NUEVAS SENSIBILIDADES MORALES

SUMARIO: I. El despertar de una ética civil. II. La sensibilidad por los derechos humanos. III. El aprecio por la ecologí­a. IV. El deseo de la paz. V. La fuerza del voluntariado. Conclusión: a la Iglesia nadie deberí­a ganarla en humanidad.

Dí­a tras dí­a, en nuestra moderna sociedad surgen nuevas sensibilidades morales, nuevos valores éticos. Es verdad que todaví­a nuestro mundo es terriblemente injusto en muchos aspectos. El abismo, por ejemplo, entre los paí­ses ricos y pobres es cada vez mayor. Situación esta que representa una amenaza creciente para la paz a que aspira la humanidad.

Hay que introducir en la cultura moderna y en la convivencia social valores, actitudes y comportamientos que nos hagan más humanos. Los problemas que acucian a nuestro mundo son responsabilidad de todos y las soluciones han de buscarse también entre todos. Atreverse a pensar desde las balsas de los náufragos es uno de los desafí­os de nuestro final de milenio. Es la llamada urgente para ser constructores de la paz desde la justicia. Sin olvidar, como recuerda Juan Pablo II, que «las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura tí­pica del hombre a lo universal y a la trascendencia» (FR 70).

La catequesis no puede ser abstracta. Debe interesarse y preocuparse por los problemas que afectan a la humanidad. El nuevo Directorio general para la catequesis es muy claro al respecto: «Como madre de los hombres, lo primero que ve la Iglesia, con profundo dolor, es una multitud ingente de hombres y mujeres: niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas concretas e irrepetibies, que sufren el peso intolerable de la miseria. Ella, por medio de una catequesis, en la que la enseñanza social de la Iglesia ocupe su puesto, desea suscitar en el corazón de los cristianos el compromiso por la justicia y la opción o amor preferencial por los pobres, de forma que su presencia sea realmente luz que ilumine y sal que transforme» (DGC 17).

Gracias a la fuerza misteriosa del Espí­ritu que anima el corazón de los hombres, surgen en nuestra sociedad nuevas sensibilidades morales, nuevos valores éticos que constituyen una esperanza prometedora para el futuro de la humanidad. No todo es negativo en nuestro mundo. La revalorización de la ética es uno de los aspectos más positivos de la hora actual. Son muchos, gracias a Dios, los que hoy piensan que una sociedad sin valores éticos, sin sensibilidad moral, queda sometida a la tiraní­a de lo fáctico, donde las palabras justicia, solidaridad y humanidad no cuentan.

Entre las nuevas sensibilidades morales que se detectan en nuestro mundo, destacarí­a las siguientes: el despertar de una ética civil, la sensibilidad por los derechos humanos, la valoración de la ecologí­a, el deseo de la paz y la fuerza del voluntariado.

I. El despertar de una ética civil
Precisamente porque existe un gran vací­o ético en nuestra sociedad, crece la estima por una auténtica ética civil. Va en aumento el deseo de promocionar los valores éticos en los paí­ses democráticos. Son muchos hoy los que piensan que, sin valores éticos, Europa será un continente de mercaderes y un simple entramado de contratación de negocios, y donde habí­a antes un telón de acero, se levantará un muro de insolidaridad. Y España se convertirá en una mera sucursal económica de Bruselas y en un atractivo balneario para los europeos del norte que van en busca de sol y playas cuando llegan los meses de verano. Sin una ética civil consolidada, fácilmente aparece la corrupción económica, y esta rompe el tejido polí­tico y social del pueblo, rebaja la dignidad humana y deja sin puntos claros de referencia la conciencia y la conducta de las personas. Sin ética civil, el tener es más importante que el ser, la cantidad predomina sobre la calidad y el enriquecimiento fácil y sin escrúpulos se convierte en norma generalizada de conducta. Sin ética civil se degrada muy rápidamente la conciencia ciudadana, queda bloqueada la comunicación interpersonal y un pueblo carente de ella se encamina a pasos agigantados hacia la barbarie.

La ética civil o ciudadana es un conjunto consensuado de valores éticos elementales. La ética civil más que una noción filosófica es un determinado proyecto moral de la sociedad pluralista y democrática. Es el mí­nimo moral común de una sociedad secular y plural. Es la garantí­a unificadora y autentificadora de la diversidad de proyectos éticos que puede presentar una sociedad democrática. Es, en definitiva, un proyecto unificador y convergente de valores morales básicos, en el cual puedan encontrarse creyentes y no creyentes, y personas de distintas ideologí­as, con vistas a fortalecer la democracia participativa. Se trata de aplicar a la vida el imperativo categórico kantiano: «Hay que hacer el bien y se ha de evitar el mal».

a) Funciones globales básicas de la ética civil: 1) Mantener el aliento ético (la capacidad de protesta y de utopí­a) dentro de la sociedad y de la civilización, en las que cada vez imperan más las razones instrumentales y decrecen las preguntas sobre los fines y los significados últimos de la existencia humana; 2) unir a los diferentes grupos y a las distintas opciones creando un terreno de juego neutral a fin de que, dentro del necesario pluralismo, todos colaboren para elevar la sociedad hacia cotas cada vez más altas de humanización; 3) desacreditar éticamente a aquellos grupos y proyectos que no respeten el mí­nimo moral común postulado por la conciencia ética general.

La ética civil es a la vez causa y efecto, agente y signo de la no confesionalidad, del pluralismo y de la racionalidad ética de la vida social1.

Elevar la sociedad hacia cotas cada vez más altas de humanización deberí­a ser el gran objetivo de la ética civil. En el campo de la ética civil pueden y deben colaborar todas aquellas personas que de verdad quieran una sociedad más humana. El auténtico humanismo es la cancha común en la que todos los que apreciamos la democracia podemos colaborar. Ahí­ hay sitio para todos los demócratas. Nadie sobra. Y cada uno de ellos puede aportar su valioso grano de arena. Esta ética civil es básica para asegurar la dignidad de todos los hombres y conseguir un clima de respeto mutuo, de comprensión, de tolerancia y de solidaridad, que reforzará el tejido social y dará mayor consistencia y seguridad a la democracia2.

El cristianismo considera posible una ética civil, «que no sea subjetivista ni utilitarista» (FR 98), y desea encontrar la base ética de una sociedad pluralista. Los cristianos son capaces y tienen voluntad de cooperar con los no creyentes en el desarrollo y perfeccionamiento de la sociedad. Y han entrado lealmente en el diálogo ético que se ha iniciado, sin reclamar primací­a alguna, sin tratar de imponer a los demás sus propias conclusiones, sabiendo que tienen una oferta muy válida, también en el orden puramente humano, para encontrar lo que tan afanosamente se está buscando: un auténtico rearme moral de la sociedad. La inmensa mayorí­a de los cristianos comprometidos, además, está convencida de que la ética civil es una oportunidad magní­fica para que la moral cristiana se acredite, incluso ante los no creyentes.

Hoy la ética civil o ciudadana constituye, sin duda, el horizonte común para todas las personas conscientes y responsables, y puede facilitar el diálogo entre todos, ya que «implica y presupone una antropologí­a filosófica y una metafí­sica del bien» (FR 98).

«Cuando la Iglesia defiende los valores éticos desde la fe, reconociendo el pluralismo de la sociedad democrática, está haciendo una labor muy positiva. Acepta, por una parte, los valores de la convivencia, del respeto mutuo, del pluralismo, de la tolerancia y de la solidaridad, cerrando el paso a cualquier intento de monopolio ético en la existencia humana. El cristianismo debe presentar lealmente su propia oferta, pero respetando la de los demás. Debe abrir horizontes de trascendencia que fortalecen los deberes morales, siempre ofreciendo, sin imponer, invitando sin coaccionar, presentando la utopí­a de la moral evangélica, sabiendo que esta no puede conseguirse plenamente en la tierra, pero invitando a todos a mirar a las estrellas. El cristianismo, efectivamente, tiene algo y aun mucho que decir y que hacer en este momento difí­cil de la humanidad»3.

¿Cuál serí­a el decálogo básico de ética civil con el que pudiesen estar de acuerdo creyentes y no creyentes y personas de diversa ideologí­a social y polí­tica, en vistas a construir, en un ámbito democrático, una sociedad más justa y humana? Me atrevo, movido por la utopí­a, y gracias al despertar de nuevas sensibilidades morales en la sociedad de hoy, a presentar el siguiente: 1) Buscar por encima de todo la verdad. Que lo que pensamos y expresamos guarde siempre coherencia con la realidad. O dicho en negativo: rechazar la mentira y la falsedad. 2) Practicar lo que es justo. Reconocer y respetar los derechos de los demás, mediante el ejercicio consecuente de nuestros deberes. 3) Comportarse solidariamente, es decir, ofrecer acogida a quien acuda a nosotros en busca de ayuda. 4) Asumir y valorar la libertad propia y la de los otros. La libertad es la facultad más grande de la persona humana. 5) Admitir de buen grado eI sano pluralismo y tener un talante tolerante y respetuoso hacia los demás. 6) Practicar el diálogo (decir lo justo en el momento más oportuno y escuchar con interés las razones del otro) y la comunicación, a fin de madurar como personas y enriquecernos humanamente. 7) Asumir y defender el principio de subsidiariedad, que consiste en saber respetar la autonomí­a efectiva de las personas y de los grupos pequeños y medianos respecto al Estado. 8) Trabajar por el bien común, es decir, ser capaces de crear el conjunto de condiciones humanas, sociales, económicas, polí­ticas y morales que facilitan el desarrollo integral de toda la persona y de todas las personas de la comunidad. 9) Construir la paz sobre el sólido fundamento de la justicia, de la verdad y de la libertad y siempre con medios pací­ficos. 10) No dejar morir la utopí­a de una sociedad más justa, solidaria y humana. Ser plenamente conscientes de que, ante el derrumbamiento del colectivismo marxista, el ideal no puede consistir en el triunfo del neocapitalismo salvaje.

Creo que sobre este decálogo serí­a posible encontrar un amplio consenso. El problema radica en el diverso significado que se da a las palabras. Empleamos, a veces, los mismos vocablos, pero no les atribuimos el mismo significado. Y esta dificultad sociolingüí­stica -que es más bien una dificultad psicológica profunda- representa una grave dificultad a la hora de construir una ética civil sólida4.

II. La sensibilidad por los derechos humanos
La sensibilidad por la dignidad humana va en aumento y son muchos los que piensan que todaví­a debe crecer más. Hasta algunos hablan de la dignidad humana como de una revolución pendiente. A lo largo de la historia ha habido revoluciones importantes para la consecución de la libertad y de la justicia. Exitos y fracasos, esperanzas y decepciones han acompañado a las mismas. Lo que ciertamente queda por hacer es la revolución de la dignidad humana: una revolución que sepa unir libertad y justicia, que respete los derechos del hombre y que busque y consiga sobre todo la dignidad humana.

Si no se respeta la dignidad humana, las revoluciones siempre se hacen a costa de alguien, y cuando alguien queda lesionado en sus legí­timos derechos, la revolución, a la larga, fracasa. La revolución de la dignidad humana la harán aquellos hombres y mujeres que crean en la libertad y la justicia y, con medios pací­ficos, estén dispuestos a sacrificarse a sí­ mismos por este noble ideal.

Lo que hoy necesita nuestro mundo es una revolución de la dignidad humana, donde la ética prevalezca sobre la técnica, donde la cultura del ser vaya por delante de la cultura del tener, donde el compartir no quede ahogado por el acaparar, donde las personas tengan dignidad y no precio, donde la solidaridad predomine sobre los egoí­smos individuales y de grupo, donde la paz estable y firme sea el fruto maduro de la justicia. Esta revolución la deberí­an hacer diariamente todas aquellas personas que creen sinceramente en la dignidad humana.

El Directorio general para la catequesis aborda con gran precisión y valentí­a el tema de los derechos humanos al afirmar: «La Iglesia, al analizar el campo del mundo, es muy sensible a todo lo que afecta a la dignidad de la persona humana. Ella sabe que de esta dignidad brotan los derechos humanos, objeto constante de la preocupación y del compromiso de los cristianos. Por eso su mirada no se interesa sólo por los indicadores económicos y sociales, sino también por los culturales y religiosos. Lo que ella busca es el desarrollo integral de las personas y de los pueblos.

La Iglesia advierte con gozo que una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre. Esta conciencia se expresa en la viva solicitud por el respeto a los derechos humanos y el más decidido rechazo a sus violaciones. El derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la creación de una familia, a la participación en la vida pública, a la libertad religiosa son, hoy, especialmente reclamados.

Sin embargo, en bastantes lugares, y en aparente contradicción con la sensibilidad por la dignidad de la persona, los derechos humanos son claramente violados. Y así­ se generan, en esos lugares, otras formas de pobreza, que no se sitúan sólo en el plano material: se trata de una pobreza cultural y religiosa que preocupa, igualmente, a la comunidad eclesial. La negación o limitación de los derechos humanos, en efecto, empobrece a la persona y a los pueblos igual o más que la privación de los bienes materiales.

La obra evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana. En cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana. La catequesis ha de prepararles para esa tarea» (DGC 18-19).

Los derechos humanos pertenecen a toda persona por el simple hecho de serlo. Son derechos naturales fundamentales, anteriores y superiores al Estado. Nadie los otorga ni los concede, lo único posible es reconocerlos y ampararlos. Precisamente el Estado adquiere legitimidad en cuanto es garante, defensor y realizador de tales derechos.

El fundamento de la sociedad humana es el respeto a la persona. Y el principio básico de la dignidad humana es el leitmotiv (el hilo conductor) de toda la doctrina social de la Iglesia, desde la Rerum novarum de León XIII (1891) hasta la Centesimus annus de Juan Pablo II (1991). Cuando no se respetan los derechos fundamentales de la persona humana, los pueblos se envilecen progresivamente, porque fallan en lo fundamental.

La persona debe ser siempre respetada porque es un fin en sí­ misma. Nunca puede ser empleada o manipulada como un medio. Las dictaduras que así­ lo han hecho han producido innumerables ví­ctimas, pero tarde o temprano han caí­do estrepitosamente.

Sólo cuando la persona humana es respetada se puede construir una sociedad justa y solidaria. La persona con todos los derechos y deberes es el centro y fundamento de dicha sociedad.

La Iglesia, experta en humanidad, a través de su doctrina social, proclama con fuerza este fundamental principio de ética cristiana: la persona es sagrada porque ha sido creada a imagen de Dios; consecuentemente, debe ser siempre respetada, y todo cuanto atenta contra su vida y dignidad debe ser rechazado. Coherente con este principio, la Iglesia se ha esforzado siempre, a lo largo de su historia, por ser humana y humanizadora. Y cuando han fallado los hombres que la formaban, y no lo ha sido, ha tenido que convertirse y cambiar radicalmente de rumbo.

La Iglesia debe siempre evangelizar humanizando y humanizar evangelizando. La buena noticia que Jesús nos proclamó -su evangelio- es esencialmente humana y humanizadora, dadora de sentido y de salvación. Sin el reconocimiento explí­cito de los derechos humanos, la Iglesia no serí­a la Iglesia del Dios encarnado que, al divinizar al hombre, ha fortalecido y sublimado sus derechos y su dignidad personal.

Los derechos fundamentales de la persona -su pleno reconocimiento, su explí­cita promoción y su coherente vivencia- son de una gran importancia para la Iglesia. En el campo de los derechos humanos se juega la dignidad humana, y esta es sagrada porque el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

La Iglesia de Jesús, que es la Iglesia del Dios encarnado que ha sublimado al hombre asumiendo su misma humanidad, debe ser una defensora inquebrantable de los derechos humanos y debe colaborar con todas aquellas instituciones civiles dispuestas a defenderlos y promocionarlos en la vida privada y pública.

En el campo de los derechos humanos, la Iglesia no puede ser reticente ni permanecer al margen de su defensa y promoción. En el cumplimiento de su misión evangelizadora, la Iglesia debe estar al servicio de la liberación integral del hombre cuyos derechos fundamentales son inviolables. La Iglesia debe reconocer y propiciar en todo momento la dignidad de la persona humana y sus legí­timos derechos, que el hombre ha recibido del Creador. Es verdad que la Iglesia no puede reducir su misión evangelizadora a un simple humanismo (serí­a quitarle su originalidad), pero el camino de la Iglesia pasa necesariamente por el hombre; lo ha afirmado repetidamente Juan Pablo II.

Finalmente, conviene recordar que derechos y deberes son dos realidades inseparables. Este sabio y sugerente texto de Mahatma Gandhi lo deja claramente de manifiesto: «La verdadera fuente de los derechos es el deber. Si todos cumplimos con nuestros deberes, será fácil hacer que se respeten nuestros derechos. Pero si al mismo tiempo que descuidamos nuestros deberes, reivindicamos nuestros derechos, estos se nos irán de las manos, y a la manera del fuego fatuo, cuanto más los persigamos, más lejos los veremos de nosotros».

Es muy estrecha la unión existente entre derechos y deberes: son como las dos caras complementarias del comportamiento ético. El respeto por los derechos implica el cumplimiento de las obligaciones. Si cumplimos con nuestros deberes, automáticamente satisfacemos los derechos de los otros. Esta es una idea que debe guiarnos siempre en nuestra actuación ciudadana. Muchos problemas sociales podrí­an solucionarse si las personas se preguntaran antes por sus obligaciones que por sus derechos. Generalmente solemos empezar al revés: primero reivindicamos nuestros derechos y en las obligaciones o deberes ni pensamos. Si queremos ser constructores de una sociedad más justa, solidaria y humana, sin olvidar nuestros derechos inalienables ni abdicar de ellos, pensemos principalmente en nuestros deberes y procuremos cumplirlos. La armoní­a social, la paz ciudadana, será siempre el resultado de la correcta interrelación entre deberes y derechos.

Suele decirse: «Defendemos rabiosamente nuestros derechos pero faltamos miserablemente a nuestros deberes». Es esta, por desgracia, una verdad constatable diariamente. Todos, sin excepción, mostramos una gran sensibilidad por la defensa de nuestros derechos, pero no pocas veces olvidamos nuestros deberes.

Derechos y deberes son términos correlativos e inseparables. A todo derecho corresponde un deber y a todo deber un derecho. Cuando reclamamos un derecho a alguien, es porque a este le corresponde una obligación para con nosotros. Y todos somos sujetos de derechos y deberes. Invocar sólo derechos es el colmo del egoí­smo y del desorden social. Busquemos el justo equilibrio entre derechos y deberes y contribuiremos decididamente a la construcción del bien común que es aquel conjunto de condiciones humanas, socioeconómicas, polí­ticas y morales que hacen posible el pleno desarrollo de toda la persona y de todas las personas de una comunidad. En la perfecta armoní­a entre derechos demandados y deberes cumplidos radica la paz. No puede haber paz si exigimos con fuerza nuestros derechos personales y ciudadanos, pero somos incapaces de cumplir con nuestras obligaciones5.

III. El aprecio por la ecologí­a
Hoy la ecologí­a está en alza precisamente porque en ella vemos la tabla de salvación ante los múltiples y graves desequilibrios que padece nuestro planeta. El problema no es nuevo. Ya el dramaturgo ruso Antón Pávlovich Chéjov, a finales del siglo diecinueve, hablaba en su obra El tí­o Vania de la problemática ecológica con estos términos: «El hombre ha sido dotado de razón, del poder de crear, de forma que pueda acrecentar lo que se le ha dado. Pero hasta ahora no ha sido un creador, sólo un destructor. Los bosques están desapareciendo, los rí­os se agotan, la vida salvaje se extingue, el clima está arruinado y la tierra se vuelve cada vez más pobre y más fea». En este interesante texto de Chéjov encontramos una lúcida descripción de lo que está sucediendo hoy en el planeta. Si no ponemos remedio urgente a los graves problemas del medio que el mundo entero tiene planteados, este será cada vez más inhabitable.

Estamos viviendo más allá de nuestros recursos. Hemos desarrollado un estilo de vida que está agotando las maravillosas e irremplazables riquezas de la tierra, sin pensar en el futuro de las generaciones venideras. Si la humanidad entera y, sobre todo, los gobiernos democráticos que la representan no hacen un gran esfuerzo imaginativo en materia ecológica, la tierra se nos romperá entre las manos y nosotros, sin duda, seremos las primeras ví­ctimas.

Ante una tierra que se nos vuelve cada vez más pobre y más fea, debemos reaccionar enérgicamente, sobre todo los cristianos, que reconocemos en la creación el gran regalo que Dios hizo a los hombres. Ojalá no fuera verdad la segunda parte de esta frase de Rousseau: «Todo es bueno cuando sale de las manos del creador. Todo degenera en las manos del hombre».

El lema tradicional del movimiento ecologista es este: «Piensa globalmente, actúa localmente». Lo considero un lema realista y muy acertado. Su significado es el siguiente: son necesarios los estudios, los diagnósticos de los problemas ecológicos, los principios globales a tener en cuenta, pero a su vez se hacen necesarias las actuaciones concretas, cotidianas, locales. La conducta de cada dí­a ha de estar luego en coherencia con dichos estudios, diagnósticos y principios. De lo contrario convertimos a la ecologí­a en un puro folclore y, consecuentemente, pierde credibilidad.

Si somos conscientes del grave problema del agua, cuestión ecológica de primerí­sima importancia, pensemos que tomar un relajante baño supone gastar unos 200 litros de agua, mientras que para una estimulante ducha son suficientes 30 litros. Y otro detalle: un grifo que no cierra bien y pierde 10 gotas por minuto significa al cabo del año 2.000 litros de agua.

Si hasta hoy nuestra actitud acerca del agua ha sido de derroche, cambiémosla radicalmente. Modificar conductas que parecen insignificantes puede desencadenar cambios muy importantes, tanto por sus consecuencias como por los efectos de concienciación que pueden tener.

Ante los graves problemas ecológicos que sufre nuestro mundo, creo que serí­a conveniente recordar que este planeta es de todos, es patrimonio común de la humanidad. Todos los seres humanos tenemos respecto de él los mismos derechos y deberes. Ningún pueblo de la tierra, por muy poderoso e influyente que sea en la esfera internacional, puede pretender tener prerrogativa alguna sobre él. Además, este planeta es el único que tenemos. No hay otro de reserva. Si lo estropeamos, nos quedamos sin recambio.

Cuidar la tierra con mimo, mantenerla limpia, reservar y administrar mejor sus recursos no es un hobby, sino un grave deber moral que nos atañe a todos por igual. Un escritor sudamericano, con finura poética, expresaba la misma idea con estas palabras: «No quiero flores en mi tumba para que no las arranquéis de la selva».

Corremos el grave peligro de que el desarrollo económico y el progreso cientí­fico-técnico devoren irremisiblemente nuestro planeta. Serí­a una paradoja terrible: lo que debí­a hacernos crecer y madurar nos ha hundido. Adoptemos ante nuestro planeta la actitud de administradores sabios y prudentes y no la de expoliadores que con su progreso se comen su propia existencia. La ecologí­a es, en definitiva, una cuestión de sensatez y de sabia y prudente administración de los recursos naturales que Dios nos ha regalado. Ecologí­a no es antiprogreso, sino progreso realizado con inteligencia y moderación.

Tengamos muy presente este imperativo ecológico formulado por Hans Jonas: «Actúa de tal manera que los efectos de tu actuación sean compatibles con la permanencia de la auténtica vida humana sobre la tierra; dicho en negativo: actúa de tal manera que los efectos de tu actuación no sean destructivos para las posibilidades futuras de esa vida; o sencillamente: no dañes las condiciones necesarias para la permanencia indefinida de la humanidad en la tierra; y, empleando de nuevo una formulación positiva: incluye en tus opciones presentes la integridad futura del ser humano como objeto paralelo de tu volición».

El crecimiento técnico lo ha pagado la naturaleza. Ahí­ radica todo el problema ecológico que padecemos. El crecimiento técnico ha sido cuantitativamente desmesurado y cualitativamente deficiente; ello ha acarreado una destrucción progresiva de la naturaleza.

Al crecimiento económico y técnico no le ha correspondido idéntico progreso humano y social. La grave crisis del medio que estamos padeciendo se debe precisamente al desequilibrio entre estos dos factores. Sin un crecimiento económico y técnico más racional, nuestro sistema cultural no recobrará su equilibrio. Por una parte, necesitamos del crecimiento económico y técnico para que puedan subsistir en el mundo miles de millones de seres humanos; y por otra, si este crecimiento no es el adecuado, podemos terminar con los recursos naturales y agrí­colas que se necesitan para que estas ingentes masas humanas puedan comer.

En el tema de la ecologí­a se dan muchas contradicciones y paradojas. A veces resulta muy fácil ser ecologistas de boquilla y a la hora de cuidar lo que de verdad depende de nosotros somos un desastre. La verdadera ecologí­a empieza por la coherencia con nuestros comportamientos para con el medio natural que nos rodea. Resulta fácil proclamarse ecologista y apuntarse a todas las iniciativas más espectaculares de este movimiento social, hoy dí­a, por cierto, muy necesario. Lo que ya no es tan fácil es vivir ecológicamente, cuidar debidamente lo que depende de nosotros, vivir con un estilo sobrio que respete el medio ambiente. No olvidemos que las lacras ecológicas de nuestra sociedad son producto de la desmesura y de la avidez humanas. Usemos de las cosas sin abusar de ellas, utilicémoslas de manera solidaria y no egoí­sta, mirando no sólo el disfrute inmediato, sino también el futuro. La ecologí­a no debe ser ante todo una moda, sino un amor sincero hacia la naturaleza.

Los cristianos debemos hacer una opción decidida por la ecologí­a, por la defensa y promoción de la naturaleza: es esta, sin duda, una nueva sensibilidad moral. Estamos llamados a ser colaboradores de Dios en la gran obra de la creación6.

IV. El deseo de la paz
El deseo de la paz es uno de los más sentidos y sinceros. Es, sin duda, el deseo de paz una nueva sensibilidad moral que, dí­a tras dí­a, va haciendo cada vez más adeptos en todas las partes del mundo. Pero la paz puede quedar reducida a nada, a un mero artificio, y hasta puede ser manipulada, si simplemente la evocamos, sin construirla dí­a a dí­a; si repetimos rutinariamente la palabra, sin ofrecerle contenido; si nos sirve de opio, para que todo continúe igual; si la proclamamos como palabra sagrada, pero seguimos olvidando o profanando sus presupuestos, que son la verdad, la justicia, la libertad y la fraternidad; si nos parapetamos en ella, para no perder privilegios injustamente acumulados. ¡Pocas palabras tan manipuladas como la palabra paz!
La paz, entendida como una simple ausencia de la guerra, es una caricatura de la paz. La paz, como sinónimo de tranquilidad en un orden socioeconómico injusto, es una falsa paz que cualquier dí­a puede derivar en violencia. La paz es el resultado de un orden justo y no la premisa. La paz no es obsesión por la salvaguarda de los propios derechos, sino respeto profundo y sincero por los derechos ajenos. La paz no es fruto de la cultura del tener sino de la cultura del ser, porque «la avaricia y la paz -como ha escrito Erich Fromm- se excluyen mutuamente».

Paz. Que esta palabra tan noble, y a la vez tan enraizada en la Biblia, en los mensajes de los últimos papas y en el corazón de tantos millones de personas de buena voluntad, recupere su credibilidad mediante el ejercicio constante de las condiciones que la pueden hacer posible: la verdad, la justicia, la libertad y la fraternidad.

La guerra y la paz, el mal y el bien los llevamos dentro. El corazón del hombre es la sede de la guerra y de la paz. Las personas transformadas, convertidas son las que colaboran más eficazmente en la transformación de la sociedad y, consecuentemente, en la construcción de la paz. Pí­o XI, en un discurso pronunciado el 24 de diciembre de 1930, afirmaba: «No puede haber verdadera paz externa entre los hombres y entre los pueblos donde no hay paz interna, o sea, donde el espí­ritu de paz no se ha posesionado de las inteligencias y de los corazones». Y Juan XXIII en su famosa encí­clica Pacem in terris, de 1963, escribí­a: «La paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre» (PT 165).

Más recientemente, Juan Pablo II, con motivo de la Jornada mundial de la paz de 1984, titulaba su mensaje: La paz nace de un corazón nuevo; y decí­a: «La guerra nace en el corazón del hombre, porque es el hombre quien mata y no su espada o, como dirí­amos hoy, sus misiles… Si los sistemas actuales, engendrados en el corazón del hombre, se revelan incapaces de asegurar la paz, es preciso renovar el corazón del hombre para renovar los sistemas, las instituciones y los métodos de convivencia».

La paz es imposible sin un cambio del corazón. Se trata de renunciar a la violencia, a la mentira, a la intransigencia y al odio que llevamos dentro. Se trata de que nos convirtamos en unos seres solidarios y fraternos, que reconocen la dignidad y las necesidades del otro, buscando la colaboración con él para crear un mundo en paz. Para conseguir la paz, ¿qué es lo más necesario: el cambio de las estructuras sociales y polí­ticas o el cambio del corazón humano? Las dos cosas son necesarias. No cambiarán las estructuras si no cambia el corazón de la persona, y el corazón del ser humano difí­cilmente cambiará si no hay un cambio profundo en las estructuras de pecado que dominan el mundo (cf SRS 36).

La paz es el resultado lógico de una noble lucha por la justicia, la verdad, la libertad y la fraternidad, fundamentos del bien común. Donde reina la injusticia, la mentira, la esclavitud y el odio no puede haber paz porque fallan las condiciones básicas para el desarrollo de la persona.

La paz rechaza radicalmente todo lo que comporta discriminación y marginación del ser humano. Nunca puede ser sinónimo de cobardí­a o pasividad ante la defensa de la dignidad de la persona, cuyos derechos fundamentales son inviolables. La paz exige el progreso integral de toda la persona y de todas las personas de la comunidad. Luchar, pues, por la paz significa optar decididamente por el bien común, y el que opta por el bien común es aquel que trabaja por crear un conjunto significativo de condiciones humanas, económicas, culturales, morales y sociales que hacen posible que la persona humana pueda desarrollarse en plenitud. Aisladamente es muy difí­cil conseguir la paz. La paz debe ser una conquista comunitaria, porque más que un bien individual es un bien estructural que beneficia a todos los miembros de la sociedad.

Si queremos la paz, preparémonos para la paz, abriendo el camino que a ella conduce. Si sesteamos, soñando con la paz, nunca la alcanzaremos. Para conseguir la paz pongamos en marcha una adecuada pedagogí­a que nos ayude a cubrir gradualmente las etapas necesarias para llegar a ella. La expresión clásica «si quieres la paz, prepara la guerra» va cayendo progresivamente en desprestigio, porque se fundamenta en un peligroso equilibrio que en cualquier momento puede romperse. Hoy se hace necesario afirmar abiertamente: «si quieres la paz, prepara la paz». Y preparar la paz no significa hablar mucho de paz, sino crear aquellas condiciones sociales y aquellas actitudes personales que la hagan posible. Preparar la paz nos exigirá luchar contra la mentira, la injusticia, el egoí­smo y contra el espí­ritu agresivamente competitivo que alimenta continuamente el afán de tener más, caiga quien caiga.

Los cristianos no podemos renunciar a la utopí­a de la paz. Coloquemos esta utopí­a en el centro de nuestra vida y nuestra vida recobrará un nuevo sentido. Ahora bien, trabajar por la paz exige un precio muy alto, que es este: vivir en medio de la sociedad de hoy los grandes valores evangélicos de la verdad, la justicia, la libertad y la fraternidad. ¿Estamos dispuestos a pagar este precio? Jesús en las bienaventuranzas alaba la utopí­a de la paz, a la vez que nos invita a ser constructores de la misma en medio de nuestro mundo.

La paz corre el peligro de ser un vocablo demasiado amplio, genérico y grandilocuente, y lo que importa es que sea una realidad concreta, cotidiana y palpable. Lo será si, contra el individualismo, damos en todo momento un testimonio de solidaridad con los que más sufren; si en vez de acaparar, compartimos; si contra la esclavitud del tener egoí­sta, vivimos la libertad de ser más con los otros y para los otros; si contra la intolerancia, somos respetuosos para con todos, aunque no aceptemos sus ideas; si contra la venganza por una ofensa recibida, optamos por el perdón y la reconciliación; si contra el abuso de la técnica, apreciamos los valores ecológicos y los bienes de la naturaleza; si contra la cobardí­a, nos comprometemos fielmente en la defensa de toda causa justa; si contra la mentira, damos ejemplo de amor a la verdad; si ante la conculcación de los derechos humanos, hacemos una denuncia profética coherente, respetándolos al máximo; si contra la pasividad, la inercia y la rutina, ejercemos la reflexión crí­tica y la creatividad; si contra el gregarismo de «todo el mundo lo hace», nos comportamos con sentido de responsabilidad; si contra el monólogo egoí­sta o el diálogo interesado, nos abrimos a la comunicación sincera con los demás.

Sin la vivencia diaria de estas actitudes, la paz será una realidad ficticia, sonará a palabra gastada, que es aquella a la que no le siguen realidades que la autentifiquen. La paz es una palabra en busca de contenido, de un contenido sólido de verdad, justicia, libertad y fraternidad, que debe reflejarse en la conducta de las personas que sinceramente la quieren construir. No olvidemos que la paz grande del mundo se apoya en los pequeños gestos de paz que cada uno de nosotros podemos diariamente llevar a cabo en la familia, en el grupo de amistad, en el trabajo, en el pueblo o en la ciudad. La paz más que un punto fácil de partida es una difí­cil meta a la que se llega sólo después de haber trabajado por una sociedad más veraz, justa, libre y fraterna. Es una realidad exigente: implica un esfuerzo constante por la fraternidad universal y quiere que esta sea un hecho y no un simple deseo.

Ahora bien, la paz universal sólo será una realidad tangible si la construimos personalmente, dí­a a dí­a y a estos tres niveles: 1) Paz con Dios, cumpliendo fielmente su voluntad; y su voluntad es la construcción de una humanidad en la que le sepamos reconocer y querer como Padre, y cuyos miembros seamos capaces de comportarnos como hermanos. 2) Paz con los demás, respetando sus derechos fundamentales, abriendo con ellos un diálogo sincero y constructivo y solidarizándonos con los más débiles y marginados. 3) Paz con nosotros mismos, buscando una perfecta coherencia entre fe y vida, entre el Dios de nuestra oración y el Dios de nuestra conducta, entre lo que diariamente pensamos y decimos y lo que realmente hacemos. La verdadera paz será siempre el resultado de la armoní­a que consigamos a estos tres niveles.

V. La fuerza del voluntariado
El voluntariado social va en aumento, las ONG en favor de los pueblos del tercer mundo proliferan por doquier. Esta nueva sensibilidad moral en favor de los más desprotegidos es un signo muy positivo de nuestra actual sociedad.

La mayor dignidad del ser humano consiste en servir al prójimo por amor. Quien sirve libremente y por amor a los otros, crece en dignidad y madura como persona. Quien sólo se mira a sí­ mismo y no piensa más que en acaparar para sí­, se empobrece y se degrada como persona. Servir a la fuerza es humillante. Servir por amor dignifica y ennoblece a quien lo hace. El nivel de dignidad de un pueblo se mide precisamente por el número y calidad de voluntariado que posee. El voluntariado lo forma aquel grupo de personas, pertenecientes a instituciones civiles y religiosas, que están dispuestas a servir gratuitamente y de buen grado a los demás. Servicio fratemo a cambio de nada: ahí­ radica la esencia y la grandeza del voluntariado. El voluntariado es un cuerpo altruista que prefiere servir a ser servido, y que encuentra su felicidad en su autodonación a los demás. Más dirí­a yo: la solidaridad tiene su máximo exponente en el voluntariado.

En una sociedad libre y democrática como la nuestra, cada vez cobrará más importancia el voluntariado social, es decir, aquel grupo de gente que gratuitamente y de forma organizada quiere hacer algo útil para los demás.

El voluntariado social fomenta la cultura de la gratuidad y de la solidaridad, dos realidades claves para la humanización de nuestro mundo. La gratuidad y la solidaridad son, a su vez, el origen del genuino voluntariado social. La obra llevada a cabo por el voluntariado social, a través de cualquier institución -civil o religiosa-, debe ser siempre gratuita y solidaria, es decir, motivada por la generosa fraternidad. Ahí­ está el secreto de todo su dinamismo. En una sociedad como la de hoy, frí­a, calculadora y mercantilizada, se hace más necesaria que nunca la fuerza del voluntariado social, una fuerza que tanto el Estado como la Iglesia deben fomentar activamente, dotándola de los medios necesarios para poder actuar con eficacia.

Voluntariado social de ningún modo debe significar trabajo de segundo orden y poco cualificado. Si así­ fuera, el voluntariado social quedarí­a desprestigiado y podrí­a convertirse en un mero refugio de entretenimiento para gente de buena voluntad que no sabe dónde ni cómo matar el tiempo.

El voluntariado social bien ideado, orientado y organizado, puede ser una fuerza revitalizadora de la sociedad y, a su vez, una fuerza crí­tica para tanta gente pasiva e insolidaria y para quienes exigen pingües remuneraciones por su trabajo social. Además, el voluntariado social refuerza la ética civil que hoy tanto necesita nuestra sociedad. En la medida en que el voluntariado social crezca cuantitativa y cualitativamente, nuestra sociedad se afianzará sobre una ética civil sólida y esta hará que aquella sea más justa, humana y solidaria.

Conclusión: a la Iglesia nadie deberí­a ganarla en humanidad
Una sociedad con nuevas sensibilidades morales, como las descritas anteriormente, requiere una Iglesia más humana y humanizadora. La Iglesia ha de ser siempre una decidida defensora de la dignidad de la persona humana y ha de proclamar con fuerza -a la vez que vivirlo coherentemente de puertas adentro- que la persona humana no ha de ser utilizada nunca como un medio, sino respetada como un fin. Y esta defensa clara y decidida de los derechos humanos, la Iglesia ha de hacerla desde una actitud de profunda fraternidad evangélica, que sea visible a través de gestos creí­bles y convincentes.

A la Iglesia nadie deberí­a ganarla en humanidad, nadie deberí­a ganarla en la defensa y promoción de los derechos humanos, porque la fe en Jesús que ella proclama nos enseña con toda claridad que no es voluntad de Dios que sus hijos vivan en condiciones infrahumanas, que no es voluntad de Dios que haya injusticias, explotación del hombre por el hombre, y desigualdades económicas abismales.

Y cuando el auténtico cristiano se dirige a Dios en el silencio de la oración, no lo hace para encontrar en él un refugio de inercia y pasividad, sino la luz y el valor necesarios para continuar la lucha pací­fica, pero tenaz, por un mundo más justo, humano y fraterno.

¿Por qué la lucha por la justicia en el mundo ha estado casi siempre ligada a la ideologí­a y al programa de una radical negación de Dios? O formulada esta misma pregunta de otra manera: ¿por qué los creyentes en Dios no hemos estado siempre en primera lí­nea a la hora de defender los grandes valores de la justicia, la igualdad, la libertad, la fraternidad? La Iglesia y cada uno de sus miembros no podemos ser neutrales en la defensa de la justicia. No olvidemos las clarividentes palabras del sí­nodo mundial de los obispos, del año 1971: «La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presentan claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del evangelio, es decir, de la misión de la Iglesia…».

La Iglesia, por encima de toda dialéctica partidista, y respetando la sana autonomí­a de las realidades polí­ticas, sociales y económicas, ha de salir siempre en defensa del bien común, y especialmente de los más marginados de nuestra sociedad. Además, ha de ayudar a los hombres a descubrir el sentido de la vida. Por eso «aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal» (FR 5).

Actualmente, en las sociedades industriales avanzadas, se vive una profunda crisis cultural, entendiendo por cultura el conjunto de pautas de pensar, de interpretar y de actuar de todo un pueblo (cf FR 95). Y esta crisis cultural de nuestros dí­as no es una crisis de pequeños detalles, sino de todo el conjunto del sistema industrial moderno que no logra dibujar con claridad un proyecto válido de hombre y de sociedad. Da la impresión de que la actual sociedad tecnológica, altamente racionalizada, se ha vuelto en muchos aspectos irracional y está salpicada de elementos de barbarie.

En lo más hondo de esta crisis cultural, que también es una crisis moral, la Iglesia, la comunidad cristiana, deberí­a ser descubridora y dadora de sentido, procurando vivir el valor de la autenticidad en medio de una sociedad en muchos aspectos tarada por la mentira, la hipocresí­a y la superficialidad; el valor del saber compartir, en un mundo materialista que se arrodilla ante los í­dolos del dinero, del poder y de la comodidad; el valor de la creatividad, en una sociedad cada vez más adormecida en la monotoní­a y la rutina; el valor de la alegrí­a, ante tanta gente quemada, resentida, que no encuentra sentido alguno a la vida; el valor de la paz, en una sociedad minada por la violencia, el terrorismo y la guerra, porque la verdad, la justicia, la libertad y la fraternidad todaví­a son palabras vací­as de significado en muchos puntos de la tierra; y el valor de la gratuidad, en una sociedad marcada por el utilitarismo y que no valora debidamente el hecho de estar en compañí­a de otros, simplemente para compartir el diálogo, la amistad, un ideal o una misma fe.

La Iglesia, finalmente, ha de ser educadora del sentido crí­tico, haciendo comprender a sus fieles que es más humana y cristiana la cultura del ser que la cultura del tener, que es más gratificante el compartir que el acaparar. Hoy dí­a, por desgracia, en nuestra sociedad, la importancia de la persona no se mide por lo que es, sino por lo que tiene: por la categorí­a de su casa, por la marca de su coche, por el volumen de su cuenta bancaria. A veces nuestro mundo occidental da la impresión de ser gigante en ciencia, en técnica y en bienes materiales, y enano en madurez humana, en valores éticos y en calidad moral. Los valores supremos para este tipo de sociedad nuestra son la eficacia técnica y el poder económico. El hombre que la sociedad de consumo produce es un hombre obsesionado por el tener posesivo que, en definitiva, es más esclavizante que liberador.

Si la Iglesia quiere educar a sus fieles en una actitud crí­tica y transformadora, ha de ser capaz de desenmascarar, sin miedo, los sutiles mecanismos de la sociedad de consumo, que son hasta capaces de domesticar y comercializar la protesta que se hace contra la misma.

Además, la Iglesia, siguiendo la pauta que le señaló Juan Pablo II, en su encí­clica Redemptor hominis, ha de recordar sin cansancio al hombre de hoy «la prioridad de la ética sobre la técnica, el primado de la persona sobre las cosas y la superioridad del espí­ritu sobre la materia» (RH 16). Es este, sin duda, un camino de humanización que la Iglesia debe seguir fielmente y mostrar al mundo como plausible.

NOTAS: 1. Cf M. VIDAL, Etica civil y sociedad democrática, Desclée de Brouwer, Bilbao 1984, 14. – 2 Cf V. ENRIQUE Y TARANCí“N, Los valores éticos en la democracia (Discurso-lección inaugural del cardenal Tarancón al ser investido como Doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Valencia, dí­a 4 de octubre de 1994), en pliego de Vida Nueva (22 de octubre de 1994) 28. – 3. Ib, 29. – 4. Cf J. BESTARD, L’ética civil, plataforma de diáleg entre creients i no creients (Llicó inaugural del Curs Académic 1992-93 a 1’Escola Universitária de Treball Social de les Illes Balears, dia 22 dóctubre de 1992), EUTS, Palma de Mallorca 1992, 11. – 5. Cf ID, Creo en el hombre, Espasa Calpe, Madrid 19972, 169-171. – 6 Cf ID, Hacer el bien humaniza, Espasa Calpe, Madrid 1998, 174-180.

BIBL.: 1. Documentos: JUAN XXIII, Carta encí­clica Pacem in terris (11 de abril de 1963); PABLO VI, Carta encí­clica Populorum progressio (26 de marzo de 1967); exhortación apostólica possinodal Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975); JUAN PABLO II, Carta encí­clica Redemptor hominis (4 de marzo de 1979); carta encí­clica Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987); exhortación apostólica possinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988); carta encí­clica Centesimus annus (1 de mayo de 1991); carta encí­clica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998); Mensaje en el 50° aniversario del comienzo de la 1I Guerra mundial (26 de agosto de 1989); Mensaje con motivo del 50° aniversario del final de la 11 Guerra mundial (8 de mayo de 1995); COMISIí“N PERMANENTE DEL EPISCOPADO ESPAí‘OL, Instrucción pastoral Constructores de la paz (20 de febrero de 1986); CONFERENCIA EPISCOPAL NORTEAMERICANA, El desafí­o de la paz. La promesa de Dios y nuestra respuesta, pastoral colectiva de la Conferencia episcopal norteamericana (3 de mayo de 1983). II. Libros y números monográficos de revistas: AA.VV., Valori e diritti umani, Gregoriana libreria editrice, Padua 1988; ARANGUREN L. A., Interrogando la solidaridad, Vida nueva 2144 (4 de julio de 1998): Contra la tortura actuar y orar, Imágenes de la fe 320 (febrero de 1998); Reinventar la solidaridad. Voluntariado y educación, PPC, Madrid 1998; BESTARD J., Creo en el hombre, Espasa Cal-pe, Madrid 1997′-; Hacer el bien humaniza, Espasa Calpe, Madrid 1998; Derechos humanos, el sueño de la historia, Crí­tica 853 (revista mensual de pensamiento y cultura), (marzo de 1998); Los valores éticos de la democracia, Vida Nueva (discurso-lección inaugural del cardenal Tarancón al ser investido doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Valencia, dí­a 4 de octubre de 1994), (22 de octubre de 1994) 23-29; Iglesia y democracia. La aportación de la Conferencia episcopal española. Aproximación a un balance (conferencia pronunciada en El Escorial por el arzobispo de Pamplona), (25 de enero de 1997) 21-31; CACCIARI M.-MARTINI C. M., Diálogo sobre la solidaridad, Herder, Barcelona 1997; ETXEBERRIA X., El reto de los derechos humanos. Fe y secularidad, Sal Terrae, Santander 1994; MORATALLA A. D., Etica y voluntariado. Una solidaridad sin fronteras, PPC, Madrid 1998; PAGOLA J. A., Educar para la paz, Idatz, San Sebastián 1996.

Joan Bestard Comas

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética