ANTROPOLOGIA CULTURAL

SUMARIO: I. Precisiones terminológicas y problemas de método – II. La antropologí­a socio-cultural. Adelantos recientes: 1. La antropologí­a cultural americana; 2. La antropologí­a social británica – III. Psicoanálisis: 1. La comprensión freudiana de «cultura»; 2. El concepto de «personalidad básica» en Kardiner – IV. La lingüí­stica y el estructuralismo: 1. La lingüí­stica; 2. El estructuralismo – V. Visión global de la antropologí­a a partir de lo «simbólico» – VI. Antropologí­a y ritual: 1. Los ritos de crisis; 2. Los ritos de tránsito; 3. Los ritos cí­clicos – VII. Antropologí­a y liturgia: 1. Una tesis sumaria; 2. Los ritos de crisis; 3. Los ritos de tránsito; 4. Los ritos cí­clicos.

I. Precisiones terminológicas y problemas de método
Hablar hoy de antropologí­a sin más especificaciones, sin una referencia precisa a una ciencia particular del hombre, nos llevarí­a a caer en equí­vocos, que no permitirí­an ya ningún resultado ni una verdadera posibilidad de comprender los problemas. En efecto, si genéricamente antropologí­a significa estudio del hombre, hoy este estudio se ha refractado y fragmentado en tantas ciencias humanas especializadas, que éstas sólo conservan la palabra hombre como punto de referencia, siendo tales su método y visión del objeto, que transforman radicalmente las investigaciones y diversifican igualmente de manera decisiva los resultados que obtienen.

Pero, entre todas las ciencias humanas que en las últimas décadas han adquirido cada vez mayor consistencia, emancipándose de la tutela filosófico-metafí­sica y revelando un carácter marcadamente diferencial en la medida en que no parten ya de la concepción de una naturaleza humana abstracta y deducible de principios filosóficos, hay una que parece estar en condiciones de integrar en su seno las contribuciones de otras ciencias particulares y que desde ahora se atribuye ya como por derecho la ambiciosa denominación de antropologí­a «tout court «. Se trata de la denominada antropologí­a socio-cultural, o simplemente antropologí­a, que nace originariamente del estudio de. las costumbres y del comportamiento de los pueblos primitivos, denominándose también etnologí­a en el ámbito europeo, y que hoy se está ampliando incluyendo la matriz biológica del hombre con las aportaciones de la etologí­a y de la sociobiologí­a, incorporando el análisis de los mecanismos del aprendizaje y de la comunicación, la exploración psicoanalí­tica del inconsciente, además de que naturalmente evidencia los aspectos culturales y sociales, que serí­an como las dos grandes coordenadas de cuya intersección se obtiene el resultado hombre.

Es precisamente en esta vertiente de la antropologí­a socio-cultural donde ahora queremos situarnos para interrogarnos sobre el hombre en relación con su ritualidad y, más especí­ficamente, en relación con la liturgia cristiana, no porque consideremos dicha ciencia como paradigmática para la comprensión del hombre -si es que poseyese un proyecto unitario de comprensión del hombre-, sino porque, presentándose como estudio de las costumbres y, en general, del ethos de los pueblos, goza de una concreción que no poseen otras ciencias humanas, situándose además en lí­nea con el comportamiento ritual, que aparece ante todo como una acción o un conjunto de acciones de carácter simbólico que -al menos en un primer análisis- no es separable del contexto socio-cultural en que se manifiesta. ,
Pero este punto de partida y esta acotación previa no pueden impedirnos poner en evidencia algunos problemas metodológicos preliminares, que pueden también poner al descubierto los lí­mites y las dificultades de la antropologí­a socio-cultural, no sólo en su constitución metodológica, sino también en su pretensión de llegar a una nueva visión del hombre, partiendo de bases distintas de las clásicas.

Lo primero que ha de resaltarse en todo estudio referente al hombre es que, mientras que, por una parte, existe una y otra vez la exigencia de identificar y definir quién es el hombre, por otra, es cada vez más difí­cil su identificabilidad. Nunca ha sabido el hombre tanto sobre sí­ mismo como hoy; pero nunca tampoco como hoy se ha llegado a sentir tan inseguro. Dirí­ase que se ha quebrado la imagen de «este proyecto total de la naturaleza» (Gehlen) y que ahora se están buscando sus fragmentos para re-componerla. El problema más llamativo que refleja este dato real pertenece a las ciencias humanas, que se han desarrollado mostrando un desinterés por el hombre, convirtiéndose en ciencias que proceden con criterios que no permiten distinguir lo especí­ficamente humano. Tal situación ha venido creándose como consecuencia de un alejamiento cada vez mayor entre las ciencias humanas y el humanismo clásico; alejamiento que llevó a renunciar a toda sí­ntesis global y a la vez a modelar tales ciencias del hombre siguiendo el estatuto epistemológico propio de las ciencias exactas y naturales. El resultado global de este procedimiento fue la cristalización de dos orientaciones opuestas, de las que todaví­a se está resintiendo la cultura contemporánea: por una parte, el naturalismo, con su trasfondo biológico y con su acento estructuralista y funcionalista; por otra, una vez más el humanismo dejado a la filosofí­a, con su comprensión más amplia del término cultura, con su realce de la subjetividad, de los problemas hermenéuticos y, en última instancia, de la subjetividad trascendental como punta de diamante para construir toda antropologí­a y, en particular, una antropologí­a filosófica. Y hoy no solamente no se está en condiciones de eliminar la diferencia metodológica de análisis que mantiene todaví­a la distinción diltheyana entre Naturwissenschaften (ciencias naturales) y Geisteswissenschaften (ciencias del espí­ritu), sino que, a niveles más hondos, dicha diferencia metodológica se ha convertido en una irreductible divergencia de contenidos. Por lo demás, es significativo observar que esta disputa metodológica no afecta solamente de una manera genérica a la relación entre ciencias humanas y naturales, sino que aparece también en el seno mismo de la antropologí­a socio-cultural, que refleja tal vez más que ninguna otra ciencia la dificultad de conciliar los polos -considerados casi siempre contrapuestos- entre hombre y naturaleza. Bastarí­a recordar la diferencia en el método de investigación aplicado por el antropólogo americano Boas y el concepto de cultura propuesto por su discí­pulo Kroeber, frente a la orientación naturalista de los antropólogos ingleses como Malinowski y Radcliffe-Brown, de quienes trataremos más detenidamente [-> infra, II, 1 y 2].

Mientras la superación de estas perspectivas totales o su conciliación aparece como una tarea urgente y, no obstante, lejana todaví­a en cuanto a su realización, es menester advertir que las ciencias humanas, al especializarse en sus objetivos y en sus métodos, han contribuido y siguen contribuyendo decisivamente al conocimiento del hombre. Yen este su trabajo es también necesario reconocer que hay una cierta muerte del hombre que forma parte del estatuto propio de la investigación cientí­fica. En efecto, el objeto de estas ciencias particulares no puede ni comprenderse ni profundizarse sino renunciando a las intuiciones globales. En este sentido, también la antropologí­a socio-cultural ha venido especializándose cada vez más, aunque sin dejar de acoger los resultados de otras ciencias, y sólo cuando ha cedido a generalizaciones y a teorí­as globales ha solido encontrarse con dificultades en su mismo campo. Pensemos en las grandes teorí­as de la antropologí­a evolucionista, en el difusionismo, en la escuela de los ciclos naturales de Viena y en el funcionalismo a ultranza de algunas orientaciones contemporáneas.

Pero es menester contemplar también el reverso de la medalla. El problema de la recomposición de una imagen global del hombre no puede prorrogarse indefinidamente. Cada ciencia particular, si no quiere caer en la esquizofrenia, necesita presentar su interpretación global de lo humanum. En este sentido la psicologí­a y la sociologí­a parecen haber ya superado los estrechos lí­mites de su ámbito particular, integrándose en unos horizontes más amplios. Y la misma antropologí­a socio-cultural -buscando cada vez más la colaboración de la psicologí­a y de la sociologí­a, de la lingüí­stica y del psicoanálisis, de la etologí­a y de la sociobiologí­a- no se limita ciertamente a cumplir una simple tarea de collage de sus adquisiciones; intenta llegar a una lectura contextual e interdisciplinar de la realidad del hombre.

Pero en este renovado esfuerzo de sí­ntesis no podrá menos de presentarse una vez más el dilema: naturalismo o humanismo, habida cuenta, por el momento, de la imposibilidad de una conciliación a corto plazo de las dos perspectivas fundamentales. El problema no es de fácil solución: deberí­a al menos plantearse con mayor flexibilidad. Contemplando, más en particular, la matriz biológica del hombre, es esencial mirar hacia lo orgánico y lo natural, al margen de la perspectiva técnico-cientí­fica según la cual la naturaleza no es más que lo disponible y manipulable, y -lo que es más importante- será necesario ver a qué ciencia se deberá confiar la tarea de la sí­ntesis y de la visión global del hombre. Pero hablar ya de sí­ntesis, de visión global o de totalidad, ¿no significa encaminarse hacia un tipo de reflexión que no puede orientarse metodológicamente hacia un puro modelo natural? Dentro de este contexto vuelve a aparecer la validez de la perspectiva filosófica, que no podrá ya ser de carácter puramente deductivo, sino todo lo más descriptivo-fenomenológico; que deberá partir de la experiencia vivida como totalidad significante del mismo hombre y cuya tarea será integrar de manera más consciente la investigación de las ciencias humanas y de las ciencias naturales.

II. La antropologí­a socio-cultural. Adelantos recientes
Con la breve sí­ntesis que aquí­ ofrecemos de las corrientes principales y más recientes de la antropologí­a socio-cultural, lo que queremos es llegar a algunos resultados válidos en orden a la comprensión de la actividad ritual; más que la preocupación de ser exhaustivos, nos mueve el deseo de encontrar loshondos motivos inspiradores de la acción humana, de la acción ritual y religiosa.

Sin embargo, antes de emprender este trabajo creemos importante insistir en el objeto y el sentido de la investigación antropológica globalmente considerada. Para ello nos servimos de las palabras introductorias del libro El hombre y la cultura, de R. Benedict (Barcelona 1971, 13-14): «La señal distintiva de la antropologí­a entre las ciencias sociales está en que ella incluye para un estudio más serio a sociedades que no son la nuestra. Para sus propósitos, cualquier regulación social del matrimonio y la reproducción es tan significativa como la nuestra, aunque ella sea de los Mar Dyaks y no tenga relación histórica alguna con la de nuestra civilización. Para el antropólogo, nuestras costumbres y las de una tribu de Nueva Guinea son dos posibles esquemas sociales respecto de un problema común; y en cuanto permanece antropólogo se ve precisado a evitar toda inclinación de la balanza en favor de uno a expensas del otro. A él le interesa la conducta humana no tal como está modelada por una tradición, la nuestra, sino tal como ha sido modelada por cualquier otra tradición. Está interesado en la gran gama de las costumbres tal como se encuentra en culturas varias. Y su objeto es atender el modo en que esas culturas cambian y se diferencian; las diversas formas a través de las cuales se expresan, y la manera en que las costumbres de los pueblos accionan en las vidas de los individuos que los componen». En toda investigación antropológica, pues, preliminarmente se trata de disponibilidad intelectual, para la que no existen ya distinciones entre nosotros y los primitivos; una disponibilidad que permitirá trascender el etnocentrismo de la civilización blanca que nos ha impedido y hasta protegido frente a la necesidad de tomar en serio las civilizaciones de otros pueblos, sin caer por eso en las igualmente insignificantes «utopí­as románticas que se dirigen hacia los primitivos más simples… [y que] son a menudo, en el estudio etnológico, tanto un obstáculo como una ayuda» (o.c., 31).

Pero ¿cuál es la configuración que ha adoptado hoy tal ciencia y cuáles son las perspectivas de investigación más significativas? Presentaremos brevemente las dos grandes corrientes de la antropologí­a contemporánea,, a saber: la antropologí­a cultural americana y la antropologí­a social británica.

1. LA ANTROPOLOGíA CULTURAL AMERICANA. Constituye ésta un campo de investigaciones metodológicamente muy concretas sobre las que es menester detenernos un poco. El iniciador moderno de esta escuela es indudablemente Boas (comienzos de 1900), quien dio un nuevo y prometedor impulso a la antropologí­a sacándola del contexto evolucionista que tan fuertemente la habí­a condicionado. Según su discí­pulo Kroeber, Boas fue «el gran desmantelador de ilusiones intelectuales», no sólo por demoler incansablemente los diversos esquemas evolucionistas, sino también por impugnar todas las demás teorí­as generalizadoras como, por ejemplo, el determinismo difusionista del Kulturkreis (cí­rculo cultural), promovido por Graebner y el padre Schmidt y consistente en considerar fundamentales algunos conjuntos de elementos culturales que, originándose en diversos puntos de la tierra, se habrí­an difundido luego por los distintos continentes. Sintética pero eficazmente observa aún A. L. Kroeber: «La antropologí­a que él encontró era como un campo de juego y un terreno para torneos de opiniones contrastantes; la antropologí­a que dejó era ya una ciencia pluralista, pero crí­tica» (La natura della cultura, Bolonia 1974; 255-256). Si se hubiera de esencializar la aportación de Boas al nuevo desarrollo de la antropologí­a, habrí­a ante todo que referirse a sus precauciones metodológicas, que al rechazo de las generalizaciones sumaban la voluntad incansable de recoger datos de culturas y lenguas desconocidas, procedentes sobre todo del ámbito indo-americano; proyectado todo ello sobre el trasfondo diltheyano de la distinción entre ciencias naturales y ciencias humanas con su carácter ideográfico y no nomotético reconocido para estas últimas. Pero lo que, tal vez, particularmente le deben sus discí­pulos es el nuevo concepto de cultura, entendido no ya a lo Tylor como un conjunto de elementos particulares, sino más bien como una totalidad que en la interrelación de sus elementos se caracteriza posteriormente como algo especí­fico y nuevo. Y fue exactamente el concepto de cultura el eje en torno al cual iban a girar los nuevos estudios antropológicos y el centro catalizador sobre el que cientí­ficos americanos de renombre, como Wissler, Lowie, Kroeber, Benedict y Sapir, fundarñentarí­an sus investigaciones.

Fue Kroeber quien particularmente ahondó en el concepto de cultura, hasta contemplarla como una realidad autónoma que no podí­a estudiarse sino a través de criterios culturales. El ensayo Lo superorgánico, de 1917, presenta un carácter programático, apareciendo esencialmente como una proclamación de independencia antirreduccionista contra el predominio de la explicación biológica de los fenómenos culturales. Juega el autor un buen partido al sostener que las estructuras de la cultura jamás se transmiten por herencia, como sucede en los instintos dentro del mundo animal. Un perro criado entre gatos ladrará como todos los perros y no aprenderá a mayar -afirma Kroeber-, mientras que un francés educado en China hablará corrientemente el chino y no sabrá nada de francés. La esfera de lo superorgánico es la esfera de la cultura y de la civilización, que se sitúa en un nivel superior respecto al biológico, al psí­quico y al individual, constituyendo una realidad que se estudia en sí­ misma y por sí­ misma. La misma sorprendente aparición, en algunas épocas de la historia, de numerosos genios y la contemporaneidad de los descubrimientos y hallazgos humanos las explica Kroeber subrayando cómo tales genios y tales descubrimientos no son directamente un producto de hombres individuales ni de fortuitos momentos creativos, sino que son el producto global de un sistema cultural. Ciertamente, y tras los primeros entusiasmos ante este nuevo planteamiento antropológico, se percata el autor también de los peligros de una reificación de la cultura misma, de un cierto determinismo cultural que vení­a a gravitar sobre la teorí­a, de una cierta estaticidad e inmovilidad de tal visión al no considerar los procesos de inculturación y de nueva creación de cultura, viendo incluso el peligro que llevaba consigo un concepto tan autónomo de cultura frente a la relación dinámica y cambiante entre personalidad y cultura, que tan bien habí­a visto ya el maestro Boas. Sin embargo, entre las crí­ticas que se le hicieron a Kroeber, y que en parte él mismo reconoció más tarde como oportunas, ninguna llega a invalidar el sentido originario de la distinción de niveles propuesta en el campo antropológico, si se tiene presente la intención subyacente y por él mismo reconocida como fundamental: «…la tendencia a abstraer o extraer -como se prefiera decir-deliberadamente y de forma progresiva la cultura, no sólo de las necesidades y de la psicologí­a de los seres humanos, sino también de la sociedad y de los individuos, tratando de mantener constantes tales aspectos, tiene como fin unas mejores posibilidades de control y un resaltar más claramente la interrelación entre formas y hechos puramente culturales» (La natura della cultura, 257).

En esta misma lí­nea del valor de la cultura -pero con más clara orientación hacia las propiedades estructurales de una cultura respecto a otra- se mueve el trabajo de R. Benedict, al que queremos aludir brevemente. El valor de su investigación estriba metodológicamente en el punto donde pretende superar el acercamiento histórico atomizante que, como método, terminaba casi inevitablemente perdiendo de vista los significados más amplios (cf Boas). Por lo que Benedict hace confluir los valores, los fines y los proyectos de una cultura en algo así­ como una opción fundamental de una misma cultura que viene de este modo a caracterizar su propio modelo. Siguiendo este esquema en El hombre y la cultura -libro que logró un verdadero éxito era América-, Benedict presenta tres culturas diferentes: la cultura de los indios pueblos, la de los indios de las llanuras y la de los dobu, poniendo de relieve que no son diferencias geográficas o genéticas las que originan comportamientos tan diversificados que han podido calificarse el uno de dionisí­aco y el otro de apolí­neo, sino más bien la selección realizada por cada cultura particular: en efecto,. «toda sociedad’ humana, en todas partes, ha hecho tal selección en sus instituciones culturales. Desde el punto de vista de otra, cada una de ellas ignora los segmentos fundamentales y desarrolla los carentes de importancia. Una cultura apenas reconoce valores monetarios. Otra los considera básicos en todos los campos de conducta» (o.c., 36). El acercamiento relativo a los modelos ciertamente es muy interesante, ya que está orientado a reconocer un estilo y unos valores que se habí­an dejado en gran parte para los humanistas, con graves deficiencias por parte de la antropologí­a; sin embargo, el trabajo de Benedict puede despertar, y no sin un cierto fundamento, la sospecha de que se quiera proponer un relativismo cultural poco menos que absoluto, que olvidarí­a, según parece, injustificadamente dentro de la misma antropologí­a la relación entre individuo y modelo cultural, entre personalidad normal y personalidad anómala y, en general, los problemas de la difí­cil compatibilidad de una cultura.

No nos es posible aludir aquí­ a las concretas indagaciones realizadas por los grandes antropólogos americanos y que afectan a centenares de poblaciones indo-americanas, sobre todo a las culturas indias del oesté de los Estados Unidos.

2. LA ANTROPOLOGíA SOCIAL BRITíNICA. La segunda gran corriente de la antropologí­a contemporánea nació bajo la égida de dos nombres ilustres: Malinowski y Radcliffe-Brown.

Malinowski, que desarrolló sus indagaciones en Australia y sobre todo en las islas Trobriand durante los años de la primera guerra mundial, mostró rápidamente su alejamiento del concepto de cultura de la antropologí­a americana, en cuanto que, para él, las instituciones sociales u organizaciones institucionales no dejan de estar í­ntimamente vinculadas con la cultura. El relieve dado a lo social, ciertamente como una consecuencia más del conocimiento de los trabajos de Durkheim, sigue siendo la base firme del edificio malinowskiano, hasta el punto de que él mismo afirma que la ciencia del comportamiento humano comienza con la organización social y que el gran signo de la cultura, tal como se la vive, se la experimenta y se la observa cientí­ficamente, es el fenómeno del reagrupamiento social. Con Malinowski, la antropologí­a social se orientará ya hacia el estudio de los sistemas de parentesco, de las prácticas religiosas y mágicas, de las actividades económicas y al estudio del derecho, más que al estudio de la cultura misma en su conjunto.

Pero el nuevo planteamiento social de la indagación antropológica no es el único elemento caracterí­stico de los estudios de Malinowski. En efecto, este antropólogo de origen polaco dio también un fuerte acento naturalí­stico-biológico al concepto de cultura, al considerarla como la respuesta organizada de la sociedad a unas necesidades fundamentales o naturales. «Podemos definir la expresión naturaleza humana como el hecho de que todos los hombres deben comer, respirar, dormir, procrear y eliminar sustancias superfluas de su organismo, dondequiera que vivan y cualquiera sea el tipo de civilización a que pertenezcan» (B. Malinowski, Una teorí­a cientí­fica de la cultura, Barcelona. 1981, 82). Así­, por ejemplo, escribe todaví­a Malinowski: «La necesidad de alimento y el deseo de que no deje de ser abundante han llevado al hombre a las actividades económicas de recolección, caza, pesca; actividades que él envuelve en emociones múltiples e intensas». Y prosigue poco después subrayando eficazmente este interés selectivo del hombre en orden a la satisfacción de sus necesidades primarias: «Los que han vivido en la jungla en medio de los salvajes, y han tomado parte en expediciones de depredación o caza, o han navegado con ellos por las lagunas, o han pasado noches enteras a la luz de la luna en los arenales marinos, acechando los bancos de peces o la aparición de la tortuga, saben hasta qué punto el interés del primitivo es selectivo y afinado y cuán celosamente sigue las indicaciones, pistas y costumbres de su presa, mientras que resulta indiferente a cualquier otro estí­mulo» (B. Malinowski, Magia, ciencia, religión, Barcelona 1982,, 49). El determinismo biológico impone, pues, a la naturaleza humana ciertas consecuencias inquebrantables que deben entrar en toda cultura primitiva o perfeccionada, simple o compleja, y la antropologí­a deberá hacer causa común con la ciencia de la naturaleza (Una teorí­a cientí­fica…, o.c.). En este contexto, el autor ha querido incluso ofrecer un catálogo de exigencias biológicas y de respuestas culturales: a la necesidad del metabolismo corresponderí­a el abastecimiento, a la reproducción el parentesco, a la protección del cuerpo la defensa, etc., distinguiendo después entre necesidades fundamentales y necesidades derivadas y posteriormente entre imperativos culturales (cultural imperatives) e imperativos integrativos (integrative imperatives), entre los que inserta el «conocimiento», la «magia», el «arte» y la «religión».

Es difí­cil no coincidir con Parsons cuando afirma que este cuadro de necesidades se explica por el olvido del carácter multidimensional y multifuncional de las respuestas culturales. Y no menos oportuna parece la observación de Altan, según la cual se tiene la impresión de que «aquí­ Malinowski se ha encontrado frente a manifestaciones culturales que no encontraban lugar en su esquema y de alguna manera ha querido hacerlas entrar en él» (C. T. Altan, Manuale di antropologí­a culturale, Milán 1979, 142).

Además de la importancia que Malinowski otorga a las instituciones sociales y a la teorí­a de las necesidades, hay en su trabajo de indagación y de sistematización antropológica una segunda dimensión preponderante: se trata de su funcionalismo. ¿Qué sentido dar al término funcionalismo en Malinowski? Encontrarí­amos en él la mayor parte de sentidos aplicados al concepto de función, a saber, el matemático, el biológico y el sociológico. En cuanto a este último sentido, en particular, nuestro autor parece depender más estrechamente de Durkheim. Fundamentalmente se entiende la función como el papel que ejerce un fenómeno cultural sobre otro o sobre otros análogos y, en última instancia, sobre el conjunto de la cultura. Por ello, a pesar de que para el autor de los Argonautas «la función no es más que la satisfacción de una necesidad», serí­a demasiada restricción concebir el significado de función solamente en clave biológica. En efecto, la cultura aparece como la prolongación de la naturaleza, y en el paso inevitable desde la naturaleza hasta la cultura no se pueden infravalorar los fines sociológicos del funcionamiento de la cultura.

Mucho se ha escrito sobre Malinowski compartiendo sus teorí­as, pero tal vez mucho más criticándole sus principales tesis. Alguien ha escrito que fue un etnógrafo provincial (Lowie), y algún otro, tal vez con más razón, ha escrito que Malinowski es para los antropólogos un poco como el padre totémico del que habla Freud en Totem y tabú, un padre a quien sus descendientes devoran y admiran a un mismo tiempo (Lombard).

El segundo gran antropólogo inglés es A. R. Radcliffe-Brown, quien, a pesar de su oposición personal a Malinowski, no deja de tener muchos puntos en común con este último: por ejemplo, el categórico rechazo de las teorí­as anteriores del evolucionismo y el difusionismo, y la coincidencia de ambos en un modelo de investigación empí­rica y social de carácter antihistórico, considerando él también el método histórico como no cientí­fico. En Radcliffe-Brown aparece igualmente el concepto fundamental de función con tanta frecuencia como en Malinowski; sin embargo, será precisamente ese concepto el que vaya diferenciando cada vez más el trabajo de ambos antropólogos. En particular, Radcliffe-Brown rechaza la relación estrecha del concepto de función con la teorí­a de las necesidades, basándose en una concepción distinta del papel de las ciencias naturales en la investigación sociológica. A diferencia del «naturalismo» de Malinowski, orientado siempre en una determinada dirección según la cual la función está ligada al sustrato fisiológico y a las necesidades del hombre, para Radcliffe-Brown «el concepto de función aplicado a las sociedades humanas se basa en una analogí­a entre vida social y vida orgánica» (Estructura y función en la sociedad primitiva, Barcelona1974,, 203), por lo que se trata solamente de un modelo metodológico que no interesa directamente al objeto de su investigación, al estar éste constituido fundamentalmente por la realidad social en cuanto tal. En rigor, podemos decir que es el concepto de función social el que posteriormente diferenciará el trabajo de los dos antropólogos ingleses. Mientras Malinowski se centra más en las instituciones sociales, Radcliffe-Brown se orienta más claramente hacia el análisis de los efectos sociales de determinadas instituciones, demostrando una mayor dependencia de Durkheim. Se observa también esta diversa perspectiva, por ejemplo, en la interpretación que uno y otro dan de la religión. En efecto, mientras para Malinowski la religión se explica también por motivos psicológicos, como pueden serlo el deseo de supervivencia o el miedo a la muerte, etc., para Radcliffe-Brown la explicación es siempre y rigurosamente de carácter social y funcional, dando como presupuesto que la religión -como toda otra institución social- «es una parte importante, e incluso esencial, del complejo sistema social por el que los seres humanos son capaces de vivir juntos en una organización ordenada de las relaciones humanas» (o.c., 176). Pero, más radicalmente todaví­a, lo que caracteriza el pensamiento de Radcliffe-Brown es el concepto de estructura, que, unido naturalmente al de función, convierte al estudioso de los andamaneses en el precursor del estructuralismo. Es, ciertamente, difí­cil definir el concepto de estructura y distinguirlo adecuadamente del de función, sistema, organismo, y lo es todaví­a más difí­cil en Radcliffe-Brown, en quien encuentra el término su primera configuración. Para comprenderlo se habrá de tener en cuenta que toda sociedad aparece como un todo integrado con miras a su continuidad y que dentro de ella se da una compleja trama de relaciones sociales realmente existentes que tienden a mantener en equilibrio funcional a la sociedad misma (cf o.c., 215-232). Desde este punto de vista, algún autor ha querido ver como distintos dos perí­odos fundamentales del antropólogo inglés, marcados, respectivamente, por un acercamiento más funcional en un principio, y decididamente estructural-funcional más tarde, de los años treinta en adelante, en los que se manifiesta al mismo tiempo una oposición cada vez mayor a la cultura, enjuiciada como un concepto poco útil a la antropologí­a.

Ciertamente, desde el punto de vista metodológico -que es el que, en definitiva, más nos preocupa-, y dejando a un lado las afirmaciones medio irónicas de Leach -para quien el estructural-funcionalismo de Radcliffe-Brown se reducirí­a a una clasificación y una tipologí­a de mariposas o pudiera considerarse un trabajo de distinción entre relojes de pulsera y relojes pendulares (E. Leach, Nuove vie dell’antropologia, Milano 1973, l5ss)-, queda pendiente en el autor inglés un problema fundamental que afecta al sentido profundo de la reconocida analogí­a entre biologí­a y antropologí­a social. Aun describiendo «la antropologí­a social como la parte teórica de la ciencia natural de la sociedad humana y como la indagación de los fenómenos sociales con métodos sustancialmente análogos a los utilizados en las ciencias fí­sicas y biológicas» (o.c., 24). Radcliffe-Brown jamás ha ahondado en qué medida son aplicables a la antropologí­a los métodos biológicos, limitándose de vezen cuando a postular tal analogí­a con la ayuda de algún concepto común, como el de función oel de organismo.

Las lí­neas fundamentales que hemos trazado tan sólo han querido hacer ver las orientaciones principales de la antropologí­a, con la perspectiva culturológica americana, por una parte, y con la perspectiva naturalí­stico-funcional-socológica inglesa, por otra, estableciendo así­ los presupuestos para comprender la relación hombre-cultura, hombre-naturaleza, hombre-sociedad. Los progresos actuales de una y otra orientación (la americana y la inglesa) serán reemprendidos por autores como Turner, Geertz, Bellach, en América, y por antropólogos actuales como Evans-Pritchard, Firth, etc., en Inglaterra. Nos referiremos a ellos después bajo un punto de vista más teórico [-> infra, V).

III. Psicoanálisis
El discurso psicoanalí­tico de Freud y de los neofreudianos empalma con el de la antropologí­a socio-cultural no sólo por ese golpe de genio e imaginación de Freud que caracteriza su libro Totem y tabú (1912) -dónde se declara a los antropólogos lo que ellos no habí­an llegado a comprender, a saber: el significado del totem en relación con el origen de la cultura, de la religión y de la moral-, sino también, más genéricamente, porque la antropologí­a ha experimentado en realidad un constante apremio para reflexionar sobre el individuo y sobre las pulsiones instintivas por parte del psicoanálisis. Pero, dentro del gran desarrollo del psicoanálisis, aquí­ solamente quiero señalar, a nivel todaví­a institucional, dos temas relativos a la antropologí­a en su conjunto, a saber: la comprensión freudiana de cultura y el concepto de personalidad básica profundizado por el neofreudiano Kardiner.

1. LA COMPRENSIí“N FREUDIANA DE «CULTURA». Por lo que respecta al concepto, de cultura en Freud, está contenido en la tesis de carácter genético según la cual «los comienzos de la religión, de la moral, de la sociedad y del arte se encuentran en el complejo de Edipo». Y así­ como el complejo de Edipo nace con miras a la represión de los impulsos instintivos del niño, así­ la cultura, que se basarí­a en un parricidio originario -imagen alargada e histórica del complejo de Edipo-, estarí­a integrada por un conjunto de normas represivas de los instintos. En última instancia, la cultura equivale a represión con todos ‘los mecanismos posibles de conversión de la energí­a instintiva: proyección, traslación, remoción, compensación, sublimación.

Si es verdad que la postura de Freud sobre el concepto de cultura es rí­gida y totalmente negativa, no lo es de igual manera para algunos neofreudianos como Erikson y Fromm, capaces de acoger también los aspectos positivos y creativos de la cultura, basándose en un ensanche del proceso de sublimación y sobre todo viendo como interactiva la relación individuo-sociedad.

2. EL CONCEPTO DE «PERSONALIDAD BíSICA» EN KARDINER. Precisamente en una nueva relación entre momento individual y momento social de la cultura es donde se inscribe el concepto de personalidad básica de Kardiner, capaz de cierto modo de llenar un. vací­o de Freud, quien jamás habí­a considerado dinámica y operativamente tal relación. Entendiendo por personalidad básica esa nueva realidad de la persona que nace como conjunto de acciones de adaptación al ambiente socio-cultural, así­ como de modelamiento operativo del ambiente con miras a la defensa de la ansiedad provocada por la sociedad, no sólo se llega a modificar la rigidez de la postura freudiana, sino que se comienza asimismo a profundizar más sistemáticamente y en concreto la relación entre psicologí­a e indagación socio-antropológica. Una prueba, por ejemplo, de esta nueva interacción que debe alentar la investigación antropológica es el concepto de institución, definida por Kardiner como «un determinado modo de pensar y de comportarse que puede comunicarse, que goza de aprobación general y cuya infracción o desví­o crea una perturbación en el individuo y en el grupo».

Sin embargo, y más allá de estas dos ideas aquí­ expresadas (a saber: el concepto de cultura de Freud -que, en expresión de Kroeber, es reducible «al antiguo recurso de las hipótesis en pirámide, al que se acudirí­a con menos frecuencia si las teorí­as hubieran de pagarse como las acciones bursátiles» [A. L. Kroeber, La natura della cultura, o.c., 565]- y la concepción de la personalidad básica, que unifica lo individual y lo social), el psicoanálisis tiene vinculaciones subterráneas más profundas con la antropologí­a sociocultural en la medida en que ha convertido en tema lo simbólico, lo oní­rico y lo mitológico. Dejando pendiente por el momento la interpretación irracional e inconsciente atribuida a la dimensión simbólica, es importante subrayar que existe un hilo continuo y antropológicamente de gran relevancia entre los mitos de las religiones, las leyendas populares, los sueños, los arquetipos junguianos, el surrealismo contemporáneo y lo imaginario, en general, en la historia de los pueblos. Dirí­ase que el psicoanálisis ha contribuido a desviar el centro de interés de la antropologí­a socio-cultural por los elementos de la cultura, entendidos en sentido material y empí­rico, hacia las grandes y, con frecuencia, inconscientes dimensiones simbólicas, como nuevo campo de indagación en el que la ciencia de las religiones -entendida como análisis de los mitos y ritos de los pueblos- tiene nuevas y decisivas sugerencias que hacer al antropólogo.

IV. La lingüí­stica y el estructuralismo
1. LA LINGÜíSTICA. Como ciencia autónoma que ha ido constituyéndose en estas últimas décadas a través de procesos cada vez más necesitados de formalización del lenguaje, la lingüí­stica está fuertemente anclada en la antropologí­a socio-cultural, no solamente porque, por ejemplo, Boas y Sapir fueron antropólogos y lingüistas a la vez, sino sobre todo porque los últimos adelantos de la lingüí­stica y en particular de la socio-lingüí­stica se han proyectado siempre sobre el fondo global de la investigación antropológica. Por otra parte, tampoco será inútil recordar que precisamente el antropólogo Boas, con su meticulosa descripción de las lenguas indo-americanas, inspiró el trabajo lingüí­stico de Sapir, quien desarrolla ya por los años veinte un cuadro de las funciones del lenguaje (cognoscitiva, emotiva, estética, volitiva, pragmática), distinguiendo adecuadamente entre forma lingüí­stica y función lingüí­stica y viendo en el fonema una especie de pattern sonoro psicológico; ello, tal vez, independientemente de De Saussure.

Mas el nudo teorético más importante que la lingüí­stica y la antropologí­a deben desatar, aunando sus esfuerzos y sus campos de investigación, es ciertamente el que atañe a la acción del lenguaje sobre los hechos sociales y, a la inversa, la acción de los factores sociales sobre los hechos lingüí­sticos. El primer planteamiento del problema se remonta a las famosas tesis de Von Humboldt, para quien toda lengua contiene en sí­ misma o en su estructura interna un análisis del mundo que le es especí­fico, de suerte que aprendiendo una lengua se llega a adquirir una particular visión del mundo, del que la lengua viene a ser su más auténtico filtro. Lingüistas hay actualmente que han reanudado la teorí­a humboldtiana, en particular Whorf, con su estudio de las lenguas indo-americanas, y Benveniste. Este último, con relación al ámbito griego, pone de relieve cómo las categorí­as lógicas y, en general, el pensamiento de los griegos se funde y se genera en las categorí­as gramaticales de la lengua griega. En cambio, el segundo planteamiento del problema está más próximo a la perspectiva durkheimiana y se ordena a descubrir las causas sociales de los hechos lingüí­sticos hasta determinar qué variables sociales provocan transformaciones lingüí­sticas.

2. EL ESTRUCTURALISMO (nos referimos aquí­ casi exclusivamente a C. Lévi-Strauss en cuanto antropólogo y lingüista) podrí­a considerarse como un caso particular de isomorfismo entre lenguaje y sociedad, por el hecho de converger enteramente ambos en una fuente más profunda: la naturaleza y el inconsciente natural. Dirí­amos que en el estructuralismo la lucha sin fronteras entre naturaleza y cultura se resuelve a favor de la primera, aunque no sin serias repercusiones sobre toda la vida del hombre y su destino. Lévi-Strauss, que se ha dedicado sobre todo al análisis de una cantidad imponente de mitos entre las primitivas poblaciones de Sudamérica, considera la cultura como un complejo sistema de comunicación, mientras que el mito no serí­a sino una forma de tal comunicación. Se trata justamente de cómo en el estudio de la cultura se puede aplicar el método formal consistente únicamente en comparar y diferenciar situaciones, lo cual vale también para el mito. Para descubrir lo que un mito está comunicando, se deben dividir los elementos en grupos contrarios con sus soluciones, contenidas en la fórmula situación, complicación, resolución, adición o golpe de escena, en la que el último término da lugar a una nueva situación, susceptible también ésta de complicación y, si necesario fuere, de resolución, seguida de una nueva adición. Dividiendo, catalogando y reduciendo así­ las situaciones a unidades más simples, se lograrí­a la estructura de todos los mitos como igualmente se explicarí­a por qué se repiten los mitos. Para evidenciar tal estructura escribe Lévi-Strauss: «La función de la repetición es hacer evidente la estructura del mito…; un mito muestra una estructura de hojas que llega hasta ‘la superficie… a través del proceso de repetición. Sin embargo, las hojas no son idénticas. Y por ser objetivo del mito el proporcionar un modelo lógico capaz de superar una contradicción (imposible de conseguir si, cuando tiene lugar, es real la contradicción), se creará un número teóricamente infinito de hojas ligeramente diferentes unas de otras. Así­ es como el mito crece en espiral hasta que el impulso intelectual que lo ha creado llegue a agotarse» (Antropologia strutturale, Milán 1966, c. XI: «Lo studio strutturale del mito»).

Podemos, dentro de este contexto, destacar sólo un hecho, a saber: que el estructuralismo de Lévi-Strauss recae al menos parcialmente en la contradicción metodológica denunciada al principio de este estudio [-> supra, I], donde hací­amos observar cómo una perspectiva parcial, limitada y especializada no parece que pueda arrogarse la pretensión de proporcionarnos una lectura global y totalizante de su objeto de estudio. El estructuralismo, exasperación metodológicamente significativa del ámbito formal de estudio de los sí­mbolos de comunicación del hombre, resulta, pues, desmedido al pretender convertirse en método exhaustivo de comprensión y reducción de la realidad del hombre, fijándole prematuramente su fin, en cuanto que le quita su esencia, su sentido y lo mira como se mira «á la limite de la mer un visage de sable» (Foucault), es decir, como realidad natural que se disuelve en lo natural mismo.

V. Visión global de la antropologí­a a partir de lo «simbólico»
No creo absolutamente injustificado el problema que se plantea R. Firth al preguntarse si la antropologí­a social moderna no se está alejando de la realidad empí­rica. El hecho es que hoy nos interesamos cada vez más por «estructura profunda y no por contenidos, por modelos y no por comportamientos, por sí­mbolos y no por costumbres». Incluso, según el autor, una de las causas de esta nueva orientación se debe a «iin reto al positivismo, que, por una postura crí­tica relativamente neutra o por otro especí­fico interés, coloca en primer plano la autonomí­a y hasta la prioridad de lo no-empí­rico. En todo este horizonte -según Firthel lenguaje del simbolismo y la investigación en torno a la naturaleza del simbolismo han adquirido una categorí­a de primer orden» (I simboli e le mode, Bari 1977, 149).

Las observaciones de Firth no dejan de ser importantes; pero serí­a necesario analizar con más profundidad las causas que han llevado a varias corrientes antropológicas a cerrarse en embudo dentro de la dimensión simbólica, así­ como a determinar qué se entiende en antropologí­a cuando se habla de dimensión simbólica. Y, en efecto, si a la formación de la dimensión simbólica como ámbito privilegiado de la investigación antropológica han cooperado autores como Durkheim, Freud, Malinowski y Sapir, ello ha tenido lugar sobre bases profundamente distintas, cuya unificación se ha realizado mediante una reducción y elisión recí­proca de contenidos, hasta el punto de que la convergencia aparece más como un hecho formal que como una perspectiva fecunda. Esto se comprenderá inmediatamente si se observa que Durkheim sólo se interesó por el sí­mbolo para demostrar que «la vida social en todos sus aspectos y en todos sus momentos de la historia es posible merced a un extenso simbolismo» y con este fin trató de relacionar estrechamente el sí­mbolo -visto fundamentalmente en el emblema totémico australiano-con el sentimiento religioso y con la sociedad; que Freud, por su parte, se sirve del sí­mbolo para iluminar los factores inconscientes e instintivos que intervienen en los procesos mentales; que Malinowski, aunque más interesado por los problemas de las formas simbólicas y de sustransformaciones, ve lo simbólico como aquello que permite transformar la pulsión fisiológica en valor cultural, mediante el cual es posible la satisfacción indirecta y referida de una necesidad; que, finalmente, Sapir estudió la importancia del problema del referente, del significado con respecto al sí­mbolo, basándose en una lógica inconsciente o intuitiva de los sistemas fonéticos y dejando entrever de forma nueva la amplitud de la problemática que gravita en torno a lo simbólico.

Así­ es como la diversificación de las perspectivas llevó al oscurecimiento de la comprensión simbólica y a una visión genérica, cuyo único elemento fundamental permanente parece haber sido el de la relación existente entre cultura y sistema de sí­mbolos. En este contexto, C. Lévi-Strauss afirmaba lógicamente que «toda cultura puede considerarse corrió un conjunto de sistemas simbólicos en el que ocupan un primer plano el lenguaje, las normas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia y la religión», mientras Firth, casi dentro de la misma perspectiva, habla del sí­mbolo como de una «manera de habérselas con la realidad en función de comodidad y de simplificación, así­ como de dar espacio al desarrollo de la imaginación y de facilitar la interacción y la cooperación social» (o.c., 77).

Se ha de reconocer, sin embargo, que esta definición global de lo’ simbólico como realidad inmanente a la cultura ha logrado al menos mantener una especificación con respecto a lo social -y por, tanto fundamentalmente en la lí­nea durkheimiana-, por lo que, «dentro de la antropologí­a social, el interés teórico central en el estudio de los sí­mbolos sigue siendo el análisis de su papel en las relaciones de poder»(Cohen). En este sentido, Nadel, en particular, ha estudiado los sí­mbolos como instrumentos «diacrí­ticos» dentro de la cultura para establecer la postura diferencial de cada uno de ellos en el grupo y los respectivos papeles sociales que caracterizan a un grupo’ respecto a otro» (cf S. N. Nadel, Lineamenti di antropologí­a sociale, Bari 1974). Sin embargo, además de esta constante y peculiar tendencia de la antropologí­a contemporánea, leí­da sobre el espejo de lo simbólico, a insistir en el carácter social de los sí­mbolos, siguen manteniéndose las divergencias fundamentales acerca de la interpretación y el valor del sí­mbolo en cuanto tal. A la corriente’ naturalista (E. O. Wilson, Leroi-Gouran, etc.), para la que el sí­mbolo, como el signo, no es más que un duplicado verbal de un hecho o de una situación, se contrapone la corriente simbolista (con Jung, Eliade, Durand, Ricoeur, entre otros), que, partiendo también y de un modo especial del extenso horizonte de los mitos y los sí­mbolos religiosos, sostiene que los sí­mbolos son en sí­ mismos portadores de valores últimos que dan sentido a toda la realidad humana. En un estadio intermedio pueden, a su vez, situarse otras dos orientaciones contemporáneas y fundamentales, a saber: el estructuralismo y el funcionalismo. Del primero (con autores como Lévi-Strauss, de quien ya hemos hablado, y Leach y, en un campo más filosófico, Lacan, Foucault, Derrida, etc.) podemos afirmar que se acerca a la corriente naturalista al contemplar el sí­mbolo desde la categorí­a de la diferencia, la cual es sin duda portadora de sentido, pero sólo de un sentido relativo a otro. «El sentido -escribe Lévi-Strauss- no es nunca un fenómeno originario: es siempre reductible. Con otras palabras, frente a todo sentido hay un no sentido» (Réponses á quelques questions, en Esprit 1963, 322). Por su parte, el funcionalismo, en el que hoy se concentra la mayor parte de los estudios antropológicos y que comprende nombres como Turner, Geertz, Douglas, Firth, Shils, a los que se unen sociólogos como Bellah, Berger, Luckmann y Luhmann, puede ser considerado simbolista a medias. Ateniéndose a la lección de Durkheim, reconoce que el movimiento de trascendencia inscrito en lo social encuentra su dinámica en lo simbólico, sin lo cual la sociedad no llegarí­a a crearse ideales ni conjuntos orgánicos de sentido; sin embargo, aun reconociendo esta función altamente significativa del sí­mbolo, el funcionalismo continúa fundamentalmente siendo escéptico sobre la capacidad simbólica en cuanto tal y como portadora de valores absolutos.

Pero el funcionalismo antropológico aparece grandemente diferenciado, por lo que serí­a pecar de reduccionismo el identificarlo solamente con esta apertura-clausura frente al sí­mbolo. Y como, por otra parte, el funcionalismo nos parece la corriente que hoy mejor representa a la antropologí­a e incluso al movimiento ideológico que en nombre de sus mismas categorí­as de pensamiento parece más dispuesto a estudiar el ritual como una acción simbólica de suma importancia en el seno de la sociedad, queremos fijar la atención en esta última orientación, tratando finalmente de llegar a consideraciones más ajustadas acerca del ritual y la liturgia en el contexto antropológico contemporáneo.

VI. Antropologí­a y ritual
Que, fijando sA objetivo en lo simbólico como campo privilegiado de investigación, se ponga la antropologí­a contemporánea a examinar particularmente el ritual como «sistema de pensamiento y acción» (Beattie), es un hecho comproba-‘ ble a través de los múltiples estudios sobre los rituales más dispares presentados por la antropologí­a socio-cultural y es, sobre todo, algo muy en consonancia con la importancia social que han dado a los ritos Durkheim y Radcliffe-Brown. Este último autor, más en particular, afirma que, «para intentar comprender una religión, hemos de concentrar primero nuestra atención en los ritos más que en las creencias» y que «los ritos tienen una función social especí­fica siempre y cuando tengan para su efecto que regular, mantener y transmitir de una generación a otra los sentimientos de los que depende la constitución de la sociedad» (Estructura y función en la sociedad primitiva, Barcelona 1974, 167 y 177). Tal atención a los ritos encierra ya una dimensión simbólica, si bien, en palabras de Geertz, ésta paralizó durante muchos años la investigación antropológica y aparece hoy contrabalanceada por una simbologí­a más profunda, operante ya en la definición misma del ritual dada, por ejemplo, por V. Turner cuando escribe: «Con la palabra ritual quiero significar un comportamiento formal y determinado en circunstancias no consignadas a la routine tecnológica y que dice relación a creencias en realidades y poderes mí­sticos». Y después de esta definición, añade el autor que el sí­mbolo es la unidad más pequeña del ritual, que contiene, no obstante, las propiedades especí­ficas del ritual mismo (La selva de los sí­mbolos, Madrid 1980, 21). También la definición de J. Cazeneuve, revalorizada en la medida en que se acepta estudiar en profundidad los sí­mbolos y los ritos, aparece más abierta a lo simbólico. Para este autor el rito «es un acto que se repite y cuya eficacia es, al menos en parte, de carácter extraempí­rico» (Les rites et la condition humaine, Parí­s 1958, 4).

La lucha incesantemente abierta entre dimensión funcional y social y dimensión intencional-simbólica pudiera tal vez suavizarse mediante la recí­peoca complementariedad intuida por M. Spiro cuando escribe que el funcionalismo sin simbolismo es ciego y que el simbolismo sin funcionalismo es cojo (Symbolism and Functionalism in the Anthropological Study of Religion, en L. Honko, Science of Religion. Studies in Methodology, La . Haya-Parí­s-New York 1979, 323, 329).

Ante las dificultades de acercamiento a las perspectivas de la antropologí­a socio-cultural en torno al estudio del ritual, y frente a la imposibilidad de un análisis comparativo, por breve que hubiera de ser, entre los diversos autores, queremos simplemente entresacar algunos temas más importantes y hasta esenciales, reduciéndolos a esquema dentro de una particular clase de ritos, según las clasificaciones acostumbradas en antropologí­a.

Existe, sin embargo, un problema preliminar que no podemos eludir: el problema de cómo debe caracterizarse el rito. Un comportamiento repetido y formalizado, del que tan frecuentemente se habla en etologí­a, ¿es ya en sí­ un rito? Las ceremonias en concreto, entendidas como un comportamiento controlado del cuerpo en un determinado contexto social (Douglas), ¿constituyen un ámbito de ritualidad? Hemos dicho que la mayor parte de los antropólogos tiende a especificar el rito por las connotacionesmás comprometedoras, hablando de rito allí­ donde se da un comportamiento relevante, de «elevado contenido simbólico y tradicional», en el que estén presentes «elementos mí­sticos» (Gluckman).

