DIACONADO

SUMARIO: I. Introducción – II. Significado y función del diaconado en la historia – III. Del olvido a la renovación – IV. El ministerio del diaconado y su expresión ritual – V. El nuevo ritual para la consagración del diácono y su teologí­a: 1. El escrutinio; 2. La oración de la asamblea; 3. El núcleo sacramental; 4. La explicitación ritual conclusiva – VI. Identidad y funciones del diácono: 1. Respecto a los sacerdotes; 2. Respecto a los laicos; 3. Dimensiones y caracterí­sticas de su misión – VII. Aspectos positivos e interrogantes abiertos por el diaconado: 1. Falta de coordinación con los sacerdotes; 2. Falta de articulación con los ministerios laicales.

I. Introducción
El diaconado es uno de los ministerios eclesiales más antiguos y más nuevos. Más antiguos, porque aparece ya indicado en la iglesia del Nuevo Testamento. Más nuevos, porque es con la renovación del Vat. II como hemos venido a redescubrirlo cual ministerio permanente. La configuración histórica, la celebración ritual y la comprensión teológica de este ministerio ordenado comportan diversos aspectos de referencia y de enriquecimientolitúrgico. En ellos, principalmente, queremos detenernos. El diaconado, siendo también un ministerio litúrgico, no sólo manifiesta su cualidad «servicial significante» en la liturgia, sino que por dicha cualidad enriquece y redimensiona socialmente la misma liturgia. Esta quiere ser la perspectiva de nuestro estudio ‘.

II. Significado y función del diaconado en la historia
La figura del diácono, que aparece en el Nuevo Testamento (sobre todo Flp 11:1; 1Ti 3:1-13) en cuanto personaje que desempeña una función al servicio del obispo y en el orden preferente de la caridad, parece tener algún antecedente en el ámbito judí­o de la sinagoga, en el esenio del Qumrán, en el helénico griego y en el semí­tico-oriental, en medio de los cuales se desarrolló†¢el cristianismo primitivo’. Sobre todo es en la organización cultual de Palmira donde destaca el desempeño de una función de servicio y caridad por parte de algunos y en los banquetes rituales, que pudo servir de precedente de los diáconos cristianos.

Sin embargo, hay que destacar la originalidad del diácono en el Nuevo Testamento por varios conceptos: porque viene a ser la figura resultante de una actitud fundamental realizada en Cristo (siervo-servidor primero) y exigida a todos los cristianos (cf Mat 20:24-28; Luc 22:26; Efe 5:1.21…); porque no sólo está al servicio de las «mesas» (Heb 6:1-6) para la atención de las «viudas», sino que también es portador de una función en relación con el «episcopos» (Flp 1:1; 1 Tim 6,lss). El hecho de que en estos lugares se nombren juntos al episcopos y al diaconos es significativo, y permitedecir que al principio se entendí­a al diácono más en relación al obispo o egoumenos de la comunidad que como ministro autónomo dentro de la estructura ministerial triple: obispo, presbí­tero, diácono (cf Heb 13:7.17.24; 1Ts 5:12) .

En los ss. II-III aparece el diaconado claramente perteneciendo a la estructura ministerial o trí­ada: obispo, presbí­tero, diácono. Ignacio de Antioquí­a (ca. 110) e Hipólito de Roma (s. III) son testigos privilegiados al respecto. No obstante, también se percibe que, así­ como el obispo aparece asociado al diácono, a éste parecen asociarse algunos ministerios no especificados (en su función) como son el subdiaconado y los acólitos’. Más aún, en la iglesia de Roma del s. iv, según atestiguan el Ambrosiaster y Jerónimo, se origina un conflicto entre diáconos y presbí­teros al crecer la influencia de aquéllos en el mismo obispo, así­ como sus funciones directivas, y al pretender ocupar puestos y utilizar signos impropios de su rango °. El diaconado se consideraba como de un rango inferior al presbiterado, pero no a su servicio, sino al servicio directo del obispo. Por eso, mientras era fácil que un subdiácono viniera a ser presbí­tero, lo más común era que un diácono viniera a ser obispo (entre los ss. vi-viii), sin tener que pasar por el presbiterado
En Occidente, á pesar de la importancia que tuvieron el servicio de las viudas y las ví­rgenes desde el principio, no aparece que las mujeres desempeñaran el ministerio del diaconado. En cambio, en Oriente hay testimonios que parecen atestiguarlo, si bien con algunas limitaciones y ambigüedades. La didascalí­a sirí­aca, por ejemplo (c. s. iii) señala que sólo las mujeres pueden ejercer el servicio diaconal visitando algunas casas y ayudando a las mujeres en el bautismo. Las constituciones apostólicas (s. tv) hablan incluso de una ordenación diaconal de mujeres, si son viudas o ví­rgenes, para cumplir los mismos servicios A partir del s. vi no existe ningún indicio de la persistencia de este ministerio.

Durante la edad media se perciben tres fenómenos de evolución del diaconado: la evolución hacia funciones de cargo en relación con la administración de bienes y la dirección, como aparece sobre todo en la figura del archidiácono»; la consideración de este ministerio como ordo o escaño para llegar al sacerdocio, perdiendo poco a poco su carácter de ministerio permanente; la reducción paulatina a funciones litúrgicas o de servicio al altar, al asumir sus funciones administrativas y caritativas otras personas'». La figura de diácono que de todo esto resulta perdurará hasta nuestros dí­as.

III. Del olvido a la renovación
La concepción clásica de la iglesia sobre el diaconado se resume en estos términos: el diaconado pertenece a la estructura jerárquica ministerial de la iglesia, forma parte del sacramento del orden y es un grado inferior al episcopado y al presbiterado, pero superior al laicado, en cuanto que éste no forma parte de la jerarquí­a. Esta concepción supone de hecho el olvido de aquella máxima ya enunciada por la Tradición apostólica: «non in sacerdotium, sed in ministerium ordinatur», ya que de hecho se reduce a ser considerado como un grado más hacia el sacerdocio.

Dos son las causas históricas de este fenómeno: la concentración de la variedad de ministerios de la comunidad en los ministerios sacerdotales jerárquicos (ministerios estables consagrados sacramentalmente, continuando el ministerio apostólico), y la reducción fáctica de los ministerios instituidos al ministerio sacerdotal, que, al ser definido por su referencia a la eucaristí­a, sólo cuenta con el diaconado como un grado de acceso al ministerio presbiteral.

Pero estos fenómenos y las correspondientes concepciones que los sustentaban no sólo han sido sometidos a la crí­tica teológica moderna, sino que, al menos en parte, han sido superados por la concepción eclesiológica ministerial del Vat. II. y por la praxis subsiguiente. El Vat. II, además de atender a las llamadas e instancias existentes, reconoció la sacramentalidad del diaconado y lo estableció para la iglesia latina como grado permanente de la jerarquí­a, con la promulgación de la constitución dogmática sobre la iglesia (LG 28-29). Posteriormente se publicarán diversos documentos sobre el diaconado: en 1967 Pablo VI publica el motu proprio Sacrum diaconatus ordinem; en 1968, con la constitución apostólica Pontificalis romani se establecen los nuevos ritos para la ordenación de los diáconos; en 1972 se publica el motu proprio Ad pascendum. En estos documentos se profundiza en la identidad y funciones del diaconado, se determinan las normas litúrgicas y disciplinares que regulan el status diaconal, se orienta sobre cuestiones pastorales para su renovación. Entre tanto, van apareciendo documentos sobre el tema, publicados por las diversas conferencias episcopales de los paí­ses en los que se instaura el diaconado 22 El 29 de abril de 1978, la Santa Sede aprobaba también las normas prácticas para la instauración del diaconado permanente en España..

Pero, por encima de estos hechos y de la extensión paulatina del diaconado (se calcula que hay unos ocho mil diáconos esparcidos por todo el mundo, de entre ellos casi cinco mil en América del Norte), hay que valorar la nueva concepción que da origen y sustenta esta praxis diaconal. Creemos que la causa de renovación se centra en los puntos siguientes: la afirmación del pueblo de Dios como la realidad eclesial fundamental; la primací­a de la categorí­a servicio (diakoní­a) como centro de sentido del ministerio; la superación de una definición de sacerdocio por la función cultual-ritual exclusivamente; la valoración de los diversos servicios y ministerios eclesiales, en cuyo contexto hay que entender el diaconado; la definición del diaconado como un ministerio al que se accede por la participación en el sacramento del orden; la conciencia, en fin, de una obligación de responder con el servicio diaconal a las urgentes necesidades de la iglesia… El diaconado es, en definitiva, un ministerio concentrante y relevante de la nueva imagen, los nuevos problemas y las nuevas esperanzas de la iglesia. «La renovación del diaconado debe ser la ocasión de una renovación de toda la jerarquí­a en su significación para la iglesia, y de una renovación de todo el pueblo de Dios en su significación para el mundo».

IV. El ministerio del diaconado y su expresión ritual
Hemos visto cuál ha sido la evolución del ministerio del diácono, según la comprensión y funciones que a lo largo de la historia ha venido a desempeñar. Queremos fijarnos ahora en cómo esta evolución se ha expresado en el rito deconsagración, y cómo este rito, ya renovado por el Vat. II, expresa una concepción teológica de dicho ministerio.

En todos los pasajes del Nuevo Testamento en los que podemos decir que se habla de una cierta ordenación (Heb 6:6; 1Ti 4:14; 1Ti 5:22; 2Ti 5:22), aparece el término jeirotonein o imposición de manos, que originalmente significa «elegir a alguien levantando la mano» o «colocar a alguien en un puesto determinado»». En la primera literatura cristiana comienza muy pronto a utilizarse jeirotonein para indicar la totalidad de los actos de ordenación: elección y destinación al ministerio significada por la oración y la imposición de manos. La Tradición apostólica de Hipólito, siguiendo el latí­n de Tertuliano y Cipriano sobre todo, traduce jeirotonein por ordinare, explicitando su sentido con otros términos como consecrare o benedicere.

A partir de entonces, este ya término técnico se utilizará comúnmente en la mayorí­a de los testimonios. La imposición de manos, unida a la oración, es el elemento esencial de la ordinatio tanto en el caso del obispo cuanto en el del presbí­tero y el diácono, del que dice: «Diaconus vero cum ordinatur, eligitur… In diacono ordinando solus episcopus imponat manus, propterea quia non in sacerdotio ordinatur, sed in ministerio episcopi, ut faciat ea quae ab ipso iubentur». El texto indica claramente, junto con el rito, la intención y la función significadas al servicio del obispo, y no para integrarse en el consejo presbiteral ni como escaño necesariamente conducente al sacerdocio. En cuanto a la oración que acompaña, explicita aún más el sentido de esta consagración y misión: así­ como Dios creador envió a Cristo para servir su voluntad (ministrare) y la cumplió fielmente, de igual modo se pide el don del Espí­ritu para que conceda a su siervo (servum tuum) la gracia de la entrega y la solicitud al servicio de la iglesia.

La liturgia romana posterior hasta el s. x, en los diversos sacramentarios y ordines desarrollará algunos elementos eucológicos y rituales en la ordenación del diácono: la ordenación tendrá lugar en domingo, habiendo precedido un informe del archidiácono sobre las cualidades del candidato; normalmente se celebra dentro de la eucaristí­a con oraciones y lecturas propias; el archidiácono les impone las vestiduras; el obispo que consagra les da el beso de la paz, y en la misma celebración comienzan ya a ejercer su oficio: «ministrat unusquisque secundum officium suum», y el diácono proclama el evangelio (Ordo 36,22). Al rito central precede la oración de la comunidad, que consta de una introducción, del «Kyrie eleison cum laetania» (GeV 142) y de la oración conclusiva. Como se comprende, el rito fundamental está compuesto de la imposición de manos y de la oración de consagración, aunque a veces sólo se dice: «consecrat illum» o «dat el orationem consecrationis» (Ordo 34,9-12; 35,24ss). La oración consecratoria se centra sobre todo en tres puntos: la historia salutis con los personajes que han cumplido un servicio en nombre de Dios (principalmente Cristo); el don del Espí­ritu Santo sobre los elegidos para continuar dicho servicio; las funciones especí­ficas que se les encomiendan y que, en el caso del diácono, cada vez vienen a reducirse más a lo litúrgico.

Durante la edad media, en el encuentro de los libros litúrgicos romanos con los pueblos franco-germánicos, se producirán algunas evoluciones rituales, entre las que cabe destacar: la incorporación de lo que en la liturgia romana eran los ritos preparatorios (como el «examen de candidatos») al mismo rito de celebración (GeV 141); la asignación al obispo de la imposición de la vestimenta (cosa que antes hací­a el archidiácono), y que en el caso del diácono es la estola y la dalmática, a lo que ahora se le da gran importancia; el que se signifique la misión del diácono con la entrega del evangeliario, acompañada de las palabras «Accipe potestatem legendi Evangelium in Ecclesia Dei»».

El Pontificale Romanum de 1596 introduce también algunas leves modificaciones en la ordenación del diácono: una monición a los candidatos; mayor solemnidad de la letaní­a que rezan con la comunidad; explicitación de la finalidad del don del Espí­ritu Santo («Accipe… ad robur, et ad resistendum diabolo, et tentationibus eius»); inserción de la imposición de manos y de las palabras señaladas en medio de la gran oración de bendición, rompiendo su dinamismo propio; cambio de la imposición de las dos manos por la de una sola mano. Al imponerse desde la gran escolástica la concepción de que la materia del sacramento era la «traditio instrumentorum» junto con la imposición de manos, y la forma las palabras que acompañaban, era lógico que se produjeran estas variaciones Lo más importante, sin embargo, creemos que no son estos cambios, sino el cambio profundo de concepción y función de este ministerio. El rito del diaconado permanecí­a, pero sus funciones originarias habí­an desaparecido, reduciéndose a grado hacia el sacerdocio con una única función litúrgica.

V. El nuevo ritual para la consagración del diácono y su teologí­a
Antes del Vat. II, Pí­o XII, en su constitución apostólica del 30 de noviembre de 1947, determinó que la única materia de la ordenación es la imposición de manos, y la forma las palabras que le acompañan, no siendo la «traditio instrumentorum» necesaria para la validez Pero la verdadera renovación vendrá con el mismo Vat. II, los documentos posteriores y, sobre todo, el «De ordinatione Diaconi, Presbyteri, Episcopi», del 18 de junio de 1968. El nuevo rito es expresión de una concepción renovada del ministerio en general, y en particular del ministerio del diaconado. Con esta reforma se ha buscado, por una parte, aplicar los principios de la SC 21,34,62,76: claridad y transparencia de los ritos, expresión cuidada de su significado, participación de la comunidad. Y, por otra parte, adecuación entre contenido renovado y las formas celebrativas de ordenación del diácono De este modo la estructura de los tres ritos de ordenación, a la vez que es sencilla, subraya la articulación y referencia de sus partes hacia el centro de sentido, poniendo en práctica los principios previstos. Consta de los siguientes elementos:
†¢ Un núcleo sacramental, que consiste en la imposición de manos y la oración consagratoria (RO 20-21) »
†¢ La oración de la asamblea, signo de la comunión y participación eclesial, que precede al rito central y aparece enriquecida con nuevos elementos (RO 18-19).

†¢ El escrutinio introductorio, que expresa a la vez la solicitud de la iglesia, la disposición y el compromiso del ministro a cumplir sus funciones (RO 15-17).

†¢ Finalmente, hay que señalar los ritos explicitativos que siguen al rito central: imposición de estola y dalmática, entrega del libro de los evangelios y beso de la paz (RO 22-25).

Pero más que detenernos en los cambios rituales en sí­ mismos, nos interesa fijarnos en la nueva teologí­a que significan y expresan.

1. EL ESCRUTINIO tiene estas partes: 1. Presentación del candidato al obispo que ordena; 2. Proclamación de la elección; 3. Homilí­a sobre el significado y funciones; 4. Interrogatorio y promesas del ordenando. Por estos ritos se expresan los siguientes sentidos: la participación y procedencia e inserción del diácono en la comunidad (en 1.°); la elección por parte de Dios y de la iglesia, indicando el origen del ministerio (en 2.°); la participación privilegiada y especí­fica en la misión de Cristo y de la iglesia por la fuerza del Espí­ritu (en 3.°); la respuesta personal por la aceptación y compromiso con dicha misión (en 4.°). El carácter de don y contra-don, de gracia y respuesta, en un diálogo eclesial de fe, aparecen perfectamente expresados. La dimensión teológica, eclesial y personal se armonizan de forma adecuada en los diversos elementos rituales.
2. LA ORACIí“N DE LA ASAMBLEA manifiesta perfectamente la oración, participación y comunión eclesial para el don del Espí­ritu y el ministerio. Consta de: invitación a orar, pronunciada por el presidente; monición diaconal a ponerse de rodillas; canto de las letaní­as; colecta conclusiva. Cielo y tierra aparecen así­ unidos en esa oración, que es posible por la communio sanctorum en favor del que es ordenado: «Confirma con tu gracia este ministerio que realizamos; santifica… a estos que juzgamos aptos» (RO 19)
3. EL NÚCLEO SACRAMENTAL, sin pretender encontrar una expresión donde se vean las palabras esenciales que constituyen la forma del sacramento, muestra con nitidez su estructura de palabra-signo, y expresa con claridad el sentido y contenido del mismo, resaltando todos los elementos de una verdadera oración consagratoria-bendicional: iniciativa y origen del ministerio en Dios (RO 21, a); que se manifiesta en pluralidad de dones y servicios para la edificación de la iglesia (21, b); que realiza, según la estructura de los tres ministerios ordenados, los planes de Dios y las funciones que en otro tiempo realizaron los «hijos de Leví­» y los «siete varones» (21, c y d); que hoy se continúa por estos «siervos», para quienes se invoca el Espí­ritu y la gracia de los siete dones (21, c y f); en orden a que cumplan su función ejemplarmente, con todo género de virtudes (21, g).

4. LA EXPLICITACIí“N RITUAL CONCLUSIVA manifiesta ante la asamblea el significado y funciones del diácono, tanto en el orden del culto (imposición de estola y dalmática) cuanto en el orden de la palabra (entrega de los evangelios) o en el orden de la caridad (ósculo de la paz).

En esta estructura celebrativa, y por los diversos ritos y textos, es claro que se manifiestan algunas insistencias. En primer lugar, la pertenencia del diaconado a la estructura jerárquica del ministerio, como se ve en la unidad de estructura ritual para los tres casos (diácono, presbí­tero, obispo), en el empleo de la misma fórmula de bendición (RO 21) y en la afirmación explí­cita «estableciste, Señor, que hubiera tres órdenes de ministerios» (ib). En segundo lugar, se resalta la unidad y diversidad del sacramento del orden no sólo porque se propone un núcleo sacramental semejante (RO 20-21 = diácono; 20-22 = presbí­tero; 24-26 = obispo), sino también porque se refiere a la diversidad de grados en dicho sacramento (RO 14…). En tercer lugar, se expresa con evidencia que el diácono no es ordenado «in sacerdotium», sino «in servitium», «im ministerium» y, en concreto, al servicio del obispo y su presbiterio (RO 14: «ayudarán al obispo y a su presbiterio»), repitiendo una y otra vez esta actitud de servicio radical. Finalmente, se pone de relieve la participación de los diáconos en la tripe dimensión de la misión de Cristo: palabra, culto, caridad (RO 14,15). Pero esta participación se expresa diversamente en cada momento: en la homilí­a se cargan las tintas sobre la función litúrgica 51; en la oración consagratoria, en la función caritativa y en los ritos posteriores en la palabra con la entrega de los evangelios.

Esto no quiere decir, sin embargo, que todo sea positivo en la nueva ordenación ritual. Si, por una parte, puede decirse que no se considera con todo su valor al «diaconado permanente», por otra cabe indicar una cierta polarización en las diversas funciones litúrgicas a desempeñar. Incluso en el nuevo Código de derecho canónico parece ponerse más el acento en el culto que en la dimensión social y caritativa del diácono. Tampoco parece que se dé mucha importancia a la participación del diácono en las instituciones pastorales: consejo del presbiterio, sí­nodo diocesano… En cambio, al diácono permanente, aun perteneciendo al clero, se le autoriza a vivir como un laico verdadero: casado, ejerciendo su profesión civil, comprometiéndose incluso en funciones públicas.

VI. Identidad y funciones del diácono
Teniendo en cuenta lo dicho hasta aquí­, podemos explicar y profundizar la identidad del diácono y sus funciones. La diaconí­a es un elemento constitutivo y esencial del ser de la iglesia y del ser cristiano, como forma de ser remitente a un sobre sí­ (la razón de ser de la iglesia no está en ella misma) y a un para los demás (la iglesia es para los otros), sin los cuales ni la iglesia ni el cristiano existen como tales. En el marco de esta diaconí­a eclesial existencial es donde se sitúa todo ministerio, y más en concreto el ministerio del diácono. El diácono viene a ser una personificación oficial pública y jerarquizada de la diaconí­a eclesial y de la diaconí­a cristiana; el sí­mbolo sacramental personalizado, y así­ públicamente reconocido por la investidura litúrgica, de un servicio que a todos compete; la anamnesis individualizada de una diaconí­a fontal divina, y la interpelación visible de una responsabilidad diacónica eclesial y existencial cristiana. El diácono no se define por estar por encima o por debajo de nadie, sino por haber sido constituido persona significante privilegiada (por el sacramento del orden) de una realidad eclesial y existencial, que, aun competiendo a todos, sólo se reconoce con toda su fuerza de misión desde la especial encomienda en «algunos» .

Sentado así­ el centro de su identidad, veamos cuál es su originalidad concreta respecto a los obispos, sacerdotes y laicos. Respecto al obispo, sucesor de los apóstoles, que preside la iglesia particular, representando de modo principal a Cristo cabeza, el diácono es ordenado «no para el sacerdocio, sino para el servicio al obispo». Una caracterí­stica fundamental del diácono es la de «estar al servicio del obispo en todo cuanto éste precise para responder a las necesidades de una iglesia activa, tanto para atender a la interna realización estructural de la iglesia como para dar una respuesta inmediata a las nuevas necesidades eclesiales, fruto de campos inéditos de la labor pastoral».

1. RESPECTO A LOS SACERDOTES, mientras éstos participan de la responsabilidad episcopal en todos los niveles, sobre todo presidiendo la asamblea y significando a Cristo cabeza ante la comunidad concreta a la vez que siendo ministros de la unidad y la catolicidad, el diácono está al servicio del obispo y del presbí­tero, responsabilizándose de las tareas que éstos le encomiendan. El diácono, aunque sea también colaborador del presbí­tero, no es ni un simple ayudante ni menos un competidor del sacerdote, sino alguien puesto al servicio de la iglesia desde la peculiar y concreta encomienda del obispo. Desde esta diferencia pueden aceptarse también otras: el sacerdote significa más bien una iglesia como realidad «siempre dada por Cristo» y «congregada de lo alto», mientras que el diácono significarí­a una iglesia «que se está haciendo», «en trance de ser». Los sacerdotes significan más bien a un Cristo cabeza, mientras que los diáconos significan más bien a un Cristo servidor.

2. RESPECTO A LOS LAICOS, finalmente, el diácono se caracteriza por haber sido aceptado y consagrado (sacramento del orden) para significar la diaconí­a de modo especial, por una asociación directa de parte del obispo a una misión concreta, mientras el laico, aunque haya recibido una encomienda especial o un ministerio instituido con la intervención del obispo, no ha sido consagrado para tal misión por el sacramento del orden.

3. DIMENSIONES Y CARACTERíSTICAS DE SU MISIí“N. De los contornos que muestra la identidad diaconal, podemos ya deducir las dimensiones y caracterí­sticas de su misión. En el motu proprio Sacrum diaconatus ordinem. Pablo VI señaló once tareas especí­ficas del diácono, la mayor parte de ellas litúrgicas, siguiendo lo que ya habí­a sido indicado en la Lumen gentium, donde se dice: «Es oficio propio del diácono, según la autoridad competente se lo indicase, la administración solemne del bautismo, el conservar o distribuir la eucaristí­a, el asistir y el bendecir los matrimonios en nombre de la iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y la oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios. Dedicados a los oficios de caridad y administración…» A estas funciones añade el Sacrum diaconatus ordinem: «dirigir la celebración de la palabra de Dios, sobre todo cuando falta el sacerdote; guiar legí­timamente, en nombre del párroco o del obispo, las comunidades cristianas dispersas; promover y sostener las actividades apostólicas de los laicos». En el mismo sentido se expresará el Ritual en sus diversos textos, como ya hemos visto.

Aunque se señalan más funciones litúrgicas que de otro tipo, creemos que los diversos documentos quieren decir que al diácono le corresponden por igual las tres funciones, y que aun atendiendo de modo especial a la tarea que le encomienda el obispo, debe procurar desempeñarlas todas de modo equilibrado y complementario, mostrando con su testimonio la mutua integración, remitencia y enriquecimiento que cada una de estas áreas comporta 66 Si alguna función deberí­a considerarse como prioritaria, ésta tendrí­a que ser la del «servicio en la caridad», entendiendo por tal la acogida y animación, la unidad y la acción social-caritativa. Pero entendiendo siempre que tal función implica la integración de las otras dimensiones por las que se realiza la misión.

VII. Aspectos positivos e interrogantes abiertos por el diaconado
La renovación del diaconado permanente indica unos aspectos teórico-prácticos positivos, pero también suscita algunos interrogantes y problemas. Conviene tener ambas cosas en cuenta para encontrar el nivel y modo de una justa valoración. Entre los valores positivos cabe recordar: el que cobre de nuevo importancia un ministerio histórico y permanente en la vida de la iglesia; el impulso que tal renovación supone para la estructura ministerial en su conjunto; la apertura que conlleva en las relaciones de la jerarquí­a con los fieles, del mensaje cristiano con las diversas situaciones de la vida, de la caridad afirmada con la caridad vivida, y, sobre todo, la memoria permanente que supone de una misión y una forma de ser en el servicio de amor y justicia a todos los hombres… Sin duda, estos valores son la posibilidad de una realización ideal del diaconado. Pero para que esto se dé es preciso crear unas condiciones adecuadas de desarrollo de la función diaconal. Tales son, por ejemplo: la renovación del sentido diaconal de toda la iglesia; la promoción y el reconocimiento por parte de las mismas comunidades de aquellas personas capaces de desempeñar el ministerio del diaconado; la aceptación, respeto y ayuda a los diáconos por parte de obispos y sacerdotes, de forma que puedan cumplir eficazmente su función; la capacidad, en fin, de los propios diáconos para ser verdaderos animadores de la comunidad, acogiendo y respetando carismas, suscitando y protnocionando servicios y ministerios laicales, siendo verdaderos diáconos para la diaconí­a de los diversos ministerios de la comunidad.

Porque estas condiciones no siempre se dan, surgen algunos interrogantes y problemas respecto al diaconado, entre los que destacamos los dos siguientes:
1. FALTA DE COORDINACIí“N CON LOS SACERDOTES. El diácono viene a ser en la práctica el «espacio libre» que queda entre las funciones presbiterales y las funciones laicales. Es una especie de «entre-dos», al que no siempre se le reconoce su identidad. En relación con los sacerdotes, a veces sufre de una excesiva «clericalización» (reducción a un semicura) o «sacerdotalización» (desempeño casi exclusivo de tareas litúrgicas), y otras veces de un unilateral «funcionarismo» (simple ejecutivo de la institución eclesial) o «burocratismo» (dedicación a tareas administrativas). Todo esto tiende a convertir al diácono en una especie de ayudante auxiliar del sacerdote (cuando éste existe) o en una forma frustrada de sustitución del sacerdote (cuando éste no existe, y él no puede celebrar la eucaristí­a ni la penitencia).

Cierto que el diácono puede liberar al sacerdote de una sobrecarga de funciones, pero no se le puede reducir a simple ayudante de sacristí­a ni a «sacerdote de segundo orden». No hay que olvidar que la principal razón de ser de los diáconos no es la ayuda a los sacerdotes, sino la significatividad personalizada de la misión diacónica de la iglesia. «Si la iglesia tiene necesidad de diáconos, no es porque le faltan sacerdotes, sino porque es iglesia»
2. FALTA DE ARTICULACIí“N CON LOS MINISTERIOS LAICALES. Hay quienes consideran que serí­a preferible «promover el laicado a ordenar diáconos». Más aún, los diáconos serí­an una especie de obstáculo o de excusa para seguir marginando a los laicos en la vida eclesial; pues si por una parte supone la clericalización de los mejores laicos, por otra implica una cierta acaparación de funciones. Aun aceptando que, en principio, deben caber en la iglesia tanto la promoción laical cuanto la diaconal, sin oponerse ni contrarrestarse, hay que reconocer que aquí­ se plantea un serio problema pastoral, como se reconocí­a en el coloquio de Asia sobre los «ministerios en la iglesia»: Si los laicos pueden hacer todo lo que hacen los diáconos, ¿por qué no promocionar a los laicos desde su laicidad en vez de querer hacerlo desde el jerarquismo? ¿Qué tiene más ventajas en este momento eclesial: ordenar diáconos o promocionar «ministerios laicales»? Es evidente que no puede tratarse de una alternativa. También es claro que al diácono no se le debe valorar tanto por la originalidad de su acción cuanto por la significatividad de su ser. Sin embargo, falta por encontrar una verdadera armoní­a en la práctica.

Es de esperar que las mismas necesidades concretas y planteamientos pastorales irán decantando una solución equilibrada y sin exclusivismos.

D. Borobio
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

Dentro de la estructura visible de la –> Iglesia, el d. ocupa el grado inferior de la -> jerarquí­a de derecho divino y lleva consigo el ejercicio de una función ministerial especí­fica. Aparece ya en las primeras páginas de la historia de la Iglesia. El uso preciso de la palabra griega diakonos en el Nuevo Testamento, para caracterizar este oficio eclesial, demuestra un sentido especial y una mí­stica peculiar: la del servicio. En efecto, la palabra diakonos, en el Nuevo Testamento, envuelve siempre el sentido de servidor o ministro.

Partiendo del libro de los Hechos de los Apóstoles y de las cartas de Pablo, así­ como de los documentos más antiguos de la tradición cristiana, es posible trazar la configuración propia del oficio diaconal. En Act 6, 1-6, aunque el autor sagrado no utilice la palabra misma diakonoi, sin embargo éstos aparecen allí­ como instituidos mediante la imposición de las manos y como administradores de los bienes de la comunidad helenista, de una manera estable y permanente. En Act 6, 10; 8, 5; 8, 35; etcétera, los diakonoi son evangelizadores de la ->palabra de Dios y administradores del –>bautismo. En la liturgia de Justino están encargados de distribuir la ->eucaristí­a a los presentes en el sacrificio y también a los ausentes (Apol. >-, 65). Pablo los menciona como constituyentes de un grado jerárquico en la Iglesia (Flp. 1, 1) y exige de ellos aquellas cualidades personales, que aseguren una verdadera autoridad en el servicio de la fe, mediante una conducta moral pura e í­ntegra (1 Tim 3, 8-12). A través de los escritos de la tradición, queda confirmada la triple orientación del ministerio o servicio diaconal: litúrgica, magisterial y caritativa.

Por otra parte, la tradición misma ha resaltado constantemente la inserción de los diáconos en el ministerio de la Iglesia, al lado de los -> obispos. Ignacio mártir los llama «consejeros suyos» (Phld 4; Sm 12, 2); afirma que tienen «encomendado el ministerio de Jesucristo» (Eph 6, 1) y que » no son ministros de comidas y bebidas, sino servidores de la Iglesia de Dios» y «ministros de los misterios de Jesucristo» (Trall 2, 3); por esto deben ser reverenciados «como el mandamiento de Dios» (Sin 8, 1). Policarpo los llama «ministros de Dios y de Cristo y no de los hombres» (Poly 5, 2). Cipriano afirma que fueron constituidos por los apóstoles «como ministros de su episcopado y de su Iglesia» (Ep 3); de aquí­ que tengan encomendada «la diaconí­a de la sagrada administración» (Ep 52). La Traditio apostolica afirma que «no se ordenan para el sacerdocio, sino para el ministerio del obispo, para que hagan aquellas cosas que él mandare (n .o 9). Y la Didascalia de los apóstoles dice que los diáconos deben ser el oí­do, la boca, el corazón y el alma del obispo (1. ii, 26, 3-7); por esto han de parecerse a él, aunque sean «más activos», para llegar a ser «realizadores de la verdad, llenos del ejemplo de Cristo» (1. iii, 13, 1-6). Hoy el Pontifical Romano precisa que los diáconos son elegidos «para el ministerio de la Iglesia de Dios», siendo sus funciones «servir al altar, bautizar y predicar»; de ahí­ que sean llamados «coministros y cooperadores del cuerpo y la sangre del Señor».

Si se tiene en cuenta que la eucaristí­a es el misterio central de la Iglesia y que el altar es el punto de partida de todo ministerio eclesial, puede afirmarse que el diaconado, como grado jerárquico y según el pensamiento constante de la tradición, se halla en la mitad de camino entre el sacerdocio oferente de los fieles y el sacerdocio santificador de los obispos y los presbí­teros. El diaconado es, por esto, «el orden eclesial por excelencia, instituido por los apóstoles en nombre de Dios y de Cristo, cuyos plenipotenciarios eran ellos, para animar, organizar y poner en obra la función del pueblo sacerdotal, a saber: la presentación de sí­ mismo y de sus bienes en ofrenda a Dios» (Colson). Por otra parte, esto explica que la tradición haya visto en los obispos, presbí­teros y diáconos el todo unitario de la jerarquí­a de derecho divino que, con las funciones correspondientes a cada rango, guí­a la comunidad que se reúne alrededor de la eucaristí­a y se alimenta de ella. En consonancia con lo cual la tradición ha afirmado el carácter sacramental de la ordenación de diáconos y ha exigido esencialmente el mismo grado de santidad a todos los miembros de la jerarquí­a. Y dentro de esta perspectiva, a partir del siglo iv la legislación de la Iglesia latina ha impuesto siempre el -> celibato a obispos, presbí­teros y diáconos, mostrando en ello una lí­nea firme a través de la historia.

En la actualidad, la disciplina de la Iglesia oriental y la de la Iglesia latina difieren notablemente. En la primera, el d. se ha conservado como un grado estable e independiente, tanto en el ministerio cultual como en la vida monástica; no así­ en la segunda, donde el obispo sólo puede conferir las órdenes a aquellos que tengan el propósito de ascender hasta el presbiterado (CIC, can. 973), y todos los clérigos que han recibido órdenes mayores están obligados a guardar castidad (can. 132).

El concilio Vaticano ii ha servido de ocasión para que se tratara a fondo la oportunidad de la renovación del d. en la Iglesia latina, como grado estable. De hecho, esta misma cuestión fue planteada ya en el concilio de Trento de una manera más genérica, al tratar los padres sobre la restauración de todas las órdenes inferiore al presbiterado. Después de un proyecto de redacción, en el cual los oficios de las distintas órdenes eran acomodados a las necesidades de la época y que no llegó a ser discutido, el concilio mandó que en adelante «no se ejercieran los ministerios sino por personas constituidas en las órdenes» correspondientes, aduciendo estas razones: «con el fin de que se restablezca el uso de las funciones de las santas órdenes», según el uso, de la Iglesia primitiva, y «con el fin de que los herejes no las desacrediten como superfluas» (ses. xxIII, can. 17 de ref.). No obstante, el decreto tridentino, a pesar de tener unos objetivos muy limitados, no pasó a la práctica y resultó enteramente inútil.

El problema planteado hoy, con motivo de la restauración de los diáconos, ha dado lugar a no pocas reflexiones doctrinales. Una de ellas es, p. ej., que la ordenación diaconal confiere el ejercicio de unos oficios determinados, pero no unos poderes esencialmente superiores a los que da el bautismo. Más todaví­a, apenas es posible nombrar una función diaconal que la Iglesia no pueda otorgar también mediante una capacitación extrasacramental. Lo mismo cabe decir con relación a la gracia dada en la ordenación diaconal: como consecuencia de la posibilidad de conferir las funciones diaconales fuera del sacramento, ha de admitirse la existencia de una ayuda sobrenatural del Espí­ritu Santo, que es proporcionada a tales funciones y se concede fuera del sacramento. De hecho, las funciones litúrgicas surgidas recientemente con motivo de la renovación de la -> liturgia, p. ej., lectores, comentadores, directores de la plegaria, etc., así­ como el apostolado o el ministerio de la palabra, son ejercidos por los seglares sin necesidad de ninguna ordenación propia del estado clerical.

Por otra parte, las funciones de diversa í­ndole que la tradición asignó siempre al d., llevan a la convicción de que se trata de un ministerio múltiple dentro de la unidad fundamental del servicio del pueblo sacerdotal. De aquí­ que el verdadero planteamiento de la renovación del d. no esté precisamente en discutir la oportunidad de una mediación entre el pueblo y los presbí­teros, sino en el desarrollo y en la organización de esta mediación. Por esto, nadie puede excluir la posibilidad de diversas expresiones y distintas formas de un mismo d. estable, según sea el oficio o ministerio que más sobresalga. En realidad, la existencia de la ley general del orden sacramental de la gracia, según la cual se requiere el rito para la comunicación de la gracia por, él significada, es el argumento teológico ma~s profundo en orden a la restauración del d. como grado estable en la Iglesia latina.

Las reflexiones doctrinales no terminan aquí­. Son especialmente difí­ciles las que se refieren a las relaciones entre las funciones diaconales y las actividades de los seglares en la Iglesia. Tampoco carecen de dificultad las referentes a los oficios de los diáconos en relación con el ministerio sacerdotal.

La Constitución dogmática sobre la Iglesia, promulgada por el concilio Vaticano 11, ha reafirmado las caracterí­sticas fundamentales del d. en conformidad con los datos de la tradición. En efecto, según ella, los diáconos constituyen el grado inferior de la jerarquí­a, reciben la imposición de las manos y son confortados con la gracia sacramental; se ordenan, no para ser sacerdotes, sino para el servicio del pueblo en unión con el obispo y el presbiterio; y ejercen el triple ministerio fundamental de la liturgia, de la palabra y de la caridad.

Desde el punto de vista disciplinar, el concilio ha dado un paso adelante ampliando notablemente los oficios litúrgicos propios de los diáconos en la Iglesia latina, en comparación con las actuales disposiciones del CIC (cf. can. 741, 845 5 2, 1147 5 4 y 1274 5 2); pero su ejercicio está subordinado al juicio de la autoridad competente. Son importantes, p. ej., la potestad de conservar la eucaristí­a, de asistir y bendecir a los matrimonios, de presidir el culto y la oración de los fieles, de administrar los sacramentales y de presidir los ritos de funerales y sepelios.

El hecho de que en principio es posible restaurar el d., como grado propio y permanente en la jerarquí­a de la Iglesia latina, ha sido solemnemente proclamado por el Concilio. Su realización dependerá de las conferencias episcopales, con la consiguiente sanción del sumo pontí­fice. Sin embargo, la motivación de dicho principio es exclusivamente práctica; el documento conciliar «tiene en cuenta que, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones no hay quien fácilmente desempeñe estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia». Por otra parte, la ley del celibato, aunque permaneciendo fundamentalmente obligatoria para los jóvenes que aspiren al d., admite una notable excepción: la ordenación podrá conferirse, con el consentimiento del romano pontí­fice, «a hombres de edad madura, aunque estén casados».

El d. en la Iglesia latina, a partir del concilio Vaticano 11, tiene las puertas abiertas a un futuro esplendoroso. No obstante, continúa siendo un problema muy-complejo, que exigirá mucho tiempo y no pocas experiencias, antes de llegar a la madurez requerida para convertirse en una definitiva institución jurí­dica.

Narciso Jubany

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica