PASCUA Y PENTECOSTES

SUMARIO: I. Del pentecostés judí­o al cristiano – II. La celebración del tiempo pascual.

I. Del pentecostés judí­o al cristiano
Entre las fiestas de Israel, la más citada en la Sagrada Escritura es la pascua. En tiempo de Jesús era considerada la más importante. Como prenotando de la cincuentena pascual cristiana, interesa particularmente ahora su conexión con la gran fiesta judí­a de las semanas, o pentecostés. Su nombre más tradicional de fiesta de las semanas (Exo 24:22) la relaciona, al final de estas siete, con la de los ázimos (Deu 16:9). La fiesta, en conexión así­ con la pascua, es dependiente de ella, por lo menos, en cuanto al dí­a de su celebración. En el judaí­smo helení­stico lleva el nombre del dí­a, quincuagésimo, e pentekoste (emeia), es decir, pentecostés.

Mientras que la fiesta judí­a significaba en un principio la fiesta de la cosecha, y en los albores del cristianismo la conmemoración de la alianza del Sinaí­ el dí­a quincuagésimo, para los cristianos es un tiempo que se prolonga durante cincuenta dí­as. La duración cincuentenaria y la celebración del Señor resucitado, en las múltiples facetas del -> misterio pascual, es la novedad radical de la pascua cristiana. La traducción, intencionalmente en plural, Dum complerentur dies Pentecostes, del singular de los Hechos de los Apóstoles (Heb 2:1), en la Biblia Vulgata, es indicativo de cómo en el s. IV se entendí­a así­ la pascua. Tan pronto como entró la fiesta en la historia del cristianismo, fue vista ya como este sagrado espacio cincuentenario de dí­as, que inaugura el primer domingo, como continuación de la noche santa, punto culminante de la celebración pascual.

Entre los autores antiguos que nos permiten conectar con los orí­genes cristianos, el más citado es Tertuliano, quien, entre otros, nos ofrece el célebre texto en el que presenta pentecostés como un espacio de tiempo que se caracteriza por la misma solemnidad de alegrí­a Tantundem spatio pentecostes, quae eadem exultationis solemnitate dispungitur. Grande y único dí­a de fiesta celebrado con gran alegrí­a. En el s. II el dí­a quincuagésimo aparece distinguido de los otros, bien sea por su carácter conclusivo del perí­odo o bien por su conexión con el evento de la ascensión o de la venida del Espí­ritu Santo.

El sentido de pascua, prolongada durante el tiempo de pentecostés, es en los tres primeros siglos un hecho universal; lo mismo se encuentra en las iglesias del Asia Menor, Egipto, norte de Africa, que en las de Roma o la Galia. Por otra parte, aun cuando en el s. v prevalece el sentido restrictivo a favor de la autonomí­a del dí­a quincuagésimo, no desaparece el significado antiguo. El precioso texto de Máximo de Turí­n, entre otros que podrí­an citarse, revela cómo adentrado este siglo la pascua conserva su sentido de gran domingo Instar Dominicae, iota quinquaginta dierum curricula celebrantur… Naturalmente que la costumbre de rezar de pie y el no ayunar en este perí­odo, o cualquier otro signo que ponga de manifiesto la gran alegrí­a de pascua, aparecen por doquier, con exclusión de las formas penitenciales.

Un proceso evolutivo, al que no es ajena la influencia del libro de los Hechos de los Apóstoles, llevará poco a poco a festejar el domingo de la conclusión como el de la venida del Espí­ritu Santo. En el s. 4 v, iglesias como la de Constantinopla, Roma, Milán y la de la Pení­nsula Ibérica empezaron a individualizar este aspecto de la celebración pascual. Por la misma razón, la ascensión pasará de ser una manifestación mayor del Resucitado sin dí­a determinado a una fiesta propia. Es bien significativo, por cierto, del sentido unitario de la quincuagésima el hecho de que empezara celebrándose la ascensión en el dí­a cincuenta. Cuando hacia el año 400 se empieza a celebrar el dí­a cuadragésimo, como propio de las ascensión, se reservó el dí­a cincuenta como el de la venida del Espí­ritu Santo. La época de oro del catecumenado y de las catequesis bautismales privilegiará la primera semana de pascua con el domingo dí­a octavo, llamado por esta razón in Albis.

II. La celebración del tiempo pascual
Criterios históricos y teológicos han devuelto al tiempo pascual su carácter cincuentenario, un tanto olvidado durante siglos. Fundándose en ellos, la reforma del concilio Vat. II ha restablecido en los libros litúrgicos actuales el genuino sentido de la pascua. Con su ayuda, la comunidad que celebra la pascua descubre su sentido. Así­ es claro en los prenotandos del Misal Romano, donde se dice taxativamente que los cincuenta dí­as que van de la resurrección hasta el domingo de pentecostés han de celebrarse con tal alegrí­a y exultación, como si se tratara de un solo y único dí­a festivo, como «un gran domingo» (san Atanasio)
Los domingos se llaman domingos de pascua, y no como antes, domingos de después de pascua. En la misa vespertina de la vigilia del domingo de pentecostés recordamos que el Señor «ha querido que la celebración de la pascua durase simbólicamente cincuenta dí­as y acabase con el dí­a de pentecostés». El creyente es invitado a cantar el cántico nuevo del aleluya pascual. Dios quiera que el que lo cante ponga en armoní­a su vida con sus labios, su boca y la conciencia (san Agustí­n)’. Las cincuenta misas festivas y feriales de este tiempo son la fe pascual hecha plegaria, expresada en la formulación de cada una de sus oraciones. La teologí­a pascual puede completarse a través de los cinco nuevos prefacios, más los dos de la ascensión y el de pentecostés. Los oficios contenidos en la Oración de las Horas expresan la fe y la alabanza pascual, que alcanzan las más variadas formas en los diversos elementos que los componen. Pero es sobre todo en la selección y en la abundancia de la palabra de Dios, que se encuentra en los leccionarios del tiempo pascual, donde la fiesta despliega su pleno significado.

En leccionario dominical ofrece, en la primera lectura de la misa, una caracterí­stica propia del mismo; los Hechos de los Apóstoles reemplazan la del Antiguo Testamento. Existí­a ya el precedente en las liturgias -> orientales, -> ambrosiana e -> hispánica. Las tres lecturas son prácticamente distintas para cada uno de los domingos de los tres años, si exceptuamos el primer domingo de pascua, la ascensión y el domingo de pentecostés. La razón se encuentra, por un lado, en la conveniencia de no prescindir de unas lecturas tan apropiadas para cada una de estas tres misas, al tiempo que se destaca la particular relevancia de estos dí­as.

La primera lectura dominical se repite en un ciclo trienal, de manera que en cada uno de los tres años la comunidad escuche los fragmentos más importantes que hacen referencia a la primitiva comunidad cristiana, así­ como los discursos kerigmáticos de Pedro y Pablo. La segunda lectura es semicontinua de la carta de san Pedro, de la primera de san Juan y del Apocalipsis, en los respectivos años A, B y C. Ha determinado la elección de estos libros bí­blicos su conocido carácter pascual; la primera, llena de sentido bautismal; la segunda, como guí­a para el camino cristiano en la fe y la caridad; la tercera, como la gran visión del glorificado, que conserva las señales de la pasión.

Los textos de la tercera lectura, para los domingos de pascua, en su conjunto, son del cuarto evangelio. La preferencia por Juan se impone en razón de su predilección a la amplia reflexión teológica sobre el Cristo de la pascua. El segundo domingo, por razón del octavo dí­a, repite los tres años la misma perí­copa evangélica, que narra el acontecimiento. El evangelio de los tres primeros domingos es siempre un relato de resurrección. Al terminarse éstos, en los restantes se recurre a la tradición, que ya usaba el cuarto evangelio, en el capí­tulo 10 de Juan, y en la selección de textos del discurso de Jesús en la última cena. El criterio, tan conforme con la tradición, permite de alguna manera ofrecer un cí­rculo de evangelio de Juan, si se tiene en cuenta, además, la cabida que ya tiene en la cuaresma, aunque no tan completo como el de los sinópticos, para cada uno de los tres años.

La primera semana de pascua, al establecer formularios propios para la celebración diaria de la -> eucaristí­a, recibió como textos evangélicos las apariciones del Resucitado. La reforma actual ha respetado el criterio en continuación con la gran tradición bautismal de esta semana. Los cristianos que celebran estas manifestaciones del Señor de la vida son los bautizados, que en la pascua han recibido o renovado su incorporación al Resucitado como señor de la vida y de la muerte. La teologí­a paulina del bautismo se basa en la reincorporación del cristiano al misterio pascual. De ella deriva la dimensión bautismal inherente a la pascua.

La paz, la reconciliación universal y el perdón, el domingo como dí­a de reunión, y sobre todo el Cordero inmolado y glorificado, que muestra las llagas, están en el centro de la asamblea dominical. El Señor glorificado, donador del Espí­ritu, funda el testimonio de la pascua, que la iglesia celebra, y que ha de anunciar. La admirable unidad de la pascua incluye las variadí­simas facetas del inefable misterio en el tiempo del bienaventurado pentecostés cristiano. El prefacio, heredado de la noche santa y transmitido por el sacramentario Veronense, nos ofrece la feliz sí­ntesis: él «muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida».

J. Bellavista

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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia