PERSONAS DIVINAS

Historia del termino ‘persona’: su aplicací­on a la Sma. Trinidad.

SUMARIO: I. Etimologí­a.-II. De Aristóteles a los Padres griegos.-III. San Agustí­n.-IV. Boecio (circa 470-525): 1. Sustancia individual; 2. La naturaleza intelectual; 3. La paradoja de lo personal.-V. Ricardo de san Ví­ctor.-VI. Santo Tomás de Aquino.-VII. Descartes (1596-1650).-VIII. El idealismo alemán: 1. El idealismo; 2. ¿Monismo panteí­sta?; 3. Necesidad.-IX. Hegel: 1. La noción de «autoconciencia», ilimitada y capaz de encuentro positivo; 2. La persona encuentra su identidad en la autodonación; 3. Mantener la diferencia del uno y del otro en la unidad; 4. La Trinidad como profecí­a y «Buena Noticia» .-X. Rahner y el personalismo.-XI. Sí­ntesis.-XII. Las personas divinas: Propiedades nocionales.

I. Etimologí­a
La palabra persona (en griego, prósopon) tiene su origen en el teatro. Es la máscara trágica o cómica que lleva el actor y que sirve para identificar al personaje.

En este sentido, la «persona» designa la identidad del sujeto que actúa. Mateos-Schóckel traducen la fórmula de jesús: «Soy yo mismo», por «Soy yo, en persona», porque ahí­ Jesús quiere designar su propia identidad personal, incluso después de su muerte.

II. De Aristóteles a los Padres griegos
La persona es la dimensión sustentadora de un ser racional. Es dimensión sustentadora porque nada tiene de accidental o de advenedizo. No sólo es sustancia sino subsistencia. Es la hipóstasis, o base sustentadora del ser intelectual. Es cierto que Aristóteles toma los cuerpos naturales como modelo preferencial de la sustancia’. Por eso: «Cualquier cuerpo natural que tenga vida constituye una sustancia y, propiamente, una substancia compuesta [de materia y forma]’.

En el ser racional, la sustancia y la hipóstasis personal, no está tan sólo constituida por el elemento aní­mico sino por lo que subsiste: La persona es la subsistencia constituida por el alma como entelequia del cuerpo. Entendiendo por «alma» el principio que hace, de un ser en potencia, una naturaleza concreta y determinada. El alma es el principio constitutivo, según la cual el hombre vive, percibe sensorialmente y piensa.

Para Aristóteles, las personas están dotadas de carácter y ejecutan acciones:
«Las personas adquieren un modo determinado de ser en virtud de su carácter, y son felices o no según son sus acciones […] Y el carácter lo adquieren mediante sus acciones».

En la Metafí­sica, Aristóteles, como si retornara al origen teatral del término «persona», emplea la palabra prosopon como «rostro'». Porque la persona es, a la vez, el sustrato y la representación de la sustancia corporal y racional. De manera que, cuando más tarde Boecio y los escolásticos digan que la persona es lo que subsiste en la naturaleza racional («subsistens distinctum») -ese sustrato que se exterioriza como representación de la propia identidad- les reconoceremos fácilmente como situados en el surco aristotélico.

III. San Agustí­n
«Lo que para los griegos es la hipóstasis, para los latinos es la persona’, dijo san Agustí­n. Esta decisión de homologarse con los Padres griegos, llevará a Agustí­n (después de ciertas vacilaciones de lenguaje entre «sustancia», «hipóstasis» y «persona») a repetir la fórmula trinitaria fundamental: «una esencia y tres personas».

El término subsistencia era desconocido en la época de Agustí­n. Rufino es el primero que le da un significado teológico cercano a persona. Eso explica que Agustí­n acuse cierta tendencia a aproximar sustancia a persona. Después de Rufino, todo quedará más claro: sustancia siempre indicará la esencia y, en todo caso, subsistencia será el término que podrá aproximarse a persona.

Debe consignarse detalladamente la célebre aportación agustiniana, según la cual no sabemos qué significa el término «persona» aplicado a Dios: «Cuando se quiere saber qué son estos tres, hemos de reconocer la indigencia extrema de nuestro lenguaje. Decimos tres personas para no estar callados, no para decir qué es la Trinidad».

Esta afirmación sorprende por sí­ misma y por la insistencia con que la repite san Agustí­n, como si diera a entender que no es tanto un gesto de humildad como algo esencial a su teologí­a trinitaria. En realidad, Agustí­n experimenta una doble alergia ante el término «persona»: En primer lugar esta palabra no se encuentra en la Escritura, y ya se ha visto lo que representaba esta dificultad para los Padres: aunque no lo formularan explí­citamente, veí­an en la Escritura la norma non normata.

La segunda reserva que Agustí­n mantiene frente al término «persona» es más intrí­nseca y apunta al corazón del problema: «El término ‘persona’ es muy genérico y se aplica al hombre, a pesar de la distancia que media entre Dios y el mortal».

He aquí­ el pensamiento de Agustí­n: En la Trinidad, la esencia no se multiplica aunque la fe confiesa tres distintas hipóstasis. Harí­a falta, por tanto, una denominación especí­fica, un término propio, para designar a esos «tres». Esta denominación ni se encuentra en la Biblia ni nosotros somos capaces de hallarla. La palabra persona, como término que se refiere a la intimidad de Dios, ha brotado de nuestra indigencia: es una palabra de pobreza. No quiere decir que sea mala, sino que debe ser usada de modo abierto, sin limitar su significado al que tiene cuando se aplica á los humanos. La conclusión de Agustí­n es muy modesta. Una verdadera lección de «teologí­a negativa»: «¿Por qué, pues, afirmamos la existencia de tres personas? […] Quizás porque nos agrada usar un término expresivo de la Trinidad; para no estar callados cuando se nos pregunta qué son estos ‘tres’, ya que hemos confesado que son tres».

IV. Boecio (circa 470-525)
«El último de los romanos y el primero de los escolásticos», como le llama Jean Jolivet’, ha dado a la historia de la cultura una de las definiciones más divulgadas: ‘Sustancia individual de naturaleza racional’.

1. SUSTANCIA INDIVIDUAL. Hay muchas realidades individuadas (sustancias) pero solamente las que sustentan la naturaleza racional, autoconsciente, capaz de conocimiento, de amor y de libertad, pueden ser llamadas personas.

Boecio toma de la tradición aristotélico-patrí­stica el término «sustancia», pero inmediatamente pone a su lado el término «individuo» con un sentido especí­fico: la individualidad es aquello que nos diferencia, aquello que nos hace intransferibles: «personales». Ya que una persona no es nunca la otra’. Cualquiera puede entender esto: lo que es personal no es intercambiable del uno al otro. Como decí­an los antiguos: no es comunicable, aunque la persona sea foco irradiante de comunicación. Pero aquí­ se quiere poner el énfasis en que lo personal no es lo común o genérico sino lo especí­fico y, aún mejor, lo individual e intransferible. Eulalia es «irreductible» a Mercedes; Roser es personalmente distinta de Ana. No puede ser de otra manera si cada una de ellas ha de ser «persona». Cada una de ellas es autodiferenciada: solamente es idéntica a sí­ misma. Aquí­ comienza el problema: ¿cómo este individuo de naturaleza intelectual, radicalmente distinto de los otros, es capaz de establecer comunicación con los demás?
2. LA NATURALEZA INTELECTUAL.

Hay que contestar resueltamente, sin necesidad de moverse de la tradición platónico-aristotélica, que la posibilidad de comunicación personal tiene su raí­z en la naturaleza intelectual (autotransparente), lo que constituye la segunda parte de la definición de Boecio. En efecto, la naturaleza intelectiva existe, en concreto, de modo personalizado, es decir, de modo intransferible, irreductible y personal. Pero, al mismo tiempo, esta naturaleza intelectual es capaz de asimilarse a todas las cosas y de «llegar a ser todas las cosas», como dirá audazmente Aristóteles, seguido por Tomás de Aquino. En esta potencia que tiene la mente de asimilarse a las demás cosas (intuyéndolas, leyéndolas, deseándolas, amándolas) hasta establecer una unidad con ellas, radica el hecho de la comunicación. Dicho académicamente: La sustancia individual indica la raí­z de la propia identidad. La naturaleza racional indica la posibilidad de comunicación.

3. LA PARADOJA DE LO PERSONAL. Aquí­ está la paradoja de lo que es personal: Lo más intransferible, lo más í­ntimo y distinto del otro, es -gracias a la dimensión autotransparente de la racionalidad- lo que de verdad es capaz de comunicarse: y se comunica en la luz del conocimiento y del afecto, es decir, en la donación libre de sí­ mismo, propia de la amistad o del amor. De suerte que la potencia intelectual lleva inherente, como observará Basilio, la capacidad de amar, y de esta manera la comunicación será completa.

La naturaleza racional es la raí­z de esta capacidad de comunicación que bien podrí­amos calificar de experiencia primordial de la persona, la cual se sabe distinta e intransferible, pero toda ella capaz de comunicación. Esta experiencia gira alrededor de dos polos precisos e inconfundibles, pero incluidos el uno en el otro: el ser distinto y el poderse comunicar.

La intimidad en relación responde, pues, a la estructura más í­ntima de la persona. El ser personal supone una «mismidad», una apertura y una autotranscendencia que no pueden dejar de percibirse. Incluso en la vida cotidiana, se puede tomar conciencia de esa cualidad nuestra, ya que nos experimentamos distintos en comunión en la doble operación de interiorización y de «salir de uno mismo». Está a nuestro alcance percibir de algún modo la transcendencia que supone ser persona, como modo de ser distinto-pero-en-comunicación, de suerte que esta estructura bipolar no sólo es objeto de intelección filosófica sino de la experiencia primordial del ser racional distinto a todos, pero abierto a todo y a todos.

Ante estos datos, advertimos que la incomunicación es el defecto en el ejercicio de la personalidad, mientras que la tendencia a la fusión imposible serí­a el exceso.

En la Sma. Trinidad, las personas son también distintas: porque su origen es distinto, ya que opuesta es su relación de origen. Pero poseen el grado de comunión más elevado posible: la unidad viva de la única divinidad.