Al ser ésta la comprensión del ritual más consolidada en antropologí­a, consiguientemente también la clasificación de los diversos ritos tiene su estatuto, según el siguiente esquema hoy ya en boga: ritos de tránsito (Les rites de passage, de Van Gennep, 1909), reexaminados hoy en su estructura particularmente por Turner; ritos cí­clicos o estacionales, ligados al ritmo del tiempo, de las estaciones, del año; y ritos de crisis, que se realizan en circunstancias especiales en orden a conjurar un peligro o para afrontar cualquier situación anómala y de difí­cil control.

1. LOS RITOS DE CRISIS. Para poder ir captando progresivamenten el valor de los ritos, dentro de esta clasificación, tal vez es más sencillo partir de los ritos de crisis, que vamos a analizar en relación con el tema dominante de la eficacia instrumental, tema que aparece más inmediatamente correlacionado con la función de esta clase de ritos y que está fundamentalmente reconocido por la mayorí­a de los antropólogos a partir de Malinowski. Dentro de la sociedad pueden darse siempre situaciones incontrolables ante las cuales el hombre aparece del todo incompetente. Por ejemplo, el drama de una enfermedad, de un incendio que se propaga por la población, de una sequí­a pertinaz, nos sitúan ante crisis individuales y sociales que los ritos tratan de resolver o de aliviar, señalando la causa del fenómeno, revelando la culpabilidad de la persona o buscando de la forma que sea una contraacción. Basándose en su eficacia instrumental, más directa que la de otros, se han contemplado estos ritos con frecuencia sobre un fondo mágico en la historia de la antropologí­a; pero ya Malinowski habí­a reconocido que no es posible distinguir adecuadamente cuándo se trata de magia, de religión o de medios técnicos, aun dentro de un. estadio todaví­a rudimentario. Es famoso el ejemplo del mismo Malinowski relativo a la pesca en las islas Trobriand. La diferencia entre la pesca en un lago, para la que puede el hombre contar plenamente con sus conocimientos y su destreza, y la pesca en mar abierto, llena de peligros e incertidumbres, constituye una diferencia radical de actitudes en cada una de esas situaciones particulares. Solamente en el segundo caso o cuando hay peligro, cuando existen riesgos e incertidumbres en cuanto al resultado, recurren los habitantes de aquellas islas al ritual. La eficacia instrumental en este caso es evidente, si bien tal comportamiento ritual de carácter extraempí­rico no puede definirse simplemente como mágico.

Pero los ritos de crisis tendrí­an además una eficacia instrumental secundaria -si así­ se puede hablar-, puesta también ahora de relieve por Malinowski- con su afirmación de que los ritos «reducen la ansiedad» . No parece, sin embargo, que la mayorí­a de los antropólogos comulgue con dicha tesis. Nadel define tal tesis como basada en una «teologí­a del optimismo», mientras Geertz afirma que, en su transcurso, «la religión probablemente ha conseguido turbar y angustiar más a los hombres que comunicarles o infundirles confianza». Más importante, en cambio, serí­a contemplar desde otro punto de vista qué implica el hecho de que los ritos permitan cualquier comportamiento activo incluso allí­ donde no es posible un control técnico completo de la situación. En tal caso, e independientemente del hecho de que los ritos no inmunizan contra el miedo, la angustia o el dolor, sí­ podrí­an considerarse como una reacción contra el horror vacui del agente. En este contexto, sin embargo, estarí­amos abocados a otra perspectiva: no a la de su eficacia instrumental, sino a la de búsqueda de sentido, y, por tanto, nos orientarí­amos hacia un contexto más simbólico. Volveremos sobre el tema al referirnos a otros rituales.

Es preciso que destaquemos un aspecto positivo que parece descubrirse en los ritos de crisis: se trata de la actitud simpatética en los enfrentamientos con la naturaleza. El hombre primitivo -sin pretender repetir la parte más espuria del discurso de L. Lévi-Bruhl- vive en una «categorí­a afectiva» en los enfrentamientos con la naturaleza, por la que, al modo oriental, se siente más unido al cosmos, viviendo en una dimensión cultural participacionista, que, prescindiendo de todo juicio de valor, hoy más que nunca garantizado por una cierta moda ecológico-religiosa, parece ser más integral que la visión del hombre tecnológico. Es importante observar cómo la fe en la eficacia instrumental del rito comporta además un positivo respeto hacia las fuentes originarias de la naturaleza y una contraindicación de no poco valor frente a la actual reducción de la naturaleza a un conglomerado de objetos que hubieran de ponerse cada vez más bajo control riguroso.

2. Los RITOS DE TRíNSITO. Constituyen, tal vez, el campo por el que más se han interesado los antropólogos sociales desde hace algo más de medio siglo, después de la aparición de Les rites de passage, de Van Gennep, en 1909. Se trata de ritos relacionados con el nacimiento, la iniciación, el matrimonio y la muerte y que se presentan como una gran hermenéutica de la existencia fragmentada en sus momentos principales. Pueden añadirse a estas etapas fundamentales otras etapas de tránsito o paso de estado, de cambio en el papel social, de nuevas adaptaciones a un tipo de vida: por ejemplo, el primer dí­a de escuela, el primer amor, una separación, etc.

El carácter individual de estos ritos, por el hecho de afectar a la vida personal en sus perí­odos o estadios, demuestra ser para la investigación antropológica más aparente que real. En realidad, ya la misma toma de conciencia, por parte del individuo, de su nuevó ser es una obligación social: es imposible separar, sobre todo entre los pueblos primitivos, una maduración personal y un particular status social con particulares deberes y derechos. Con autores como Richards, Wilson, Firth y muy en especial Turner, podemos hablar de ritos de tránsito de una dominante basada en la eficacia social y simbólica, teniendo cabalmente presente que el gran esquemá de interpretación simbólica de la existencia se encuentra fundamentalmente relacionado con el orden social. Sin embargo, no son tanto las afirmaciones que, desde Durkheim en adelante, van repitiendo distintos antropólogos -según las cuales los ritos de tránsito ‘simbolizan los valores y las creencias del grupo, expresan, refuerzan y promueven las normas tribales reafirmando la cohesión social- las que nos obligan a sostener esta fuerte dimensión socio-simbólica, cuánto las nuevas investigaciones de Turnersobre el proceso ritual, por las que se demuestra al mismo tiempo la dependencia de los ritos de tránsito respecto a la estructura social, así­ como su capacidad de dar lugar a una simbólica que trasciende lo social y desemboca en otra dimensión. Según Turner, que sólo en proporción limitadí­sima repite temáticas de Van Gennep, el paradigma procesual ritual tiene tres fases: desestructuración, por la que se pasa de una situación estructural a otra liminal, en cuanto que se sitúa fuera de la zona de rigurosa estructura; la fase de liminalidad, que ejerce una cierta pureza simbólica: saliendo de la estructura formal, el individuo adquiere un carácter universalista y entra en una communitas que se constituye mediante la forma de las relaciones yo-tú-nosotros. La tercera fase se debe a la reestructuración y se basa en la recuperación de modelos especí­fica-mente estructurales.

Ahora bien, si se nos permite una simple observación, que creemos está en lí­nea con la intención última de Turner, mediante el proceso de liminalidad no parece sino que la eficacia social de los ritos de tránsito quedarí­a superada por la eficacia simbólica del rito mismo. El peso de la argumentación recae por entero sobre el concepto de umbral y sobre el estadio de liminalidad o marginalidad -ejemplificados por estadios de humildad, despojo, obediencia total, de suspensión de todos los derechos y deberes, de separación y abandono, etc.-, en los que la comunidad, al celebrar el rito, «descubre que la estructura social es todo un montaje, una mentira, noble o indigna, una construcción social artificiosa de la realidad. La verdadera realidad es la antiestructura. Es necesario volver la mirada al simbolismo de nuestros signos: el no pronunciadoen el umbral de tránsito se revela como afirmación religiosa» (Turner). Creo que una inserción como ésta de lo simbólico más originario en la dimensión social reconocida en los ritos de tránsito es una concesión importante por parte de la antropologí­a y un no menos serio intento por comprender la experiencia religiosa aun dentro de la estructura socio-cultural en la que se sitúa el rito mismo.

Pero la eficacia simbólica de los ritos de tránsito debiera contemplarse también -según indicaciones de los antropólogos- desde la relación constante e inversa que tiene lugar entre vida y muerte y muerte y vida. En este sentido, las tres fases susodichas del rito de tránsito se verí­an como una muerte simbólica, un perí­odo de exclusión ritual y, finalmente, un renacimiento. Esta simbolicidad la ha puesto bien en evidencia Van der Leeuw en clave religiosa, mientras los antropólogos, también en el caso presente, tratan de debilitar la simbolicidad religiosa, que aparece aquí­ en conexión con el problema de la salvación, mediante el recurso a una función particular que desempeñarí­an estos ritos de tránsito: la de orientar hacia el lado serio de la vida. E. Shils escribe, en este sentido: «Mientras el organismo biológico del hombre continúe sometido a las distintas fases de crecimiento que hoy lo contradistinguen, habrá también tránsitos de una etapa a otra y cada etapa sucesiva reclamará siempre una forma de celebración como contraseñal de su serie-dad… Habrá siempre aquí­ necesidad del ritual, ya que nunca serí­a menor la necesidad de establecer un contacto con el estrato serio de la existencia humana» («Riti e crisi», en La religione qggi, bajo la dirección de D. R. Cutler, Milán 1972). Este «lado serio de la vida» se aproxima no poco a la «perspectiva total» (Turner) y a «aquello que nos atañe incondicionalmente» (Tillich); si bien es difí­cil determinar hasta qué punto están de acuerdo los antropólogos con la perspectiva religiosa y la normativa del teólogo, a quien indirectamente aluden.

3. Los RITOS CíCLICOS. Finalmente, se habrán de tener en cuenta los ritos cí­clicos, que desempeñan una función importante en todas las religiones, sean éstas primitivas o históricas. Se trata de los ritos que señalan puntos importantes, de comienzo o fin de las estaciones, que regulan el tiempo social, que determinan los tiempos de la fiesta, etc. Son particularmente importantes en las religiones los ritos del año nuevo. Son famosos los doce dí­as babilónicos durante los cuales era repuesto en el trono el dios Marduck, así­ como los Saturnalia romanos. Como el dí­a con sus veinticuatro horas es la unidad básica del ciclo fisiológico, con el que frecuentemente va asociado un rito doméstico, de igual manera se dan tiempos más largos que vienen medidos por la fiesta, por el rito, por la celebración comunitaria. El intervalo entre dos fiestas sucesivas de la misma í­ndole forma un perí­odo, generalmente con su denominación propia; por ejemplo, semana, año. «Sin estas fiestas -escribe E. Leach- no existirí­an tales perí­odos y hasta desaparecerí­a de la vida social toda forma de orden. Hablamos de medir el tiempo como si el tiempo fuese una cosa concreta colocada ahí­ para ser medida; pero, creando los intervalos en la vida social, en realidad estamos creando el tiempo» (Nuove vie dell’antropologia, Milán 1973, 210).

Una vez más, no obstante esta costumbre sociológica, descubierta también en los ritos cí­clicos de lamisma manera que en los demás rituales, creo que tales ritos pueden incluirse dentro de un tipo particular de eficacia simbólica en la medida en que, tal vez más que los mismos ritos de tránsito, hablan en nombre de una búsqueda de orden, de una búsqueda de sentido: tienden a convertirse en ordenadores de la experiencia. En este orden de ideas se mueven, por ejemplo, Douglas, concretamente, ve el ritual desde muy distintas perspectivas. Douglas concretamente ve el ritual como la posibilidad de los hombres desintegrados (el caso de los irlandeses que viven en Inglaterra) de recuperar su identidad de valores e ideales. Se trata aquí­, en el fondo, todaví­a, de una integración de carácter social, que se da, sin embargo, la mano con la recuperación de una experiencia global y consolidante. Más especí­fica es en este contexto la aportación de Eliade, quien descubre en la repetición de los ritos cí­clicos, estacionales, etc., la voluntad de trascender la fragmentariedad de la historia y del tiempo mediante una reinserción en el tiempo originario, donde se da una consolidación ontológica total. El rito repite el mito de los orí­genes, salvando así­ el tiempo y el sentido del tiempo, que de otra suerte quedarí­a a merced de un proceso de desintegración frente al cual ni el hombre ni la comunidad podrí­an resistir. Aunque en un contexto menos religioso e intencional que el de Eliade, también Geertz habla en nombre de un deseo de orden y sentido, intrí­nsecos a los ritos cí­clicos, subrayando cómo se busca en ellos una comprensión global y reconfortante de la realidad. «En el rito… se funden los dos mundos: el vivido y el imaginado, ya que resultan ser un mundo único, con lo que se crea así­ una transformación peculiar del sentido…» («La religione como sistema culturale», en La religione oggi, 44). Es igualmente importante observar cómo a este sentido global, a este monismo de sentido va también ligado, por necesidad, un nuevo estí­mulo para el compromiso, para el engagement religioso. Geertz escribe una vez más: «Con el salto ritual en el retí­culo del significado establecido por las concepciones religiosas y, a ritual concluido, con el retorno al mundo del sentido común, el hombre se transforma… Y en la medida en que se transforma, transmuta al mismo tiempo el mundo de lo ordinario o cotidiano, del sentido común, ya que en adelante será considerado como forma parcial de una realidad más amplia que lo modifica y a la vez lo completa» (ib, 57).

Resumiendo, yo dirí­a que las connotaciones internas y externas acerca de los ritos cí­clicos particularmente iluminadas por los antropólogos son éstas: la repetición, la aspiración a trascender el tiempo, la necesidad de sentirse insertos en una vivencia cósmica positiva, la necesidad de encontrar un principio ordenador de toda la experiencia (individual, social, cósmica), a las que seguirí­a como corolario un comportamiento adecuado y comprometido.

VII. Antropologí­a y liturgia
Después de haber recorrido fatigosamente las distintas concepciones concernientes a la relación hombre-naturaleza, hombre-cultura, hombre-sociedad y de haber contemplado en las diversas orientaciones la dificultad de separar los problemas que se plantean en torno al hombre, la apertura contemporánea a lo simbólico nos ha llevado a hacer converger todos los temas enel comportamiento simbólico y, por tanto, en el ritual, no ciertamente como punto de solución de tales problemas, sino como polo condensador de las distintas dimensiones y problemáticas abiertas.

El problema que ahora, casi tocando la meta, se nos plantea es también de difí­cil solución. Se trata de cómo realizar el paso desde el ritual hasta la comprensión especí­fica de la liturgia cristiana, en su caracterí­stica de acción de Dios y de la iglesia. ¿Qué implica esta sustitución del ritual por la liturgia? ¿Significa que ahora es necesario, partiendo de la perspectiva teológica, comprender de nuevo la antropologí­a socio-cultural? Creo que, habiendo seguido hasta aquí­ las instancias y los ecos de la antropologí­a, lo importante será continuar en este terreno y, limitándose a contemplar la liturgia como el ritual cristiano, buscar la manera de centrar toda la atención en el hombre y en la comunidad que celebran la liturgia para crear estí­mulos, dar sugerencias y ayudar a la liturgia a comprenderse desde abajo. Dentro de esta lí­nea metodológica, sin embargo, señalaré dos limitaciones recí­procas que habrán de aplicarse, de modo que se respeten los dos campos distintos de indagación: por una parte, y desde la teologí­a, se deberá aceptar el ver la liturgia como el «ritual de la iglesia cristiana», sin más especificaciones; en ella, efectivamente, pueden encontrarse los clásicos ritos de tránsito, de crisis y del tiempo cí­clico; la antropologí­a, a su vez, deberá estar dispuesta a poner entre paréntesis el presupuesto empí­rico (Firth) y a no considerar los ritos ni sus significados previamente incluidos ya todos ellos en el mismo orden de, experiencia, es decir, inscritos exhaustivamente en la dimensión socio-cultural.

Puestas estas premisas, lo importante será observar ante todo que la celebración litúrgica -si valen para ella las observaciones hechas acerca del ritual- no es nunca un hecho teológicamente puro, por lo que, partiendo del hombre que celebra la liturgia, deberán tenerse en cuenta los elementos biológico-ecológicos, las necesidades individuales y sociales, las situaciones históricas, los contextos culturales omnicomprensivos e ideológicos que más o menos veladamente se encontrarán en la liturgia misma o que, aun admitiendo la pureza del dato litúrgico, proyectará instintivamente el hombre mismo sobre la liturgia, encontrando en ella lo que en ella trata de buscar.

Mas con esta proposición se nos está urgiendo a dar cabida en toda su fuerza a esas temáticas de la antropologí­a socio-cultural que hemos expuesto brevemente y sobre las que no es posible volver con detalle en orden a la liturgia cristiana, por lo que iré en busca de una tesis sumaria de todo el campo antropológico, para hacer después alguna breve observación sobre los diversos ritos que encontramos también en la liturgia cristiana.

1. UNA TESIS SUMARIA. La tesis que creo un deber valorar es que en la liturgia cristiana lo que el creyente y la comunidad buscan ante todo es la propia identidad, siguiendo un mecanismo de necesidad-respuesta, lí­mite-superación del lí­mite, desconfianza en lo real cotidiano-victoria o recuperación de lo imaginado, búsqueda de sentido-donación de sentido. Lo cual no significa dar razón a la tesis funcionalista y social, como no significa tampoco que para el cristiano, en la celebración litúrgica, el misterio de Cristo y de la iglesia revista una expresión totalmente secundaria y subordinada. Significa solamente reconocer que el hombre no puede olvidarse de sí­ mismo ni de su ámbito vital ni siquiera cuando se propone hablar con Dios participando en el culto de la iglesia. Significa que la dimensión simbólica, trascendente, intencional del rito cristiano pasa por la dimensión funcional y social de la celebración del rito.

Hecha esta advertencia general y teniendo en cuenta que la antropologí­a tiende a valorarse más por las estructuras profundas y estables del hombre y menos por los cambiantes datos de la sociologí­a del momento, quiero, desde el punto de vista de la liturgia cristiana, insistir en algunos temas concernientes a los ritos en la triple clasificación establecida por las investigaciones antropológicas.

2. Los RITOS DE CRISIS. Tendrí­amos ante todo los ritos de crisis del orden natural, hoy claramente en declive en la praxis del mundo occidental cristiano, como consecuencia de los progresos cientí­ficos y técnicos. Pueden, sin embargo, conservar todaví­a sus huellas en relación, por ejemplo, con una enfermedad incurable, como consecuencia de una catástrofe, ante lo inminente de un peligro grave, frente a una amenaza de guerra; pero pueden también existir tales huellas en casos que dan lugar a ritos de crisis en contextos menos dramáticos; por ejemplo, la incertidumbre por el éxito de un examen, de un concurso, el temor a que la cosecha no sea buena, etc. Los ritos que acompañan a tales situaciones no dejan, sin embargo, de ser sumamente variados, y pueden ir desde el encendido de una lamparilla ante la imagen de la Virgen o de un santo, la peregrinación a Lourdes o a cualquier otro lugar sagrado, hasta la celebración de la eucaristí­a con el fin de obtener una gracia importante e improrrogable.

La -> secularización de los años precedentes habí­a condenado tales prácticas religiosas y tales ritos, no viendo en ellos más que magia, superstición y, en general, una instrumentalización de lo -> sagrado. Sociólogos y hasta teólogos se aliaron para combatir estas formas rituales, mientras los antropólogos mantuvieron una actitud más cauta, en realidad no por motivos rigurosamente religiosos, sino por motivos funcionales y simbólicos. Dejando aparte la tesis malinowskiana, según la cual tales ritos serí­an solamente fruto del temor, realmente se ve que el resultado y la eficacia instrumental a la que tienden está rodeada por un conjunto de sentimientos que ayudan, por una parte, a esperar y a actuar esperando, mientras consolidan, por otra parte, positivamente el credo cristiano. Ya Radcliffe-Brown hablaba del «sentido de dependencia» presente en estos ritos; cristianamente se hablará del sentimiento de creaturidad del hombre y de la paternidad de Dios. El casi imperceptible pero muy hondo contraste que casualmente distingue a los antropólogos de los teólogos está en que a los primeros no les importa que se dé ahí­ más o menos una instrumentalización de la fe, sino que el’ hombre y la sociedad tengan un cuadro de referencia confortadora, lo cual aparece inmediatamente como más útil. Mas -nos preguntamos- el teólogo y el pastor de almas que se obstinan en defender la pureza de la fe -si tomamos conciencia del principio anteriormente expuesto de que el creyente y la comunidad buscan ante todo su identidad-, ¿no corren el peligro de arrojar con el agua también fuera al niño?
Ciertamente, las situaciones están muy diversificadas en razón incluso de la mayor o menor importancia que, en los distintos estamentos sociales o en las distintas sociedades, se les otorga a la ciencia y a la técnica, las verdaderas competidoras frente a estos rituales, basados también, en el fondo, en una relación simpatética entre la naturaleza y el hombre, según lo ya anteriormente anotado. Pero, en nuestra sociedad, ¿no corre, a su vez, la misma ciencia el peligro de llegar a convertirse en el nuevo ritual al cual se nos confí­a, creando formas absurdas de relación hombre-naturaleza, microcosmos-macrocosmos? Es muy deseable que nos arriesguemos a encontrar un mayor equilibrio y que la ciencia, con su capacidad de disponer de la naturaleza, no se sitúe simplemente en antagonismo con las más profundas exigencias de armoní­a y solidaridad que el hombre busca desde siempre dentro de su mundo. También para la liturgia cristiana debe existir aquí­ un capí­tulo nuevo sobre tal perspectiva.

3. Los RITOS DE TRíNSITO. Tal vez son los que presentan una configuración más exacta y una fisonomí­a más ní­tida, aun dentro del cristianismo. También dentro de la religión cristiana la vida está sujeta a un ritmo marcado por algunas etapas particularmente importantes: el bautismo, la primera comunión, la confirmación, el matrimonio, el funeral. ¿Qué significado atribuir hoy en dí­a, desde el punto de vista antropológico, a tales ritos cristianos? La función estructurante de carácter cultural y social de estos ritos cristianos es más que evidente y está sobre todo confirmada por esos mismos cristianos que apenas creen en el ritual y en la liturgia de la iglesia y, sin embargo, encomian tales ritos e incluso participan en ellos en unión con sus familiares, amigos o conocidos. Es, naturalmente, el marco externo el que mayormente les atrae y les agrada, mientras pasan a un segundo orden el contenido de la liturgia, los sentidos religiosos y cristianos expresados en las palabras, en los gestos y en las exhortaciones. Pero podrí­a ser suficiente tal relevancia sociológica para poner en claro que también en nuestra cultura, como en las sociedades primitivas, el problema de la pertenencia social está todaví­a muy vivo y arraigado y forma parte de la comprensión e interpretación de la existencia misma. El cristiano medio se dirí­a que está más solicitado -por ejemplo, en el rito del matrimonio- por la nueva situación social dentro de la cual se mueve y ofrece un indefinido sentimiento de la «seriedad de la vida» (Shils), que por el sacramento en sí­ mismo y por sus significados estrictamente teológicos.

Todo ello viene a confirmarnos cómo también en el cristianismo es menester partir de modalidades globales del sentir religioso para llegar después a la especificación cristiana. En esta perspectiva el antropólogo puede aparecer y es en definitiva un conservador, al considerar tantas modificaciones sociológicas o expresiones nuevas de la sociedad contemporánea como otras tantas variantes de un mismo tema. Lo que el antropólogo mantiene como prioritario en los mismos ritos de tránsito de la liturgia es una búsqueda de sentido (dimensión más simbólica) y de consenso (dimensión más social), sin correr el peligro de separar o distinguir adecuadamente las dos lí­neas de búsqueda, como hemos apuntado al hablar de Turner, Firth y Douglas. El problema de la liturgiacristiana será el de ver cómo se puede llegar a injertar los especí­ficos temas cristianos dentro de esta estructura.

Deberí­a, igualmente, repensarse la visión de Turner sobre la antiestructura o la marginalidad, en orden a la creación de un perí­odo de preparación intensa para estos ritos de tránsito, que sea como un desprendimiento total de la vida anterior y un perí­odo de catecumenado, en el más hondo sentido de la palabra, que ofrezca la posibilidad de comprender la diferencia entre la dimensión social y cultural y la dimensión religioso-cristiana. Con lo que también el tema simbólico de muerte-vida y vida-muerte se verí­a con más profundidad y encontrarí­a un particular campo de aplicación en la liturgia cristiana, en la que, por ejemplo, el compromiso consiguiente al ritual se contemplarí­a radicalmente ligado al cambio de status, más que valorado por una serie de recomendaciones y exhortaciones aisladas o desvinculadas del ritual mismo.

4. Los RITOS CíCLICOS. Finalmente, existen en el cristianismo las festividades del año litúrgico, que vienen a marcar el tiempo, las estaciones, los distintos perí­odos del año. El domingo es verdaderamente el dí­a en que se basa todo el ritmo del tiempo cristiano-litúrgico, mientras que, si se quisiese profundizar en la ordenación del tiempo que transcurre entre las grandes festividades cristianas, no dejarí­a de hallarse un extensí­simo material de indagación: la navidad coincide con los dí­as del solsticio invernal, mientras la pascua señala el comienzo de la primavera; una y otra festividad van precedidas por un concreto perí­odo (adviento y cuaresma) de preparación, que claramente presenta un sentido ordenador deltiempo y de la experiencia cristiana del tiempo mismo. Habrí­a aquí­, sin embargo, un problema preliminar que esclarecer, a saber: si la liturgia cristiana puede considerarse a partir de la repetición cí­clica o si ello no está en contradicción con el tiempo bí­blico, que comenzó con la creación y se cerrará con la parusí­a y con el acontecimiento irrepetible de la resurrección de Cristo, considerada como principio y fin de la historia de la salvación. Lo único que puede observarse aquí­ es que estos grandes temas teológicos no han sido obstáculo a una concepción repetitiva de los acontecimientos cristianos fundamentales ni a la articulación anual de la liturgia. En el fondo, aun tratándose de una repetición sui generis, no modificarí­a la perspectiva del antropólogo.

En cambio, sí­ es un problema de más difí­cil solución, que hasta se comprueba por un dato sociológico, la transformación o sustitución que han experimentado los ritos litúrgicos cristianos periódicos, como consecuencia de una sociedad de consumo para la cual no son ya los ritos cristianos los que miden el tiempo, sino más bien los ritos profanos. Para el domingo lo son el teatro, el cine, el partido de tenis, la discoteca, la marcha no competitiva, etc.; para la navidad son los regalos, las vacaciones organizadas, los viajes, etc., y así­ por el estilo para toda otra fiesta o solemnidad religiosa. Ahora bien, la pregunta del antropólogo frente a la crisis del ritual religioso y cristiano está en el deseo de acertar si la armoní­a con el tiempo, la búsqueda de un sentido para la propia existencia individual y social, el «deseo de ser í­ntegros» (Sólle), que parecen ser caracterí­sticas esenciales de los ritos cí­clicos, pueden encontrarse también en estos denominados ritualesde la sociedad industrial de Occidente. A este nivel, el antropólogo, más reflexivo y menos extrovertido que el sociólogo, no está dispuesto a reconocer en esta transformación una situación irreversible y destinada a consolidarse en, lo venidero, fundamentalmente porque ve en estos nuevos rituales una falta de alma, como la falta de una simbolicidad profunda capaz de suplantar a la religiosa. A este propósito escribe Shils: «La difusión de la cultura, de la instrucción y de la ciencia, así­ como el más elevado nivel de bienestar material, jamás lograrán desarraigar la necesidad religiosa, a no ser que sean los mismos que presiden las religiones quienes pierdan la fe y confianza en sí­ por falta de confianza de los hombres más cultos en las grandes metáforas de la tradición» (Sul rituale…, 267). Creo que se trata de una advertencia de suma importancia, dirigida particularmente a los pastores de almas. Yo dirí­a, para concluir, que el hombre y la sociedad, en la búsqueda de identidad, directa o indirectamente reclamarán una simbolicidad cada vez más elevada y que, por otra parte, en la respuesta no existe simbolicidad más alta que la religiosa y cristiana.

Pero dicha elevación debe valorarse también a partir de la eficacia; y aquí­ es donde el problema corre el peligro de bloquearse una y otra vez. El antropólogo pudiera preguntar al liturgista y al pastor de almas hasta qué punto se actúa en orden a la eficacia de los grandes sí­mbolos cristianos y hasta qué punto para este delicadí­simo trabajo se tiene el valor y hasta la osadí­a de recurrir no sólo a la teologí­a, sino también a las estructuras fundamentales antropológicas, a fin de no caer en poder de una moda demasiado improvisada y encontrarse después más aislados que antes al expresar la riqueza y el patrimonio inmenso que la tradición les ha confiado.

A. N. Terrin
BIBLIOGRAFíA:
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO:
I. La antropologí­a cultural como ciencia:
1. La prehistoria de la antropologí­a cultural;
2. Los comienzos de la antropologí­a cultural.
II. El desarrollo de la antropologí­a cultural: la escuela americana.
III. La revolución antropológica de los años treinta:
1. El funcionalismo antropológico
2. El estructuralismo;
3. Otras corrientes.
IV. El cambio cultural:
1. La concepción dinámica de cultura;
2. Ampliación y coordinación de la investigación;
3. La utilidad de la investigación.
V. Problemas actuales: hacia la integración teórica.

I. La antropologí­a cultural como ciencia
La antropologí­a cultural es el estudio del hombre culturalmente determinado. Alcanzó el estatuto cientí­fico a finales del siglo pasado, es decir, hace relativamente poco; abarca un amplio campo.de fenómenos, objeto de estudio también por parte de ciencias afines: etnografí­a, etnologí­a, antropologí­a fí­sica, etc., y está considerada como una de las ciencias sociales básicas, junto con la psicologí­a y la sociologí­a.

1. LA PREHISTORIA DE LA ANTROPOLOGIA CULTURAL. El estatuto epistemológico de la antropologí­a cultural se define a partir de 1871, fecha que todos consideran fundamental por la publicación de la obra de E.B. Tylor Primitive culture. Pero tuvo precedentes teóricos y metodológicos que prepararon su nacimiento como ciencia de un modo más o menos directo. Aunque no corresponde especí­ficamente a los antecedentes precientí­ficos de la antropologí­a cultural, no podemos pasar por alto la aparición del problema antropológico o del sujeto a nivel filosófico si se tiene en cuenta que las ciencias modernas nacen en el momento en que las diversas ramas del saber se emancipan de la tutela filosófica, que a todas ellas englobaba. Esta emancipación de los presupuestos filosóficos encontrará precedentes explí­citos, sobre todo por parte de la antropologí­a cultural, en aquellos elementos que más relación tienen con la problemática actual y que, en cierto sentido, anuncian hipótesis y perspectivas de la futura ciencia. Este es el sentido en que se habla de prehistoria de la antropologí­a cultural. Tal prehistoria, sin embargo, no tiene limites preestablecidos, excepto los lí­mites experimentales de toda investigación histórico-antropológica, ya que la antropologí­a, en su significación global, y por eso mismo también cultural, avanza ajustando sus pasos a la historia del hombre; y que el atributo «cultural», más que connotación extrí­nseca del anthropos, es determinación intrí­nseca de él. Si el problema de la prehistoria de la antropologí­a cultural es un problema empí­rico más que teórico, es entonces necesario y lí­cito reconstruir una prehistoria explí­cita; es decir, las etapas de una reflexión antropológica que de forma más o menos consciente y refleja ha recibido la dimensión cultural del hombre.

Ya que un análisis así­ no se corresponde con las dimensiones y la finalidad de un artí­culo de diccionario de teologí­a moral -para profundizar en él remitimos a la bibliografí­a-, baste indicar que la reconstrucción de los antecedentes de la antropologí­a cultural encuentra una lí­nea fundamental de demarcación interna en el siglo xvi, que fue testigo de importantes descubrimientos geográficos y vio ampliarse el conocimiento cualitativo y cuantitativo de nuestro planeta. Por otra parte, es posible señalar pistas de reflexión antropológico-culturral que recorren la fase anterior a esta lí­nea divisoria. Además de la reflexión filosófica sobre el hombre -de la que hemos hablado y que es inseparable de la envoltura simbólico-mitológica inicial y de las inevitables exageraciones cosmoteológicas con que se ha acompañado en los diversos contextos y diversas épocas histórico-culturales, recorre la historia del pensamiento a partir de los sofistas y Sócrates-, baste señalar el vasto patrimonio histórico-documental elaborado en los centros culturales más importantes del mundo antiguo, constituido por narraciones de viajes, colecciones geográficas, descripciones etno-culturales, reflexiones literario-filosóficas sobre costumbres, instituciones, sociedades, leyes, usanzas, etc. Como representantes de esta prehistoria hay que enumerar, entre otros, a Herodoto, Jenofonte, Jenófanes, Menandro el Protector, el bizantino Constantino Porfiriogeneta, Aristóteles, Lucrecio, el chino Xuang Tsé, los árabes Ibn Khaldoun, A1 Idris, Ibn Batouta. En tiempos más recientes, ligados sobre todo al contexto cultural y social de Europa occidental, existe un gran patrimonio de datos etnográficos, informes detallados de costumbres y pueblos diversos, documentos y descripciones muy concretas sobre la vida de los hombres de diversas regiones del mundo y de los nuevos continentes conocidos (hay que recordar aquí­, entre los nombres más conocidos: Giovanni da Pian del Carpine, Marco Polo, Bartolomé de las Casas, José de Acosta, Garcilaso de la Vega, O. Dapper, J.B. Tavernier, Abel, Janszoon Tasman), además de otras narraciones de distinto tipo escritas por misioneros, comerciantes, embajadores, conquistadores, etc. En el siglo xvin hubo también exploradores cuyas expediciones tuvieron un auténtico interés etnográfico y no sólo geográfico, además de las primeras realizaciones de estudios de campo (recuérdense las expediciones de V. Bering, J. Cook, M. Park, A. von Humboldt); y, finalmente, en los comienzos del siglo xix, las primeras publicaciones que recogí­an datos etnográficos acopiados y acumulados poco a poco.

A nivel de la reflexión teórico-sistemática, tampoco se puede olvidar que en los siglos xvi-xvin la historia del pensamiento comienza a presentar una elaboración de la problemática antropológica cada vez más alejada de los presupuestos filosóficos y metafí­sicos y cada vez más acorde con sus determinaciones positivo-culturales y etno-históricas. En varios pensadores, como J. Bodin, Montaigne, T. Hobbes, J. Locke, J.J. Rousseau, Voltaire, Montesquieu J. Kant, se perfilan hipótesis, esbozos teóricos, esquemas orientativos para una comprensión más concreta y adecuada de la relación hombre-ambiente, hombre-naturaleza, hombre-sociedad, así­ como del desarrollo histórico del hombre y de la diversidad cultural que se presentan como felices anticipos de las orientaciones teóricas en las que se abrirá camino la antropologí­a cultural como verdadera y auténtica ciencia.

2. LOS COMIENZOS DE LA ANTROPOLOGíA CULTURAL. La antropologí­a cultural estuvo en condiciones de convertirse en ciencia propiamente dicha cuando asumió una orientación teórico-conceptual capaz de unificar de un modo coherente todos los datos de la investigación que hasta entonces habí­an permanecido dispersos y desorganizados; a partir de ese momento se desarrollará una sistemática reflexión metodológica sobre la investigación, sobre las técnicas de acopio de datos y sobre los criterios de valoración de los acumulados. El primer paso de este proceso fue el de la antropologí­a evolucionista y la metodologí­a comparativa.

Es en el principio de evolución -principio de derivación biológica, profundamente arraigado en todos los campos de la cultura de la mitad del s. xix- donde la antropologí­a cultural encontró el presupuesto interpretativo capaz de unificar y ordenar las distintas anticipaciones teóricas de los siglos anteriores y de dar un fuerte estí­mulo a una posterior profundización teórico-conceptual de la disciplina. En lí­neas generales, este principio, que representa el cuadro de referencia teórica de un grupo de antropólogos que, en conjunto, son los pioneros de la nueva ciencia, ve proceder el desarrollo del género humano por etapas uniformes y paralelas, si bien con distinto ritmo de crecimiento y según un esquema diseñado en tres fases: el estadio salvaje, el estadio de barbarie y el estadio de civilización. Sobre la base indiscutida de la unidad psí­quica del género humano, tales fases son consideradas distintas y relacionadas a la vez, según una lí­nea de progreso definido como natural y necesario (Morgan). Por otra parte, tal progreso, que se realiza de modo sustancialmente uniforme, es independiente de las diferencias de raza, de lenguaje, de ambiente natural, teniendo como presupuesto básico la identidad de la naturaleza humana. El comienzo de cada fase se caracteriza por uno o varios descubrimientos o inventos decisivos que, según los evolucionistas, provocan una serie de nexos y correlaciones entre distintos aspectos de la vida humana: técnicos, económicos, sociales, polí­ticos, religiosos, etcétera.

Dentro de esta orientación de tipo teórico, presentada aquí­ tan esquemáticamente, hay que resaltar la aportación hecha durante la segunda mitad del siglo xix, llena de matices diversos, según la singularidad de cada antropólogo, y de un amplio y variado abanico de problemas y temas culturales que cada uno de ellos estudió. Así­, por ejemplo, L.H. Morgan (1818-1881) se dedicó al estudio de los sistemas familiares y sus respectivas terminologí­as de clasificación, insistiendo en la correlación que se da entre estructura familiar y desarrollo de la idea de propiedad. E. B. Tylor (1832-1917) se ocupó de la tecnologí­a, del lenguaje, de la familia, del matrimonio -en concreto estudió las relaciones entre las reglas de la exogamia y la terminologí­a clasificatoria de la relación familiar-, de la mitologí­a, de la religión, de la que, por cierto, predice un desarrollo que va de una forma de animismo primitivo a una fase de religiosidad monoteí­sta cuya caracterí­stica es la concepción personal del ser supremo. J.G. Frazer (1854-1941), famoso por haber elaborado una teorí­a del fenómeno religioso, fase terminal de una evolución que, desde su primera forma de totemismo primitivo, pasa a otra de tipo mágico y, finalmente, a la propiamente religiosa. No hay que olvidar otras aportaciones, con frecuencia crí­ticas, que tienen en común su referencia a la hipótesis evolucionista: G. Klemm (1802-1867), que ya en el año 1843 pretendió establecer tres fases en el desarrollo de la historia humana y estudió las estructuras familiares tratando de establecer posibles relaciones entre los cambios en la estructura del matrimonio y el sistema de descendencia y otros de los que aparecen en la vida social.

J.J. Bachofen (1815-1887) lanza hipótesis sobre el paso de la humanidad de una situación de promiscuidad inicial a una situación matriarcal y, luego, a otra patriarcal. Summer Maine (1822-1888), quien, desinteresándose de las sociedades primitivas y criticando las generalizaciones fáciles que se hací­an del principio evolucionista, sostiene la prioridad de la descendencia de linea paterna sobre la de lí­nea materna y el predominio de la relación de sangre sobre la relación territorial.

Desde el punto de vista metodológico, la teorí­a evolucionista se basa en el método comparativo, con el que se trata de describir los estadios y las condiciones que los distintos grupos humanos ocupan en la escala de la evolución general de la humanidad. Siempre sobre la base que entiende que las culturas, aun teniendo un ritmo propio, tienen también un desarrollo uniformemente ordenado y gradual y, dado que todaví­a hoy podemos observar culturas que se corresponden con los tres estadios (salvaje, bárbaro y civilizado), el método comparativo trata de reconstruir los distintos pasos del desarrollo humano y de las distintas culturas cotejando las semejanzas y las diferencias culturales.

La teorí­a evolucionista y el método comparativo fueron superados muy pronto, incluso en el contexto teórico y de investigación de los mismos evolucionistas, como en el caso de Tylor. Las excesivas simplificaciones y las interpretaciones distorsionadas de elementos culturales o de desarrollos culturales similares, la concepción de las culturas primitivas como estáticas y simples, negándoles la condición de complejidad, de dinamismo, de historicidad, caracterí­sticas que se consideraban exclusivas de las culturas que han alcanzado el nivel de civilización, actitudes de un fuerte etnocentrismo con tomas de postura que implicaban una valoración, algunas conclusiones apresuradas sobre la jerarquización de las culturas y de las sociedades, la extrapolación de modo fragmentado y atomizado de algunos elementos culturales con excesiva ligereza, hicieron posible que fueran apareciendo otros métodos, teorí­as y posiciones cientí­ficas.

II. El desarrollo de la antropologí­a cultural:
la escuela americana
Fue sobre todo F. Boas (18541942), el más ilustre de una formación de nuevos antropólogos, quien, sin abandonar los aspectos innegablemente positivos debidos a la teorí­a pionera de la evolución y al método comparativo, y sin descuidar problemas esenciales y fecundas previsiones del perí­odo evolucionista ni renunciar a atesorar la ingente documentación recogida hasta entonces, propuso un esquema interpretativo de las diferencias y semejanzas culturales más adecuado a la complejidad de los procesos y de los desarrollos concretos e históricos, más atento y respetuoso con la dimensión históricoparticular y singular de cada cultura. La teorí­a de la reconstrucción histórica o de la historia del desarrollo sustituyó al principio de evolución uniforme y de convergencia cultural, estimulando a la investigación antropológica más abierta en sus horizontes y problemas, a la verificación empí­rica de campo, basada en hipótesis especí­fcas, atenta «a considerar cada fenómeno como resultado de acontecimientos históricos» (Boas), auxiliada y sostenida con instrumentos conceptuales más fecundos, así­ como técnicas de investigación más adecuadas, que llevan a los antropólogos a trabajar directamente sobre el terreno.

La importancia de esta nueva dirección -que en su conjunto es llamada difusionista y que vio aparecer distintas escuelas fuera del ámbito americano, como la escuela austro-alemana (E. Foy, P.W. Schmidt, W. Koppers, M. Gusinde), así­ como una escuela hiper-difusionista inglesa (Eliot Smith, W.J. Perry)- es la de haber llevado a la antropologí­a cultural a un estatuto cientí­fico más objetivo y especí­fico, la de haber hecho posible que las primeras décadas del siglo xx fueran de una enorme riqueza en las investigaciones antropológicas realizadas en las más variadas partes del mundo; pero, sobre todo, este nuevo clima teórico-metodológico se ha manifestado fecundo en orientaciones nuevas, en nuevas escuelas de antropologí­a, en nuevas hipótesis metodológicas y en un nuevo bagaje conceptual que aparece claramente por el año 1930, momento de plena madurez para la nueva ciencia: funcionalismo, estructuralismo, relativismo cultural, escuela culturapersonalidad, escuela de las personalidades de base, etc.

En este nuevo clima se multiplican las investigaciones de historia cultural a través de estudios extensivos que buscan encontrar la presencia de algunos rasgos culturales concretos en amplias áreas geográficas, o por medio de investigaciones intensivas, con objetivos limitados, tratando de verificar hipótesis más especí­ficas de historia cultural. La ampliación del horizonte teórico y la multiplicación diversificada de investigaciones «de campo» lleva a un desarrollo y puesta a punto de las técnicas de investigación que permiten un acopio ocular y sistemático de los datos culturales, así­ como un acceso más directo y apropiado a la cultura (técnicas genealógicas, tests psicológicos, biografí­as, autobiografí­as, etc.) y a la cultura tal como la viven los individuos. Además, se utilizan instrumentos conceptuales y terminológicos nuevos (rasgo cultural, complejo cultural, área temporal y cultural, etc.), que permiten superar las supersimplificaciones evolucionistas y las generalizaciones comparativas, llegando así­ a los aspectos particulares y especí­ficos de cada grupo humano; se superan, por otra parte, interpretaciones reduccionistas y deterministas de naturaleza geográfica y ambiental, y de los fenómenos culturales se facilitan interrelaciones articuladas, posibilistas, referentes a la complejidad de los factores, condiciones, recursos, combinaciones, interdependencias y variables.

Surgen crí­ticas a esta o aquella escuela (se critica sobre todo el super-difusionismo), a esta o aquella tendencia teórico-metodológico-conceptual, a los presupuestos básicos o a las conclusiones alcanzadas. Pero no se puede negar que los limites se inscriben en los mismos méritos de este clima nuevo. Poco a poco se va haciendo más sitio alas cuestiones de significado que a los aspectos materiales de la cultura, que hasta ahora y desde las primeras décadas del siglo xx habí­an centrado la atención, hay un desplazamiento hacia ámbitos de aplicación más restringidos y enfoques de investigación más dinámicos y.menos formales; por otra parte, cada vez más se ve a las culturas como conjuntos de elementos integrados, como maquinarias unitarias y funcionales y, si no se excluyen todaví­a los fenómenos de difusión cultural, se los sitúa en un contexto tremendamente dinámico de creatividad interna. Puesto que se trata de captar especialmente el significado y la función de los elementos culturales, hay una motivación mayor para analizar y especificar más las caracterí­sticas selectivas, cí­clicas, evolutivas o involucionistas, posibilitadoras de difusión.

Después del 1930 fueron criticados, con radicalismo, algunos aspectos y presupuestos de la orientación difusionista y se afirmaron con decisión los indicios ya anunciados veladamente en la reflexión boasiana. La revolución antropológica, como fue llamada, se basó en una nueva definición de cultura, incluso su compleja elaboración asumió tal definición. Esta ruptura ya habí­a sido preparada en los años veinte por A.L. Kroeber (1876-1960), discí­pulo de Boas, con la teorí­a del «superorgánico», que entiende que la cultura se independiza más allá del nivel inorgánico y orgánico (viviente y psí­quico). La especificidad del nivel cultural -que va unido al lenguaje, tí­picamente humano- hace de la cultura un «todo» global, un «yo» supraindividual, con existencia propia. La interpretación de los fenómenos culturales tiene lugar, según la teorí­a de Kroeber, fuera de todo determinismo extracultural. Factores fí­sicos, biológicos, psí­quicos e incluso sociales no pueden explicar los fenómenos culturales; lo cultural sólo puede explicarse con lo cultural. Pero si lo cultural se explica siempre con lo cultural, no se pretende negar con esto que lo cultural sea siempre una forma especí­fica de lo natural que encuentra en los otros niveles las condiciones necesarias para su realización. De modo bastante contradictorio, Kroeber mantuvo, sin embargo, que el nivel cultural nunca es parangonable a los otros niveles. Desde el punto de vista metodológico, la forma de enfocarlo debe ser de un modo global y formal, y tiende a descuidar los aspectos dialécticos e históricos de la relación hombre-cultura, ya que la cultura comienza ahí­ donde termina el individuo.

III. La revolución antropológica de los años treinta
El camino de la antropologí­a cultural después de los años treinta, tal y como hemos dicho, se entrecruza con las tentativas de redeflnir el concepto de cultura. Desde la definición tyleriana (es aquel conjunto complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualquier capacidad y destreza adquirida por el hombre como miembro de una sociedad), que ejerció una gran influencia en las primeras décadas del siglo xx y que era una definición esencialmente descriptiva y clasificatoria, se pasó a una definición más cualitativa y global. Por otra parte, tal revolución en la concepción de la cultura estuvo acompañada de nuevas conceptualizaciones metodológicas y técnicas que ampliaron el campo de la investigación y de la aplicación empí­rica.

1. EL FUNCIONALISMO ANTROPOLóGICO. La teorí­a que se impuso, una vez ampliado el panorama antropológico, fue la del funcionalismo. Unida al que es su principal impulsor, la teorí­a funcionalista representa el intento de definir toda la realidad sociocultural en la perspectiva de una integración de los elementos culturales, los cuales resultan incomprensibles fuera de su tí­pica interconexión. Si, como noción, el concepto de integración no es extraño a la reflexión anterior, que incluso en muchos aspectos lo prepara y anticipa, es ahora cuando se impone realmente en la totalidad de sus implicaciones teórico-metodológicas, contribuyendo a una ampliación y a una transformación de la naturaleza y de la finalidad del trabajo de campo y de la investigación antropológica. Para B. Mafnowski (1884-1942), el funcionalismo explica los hechos culturales por su función, por el lugar que ocupan en el sistema total de la cultura, por el modo de estar mutuamente relacionados en el interior de este sistema y por la forma en que este sistema se une al ambiente fí­sico. El concepto de función se hace, pues, determinante para una comprensión de la cultura que basa su identidad en la conexión orgánica de todos sus elementos -que son luego las instituciones- en la función propia e indispensable de cada elemento en el equilibrio del sistema cultural. Caracterí­stica de la concepción de Malinowski es, sin embargo, la atribución de una funcionalidad interna al sistema cultural junto con el reconocimiento de una funcionalidad de la cultura como «conjunto» al ambiente y a las necesidades humanas fundamentales. La cultura es herencia social, transmitida y adquirida, patrimonio del grupo humano, articulada en varias instituciones estrechamente integradas; pero conserva una relación fundamental y originaria con la constitución bio-psí­quica del hombre. Más aún: nace como respuesta global y articulada a las necesidades humanas y arraiga en la dimensión biológica y orgánica del hombre. El conjunto de las respuestas a las necesidades primarias (metabolismo/ alimentación, reproducción/ familia, seguridad/ protección, protección del cuerpo/abrigo, movimiento corporal/actividad, desarrollo/ adiestramiento, salud/higiene) constituye, además, la base para ulteriores exigencias (necesidades secundarias o imperativos culturales), que serán satisfechas con otras respuestas culturales.

Queda claro que este último aspecto se descubre como el punto más débil de la teorí­a de Malinowski al retrotraer la problemática antropológica a un intento de comprender la cultura desde presupuestos extra-empí­ricos. Resulta, sin embargo, válida la concepción de la cultura como conjunto integrado de instituciones. Las instituciones, conjuntos orgánicos de elementos y rasgos culturales, son la clave para comprender la identidad de una cultura. Este punto de vista, obviamente, tiene enormes consecuencias para la concepción del trabajo de campo: se trata, a partir de ahora, no sólo de acopiar y cuantificar datos, sino también y sobre todo de descubrir relaciones e interconexiones, de captar la totalidad homogénea de las instituciones y de los elementos culturales, así­ como su significado contextual.

En todo caso, muy pronto resultará evidente que el conocimiento de una totalidad cultural es más una pretensión que una posibilidad real. Un todo cultural no puede ser arbitrariamente fijado, y la mayorí­a de las veces será fruto de una precomprensión mí­stica más que de un dato de observación empí­rica: lo que impedirá captar la más mí­nima historicidad ad intra y ad extra de la cultura y conducirá a asumir como «real» lo que desde el punto de vista metodológico es sólo un instrumento heurí­stico.

Con la teorí­a del funcionalismo enlaza también el pensamiento antropológico de R.A. Radcliffe-Brown (1881-1955), que -aunque rechazó la etiqueta de funcionalista para su teorí­a en polémica con Malinowski- tuvo el mérito de anticiparse a la escuela estructuralista sin perder su relación con la problemática funcionalista. Con Radcliffe-Brown, la antropologí­a pretende sobre todo analizar la estructura social; de ahí­ su etiqueta de «antropologí­a social», tí­pica de la orientación del mundo anglosajón, en el que él tuvo mucha influencia. Se determina así­ el paso de la cultura a la sociedad apoyándose en el presupuesto de que el comportamiento se estructura esencialmente en términos de interacción, de relaciones entre grupos, comunidades, etc. El concepto de función adquiere de esta manera un significado notablemente diverso del que Mafnowski le habí­a dado, porque es diverso el contexto en que se aplica. Se trata, según Radcliffe-Brown, de conocer el conjunto de las relaciones existentes en una determinada sociedad, que acaban por tener la forma de un sistema en el que los elementos son interdependientes en el sentido de la influencia y de la contribución recí­proca que aportan al equilibrio del sistema. Desmitificado el sentido positivo del concepto de función, tal como lo habí­a expresado Malinowski, Radcliffe-Brown propone verificar la funcionalidad de facto, tendencia¡, gradual, de todo sistema social, sin renunciar por eso a tener en cuenta fenómenos y efectos disfuncionales o, en cualquier caso, polivalentes y dinámicos en su contexto, pero relacionados con los componentes humanos e individuales. Sus estudios de campo sobre los sistemas familiares y sobre el matrimonio en Australia, sobre la organización polí­tica, la religión, la magia y el derecho hacen de él un precursor del estructuralismo, que se afirmarí­a más tarde en toda su amplitud metodológica con C. Lévi-Strauss.

i. EL ESTRUCTURALISMO. Con C. Lévi-Strauss se afirmó plenamente el estructuralismo. Como teorí­a, eleva -tanto en antropologí­a como en otras materias= el valor de la concepción de estructura casi en sentido trascendental, es decir, como la forma de objetividad que es común y única a todas las culturas y a todas las sociedades. La estructura se convierte en el sustrato inconsciente o en la arquitectura latente que fundamenta y justifica la diversidad cultural, la cual es, en su variedad, como sus distintas declinaciones históricas o expresiones espacio-temporales. Tales diferencias culturales son referidas a una unidad mental, de la que son versiones o reelaboraciones sucesivas. La antropologí­a se presenta entonces como una ciencia nomotética y, como método, debe invertir la ruta respecto a su recorrido anterior. No ¡lela a generalizaciones basadas inductivamente, sino que se empeña en deducir estructuras que, como postuladas, son descubiertas y no extraí­das. Se comprende que LéviStrauss haya encontrado en la lingüí­stica las analogí­as de método que hacen de la antropologí­a una ciencia lógico-deductiva y que permiten un tratamiento matemático de los datos culturales, basándose en los conceptos de estructura y de sistema. Se trata, por tanto, de descubrir las reglas del juego social, observadas y vividas a nivel inconsciente, como análogamente se hace en la lingüí­stica estructural. La cultura es analizada de la misma forma que el lenguaje y, como él, es desmenuzada y decodificada en sus elementos, en sus signos, significados y tramas. Las investigaciones de Lévi-Strauss sobre la familia el matrimonio, el totemismo, la mitologí­a, etc., reflejan la fecundidad y la ambición de la escuela estructuralista. El estructuralismo de Lévi-Strauss no está exento de algunas reservas muy serias, como la poca importancia que otorga a la dimensión histórica, reducida a escenario intemporal de oposiciones culturales, todas ellas limitadas a estructuras de base idénticas; la acentuación del carácter estático de las culturas, el privilegio otorgado al estudio de las sociedades arcaicas, aunque necesario por cuestión de método; el inmovilismo que se deriva de todo intento teórico con pretensiones omnicomprensivas. Pero, por encima de estas reservas, el estructuralismo invita constantemente a un esfuerzo teórico importante y ofrece un nuevo bagaje conceptual capaz de dar unidad y sentido a fenómenos culturales diversos y a datos antropológicos que de otro modo no serí­an inteligibles.

3. OTRAS CORRIENTES. Pero la antropologí­a cultural, después de 1930, además de estas dos corrientes complementarias y divergentes a la vez, vio también nacer, renacer y afianzarse otros intentos teóricos de interpretación antropológica que se orientan sobre todo a la variedad y diversidad cultural. La orientación funcionalista que subyace en el pensamiento antropológico se conjuga ahora con la exigencia de una comprensión también psicológica de la cultura. Se hace un esfuerzo por comprender la cultura en su conjunto, en su fisonomí­a tí­pica, en su alma profunda y unitaria, en su peculiar coloración. Sólo cuando nos remontamos a esta fisonomí­a tí­pica -pensaban-, pueden aclararse y hacerse comprensibles los comportamientos y las caracterí­sticas individuales. Para estas orientaciones conceptuales adquieren una importancia fundamental las aportaciones provenientes de la psicologí­a, la psicologí­a social, la psicologí­a evolutiva, el psicoanálisis y la psiquiatrí­a.

Ruth Benedict es la antropóloga que hace de la cultura casi un objeto de contemplación estética. Ella propone como «modelo» de cultura contemplarla de un modo global. La cultura es la orientación diversa en que se organizan los rasgos culturales, la coherencia tí­pica con que se integran, la configuración especí­fica que componen y en que se articulan. La definición de modelo cultural (en la especí­fica concepción de Benedict: cf la ejemplificación de los modelos «dionisí­aco» y «apolí­neo» en Modelos de cultura, 1934) tiende a una comprensión casi mí­stica de la cultura. La cultura es el «vaso» propio en el que cada pueblo bebe la vida. Toda cultura tiene una originalidad temática, un perfil personalizado, en el que se manifiestan sus facciones y aspectos propios. Puesto que esta propuesta teórica ofrece dificultades de aplicación (las tí­picas de toda aproximación a la totalidad cultural con un método más intuitivo que inductivo surgen otras nuevas propuestas mas operativas y prácticas.

Así­, Margaret Mead (1901-1978) propondrá, a partir del análisis de las formas de educación y apoyándose en una concepción dialéctica de la relación educación-personalidadcultura, la reconstrucción de la identidad cultural en sus elementos tí­picos o en sus orientaciones psicocúlturales. A tales resultados í­nterpretativos de la cultura se llega inductivamente a partir del análisis de la personalidad adulta, que nos ofrece los modelos de la conducta individual tí­picos de toda cultura. La problemática relativa a la configuración cultural que plasma un tipo de personalidad normal o dominante es abordada por R. Linton y A. Kardiner, quienes, además del problema de los tipos de personalidad modelados en las diversas culturas, abordan también la cuestión relativa a la diversidad individual en relación con la personalidad de base. El análisis de las variantes individuales, de su importancia, significado, en el contexto de una configuración global de la cultura, lleva a definir la caracterí­stica «modal» de la personalidad de base y la posible presencia, transversal a todas las culturas, de personalidades individuales generalizadas. Se capta, además, la previsible y relativa participación individual en la cultura a través del análisis de cómo se ejerce el rol social a través de la función especí­fica que cada uno representa -status- y que permite captar la dialéctica individuo-sociedad-cultura donde el individuo es sujeto pasivo y activo a la vez. Posteriormente, esta dialéctica individuo-sociedad se considera fundamental en la fase de crecimiento del individuo. Por eso se profundiza en el proceso de inculturación, reflexionando sobre las formas, tiempos, fases crí­ticas, etapas de iniciación, actitudes, instituciones, valores, sistemas simbólicos, variables biológico-sociales-situacionales que configuran al individuo desde su primera infancia. Aun reconociendo una diversidad innata y una historia única que caracteriza la vida propia de cada individuo, puede ser previsible la disposición y configuración de las personalidades individuales según un baremo, culturalmente configurado, que tiene prevista incluso la presencia de individuos desadaptados y más o menos alejados de los modelos de normalidad. El concepto de modelo será interpretado poco a poco en función de descubrimientos empí­ricos más detallados y de elementos o comportamientos especí­ficos de la personalidad de los individuos que se presentan más directamente a la observación. No es posible, por tanto, el uso de la categorí­a en sentido global, casi estético o mí­stico, y sí­ debe tenerse en cuenta siempre la cuestión de la eventual componente etnocéntrica presente en toda determinación -general o particular- de los modelos heurí­sticos aportados en el análisis de las culturas. Tampoco puede eludirse la cuestión importante que se refiere a la exigencia de conjugar la dimensión universal y la particular de la cultura, lo semejante y lo distinto, lo constitutivo y los modelos culturales. Así­ es posible captar ulteriores propuestas teóricas que se afianzan a la vez que las expuestas anteriormente o que las sustituyen y que, con planteamientos diferentes, completan el panorama antropológico sobre todo a partir de la mitad de siglo y que todaví­a hoy conservan su actualidad.

Si se quiere dar un orden orientativo a este fluir variado de tendencias antropológicas, habrá que distinguir los aspectos teóricos y los metodológicos, las técnicas de investigación y los campos de aplicación.

IV. El cambio cultural
Desde el punto de vista teórico, las concepciones de vanguardia son las que se refieren a los procesos de «aculturación» y de «contacto de culturas»: conceptos que, con matices diversos y no siempre uní­vocamente definidos, tienden a ampliar y profundizar la naturaleza del proceso de difusión y desarrollo cultural y a definir sus aspectos y caracterí­sticas concretas. Los encuentros entre culturas son estudiados en sus tiempos, modos, permanencia, en los cambios inducidos en una u otra de las culturas que se encuentran, en la totalidad de los procesos que favorecen la aceptación o despiertan el rechazo o exigen una reorganización, etc. Como se ve, la antropologí­a se eleva a un nivel interpretativo que excluye ya simplificaciones evolucionistas, funcionalistas, globalistas, y apunta hacia una comprensión y observación más cercana a la realidad concreta e histórica de las culturas que no se clasifican de-acuerdo-con unos clichés inmutables ni con unas definiciones inflexibles (p.ej., culturas primitivas/ civilizadas, estáticas/ dinámicas, históricas/ahistóricas, integradas/conflictivas, homogéneas/ heterogéneas, etcétera).

1. LA CONCEPCIí“N DINíMICA DE CULTURA. Los esfuerzos teóricos tienden ya a un conocimiento antropológico en el que los modelos hermenéuticos y las definiciones idealestí­picas no se manifiestan en realidades separadas o radicalmente heterogéneas. Se tiende a captar la dinamicidad, el cambio, la gradualidad, la continuidad, las rupturas y los conflictos en su valor real, positivo o negativo. Se trata de analizar los fenómenos culturales tan variados en el contexto y en el marco unitario de la cultura estudiada: de sus estructuras, sus funciones, valores, diferencias, puntos débiles, capacidad de reacción, de creatividad, etc. Todo esto valiéndose de una metodologí­a de investigación que apunta decididamente a la observación, durante un tiempo, de una determinada cultura en movimiento, en crisis, en fase de adaptación o de cambio.

Una teorización dinámica de la cultura exige, por lo tanto, un trabajo de campo también dinámico en el contexto vivo de una cultura en movimiento. Tal trabajo sobre el terreno debe tratar de captar la cultura en su equilibrio dinámico, y ese equilibrio puede entenderse como fundamentalmente estable y persistente, pero nunca como estático, inmóvil o totalmente integrado. En este contexto, un campo de investigación privilegiado es el mundo de los valores. En los valores y en su variada y compleja, aunque no necesariamente armónica, combinación, estructuración o jerarquí­a puede captarse el dinamismo esencial y casi institucional de la cultura. Entra en crisis, de esta manera, la hipótesis de observación de culturas y sociedades, que las imaginaba todaví­a intactas y sin variación alguna a pesar del paso de los siglos. Por otra parte, se demuestra como ilusoria e irreal la idea según la cual las culturas antiguas han sobrevivido (al menos así­ se pensaba) gracias precisamente a la fuerza de su compacta integración.

Habrí­a que tratar de evitar la mitificación metodológica del cambio por el cambio o, en cualquier caso, el volver a caer en generalizaciones de signo opuesto o intentos de reconstrucción histórica no contrastados con la investigación empí­rica o con datos dignos de consideración. Deberí­an tomarse muy en serio las dificultades objetivas y el margen de convencionalismo que existe en la delimitación de la dimensión diacrónica de las culturas objeto de estudio. En otras palabras, aun sin renunciar a la posibilidad y a la legitimidad teóricometodológica de tales intentos e investigaciones, no deben proyectarse reconstrucciones sobre bases de delimitación histórica sin fuerza o arbitrarias. En el análisis del contacto cultural serí­a necesario sobre todo pasar siempre de la afirmación de principio a la verificación empí­rica en lo referente a los fenómenos tan complejos de reciprocidad activa y pasiva entre las culturas que se encuentran, y habrí­a que preocuparse de valorar detalladamente significados y respuestas no culturales recí­procos, según la naturaleza del contacto, de las circunstancias, de la fuerza, de la proximidad y diversidad de las culturas, así­ como del carácter espontáneo o casual, deliberado u obligado del encuentro.

Se adquiere así­, como queda claro, una actitud prudente al conjugar, desde el punto de vista metodológico de la investigación, conceptos que no admiten ya, como en la antropologí­a clásica, delimitaciones inflexibles, separaciones tajantes, definiciones exclusivas; se camina, pues, por ejemplo, hacia una progresiva y crí­tica conciliación entre la teorí­a de la convergencia cultural (evolucionismo antropológico) y la difusionista. El intento por definir cada vez más adecuadamente el grado, las zonas, los sectores permeables y de cambio en las culturas, así­ como las diversas formas. de compatibilidad entre ellas que determinan el tipo y el grado de reacción a la asimilación de elementos externos, la distinta disposición y combinación de condiciones, variables y posibilidades, lleva a una comprensión real de los procesos de «adopción» y de «invención». Estos procesos, considerados antes como claramente opuestos y excluyentes, aparecen ahora, cada vez más, en mutua y recí­proca implicación y, en cualquier caso, siempre complejos; han de analizarse y estudiarse en el contexto especí­fico de las distintas situaciones y han de considerarse como momentos, no uní­vocamente definibles y delimitables, de un único y dinámico proceso cultural.

2. AMPLIACIóN Y COORDINACIí“N DE LA INVESTIGACIóN. El perfeccionamiento de las perspectivas teóricometodológicas se produce gracias a la notable ampliación de los ámbitos de aplicación y a la selección de los criterios de especialización de la investigación antropológica y a la delimitación monográfica de los conjuntos. Se advierten los lí­mites de las sistematizaciones, conceptos, categorí­as, clasificaciones universales, que superan, pero no resuelven, el problema de la diversidad especí­fica y constitutiva, y se dejan escapar los significados concretos que instituciones, temas, modelos, valores, actitudes y comportamientos tienen en cada cultura. Las orientaciones especí­ficas y flexibles, las delimitaciones de ámbitos y de aspectos responden a esta última exigencia, aunque no se renuncia, sino que queda abierta al futuro la hipótesis, nada insignificante, de las constantes universales fundamentales. Estas nuevas orientaciones se manifiestan en el estudio y el análisis de las más variadas manifestaciones culturales: técnicas, arte, economí­a, familia y matrimonio, polí­tica, religión, magia, etc.

En estas problemáticas y campos de aplicación, la reorientación teórico-metodológica produce una articulación de la investigación antropológica que lleva a descripciones sistemáticas sectoriales, a elaboraciones tipológicas, a interpretaciones especí­ficas de los distintos fenómenos culturales y de sus interrelaciones. Cada vez se aparta más de las cuestiones que se refieren a la naturaleza última, el origen, la prioridad entre distintos fenómenos culturales, entre formas diversas de instituciones, modelos, significados (como, p.ej., las hipótesis sobre el arte primitivo, el colectivismo primitivo, etc.), y e considerar como homogéneas realidades que se presentan complejas y articuladas. Se tiende al estudio de los casos y de los contextos particulares en que están integrados. En el análisis de los fenómenos susceptibles de ser estudiados con perspectivas disciplinares especí­ficas (como el arte, la economí­a, la religión, etc.), la investigación antropológica hace valer su colaboración considerando estos fenómenos como puntos neurálgicos y estratégicos de la sociedad y de la cultura. Hechos comprensibles como formas del complejo código lingüí­stico humano o como elementos del amplio organigrama de comunicación cultural; arrancados, además, a la tentación de generalizaciones y categorizaciones universales, estos fenómenos revelan su polivalencia simbólica y proyectiva de significados no reducibles a factores aislados. Es, pues, obligado el estudio y análisis de las complejas combinaciones de respuesta alas ne idades constantes e idénticas que aparecen en todas las culturas; cómo se constituye, dentro de una polaridad extrema de respuestas posibles, una amplia gama de sistemas intermedios flexibles y con soluciones originales y no reducibles a tipologí­as únicas; cómo se dan, entre las distintas manifestaciones culturales, equilibrios dinámicos, relativos, instrumentales, en función de determinados intereses del grupo, de razones históricas, extensión geográfica o factores demográficos. Una vez puestos en evidencia la naturaleza compleja, lo que queramos desechar, las contradicciones internas de cada sistema (polí­ticas sociales, religiosas, económicas, etc.); tras resaltar la variedad de los principios unificadores, de los temas integradores, hay que volver a discutir qué se asume de la época anterior en relación con la dialéctica sociedad-territorio, todos los prejuicios sobre la supuesta intocabilidad radical de la mentalidad y de la lógica primitiva (mitos, cosmogoní­as, etc.) y habrá que unir cada vez más la necesidad de una comprensión iniciática de las distintas culturas y de los distintos fenómenos culturales con la necesidad de una explicación nomotética de los mismos. Por otra parte, en el contexto de esta sensibilidad cientí­fica abierta y articulada, no se renuncia a captar la naturaleza integrada de cada cultura, pero se permanece atentos para ver la dinámica histórica, las distintas fases del cambio, las contradicciones reales, las condiciones y situaciones especí­ficas en que cada cultura vive y se mueve.

La apertura a la dimensión histórico-dinámica y a las relaciones dialécticas entre distintas culturas, en definitiva a los fenómenos de aculturación, y el desarrollo diversificado de la investigación conducen lógicamente a un replanteamiento de los objetivos y métodos de la investigación antropológica. Analizados en perspectiva dinámica, los distintos factores de cambio y las distintas transformaciones institucionales se muestran sensibles al estudio de aquellos fenómenos de «crisis» cultural y de los reflejos positivos o negativos que tienen en la vida de los individuos.

Campos privilegiados de aplicación son, sobre todo, los cambios inducidos en las culturas tradicionales por los contactos, a menudo traumáticos, con las culturas técnicamente más avanzadas. Los análisis, hoy numerosos, ponen de relieve la naturaleza compleja, la amplitud y los lí­mites, los intentos de reacción y de defensa, los mecanismos selectivos, como las transfinalizaciones y las reinterpretaciones; la capacidad, manifestada en varios modos, de reconstrucción y de invención de nuevos modelos; las condiciones de «alternancia» o de convivencia psico-cultural desdoblada las respuestas globales elaboradas basadas en los mundos simbólicos de tipo religioso o ético o simplemente ideal; los intentos activos de contra-cultura de tipo conservador o innovador; los riesgos de disgregación y de desintegración, como también los intentos de reorganización, de reintegración y recuperación de los valores tradicionales.

3. LA UTILIDAD DE LA INVESTIGACIóN. La mayor exigencia teóricometodológica, la ampliación y profundización de las cuestiones de investigación, la diversificación de las técnicas, han llevado a la antropologí­a cultural hoy a prestar un servicio a la humanidad y a la vida de las sociedades y de las culturas mucho más rico y eficaz que en el pasado. La investigación antropológica se presta hoy a fines directamente prácticos, a objetivos de tipo diagnóstico o de prospección para la acción polí­tica, social y económica, para conducir conscientemente y orientar los cambios y las inevitables transformaciones, para resolver las crisis y los graves problemas de aculturación inducidos por el encuentro o confrontación entre culturas de paí­ses industrializados o no, para apoyar la acción de solidaridad y de asistencia económico-técnica a los paí­ses en ví­as de desarrollo. Desde luego que no faltan, e incluso son inevitables, algunos riesgos de instrumentalización ideológica o de neocolonialismo cultural encubierto en el campo de la antropologí­a aplicada. Pero tales riesgos los corre la antropologí­a cultural exactamente igual que las otras ciencias. Se impone la necesidad de evitar que la investigación cientí­fica sea objeto de prejuicios por la actitud ante los valores no en el sentido de que esto sea del todo posible o en cierto modo plausible, sino en el sentido de que tales juicios de valor no interfieran de ningún modo, prejuzgando o mistificando los resultados cientí­ficos, los motivos de la investigación y su consiguiente eficacia práctica.

V. Problemas actuales: hacia la integración teórica
Los problemas hasta aquí­ presentados desde el punto de vista del desarrollo histórico no pertenecen sólo al pasado, sino que forman parte también del presente. Hoy la antropologí­a cultural puede recoger la herencia de su pasado teórico encaminándose hacia horizontes en los que las distintas exigencias aparecidas en las distintas etapas de su desarrollo histórico, con frecuencia diferentes e incluso antinómicas según las escuelas, son asumidas en un marco teórico suficientemente integrado y unificado. Si, como hemos dicho, los comienzos de la antropologí­a cultural se caracterizaron por los intentos teóricos globales y omnicomprensivos, inmediatamente surgieron teorí­as con objetivos más limitados y planteados de otro modo, y hoy parece llegado el momento en que se puede recoger lo mejor de una y otra fase de la historia de la antropologí­a. De la primera fase quedan todaví­a muchas intuiciones útiles y fecundas. Separadas de prejuicios ideológicos y de actitudes etnocéntricas, pueden servir a la realidad de las culturas en la dimensión espacio-temporal, que -lejos de exigir conclusiones muy reduccionistas y relativistas, e incluso partiendo del indiscutible y fecundo postulado de la unidad del género humano- ofrecen la posibilidad de captar el sentido de un desarrollo real, abierto, diversificado, dinámico y flexible. De la segunda fase, la de las teorí­as parciales y de selección metodológica, hay que conservar la ingente cantidad de datos especí­ficos recogidos, así­ como las nuevas hipótesis, relaciones, explicaciones, profundizaciones relativas a los más variados fenómenos culturales (modelos, temas, instituciones, áreas, subculturas, etc.) que, siempre susceptibles de ulteriores análisis y verificaciones o de nuevas integraciones teóricas, ofrecen un margen de objetividad suficientemente válido y seguro. Hoy podemos disponer de las exigencias teóricas de la infancia y juventud de la antropologí­a cultural, asumir plenamente aspectos positivos o neutralizar los negativos, revisar sugerencias teóricas no totalmente aceptadas cuando fueron formuladas por primera vez, volver a utilizar análisis que no fueron suficientemente desarrollados y redescubrir elementos de validez teórica que fueron poco justificados y articulados antes.

Ya se ha hablado también del abandono definitivo de las cuestiones lí­mite que mantení­an a la antropologí­a unida a presupuestos filosóficos, metafí­sicos o ideológicos. Se renuncia a cualquier tipo de formulación que presuma de llegar a los orí­genes o a las primeras causas; de fijar las fases y etapas de desarrollo uniforme de forma inverificable; de asumir acrí­ticamente nociones, categorí­as, definiciones tajantes; de confinar o cerrar el objeto de estudio arbitrariamente; de buscar variables uní­vocas o factores causales aislados y excluyentes. Por eso hoy la antropologí­a aun no habiendo llegado, en cuanto a su constitución como ciencia, a una completa homogeneidad teórico-conceptual o de lenguaje (véase, entre otras, la diferencia entre antropologí­a «cultural» y antropologí­a «social» -tí­pica, esta última, del mundo anglosajón-, diferencia que no se limita al aspecto meramente lingüí­stico) y caracterizándose todaví­a por un futuro polivalente en cuanto a su objeto, método, finalidad y técnicas, ha adquirido una conciencia crí­tica que impulsa hacia desarrollos teóricos totalmente integrados, conscientemente dialécticos y armónicos: por ejemplo, entre los aspectos sociológicos y culturales, entre los sociológicos y los psicológicos, sincrónicos y diacrónicos, los del pasado y los actuales, los descriptivos y los teóricos, nomotéticos e idiográficos, globales y particulares, históricos y estructurales, evolucionistas y funcionalistas, etc. En este sentido se entiende la revisión de teorí­as que vuelven a adquirir hoy una vitalidad y actualidad insospechadas, enriquecidas, claro está, con aspectos que antes eran considerados extraños a su planteamiento central y liberadas, a su vez, de aspectos complementarios y dialécticos ocultos.

Desde el punto de vista teórico se hace también más claro el ámbito epistemológico y temático de la antropologí­a cultural respecto a otras ciencias sociales consideradas básicas. Sin dejar de ser siempre una relación altamente problemática, se profundiza, sin embargo, en el sentido de una interdisciphnaridad cada vez más avisada, sobre todo por parte antropológica. Las aportaciones que la antropologí­a ha asumido le han ensanchado su parcela de interés desde las sociedades primitivas a todas las formas de sociedad, incluidas las actuales; y en éstas, a toda la gama de descoco posiciones y estratificaciones dinámicas e la realidad cultural, que son importantes desde el punto de vista del cambio Y de las transformaciones actuales (valores, organización social, etc.).

De todas formas, más allá de una interdisciplinaridad de fondo en la que se realiza la investigación antropológica y que extiende cada vez más el horizonte teórico-conceptual-metodológico-temático de la disciplina, y más allá de la nueva sensibilidad con que se aceptan las aportaciones y sugerencias de las disciplinas afines, se va formando un ámbito teórico y una base epistemológica que cada vez más caracteriza a la antropologí­a cultural como ciencia sintáctica de las ciencias sociales básicas. La antropologí­a cultural, en efecto, aunque sea una ciencia empí­rica y deje a otras perspectivas disciplinares (como, p.ej., a la filosofí­a y la teologí­a) tareas de sí­ntesis globales sobre el hombre, en su autonomí­a y especí­fica situación teórico-metodológica se presta a ser perspectiva unificadora y lugar de sí­ntesis. La antropologí­a cultural, privilegiando siempre la idea de totalidad (Firth), está en condiciones de recoger e iluminar los significados de conjunto de las ciencias humanas.

Que esta función sintáctica propia de la antropologí­a cultural, además de una tendencia comprobable es también una exigencia, e incluso una tarea urgente, lo evidencia, por una parte, lo insostenible de una excesiva fragmentación y especialización tí­picas de las ciencias del hombre, que corren el riesgo de romper la concreción unitaria y global del anthropos; y, por otra, la necesidad -y la capacidad propia de la antropologí­a cultural- de dosificar eficazmente exigencia teórica e investigación empí­rica, frecuentemente opuestas o escasamente conjugadas en la progresiva afirmación e imposición de un estatuto tendencialmente reduccionista de las ciencias humanas (nótense los «ismos» tí­picos de algunas orientaciones disciplinares: sociologismo, psicologismo).

No se puede, sin embargo, negar que esta tendencia y esta nueva tarea conducen a repensar tanto el pasado como el presente de la disciplina y exigen una reelaboración crí­ticoconceptual y una nueva discusión de los ámbitos, del objeto y de los fines tradicionales de la antropologí­a. Se impone la necesidad obvia de orientaciones en la investigación y formulaciones teóricas menos recelosas que en el pasado respecto de una consideración del hombre que no sea simple e irreductiblemente inductiva y empí­rica. Si no se puede negar que tal consideración empí­rico-inductiva de la investigación antropológica ha acumulado ya cantidad de datos preciosos e irrenunciables (a los que habrá que volver continuamente y que necesitarán un continuo replanteamiento hermenéutico, a menos que no se quiera volver a caer en análisis abstractos, racionalistas y etnocéntricos de los fenómenos culturales), se hace también evidente el amplio horizonte en que puede moverse la antropologí­a hoy sin renunciar a su pasado. Aprendida la lección sobre la relatividad de las culturas, enriquecida con el notable bagaje de conocimientos estructurados, protegida con planteamientos teóricos e instrumentos conceptuales cada vez más refinados, la antropologí­a cultural puede abrirse -quizá tenga que hacerlo- a lo nuevo para no renegar de sí­ misma. Por otra parte, está claro que el interés antropológico no puede limitarse, ni puede tender únicamente a una conservación estática y fosilizada de las culturas, ni someterse a fines instrumentales, manipuladores o ideológicos. El futuro de la antropologí­a cultural, sin tener que sacrificar finalidades descriptivas y empí­ricas, puede y debe pensarse como espacio propio, quizá privilegiado, para una reflexión sintética sobre el hombre y sobre la dimensión constitutiva de su ser cultural, sobre lo decisivo de las coordenadas espacio-temporales del ser hombres y d la unión inseparable de las consta es y variantes, de lo «igual» y lo » iverso». Todo esto sin ceder ante abstracciones no históricas y uniformes ni ante relativismos reduccionistas y contradictorios.

Esta posibilidad de la antropologí­a cultural de ser perspectiva fecundamente unitaria y globalizadora del anthropos no le es impuesta desde el exterior, sino que se inscribe en el dinamismo propio de la disciplina. Podemos dirigirnos, y es deseable, hacia un crecimiento y un salto epistemológico de la disciplina que serí­an impensables sin volver a andar el pesado camino, y a la vez fecundo, del pasado y del presente de la antropologí­a.

El hombre, objeto de esta antropologí­a, será el de un humanismo que se enriquecerá profundamente con la diversidad cultural, que favorecerá una sintoní­a del hombre con sus semejantes más allá del restringido ámbito de la propia tradición cultural y que -sin tener que verse abocado a posiciones sincretistas- será resultado cualitativo y original, a la vez que criterio de valoración de todas y cada una de las culturas. Tal humanismo se constituirá sobre un estatuto de humanidad basado en la relacionalidad y en el diálogo recí­procamente gratuito y dialéctico, definido por un sistema de valores y opciones humanizantes, válido para todo el planeta y punto de referencia obligado de crecimiento y de expresión para todas las culturas y todos los pueblos. El estudio de los valores, «clave» en la comprensión de toda cultura y que se ha ido abriendo paso a partir de los años treinta, hasta llegar a convertirse en el interés principal de los antropólogos de hoy, parece preparar y allanar el camino del futuro. Evitando el insidioso obstáculo de una teorí­a relativista extrema -que anula todo discurso y es contradictoria internamente, generadora de mistificaciones y prejuicios manifiestamente opuestos a los que se pretendí­a erradicary conjurada la actitud pseudo-cientí­fica que asume como puro «dato» (la diversidad cultural) lo que es el mayor de los problemas, podrá encaminarse hacia una reflexión teórica integrada e integradora del hombre.

[/Ciencias humanas y ética; /Etica descriptiva].

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G. Silvestri

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral