el Sinaxario de Constantinopla, editado por H. Delehaye, que se remonta con probabilidad al s. x. La Patrologí­a Oriental ha publicado sinaxarios de la iglesia copta, etiópica, sirí­aca, armenia y georgiana.

Los libros litúrgicos. Al suministrar los textos necesarios para la celebración de las fiestas de los santos, los libros litúrgicos han contribuido a su conocimiento. Sacramentarios y leccionarios romanos han hecho familiares a todo Occidente los nombres de los santos de Roma, gracias a su difusión a partir del s. vII. Así­ también el leccionario de Jerusalén, de principios del s. v, llegadó a nosotros en una traducción armenia, ha hecho populares las fiestas celebradas en la Ciudad santa más allá de las fronteras de Palestina. A él se debe, entre otras, la primera mención de la conmemoración mariana del 15 de agosto, y del martirio de Juan Bautista el 29 del mismo mes.

Actas, pasiones, leyendas y vidas de los santos. Los documentos relativos a las vidas de los santos, especialmente a los testimonios ofrecidos por los mártires, son de muy diversa naturaleza. Todos tienen la finalidad de suscitar la admiración y animar a la fidelidad al Señor. Sin embargo, solamente alguno que otro se atiene rigurosamente a la relación de los hechos.

Las actas de los mártires constituyen los documentos más preciosos de la hagiografí­a; pero desafortunadamente son raras las que nos han llegado sin manipulaciones. Entre éstas podemos citar las de Justino en Roma y de Cipriano en Cartago. También la pasión de Perpetua y Felicidad, aunque sea una obra literaria, debe colocarse en esta categorí­a.

Siguen a continuación las narraciones de testigos oculares, entre ellas la carta de los cristianos de Esmirna sobre el martirio de Policarpo (a. 156), y la de las iglesias de Lyon y Vienne, que describe la última lucha de Potino, Blandina y sus hermanos.

Las pasiones son generalmente narraciones más tardí­as, sobre cuyo valor histórico es difí­cil pronunciarse. Van desde la narración fundada en datos de archivo a historias de pura fantasí­a. Su género literario se inspira en la epopeya: encontramos siempre los mismos tipos de jueces, de interrogatorios, de respuestas, de suplicios. Sobreabunda lo maravilloso. La mayor parte de las veces el narrador parte de un nombre o de un lugar bien atestiguados; pero sobre esta base elabora después toda una novela. Es el caso de san Jorge, mártir en Lidda, donde a finales del s. iv se habí­a erigido una basí­lica en su honor. Lo mismo se diga de los santos Cosme y Damián, mártires en Ciro, junto a Aleppo. Pero puede también suceder que sea todo inventado, como en las pasiones de Cipriano y Justina, o de Bonifacio de Tarso.

A propósito de las leyendas (lat. legenda = cosas que se debí­an leer), precisemos que el término no juzga de antemano en modo alguno la autenticidad de los acontecimientos referidos. Las pasiones de los mártires se destinaban a la lectura pública, en la asamblea litúrgica, especialmente durante la vigilia de la fiesta del santo, o en el refectorio del monasterio. Pero con frecuencia las pasiones contení­an tantas inverosimilitudes que su credibilidad quedaba bastante en entredicho.

Nacidas generalmente para glorificar a un santo, algunas leyendas hagiográficas se redactaron para ilustrar un lugar de culto. Es el caso de las leyendas romanas de fundación de tí­tulos. Parten de elementos topográficos, explicando sus particularidades y conectándolas con la vida del fundador (Cecilia, Prisca, Crisógono). Con frecuencia unen con lazos de parentela, o juntan en una misma muerte a diversos mártires de épocas diferentes que reposan en los cementerios de una misma región. Así­ se consideró a Emerenciana hermana de leche de Inés por el hecho de que las dos mártires reposan en la ví­a Nomentana. Las leyendas de fundación pretenden responder a las preguntas de los peregrinos y a señalar la importancia de la iglesia que visitan (santos Juan y Pablo ad clivum Scauri). Por tanto, no es legí­timo corroborar la autenticidad de las leyendas a partir del hecho de que los arqueólogos hayan sacado a la luz restos conformes con las narraciones, dado que éstas se fundan precisamente sobre el mismo dato topográfico.

Las vidas de los santos aparecen muy pronto. La más antigua es la de Cipriano, escrita por su diácono Poncio. En los siglos siguientes, los grandes obispos Ambrosio, Agustí­n, Germán de Auxerre, Cesáreo de Arlés, etc., encontraron biógrafos inmediatamente después de sus muertes. Pero las vidas que tuvieron mayor éxito son las de los padres del desierto y los monjes, como la Vida de Antonio el Grande, escrita por san Atanasio; la de Sabas, escrita por Gregorio de Escitópolis, y, más tarde, la de Benito, narrada en el libro II de los Diálogos de san Gregorio Magno. Las vidas de los santos se han multiplicado hasta nuestros dí­as, cada una marcada por la mentalidad y las aspiraciones de la propia época: llenas de milagros y de revelaciones en el medievo, atentas a la psicologí­a espiritual del personaje en la época moderna y, en nuestros dí­as, provistas de referencias documentales.

A través de las vidas, como por otra parte también a través de las leyendas hagiográficas, se descubren los tipos de santidad que a lo largo de los siglos han alimentado la admiración y estimulado el fervor del pueblo de Dios: la primací­a del amor al Señor y del estar disponible en sus manos; el servicio a los hermanos; el espí­ritu de oración; la ascesis; la predilección por la virginidad… Desde este punto de vista, se puede decir que la leyenda es a veces más verdadera que la historia.

No se puede olvidar, finalmente, que un cierto número de santos fueron maestros espirituales, mí­sticos, teólogos. Algunos han escrito libros, otros han dejado epistolarios o memorias í­ntimas. Es evidente que tales páginas iluminan la personalidad de sus autores y ejercen una profunda atracción en cuantos nutren con ellas su reflexión y su plegaria. Baste citar, por todos, los nombres de las dos Teresas.

c) Las peregrinaciones. En todo tiempo han constituido un factor de difusión del culto de los santos. Nadie ignora cuánto han contribuido las modernas peregrinaciones a Lourdes a hacer familiar al mundo la figura de Bernadette Soubirous.

Las peregrinaciones comenzaron aun antes de la paz constantiniana (a. 313), como testimonia la inscripción funeraria de Abercio de Gerápolis; pero fue en el s. 1v cuando alcanzaron gran desarrollo: peregrinaciones a Tierra Santa y a Roma; peregrinaciones a las tumbas de santos hoy olvidados, como Sergio y Menas, que hicieron florecer verdaderas ciudades en el desierto de Siria (Rosafa-Sergiópolis) y en los confines del desierto de Egipto (Karm abu Mina); peregrinaciones a los santuarios de san Simeón Estilita en Qalaat Semán (Siria); después a los santuarios de san Martí­n en Tours (Francia), y más tarde todaví­a, a Santiago de Compostela (España), sin olvidar las peregrinaciones al monte Gargano y a Mont-Saint-Michel (Francia) contra los peligros del mar.

Los dos tipos de peregrinaciones más frecuentes y célebres fueron, sin duda, los de Tierra Santa y Roma. En los paí­ses de la biblia habí­an florecido santuarios en todos los lugares teofánicos del AT y del NT. La religiosa española Egeria nos ha dejado un recuerdo pintoresco y entusiasta de su peregrinación de un lugar a otro. Pero, tras haber caminado sobre las mismas huellas de Jesús, los cristianos no hay nada que deseen tanto como encontrar un recuerdo de Marí­a en los lugares donde ella vivió. Su culto se desarrolló, en época bizantina, de Nazaret a Belén y, en la misma Ciudad santa, de la piscina Probática a la Dormición y a la tumba del Getsemaní­.

La peregrinación hacia Roma del medievo convocaba a los fieles, procedentes de las más lejanas provincias, en las tumbas de Pedro y Pablo, en las respectivas basí­licas del Vaticano y de la ví­a Ostiense; después en Letrán, donde se venera la mesa de la Cena y la memoria de los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista. Se pasaba después a los santuarios más modestos, donde se detení­an a escuchar la historia edificante de la fundación, antes de llegar (hasta el s. ix) a los cementerios subterráneos de la periferia. Volviendo a casa, monjes y clero llevaban consigo, como un precioso recuerdo, los itinerarios de las tumbas sagradas, transcritos por ellos mismos, y los sacramentarios, que contení­an las oraciones para celebrar a Inés y Cecilia, Clemente, Nereo y Aquiles, Pedro y Marcelino o los Cuatro Coronados, cuyos nombres se introducen desde ahora en todos los calendarios.

2. LA REGLAMENTACIí“N CANí“NICA. El culto de los santos nació de la devoción popular; pero para poder llegar a ser culto eclesial ha estado sujeto siempre al control de los obispos, a la espera de ser sometido al juicio del papa.

a) El reconocimiento del culto en el primer milenio. Durante los primeros siglos nos encontramos siempre en presencia de una iniciativa de la comunidad local, donde el sentir del pueblo viene ratificado por el obispo después de un proceso rudimentario. En tiempo de las persecuciones se conserva el recuerdo de los mártires y de los confesores de la fe, pero sólo después de haber comprobado cuidadosamente que el que habí­a sufrido la muerte habí­a formado parte de la gran iglesia. Frente a los donatistas, Agustí­n recordará que no es el suplicio padecido el que hace al mártir, sino la causa por la que se ha padecido el suplicio: «Non poena, sed causa». Los obispos honrados con culto público son aquellos que han manifestado eminentes cualidades de pastores: fidelidad a la oración y a la ascesis, celo por la predicación, amor a los pobres, acogida de los hermanos, valentí­a en la defensa del derecho. A veces el amor a la ciudad tendrá mayor peso, en el homenaje popular, que las virtudes personales. En cuanto a los padres de la vida monástica y los misioneros del evangelio, se juzgará el árbol por los frutos, según la palabra del Señor. Lo mismo sucederá con las ví­rgenes consagradas y las santas viudas, desde Paula de Belén a Genoveva de Lutecia.

b) La liturgia de la canonización. Hasta finales del s. x no se registra ninguna intervención de la Santa Sede en el reconocimiento del culto tributado a los santos. Fue para dar más esplendor a la exaltación de su predecesor Ulrico (+ 973) por lo que el obispo de Augsburgo pidió al papa que aprobara su culto. Juan XV accedió a tal petición durante un concilio celebrado en Letrán (993). El s. xl vio numerosas intervenciones similares, pero el término canonización no es anterior a los años 1120. Hacia el 1175, Alejandro III declaró que no estaba permitido venerar públicamente a nadie como santo sin la autorización de la iglesia romana. En 1234 las decretales de Gregorio IX reservaron al papa el juicio en la materia. De todas formas, algunas iglesias particulares siguieron, durante varios siglos, efectuando canonizaciones.

Cuando Sixto V instituyó en 1588 la Congregación de ritos, le mandó «poner sumo cuidado en lo referente a la canonización de los santos y le atribuyó la dirección exclusiva del proceso. Al final de éste, durante una misa solemne, el papa celebra la canonización, ya que el acto es esencialmente de carácter litúrgico. Desde 1594 a 1980 los papas han promulgado trescientas canonizaciones. Es digno de notarse que entre los nuevos santos se cuentan ciento treinta y un mártires. Así­, sigue siendo indiscutido el primado del martirio en la iglesia desde los orí­genes. El s. xx ha registrado ya la canonización de noventa y siete mártires.

En 1634 se instituyó una primera etapa en el camino de la canonización: es la beatificación, que autoriza el culto a un siervo de Dios dentro de un determinado territorio o familia religiosa. El primer beatificado (en 1665) fue Francisco de Sales (‘C 1622). Entre los beatos siempre es considerable el número de mártires: entre éstos figuran las ví­ctimas de la persecución en Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda; las de la Revolución francesa y los mártires de la predicación del evangelio en el Extremo Oriente.

No entraremos aquí­ en los detalles procesuales de la beatificación y de la canonización. Solamente diremos que la investigación canónica se dirige esencialmente a tres puntos: la ortodoxia del personaje manifestada en sus escritos; el ejercicio heroico de las virtudes teologales y cardinales; los milagros obtenidos por su intercesión. El martirio no necesita convalidarse con milagros. Hasta el pontificado de Pablo VI, el papa se reservaba la intervención personal solamente para la canonización, mientras la beatificación consistí­a en la simple lectura del decreto. Pablo VI quiso acentuar el carácter litúrgico también de la beatificación, procediendo él mismo a la proclamación del beato en el curso de la misa, como para la canonización.

En las iglesias ortodoxas son raras las canonizaciones. Son decretadas por el Sí­nodo y proclamadas por el patriarca, como se hizo en 1972 con Lidia, la vendedora de púrpura de Tiatira bautizada por san Pablo (cf Heb 16:11-16). La última canonización efectuada por la iglesia de Rusia fue la de san Serafí­n de Sarov, celebrada en 1907. Las iglesias luteranas y las de la comunión anglicana, aunque no hablan de canonización propiamente dicha, inscriben en los propios calendarios diversos nombres de eminentes cristianos.

Por ejemplo, en el calendario de la iglesia evangélica de Alemania leemos el nombre de Dietrich Bonhoeffer junto a los de Tertuliano, Orí­genes y Pascal. El calendario de la iglesia episcopaliana de Canadá trae los nombres de Bartolomé de Las Casas y de Martí­n Lutero King, junto a los de numerosos misioneros mártires.

III. Culto litúrgico y devoción popular
El culto litúrgico ocupa evidentemente el primer puesto en la celebración de los santos, pero se mezcla en muchos aspectos con la devoción popular. Más aún, se podrí­a afirmar que, si no se beneficiase de ese substrato, serí­a en cierta medida artificial.

1. EL cuLTO LITÚRGICO. a) El aniversario. Desde el principio, el culto de los mártires consistí­a en la vigilia nocturna celebrada en su aniversario junto a la tumba. La humilde vigilia del tiempo de persecución, como la que celebró el presbí­tero Pionio junto con dos mujeres en la fiesta de san Policarpo (a. 250), después de la paz constantiniana se transformó en amplias asambleas, en las que el júbilo popular rodeaba las basí­licas cementeriales, donde los fieles celebraban el oficio. «Algunos dentro salmodian, leen y celebran el misterio; mientras tanto otros llenan todo el espacio circundante con el sonido de cuernos y flautas», escribí­a en Egipto el abad Schenute, en el s. v. Lo mismo sucedí­a en todas las regiones. A la lectura de la biblia se añadí­a la de la pasión del santo, que a veces se habí­a escrito expresamente para la circunstancia. La eucaristí­a solí­a celebrarse dos veces: la primera junto a la tumba, al final de la vigilia (in vigilia); la segunda, por la mañana (in die).

b) La inscripción en el martirologio. El aniversario de los mártires, y luego el de los otros santos, se registraba en el calendario local. En el s. viii el calendario de la iglesia romana se introdujo en los paí­ses francos, pero indudablemente ya habí­a llegado antes a Inglaterra. Desde entonces abasteció de un fondo común a los calendarios de las otras iglesias de Occidente, contribuyendo a conservar en la memoria del pueblo el recuerdo de los santos y a suscitar la devoción hacia ellos.
A partir del año (1584) en que el martirologio romano se hizo libro oficial, se ha inscrito en él a todo nuevo santo, cumpliendo a la letra lo que mandaba la fórmula de canonización pronunciada por el papa: «Nos declaramos y definimos que el beato N. es santo. Nos lo inscribimos en el catálogo de los santos y decretamos que sea honrado en toda la iglesia entre los santos». Sólo los santos más importantes se celebran «en toda la iglesia». Y solamente la manifestación efectiva de un culto universal da derecho a la lectura de su breve biografí­a en el martirologio, en el aniversario de su muerte. La inscripción en el martirologio es, pues, una forma de culto litúrgico que no se deberí­a infravalorar.

c) El formulario eucológico. Desde el momento de su canonización, todo santo es dotado de un formulario eucológico. A partir del s. xvi ya no se remite totalmente al común, sino que se compone una misa y un oficio en honor del nuevo santo. Lo mí­nimo consiste en la redacción de la colecta y en la elección de las lecturas para la misa y del texto hagiográfico para el oficio. A través de estos textos se presenta a la comunidad celebrante la fisonomí­a espiritual del santo. La elección de las lecturas bí­blicas permitirá meditar sobre la palabra de Dios a la luz de los ejemplos concretos de hombres y mujeres que la han vivido intensamente.

d) La veneración de las reliquias y de las imágenes de un santo no es un hecho ajeno a la liturgia, como testimonia la constitución litúrgica del Vat. II: «De acuerdo con la tradición, la iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas» (SC 111).

Los primeros siglos comprendieron el ví­nculo que existe entre las reliquias de los mártires y la celebración de la eucaristí­a. San Ambrosio se alegraba de poder depositar bajo el altar los cuerpos de aquellos que habí­an estado más cerca del misterio pascual de Cristo. La edad media llevó más adelante la propia devoción y no dudó en colocar sobre el altar preciosos relicarios, decorados de esmaltes y piedras preciosas. Estos se incensaban durante la celebración. Era fácil, en el s. xn, ver al papa inaugurar la vigilia de las fiestas mayores en la basí­lica vaticana con una diligente peregrinación a los múltiples altares dedicados a los santos, procediendo a su incensación. Hoy se agradece una mayor discreción en este culto de las reliquias y se prefiere volver a la costumbre antigua.

Oriente, en su veneración de los iconos, tendrí­a alguna lección que dar a toda la iglesia sobre el culto de las imágenes. En las iglesias orientales, imágenes y estatuas no tienen una función puramente decorativa; deben asegurar más bien una mediación entre lo visible y lo invisible. Por eso el Vat. II prescribe: «Manténgase firmemente la práctica de exponer en las iglesias imágenes sagradas a la veneración de los fieles; hágase, sin embargo, con moderación en el número y guardando entre ellas el debido orden, a fin de que no se cause extrañeza al pueblo cristiano ni favorezcan una devoción menos ortodoxa» (SC 125). Es fácil intuir que el culto de las imágenes actúa como bisagra entre la liturgia y la devoción popular.

Con el culto de las reliquias y de las imágenes podemos también enlazar la erección de una iglesia o de un altar bajo el tí­tulo de un santo. Es éste un honor que no se le otorga a un beato (cf RDI, n. 4, p. 24). El tí­tulo es una invitación a dar gloria a Dios por las maravillas que ha hecho en su siervo y, a la vez, recuerda el poder de intercesión del santo invocado en ese lugar. Por lo que se refiere al altar, el rito para la Dedicación de iglesias y de altares afirma: «Por su misma naturaleza, el altar se dedica sólo a Dios, puesto que el sacrificio eucarí­stico solamente se ofrece a él. En este sentido debe entenderse la costumbre de la iglesia de dedicar altares a Dios en honor de los santos, como lo expresa bellamente san Agustí­n: `A ninguno de los mártires, sino al mismo Dios de los mártires levantamos altares’ (Contra Faustum XX, 21)» (RDI, n. 10, p. 78).

2. LA DEVOCIí“N POPULAR. El culto popular de los santos cubre un terreno muy amplio, extendiéndose desde la celebración festiva del patrono local hasta abrazar algunas prácticas afro-americanas, donde se advierte que los santos todaví­a no han logrado desplazar del todo a los í­dolos. Aquí­ nos limitaremos a las formas más difundidas.

a) Los santos preferidos por el culto popular. La santa más popular es sin duda alguna la inmaculada Madre de Dios, la «Reina de todos los santos». Bajo los tí­tulos más diversos se la venera en todas las iglesias, y sus santuarios atraen masas de peregrinos. Los bosques de velas que arden ante sus imágenes son un testimonio del fervor del pueblo cristiano por ella.

Ciertamente, grandes santos como Francisco de Así­s y Teresita del Niño Jesús son también objeto de culto popular, pero con frecuencia se constata un hiato entre el calendario litúrgico y la devoción de la gente. No siempre los santos que más han influido en la vida de la iglesia son los más venerados. San Blas aventaja a san Agustí­n. Los que atraen la piedad del pueblo son sobre todo los santos auxiliadores, o sea, aquellos a los que se invoca para tener protección en las dificultades, curación en la enfermedad, éxito en el trabajo, felicidad en familia. Algunos reciben un culto muy antiguo, como san Sebastián, invocado contra la peste desde el s. Vi. Después han llegado san Antonio de Padua, que ayuda a encontrar objetos perdidos; santa Rita, abogada de las causas difí­ciles, etc. El elenco es diferente según las regiones.

Santos muy populares son también los patronos de los lugares. No sólo el patrono de la ciudad o barrio, sino también el titular de la modesta capilla junto a la que mana una fuente milagrosa. Ciertas naciones, como Irlanda o Bretaña, honran a santos cuya fama se limita a un cí­rculo muy restringido. Pero cuanto más reducido es el territorio, más intenso es el fervor. Al comienzo de nuestro siglo hubo un movimiento para dar patronos a las naciones, incluso a los continentes; pero ciertamente debemos reconocer que la piedad popular no ha correspondido nunca a ningún decreto eclesiástico. Con frecuencia, al contrario, precede la decisión de la autoridad con su fidelidad a la memoria de un siervo de Dios, cuya causa de canonización puede estar todaví­a lejos de su conclusión.

Junto a los patronos locales se mencionan los patronos de las cofradí­as y hermandades, los de las diversas categorí­as (por ejemplo, los santos Cosme y Damián, patronos de los médicos; san Isidro, patrón de los agricultores, etc.). A veces la elección se funda sobre una tradición legendaria (san Jorge, patrono de los caballeros), o incluso sobre un juego de palabras (san Cornelio, patrono de los animales con cuernos).

La piedad popular, en fin, está unida a lugares donde ha vivido un santo y en los que se conservan sus objetos de uso cotidiano. Esto constituye, por ejemplo, el encanto de la devoción romana a san Luis Gonzaga, a san Felipe Neri y a san José Benito Labre cuando el peregrino visita los lugares en que ellos vivieron v murieron.

b) Los modos de expresión del culto popular. La devoción popular se expresa sobre todo en la celebración más festiva de la liturgia del dí­a. Con frecuencia, el aniversario del patrono es dí­a de vacación; la multitud acude más numerosa; los cantos están mejor preparados. Por las calles puede que desfile una procesión, a menudo plagada de banderas y estandartes. Espontáneamente, la fiesta religiosa se prolonga en la fiesta profana: juegos y danzas, competiciones deportivas, a veces desfiles históricos, desafí­os entre zonas vecinas. La fiesta es popular en la medida en que logra suscitar múltiples actividades locales y crear un clima de alegrí­a unánime, a la que no son ajenos tampoco los no-practicantes o los no-creyentes.

El culto popular gusta de expresarse mediante los sí­mbolos que emplea la liturgia -el agua, el fuego, la luz-, dándoles una nueva capacidad de expresión. Las hogueras de la tarde de san Juan enlazan esta fiesta con las diversiones por el solsticio de verano, desde el momento que este santo «vino para ser testigo de la luz». En Lourdes, la procesión aux flambeaux se desarrolla de noche, elevando al invisible sus avemarí­as. El agua milagrosa de la fuente lava los cuerpos de los enfermos y regenera los corazones.

Aunque la liturgia exponga al culto las sagradas imágenes y rodee de incienso las reliquias de los santos, puede suceder que este culto tome de la religiosidad y fervor populares un desarrollo exagerado. Entonces se ve el altar del santí­simo sacramento olvidado en beneficio de la estatua del santo taumaturgo, a no ser que la urna del mismo no esté sobre el altar, envuelta en una nube de gloria. Así­ también, la tumba venerada, adornada de flores y rodeada de lámparas, puede polarizar excesivamente la atención. En las grutas vaticanas los peregrinos se apiñan sobre la tumba de Juan XXIII, mientras echan solamente de pasada una mirada descuidada al lugar donde fue sepultado el apóstol Pedro.

En lo que tiene de bueno, el culto popular es una valoración del culto litúrgico. Por tanto, debe escapar al peligro de las desviaciones cuando se rompe el equilibrio y una forma accesoria de culto se impone como elemento esencial. Pero las posibles excrecencias no quitan su importancia a los grandes momentos de fervor colectivo, en los que el pueblo de los bautizados toma conciencia de ser un pueblo de salvados en camino hacia la felicidad.

IV. El Vat. II y el culto de los santos
La constitución litúrgica del Vat. II dedica dos artí­culos al culto de los santos. Después de haber levantado acta del culto tradicional de los mártires y de otros santos en la liturgia, el concilio esboza una teologí­a (SC 104) y le asigna unos lí­mites «para que las fiestas de los santos no prevalezcan sobre los misterios de la salvación» (SC 111). Los principios de reforma que guí­an la aplicación de esta norma se enmarcan en el conjunto de la legislación conciliar sobre la liturgia: también el culto de los santos debe alimentar la fe del pueblo cristiano (SC 33), ofreciendo lecturas bí­blicas más abundantes (SC 24; 35); tendrá una noble sencillez y evitará las repeticiones inútiles (SC 34); respetará el carácter primordial de la celebración dominical (SC 106). Este amplio trabajo de reforma empezará por un cuidadoso estudio teológico, histórico y pastoral (SC 23). Así­ era el programa. ¿Cómo se ha realizado? Para comprenderlo conviene recordar las formas de la celebración del culto de los santos en 1960.

1. EL CULTO DE LOS SANTOS EN 1960. La manera en que entonces se celebraba el culto litúrgico de los santos presenta tres caracterí­sticas: un calendario muy rico; formularios más bien pobres; una reglamentación restrictiva.

a) El calendario. El esqueleto del Calendario universal de la iglesia romana en 1960 estaba formado todaví­a por el Breviario tridentino, promulgado en 1568. Este último, a su vez, tení­a detrás una larga historia. En el s. VIII se habí­a elaborado en los paí­ses francos un calendario que recogí­a las diversas tradiciones locales de Roma, añadiéndole las fiestas de los apóstoles y las de los cuatro doctores de Occidente. Del s. Ix al xii este calendario se habí­a ampliado acogiendo numerosos mártires no romanos popularizados por las leyendas y los papas de los primeros siglos, considerados también mártires. Allí­ figuraban también los nombres de algunos santos orientales, como Antonio de Egipto y Juan Crisóstomo. El calendario lateranense de finales del s. xii da una sí­ntesis de él, destinada a perpetuarse hasta nuestros dí­as. Mientras las iglesias de Oriente, a excepción de la rusa, no celebran prácticamente ningún santo posterior al año 1000, la iglesia romana ha querido que su calendario permaneciese abierto para acoger las grandes figuras espirituales de las generaciones sucesivas. La pléyade de santos del s. xIII, entre ellos Francisco de Así­s, encontrarán en él un puesto de primera lí­nea.

El calendario tridentino aceptó la herencia del pasado, llevando a cabo, de todas formas, una selección para reducir las fiestas a menos de doscientas. Pretendí­a seguir siendo, sobre todo, el calendario de los mártires romanos y de los santos de las épocas más antiguas. En él sólo seis nombres se refieren al segundo milenio: los de san Bernardo, santo Domingo, san Francisco, santa Clara, san Luis IX, rey de Francia, y santo Tomás de Aquino. Se encuentran también las fiestas, más recientes, de la Visitación y de la Concepción de Marí­a y de san José.

De 1584 a 1960 se asiste a modificaciones profundas: las fiestas se multiplican; las de los santos no mártires son ahora preponderantes, si no numéricamente, al menos por el grado de su celebración. Algunas cifras nos revelerán en qué medida se habí­a apelmazado el santoral romano desde la época de Gregorio XIII a la de Juan XXIII: se cuentan trece fiestas nuevas de 1584 a 1600; cuarenta y nueve en el s. xvll; treinta y dos en el xvIII; veinticinco en el xix y veintiséis de 1900 a 1960. En total, ciento cuarenta y cinco fiestas nuevas.

b) Los formularios. En los formularios del Misal tridentino hay que distinguir los textos de las misas heredadas de los antiguos sacramentarios y leccionarios de los de las misas introducidas posteriormente. Los primeros revelan una cierta variedad, aun manteniéndose en términos más bien genéricos. Ninguno pretendí­a referirse a la personalidad del santo que se celebraba; bastaba con saber que uno habí­a sido mártir y otro confesor pontí­fice o no. Para las misas introducidas antes del s. XVIII se remití­an normalmente al común, excepto para la colecta. Por eso aparecí­an con frecuencia las mismas lecturas, tanto que un buen número de sacerdotes se sabí­a bastantes de memoria.

Otro tanto sucedí­a con el oficio divino. Este, además, estaba lleno de lecturas hagiográficas de escaso nivel. Veinte años después de la promulgación del Breviario de 1568, se pedí­a ya su revisión. Pese a los intentos de Benedicto XIV y de Pí­o X, ningún proyecto llegó a término.

c) Las normas para la celebración. En 1568 las fiestas se clasificaban en cuatro categorí­as: doble, semidoble, sencilla y memoria. En el s. xvn las dobles se dividieron en dobles de primera clase y de segunda, en doble mayor y doble menor: de aquí­ se seguí­a una jerarquí­a de ocho grados. Hasta 1911, todas las fiestas de rito doble tení­an precedencia sobre el domingo, excepto los más importantes, como el 1 de adviento y el 1 de cuaresma, de manera que el ciclo temporal estaba ahogado por el santoral.

Según las rúbricas de 1568, toda fiesta tomaba í­ntegramente su formulario del propio o del común. Esa regla estuvo en vigor hasta 1969 para la misa y hasta 1911 para el oficio. Cuando se celebraba la misa de un santo no se podí­an utilizar las lecturas de la feria, ni siquiera en cuaresma. Igualmente, el oficio debí­a tomar la salmodia de un repertorio bastante restringido y utilizar una selección de lecturas bí­blicas y patrí­sticas sumamente limitadas. En consecuencia, el oficio ferial se celebraba raramente, mientras que la lectura bí­blica continua desapareció casi por completo.

2. LA REFORMA DE 1969. En continuidad con la reforma emprendida sesenta años antes por el papa san Pí­o X, el proyecto del Vat. II era restaurar el orden de valores en el año litúrgico, dando la prioridad a la celebración de los misterios de la salvación respecto al culto de los santos. Si querí­a tener futuro, esa reforma no podí­a contentarse con revisar el calendario, que ciertamente debe estar abierto a las aportaciones del tiempo. Era necesario, pues, sobre todo, proponer normas lo bastante elásticas para armonizar las memorias de los santos con la liturgia del tiempo en una misma celebración. También hací­a falta refundir los textos del Misal y del Oficio y enriquecerlos con lecturas.

a) El «Calendarium Romanum generale». Se adoptó este tí­tulo para indicar que ese calendario debí­a integrarse con la adopción de calendarios particulares, planteados según los mismos principios. Efectivamente, el concilio habí­a decretado que «se deje la celebración de muchas de ellas a las iglesias particulares, naciones o familias religiosas, extendiendo a toda la iglesia sólo aquellas que recuerden a santos de importancia realmente universal» (SC 111).

Si se hubiera cumplido a la letra esa prescripción, se deberí­a haber suprimido la inmensa mayorí­a de los nombres inscritos en el calendario. Pero ¿habrí­a aceptado el pueblo cristiano una solución tan radical? Por ello se atuvieron a la norma general formulada por la misma constitución litúrgica, según la cual «no se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de la iglesia» (SC 23). En la revisión del calendario se ha querido aligerarlo y a la vez enriquecerlo, procediendo también a los cambios de fechas exigidos por la fijación de la fiesta de un santo en el aniversario de su muerte.

Aligerar y enriquecer el elenco de los santos. Los dos objetivos, aparentemente contradictorios, se conciliaron de la siguiente manera. En primer lugar se redujeron a menos de ciento ochenta las memorias de santos propuestas, comenzando por la exclusión de los personajes que levantaban mayores dificultades desde el punto de vista de su existencia (por ejemplo, Juan y Pablo, Pudenciana, Cipriano y Justina, Ursula, Catalina, Félix de Valois). Se decidió asimismo suprimir la mención de los mártires locales de Roma de los que no se conocí­a nada excepto el nombre y los aniversarios (por ejemplo, Gorgonio, Timoteo, Emerenciana), y también de los fundadores y fundadoras de los antiguos lugares de culto (Prisca, Sabina, Crisógono, Eusebio). De todas formas se han conservado, junto a los nombres de mártires recuperados del olvido (Ignacio de Antioquí­a, Justino, Fabián, Cornelio, Sixto y sus diáconos, Inés), también los titulares de las basí­licas visitadas por los peregrinos con mayor asiduidad y constancia (Cecilia, Sebastián, Pancracio, Nereo y Aquiles). Después convení­a remitir a los calendarios propios a todos aquellos santos, en su mayorí­a italianos, cuyo recuerdo iba unido solamente a un territorio restringido o a una familia religiosa (Ubaldo, Juan Gualberto, Juliana de Falconieri, Eduardo, Remigio, Jacinto). Esta fue la gran labor de aligeramiento.

A continuación hací­a falta enriquecer el calendario romano, acentuando su carácter universal. Ya después del concilio Vat. I, de 1874 a 1920, habí­an aparecido en el calendario los nombres de numerosos padres de la iglesia oriental y de los grandes misioneros de la alta edad media (Ireneo, los dos Cirilos, de Jerusalén y de Alejandrí­a; Efrén, Juan Damasceno, Cirilo y Metodio, Agustí­n de Canterbury, Bonifacio, Beda el Venerable). No quedaba sino ensanchar el ángulo de visión a toda la iglesia extendida por el mundo; por eso se incluyeron las memorias de los mártires canadienses, japoneses y ugandeses, y del protomártir de Oceaní­a, Pedro Chanel.

Al fijar el elenco de los santos se ha querido destacar la perennidad de la santidad, y especialmente del martirio, a lo largo de la historia. Después de los mártires del circo de Nerón en el Vaticano y de los primeros siglos encontramos a los papas Juan I (s. vQ y Martí­n I (s. vil); Bonifacio, el apóstol de Alemania (s. vm); Wenceslao (s. x), Tomás Becket y Estanislao (s. xt), Juan Fisher y Tomás Moro, así­ como los mártires de Nagasaki (s. xvi), Fidel de Sigmaringen y los mártires canadienses (s. xvti), Pedro Chanel y los mártires ugandeses (s. xtx), Marí­a Goretti (s. xx). Nada mejor que este elenco para ilustrar la afirmación de la colecta del 17 de octubre, memoria de san Ignacio de Antioquí­a: «… Deus, qui sanctorum martyrum confessionibus ecclesiae tuae sacrum corpus exornas…».

Celebrar el dí­a aniversario. El culto de los mártires comenzó por la reunión de los fieles junto a sus tumbas «en los dí­as en que recibieron la corona» (calendario de Nicomedia). Hasta el s. xi fue una preocupación constante la de respetar el dí­a aniversario. Pero Adón de Vienne ya habí­a introducido en su martirologio fechas elegidas por él mismo (por ejemplo, Ignacio de Antioquí­a, el 1 de febrero; Policarpo, el 26 de enero; Basilio, el 14 de junio), y estas fechas pasaron a los calendarios sucesivos. A partir del s. xvn, la elección de fechas se hizo por las razones más fútiles: Vicente de Paúl se fijó el 19 de julio, que marcaba el final del año escolar en los seminarios lazaristas; Juan Damasceno y Juan de Capistrano, el 27 y 28 de marzo, para rellenar los huecos de la cuaresma. Obviamente se imponí­a el retorno a las fuentes. Esto explica muchos cambios de fechas introducidos en el calendario de 1969. Con frecuencia se permite a la iglesia romana celebrar a un santo oriental en el mismo dí­a que en su paí­s de origen, como Ignacio de Antioquí­a y Policarpo. De todas formas se han hecho tres excepciones: los aniversarios de san Benito, san Gregorio Magno y santo Tomás de Aquino, que caí­an siempre en cuaresma, se trasladaron a otras fechas, en conexión por otros conceptos con su memoria, para facilitar la celebración festiva. Efectivamente, Benito era celebrado desde el s. vtil en los paí­ses francos el 11 de julio, aunque desconozcamos la razón de esta elección. El 3 de septiembre es el aniversario de la ordenación episcopal de san Gregorio Magno, y el 28 de enero el del traslado de los restos de santo Tomás de Aquino a Tolosa.

b) Los formularios de la misa y del oficio. Los formularios de la misa indican las lecturas y las oraciones. El leccionario de los santos ha sido provisto de un repertorio abundante. Algunas lecturas van unidas a una determinada fiesta; la mayor parte se agrupan en los diversos comunes. Efectivamente, a través de la lectura de la palabra de Dios es como mejor se puede penetrar en el alma del santo cuya memoria se celebra. Alguno de ellos ha descubierto en una determinada página del
evangelio la luz decisiva para su propia vida; por tanto, era conveniente que se leyera ese texto en su aniversario.

Las oraciones se han revisado atentamente. Ha sido posible utilizar las numerosas fuentes litúrgicas editadas en los últimos siglos (sacramentarios romanos, ambrosianos y galicanos; misales franceses del s. xvIII). Se ha querido liberar a las oraciones de expresiones demasiado manidas, como la del florecer de una nueva familia religiosa, o de alusiones de desprecio hacia la realidad terrena («terrena despicere»). También se ha querido personalizar los formularios con referencias al espí­ritu que ha animado al santo o a la misión que ha cumplido en la iglesia.

El concilio habí­a prescrito que se restituyeran a la verdad histórica en el oficio divino las pasiones o vidas de los santos (SC 92). La empresa era difí­cil en sí­ misma, porque la historia, como toda ciencia, está en perpetuo progreso, y siempre ha de ser necesariamente provisional toda sí­ntesis de las adquisiciones hagiográficas. Así­ pues, se optó en la Liturgia de las Horas de 1970 por una solución más realista y capaz de ofrecer un alimento espiritual de mejor calidad. Por una parte, cada una de las memorias se abre con una breve noticia histórica, que encuadra sumariamente la vida del personaje; por otra, todo santo lleva una lectura que permite conocerlo mejor o alimentarse mejor con su mensaje. Para los santos que han dejado escritos era obvia la selección de una de sus mejores páginas. Cuando se poseen las actas auténticas de un mártir o un documento contemporáneo (como en el caso de Justino, Policarpo, Cipriano), se propone lo esencial de ellas como lectura. Igualmente se han podido utilizar los testimonios de los biógrafos antiguos o los recuerdos de los que vivieron en intimidad con el santo (por ejemplo, Beda el Venerable, Juana de Chantal). Cada vez que se ha tenido que fijar la lectura de un fundador de familia religiosa se ha confiado la elección a los responsables de la misma familia.

c) Las nuevas normas para la celebración han permitido llevar a la práctica la voluntad del concilio de dar la preferencia a la liturgia de los misterios de la salvación respecto a las memorias de los santos y de no imponer a toda la iglesia nada más que las fiestas de los santos más conocidos.

Los grados de la celebración de un santo se han reducido a tres: solemnidad, fiesta y memoria. Se celebran como solemnidad, además de las de la Madre de Dios, las fiestas del nacimiento de san Juan Bautista, san José, los santos Pedro y Pablo y Todos los Santos. Se celebran como fiesta los aniversarios de los apóstoles y evangelistas, las conmemoraciones de los santos arcángeles, de los diáconos san Esteban y san Lorenzo, de los santos Inocentes. Todas las demás celebraciones son memorias. Pero la novedad más interesante es la que distingue entre memorias obligatorias y memorias libres. Hay sesenta y tres memorias obligatorias y noventa y cinco memorias libres. El número de estas últimas habrí­a sido mayor si el papa Pablo VI, al final, no hubiera hecho obligatorias en vez de libres ciertas memorias de santos, y sobre todo de santas (Cecilia, Agueda, Lucí­a, Escolástica, Clara, Isabel de Hungrí­a). La Conferencia episcopal española se ha limitado a elevar al grado de fiesta la celebración de san Isidoro (26 de abril), santa Teresa de Avila (15 de octubre) y los santos Cirilo y Metodio (14 de febrero), en cuanto patronos de Europa.

El modo de celebración. Lo que importa, más que el número de fiestas o de memorias obligatorias, que no podrá sino aumentar (Juan Pablo II ha hecho obligatorio el aniversario de san Estanislao), es el modo de celebración. Solamente las solemnidades y las fiestas comportan un formulario propio completo, tanto para la misa cuanto para el oficio. Las memorias deben integrarse en la liturgia de la feria. Cuando se trate de una memoria obligatoria, solamente se está obligado a decir la oración propia (con las lecturas, si se refieren explí­citamente al santo) y a leer el texto hagiográfico. En cuaresma esta lectura se añade a la del dí­a (OGLH 239).

La experiencia ha confirmado la eficacia de la nueva reglamentación. La celebración de la feria, con la posibilidad de la lectura continua de la palabra de Dios, está sólidamente asegurada; lo cual, de todas formas, no impide dejar amplio éspacio a las memorias libres, principalmente en los casos en que responden a un deseo de la devoción popular. La restauración del año litúrgico, comenzada por san Pí­o X en 1911, halla así­ su coronación.

V. Teologí­a y pastoral del culto de los santos
Tanto la teologí­a como la pastoral del culto de los santos se basan en una teologí­a de la santidad y especialmente del martirio.

1. LA REFLEXIí“N TEOLí“GICA. La fórmula de la canonización comienza con estas palabras: «Para gloria de la santí­sima Trinidad». Al canonizar a uno de sus hijos, la iglesia santa ante todo canta la gloria de Dios, o sea, proclama solemnemente el amor con que Dios se ha inclinado hacia ella para revelar en el santo su propia imagen. Todo santo es una «alabanza de la gloria de su gracia» (Efe 1:6), pero de hecho lo es solamente porque en él vive Cristo (Gál 2:20). La santidad es identificación con Cristo.

a) Santidad y misterio pascual. La santidad no es otra cosa que el desarrollo supremo de la gracia bautismal. Es por tanto comunión con Cristo en el acto mismo de su muerte y resurrección, en su pascua, como enseña el Vat. II: «Al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo» (SC 104).

El martirio constituye la cumbre de la santidad, porque realiza plenamente el carácter sacrificial de la vida espiritual, expresado con tanta fuerza por san Pablo: «Estoy crucificado con Cristo» (Gál 2:19). Policarpo da gracias al Señor porque le ha preparado un sacrificio «agradable y completo»; pero él participa en el cáliz de Cristo «para resucitar a la vida eterna del alma y del cuerpo en la incorruptibilidad del Espí­ritu Santo».

Si en el martirio el que muere ofrece a la iglesia «la perfecta expresión de la fe» (colecta de los santos Juan Fisher y Tomás Moro, 22 de junio), lo hace porque Cristo testifica en él el amor hacia el Padre. Los primeros fieles lo comprendieron pronto. Según la carta de los cristianos de Lyón, «el cuerpo de Potino estaba consumido por la vejez y las enfermedades, pero conservaba en sí­ el alma, para que por él triunfase Cristo». Y Blandina, «pequeña, débil y despreciada, se habí­a revestido de Cristo». Los compañeros veí­an en ella a «aquel que habí­a sido crucificado por ellos».

b) La imitación de Cristo. Desde el momento que un santo es un miembro vivo de Cristo se comprende que los santos hayan vivido con los ojos fijos en él, para reproducir su imagen en ellos mismos. Desde Esteban, que muere repitiendo las palabras del Crucificado, a Francisco de Así­s, deseoso de vivir a la letra las bienaventuranzas, todos los santos han tenido como único ideal la imitación de su Señor. Por eso reproducen fielmente su imagen. Quien ve a un santo ve a Cristo. Y cada uno de ellos puede repetir con san Pablo: «Sed imitadores mí­os, como yo lo soy de Cristo» (1Co 11:1).

c) La intercesión de los santos. La relación entre los santos y los fieles que peregrinan aquí­ abajo se expone claramente en el primer prefacio de los santos. Después de haber afirmado, siguiendo a Agustí­n, que coronando sus méritos Dios corona su propia obra, el texto declara que el Señor nos ofrece «el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino». El primer y tercer punto no levantan objeción en las iglesias reformadas, pero el segundo no es aceptado. De todas formas, pertenece a la tradición unánime de las iglesias de Oriente y Occidente, desde los orí­genes mismos. En la intercesión de los santos los cristianos expresan su fe en el misterio del cuerpo mí­stico de Cristo: cuando un miembro está alegre, todos se alegran; cuando sufre, todos participan en su sufrimiento. Los santos no pueden, por tanto, ser insensibles a las necesidades de sus hermanos. Bien lo habí­a entendido santa Teresita del Niño Jesús cuando llegó a decir y prometer: «Pasaré todo mi paraí­so haciendo el bien en la tierra».

La intercesión comporta dos grados. En la misa nunca nos dirigimos a los santos, sino que, en la colecta, pedimos a Dios, por Cristo, que acepte la intercesión de tal santo en nuestro favor. La oración sobre las ofrendas y también la oración después de la comunión prescinden de esta intervención de los santos. En las plegarias eucarí­sticas pedimos tener parte con ellos en la vida eterna; en el canon romano nos encomendamos explí­citamente a ellos: «Por sus méritos y oraciones concédenos en todo su protección». La liturgia de las Horas se abre, en las antí­fonas y en los himnos, a la oración que sube hacia los santos. Esto significa que la iglesia católica admite la mediación de los santos, pero que vale para ellos, a fortiori, lo que el concilio afirma de la Virgen Marí­a: el recurso a ella como auxiliadora y mediadora «ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador» (LG 62).

2. LA ACCIí“N PASTORAL. La pastoral relativa al culto de los santos es tributaria de muchas situaciones particulares. Aquí­ el culto de los santos tiende a ser excesivamente amplio; allí­ está en fase descendente y necesita cobrar nuevamente el auge.-De todas formas, parece que se puede ofrecer una triple orientación al respecto.

a) El descubrimiento del verdadero rostro de los santos. El primer esfuerzo que hay que hacer es quizá el de redescubrir el auténtico rostro de los santos. La popularidad de un santo nace de la gente y con frecuencia tiene raí­ces oscuras. La autoridad no puede ordinariamente ni promoverla ni oponerse a ella. Pero siempre es posible ayudar a los fieles a captar las virtudes centrales que han hecho de un cristiano un santo y a descubrir el elemento esencial de su mensaje. Si el tí­tulo de doctor atribuido a san Antonio de Padua es quizá un poco exagerado, es de todos modos cierto que las excepcionales cualidades de predicador de este hijo de san Francisco han hecho de él un baluarte de la fe frente a la herejí­a catara y un ardiente defensor de los pobres. Esto es mucho más importante que cualquier otra leyenda de la que pueda derivar su reputación. También es sabido que los estudios e investigaciones sobre santa Teresita del Niño Jesús han puesto de manifiesto en ella un alma bastante más probada en la fe de cuanto se podí­a suponer en torno al 1900. De esta forma, ha aparecido mucho más cercana a los cristianos de nuestro tiempo y más popular a todos los espí­ritus que se mantienen en constante búsqueda.

b) La imitación de los santos. En la memoria de todos los santos, la oración propia pide siempre la gracia de seguir su ejemplo. Este aspecto del culto es decididamente esencial. Pero para que el personaje tenga una fuerza ejemplar, es necesario que su vida aparezca cercana a la de cada uno de nosotros. Ayer se sentí­an atraí­dos sobre todo por las gracias extraordinarias que se habí­an concedido a un santo y por los milagros que realizaba; hoy se desea comprender sobre todo en qué se le puede imitar. Santa Brí­gida de Suecia, que junto con el marido Ulfo educó a sus ocho hijos en una familia fervorosa, es una figura más ejemplar que no la Brí­gida contemplativa, entregada a las propias visiones. Es verdad que fue la contemplación la que sacó a Brí­gida del anonimato, pero sus virtudes animaban ya su vida de esposa y de madre. El pueblo cristiano es indudablemente sensible a esta admirable conexión entre la santidad y la vida cotidiana.
c) La intercesión de los santos. Si la reflexión teológica justifica la intercesión de los santos, la acción pastoral debe ayudar a los fieles a encontrar el justo equilibrio entre el exceso y el rechazo. Rechazar a priori que se pueda recurrir a los santos significa colocarse fuera de la tradición católica y manifiesta una cierta ignorancia del misterio de la encarnación. Pero el recurso a los santos debe quedar subordinado al recurso a Cristo. Ciertamente es legí­timo adornar con flores las estatuas de los santos y encender lámparas ante sus imágenes, pero es más importante venerar a Cristo en la eucaristí­a. La protección de los santos no es ningún fruto de la magia, sino de la fe y del amor.

En este campo, como en otros muchos, la liturgia se revela como una maestra de fe y una reguladora de la devoción: sigue recordándonos que el homenaje más auténtico que el pueblo de Dios puede tributar a un santo, hoy como en época de las persecuciones, es celebrar su aniversario con una asamblea sagrada en torno a la mesa del Señor.

P. Jounel

BIBLIOGRAFíA: Aldazábal J.-Roca J., Celebrar los santos, «Dossiers del CPL» 13, Barcelona 1981; Aldea Q., Hagiografí­a, en DHEE 2, Consejo S. de Investigaciones Cientí­ficas, Madrid 1972, 1073-1078; Brovelli F., Culto de los santos, en DTI, 2, Sí­gueme, Salamanca 1982, 224-229; Camarero J., La figura del santo en la Liturgia Hispánica, Instituto S. de Pastoral, Salamanca 1982; Grandez R., El sabor de las fiestas, «Dossiers del CPL» 26, Barcelona 1984; Jounel P., El culto de los santos, en A.G. Martimort, La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 19672, 833-853; Niermann E., Santos (culto a los), en SM 6, Herder, Barcelona 1976, 249-256; Paterna P., El culto de los santos en la renovación litúrgica del Vaticano II, en «Phase» 116 (1980) 143-150; Oriol J., E/futuro martirologio romano, en «Phase» 63 (1971) 297-299; Spinsanti S., Mártir, en NDE, Paulinas, Madrid 1979, 869-880; VV.AA., El culto de los santos, PPC, Madrid 1983. Véase también la bibliografí­a de Virgen Marí­a, Religiosidad popular y Devociones.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia