CATEQUESIS TRINITARIA

SUMARIO: Introducción.- I. Catequesis trinitaria desde la palabra, la celebración y la Iglesia: 1. En la Escritura; 2. En los santos Padres: el catecumenado: a. La catequesis doctrinal, b. La catequesis «existencial-II. Catequesis trinitaria: 1. En el siglo XVI; 2. En los siglos XVII-XX; 3. Desde la segunda mitad del siglo XX.-III. Dimensión trinitaria del mensaje cristiano: La Iglesia de la Trinidad.-IV. Teologí­a y pedagogí­a de la fe. Orientaciones y métodos actuales de la catequesis trinitaria: 1. La teologí­a supone e ilumina la catequesis; 2. Principios teológicos para una catequesis trinitaria renovada; 3. Constantes de la pedagogí­a de Dios y de la Iglesia; 4. Orientaciones y métodos actuales en la catequesis trinitaria.

Introducción
Todos somos conscientes de que el misterio cristiano de la Trinidad no sólo no apasiona, sino que deja indiferentes a la mayor parte de los cristianos. ¿Por qué?: 1) Porque «el supremo misterio es el más oscuro»; de ahí­ que, «a pesar de su profesión ortodoxa de la Trinidad, son, en la realización de su existencia religiosa, casi exclusivamente ‘monoteí­stas’. Su pensamiento sobre la encarnación «no tendrí­a que modificarse nada si no hubiera Trinidad» (K. Rahner). 2) Porque «ven en él una especie de monstruo doctrinal» (G. Widmer). 3) Porque piensan que «creer en Dios es lo importante y básico. Lo «otro» -la Trinidad- seguramente tiene que creerse porque lo manda la Iglesia, pero es mejor no pensar demasiado en algo tan incomprensible» (J, Ma Rovira). 4) Porque la impresión que dan estas especulaciones es que la Trinidad se presenta más como un mysterium logicum, que como un mysterium salutis (L. Boff).

Esta postura interior de tantos cristianos ante el misterio trinitario interpela a la Iglesia evangelizadora: ¿cómo superarla? 1) El sentido de la fe y la naturaleza misma del mensaje cristiano aseguran que este misterio debe ser el fontal, el más próximo e iluminador del sentido de la vida humana y que, por tanto, ha de haber una pedagogí­a para comunicarlo a los creyentes, que desvele toda su riqueza teológica y antropológico-cristiana. 2) Pero los cristianos tomarán gusto al misterio de la Trinidad sólo cuando lleguen a descubrir en él el sabor de lo evangélico, de la Buena Noticia (B. Rey). Este es el reto que asume el presente artí­culo sobre la catequesis trinitaria.

Para terminar de situar este estudio, conviene tener presente lo que sigue: 1°. El artí­culo se inserta en un diccionario teológico -no catequético- y, por tanto, la dimensión catequética ha de privilegiarse constantemente. No obstante, habrá que recordar algunos datos teológicos, siquiera sucintamente. 2° La catequesis, como acción eclesial, va más allá que el kerigma pascual-trinitario; éste suscita en las personas la conversión al Resucitado, y por él al Padre y al Espí­ritu, y las conduce hasta las puertas de la catequesis de la Iglesia. Es entonces cuando la comunidad eclesial proporciona a estas personas una iniciación cristiana inspirada en el catecumenado primitivo: la catequesis. Esta es una educación integral, básica y sistemática llevada a cabo mediante la palabra de Dios y el sí­mbolo apostólico, la oración y las celebraciones litúrgicas, la formación moral evangélica, la inserción activa en la comunidad cristiana y el compromiso transformador en el mundo. Y todo ello en un clima comunitario. 3º Esto quiere decir que la Trinidad puede ser catequizada ya desde elementos más noético-sapienciales: la palabra y el credo (didajé), ya desde elementos más existenciales: la oración y la celebración (leitourgí­a), las actitudes morales (ágape), los compromisos transformadores dentro y fuera de la comunidad (diakoní­a), pero siempre en un contexto de comunión (koinoní­a) y para entrar en relación de conversión a Cristo y, por él, al Padre y al Espí­ritu (metanoia). 4° La catequesis trinitaria, inserta en esta catequesis de talante catecumenal, puede realizarse bien en directo, cuando se trata expresamente el misterio trinitario, bien indirectamente, cuando se abordan otras realidades del mensaje (como la Iglesia, Marí­a, la salvación, etc.) desde la palabra, la celebración o el compromiso, y se recala, antes o después, en la Trinidad (dimensión trinitaria del mensaje y vida cristiana).

I. Catequesis trinitaria desde la palabra, la celebración y la Iglesia
1. EN LA ESCRITURA. a. En los evangelios y los Hechos de los Apóstoles. El núcleo primero del anuncio de la fe está en los Hechos (2,14-41; 5,29-32; 10,34-48): Jesús de Nazaret, ungido por el Espí­ritu Santo, fue crucificado y muerto; pero Dios -el Padre- lo resucitó; en su nombre se nos ofrece el perdón de los pecados. Un anuncio sucinto cristocéntrico-trinitario. Este kerigma se desarrolló después en unas catequesis (Gál 6,6): los evangelios. Estos son las «actas» de este desarrollo catequético: la historia del Crucificado y Resucitado se retrotrae, relatando su poder milagroso y su origen divino, y se prolonga, asimismo, narrando su supervivencia, una vez ascendido a los cielos, y la espera de su segunda venida. Con razón estas catequesis escritas se llaman «evangelios», tienen un talante gozoso, de buena noticia. b. En San Pablo’. Se puede afirmar razonablemente que la mayor parte de los escritos paulinos entran en este concepto de catequesis, en cuanto que ellos son ampliación personal y aplicación concreta del kerigma inicial a casos pastorales bien definidos. Respecto al mensaje trinitario de sus catequesis coincide en gran parte con sus afirmaciones doctrinales y no varí­a sustancialmente de Tesalonicenses a Efesios. En las cartas de S.Pablo hay suficientes datos teológicos para hablar de distinción de personas en la Trinidad, de relaciones entre ellas y de sus actividades respectivas, de tal manera que se puede elaborar un «cuerpo» de doctrina trinitaria. No obstante y simplificando mucho, he aquí­ -según la mayorí­a de autores- los puntos clave en torno a la teologí­a y la catequesis trinitaria del Apóstol: 1) No tiene preocupación por la doctrina teórica de la Trinidad. Es decir, no le parece demasiado importante, en su catequesis, precisar con nitidez los términos Padre, Hijo y Espí­ritu Santo en sus relaciones y funciones especí­ficas. 2) Se interesa, sobre todo, por la acción salvadora desplegada en Dios (acción objetiva) y la acogida en el hombre (acción subjetiva). Su mirada es eminentemente soteriológica y dinámica. 3) Por esto, la predicación paulina está empapada de esa intervención de Dios en la historia en favor de la salvación de los hombres. Y desde ella Pablo pone en escena a la Trinidad y aclara catequéticamente los puntos fundamentales del misterio salvador. En este marco se entiende la función soteriológica que el Apóstol asigna a la doctrina trinitaria. 4) Esta óptica paulina es, en efecto, menos teórica que la de muchos teólogos posteriores. En la predicación y catequesis lo más urgente para él es el Dios «para el hombre» («quoad nos»), aunque ello supone el Dios «en sí­ mismo» («quoad se»). Y este punto de arranque del proyecto salvador de Dios modula el acento de su catequesis. 5) Así­ se explica ciertamente que Pablo tome algunos de los textos trinitarios de fuentes litúrgicas o kerigmáticas y los integre en su catequesis sin necesidad de elaboraciones propias.

Estas afirmaciones se confirman analizando sus textos dogmático-catequéticos (prescindiendo de los kerigmáticos o litúrgicos) sobre la Trinidad: Rom 5,1-5 habla sobre la acción justificadora y reconciliadora de Cristo, vivida por el cristiano mediante el Espí­ritu, quien le otorga el amor de Dios Padre. Este es el término «a quo» y «ad quem» de la acción salvadora. Rom 8,1 ss: los vv. 1-4 son la presentación funcional del Espí­ritu y de Cristo como realidad y motor de la vida del cristiano, siendo la fuente de esta situación, el Padre; vv. 5-11: aquí­ aparece el contraste de vidas, la de la carne y la del espí­ritu; ésta es la propia del cristiano; la inhabitación del
Espí­ritu, procedente del Padre y del Hijo, produce en el creyente la vida nueva salvada y resucitada y una con= ducta coherente. 1 Cor 2,1-16. presenrt ta al Padre como el origen del plan sal+ vador; Cristo es el realizador del plan con su muerte crucificada y el revelan dor de este misterio, pero el Espí­ritu es quien lo da a conocer a los hombres con su puesta en marcha. 1 Cor 12,4-.61 en un contexto eclesial pneumáticoy Pablo habla de «los Tres»; ciertamente; la unidad y la trinidad de Dios son origen de la actividad cristiana y eclesiaL 2 Cor 1,21-22y Gá14,4-7: liberacióny filiación son dos modos, en Pablo, de expresar la acción salvadora total; el Padre enví­a al Hijo para el rescate y la fi liación; testimonio y realización de elló es el Espí­ritu de su Hijo, que está actuando en el corazón de los fieles. Y se citan, por fin, otros textos trinitarios sin sintetizar su contenido: Ef 1,3-14; 2,18-22; 3,5-16, Col 1, Iss y 2 Tes 2,13-14.

Así­ pues, Pablo, en sus catequesis, habla sobre todo de la Trinidad funcional o económica. Sin embargo, hay datos suficientes (Rom 8,1-4; 1 Cor 12,4-6 paralelo con Rom 8,14-17, etc.) que permiten entrever en Pablo una concepción, más o menos perfilada, de las relaciones intratrinitarias o Trinif dad inmanente. Sin ello no se explican bien sus afirmaciones funcionales.

Una confirmación de la preferencia de S.Pablo por la Trinidad funcional es la iluminación que proyecta -desde ella- sobre situaciones pastorales concretas. En tres momentos precisos descubre las repercusiones morales de la salvación trinitaria en la vida de los cristianos. En 1 Cor 6,1-11 rechaza el recurso de los cristianos a los tribunales paganos; ellos, «rehabilitados por la acción del Señor Jesucristo y por el Espí­ritu de nuestro Dios» (v. 11), están comprometidos a vivir en fraternidad y a no desacreditarla públicamente. En los versí­culos siguientes 1 Cor 6,13-20, expone la razón fundamental para llevar una conducta moral y abstenerse de la prostitución: cada cristiano es miembro del cuerpo resucitado de Cristo (vv. 14-15); en él habita el Espí­ritu recibido del Padre (v. 19) y todos han de glorificar a Dios Padre en su cuerpo (v. 20). Por fin, en Ef 5,18-20, Pablo afirma que la conducta honrada, sobria, fraterna y agradecida se funda en el Espí­ritu que ha de embriagar a los cristianos en lugar del vino (v. 18) y ha de hacerse en nombre del Señor Jesús para gloria del Padre.

Resumiendo, Pablo emplea la doctrina trinitaria de un modo preferente -al menos con un alto grado de probabilidad- en clave soteriológica o de acción salvadora respecto de la humanidad; hace una catequesis de la Trinidad económica o funcional.

2. EN LOS SANTOS PADRES: EL CATECUMENADO. Llegar a ser cristiano no fue entendido en el cristianismo primitivo como el resultado de un acontecimiento repentinamente transformador de la persona -de una acción automática-, sino como el fruto de un proceso lento: la iniciación cristiana. Desde los testimonios del NT, el bautismo suponí­a el anuncio de la palabra y la conversión para una aceptación vital de Cristo y su evangelio. «Los cristianos no nacen, se hacen» (Tertuliano). Pues, precisamente para asegurar esta «construcción» de los cristianos, la Iglesia va a instituir muy pronto un tiempo especí­fico para su preparación al bautismo: el catecumenado. A finales del siglo II se tienen los primeros testimonios sobre la institución catecumenal. Pero, es el siglo III el que ofrece la imagen más auténtica del catecumenado, cuando el proceso educativo-comunitario hacia el bautismo es más exigente y está más coherentemente estructurado, sobre todo, en la preparación inmediata a la celebración sacramental, que coincidí­a con la cuaresma. Para concluir la iniciación cristiana, a esta preparación cuaresmal seguí­an, en la pascua, la celebración de los sacramentos de la iniciación y, después, la breve etapa mistagógica. En ésta, los «recién nacidos» a la vida cristiana -neófitos-, profundizaban en su experiencia sacramental y comunitaria mediante las catequesis mistagógicas. Los grandes animadores del catecumenado y de su remate mistagógico fueron los santos Padres y los escritores cristianos, cuyos testimonios se van a utilizar.

¿Cuál es el «lugar» que ocupa el misterio trinitario en este perí­odo iniciatorio: catecumenal y mistagógico? Lo descubriremos tanto en sus elementos doctrinales: las catequesis dogmáticas, como en sus elementos más existenciales: las celebraciones sacramentales, las catequesis mistagógicas, la oración cristiana y el testimonio de vida.»La Trinidad es un misterio percibido, celebrado y vivido tanto como enseñado» (A. Hamman).

a. La catequesis dogmática o doctrinal. Si el kerigma de los apóstoles dio origen a los evangelios, a modo de catequesis con que profundizar tanto en el mensaje de Jesús como en su adhesión personal a él, y todo ello a requerimiento y con la colaboración de la comunidad y de sus pastores, también ahora, para mantener la fidelidad de la comunidad de los bautizados al mensaje recibido, y para facilitar la transmisión fiel del mismo a los candidatos al bautismo, garantizando su profesión de fe, fueron surgiendo en las comunidades cristianas eso «que puede llamarse el primer catecismo de la Iglesia» U.A. Jungmann): el sí­mbolo apostólico de la fe. Con sus raí­ces en el NT (Mt 28,10; 1 Cor 6,11…), este credo cristalizó en Roma hacia la segunda mitad del siglo II, fruto de la fusión de las fórmulas cristológica y trinitaria, y sirvió para la instrucción y profesión de fe de los candidatos al bautismo. Su estructura es indudablemente ternaria, correspondiente a las tres personas divinas.

Este sí­mbolo apostólico es el que vertebra las catequesis prebautismales de los santos Padres tanto griegos como latinos y alimenta su dinámica trinitaria prioritariamente en la misma dirección económico-salví­fica que la Escritura y el sí­mbolo.

1) Los Padres griegos. «La fe nos obliga a recordar que hemos recibido el bautismo para la remisión de los pecados, en el nombre de Dios Padre y en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado y en el Espí­ritu Santo de Dios», dice S. Ireneo de Lyon (s.II) en su obra catequética «Demostración de la predicación apostólica», situando la fe de la tradición en una óptica bautismal y trinitaria. Y concluye: «Por encima de todo está el Padre; con todas las cosas está el Verbo, ya que, por su mediación, todaslas cosas han sido creadas por el Padre; en todos nosotros está el Espí­ritu, que grita Abbá, Padre y modela al hombre a semejanza de Dios». S. Gregorio de Nisa (Asia, s.III), en su «Oratio catechetica magna», presenta el misterio trinitario en su percepción existencial: en el contexto del bautismo: «El Evangelio conoce las tres personas y los tres nombres por los cuales se obra el nacimiento en la persona de los creyentes: Aquel que ha sido engendrado en la Trinidad es igualmente engendrado por el Padre, por el Hijo y por el Espí­ritu Santo, y Pablo engendra en Cristo, y el Padre es padre de todos». Para S. Gregorio, influenciado por S. Ireneo, la Trinidad es un misterio vivido, no sólo formulado abstractamente. Lo especí­fico de Gregorio es el método empí­rico-mayéutico, dado que vive en un contexto de cultura filosófica y le preocupa el diálogo de la fe con la razón. Dirigiéndose a paganos y judí­os, parte del «verbo de la mente» que se da en toda persona humana: «Aceptar que Dios no carece de verbo obliga a otorgarle expresamente el verbo del que se le supone provisto».

No trata de «concluir» desde la experiencia la existencia de Verbo (y del Espí­ritu) en Dios, como por una prueba racional; establece una forma de educar, una preparación del espí­ritu para acoger la verdad revelada, mediante el «argumento de conveniencia». S. Cirilo de Jerusalén (s.IV), en sus clásicas «Catequesis bautismales», testimonio vivo de un oyente, habla a su pueblo, de extracción religiosa plural, y le presenta la revelación de la Trinidad en el desarrollo del plan de la salvación, que se formula en la confesión bautismal. Pero antes de abordar su comentario catequético prebautismal, expone en la IV Catequesis un avance-resumen de los diez dogmas esenciales del mensaje, a modo de «obertura». S. Cirilo no expone abstracciones; no arranca de la Trinidad, sino del Dios único, que comparte su condición divina con el único Hijo, igual al Padre, y con el Espí­ritu Santo, que se manifestó en el curso de la historia. Y concluye: «No hay más que solo Dios, el Padre de Cristo y un solo Señor Jesucristo, el Hijo único engendrado de Dios, único también es el Espí­ritu Santo, el santificador y deificador universal que ha hablado en la Ley y en los profetas, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento». No es una fórmula memorí­stica, es una realidad que hay que interiorizar, pues, en lo sucesivo, orientará, dirigirá y transformará toda la vida, santificándola y divinizándola. ¡Es una profesión existencial de la Trinidad! Y el obispo la repite de formas variadas en su obra. El proyecto divino de la salvación es una «economí­a» trinitaria. La catequesis trinitario-económica de los Padres griegos no lleva a vaciar la fe de su contenido trinitario, como si diera lo mismo que «no hubiere Trinidad» (K. Rahner). Es por su Hijo cómo Dios Padre se ha puesto en diálogo con el mundo en Jesús de Nazaret, guiado por el Espí­ritu. Y para ir hasta el final del misterio del Jesús histórico es preciso llegar al Padre. Y una última aportación de S. Cirilo: «la Trinidad se revela a quien la acoge como gracia y no a quien la manipula como una presa del entendimiento» (A. Hamman).

2) También la patrí­stica occidental articula, generalmente, sus catequesis bautismales en torno al credo apostólico y las impregna, por consiguiente, de sentido trinitario. Tertuliano de Cartago (s.III) escribe el primer documento de la catequesis bautismal: De baptismo, aunque lo hace en un contexto de «defensa» frente a los gnósticos. Este tratado presenta’ una originalidad: fundamenta sus reflexiones doctrinales sobre la praxis litúrgica, invocándola ya como «lugar teológico». Esta originalidad se repite en el «Adversus Praxean» que se cita a continuación: «Cristo promete a sus discí­pulos que les enviará la promesa del Padre y, al final, les manda que bauticen en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo; no en nombre de uno sólo. En efecto, nosotros somos bautizados sumergiéndonos no una, sino tres veces, al pronunciar el nombre de cada una de las Personas’. Es decir, una triple inmersión en un solo bautismo, en nombre de cada una de las tres personas, que son un solo Dios. Por su parte, en el tratado De baptismo, se pone en estrecha conexión el bautismo y la Trinidad con la Iglesia: «En virtud de la bendición bautismal, tenemos como testimonios de la fe aquellos mismos que son los garantes de la salvación. Y esta trí­ada de nombres divinos es suficiente también para fundar nuestra esperanza. Y ya que el testimonio de la fe como garantí­a de la salvación tiene como fianza a las Tres Personas, necesariamente debe ser añadida la mención de la Iglesia. Pues donde están los Tres, Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, se encuentra también la Iglesia que es el cuerpo de los Tres».S. Ambrosio de Milán (s.IV) también atestigua la vinculación de la Trinidad y la inmersión bautismal: «Se te ha preguntado: ¿Crees en Dios Padre todopoderoso? Tú has respondido: Creo, y has sido bañado, esto es sepultado. Por segunda vez se te ha preguntado: ¿Crees en nuestro Señor Jesucristo y en su cruz? Tú has respondido: Creo, y has sido bañado y por tanto has sido sepultado con Cristo. Porque quien es sepultado con Cristo resucita con Cristo. Se te ha preguntado por tercera vez: ¿Crees también en el Espí­ritu Santo? Y has sido bañado por tercera vez, para que tu triple confesión destruyera las repetidas caí­das del pasado». Sin duda, éste es uno de los pasajes ambrosianos trinitariamente más significativos de esta obra catequética. Por fin, S.Agustí­n de Hipona (IV-V) es un testigo de excepción de la dimensión trinitaria de las catequesis para la iniciación cristiana. Estas se encuentran dispersas por sus obras, sobre todo en los sermones del ciclo pascual. Pero de él nos llega un documento capital desde el punto de vista del método catequético. Desde Cartago, el diácono Deogracias pide consejo al obispo de Hipona, y éste le contesta con el folleto «De catechizandis rudibus» o «Catequesis para principiantes. Aquí­ se nos ofrece un análisis exhaustivo de las causas del fracaso en la catequesis y una mí­stica del catequista cristiano. El tratadito tiene la originalidad de referirse al comienzo mismo del catecumenado en su fase de preparación bautismal remota; ofrece además dos modelos concretos de catequesis -uno extenso, otro muy breve- en la dinámica de la historia de la salvación». Agustí­n actualizará la catequesis en clave de historia salví­fica como lo hizo ya S.Ireneo. En el desarrollo de las etapas se hacen frecuentemente reflexiones, con muy diversos matices, relacionadas con la profesión de fe trinitaria. Por el género mismo de la obra, la Trinidad es contemplada y tratada funcionalmente, en su dinámica salví­fica; su desarrollo tiene la viveza y el encanto de lo originario y alimenta el profundo sentido espiritual propio de la profesión de fe en la Trinidad’.

b. La ‘catequesis existencial’ o en sus elementos más existenciales. La afirmación trinitaria no se presenta en los primeros siglos como una formulación dogmática abstracta sino como una confesión de fe, bien mediante una catequesis doctrinal de carácter histórico-económico, como se acaba de exponer, bien mediante otros elementos catequéticos más existenciales: celebraciones, catequesis mistagógicas, la oración cristiana, los testimonios de vida («catequesis existencial»).

La celebración bautismal y la confesión trinitaria. El contexto simbólico del bautismo pone vivencialmente de relieve el misterio trinitario. Ignacio de Antioquí­a (s.Il) evoca a los efesios la experiencia bautismal, que invita, a su vez, a la experiencia espiritual: «Vos-otros sois las piedras del templo del Padre, preparadas para la construcción de Dios Padre, levantadas a las alturas por la palanca de Jesucristo, que es la cruz, haciendo veces de cuerda el Espí­ritu Santo. Vosotros sois, pues, portadores de Cristo y portadores de santidad». «Los Tres», como se ve, están asociados en la obra de la salvación, guiando el movimiento teologal que conduce a toda la comunidad hacia Dios Padre. El Espí­ritu hace eficaz la cruz redentora de Cristo. Cristo y el Espí­ritu aparecen como impulsores de la vida espiritual -fuente y medio vital- y el Padre es su término.

Esta experiencia religiosa de la acción trinitaria se expresa más existencialmente en la celebración bautismal. La Tradición apostólica de S.Hipólito de Roma (s.III) describe cómo la confesión trinitaria se expresa en la respuesta a la interrogación: «¿Crees en Dios, el Padre Todopoderoso? – Creo. ¿Crees en Cristo Jesús, que murió y fue sepultado y resucitó al tercer dí­a? – