Es la norma del obrar que dimana de la naturaleza humana ordenada a su fin. Se llama natural ante todo para distinguirla de la sobrenatural; en efecto, es captada, no ya por la fe para la consecución de la vida divina, sino por la razón para la realización del bien humano. En segundo lugar, para distinguirla de la ley positiva: a diferencia de ésta, que es formulada por una autoridad legislativa y obliga en virtud de ese decreto, la ley natural es anterior a toda prescripción humana o divina y obliga a cada uno de los hombres en razón de su naturaleza humana. Finalmente y sobre todo, porque tiene en esta naturaleza humana el «lugar» en el que se encuentra: es natural la ley que saca de la naturaleza específica del hombre los criterios directivos del obrar moral. Al ser éste un obrar propio del hombre, no puede menos de derivar la norma de la humanidad del agente. Esta humanidad es la naturaleza que sirve de fundamento y de fuente de la ley moral.
El concepto de ley natural aparece inicialmente en la filosofía griega, articulado con el ideal de felicidad propuesto para el hombre. En la sagrada Escritura, aunque no encontramos esta expresión, está presente en todos los enunciados de la moral humana. desde el decálogo hasta los catálogos de virtudes: es la ley que Jesús no vino a abolir, sino a cumplir (cf. Mt 5,17). En los Padres de la Iglesia es la revelación natural de la voluntad de Dios para cada uno de los hombres. Santo Tomás es su teórico más autorizado: la ley natural es regla y – medida de los actos humanos determinada por la razón. Con el nominalismo de Occam se produce y difunde una comprensión voluntarista y preceptista. En la época moderna, con la disolución del concepto de naturaleza por obra del idealismo y del positivismo, la ley natural sufré un fuerte descrédito crítico. La necesidad, a su vez, de salvaguardar el bien moral del capricho del poder político y la conciencia difusa de los derechos universales del hombre marcan por otro lado una atención nueva, aunque ordinariamente sin expresarse, a la ley natural. Pero el concepto de naturaleza reductivamente empirista, que domina en la mentalidad técnico-científica, y el esencialista, que prevalece en la ética, están en el origen de ciertos malentendidos que no han favorecido ni mucho menos el sentido auténtico y el debido crédito de la ley natural. –
Es necesario, por Consiguiente, recuperar y – acreditar de nuevo el significado genuino de naturaleza, que está en la base de la ley natural. Se trata de la naturaleza de persona humana en la totalidad de su ser individual (ser en sí), creatural-trascendente (ser de Dios y para Dios), relacional (ser con los demás) y solidario (ser en el mundo y en la historia). Esta riqueza autoconsciente de lo que es identifica a la naturaleza humana en la tematicidad de los bienes expresados por cada una de estas dimensiones: bienes que, en cuanto que comportan una exigencia de respeto y de realización, tienen una razón de fin.
Dinamizan como tales (como valores) la libertad, significando su ley de actuación Y de realización: ley natural, como ley de la naturaleza personal humana, del bien de la persona en la pluralidad de los bienes que la significan. Son los bienes-valores de la persona como ser en sí: la vida, el espíritu, la libertad, la conciencia, la verdad, la corporeidad, la sexualidad, el trabajo; los bienes-valores de la persona como ser de Dios y para Dios: la religión, la fe, la vida sobrenatural, la gracia, la revelación; los bienes-valores de la persona como ser con los demás: el derecho, la comunicación, la educación, la paz, la amistad, la familia, la sociedad, la Iglesia, el Estado: los bienes-valores de la persona como ser en el mundo: el arte, la cultura, la historia, el ambiente, la tradición, la técnica, la biosfera.
De esta forma todo se comprende en relación ontológica con la persona. Y su naturaleza no es ni una esencia ahistórica y desencarnada ni un pedazo de mundo estructurado de manera particular, sino la uni-totalidad de un espíritu en el cuerpo, en la integralidad y en la riqueza axiológica del propio ser. Esta ontología de la persona es la que constituye y define a la naturaleza humana. Y la ley que capta y que dirige sus dinamismos cualificativos y finalistas es llamada natural: ley de la autoafirmación de la persona. Esta ley toma forma primariamente en los primeros principios expresados por los valores y los imperativos respectivos; y secundariamente en los principios o preceptos derivados como prescripciones particulares y como temáticas.
En cuanto expresión del ser de la persona, la ley natural es en sí misma objetiva, universal e inmutable. Esto no constituye ningún problema para los primeros principios, que son de suyo autoevidentes : su ignorancia equivaldría a desconocer el bien humano, a la persona como criterio ético. El problema surge más bien con los principios derivados, para los que se verifica de hecho una diversidad de juicios. Escribe santo Tomás: «La ley moral, en cuanto a los primeros principios comunes, es la misma en todos, tanto por su validez objetiva (secundum rectitudinem) como por su conocimiento (secundum notitiam). Pero en cuanto a ciertas prescripciones particulares, que son como las conclusiones de los principios comunes, es la misma en todos o en la mayor parte de los casos (ut in pluribus)…; pero puede fallar en un pequeño número (ut in paucioribus) tanto en lo referente a la validez objetiva…, como en lo referente al conocimienton (5. Th. 1-11, q. 94, a. 4).
Esta variabilidad, «en cuanto a la validez objetivan, está determinada por el cambio de la materia y de las circunstancias que son objeto de una valoración normativa. De manera que, propiamente hablando, no es la ley moral en su verdad y exigibilidad axiológica la que cambia, sino la realidad efectivamente normada. Esta puede presentar elementos adicionales de valoración o significar de hecho algo nuevo o distinto de lo que siempre ha sido entendido por todos. Pensemos, por ejemplo, en la no obligación de restituir un objeto al que tiene la mala intención de perjudicar con él a alguien, en la licitud de la violencia en un caso de legítima defensa, en la legitimidad actual del interés por un préstamo respecto a la prohibición del pasado, A su vez, «en cuanto al conocimiento», la variabilidad de las prescripciones particulares está determinada por los cambios del ethos, o sea, por el modo de percibir los bienes-valores, por la conciencia colectiva de los mismos, por su concepción cultural. Si la persona, en la pluralidad de los bienes-valores que la expresan de manera exigente, es el elemento permanente veritativo y normativo de la ética, la conciencia que de ella tienen el hombre y la sociedad es histórica, y por tanto sujeta al crecimiento, al olvido, al error, a los retrasos, a los retornos, a las recuperaciones, a las conquistas.
Pensemos en la esclavitud, en la tortura, en la intolerancia religiosa, en el racismo, en la desigualdad de sexos en el pasado, o bien en el aborto, en el liberalismo sexual, en la impureza, en la contracepción en nuestros días.
La ley natural, como participación de la ley eterna en la criatura racional, y por tanto divina en su origen, es una ley inscrita en el corazón del hombre (lúmen insitum), de la que nadie puede sustraerse (cf. Rom 1 -2); y es también una ley superior, referente normativo (mensura non mensurata) de toda legislación humana.
M. Cozzoli
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PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Exposición histórica:
1. Epoca precristiana;
2. Mensaje cristiano y ley natural hasta el siglo XIII;
3. La ley natural en santo Tomás;
4. El giro ockhamista;
5. Ley natural y derechos de la persona.
II. Exposición sistemática:
1. Ley natural en la Sagrada Escritura:
a) Antiguo Testamento,
b) Nuevo Testamento;
2. La ley natural ante la reflexión filosófica y teológica actual:
a) Razón, naturaleza, naturaleza humana y ley natural,
b) Ley natural y teología moral,
c) Ley natural y teorías políticas.
I. Exposición histórica
1. EPOCA PRECRISTIANA. La expresión «ley natural» tiene su historia: es una etiqueta en cuyo reverso se han concretado los más diversos -y con frecuencia opuestos- contenidos, aunque tratando siempre de responder a algunas preocupaciones constantes.
Históricamente, la idea de ley natural nace en el campo político. El problema fundamental del poder político, es decir, su justificación, se resolvía -hasta la época de los sofistas en el plano teórico, y a veces hasta nuestros días en el práctico- haciendo remontar la estirpe de quien detentaba el poder hasta algún remoto antepasado divino o semidivino. De esta manera, moral, derecho positivo y religión formaban un amasijo con el poder político o, xrrejor, la reflexión humana occidental no había conseguido diferenciar las tres esferas, aun con todas sus innegables conexiones.
El primero y más célebre ejemplo de ruptura con esta mentalidad lo constituye la rebelión de Antígona contra su tío Creonte, en nombre de una ley de Zeus que vale más que cualquier ley del rey (Sí“FOCLES, Antígona, v. 450-460). Pero fueron los sofistas los que desarrollaron el tema en el plano teórico. El poder se justifica, en realidad, con la posesión de los medios para ejercerlo. Se disfraza de origen divino, de obligación moral y religiosa simplemente lo que agrada y favorece al detentados de turno del poder. Es más, en opinión de Critias, los dioses han sido inventados ex profeso para encubrir las opresiones (Sext. IX, 55 [88 B 25]: fragmento de un drama satírico). Se abre así la crisis del poder político, pero también la crisis de toda norma moral. Sócrates intuyó en esto el fin de la moral heterónoma y trató de crear una moral que fuera a un tiempo autónoma y universal.
La racionalización de esta intuición -auténtico descubrimiento de la conciencia- ocurrió por dos caminos diversos, que tuvieron ambos, muchos siglos después, gran influencia en el pensamiento y en la reflexión moral cristiana. D La corriente platónica buscó la universalidad -y el lugar de su determinación objetiváen el mundo de las ideas. El verdadero bien se encuentra por encima del hombre concreto y particular, del hombre corpóreo: únicamente el filósofo puede entreverlo. Y he aquí enseguida la vertiente política: la república dictatorial de los filósofos, los únicos en conocer el bien y el mal. D La corriente aristotélica, de corte exquisitamente empírico, contrariamente a la opinión corriente generalizada, quiso ver en el hombre concreto, corpóreo, su ley misma. Pero mientras que para el sofista Protágoras «el hombre es la medida de todo» (DIELS, Protágoras, B) en el sentido de que cada hombre es medida para sí mismo y totalmente independiente de los demás, nace en Aristóteles la idea de naturaleza humana -aquello por lo que cada hombre es hombrey, con ella la idea y la formulación de la ley natural, que se manifiesta en las inclinaciones físicas y espirituales del hombre mismo.
Por este camino, o sea, por el camino de. la, ley natural, se escapa al arbitrio de los poderosos y de los filósofos; pero el deber moral así evidenciado no alcanza un grado de absolutez: obsérvese la ley natural si se quiere vivir bien; pero no existe fundamentación absoluta alguna del deber de vivir bien. Estamos ante un eudemonismo moral que no cambiará sustancialmente a través de sus diversas configuraciones, estoicas, epicúreas, escépticas, etc. Permanece el misterio del deber y de la experiencia íntima del deber de vivir bien. Es verdad que algunos pensadores -p.ej., Séneca y, en cierta medida, también Cicerón- consideran la ley natural como manifestación de Dios. Pero el confín real entre Dios y la ley natural, es.decir, la naturaleza misma, queda sumamente difuminado.
Mas con la aparición del imperio romano la ley natural comienza a desempeñar otra función de capital importancia. En el momento en que la filosofía política pasa de la visión estrecha de la relación ciudadanopolis a la más amplia de la relación hombre-cosmópolis, la ley natural se ofrece como instrumento de reconocimiento de los humanos entre sí y garantía de derechos recíprocos. Tanto en la polis griega como en la civitas romana se les garantizaba a los ciudadanos en cuanto tales algunos derechos de libertad. La idea de ley natural, en cambio, sirve para fundamentar derechos que competen a cualquier, persona frente a cualquier ley. De esta manera; el encuentro de la ley natural griega con la cosmópolis grecorromana dio lugar a la idea de una mensura non mensurata de carácter universal en comparación con la ley positiva, que es mensura mensurata. Las leyes de cualquier poder político encuentran justamente en la ley natural su límite superior y un criterio de juicio sin apelación. Nace un jus gentium al lado de un jus civium.
2. MENSAJE CRISTIANO Y LEY NATURAL HASTA EL SIGLO XIII. Por Su naturaleza, el mensaje cristiano no está vinculado a ninguna cultura; las penetra todas y vive en ellas. Pero si bien no puede reducirse a una estructura cultural o filosófica, debe, sin embargo, expresarse -ser dicho, comunicado y acogido- dentro de una estructura de lenguaje. El mensaje cristiano necesita la mediación -siempre necesaria y siempre insuficiente- de categorías socioculturales y, por tanto, también filosóficas, transitorias:
Y así sucede que la iniciación de la reflexión cristiana sistemática en materia moral enlaza explícitamente con las categorías estoicas. Estoicos como Séneca o Lucano son citados, a veces a la letra, por los Padres de los cuatro primeros siglos. Ambrosio no duda en servirse ampliamente de la categoría de ley natural. Para él y para sus contemporáneos la ley natural es revelación natural, pero al fin y al cabo revelación. La naturaleza del hombre y de las cosas es creada por Dios, y sus leyes y tendencias le indican al hombre la voluntad de Dios. Dios es creador y ordenador, y la ley natural tiende precisamente a mantener el orden de lo creado. Con Agustín, de quien está tomada esta última expresión (Contra Faustum XXII, 27), las cosas permanecen aparentemente inmutadas. En realidad, la influencia neoplatónica altera bastante la idea de ley natural en Agustín mismo, pero sobre todo en el agustinismo, que imperará incontrastable hasta el siglo xiii. En el hombre, en efecto, están presentes en alguna medida las ideas universales, cuya ignorancia sólo puede deberse al pecado y a la deliberada mala voluntad de los transgresores. La sindéresis o intuición originaria del precepto moral se encuentra en cada persona para cada una de sus opciones. De ahí la tendencia a transformar la ley natural en un catálogo escrito -o, en cualquier caso, escribible- de pecados particulares, que en continuo aumento llega a su culmen de absolutez y fijeza en Pedro Abelardo. En resumen, se creía posible deducir todos los preceptos, por lo que quien no amoldara a éstos su comportamiento no podía presumir siquiera de buena fe o ignorancia inculpable o invencible. Es éste un período agitado y complejo, que no es posible aquí analizar detalladamente, de tendencia a una total objetivación de la moralidad. Favoreció mucho esta tendencia la necesidad práctica de establecer catálogos de penitencias para cada pecado (consúltense los librillos de confesión o penitenciales): con tanta más urgencia cuando desapareció la penitencia pública y permaneció sólo la privada, confiada al buen sentido de cada uno de los pobres y, con frecuencia, ignorantes sacerdotes, necesitados de una guía concreta para establecer la subsistencia de un pecado y su gravedad.
Al mismo tiempo, en su función política, la ley natural funcionó como base de toda legislación y jurisprudencia, invirtiendo así su papel; de garantía para el ciudadano frente al poder pasó a ser motivo de obligación en conciencia de la ley positiva y de la sacralidad práctica del poder del que ésta emanaba.
La situación era muy grave sin lugar a dudas, tanto en el frente moral como en el político, cada vez más duro debido al deterioro de las funciones originalmente liberadoras de la ley natural. Toda desobediencia a la ley positiva era también una ofensa a la ley natural y, por tanto, a Dios; mientras que, por lo general, no se admitía la inocencia de quien obraba con conciencia cierta, pero errónea.
3. LA LEY NATURAL EN SANTO TOMíS. Fue realmente santo Tomás quien volvió a dar alas y posibilidades liberadoras a la idea de ley natural, tanto en el plano moral como en el político. Con delicadeza, pero con decisión, lleva a cabo el paso de una moral de objeto a una moral de sujeto. Esto no significa que él rechace -como hicieron los sofistas- toda posibilidad de establecer normas morales objetivas; significa que hace una distinción entre bien objetivo (orden querido por Dios) y bien moral (intención del hombre respecto a Dios). Para santo Tomás el pecado es sólo formaliter aversio a Deo (S. Th., IIII, q. 10, a. 3). Ahora bien, la tradición le ofrecía una terna de datos de los que deducir la moralidad de un acto: el objeto, las circunstancias y el fin intrínseco ala acción. El principal de ellos era el objeto. Santo Tomás no rechaza las auctoritates, pero se pregunta: objeto ¿de qué?, ¿del suceso externo o del acto interno? Y el objeto propio del acto interno, de la elección de la voluntad, ¿no es idéntico al fin inmediato que la voluntad se propone? (S. Th., I-II, qq. 18-19; q. 72). Y si -incluso erróneamentela inteligencia propone a la voluntad como buena, ordenada al fin último, alguna cosa que, en cambio, le es objetivamente contraria, la voluntad tiende al bien y no se hace opción contra Dios; no hay aversio a Deo, no hay pecado.
Esta doctrina no podía dejar de tener benéficas consecuencias en la idea de ley natural, fosilizada en torno al siglo xii. En efecto, la sindéresis, respecto a cuyo contenido no puede darse error que no vaya acompañado de pecado, queda automáticamente reducida al precepto primero y formal de la ley natural: fac bonum el vita malum. Este principio, y sólo él, es evidente por sí mismo, paralelo en el plano práctico al principio de contradicción en el plano teórico especulativo. En términos actuales, podría decirse que el bien moral consiste sustancialmente en la orientación fundamental hacia Dios y que el mal moral sólo existe cuando se da una respuesta negativa a la llamada absoluta de Dios.
Junto a este primer precepto, cuya ignorancia es inadmisible en línea de principio dado que es evidente por sí mismo (hoy diríamos que se trata de la I experiencia moral originaria, que hace a la persona autora de opciones de autorrealización libres), existen otros preceptos generalísimos o direccíones de fondo para la búsqueda del orden querido por Dios. Estos preceptos no son evidentes por sí mismos, pero sí de tan fácil deducción que prácticamente nadie los ignora o puede suponerse que no los ignore. Pueden deducirse inmediatamente de la definición de hombre como animal racional y, por eso, subsistencia, reproducción, racionalidad y sociabilidad -o también, si se quiere, de acuerdo con Graciano, los diez mandamientos entendidos como directrices orientadoras de las opciones humanas- pueden constituir el elenco primigenio de estos preceptos generalísimos. El término que mejor expresa hoy estos preceptos generalísimos es el de /»valores»: éstos, en efecto, al ser generalísimos, no son propiamente preceptos, sino normas generales en cuyo interior y para una mejor realización deben hallarse las normas operativas que ore n o prohíban un determinado comportamiento concreto. Sólo estas últimas son preceptos en el sentido estricto y moderno del término. Aquéllos son valores que han de realizarse o defenderse en cada opción concreta; no artículos de una especie de código moral, tipo código penal. El primer precepto formal y esta serie de tendencias racionales de la naturaleza humana -o preceptos generalísimos- son, según santo Tomás, inmutables. Pero, para él, termina aquí la inmutabilidad de la ley natural.
Cuando se trata de llegar a lo que constituye el verdadero precepto operativo, la norma que ordena o prohíbe cada acción concreta, entonces tanto la falibilidad de la razón humana en la deducción a partir de los primeros principios como la diversidad de elementos en juego en cada situación concreta, podrán hacer que los principios ulteriormente deducidos varíen de persona a persona, de situación a situación; hoy añadiríamos -dado que las personas y las situaciones se verifican en el interior de un grupo- de grupo a grupo. Más aún: cuanto más remota sea la deducción a partir de los principios de partida, tanto más fácil será encontrar diversidad de opiniones y facilidad de error (S. Th., I-II, q. 94, aa. 2.4.5).
En su tercera acepción, pues, la ley natural no es un catálogo de preceptos deducidos infalible e inevitablemente una vez por todas y para todos, sino más bien la capacidad de encontrar el precepto operativo concreto que mejor realice los valores expresados por los preceptos más generales. La ley natural es un «lumen insitum» en la persona, hasta identificarse con su razón misma; es la «participatio legis aeternae in creatura rationali». Característica, pues, de la ley natural es precisamente la de no ser positiva, es decir, la de no ser escrita ni escribible una vez por todas.
En el plano político, la ley natural, tan netamente distinta de la positiva, sea ésta eclesiástica o civil, vuelve a adquirir su función primigenia; ella es la «mensura non mensurata» de toda legislación positiva; tiene tal categoría que, siendo el bien de la comunidad el fin de la ley positiva, toda ley que se oponga a este bien, ni es propiamente ley ni tiene vigencia moral alguna; más aún: toda ley que imponga un comportamiento contrario a la ley moral, natural y revelada, debe ser siempre desobedecida. De las primeras se dice que son leges injustae; de las segundas, que son legos inhonestae (S. Th., I-II, q. 96,a. 4).
4. EL GIRO OCKAAMISTA. A la subjetivación de la moral, realizada por Tomás, se contrapone la escuela filosófica franciscana y, en particular, la radicalización de la misma en Guillermo de Ockham y sus seguidores. El nominalismo llevó a la demolición de la capacidad de la razón para encontrar la verdad por deducción a partir de universales, y también, obviamente, la verdad práctica además de la especulativa. Puestas estas premisas, la ley natural estaba destinada a -desaparecer; el voluntarismo exasperado llevaba a la conclusión de que un comportamiento era bueno en cuanto mandado por Dios, y no a causa de una racionalidad intrínseca del mismo. Dios podría muy bien mandar lo contrario. La verdad ockhamista se reconocía por la respuesta afirmativa a la siguiente pregunta: si Dios te mandase que lo odiases, ¿lo odiarías? (Sent. IV, q, 14 D; contra la opinión de Duns Scoto). Desaparecería así toda función de la razón como capacidad inventiva del precepto concreto.
Y, sin embargo, esto no iba a marcar el fin de la ley natural, sino el comienzo de una ulterior -y perjudicial-fase de su historia. En efecto, comenzó a concebirse la razón como el modo de manifestarse la voluntad de Dios. Y como no era pensable que Dios hubiera dejado incertidumbres en la promulgación de sus preceptos absolutos, se llegó a reabsolutizar la razón, aceptando una especie de deduccionismo absoluto y vinculante, que hacía escribible toda la ley natural, fijada una vez por todas en cada uno de sus preceptos, incluidos los más minúsculos, por la deducción racional. Este giro de 360 grados (de una impensabilidad de la ley natural a una ley natural rígida y preceptista) cambió el papel de la razón, que pasó del de capacidad inventiva al de lugar de promulgación de la ley natural; no ya capacidad de descubrir el precepto operativo sobre la base de unos valores de fondo sino catálogo de preceptos operativos. Este giro no fue sólo teórico. Está arraigado en motivaciones históricas profundas y muy concretas. Señalamos tres, que nos parecen preeminentes.
a) El nacimiento de los Estados soberanos nacionales entre 1400 y 1500. El poder político convergía arriba, en un centro territorialmente único, que resumía en sí todo poder y que debía hacer ver de alguna manera que el ejercicio del poder absoluto era justo y no arbitrario. Para conseguirlo era necesario mantener una medida superior, que fue, precisamente, este segundo y desviado modo de ser de la ley natural: la deducción racional y preceptista operada por los filósofos y sabios de corte. No debemos olvidar que es ésta la época de las numerosas «institutiones principis christiani», a la que sigue muy pronto la época del soberano ilustrado. En este ambiente prospera ese extraño voluntarismo racionalista de un Descartes y de un S. Pufendorff.
Es el nacimiento de lo que hoy se denomina con propiedad yusnaturalismo y que con muchísima razón rechazan hoy todas las escuelas jurídicas.
b) El cada vez más frecuente contacto con mundos paganos. Mundos paganos no marginales ni absorbibles por el universo cristiano de corte medieval, sino homogéneos y firmes en su paganismo: así eran los turcos que se asomaban a Oriente y los pueblos americanos en los que se apoyaba la cristiandad para asomarse hacia Occidente. Esto hacía necesario recurrir a preceptos comunes, aceptables para ambas partes y, por ello, absolutos en su fundamentación, sin necesidad de recurrir a motivaciones religiosas cristianas. La vigencia de la ley natural empalma así con la pura racionalidad de cada uno de los preceptos «etiamsi daremus Deum non esse» (aun admitiendo que Dios no existiese. Esta célebre frase de H. Grocio está tomada casi totalmente de autores ockhamistas precedentes).
c) El principio humanista consiste en explicar la naturaleza por la naturaleza y la consiguiente fundamentación de una teoría política «religionsfreie» («Silete theologi in munere alieno»: ALBERICO GENTILI, De jure belli 1, c. 22), es decir, libre de todo prejuicio o postulado de orden religioso. Esto impulsó hacia el mismo resultado del punto precedente, con el agravante de que despojaba a la ley natural de su función de medida superior infranqueable por el poder político. No en vano el primer teórico puro de la moderna doctrina política fue Hobbes.
Deduccionismo moral, retorno a un absoluto objetivismo moral y ley natural como catálogo de preceptos forman una misma cosa. Una época, una mentalidad y ciertas urgencias históricas señalaron el camino recorrido por toda la teología moral, reducida a veces apuro deduccionismo moral, con un olvido total de la Sagrada Escritura, a la que se recurre a menudo de manera inoportuna, con frases sacadas de su contexto inmediato y del más amplio de historia de la salvación, con el único fin de resaltar el razonamiento o el precepto heredado del manual precedente, con un olvido total incluso del animus profundo del pensamiento de santo Tomás.
Prescindiendo de los desarrollos, ocasos y retornos a la idea de ley natural en el campo filosófico laico de 1600 a nuestros días, hay que reconocer que, hasta los últimos decenios y en casi todos los tratados de teología moral hasta el Vat. II, ésta es la concepción dominante de la ley natural. Ni siquiera el rigorismo moral jansenista, que se coló en los manuales al uso a través de la escuela de Douai y, en particular, a través de Billuart, ayudó mucho a sanar la situación.
La reflexión actual tiene que ser necesariamente muy crítica con este pasado próximo. Es, sin embargo, un deber señalar que la crítica contra la ley natural a secas es errónea. La crítica seria se dirige en realidad contra la acepción yusnaturalista de la ley natural, de corte racionalista, que, como ya se ha visto, difiere por completo de la idea de santo Tomás y, en resumidas cuentas, se basa en una especie de diosa razón de corte iluminista.
5. LEY NATURAL Y DERECHOS DE LA PERSONA. La función política de la ley natural fue revalorizada por santo Tomás como justificación -o a veces obligación- de desobediencia a las leyes positivas. Para santo Tomás como para F. Suárez, una ley injusta no es propiamente ley. Es en este marco en el que se habla, y se debería hablar con más propiedad, de derecho natural como límite y justificación última del derecho positivo y, consiguiente e indirectamente, como fundamentación de los derechos del individuo y de los grupos frente al poder político.
La explicitación de la idea de derechos (subjetivos) naturales o de derechos de la persona llegará más tarde. Con el nacimiento del Estado soberano surge el problema de la relación entre individuo y Estado. La concepción contractual del origen del poder político, especialmente en la versión de Locke, redujo la función del derecho positivo a la tutela de los derechos -anteriores- de los individuos (vida, libertad, propiedad). La función de límite, ejercida por la ley natural desde sus orígenes, pasa de este modo a los derechos naturales. Y así, para las varias declaraciones de los derechos vinculadas a la revolución francesa, el fin de la república es la tutela de la vida, de la propiedad y de la libertad de los ciudadanos.
El interesante paso del derecho natural a los derechos de la persona no es de fácil análisis. Baste aquí indicar que significó ciertamente un logro notable para la cultura occidental en contra de toda forma de despotismo, todo lo iluminado que se quiera, pero que, en la práctica, no debía rendir cuentas a nadie de cuanto arbitrariamente realizaba. El Estado policial es así reemplazado por el Estado de derecho. Pero se debe también resaltar que este Estado tiene su límite. Situaciones de profunda y objetiva injusticia no pueden subsanarse sin violar los derechos de los particulares que se benefician de dichas situaciones, puesto que la única y principal función del Estado consiste precisamente en la tutela de tales derechos. En concreto, el Estado policial es el Estado en, el que a quien tiene se le da más y a quien no tiene se le quita incluso lo poco que tiene, con todas las legitimidades precisas; es el Estado en el que el pícaro, el rico, el más fuerte, gozando de los mismos derechos de libertad que el menos dotado, está en condiciones de ejercerlos más y mejor que este último, ahondando irremisiblemente la fosa que ya los separa.
Así, junto a los derechos de libertad hay que dar cabida a los derechos, igualmente naturales, de solidaridad: cada uno no sólo tiene derecho a no ser obstaculizado, sino que tiene también el derecho, dentro de la comunidad, a que se le ayude y ponga en condiciones de poder disfrutar de manera concreta de aquellas libertades (JUAN XXIII, Pacem in terris, 2). Esto no es factible más que limitando el ejercicio de las libertades de todos, en particular en el campo del derecho de propiedad. Surge la contraposición entre libertad y justicia, que no ha encontrado aún una síntesis segura y practicable. Indudablemente, sin una concepción del derecho natural que esté por encima tanto de los derechos como de los deberes (derechos de libertad y deberes de solidaridad), una tal síntesis resulta imposible.
II. Exposición sistemática
1. LA LEY NATURAL EN LA SAGRADA ESCRITURA. a) Antiguo Testamento. La idea de ley natural es de origen griego, y no bíblico. Pero, en su esencia, esa idea es humana y coincide con la experiencia de originariedad e irreductibilidad del llamamiento moral absoluto. Toda la parte sapiencia¡ del AT no es otra cosa que experiencia y reflexión moral, patrimonio de una comunidad que ha ido madurando, perfeccionándose y modificándose a través del tiempo y de las diversas situaciones culturales. En el AT se encuentran ya: -una buena formulación de la experiencia moral originaria (el primer principio de santo Tomás), por ejemplo, en Deu 30:15ss; -la enunciación de principios generalísimos en el /decálogo, en sus varias formulaciones; -la enunciación de preceptos particulares rígidamente operativos, en calidad de aplicaciones de los principios generales a cada una de las situaciones históricas concretas; -la búsqueda de la norma concreta de conducta por el individuo a través de la sabiduría, el mensaje profético y la guía de la experiencia del pueblo entero.
Y, sin embargo, la moral veterotestamentaria es una moral de llamamiento, y no de esencias; jamás se reduce a un eudemonismo de corte aristotélico o estoico, sino siempre a la respuesta a una llamada absoluta que, en cuanto dirigida al ser humano, tiene en sí misma -y no en principios filosóficos abstractos- su justificación y su absolutez. Los reyes, aunque ungidos por Dios, son siempre contestados y juzgados por los profetas en nombre de Dios, mucho antes de que Antígona elevase su grito o que los sofistas denunciasen la mistificación del origen divino del poder.
Pero, sobre todo, hay que resaltar que el AT conoce bien tanto la ! experiencia moral originaria como la existencia de deberes morales concretos, incluso en el período anterior a la ley del Sinaí. Adán y Eva, Caín, Noé, José y sus hermanos, todos conocen el bien y el mal, todos son juzgados en bien o en mal a la luz de una ley absoluta no escrita. Es una ley operante, porque vive en el corazón de cada persona y en la conciencia del grupo. Pero es una ley que está siempre configurada como llamamiento de Dios.
b) Nuevo Testamento. Dentro del NT es Pablo quien trata explícita e implícitamente el tema de la ley natural: -en Romanos 1, la inmoralidad en sus formas más perversas se relaciona directamente con el rechazo de un Dios que podía ser conocido. Existe una inmoralidad y, por consiguiente, una experiencia humana (que prescinde de la revelación sobrenatural) del bien y del mal, que es absoluta, es decir, vinculada al reconocimiento de un llamamiento 0 fundamento absolutos (Rom 1:2432, cf 1Ts 4:5. Obsérvese cómo la versión latina del v. 32 invierte el sentido original del griego); -en Romanos 2 (en especial 13-14 y 26) se explicita esta consecuencia. Los paganos pueden ser pecadores y santos como los judíos, pues llevan en sí la misma ley moral que los judíos han recibido; sin haber conocido la ley (veterotestamentaria) realizan las obras de la ley, porque ésta se encuentra escrita en su corazón (v. 15) y no en tablas de piedra, y pueden encontrar su mejor concretización a través de la argumentación racional; -en Rom 7:22.23 se describe al hombre como aquel que con la razón, en su interioridad (uno de los pocos pasajes en que Pablo usa la distinción entre cuerpo y espíritu en sentido griego), sabe lo que es bien y mal, aunque no lo haga; -los varios catálogos de pecados que excluyen del reino, como los citados en Rom 1 y todos los lugares paralelos (Ron, 1,29; 6,23; Gál 5:19; 2Co 6:15), no están tomados de la moral veterotestamentaria, sino de la experiencia moral (estoica) propia del mundo cultural en que Pablo predica; -es muy frecuente la invitación a hacer lo que es justo, bueno, decoroso, conveniente, sin ulteriores especificaciones, juzgadas de todo punto inútiles (1Ts 4:12; Rom 13:13; 1Co 7:35; 2Co 4:2; añádase la frecuente invitación a hacer el bien: cf Rom 12:2; Gál 6:9. Un resumen del conjunto puede consultarse en Flp 4:8); -finalmente, mucha de la parénesis paulina (especialmente Rom 13, donde la obediencia a las autoridades no remite a temas específicos bíblicos) está vinculada a una apreciación razonable de lo que es bien y mal, sin deducciones o referencias a la ley veterotestamentaria y a la palabra de Jesús.
Es muy importante indicar que para Pablo la ley moral permanente contenida en el AT y en la enseñanza de Jesús no difiere sustancialmente en sus contenidos de la ley natural misma. Esto confiere una luz nueva a las relaciones que se dan entre ley natural y ley moral cristiana, que aquí no podemos analizar a fondo. Baste con mencionar lo difícil que es sostener la existencia de un specifieum christianum en el plano de los contenidos [/Especificidad (de la moral cristiana)] y lo igualmente difícil que es sostener que los contenidos de la ley natural y a la vez de la ley moral neotestamentaria sean reducibles a una serie de preceptos.
Mas también los evangelios conocen, si no la expresión, sí la idea de ley natural. -La famosa regla áurea (Mat 7:12 y Lev 6:31) no es otra cosa que una guía para hallar en cada caso, con ayuda de la razón, el precepto justo en el momento justo (san Agustín la cita en forma negativa como vulgare proverbium, dicho de sabiduría popular). -Nuestro Señor invita así mismo a dos hermanos que discuten a causa de una herencia a encontrar por su cuenta lo que es busto (Lev 12:13-14). -A propósito de la indisolubilidad del matrimonio, aunque no sólo entonces, se ve claramente, a la luz de la exégesis moderna, la relación entre ley natural, ley positiva divina y precepto positivo operativo humano. Existe una fundamental, originaria indisolubilidad del matrimonio, que, sin embargo, los humanos no han comprendido. La revelaciqn cristiana, con su mensaje de caridad como donación total, posibilita ahora su comprensión. Con todo, la reglamentación positiva humana de este principio varía de un lugar a otro, según las diversas estructuras sociales en que el mensaje cristiano debe penetrar. Véase cómo Marcos distingue -separando los lugares- la ley natural-divina ideal y su preceptización en la Iglesia primitiva local de corte romano (donde la mujer puede dejar al hombre, situación inconcebible en el mundo judío: Me 10,5-9.10.12).
2. LA LEY NATURAL ANTE LA REFLEXIí“N FILOSí“FICA Y TEOLí“GICA ACTUAL. a) Razón, naturaleza, naturaleza humana y ley natural. ¿Cuál puede ser el significado y la función de la ley natural en la reflexión teológico-moral actual? Atrás quedan profundas variaciones; han variado la noción y la función de la teología moral; ha variado la concepción de la «naturaleza»; ha variado la comprensión de los procesos racionales que pueden fundamentar un juicio moral; ha variado la comprensión que la persona tiene de sí misma y de su vocación. Estas y otras variaciones correlativas obligan a un replanteamiento global de la idea y de la función de la ley natural. En ello no hay nada de extraño ni de demoledor; se ha visto l arriba que la ley natural es una noción «histórica», una noción que ha vivido y sobrevivido a través de muchas variaciones en un lapso de al menos dos mil trescientos años. Sería extraño pensar que esta noción pueda alguna vez absolutizarse y vivir como una especie de dogma filosófico dentro de la teología moral.
Examinaremos, pues, tres significados fundamentales que asume el adjetivo «natural» en la expresión «ley natural» y veremos los problemas que plantea hoy cada uno de ellos a la reflexión moral, tanto teológica como filosófica.
– Natural como contrapuesto a sobrenatural. En la sistemática de santo Tomás, la ley natural es la ley moral que las personas son capaces de descubrir con sus capacidades naturales solas. Existe ciertamente una ley moral revelada, pero ésta no cubre la gran mayoría de nuestras opciones particulares. La ley eterna, la voluntad eterna de Dios para todas sus criaturas, se manifiesta al hombre como vocación, como un llamamiento al que cada uno debe responder. Tarea de la reflexión teológico-moral es precisamente ilustrar «la altura de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de dar frutos en la caridad en beneficio de la vida del mundo» (OT 16). Esta ilustración ha de hacerse a la luz de la revelación divina; pero el modo concreto de comportarse en cada momento y en cada ambiente de la existencia humana, de forma que ese comportamiento responda al llamamiento de Dios, no puede descubrirse por norma más que a través de la razón.
La ley natural es, pues, en primer lugar el llamamiento de Dios, que se manifiesta al hombre, incluido el creyente, mediante su misma actividad raciocinante. Pero incluso el no creyente, el que no está en condiciones de aceptar (por el motivo que sea) la revelación divina, tiene un llamamiento de Dios en el interior de su corazón; al menos, el llamamiento al valor supremo de la caridad (GS 16). El modo de responder a este llamamiento, o sea, la valoración de la correspondencia de un comportamiento particular con esta experiencia moral originaria, sólo puede ser obra de la capacidad raciocinante. «En la fidelidad a la conciencia», dice la Gaudium et spes, deben unirse cristianos y no cristianos para estudiar y resolver los problemas morales que cada momento de la historia humana plantea. Ningún agente libre está, pues, dispensado de buscar la propia respuesta al llamamiento de Dios y de buscarla precisamente a través de la razón. La razón como capacidad «natural» de descubrimiento o lectura del llamamiento de Dios, otorgada por Dios al hombre con esta finalidad precisa, podrá tener una función integradora o una función alternativa respecto a la revelación divina. Pero es un paso obligado para todo ser humano que quiera actuar en conciencia.
En este primer sentido la expresión «ley natural» no indica una serie de normas particulares, sino más bien una fuente normativa abierta, cuyo uso es obligatorio para quien quiera actuar conscientemente. Se abre entonces un grave problema, seriamente planteado por la filosofía contemporánea a cualquier tipo de reflexión moral: el problema de los límites y de la validez universal de la razón. No es un problema para ser discutido aquí, pero que es necesario tener en cuenta para futuros desarrollos de la doctrina; una reflexión moral teológica no está dispensada de serlo también lógica. Baste aludir a un aspecto del problema, que es importante para el mensaje moral cristiano en culturas diversas de la occidental: no es del todo seguro que culturas diversas tengan modelos de razonamiento iguales. El tipo de reflexión que convence (a nosotros mismos y a los demás) de la validez de una conclusión (en nuestro caso, de un precepto moral particular) puede tal vez variar de una cultura a otra. Un precepto particular podría, pues, no ser universalizable (absolutus). Se trata de una cuestión abierta; lo que, sin embargo, es cierto es que cada uno debe actuar según el dictado de la propia convicción, cualesquiera que sean los instrumentos de argumentación de que pueda disponer.
– Natural como contrapuesto a positivo. En este segundo significado del adjetivo «natural», la ley natural se contrapone a la ley positiva, es decir, a un precepto ya promulgado (escrito) por una autoridad legítima. Es éste el significado con el que nació la idea misma de ley natural. Prescindiendo de la ley positiva divina (la revelación), la ley natural nació precisamente como instancia crítica frente a la pretensión de absoluto moral de las leyes civiles. Por su naturaleza, pues, la ley natural no es codificable una vez por todas, algo que se pueda escribir e imponer a las personas por una autoridad humana. Cada ser humano individual tiene el deber de servirse de su propia razón para descubrir el llamamiento que Dios le hace a él. Y conviene recordar que cada ser humano es irrepetible y tiene su propia irrepetible vocación. La «participatio legis aeternae in creatura rationali», en expresión de santo Tomás citada /con anterioridad, I, 3, es por definición no escrita ni escribible plenamente por competencia o autoridad humana alguna; se encuentra en alguna medida en cada criatura racional particular.
Esto no significa en absoluto que nadie pueda decir nada a nadie en materia de ley moral. La reflexión teórica de las personas y de la humanidad entera sobre el significado, destino y tarea de la existencia humana ha existido desde que existe una experiencia moral y una reflexión consciente sobre la misma. Todos tenemos necesidad de esta larga historia de experiencia moral humana llevada a cabo pór la razón y, consiguientemente, escribible y, de hecho, escrita. Cada persona agente piensa y valora las propias opciones en un contexto social y formando parte de una historia; es aquí donde puede encontrar ayuda en su proceso personal de descubrimiento de su llamamiento; es aquí donde, de alguna manera, busca siempre una verificación de sus propias conclusiones. Existe de hecho y de derecho una reflexión especializada -filosófica y teológica- sobre la ley natural, a la que la persona individual puede (y debe) recurrir; puede existir una autoridad moral de un particular o de un grupo, de la que la persona individual sabe o cree que puede fiarse.
En este sentido puede hablarse de una ley natural escrita o promulgada. Esta no es nunca un precepto o un catálogo de preceptos que las personas individuales tengan que recibir pasivamente, sino una ayuda necesaria de la que éstas no pueden ni material ni moralmente prescindir, si buscan de verdad la respuesta adecuada al llamamiento de Dios (o de la conciencia). En ningún caso puede un pronunciamiento en materia de ley natural tener más valor que el razonamiento en el que se basa: aquél, por definición, no puede sustituir a la capacidad racional de la criatura humana, pero puede impulsarla a la reflexión e indicarle un posible camino.
– Natural como «leído en la naturaleza’: En este tercer significado el adjetivo «natural» indica una ley o un precepto moral particular encontrado leyendo en la naturaleza. La naturaleza es creada por Dios y, consiguientemente, las estructuras del cosmos a todos los niveles y las leyes que las regulan son expresión de la voluntad del Creador. Nace así la idea de una «naturaleza normativa» y -como caso particular- la idea de una naturaleza humana que pueda constituir la base de una moral natural. En general, toda la filosofía moral hasta el siglo pasado y toda la. teología moral recogida en los manuales hasta la mitad del actual están basadas en el siguiente principio: ,,operar¡ sequitur esse». Una vez definida la naturaleza humana, es posible deducir de ella el conjunto de deberes morales del hombre. También la naturaleza del cosmos tiene la característica de ser expresión de la voluntad del Creador, pero, en opinión común basada en la Sagrada Escritura, esa voluntad debe estar al servicio del hombre y subordinada a él. Consiguientemente y dentro de determinados límites, el hombre puede modificarla a fin de conseguir su propia perfección.
Aparece enseguida claro que el significado de la ley natural es aquí completamente distinto del de los dos apartados precedentes. En ellos la naturaleza (racional) de la persona es el instrumento para comprender el llamamiento de Dios, para encontrar la respuesta adecuada en medio de las mil situaciones concretas en las que la persona está invitada a elegir. En este tercer significado la naturaleza (del cosmos en general y de la persona en particular) es el lugar en el que encontrar la respuesta adecuada. Hay que señalar que los dos sentidos de ley natural no son alternativos (o el uno o el otro). La razón humana podrá y deberá servirse también de la lectura de lo creado para comprender su propio llamamiento y para responder a él del mejor modo posible, pero la naturaleza no será directamente normativa. Y viceversa, si se privilegia este último significado de ley natural, la persona, entonces, al estudiar la naturaleza, podrá encontrar en ella el llamamiento de Dios y su respuesta adecuada al mismo. La razón no es ya instrumento de descubrimiento de la ley eterna, sino instrumento de lectura de la naturaleza, y la naturaleza es la reveladora de la ley eterna.
En el debate, hoy absolutamente abierto, entre estas dos posturas entran en juego enseguida dos problemas: el problema del conocimiento de la naturaleza y el problema del conocimiento de la naturaleza humana.
†¢ ¿Qué conocimiento tenemos o podemos tener de la naturaleza como cosmos, incluyendo en ella al organismo humano? ¿Qué validez tienen nuestros conocimientos científicos? Hasta comienzos de nuestro siglo la respuesta era tranquilizad ora. No conocemos, por supuesto, todo acerca de la naturaleza, pero lo que conocemos es un conocimiento cierto (recuérdese que para Galileo este conocimiento es parangonable al conocimiento divino). La investigación científica genera nuevos conocimientos, que sólo en ocasiones vienen a corregir los anteriormente adquiridos. Esta tranquila certeza podía servir de base a una concepción normativa de la naturaleza. Puesto que ésta es la naturaleza, éste es, entonces, el plan de la creación y éste es mi deber de criatura. Sin embargo, esta tranquila certeza está hoy trasnochada, y al parecer definitivamente. Las razones son muchas, y no es éste el lugar para detallarlas. No existe hoy científico razonable que comparta esta certeza acerca del conocimiento que él tiene de la naturaleza. Por consiguiente, la reflexión moral, que debe leer racionalmente la naturaleza, o sustituye a los científicos (cosa que parece poco razonable: surgirían infinidad de casos Galileo) o acepta el veredicto, consciente de su inevitable provisionalidad.
El conocimiento científico de la naturaleza puede aspirar hoy a una validez por dos vías alternativas: 0 en el mejor de los casos, una proposición sobre la naturaleza es verdadera en el sentido de no haber sido falseada hasta hoy por ulteriores observaciones. Se trata, por consiguiente, de una buena aproximación, que prevé por principio ulteriores desarrollos. Una ley natural científica es, pues, verdadera en el sentido de ser verificable hasta el momento presente; 0 en el peor de los casos, una proposición sobre la naturaleza es verdadera en el sentido de ser coherente con un lenguaje y un sistema de elaboración de las sensaciones. Ahora bien, lenguaje y sistema de elaboración no son ni verdaderos ni falsos; son convencionales del todo, y se pueden concebir muchos (o infinitos), más, cada uno de los cuales daría lugar a proposiciones diversas por completo. Una ley natural científica es, pues, verdadera en el sentido de ser coherente con un sistema lógico que no es ni justo ni equivocado; es simplemente arbitrario.
En cualquiera de los casos, incluso en el mejor, la lectura racional de la naturaleza no nos proporciona el conocimiento del proyecto de Dios creador sino de forma provisional. Esto es lo mejor que se puede decir, pero que no coincide con lo que se decía hace veinte años, y que probablemente no se podrá decir tampoco dentro de veinte. Resulta, pues, muy problemático, por no decir otra cosa, poder hablar de una «naturaleza normativa», al menos en Toque respecta a lo observable con los sentidos y estudiablecon la razón (el cosmos en general y el organismo humano en particular).
†¢ Pero las cosas se complican todavía más cuando se plantea el problema de la cognoscibilidad y descriptividad de la naturaleza humana. Los problemas de fondo se pueden sintetizar en dos raíces: es la persona quien debe tratar de describirse a sí misma; es la persona quien debe tratar de describir su propia relación con el cosmos.
La persona, en su unidad psicofísica,está en continuo cambio: el esfuerzo mismo de comprenderse hace cambiar a la persona. Si la naturaleza humana fuese describible de una vez por todas, carecería ya de sentido preguntarnos por nosotros mismos. Toda descripción humana de la naturaleza humana va ligada a una sola persona en un solo grupo (o cultura) en un preciso momento histórico. Toda descripción de este género (y no existen otras) es de gran valor para las demás personas, pero con la finalidad precisa de proceder a ulteriores descripciones. A la pregunta «¿qué es el hombre?», el Vat. II (GS 12) responde diciendo para qué está llamado el hombre. Se trata de un hecho de gran valor teórico; el conocimiento de sí es fundamentalmente el conocimiento del significado y del proyecto de la propia existencia. La descripción (provisional) de la naturaleza propia no es fuente directamente normativa, sino instrumento para comprender mejor la propia vocación e instrumento en continua modificación y -tendencialmente- afinamiento.
El problema de la relación hombre-cosmos se plantea en este marco. Corresponde, por supuesto, a la naturaleza humana la comprensión de esta relación. Ahora bien, esta comprensión varía inevitablemente con el variar de la comprensión que la persona tiene de sí misma. Supuesto un significado para la existencia, el hombre tiene capacidad para adaptar el cosmos a sí mismo o, si se prefiere, a la mejor prosecución del significado de su propia existencia. Corresponde, pues, a la naturaleza humana no sólo la capacidad de «leer» el cosmos, sino la de transformarlo. El problema ético no será, pues, en primer lugar el de «cómo respetar el cosmos», sino el de «la finalidad a dar a la búsqueda y actividad de transformación del cosmos».
En esta misma lógica hay que ver la relación del hombre consigo mismo; la persona respeta su naturaleza psicofísica no cuando la deja intacta, sino cuando la adapta a la comprensión que tiene de su propia finalidad. Toda forma de psico-terapia y de fisio-terapia tiene siempre aquí su justificación. Mejorar una condición psíquica o una condición física es una opción que encuentra sus límites éticos no en la modificación en sí, sino en el horizonte global de significado y de proyecto de la propia existencia. Sólo a partir de este horizonte se puede decidir qué es «mejor» y se puede, consiguientemente, enjuiciar el significado ético de la opción. Esta compleja cadena de razonamientos forma también parte de la ley natural.
b) Ley natural y teología moral. La teología moral parte, por definición, de la revelación sobrenatural. Pero la Sagrada Escritura solicita siempre la mediación de la razón humana para llegar a la norma ética sobre cada comportamiento. Existe un requerimiento explícito a lo largo de la Biblia; ejemplo típico es la tarea de «discernir», que Pablo confía a cada creyente. Pero existe también un requerimiento mucho más profundo, que se puede sintetizar en los siguientes puntos:
– Existe un proyecto de Dios, creador y redentor, para la humanidad y su historia. Incluso el llamamiento a cada persona está vinculado a este proyecto (el «consilium Dei» de GS 11). Este llamamiento se encuentra en el corazón (en la conciencia) de cada persona, al menos en sus valores fundamentales; es la doctrina explícita de GS 16 y 92. El proyecto de Dios nos lo revela autorizadamente la Sagrada Escritura no en forma de tratado o de exposición científica, sino como gradual descubrimiento histórico, nunca plenamente realizado. Esto vale para el AT y también para el NT; en las comunidades apostólicas se dan grandes pasos adelante en la comprensión del proyecto de Dios. Esto vale para la Iglesia; una moral propiamente teológica deberá también tratar de expresar el proyecto global de Dios. Este es, pues, el momento central de la revelación en materia moral: cada precepto particular presente en la Biblia debe entenderse como especificación del proyecto, especificación que, normalmente, está vinculada a situaciones objetivas o condicionamientos culturales o psicológicos del autor sagrado. No es suficiente, pues, una buena exégesis; la teología moral requiere una buena hermenéutica. Y ambas tienen una historicidad inherente propia. La lectura del proyecto en la realidad histórica objetiva de nuestro tiempo y en la cada vez más profunda y compleja comprensión que la Iglesia, los cristianos y los hombres de buena voluntad (como individuos y como grupos) tienen de la propia vocación, todo ello es parte integrante de la teología moral; pero es obra de la razón humana. La luz de la fe abre un horizonte de significado a la existencia y la historia de cada persona y de la humanidad. Corresponde después a la razón la búsqueda de los comportamientos particularizados que mejor encajen en este horizonte.
Dios actúa ordinariamente por intermedio de causas segundas; no ordena directamente a las personas cada comportamiento concreto (sería ésta una visión ockhamista, inaceptable hoy), sino que confía a la elección de cada uno el propio proyecto. De esta manera, las personas -y en particular los creyentes en Cristo y la comunidad de los creyentes- no sólo deben descubrir el proyecto de Dios, sino que deben realizarlo históricamente. Y esto en dos sentidos: a) deben realizarlo en un momento preciso de la historia y, por ello, en un marco de realidades objetivas que son datos variables; piénsese en una opción económica en el marco de la economía doméstica y en el de la economía planetaria actual; b) deben realizarlo tratando de encaminar la historia hacia la meta final de la ciudad de Dios. El dato histórico actual es, pues, un dato en el que hay que realizar el proyecto de Dios y, simultáneamente, una realidad que debe ser modificada para poder realizar mejor el proyecto de Dios de transformar la familia humana en familia de Dios (GS 40). Es preciso recordar que Cristo es el fin de la historia humana, la meta a la que ésta tiende y debe tender (GS 45). La Biblia nos señala la meta foral; pero todas las metas intermedias de cada momento de la historia de los individuos y de la humanidad deben ser descubiertas dentro de la historia y con las capacidades de la naturaleza humana. En este sentido más amplio sigue siendo verdadera la definición de ley natural dada por santo Tomás: «Participado legis aeternae in creatura rationali».
– Es precisamente esta estrecha y debida interconexión entre la revelación (y la fe cristiana) y la razón humana la que plantea hoy problemas enormes a la reflexión teológico-moral. Esta debe ahondar hasta el límite de lo posible en la lectura de fe del proyecto de Dios y, al mismo tiempo, debe leer cada ámbito de la realidad histórica en el que están situadas las opciones individuales de las personas. La teología moral no tiene en la actualidad otro estatuto que el indicado claramente por el Vat. II: discernir «a la luz del evangelio y de la experiencia humana» (GS 46). A pesar de estar hoy más bien desacreditado el término «ley natural» (por muchos motivos, no todos irracionales), la realidad en él expresada se revela cada vez más importante e incluso absolutamente indispensable para la reflexión teológica.
c) Ley natural y teorías políticas. Existe realmente un «eterno retorno de la ley natural» (H. Rommen). Hoy toda teoría política (salvo periódicas tendencias fascistas o elitistas) buscan un gobierno de lapolis basado en el consenso. Esto está estrechamente vinculado con el concepto de «dignidad de la persona»; la lealtad para con la polis debe ser, en la medida de lo posible, fruto del asentimiento libre, y no de coerción. La tradición liberal democrática ha visto (y ve) la esencia del consenso en la pura aceptación de las reglas del juego. Hoy, en cambio, se tiende, y justamente, a buscar un consenso basado en algo sustancial y no puramente formal; un consenso sobre las grandes finalidades que toda convivencia humana se debe proponer constituye la meta de muchas e importantes búsquedas [/Política, con bibliografía]. Más aún: es éste el nudo de todo el debate filosófico-político actual. Ahora bien, esta búsqueda no es otra cosa que la forma histórica nueva en que se presenta la idea antigua de ley natural; una base de finalidad, de valores y, también, de algunas opciones de comportamiento, que sea aceptable por un ser humano como ser racional; una base que se pueda defender con argumentos y en cuya formulación pueda participar el cuerpo social discutiendo los pros y los contras; cuyos instrumentos de actuación puedan ser verificados y modificados consensualmente (y, por lo mismo racionalmente). El término «ley natural» o «derecho natural» no goza hoy (o no goza por ahora) de demasiado favor; sin embargo, la sustancia del problema es idéntica a la expuesta l antes en la larga historia de la idea de ley natural.
La ciencia política tiene necesidad hoy de una base de finalidad y de medios racionales, es decir, sobre los cuales cualquier criatura racional pueda estar de acuerdo. Esta necesidad es, en realidad, una necesidad de ética; se trata de proyectar el mañana y de proyectarlo bien. Este bien es, en su esencia, de carácter ético. Más aún: esta necesidad presupone la conciencia del deber moral de vivir juntos y de vivir en una relación de «benevolencia» recíproca. No sólo existe, pues, una necesidad, consciente o inconsciente, de ética; existe también necesidad de una ética en la que la relación de cada uno con su grupo y, en cierta medida, la dedicación y atención al prójimo constituyan el valor primario. La razón humana, a través de innumerables y complejas vicisitudes históricas y culturales, retorna siempre al proyecto de Dios como éste aparece en el evangelio. El eterno retorno de la ley natural no es otra cosa que la continua presencia de Dios llamando en la conciencia de cada persona (GS 16) a dar fruto en la caridad en beneficio de la vida del mundo (OT 16). Este es precisamente el objeto específico de la teología moral.
[/Decálogo; /Derechos del hombre; /Etica normativa; /Ley nueva; /Norma normal; l Valores morales.
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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral
La base bíblica para este concepto se halla en Ro. 2:13–14. Esto indica que el hombre conoce por creación lo que es bueno y malo, y está bajo la guía y corrección de la conciencia. De esto se ha deducido que la ética no cristiana, p. ej., como la resumida en las virtudes cardinales, puede usarse como base para la ética revelada, o que ambas pueden considerarse idénticas, o aun (según los racionalistas y humanistas) que en lugar de la ley bíblica, se debe preferir la ley natural, lo cual hace innecesaria la revelación cristiana. Pero el argumento de Romanos es que la ley natural, aunque es un hecho y también puede tener cumplimientos parciales, es ante todo un instrumento de condenación del pecador que no puede percibirla y cumplirla como debiera, y de esta forma lo lleva a Cristo como el fin de la ley para justicia (Ro. 10:4), y, por tanto, el comienzo del verdadero conocimiento y observancia de la voluntad divina. De manera que, no puede llegar a ser una base independiente como alternativa o sustituto de la ley de Cristo.
Véase también Revelación natural.
Geoffrey W. Bromiley
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (358). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología
Contenido
- 1 Su Esencia
- 2 Contenido de la Ley Natural
- 3 Cualidades de la Ley Natural
- 4 Nuestro Conocimiento de la Ley
Su Esencia
El término ley natural se emplea a menudo como equivalente de leyes de la naturaleza, denotando el orden que gobierna las actividades del universo material. Entre los juristas romanos la ley natural designaba aquellos instintos y emociones comunes al hombre y a los animales inferiores, tales como el instinto de auto-preservación y el amor a la prole. En su aplicación ética estricta—el sentido con el que se trata en este artículo—, la ley natural es la regla de conducta prescrita por el Creador en la constitución de la naturaleza con la cual nos ha dotado.
Según Santo Tomás de Aquino, la ley natural es “nada más que la participación de la criatura racional en la ley eterna” (I-II.94). La ley eterna es la sabiduría de Dios, puesto que ella es la norma directiva de todo movimiento y acción. Cuando Dios decidió darle existencia a las criaturas, deseó ordenarlas y dirigirlas a un fin. En el caso de las cosas inanimadas, esta dirección divina se le provee en la naturaleza que Dios le dio a cada una; en ellas reina el determinismo. Como todo el resto de la creación, Dios destinó al hombre para un fin, y recibe de Él la dirección hacia ese fin. Esta ordenación es de un carácter en armonía con su naturaleza inteligente libre. En virtud de su inteligencia y libre albedrío, el hombre es amo de su conducta. A diferencia de las cosas del mero mundo material, él puede variar su acción, actuar, o abstenerse de actuar, como le plazca. Aun así él no es un ser sin ley en un universo ordenado. En la misma constitución de su naturaleza, él también tiene una ley establecida para él, que refleja esa ordenación y dirección de todas las cosas, la cual es la ley eterna. Entonces, la regla que Dios ha prescrito para nuestra conducta se haya en nuestra naturaleza misma. Esas acciones que se conforman con sus tendencias, nos llevan a nuestro fin destinado, y son de ese modo constituidas correctas y moralmente buenas; aquellas en desacuerdo con nuestra naturaleza son erróneas e inmorales.
Sin embargo, la norma de conducta no es algún elemento particular o aspecto de nuestra naturaleza. El estándar es nuestra naturaleza humana total con sus múltiples relaciones, considerada como una criatura destinada a un fin especial. Las acciones son incorrectas si, aunque sirvan en condición subordinada a la satisfacción de alguna necesidad o tendencia particular, son al mismo tiempo incompatibles con esa racional y armoniosa subordinación de lo inferior a lo superior que la razón debe mantener entre nuestros deseos y tendencias conflictivas (vea artículo bien. Por ejemplo, es correcto alimentar nuestros cuerpos; pero es incorrecto complacer nuestro apetito por comida en detrimento de nuestra salud física o espiritual. La auto-conservación es correcta, pero es incorrecto negarse a exponer la vida cuando el bienestar de la sociedad lo requiere. Es un error beber hasta intoxicarse, pues, además de ser dañino para la salud, tal complacencia nos priva del uso de razón, que está destinada por Dios para ser la guía y dictadora de la conducta. El robo es incorrecto, porque subvierte la base de la vida social; y para su desarrollo adecuado la naturaleza del hombre requiere que el hombre viva en un estado de sociedad. Hay, entonces, una doble razón para llamar natural a esta ley de conducta: primero, porque está establecida concretamente en nuestra misma naturaleza; y segundo, porque se nos manifiesta por el medio puramente natural de la razón. En ambos aspectos se distingue de la ley positiva divina, la cual contiene preceptos que no surgen de la naturaleza de las cosas según Dios las ha constituido por el acto creativo, sino de la voluntad arbitraria de Dios. Nosotros aprendemos esta ley no a través de la operación de la razón sin ayuda, sino a través de la luz de la revelación sobrenatural.
Analizaremos ahora la ley natural en sus tres constituyentes: la norma discriminatoria, la norma imperativa (norma obligans) y la norma manifestante. Como ya hemos visto, la norma discriminatoria está en la misma naturaleza humana, considerada objetivamente. Es, por así decirlo, el libro donde está escrito el texto de la ley y la clasificación de los actos humanos entre buenos y malos. Estrictamente hablando, nuestra naturaleza es la norma o estándar discriminatorio próximo. La norma última o remota, de la cual es el reflejo y aplicación parcial, es la naturaleza divina misma, el fundamento último del orden creado. La norma obligatoria o imperativa es la autoridad divina, que le impone a las criaturas racionales la obligación de vivir conforme a su naturaleza, y así con el orden universal establecido por el Creador. Contrario a la teoría de Kant que no debemos reconocer otro legislador que la conciencia, la verdad es que la razón como conciencia es sólo la autoridad moral inmediata a la que estamos llamados a obedecer, y la conciencia por sí misma debe su autoridad al hecho de que es el portavoz de la voluntad e “imperium” divinos. La razón es la norma manifestante (norma denuntians), la cual determina la cualidad moral de las acciones tratadas por la norma discriminatoria. A través de esta facultad percibimos qué es la constitución moral de nuestra naturaleza, qué clase de acción requiere, y si una acción particular posee este carácter requerido.
Contenido de la Ley Natural
Radicalmente, la ley natural consiste de un principio supremo y universal del cual se derivan todas nuestras obligaciones o deberes morales naturales. No podemos discutir aquí las muchas opiniones erróneas respecto a la norma fundamental de vida. Algunas de ellas son completamente falsas—por ejemplo, la de Jeremías Bentham, que hizo de la búsqueda de la utilidad o placer temporal el fundamento del código moral; y la de Fichte, quien enseñó que la obligación suprema es amarse a sí mismo sobre todas las cosas y a los otros debido al yo. Otros presentan la idea verdadera de un modo imperfecto o unilateral. Por ejemplo, Epicuro sostenía que el principio supremo es “seguir la naturaleza”; los estoicos inculcaban el vivir de acuerdo a la razón. Pero estos filósofos interpretaban sus principios de un modo menos en conformidad con nuestra doctrina que lo que el tenor de sus palabras sugiere. Los moralistas católicos, aunque concuerdan sobre la concepción subyacente de la Ley Natural, han diferido más o menos en su expresión de su fórmula fundamental. Entre muchos otros encontramos lo siguiente: “Ama a Dios como el fin y a todo debido a Él”; “Vive conforme a la naturaleza humana considerada en todos sus aspectos esenciales”; “Observa el orden racional establecido y sancionado por Dios”; Manifiesta en tu vida la imagen de Dios impresa en tu naturaleza racional.” La exposición de Santo Tomás de Aquino es al mismo tiempo la más simple y filosófica. Comenzando por la premisa de que el bien es lo que principalmente cae bajo la aprehensión de la razón práctica—o sea, la razón actuando como dictador de la conducta—y que, en consecuencia, el principio supremo de acción moral debe tener el bien como su idea central, él afirma que el principio supremo, del cual se derivan todos los otros principios y preceptos, es que se debe hacer el bien y evitar el mal (I-II, Q, XCIV, a.2).
Pasando del principio primario a los principios y conclusiones subordinados, los moralistas los dividen en dos clases: (1) aquellos dictados de la razón que fluyen tan directamente del principio primario que mantienen en la razón práctica el mismo lugar que las proposiciones evidentes en la esfera especulativa, o que son por lo menos fácilmente deducibles del principio primario. Por ejemplo, tales como “Adora a Dios”; “Honra a tus padres”; “No robes”; (2) aquellas otras conclusiones y preceptos a que se llega sólo a través de un proceso de inferencia más o menos complejo. Es esta dificultad e incertidumbre que requiere que la ley natural sea suplementada por la ley positiva, humana y divina. En cuanto al vigor y fuerza imperativa de estos preceptos y conclusiones, los teólogos los dividen en dos clases: primaria y secundaria. A la primera clase pertenecen aquellos que deben observarse, bajo todas circunstancias, si se ha de mantener el orden moral esencial. Los preceptos secundarios son aquellos cuya observancia contribuye al bien público y privado y se requieren para la perfección del desarrollo moral, pero no son tan absolutamente necesarios a la racionalidad de conducta que no puedan ser legalmente omitidos bajo algunas condiciones especiales. Por ejemplo, bajo ninguna circunstancia la poliandria es compatible con el orden moral, mientras que la poligamia, aunque inconsistente con las relaciones humanas en su desarrollo moral y social adecuado, no es absolutamente incompatible con ellas bajo condiciones menos civilizadas.
Cualidades de la Ley Natural
- (a) La ley natural es universal, por así decirlo, aplica a toda la raza humana, y es en sí misma igual para todos. Todo ser humano, porque es ser humano, si ha de conformarse con el orden universal deseado por el Creador, está obligado a vivir conforme a su propia naturaleza racional, y a ser guiado por la razón. Sin embargo, los niños y las personas insanas, que no tienen el uso efectivo de su razón y por lo tanto no pueden conocer la ley, no son responsables por el fracaso en cumplir con sus demandas.
- (b) La ley natural es inmutable en sí misma y también extrínsecamente. Puesto que está fundada en la misma naturaleza del hombre y su destino hasta su fin—dos bases que descansan sobre el fundamento inmutable de la ley eterna—se deduce que, asumiendo la existencia continua de la naturaleza humana, no puede cesar de existir. La ley natural manda y prohíbe en el mismo tenor dondequiera y siempre. Sin embargo, debemos recordar que esta inmutabilidad atañe no a aquellas fórmulas imperfectas abstractas en las cuales se expresa comúnmente la ley, sino al estándar moral según aplica a la acción en lo concreto, rodeado por todas sus condiciones determinadas. Por ejemplo, enunciamos uno de los principales preceptos en las palabras: “No matarás”; aún así el quitar la vida humana es a veces un acto legal e incluso obligatorio. En esto no existe variación en la ley; lo que la ley prohíbe no es toda toma de vida, sino el quitar la vida injustamente.
Respecto a la posibilidad de algún cambio por abrogación o dispensación, no puede haber pregunta de que tal sea introducida por ninguna autoridad excepto la de Dios mismo. Pero la razón nos prohíbe pensar que incluso Él pudiese ejercer tal poder, porque, dada la hipótesis de que Él desea que el hombre exista, Él desea necesariamente que viva conforme a la ley eterna, al observar en su conducta la ley de la razón. El Todopoderoso, entonces, no puede concebirse como deseando esto y simultáneamente deseando lo opuesto, que el hombre sea liberado completamente de la ley a través de su abrogación, o parcialmente a través de la dispensa de ella. Es cierto que algunos de los más antiguos teólogos, seguidos o copiados por algunos posteriores, sostienen que Dios puede dispensar, y de hecho en algunos casos, ha dispensado de los preceptos secundarios de la ley natural, mientras otros sostienen que el alcance de la ley natural cambia por la operación de la ley positiva. Sin embargo, un examen de los argumentos ofrecidos en apoyo de estas opiniones muestra que los alegados ejemplos de dispensación son: (a) casos donde un cambio de condiciones modifica la aplicación de la ley, o (b) casos respecto a obligaciones no impuestas como absolutamente esenciales al orden moral, aunque su cumplimiento es necesario para la completa perfección de conducta, o (c) casos de adición hecha a la ley.
Como ejemplos de la primera categoría se citan el permiso de Dios a los hebreos para saquear a los egipcios, y su mandato a Abraham de sacrificar a Isaac. Pero no es necesario ver en estos casos una dispensa de los preceptos que prohíben el robo y el homicidio. Como Señor Soberano de todas las cosas, Él podía quitarle a Isaac su derecho a la vida, y a los egipcios su derecho a la propiedad, con el resultado que ni el asesinato de Isaac fuera una destrucción injusta de la vida, ni la apropiación de los bienes de los egipcios la toma injusta de la propiedad ajena. El caso clásico alegado como ejemplo de (b) es la legalización de la poligamia entre los hebreos. Sin embargo, la poligamia no es bajo todas circunstancias incompatible con los principios esenciales de una vida ordenada racionalmente, puesto que los principales fines prescritos por la naturaleza para la unión marital—la propagación de la raza y el debido cuidado y educación de la prole—pueden, en ciertos estados de sociedad, ser logrados en una unión polígama. La teoría de que Dios puede dispensar de cualquier parte de la ley, incluso de los preceptos secundarios, es apenas compatible con la doctrina cristiana, que es la enseñanza común de la Escuela, que la ley natural se funda en la ley eterna, y por lo tanto, tiene como último fundamento la esencia inmutable de Dios mismo. En cuanto a (c), cuando la ley positiva, humana o divina, impone obligaciones que sólo modifican la fuerza de la ley natural, no se puede decir correctamente que la cambia.
La ley positiva no puede ordenar nada contrario a la ley natural, de la cual extrae su autoridad; pero sí puede—y ésta es una de sus funciones—determinar con más precisión el alcance de la ley natural, y por buenas razones, suplementar sus conclusiones. Por ejemplo, a los ojos de la ley natural un acuerdo verbal mutuo es válido como contrato; aún así, en muchas clases de contratos, la ley civil declara que ningún acuerdo será válido a menos que esté expresado por escrito y firmado por ambas partes ante testigos. Al establecer esta regla la autoridad civil meramente ejerce su poder, el cual deriva de la ley natural, para añadir a la operación de la ley natural tales condiciones como el bien común pueden requerir. Contrario a la casi universalmente aceptada doctrina, unos pocos teólogos sostienen erróneamente que la ley natural depende no de la voluntad necesaria esencial de Dios, sino de su voluntad positiva arbitraria, y enseñaron consistentemente con esta opinión, que Dios puede dispensar de o incluso abrogar la ley natural. Sin embargo, la concepción de que la ley moral es sólo una aprobación arbitraria del Creador, envuelve la negación de cualquier distinción absoluta entre correcto e incorrecto—una negación que, por supuesto, se deshace del mismo fundamento del orden moral en su totalidad.
Nuestro Conocimiento de la Ley
Fundada en nuestra naturaleza y revelada a nosotros por nuestra razón, la ley moral se nos da a conocer en la medida que la razón trae un conocimiento de ella directo a nuestro entendimiento. Surge la pregunta: ¿Cuán ignorante puede ser el hombre de la ley natural, que según dice San Pablo (Rom. 2,14) está escrita en nuestros corazones? La enseñanza general de los teólogos es que los principios supremos y primarios son necesariamente conocidos por todo el que tenga el uso real de razón. Estos principios son realmente reducibles al principio primario que expresa Santo Tomás en la forma “Haz el bien y evita el mal”. Dondequiera que hayamos al hombre lo hallamos con un código moral, que está basado en el primer principio de que se debe hacer el bien y evitar el mal. Cuando pasamos de lo universal a conclusiones más particulares, el caso es diferente. Algunos siguen inmediatamente de lo primario, y son tan evidentes que son alcanzados sin ningún curso de razonamiento complejo. Tales son, por ejemplo: “No cometerás adulterio”; “Honra a tus padres”. Ninguna persona cuya razón y naturaleza moral esté tan poco desarrollada puede permanecer en ignorancia de tales preceptos excepto a través de su propia culpa. Otra clase de conclusiones comprende aquellas a las que se llega sólo por un curso de razonamiento más o menos complejo. Éstos pueden permanecer desconocidos a, o incluso ser malinterpretados por personas cuyo desarrollo intelectual es considerable. Para llegar a estos preceptos más remotos, se deben apreciar muchos datos y conclusiones menores, y al estimar su valor, una persona puede fácilmente errar, y en consecuencia, sin falta moral, llegar a una conclusión falsa.
Unos pocos teólogos de los siglos XVII y XVIII, siguiendo a otros anteriores, sostuvieron que no puede existir en nadie ignorancia práctica de la ley natural. Esta opinión sin embargo no tiene peso (para la controversia vea Thomas Bouquillon, “Theologia Fundamentalis”, n. 74). Teóricamente hablando, el hombre es capaz de adquirir un completo conocimiento de la ley moral, la cual es, como hemos visto, nada sino los dictados de la razón adecuadamente ejercidos. Realmente, tomando en consideración el poder de la pasión, el prejuicio y otras influencias que nublan el entendimiento o pervierten la voluntad, uno puede seguramente decir que el hombre, si no es ayudado por la revelación sobrenatural, no podría adquirir un completo y correcto conocimiento del contenido de la ley natural (cf. Concilio Vaticano I, Ses. III, Cap. II). En prueba necesitamos recordar que las más nobles enseñanzas éticas de los paganos, tales como los sistemas de Platón, Aristóteles y los estoicos, fueron desfiguradas por su aprobación de acciones y prácticas vergonzosamente inmorales.
Como la fundamental y abarcadora obligación impuesta sobre el hombre por el Creador, la ley natural es la única a la que se adhieren todas sus demás obligaciones. Los deberes impuestos sobre nosotros en la ley sobrenatural nos tocan la cuerda sensible, porque la ley natural y su exponente, la conciencia, nos dice que, si Dios ha salvaguardado para nosotros una revelación sobrenatural con una serie de preceptos, estamos obligados a aceptarlos y obedecerlos. La ley natural es el fundamento de toda ley humana en la medida en que ordena que el hombre viva en sociedad, y la sociedad para su constitución requiere la existencia de una autoridad, que debe poseer el poder moral necesario para controlar a los miembros y dirigirlos al bien común. Las leyes humanas son válidas y equitativas sólo hasta donde corresponden con, y refuerzan o suplementan la ley natural; son nulas e inválidas cuando confligen con ellas. El sistema de cortes equitativas, a diferencia de aquellas comprometidas en la administración de la ley común, se fundan en el principio que, cuando la ley del legislador no está en armonía con los dictados de la ley natural, la equidad (æquitas, epikeia) demanda que se eche a un lado y se corrija. Santo Tomás explica la legalidad de este procedimiento. Debido a que las acciones humanas, que son la materia de leyes, son individuales e innumerables, no es posible establecer ninguna ley que no pueda algunas veces resolver injustamente. Sin embargo, los legisladores al pasar leyes vigilan lo que sucede comúnmente, aunque para aplicar la norma común puede a veces obrar la injusticia y derrotar la intención de la ley misma. En tales casos es malo seguir la ley; es bueno poner a un lado su letra y seguir los dictados de la justicia y el bien común (II-II.120.1). Lógica, cronológica y ontológicamente antecedente a toda sociedad humana para la cual provee la base indispensable, la ley natural o moral no es–como enseñó Hobbes, en anticipación a la moderna escuela del positivismo—un producto de acuerdo o convención social, ni un mero cúmulo de las acciones costumbres y modales del hombre, según reclaman los éticos quienes, al negarse a reconocer la Primera Causa como una Personalidad con quien uno sostiene relaciones personales, privan a la ley de su base obligatoria. Es una ley verdadera, pues a través de ella la Mente Divina le impone sus obligaciones y le prescribe sus deberes a las mentes subjetivas de sus criaturas racionales.
Bibliografía: Sobre este tema consulte ética, conciencia, bien, deber; Summa Theol., I-II.91, I-II.94, I.79.12; SUAREZ, De Legibus, II, V-XVII; MEYER, Institutiones Juris Naturalis, II. Todos los libros de texto de ética católicos hablan sobre la ley natural. Una buena exposición en inglés se halle en RICKABY, Filosofía Moral (Londres, 1888); HILL, Ética o Filosofía Moral (Baltimore, 1888). Consulte también: ROBINSON, Elementos de Jurisprudencia Americana (Boston, 1900); LILLY, Derecho e Incorrecto (Londres, 1890); MING, Examen de la Información de la Ética Moderna (Nueva York, 1897); BOUQUILLON, Theologia Moralis Fundamentalis (Ratisbona y New York, 1890); BLACKSTONE, Comentarios, I, introd., sec. I.
Fuente: Fox, James. «Natural Law.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 9. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/09076a.htm
Traducido por Luz María Hernández Medina.
Fuente: Enciclopedia Católica