SUMARIO: Introducción: La crisis de la fiesta – I. La presencia de las fiestas en la vida del hombre: 1. Tiempo y calendarios; 2. El carácter colectivo de la fiesta; 3. La fiesta en las interpretaciones: a) La escuela sociológica, b) Irracionalismo y fenomenología, c) Corrientes funcionalistas e historicistas; 4. La complejidad de la fiesta – II. La fiesta en la tradición bíblica: 1. Tiempo y calendarios; 2. La fiesta como anamnesis de salvación; 3. Tiempo y fiesta en la nueva alianza – III. La fiesta cristiana y su celebración: 1. De la pascua de Cristo a las fiestas cristianas; 2. La celebración de la fiesta cristiana.
Introducción: La crisis de la fiesta
Las prácticas tradicionales o contemporáneas ligadas a ritos determinados, a ceremonias o también a manifestaciones polifacéticas en el ámbito de lo privado o de lo público, en un mundo cultural docto o sencillo, laico o religioso, se denominan con el término fiesta, y parecen asumir en el mundo moderno el carácter de mitologías, si no de figuras. Mitologías en el sentido barthesiano’, en cuanto que las fiestas parecen galvanizar finalidades y mentalidades divergentes, renovando una especie de fascinación obsesiva que impulsa, por lo menos en Occidente, a redescubrir, crear, construir, celebrar prácticas festivas con una efervescencia singular Figuras, en el sentido de articulación sucesiva en relación a la imagen del pensamiento: un articularse, acercarse y estructurarse juntas varias imágenes hasta formular, con la aportación de la literatura de diversas disciplinas, una o más figuras de la fiesta, que en su fuerza teórica emergen o de hecho se usan para orientar o incrementar las mitologías o para intentar conocer lo que se está haciendo, incluso a la luz de lo que ya se ha hecho en las prácticas festivas del pasado’. No se puede callar, dada su incidencia e importancia, la contribución de la experiencia teatral, o alguno de sus aspectos, a la hora de favorecer las prácticas festivas tanto en lo mitológico cuanto en lo figurativo. El movimiento ha sido tan intenso en sus derivaciones, que se ha hablado y discutido, en el área europea, de una espectacularización de la cultura’. De ello ha derivado, por una parte, la protección del fenómeno, porque permite frecuentar y liberar los aspectos seductores, aunque equívocos, de la imaginación colectiva; por otra parte, el contraste, porque favorece una amplia complacencia en la confusión y la retórica de lo inexpresable, una especie de orgía generalizada de lo indiferenciado y lo irracional.
Así, en la fascinación de las mitologías y en la recomposición de las figuras, sean las que sean, se pueden detectar los síntomas de un estado de la crisis: «la fiesta entra en el discurso cultural en el momento en que desaparece del horizonte cotidiano».
El debut no es posible sin dolor. La obsesión por las prácticas festivas mina frecuentemente o hace explotar un aspecto de su bipolaridad constitutiva, que nos es señalada y transmitida por los historiadores, y que sólo si está armonizada parece crear fiesta: ceremonia/diversión; sacro/profano; muerte/vida; espontáneo/oficial; privado/público; integración/contestación; trágico/cómico… Se sigue que «nuestras fiestas se han reducido a una sombra de lo que fueron: cocktails, recibimientos -cerrados, como enfermedades peligrosas, dentro de los estrechos límites de un tiempo y un espacio medidos avariciosamente- nos dan una imagen empobrecida, transpirando el aburrimiento de la excitación bien controlada, a la que sigue el cálculo angustioso de los éxitos y de los pasos en falso’. Sin embargo, es probable que, pese a los límites de esta efervescencia festiva, no se pueda excluir el signo positivo que la alimenta. Si leemos el fenómeno dentro de las necesidades y de los conflictos, no sólo de la sociedad contemporánea española, aparece como un aspecto de la posibilidad individual y colectiva de reapropiación, de actuación del sentido de la acción. Pasa a ser un aspecto de esa búsqueda de identidad que se está articulando en la modernidad La positividad aparece más claramente si se la confronta con la inquietante presencia del fenómeno opuesto: la pérdida del deseo de la fiesta, síntoma extremo en la cultura moderna de la obscenidad de la muerte y de la prevaricación del valor de cambio en perjuicio del valor de uso 16. Esta pérdida, a la par que deja ver raíces lejanas, reconducibles tanto a la victoria del trabajo sobre el tiempo libre dentro de la organización general de la vida (s. xvli) como al abandono de la cultura rural y al racionalismo utilitarista, parece implicar una disminución, difícil de definir y ciertamente proteiforme, del sentido de lo sagrado «. Como reacción, y precisamente desde esta situación, podemos remontarnos nuevamente a la efervescencia festiva. En efecto, «si se considera la fiesta como una dimensión del hombre total, si su muerte está unida al progreso científico y técnico, no debemos extrañarnos de que la necesidad de la fiesta se manifieste en el momento en que nos empezamos a preguntar por el sentido de este progreso».
Es necesario recordar que esta lectura diacrónica de la crisis en la experiencia festiva se hace típica en las áreas metropolitanas, aunque no se puedan excluir amplias interferencias y contaminaciones en otras áreas. Sincrónicamente, podemos hallar experiencias radicales y significativas de fiesta en las que la lectura que hasta aquí hemos venido haciendo encuentra su necesario ajuste.
Con las debidas proporciones, tanto en lo diacrónico como en lo sincrónico, podemos hacer una lectura similar también de la fiesta litúrgica dentro de la liturgia occidental. Ella misma ha padecido las consecuencias de la crisis más arriba señaladas, que se han cruzado en el complejo evolucionar del movimiento litúrgico, antes y después de la reforma litúrgica promovida por el Vat. II «. Probablemente nunca se ha hablado tanto de fiesta o de la necesidad de hacer fiesta en la liturgia como en este último período histórico.
Como para la cultura en general, así también para la litúrgica, la fiesta aparece como un punto clave de su modo de ser y de su existir cualitativo, Por eso la crisis de las prácticas festivas ha vuelto a plantear las preguntas acerca de lo que es la fiesta, del porqué de las prácticas festivas y de cómo hacer fiesta.
En el marco de la voz presente, la síntesis panorámica ofrecida pretende señalar posibles pistas para formular respuestas adecuadas. En la primera parte, de carácter histórico-antropológico, la atención está puesta en la presencia de la fiesta y su interpretación; en la segunda se examinarán las estructuras y características de la fiesta bíblica, para introducirnos, en la tercera parte, en la fiesta cristiana y su celebración.
I. La presencia de la fiesta en la vida del hombre
1. TIEMPO Y CALENDARIOS. La fiesta forma parte indiscutiblemente de una actividad ritual más amplia del hombre, y sólo en ésta es posible comprenderla. En este sentido la fiesta participa de la división del tiempo cualitativo y «corresponde a un período de intensificación de la vida colectiva y de la experiencia sacral, en el curso del cual el grupo renuncia a su actividad normal, productiva y útil. La periodicidad o no ocasionalidad de la fiesta remite al fluir del tiempo, tal como es percibido pluralistamente en las diversas culturas Como subraya Bachtin, «las festividades tienen siempre una relación esencial con el tiempo. En su punto de arranque hay siempre una concepción determinada y concreta del tiempo natural (cósmico), biológico e histórico. Además, en todas las fases de su evolución histórica han estado unidas a períodos de crisis, de cambio, en la vida de la naturaleza, de la sociedad y del hombre. El morir, el renacer, el renovarse han sido siempre elementos dominantes en la percepción festiva del mundo. Y son precisamente estos elementos los que -bajo la forma concreta de fiestas determinadas- han creado también el clima específico de la fiesta»
El tiempo al que se refieren las prácticas festivas difiere del tiempo cronológico, representable como igual y homogéneo para todos los que lo disfrutan; se diferencia también del tiempo histórico, lineal y progresivo; se califica, en cambio, como tiempo sacro o cíclico, en el que confluyen modalidades de un tiempo cultual unido a la acción y otras de un tiempo mítico referidas a las representaciones. Así delineado, el tiempo sacro o cíclico se distingue de un tiempo profano, en el que las actividades económicas, productivas, normales tienen la primacía. En los ciclos del tiempo sacro apreciamos, por una parte, la permanencia de una conciencia angustiada por el consumirse del tiempo; por otra, el sentimiento optimista de un tiempo que se regenera y se reconstruye. De todas formas, según las diversas situaciones ambientales e históricas, el tiempo cíclico se ha vivido de formas diferentes en las culturas conocidas. Según las condiciones económico-productivas y político-religiosas, ellas han elaborado una representación propia de este tiempo, subrayando cada vez también algún otro aspecto referido a ese tiempo, como, por ejemplo, la suspensión de la actividad profana, el caos ritual, la comunión con el otro mundo. Así, con el sucederse de las civilizaciones y de los cambios fundamentales y sustanciales dentro de ellas, se ha producido una multiplicidad de calendarios.
Como ha puesto de relieve en su discusión A. Brelich, pese a que teóricamente pueda haber calendarios nacidos de intereses profanos, los sistemas calendariales que conocemos son de origen religioso. En el contexto de nuestro estudio interesa subrayar la importancia cultural y religiosa del calendario, pues, llevándonos a su fase constitutiva, nos permite ampliar nuestros conocimientos del tiempo cíclico y configurar directamente las fiestas que lo van dividiendo. A la luz de las investigaciones de la «escuela histórico-religiosa de Roma» podemos decir concretamente que «el calendario añade, sin duda, a la ideología abstracta de la fiesta (su reconducirse al tiempo mítico y a un comienzo siempre igual, o sea, la repetición) lo cíclico, esto es, el anclaje de la repetición en los ciclos de la naturaleza: pero este anclaje –nota Brelich- tiene un profundo significado religioso, en cuanto que el ciclo natural constituye un modelo de estabilidad y de orden perenne y cósmico; ofrece un modelo visible de nuevo inicio, con la superación dramática y nunca frustrada de las crisis que tienen lugar. Y esta observación se completa probablemente con otra: en conexión con las crisis cíclicas de la naturaleza se verifican también crisis del grupo humano (cosecha, reaparición de la caza, etc.), de modo que en el calendario no sólo se expresa la perenne necesidad de anclar decuando en cuando lo profano en lo sagrado, sino de hacerlo en precisos momentos, que tienen lugar con un fuerte valor profano». Un calendario, delineado así dentro de una cultura por este registro de las dinámicas entre sacro y profano, entre tiempo festivo y laborable, en sus fases evolutivas, vive un proceso interactivo entre la posible intervención autoritaria y eficaz sobre las fiestas (impulsándolas, acogiéndolas, modificándolas, transformándolas) y su presencia de hecho; presencia que luego, en el tiempo, puede ser registrada o codificada. En este sentido podemos hablar de un calendario oficial y un calendario popular, dentro de los_cuales vemos señalados tiempos festivos no siempre idénticos, a veces alternativos, con frecuencia diferentes.
En las civilizaciones occidentales coexiste también otra subdivisión calendarial: la presencia del llamado calendario civil, nacido como alternativa o contraposición de un calendario religioso. El primero tiene como principal finalidad señalar los tiempos del trabajo: días laborables, días no laborables; la presencia de días festivos en este sistema calendarial no depende directamente de una preocupación religiosa, puesto que la religión se considera una realidad privada, sino del interés y significado que tienen para la nación entendida globalmente. «Las solemnidades del calendario civil, de todas formas, en la medida en que carecen de contenido religioso, ritual o de algún modo celebrativo, tienden a degenerar (por lo menos según una óptica histórico-religiosa) de fiestas en vacaciones, es decir, en días de simple suspensióndel trabajo». en las que tienen lugar preeminente las actividades o iniciativas unidas al fenómeno más amplio del llamado tiempo libre, claramente no identificable del todo con la experiencia festiva». El calendario religioso, en cambio, aun teniendo una reducida función reguladora dentro de una sociedad, señala el tiempo cualitativo, con valor mítico-cultual de una determinada experiencia religiosa, en consecuencia. Basta pensar en el calendario litúrgico para la iglesia de rito romano. Resulta evidente, al menos para algunas áreas occidentales, que el entramado del calendario religioso influye en el civil y, por otra parte, se ve influido por éste. También a causa de esta situación se ha perdido, progresiva y conscientemente, el sentido de la dimensión de un tiempo sacro, con la relativa entrada en crisis de la componente festiva.
2. EL CARíCTER COLECTIVO DE LA FIESTA. Si, por una parte, la fiesta se refiere al tiempo, por otra se refiere a la colectividad. En la definición que hemos dado más arriba (Di Nola: I nota 17), se han puesto en evidencia dos aspectos de esta dimensión: la reunificación material del grupo, que tiene como única finalidad hacer fiesta, y la tensión emocional que informa al grupo en el intento de unir al individuo con la colectividad. En esta lectura, ciertamente favorecida por los análisis de E. Durkheim, es necesario precisar que al marcar el carácter colectivo de la fiesta no se pretende acentuar como algo absoluto la estructura reflexiva de la misma, donde siempre haya un esquema único en el que el festejante y el festejado, el sujeto y el objeto de la fiesta coincidan en la misma colectividad, sino significar que, en el caso de la coincidencia (situación ciertamente más típica de la época moderna, por ejemplo la fiesta nacional) y en el caso de la alteridad del objeto festejado respecto a los que festejan, el papel de la colectividad es esencial. Ella es un punto de referencia, directo o indirecto; también en las múltiples posibilidades intermedias existentes en la interacción entre el objeto y el sujeto. Para decirlo con Isambert, «la colectividad a través de la cual el acto de la fiesta se difunde y adquiere significado debe considerarse el sujeto de la fiesta misma». Y oportunamente añade: «Algunos grupos más restringidos o algunos individuos pueden estar particularmente interesados en la fiesta y jugar un papel preponderante. Pueden ser considerados como sujetos medulares. Puesto que falta esta definición, es imposible hacer ver las dos dimensiones de la extensión de una fiesta. Por una parte, hay fiestas que son vividas, efectivamente, por toda un área cultural, nacional o todavía más amplia; por otra parte, hay fiestas propias de grupos particulares, como la fiesta patronal de un pueblo o los aniversarios de las familias. Pero las primeras no están obligadas al monolitismo. Pueden llevarse a cabo mediante grupos o individuos que desempeñan un papel de sustitución en la celebración: por ejemplo, la familia o el grupo de amigos en navidad o año nuevo. Porque no se ha comprendido esa distinción, a menudo se ha atribuido a todas las fiestas que se referían al conjunto de la sociedad un carácter necesariamente masivo, con el peligro de traicionar su esencia» Por lo que se refiere al objeto, se ha señalado oportunamente la necesidad de conocerlo referiéndolo a una teología de la fiesta cristiana, que, aun habiendo tenido en las últimas décadas válidas contribuciones por parte de H. Rahner, H. Cox, J. Moltmann18, está todavía por hacer. Teología que, al hacerse, debe poner toda su atención tanto en la evanescencia cuanto en la falta de rigor crítico, corriendo, si no, el riesgo de caer en una pura acción superficial. En segundo lugar, pero de importancia primaria, está el respeto absoluto del objeto. «La reivindicación actual que exige celebrar la vida (véanse, por ejemplo, los cultos políticos), y la actitud formalista, que se preocupa del cumplimiento impecable del texto ritual, son, tomadas separadamente, erróneas, porque rompen la globalidad de la celebración cristiana. La celebración, sea en su proyecto, sea en su realización, debe precisamente asumir el pasado, el presente y las tensiones hacia el porvenir bajo la fuerza discerniente y transformante de la pascua del Señor» De aquí se sigue, como una ulterior indicación, la necesidad de considerar el objeto con una tensión mistagógica libre de todo moralismo, tensión que sea capaz de hacer gozar y facilitar la visión de lo que la fiesta celebra. Finalmente, se muestra la urgencia de un redescubrimiento y revalorización de lo ferial con sus ritmos, que deberán ser distintos de los que en lo festivo se refieren al objeto de la celebración, de modo que lo ferial pueda preparar los espíritus para vivir plenamente la fiesta. S. Maggiani
D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987
Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia
3. LA FIESTA EN LAS INTERPRETACIONES. Poniendo la fiesta en relación con el tiempo y la colectividad, se han indicado simplemente los dos ejes sobre los que se mueve. Queda aún por considerar el objeto verdadero y propio de la fiesta. El término fiesta en sí mismo, relativamente preciso en las connotaciones etimológicas, de hecho resulta semánticamente impreciso. Fiesta deriva del latín festa, plural neutro que corresponde a festus (clics), expresión clásica. A su vez, esta expresión nos remite a la raíz de la palabra
Por lo que se refiere al sujeto, ante todo es oportuno que madure la convicción de prepararse a entrar en la celebración festiva y de preparar la celebración misma; como la fiesta en general, la celebración debe cuidarse atentamente en su preparación, para favorecer entre otras cosas también una experiencia festiva no sólo interior. El acontecimiento que se celebra puede hallar en la riqueza del simbolismo cristiano, en el repertorio de la música, de los cánticos…, elementos que, adecuada y apropiadamente utilizados, favorezcan la entrada de los individuos y de la comunidad en el juego festivo. Pero esto no se da una vez por todas. Mientras la fiesta cristiana sostiene en su celebración repetitiva la espera en el mundo de lo todavía no cumplido: el nuevo cielo y la nueva tierra (cf Apo 21:1; 2Pe 3:13), el ya actuado que se celebra deberá cada vez poder desplegar la riqueza siempre idéntica y siempre nueva de su totalidad.