RICARDO DE SAN VICTOR

SUMARIO: I. Trinidad como encuentro de amor.-II. Las personas trinitarias.

Ricardo (fallecido en torno al 1271), Canónigo Regular de la Abadí­a de san Ví­ctor de Parí­s, británico de origen, constituye una de las cumbres teológicas del siglo XII. Son famosos sus trabajos de espiritualidad, pero sobre todo es famoso e importante su libro sistemático sobre Dios, titulado sin más De Trinitate
Este es uno de los más profundos e influyentes libros de teologí­a trinitaria de la cristiandad; significativamente ha surgido en el lugar donde se cruzan y fecundan la antigua teologí­a de los Padres y la nueva escolástica, la contemplación monarcal y el racionalismo de los nuevos tiempos. El Dios cristiano viene a desvelarse aquí­ como misterio de amor, encuentro personal fundante donde el Padre, Hijo y Espí­ritu dan, reciben y comparten sus personas en gesto de absoluta gratuidad. Dos son a nuestro juicio sus temas principales: el sentido del amor y el valor de las personas’.

I. Trinidad como encuentro de amor
Se ha discutido mucho sobre el origen de esta perspectiva trinitaria de Ricardo, centrada en la experiencia del amor interpersonal (o comunitario). Algunos han resaltado el influjo de los Padres griegos. Otros, en cambio, sin negar la fuente griega, acentúan el saber agustiniano del discurso de Ricardo, que surge precisamente de la misma paradoja del amor (intrapersonal e interpersonal) que san Agustí­n habí­a ya estudiado. Sin entrar ahora en discusiones genéticas, queremos exponer los elementos fundamentales de su visión trinitaria, concebida como una ontologí­a del amor de comunión.

Apoyado en una experiencia cristiana originaria (He 2, 43-47; 4, 32-36) y destacando el valor radical de la amistad, Ricardo ha concebido a Dios como misterio de comunión donde las personas surgen unas de las otras y todas comparten una misma esencia en el encuentro. Hablando de una forma general se podrí­a decir que nuestro autor ha vinculado dos modelos primordiales de experiencia: la metafí­sica genética de los neoplatónicos que conciben el ser como proceso originario y la visión relacional de los viejos Padres griegos que interpretan las personas trinitarias como momentos interiores del diálogo divino. De esa forma ha unido génesis y encuentro: el amor como proceso de ser (generación) que lleva del Padre al Hijo en el Espí­ritu; y el amor como unidad relacional, comunión de las personas trinitarias que se encuentran y gozan al hallarse mutuamente vinculadas en el mismo ser de lo divino. Al plantear de esa manera el misterio de Dios, Ricardo de san Ví­ctor quiere mantenerse fiel a la tradición de los grandes teólogos de la Iglesia (especialmente san Agustí­n) que habí­an vinculado ya la revelación bí­blica (visión de Dios como amor) y el pensamiento racional. De esa manera, la ontologí­a (comprensión filosófica de la realidad) viene a formar parte de la misma teologí­a (interpretación cristiana de Dios).

La novedad de Ricardo está en la forma de entender la realidad del hombre a quien concibe como «imagen de Dios». A su juicio, el hombre verdadero (que es reflejo de Dios sobre la tierra) no es el individuo que se busca a sí­ mismo (se conoce y ama) en proceso introspectivo, como se decí­a en la lí­nea más común de la tradición agustiniana. Sólo en el encuentro interhumano, en el gesto de amor mutuo que vincula alos amigos, los hombres vienen a entenderse como signo de Dios sobre la tierra. Así­ interpreta Ricardo de san Ví­ctor la palabra de Jesús y la experiencia de la Iglesia recogida en Juan y en Hechos.

Por eso, no se puede hablar de Trinidad sobre el modelo del proceso individual de un alma que se sabe y ama: tomado en sí­ mismo, ese proceso, aunque estuviera muy bien realizado, seguirí­a siendo prepersonal, es decir, pretrinitario. El verdadero ser humano, como signo de Trinidad y lugar de ontologí­a auténtica, emerge donde el hombre se concibe en forma de proceso de vida compartida, es decir, como unión comunitaria: la persona se expresa y se realiza a sí­ misma (como individuo) en la medida en que se hace desde y con los otros (en comunidad).

Este cambio de perspectiva fundamenta y define la visión trinitaria de Ricardo de san Ví­ctor, de modo que ella viene a desplegarse como ontologí­a fundante de amor comunitario. Tres son, a su entender, las formas primigenias del amor; tres los momentos de su realización divina:
a) Padre. Siendo transcendente, Dios es dueño de sí­ mismo, en perfección originaria: no necesita de la creación para realizarse. Sin embargo, siendo amor, Dios ha de darse sin cesar: entrega en gratuidad todo lo que tiene. De esa forma «existe» como Padre, amor fontal que sale de sí­ mismo y da (regala) toda su naturaleza.
b) Hijo. Siendo Padre, Dios entrega su propio ser en gesto de generación, haciendo que así­ surja una persona diferente que recibe su propio ser y lo comparte en gesto agradecido: el Hijo.
Sólo es infinito el amor donde resultan infinitos el dar y el recibir, la dicha del encuentro. Por eso, el Padre es donación total, ilimitada, eterna. Igualmente ilimitada y eterna es la acogida del Hijo que recibe su ser y le responde. Uno y otro existen solamente en el encuentro, como sujetos personales de una relación de amor.

c) Espí­ritu Santo. Pero el amor de dos no puede encerrarse en ellos mismos; su relación sólo es perfecta allí­ donde mirándose uno al otro, ambos se juntan y miran a la vez hacia un tercero, haciendo que así­ surja el Espí­ritu común que es fruto del amor del uno al otro. Así­, junto a la fuente del amor originario que es el Padre está la fuente del amor compartido, que forman Hijo y Padre, amándose en comunión y suscitando en fin al Espí­ritu divino como amor ya culminado (cf. De Trin. III, 2-4).

En esta perspectiva, el Espí­ritu Santo no es sólo amor común, ví­nculo que une al Padre con el Hijo en unidad dual personalizada, como espacio dialogal de encuentro. Utilizando una terminologí­a extraordinariamente significativa, Ricardo le llama el Amado en común (Condilectus): es así­ el Tercero que surge de la unión de los antecedentes (Padre e Hijo). El amor común, espacio y fuerza de la dualidad, se ratifica y culmina donde los amantes, uniéndose en el ví­nculo más hondo, se unen y vinculan al amar unidos, haciendo ya que surja la persona nueva del Espí­ritu, que es el Condilecto:
«No puede haber caridad en grado sumo, ni por consiguiente plenitud de bondad si es que no se puede o no se quiere tener un asociado de la dilección (del amor mutuo), para comunicarle elsumo gozo de la comunión. Aquellos que son sumamente amados y amables deben reclamar uno y otro, al mismo tiempo, un Condilecto o Amigo compartido, que ellos tengan en concordia perfecta» (De Trin. III, 11).

Culminan de esa forma los grados del amor. Amor implica donación, en generosidad engendradora (Padre). También implica comunión: Hijo y Padre se encuentran y dialogan, en comunicación directa, en transparencia plena. Pero el amor común sólo es perfecto cuando ambos suscitan un Tercero o Condilecto (Espí­ritu Santo) a quien ofrecen aquello que comparten, siendo diferentes uno y otro.

Esto significa que el Espí­ritu Santo no se puede concebir como el amor interno de la naturaleza divina que despliega su proceso y, conociéndose a sí­ misma, ratifica su propio ser en gesto de pura introspección. Tampoco es el amor de dos (Hijo y Padre) que se cierran en sí­ mismos, en un tipo de personalidad dual autosuficiente; en ese caso habrí­a encuentro dialogal, pero serí­a encuentro cerrado que sólo se busca a sí­ mismo. Pues bien, superando ese nivel de amor de dos hacia sí­ mismos (en comunión cerrada), el Espí­ritu es amor de ambos a un tercero, que surge así­ como plenitud del ser divino; el Espí­ritu es, a un mismo tiempo, ese Tercero, y ese Condilectus que brotando del Padre y del Hijo les vincula de forma gratuita y ya plenificada.

Eso significa que se debe superar el egoí­smo individual que existirí­a allí­ donde un viviente se cierra en sí­, sin ofrecer su propio ser (como padre sin hijo, que así­ dejarí­a de ser padre). También se debe superar el egoí­smo de dos que existirí­an donde amante y amado (Padre e Hijo) vendrí­an a encerrarse, clausurando su propia plenitud para sí­ mismos. El amor verdadero sólo surge allí­ donde se consigue vencer todo egoí­smo, de manera que los dos amantes (Padre e Hijo) se abren en común hacia un tercero que viene a desvelarse como fruto y realidad del amor compartido. Culmina así­ el amor originario y eterno (inmanencia divina), de manera que puede desbordarse hacia lo externo (en economí­a salvadora).

La Trinidad de amor eterno es la que forman, por tanto, dos amantes (en latí­n diligentes) y un coamado (condilectus) que proviene de ambos, ratificando y culminando su misma comunión (cf. De Trin. III, 15). Se supera así­ una forma de dualidad simétrica y cerrada; el misterio de Dios se desvela como unión dual gratificante, abierta al otro, es decir, al fruto y garantí­a del amor mutuo, que es el Tercero (Espí­ritu Santo). Estas consideraciones nos ayudan a entender algunos de los temas principales del personalismo contemporáneo centrado en el estudio del amor.

II. Las personas trinitarias
Dentro de la teologí­a trinitaria se ha descubierto y elaborado el concepto de persona. Para el mundo griego no existí­an las personas: no se reconocí­a el valor de la individualidad; lo valioso era lo eterno, las ideas generales, es decir, universales; por eso, lo que importa de verdad son las esencias. Por el contrario, los cristianos, partiendo de su visión de Dios, han destacado el valor de las personas como «individualidad».

En esta lí­nea son fundamentales las aportaciones de los Padres griegos y latinos, especialmente de los Capadocios y san Agustí­n. Desde ese fondo ha de entenderse la definición propuesta por Boecio y después reelaborada por la tradición: la persona es rationalis naturae individua substantia (una substancia individual de naturaleza racional). Es importante que se venga a destacar lo individual. Sin embargo, en esa definición quedan aspectos poco claros que Ricardo quiere precisar.

Como hemos visto ya, en esta postura de Ricardo, todo lo que existe surge de Dios Padre que es la fuente original de lo divino. Pero el Padre, para serlo, debe dar su propio ser, originando de esa forma al Hijo. Ambos unidos suscitan el Espí­ritu. Los tres son personas porque comparten la misma realidad (o esencia) divina: porque dan y reciben lo que tienen. A partir de aquí­ podemos precisar los elementos que conforman la persona:
1. Persona es ante todo el «sujeto de sí­ mismo», (habens naturam), conforme a la terminologí­a usual de Ricardo de san Ví­ctor (De Trin. IV, 11-12). Sólo de esta manera puede personalizarse y cobra sentido la esencia o naturaleza. Según eso, la naturaleza es «quid» lo que yo soy; persona es «quis», el que soy. Por eso, la persona se posee a sí­ misma y poseyendo su naturaleza puede actuar como dueña de su propia realidad, autónoma.
2. Pero, al mismo tiempo, la persona es relación y se define desde el lugar que ella ocupa en el proceso. El Padre es dueño de su propia naturaleza desde sí­ mismo, como ingénito. El Hijo es dueño de la misma naturaleza habiéndolarecibido desde el Padre. El Espí­ritu la posee recibiéndola desde el Padre y el Hijo. Eso significa que la «posesión» o dominio de sí­ puede realizarse y vivirse en diferentes perspectivas.
3. Finalmente, la persona es comunión: Padre, Hijo y Espí­ritu poseen su naturaleza divina en cuanto la dan, la reciben y comparten; se poseen a sí­ mismos en la medida en que se entregan en amor uno al otro. Sólo en este movimiento y encuentro de amor son personas.

Teniendo esto en cuenta, en el lugar quizá más significativo de su obra, Ricardo de san Ví­ctor define la persona como (rationalis naturae) incomunicabilis existentia: una exsistencia incomunicable de naturaleza racional, es decir, capaz de conocer y amar (De Trin IV, 17-18; V, 1). De esta forma ha superado la definición ya vista de Boecio que interpretaba la persona en lí­nea de «sustancia», haciendo así­ difí­cil su apertura comunitaria o relacional: persona era la sustancia racional independiente. Ricardo de san Ví­ctor cambia el esquema y añade que junto a la independencia o incomunicabilidad resulta igualmente necesaria la relación; por eso es persona aquel que, poseyendo su naturaleza y siendo independiente, la realiza (se realiza) en relación con otros, es decir, como existencia. Dejemos que un filósofo explicite el valor de esta innovación:
«Ricardo de san Victor introdujo una terminologí­a que no hizo fortuna pero que es maravillosa. Llamó a la naturaleza sistencia; y la persona es el modo de tener naturaleza, su origen, su ex. Y creó entonces la palabra existencia como designación unitaria del ser personal. Aquí­ existencia no significa el hecho vulgar de estar existiendo, sino que es una caracterí­stica del modo de existir: el ser personal. La persona es alguien que es algo por ella tenido para ser: sistit pero ex. Este «ex» expresa el grado supremo de unidad del ser, la unidad consigo mismo en intimidad personal»».

La Trinidad se define, según esto, como una sistencia o naturaleza que se realiza y culmina en tres exsistencias o personas. Cada existencia implica un modo de poseer la naturaleza y de realizarse, en relación con las demás personas. Así­ el Padre exsiste desde sí­ mismo: posee su naturaleza como fuente originaria y la transmite al Hijo y al Espí­ritu. El Hijo, en cambio, exsiste desde el Padre: posee y actualiza el mismo ser divino pero en cuanto recibido en un proceso de generación. Finalmente, el Espí­ritu exsiste desde el Padre y el Hijo: como fruto del amor común. Conforme a esta terminologí­a, no se puede hablar de una «sistencia abstracta» o naturaleza divina independiente, sin personas. La sistencia sólo exsiste en una de las tres formas ya dichas, es decir, como Padre, como Hijo o como Espí­ritu. Por su parte, las tres exsistencias sólo pueden realizarse y ser en cuanto están mutuamente implicadas, es decir, en la mutua referencia de dar, recibir y compartir.

Siempre que encontramos a Dios lo descubrimos ya de alguna manera como «persona», es decir, como poseedor de su propia naturaleza divina. Pero en un primer momento ignoramos el sentido y rasgos de su realidad personal. Sólo a través de la revelación cristiana comprendemos que ese Dios original es Padre pues engendra y suscita al Hijo y al Espí­ritu. Sólo de esa forma conocemos su auténtica hondura, es decir, sus exsistencias trinitarias. Por eso, la verdad de Dios no se define a modo de entidad suprema, que sólo podemos formular en clave de absoluto; su verdad es el amor de comunión que se revela en Jesucristo y constituye el sentido de su vida como encuentro personar.

En esta perspectiva hay que afirmar: si sólo existiera una persona no podrí­a hablarse todaví­a de personas. La persona es relación, encuentro y comunicación de esencia. Por eso, a Dios sólo podemos llamarle personal si descubrimos su proceso interno: podemos llamarle sistencia absoluta (naturaleza suprema) si es que descubrimos su exsistencia triple, esto es, su modo de vivir en comunión, sus tres personas. En esta perspectiva ha de entenderse el gran esfuerzo de Ricardo de san Ví­ctor por mostrar la «racionabilidad cristiana» del misterio trinitario. A partir del evangelio podemos afirmar: Dios es trinitario (comunión de amor) o no es divino. Un Dios pretrinitario, sin amor interno, resulta inconcebible a los ojos cristianos de Ricardo de san Ví­ctor.

La visión de la naturaleza divina con sus propiedades generales (infinitud, omnipotencia, bondad, etc.) constituye un momento subordinado y abstracto en la comprensión trinitaria. Es subordinado porque la naturaleza se encuentra poseí­da y donada (recibida) por las personas. Es abstracto porque ella no existe en sí­ misma sino inserta en el proceso de amor que constituye el misterio trinitario. Pues bien, dicho esto debemos añadir que naturaleza y persona se implican mutuamente. Como naturaleza Dios es un proceso: es génesis de ser en el camino del amor, conforme a lo que vieron algunos pensadores neoplatónicos. Pero es proceso que sólo se explicita y realiza a través de las personas: ellas dirigen todo el movimiento (poseen y donanreciben la naturaleza); ellas son las que están relacionadas en encuentro de amor definitivo.

Así­, en análisis profundo del amor, encontramos el misterio radical de lo divino como donación fundante (Padre) que expandiéndose en forma de don recibido (Hijo) viene a explicitarse y culmina como sí­ntesis de amor que es el Espí­ritu, vinculando así­ al Padre y al Hijo. Sólo en este camino de llamada, respuesta y vida compartida se explicita y realiza el ser divino: Dios es amor y el proceso de realización de ese amor, en forma personal, es su misterio trinitario.

Normalmente, los sistemas trinitarios intentaban responder al evangelio pero, de una forma general, se hallaban construidos sobre presupuestos racionales no cristianos como eran el despliegue de la ousí­a (griegos) o la realización antropológica del conocer-amar (latinos). Pues bien, Ricardo de san Ví­ctor ha querido edificar su pensamiento sobre bases estrictamente evangélicas: sobre la vida como entrega, el don gratuito, la existencia compartida. Su .intento puede parecernos todaví­a poco elaborado. Pero, a mi entender, contiene lis bases de lo que después ha venido a convertirse en nueva metafí­sicá cristiana. Para ello habrí­a. que explicitar algunos elementos, como son la relación de Dios con el mundo (Trinidad económica e inmanente), la identidad de Cristo y el sentido más preciso del Espí­ritu desde la nueva visión de la persona.

[-> Agustí­n, san; Amor; Capadocios, Padres; Teologí­a y economí­a; Escolástica; Espí­ritu Santo; Padres (griegos y latinos); Personas divinas; Trinidad.]
Xabier Pikaza

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Teólogo, nativo de Escocia, pero se desconocen la fecha y lugar de su nacimiento; murió en 1173; se conmemoraba el 10 de marzo en la necrología de la abadía. Profesó en la Abadía de San Víctor bajo el primer abad, Gilduin (m.1155) y fue discípulo del gran místico Hugo, cuyos principios y métodos adoptó y elaboró. Su carrera fue estrictamente monástica y sus relaciones con el mundo exterior fueron pocas y superficiales. En 1159 era sub-prior del monasterio y luego se convirtió en prior. Mientras lo fue, surgieron serias dificultades en la comunidad de San Víctor debido a la mala conducta del abad inglés Ervisius, cuya vida irregular le ganó una admonición personal por parte del Papa Alejandro III, quien luego lo refirió a una comisión de investigación bajo la autoridad real; después de retrasos y resistencias por parte del abad tuvo que dimitir y se retiró del monasterio. En 1170 el Papa le envió una carta de exhortación a «Ricardo, el Prior” y a la comunidad. Parece que Ricardo no tomó parte en estos asuntos, pero la situación extraña vivida en su entorno pudo muy bien acentuar su deseo de retiro místico y de contemplación interior. La renuncia de Ervisio tuvo lugar en 1172. En 1165 San Víctor había sido visitada por Santo Tomás de Canterbury, después de su huida de Northhampton; y sin duda Ricardo fue uno de los asistentes al discurso que pronunció el arzobispo en esa ocasión. Existe todavía una carta, publicada por Migne, sobre los asuntos del arzobispo dirigida a Alejandro III y firmada por Ricardo.

Como su maestro Hugo, es muy probable que Ricardo tuviera algún contacto con San Bernardo, ya que se piensa que es el Bernardo al que se dedica el tratado «De tribus appropriatis personis in Trinitate». Su reputación como teólogo se extendió mucho más allá de los muros de su monasterio y otras casas religiosas buscaban con interés copias de sus obras. Parece que, al contrario que Hugo, Ricardo era solamente teólogo, sin interés por la filosofía y no tomó parte en las fuertes controversias filosóficas de su tiempo; pero como toda la escuela de San Víctor, no dudó en apoyarse en los métodos didácticos y constructivos en teología que habían sido introducidos por Pedro Abelardo. Sin embargo miraba con desconfianza los conocimientos seculares, y afirmaba que eran inútiles como fin en sí mismos y solamente una ocasión de orgullo mundano y búsqueda de sí mismo cuando se separaban del conocimiento de las cosas divinas. En el estilo antitético que caracteriza sus escritos, llama a esos conocimientos «Sapientia insipida et doctrina indocta»; y quien enseña esas cosas es «Captator famae, neglector conscientiae». Esas personas de mentalidad mundana debieran estimular al estudiante de las cosas sagradas a mayores esfuerzos en su propia más elevada esfera—“Cuando consideramos cuánto han trabajado los filósofos de este mundo, deberíamos estar avergonzados de ser inferiores a ellos”; “Debemos intentar siempre comprender por la razón lo que sostenemos por la fe”.

Sus obras son de tres clases: dogmáticas, místicas y exegéticas. Entre las primeras, la más importante es el tratado en seis libros sobre la Santísima Trinidad con un suplemento sobre los atributos de las Tres Personas y el tratado sobre el Verbo Encarnado. Pero tiene el mayor interés su teología mística, que aparece mayormente en los dos libros sobre contemplación mística, titulados respectivamente «Benjamin Menor» y «Benjamin Mayor», además del tratado alegórico sobre el Tabernáculo. Prosiguió con la doctrina mística de Hugo, en un esquema algo más detallado, en el que se describen los sucesivos estados de la contemplación. Estos son seis, divididos igualmente entre las tres potencias del alma—la imaginación, la razón y la inteligencia y ascendiendo desde la contemplación de las cosas visibles de la creación al éxtasis al que es transportada el alma ”más allá de sí misma” hasta la “Presencia Divina”, por los tres estados finales «Dilatio, sublevatio, alienatio». Gerson acepta substancialmente este arreglo esquemático de los estados anímicos contemplativos en su más sistemático tratado sobre teológica mística, aunque hace, sin embargo, la importante reserva que la distinción entre razón e inteligencia que ha de ser entendida como funcional y no real. En sus tratados místicos se hace mucho uso de la interpretación alegórica de las Escrituras por la que la escuela de San Víctor muestra un afecto especial. Así, los títulos «Benjamin Mayor» y «Menor» se refieren al Sal. 68(67) «Benjamin in mentis excessu». Raquel representa la razón, Lía representa la caridad; el tabernáculo es el tipo del estado de perfección en el que el alma es el lugar donde Dios habita.

De igual manera, el punto de vista místico o devocional predomina en los tratados exegéticos, aunque también dedique atención a la exposición crítica y doctrinal del texto. Los cuatro libros titulados «Tractatus exceptionum» atribuidos a Ricardo, tratan de temas de conocimiento secular. Los ocho títulos de las obras que le atribuye Juan Tritemio (De Script. Eccl.) se refieren probablemente a fragmentos de manuscritos de sus obras conocidas. Montfauçon menciona un «Liber Penitentialis» como atribuido a «Ricardus Secundus a Sancto Victore», y probablemente puede ser idéntico al tratado «De potestate solvendi et ligandi» mencionado arriba. Por otra parte nada se sabe de un segundo Ricardo de San Víctor. Se dice que existen otros quince manuscritos de obras atribuidas a Ricardo, que no han aparecido en ninguna de las ediciones publicadas y probablemente sean falsos. Se han publicado ocho ediciones de sus obras: Venecia 1506 (incompleta) y 1592; París, 1518 y 1550; Lyons, 1534; Colonia, 1621; Rouen, 1650, por los canónigos de San Víctor; y la de Migne.

Bibliografía: HUGONIN, Notice sur R. de St. Victor en P.L., CXCVI; ENGELHARDT, R. von St. Victor u. J. Ruysbroek (Erlangen, 1838); VAUGHAN, Horas con los Místicos V (London, 1893); INGE, Misticismo Cristiano (Londres, 1898); DE WULF, Histoire de la philosophie medievale (Lovaina, 1905); BUONAMICI, R. di San Vittore saggi di studio sulla filosofia mistica del secolo XII (Alatri, 1898); VON HUGEL, El Elemento Místico en la Religión (Londres, 1909); UNDERHILL, Mysticism (London, 1911).

Fuente: Sharpe, Alfred. «Richard of St. Victor.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13045c.htm

Traducido por Pedro Royo. L H M

Fuente: Enciclopedia Católica