V. Ricardo de san Ví­ctor
En su obra maestra (De Trinitate) toma, como punto de partida, la sustancia divina, según la tradición de los grandes trabajos trinitarios de Occidente. El tema de la esencia de Dios ocupa su primer libro, mientras el segundo está dedicado a los atributos divinos: eternidad, inmensidad, inmutabilidad y, sobre todo, Dios como Bien supremo, simple y único.

Los puntos de mayor originalidad de la obra son dos: el primero es la ‘dedución » de las personas a partir de las exigencias del amor, de la felicidad y de la gloria divinas. Si no se diera alteridad no se podrí­a hablar de amor verdadero. Sin la doble polaridad del «uno» y del «otro», distintos los dos, no podrí­a darse comunicación personal y gratuita (caridad). Pero el amor de benevolencia es una riqueza de la que Dios no puede quedar privado. Por eso, en Dios ha de haber una distinción de alteridad,compatible con la unidad y la simplicidad divinas, pero que haga posible la comunicación de amor, así­ como de felicidad y de gloria.

El segundo punto es el concepto de persona. Ricardo de san Ví­ctor siente un reparo ante la definición boeciana, y por eso la retoca, ya que, en su opinión, no se puede aplicar a Dios tal como Boecio la formuló. Efectivamente, dice Ricardo, la Trinidad misma es «una sustancia individual de naturaleza racional», y no puede decirse de ella que sea una persona. Ocurre, siempre en opinión de Ricardo, que el acento propio de la persona no debe ponerse en la individualidad sino en la existencia: La persona, en Dios, es la «existencia incomunicable propia de la naturaleza divina». Es decir persona serí­a aquel modo de existir, personal intransferible, idéntico a sí­ mismo, distinto de los otros modos de existir, pues todo ello y sólo ello significa el adjetivo «incomunicable», que no debe llamar a perplejidad o a engaño: incomunicable designa según Ricardo lo que es propio y privativo de una persona (lo que es propio de un modo de existir): lo que permite decir, simplemente, que el Padre no es el Hijo. Hay que decir y repetir ésto, porque se ha de suponer en el lector la convicción razonable según la cual la persona es, precisamente, foco y nudo de comunicabilidad, cosa también muy cierta.

VI. Santo Tomás de Aquino
Tomás hace suya la definición de Boecio, bajo la forma «subsistens in rationali natura. Pero en De Potentia el tema avanza con originalidad a partir del concepto de subsistente distinto, con lo cual el lenguaje gana en precisión: la persona humana es el «subsistente distinto que presta fundamento a la naturaleza humana’.

También en Dios «la persona divina es el distinctum subsistens in natura divina». Este mismo texto añade que, en Dios, lo que es distinto e intransferible tan sólo puede ser la relación, no la esencia absoluta, ya que ésta es común e indistinta. Aquí­ conviene recordar los famosos factores de identidad tomasianos, en el sentido de que las realidades de «persona» , de «relación subsistente» y aún de «esencia divina» coinciden:
«La relación en Dios no es algo accidental que pertenece a un sujeto, sino que es la misma esencia divina. Y, por tanto, es una relación subsistente, como subsistente es la esencia divina. Y así­ como la deidad es Dios mismo, así­ la Paternidad divina es Dios Padre. Ya que la persona significa la relación en tanto que ésta es subsistente».

Subsistir como relación es ser totalmente «para el otro», encontrando en ello la identidad propia. Por eso, lo más importante, en el Tratado de la Trinidad, no es aplicar a Dios un concepto de persona calcado de la persona humana. Esto llevarí­a al hombre actual, como al medieval, a un antropomorfismo inadecuado. Lo importante es que el concepto de persona, aplicado a la Trinidad, surge de la relación de autodonación total al otro, ya que la persona divina no es otra cosa sino relación. Puesto que los humanos tenemos relaciones pero Dios es esas relaciones intradivinas que brotan de su autofecundidad: donde la distinción no es negatividad ni separación, sino plenitud y comunión personales. Con el deseo de ayudar a la imaginación, y en la lí­nea de las identidades tomistas, se puede decir que la distinción en Dios no sólo no rompe la más estricta unidad sino que es el paso de la unidad formal (unicidad solitaria, dirí­a Hilario) a la unidad comunional, la auténtica unidad de los que recí­procamente están unidos por la inteligencia y el amor: por los actos mismos de entender y de amar. Siguiendo a Tomás, cabe afirmar que la simplicidad divina es la comunión transparente de Padre, Hijo y Espí­ritu. Y que la Trinidad no es división dispersa sino unidad de la Inteligencia y del Amor siempre fecundos.

Esto sí­ estarí­a de acuerdo con la conciencia moderna que tiende a concebir la persona como nudo de relaciones y, todaví­a más, como pura relación de comunicación por el conocimiento y el afecto. No traicionaremos el pensamiento de Tomás si decimos que la persona es la subsistencia individualizada en continua autodonación de conocimiento y de amor. Seguramente persona en Dios no quiere decir más ni menos que tres modos de subsistir distintos en comunicación total de autodonación, es decir, de conocimiento y de amor.

¿Tuvo en cuenta Tomás la corrección ricardiana a la definición de Boecio? Podrí­a decirse que la tiene en cuenta, ya que -para Tomás- lo que constituye la persona no es la pura individualidad sino la subsistencia (distinctum subsistens). En cambio, en ningún momento afirma el Aquinatense que lo constitutivo de la persona sea la existencia. De esta manera, Tomás mejora tanto la definición de Boecio como la de Ricardo. En efecto, frente a la individua subttantia de Boecio,Tomás entroniza el distinctum subsistens como terminologí­a más precisa. Respecto de Ricardo, esa misma subsistentia tomista, o modo de subsistir distinto en la unidad de la naturaleza intelectual se erige, también con mayor precisión, frente a la exsistentia incommunicabilis ricardiana.

VII. Descartes (1596-1650)
Es difí­cil encontrar en Descartes un tratamiento sistemático del tema de la persona. Sin embargo encontramos en él algo todaví­a más importante: un cambio de mentalidad. Hasta ahora, en la tradición que va de Aristóteles a Tomás, pasando por los Padres griegos, el constitutivo de la persona se cifraba en la subsistencia, en ese fundamento metafí­sico según el cual los demás pueden designarme como persona y, desde mí­ mismo, puedo decir «yo»; «yo soy».

La enorme piscologización que supone el «yo pienso, luego existo», y, seguramente y en no menor medida, el pensamiento geométrico de Descartes, arrinconan el antiguo escenario en que la subsistencia, representada por el «rostro» o prósopon, aparecí­a en la escena de la convivencia. El misterio de la sustancia fundante que emerge en el carácter personal de la propia identidad, retrocede para dar lugar a un nuevo protagonista que, como en un primer plano, se impone a todo escenario cósmico: ¡el sujeto individual, pensante y libre es la persona!
El siguiente párrafo, que ocupa un lugar central en el Discurso del Método, muestra a las claras la preeminencia del sujeto pensante (persona) y el fenómeno aludido de la disolución o arrugamiento del escenario cósmico en beneficio del alma que piensa y existe:
» Luego, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podí­a imaginar que no tení­a cuerpo y que no habí­a mundo ni lugar alguno en el que estuviese, pero que no por eso podí­a imaginar que no existí­a, sino que, por el contrario del hecho mismo de tener ocupado el pensamiento en dudar de la verdad de las demás cosas, se seguí­a muy evidentemente y ciertamente que yo existí­a; mientras que si hubiese cesado de pensar, aunque el resto de lo que habí­a imaginado hubiese sido verdadero, no hubiera tenido ninguna razón para creer en mi existencia. Conocí­ por esto que yo era una sustancia cuya completa esencia o naturaleza consiste sólo en pensar, y que para existir no tiene necesidad de ningún lugar ni depende de ninguna cosa o lugar material; de modo que este yo, es decir, el alma, por la que soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que él, y aunque él no existiese, ella no dejarí­a de ser lo que es».

La subjetividad del «yo» que piensa; el poco aprecio hacia el mundo material circundante; la separación absoluta entre alma y cuerpo; la reducción del «mundo» a pensamiento y extensión (res extensa)… son las nuevas coordenadas que cambian lo que se entiende por persona.

Hasta ahora el concepto de persona se moví­a en un nivel metafí­sico, esencial, puesto que se concebí­a la persona como «lo que es distinto pero que, al mismo tiempo, está en relación de conocimiento y de amor». Ahora, con Descartes, nos introducimos en el nivel psicológico. A la pregunta «¿qué es la persona?», se responderá con toda naturalidad: es el propio «yo». Después del «pienso, luego existo», la persona será el centro de la subjetividad, el centro de la iniciativa psicológica consciente y libre. Este deslizamiento de lo metafí­sico a lo psicológico estará de acuerdo con el descubrimiento que la época Moderna hace de la subjetividad.

Y no hay duda que, en el nivel psicológico, como en el jurí­dico, es correcto definir la persona como el sujeto consciente, libre y «sui juris»: Lo que ocurre es que, el concepto metafí­sico de «persona» propio de la tradición que desde Aristóteles a los Escolásticos, pasa por los Padres griegos, por Boecio y por Ricardo de san Ví­ctor, era un concepto que, según la analogí­a, era aplicable a la Trinidad, tal vez con el pequeño retoque ricardiano-tomista de sustituir el término «individuo» por «subsistente distinto» (= por la relación distinta y subsistente). Esta corrección dejaba en claro que la Trinidad no consiste en la asociación de tres «individuos» bien avenidos, como dirá con sorna Rahner.

Ahora, después de Descartes y de concebir la «persona» desde una perspectiva psicológica, aumenta al máximo el riesgo de que los tres individuos (los tres «yo») deslicen la concepción trinitaria moderna hacia el triteí­smo denunciado por Rahner. Es el riesgo de imaginar la Trinidad como tres conciencias, tres libertades o tres, voluntades aunque estén entrelazadas por un consenso igualmente psicologizante. Eso es lo contrario de la «trina unidad» tomista, donde las distinciones propiasde las personas son simplemente las distintas relaciones opuestas en cuanto al origen. El problema es que el cambio de mentalidad que ha supuesto Descartes, ha entrado en la cultura actual, que identifica sencillamente la persona con el «yo», consciente y libre.

Psicologí­a, individualismo y limitación serán los riesgos de algunas de las imágenes de Dios-Trinidad de nuestros dí­as. Pocas imágenes desde el punto de vista iconográfico, pero muchas más desde el punto de vista imaginativo, concebirán a Dios como tres rostros humanos semejantes.

VIII. El idealismo alemán
Algunos teólogos católicos se dejaron devorar por el idealismo. Pero la mayorí­a lo refutó en bloque debido a que, desde la filosofí­a perenne, se le consideraba como un sistema idealista, monista-panteí­sta y afirmativo de la necesidad allí­ donde deberí­a afirmarse la gratuidad. Podemos ver, en el espejo de Fichte, lo que significan estas tres acusaciones:
1. IDEALISMO. El idealismo tiende a la identidad entre ser y pensamiento. En esta lí­nea previa, se inscribe la convicción de Fichte, según la cual el ser, eterno e inmutable, tan sólo puede ser alcanzado por el pensamiento.

Una forma primera y obvia de idealismo consiste en reducir el mundo exterior (la res extensa de Descartes) a pensamiento. O, al menos, a decir que toda la realidad subsiste en el pensamiento. Esto último es lo que afirma explí­citamente Fichte. Por eso, para Fichte vivir no será tan sólo el «raggione usare» de Vico, sino algo más fuerte: «vivir significa ciertamente pensar y reconocer la verdad».

Esta concepción tiene su importancia, porque retrotrae a la visión cartesiana y psicologizante de la persona entendida como «conciencia de sí­ misma»: «Nuestra propia vida es solamente lo que, en la plenitud vital, nosotros advertimos con clara conciencia».

Así­ llegamos a la forma más obvia de idealismo: es el pensamiento quien crea su propio objeto, al margen de todo mundo exterior. En consecuencia, el idealismo (fichteano) es crí­tico respecto del conocimiento sensorial, y lo minusvalora: no percibimos con los sentidos, ni propiamente sentimos, sino que tenemos conciencia de nuestra visión, de nuestro oí­do y de nuestras sensaciones
Pero en Fichte el idealismo toma una segunda forma, más profunda y sutil, cuando afirma que es el pensamiento quien atribuye la existencia al ser absoluto, cuya esencia es inmutable y eterna. ¡Es la conciencia del ser la que constituye su existencia!
Estamos en plena apoteosis de la persona como conciencia de sí­ misma. La Modernidad vivirá este apogeo como emancipación de la subjetividad individual y libre, como iniciativa creadora ilimitada. El campo católico se empobrece cuando se limita a desconocer sin más ese anhelo emancipatorio de la persona. Se enriquece en cambio cuando acierta a traducir ese anhelo como un proceso de emancipación de lo personal-en-comunión, y como emancipación lúcida que, para ser plena, no necesita negar el mundo exterior, ni negar a los otros, ni por supuesto el soporte impelente de la voluntad de Dios, dicho a la manera de Zubiri.

2. ¿MONISMO PANTEISTA? En el idealismo tienden a confluir el ser absoluto y la conciencia personal. «Nosotros somos esta existencia [de Dios]». De esta suerte, el ser divino y la conciencia de sí­ están implicados, no solamente como lo conocido en el entendimiento, o como el amado en el amante. Para Fichte, el ser divino es la forma necesaria de toda existencia y, sobre todo, de la conciencia. El ser aparece como existencia absoluta que todo lo absorbe: lo absorbe necesariamente en sí­ y lo absorbe de manera necesaria, no gratuita, tanto por el hecho de ser la existencia absoluta, como por el hecho de identificarse con el pensamiento omnicomprensivo: «La existencia viva y fuerte del mismo absoluto, tan sólo puede ser y existir, y fuera de ella nada es y nada existe […] La vida real del saber es, por tanto, en su raí­z, el ser mismo y la esencia absoluta. Esa esencia no es ninguna otra cosa fuera de sí­ misma. En su raí­z vital, no hay entre Dios y el saber ninguna separación, sino que se confunden uno y otro».

Todo esto conduce hasta la tercera nota del idealismo alemán: la necesidad.

3. NECESIDAD. La filosofí­a perenne ha afirmado con vigor el ser necesario. Pero en el idealismo, el ser necesario expande su propia necesidad a la creación, necesariamente implicada en él. Ello es consecuencia de la tendenciaal monismo, anteriormente observada, según la cual Dios es la forma fundamental de nuestro espí­ritu, del cual nosotros somos su luz, su representación y su imagen: «Es absolutamente imposible que algún viviente pueda separarse de Dios, porque lo que vive no se sostiene en una esencia determinada más que por el ser mismo de Dios, y si Dios pudiera separarse de él, en este mismo instante desaparecerí­a de la existencia […] El ser divino es la forma necesaria de toda existencia y de la conciencia».

Al teólogo le es dificil discernir si cuanto se ha dicho debe entenderse en sentido global monista, como en Spinoza, o puede tener un sentido más ortodoxo. Algunas frases, sacadas de su contexto global monista, podrí­a firmarlas un mí­stico católico: «La divinidad misma entrará en vosotros en su forma primitiva, como vida: como vuestra propia vida».

IX. Hegel
Algunas de las afirmaciones importantes de Hegel son una reminiscencia, consciente o inconsciente, de formulaciones trinitarias. ¿Cuáles son estas afirmaciones importantes?
1. LA NOCIí“N DE «AUTOCONCIENCIA», ILIMITADA Y CAPAZ DE ENCUENTRO POSITIVO. Con Hegel, no abandonamos el nivel psicológico de la persona como autoconciencia, ya que es la suya «una filosofí­a que concibe la sustancia como sujeto», pero este nivel se eleva a una dimensión espiritual y metafí­sica innegable, ya que Hegel pretende llegar a la estructura misma del ser [espiritual].

La noción de autoconciencia propia de Hegel supera el «yo finito y empí­rico», como subjetividad limitada o cerrada en sí­ misma, ya que el «yo» sólo llega a la igualdad consigo mismo, después de haber atravesado y superado la negación, en un movimiento dialéctico más allá de la oposición. Comprobar estáticamente que «yo soy yo» es calificado por Hegel como tautologí­a sin movimiento, y parece que con ello alude y califica al ser absoluto (sin dialéctica o movimiento interior) de Fichte. Por eso Hegel, que aproxima los conceptos de persona y de autoconciencia, descalifica el individualismo con una frase lapidaria: «Llamar individuo a una persona es la expresión del desprecio». La subjetividad cerrada genera el sentimiento trágico de los lí­mites de cada persona enfrente de las otras. Así­, Jean-Paul Sartre señalará «al otro» como el que bloquea, paraliza y amenaza al «yo» con su sola mirada medusea. Basta incluso el encuentro de nuestra mirada con ese «otro» para que quedemos agarrotados, como los que miraban a la Gorgona, adornada por Minerva con cabellos como serpientes, que quedaban convertidos en piedra
En definitiva y en la lí­nea de la persona como autoconciencia: para Hegel coinciden «el Espí­ritu absoluto mismo, su libertad absoluta, perfecta, la conciencia de esta infinitud en sí­, [y] la personalidad libre, perfecta
2. LA PERSONA ENCUENTRA SU IDENTIDAD EN LA AUTODONACIí“N. En otros pasajes hegelianos se da un cambio de tercio: hay afirmaciones del mismo Hegel que dan pie a una interpretación personalista y abierta, en el sentido de que el ser personal es aquel que halla su propia identidad en la libre autodonación. Hegel mismo afirma: «el yo es el contenido de la relación y la relación misma»
Pero quien ofrece una interpretación consecuente de tipo personalista, mucho más que el mismo Hegel, es su exegeta J. Hyppolite: Basta escucharlo como una prueba de lo que la mentalidad personalista puede llegar a leer en Hegel: «Se sabe ya la gran importancia que Hegel daba al amor en sus trabajos de juventud, de acuerdo con los románticos alemanes, Schiller, por ejemplo. El amor es ese milagro por medio del cual dos, que son distintos, llegan a ser uno solo, sin que esto lleve aneja la completa supresión de la alteridad. El amor supera las categorí­as de la objetividad y realiza efectivamente la esencia de la vida, manteniendo la diferencia en la unidad» .

3. MANTENER LA DIFERENCIA DEL UNO Y DEL OTRO EN LA UNIDAD. Esta es una de las mejores cosas que pueden decirse de la santa Trinidad. El parecido de esta frase con Juan 10, 30 («El Padre y Yo somos uno») es evidente. Pero no es Hegel mismo quien ha hablado así­… Es Hyppolite. Para Hegel, seguramente la oposición , esto es, la distinción por la que el uno y el otro se oponen, es sobre todo contradicción.

4. LA TRINIDAD COMO PROFECíA Y BUENA NOTICIA. Después de la lectura de Hegel, algo podemos elaborar como prolongación de la tradición greco-patrí­stica: Aquí­ abajo, la tierra, es el lugar de la oposición y de la lucha, pero es también el lugar de reconocer a los otros, en el «mutuo reconocimiento de las autoconciencias». Es también el lugar de paso desde la servidumbre del siervo a la libertad del igual. Estos temas pueden rastrearse en la Fenomenologí­a del Espí­ritu. En este sentido, puede ser fructuosa su lectura, si por encima de los hechos que señalan cuál es la condición de la naturaleza humana, y que son hechos de oposición y de lucha, advertimos que existe la realidad de las personas en la Trinidad, que aparece a los ojos de los humanos como una profecí­a y una buena noticia que señala no sólo los hechos que son, sino lo que ha de ser y lo que será ciertamente, como término de las contradicciones, de la oposición y de la lucha, visto desde la esperanza que contempla el Don de Dios siempre a punto de darse a los hombres. Eso que debe ser, como tarea, y que ciertamente será como horizonte de gracia y de esperanza, no es más que la realización plena de la identidad propia en la comunión total: esto es la superación (pero no la anulación) de la alteridad y de la diferencia, por obra del amor.

Si fuéramos capaces de purificar ese lenguaje de ruda negación del principio de no contradicción, podrí­amos hacer nuestra esta frase hegeliana: «Desde un mismo y único punto de vista, la cosa es lo contrario de sí­ misma: para sí­ en tanto que es para otro; y para otro, en tanto que es para sí­. Es para sí­, reflejada en sí­, una unidad. Pero este para sí­, este ser uno reflejado en sí­, se pone en unidad con su contrario: el ser para otro»
En términos más cercanos a la filosofí­a perennis, lo interpretarí­amos así­: El ser simple y espiritual de Dios [Padre] se nos revela como él mismo y como su opuesto [el Hijo] (opuesto por origen; no contradictorio). Es él mismo en cuanto dice relación al otro, que es su opuesto: ya que el ser personal es -a la vez- un ser en sí­ mismo y un ser para el otro. Igualmente, el Dador [el Padre y el Hijo] se revelan en el Don que de ellos emana. Esto es así­, no para superar la logica minor, sino porque ésta es la máxima riqueza posible del ser espiritual y personal: ser unidad de personas-en-comunión.

Quizá éstas sean algunas sugerencias que una lectura, distante pero positiva, de Fichte y de Hegel, pueda aportar al concepto de persona.

X. Rahner y el personalismo
Al mismo tiempo que se estudia el concepto de persona en Rahner, se verá la evolución de su pensamiento, al aplicar ese concepto a la Trinidad de Dios. El problema que guí­a su evolución es éste: ¿Hasta qué punto es correcto calificar como personas a los tres (Padre, Hijo y Espí­ritu Santo) que constituyen la Trinidad santa?
a) En Escritos de Teologí­a (1962) respeta el uso del término persona, como consagrado por el Magisterio eclesial, y anima a emplearlo, a pesar de que advierte que el concepto actual de persona está más cerca del nivel psicológico de Descartes que del ontológico de Boecio.

b) En Mysterium Salutis, en ese magní­fico artí­culo basado en el anterior, pero desplegado con un enorme poder de sí­ntesis, que significó un relanzamiento de los estudios trinitarios, llega a una posición un tanto nueva: dado que el significado de persona ha cambiado, podemos usar, juntamente con él, otros conceptos que signifiquen lo que querí­an decir los griegos con el término hipóstasis y los latinos con el de persona. Estos otros términos, con los cuales podemos referirnos lí­citamente a los «Tres de la divinidad» podrí­an ser: «relaciones personales distintas» o «tres modos distintos de subsistencia».
El término «relaciones personales subsistentes» parece excelente y está en el surco de la mejor tradición, según la cual es uno y lo mismo la persona y la relación subsistente. La fórmula «tres modos distintos de subsistencia» es asimismo correcta teológicamente y tiene a su favor la tradición que identifica persona y subsistencia, en la lí­nea de Rufino, pero es oscura desde el punto de vista catequético.

c) En Sacramentum Mundi, Rahner amplí­a y radicaliza lo que dijo anteriormente. Si en Mysterium Salutis miraba con reservas la expresión barthiana «tres modos de ser», por el regusto sabeliano o modalista que pudiera tener, en Sacramentum Mundi se muestra más amplio en este punto y más radical por lo que se refiere al uso del término persona: «Un concepto universalizado de persona, aplicable tres veces, tan sólo puede emplearse con mucha precaución en teologí­a trinitaria, si se busca la inteligencia recta y no la confusión. No se puede prohibir al predicador que, refiriéndose a Dios menciona a los «tres», que use otros conceptos clásicos, tales como «hipóstasis» (subsistentia), o bien, «maneras de subsistir», e incluso «modos de ser»;.

Está muy bien que Rahner entienda como «persona»: un modo de subsistencia distinta. Pero, cuanto más pasan los años, más dificultades parecen acumularse ante la sustitución del término usual (persona) por las paráfrasis mencionadas. En efecto, la enorme ventaja de la palabra «persona» consiste en que es capaz de connotar al «Tú» divino a quien filialmente invocamos como Padre; es capaz de designar a la persona del Hijo Jesús, a quien seguimos hasta identificarnos con él; es capaz de indicar el Don que recibimos con nuestra personalidad abierta por la fe. Vulgarmente y en una palabra: Jesucristo, en el lenguaje usado por los fieles, es una persona divina, mucho más que un modo distinto y relativo de subsistir la divinidad, a pesar de la exactitud teológica de esta frase.

Dicho de otro modo: es muy importante entender la persona principalmente como relación (subsistente): como una relación que la persona es, no como relación que la persona tiene. Acentuar, por tanto, el concepto de relación es bueno en teologí­a y en catequesis. Eso no impide usar la palabra persona a la vez con confianza y con el velo de apofatismo o de teologí­a negativa con que la empleaba Agustí­n. Más, si hemos hecho la experiencia de que la vida cotidiana de la gente no está lejos de «recuperar» el nivel ontológico que va de Boecio a Tomás, pasando por Ricardo: la persona supone distinción e intransferibilidad, de tal manera que cada uno puede experimentar vulgarmente que una persona no es la otra, y al mismo tiempo supone relacionalidad, de tal manera que, cuanto más perfecta es la persona, más sale de sí­ misma y se encuentra a sí­ misma en la relación de entrega gratuita a los otros, a fin de establecer comunión con ellos.

Estas tesis han sido desarrolladas por la actual corriente personalista, que más que continuar la herencia de Mounier, sigue las intuiciones de M. Buber, E. Brunner, E. Levinas, F. Rosenzweig y otros, como es el caso de J. M. Coll quien, en su reciente Filosofia de la relación interpersonal, despliega mediante un discurso de gran aliento las tesis personalistas básicas, que aparecen como el reflejo, en la criatura intelectual, de la distinción, comunicación y unidad entre personas propia de la Trinidad.

XI. Sí­ntesis
Ha valido la pena el largo recorrido a través de la historia del término «persona», porque a través de él, ha quedado claro un concepto que puede calificarse como perennis. Persona es un modo de ser intransferible, dotado de una doble polaridad: la mismidad transparente (capacidad racional) y la relación con los otros (capacidad de comunión). En Dios, los dos polos se identifican, de suerte que la intimidad y la relación son uno y lo mismo: la mismidad del Padre es la relación de Paternidad. Desde Dios, verí­amos que eso no es en detrimento de la lógica, sino que constituye la plenitud de la esencia espiritual de Dios: la riqueza personal del Padre, del Hijo y del Espí­ritu, distintos en la comunión de la única divinidad.

XII. Las personas divinas: Propiedades nocionales
Contemplamos por fin al Padre, al Hijo y al Espí­ritu como personas divinas: como modos de subsistir distintos de la misma esencia divina; como relaciones hacia el Otro. Personas dotadas de propiedades, es decir, de algo propio que se puede predicar de una de ellas, pero no de las otras.

Lo propio del Padre, su doble propiedad nocional, consiste en ser ingénito y en engendrar. El Padre es origen sin origen y pura paternidad.

No hay que imaginar la persona del Padre como una sustancia «en sí­ misma» que, además, tiene una relación de paternidad. En el Padre, todo es pura paternidad: todo él es paternidad. Por eso, le caracteriza la autodonación de la sustancia divina al Hijo. El Padre, ingénito, sin origen, engendra al Hijo que recibe de él su misma sustancia. Es Padre porque engendra y engendra porque es Padre.

El Hijo es llamado consustancial, porque posee, como recibida, la misma sustancia que el Padre posee como plenitud de autodonación. Por eso la propiedad nocional del Hijo es «ser-engendrado». Lo propio del Hijo es ser engendrado: recibir la sustancia y la vida divinas (la theiótes), pero no para sí­ mismo sino para expresarla como existencia entregada, juntamente con el Padre, en la expresión de ambos: en el Espí­ritu de la Verdad y del Amor, a fin de que ese Espí­ritu sea el Abrazo que los una y el Don que se derrame sobre los muchos hermanos. Es muy importante considerar el dar (del Padre) y el recibir-para-dar (del Hijo) como las dos caras de la misma moneda que es la divinidad única. Porque la potencia que el Padre tiene para engendrar, la tiene el Hijo para ser engendrado y esa misma potencia, como el ir y volver del amor al amor, la poseen Padre e Hijo y, recí­procamente, eso mismo lo posee el Espí­ritu Santo como Don: resplandor, gloria y expresión de ambos. Ahí­ encontramos, por tanto, una cuarta propiedad nocional, propia de las personas del Padre y del Hijo: ambos emanan o espiran el Don divino del Espí­ritu (espiración activa).

También el Espí­ritu Santo es distinto-en-comunión, porque no es ni engendrador ni engendrado, pero es emanado como amor expresado por el Padre y por el Hijo. Por eso su propiedad nocional es la de la espiración pasiva. Es el Espí­ritu emanado del Dios-Espí­ritu, como decí­a Hilario de Poitiers. Su caracterí­stica propia es ser Don mutuo, emanación distinta de ese foco unitario de autodonación que es el Padre y el Hijo (o el Padre por el Hijo). De ambos, constituidos en Dador, emana el Don, como el resplandor de la gloria es emanación esencial de la luz originaria, según entiende Gregorio de Nisa. El Espí­ritu sale del Padre y del Hijo para proyectarse, junto con todos aquellos que le han recibido, hacia el Hijo Jesús, reconocido y amado en sí­ mismo y en todos los hermanos; y, más allá de todo lí­mite, el Espí­ritu vuelve, inspirando en su brisa suave a todo el Pueblo de Dios, a toda la humanidad, hacia el Padre de las luces, en quien no hay sombra ni oscurecimiento porque todo en él es transparente energí­a capaz de llegar toda a todos. Por eso, los hombres caminamos por gracia en pos de Jesús, en la luz del reconocimiento y del amor espiritual hacia el sol sin ocaso del Padre.

[-> Absoluto; Agustí­n, san; Amor; Analogí­a; Comunión; Escolástica; Esperanza; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Filosofí­a; Hegelianismo; Icono; Idealismo; Jesucristo; Naturaleza; Padres (griegos y latinos); Relaciones; Ricardo de san Ví­ctor; Teologí­a y economí­a; Tomás de Aquino, sto.; Trinidad.]
Josep M. Rovira Belloso

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano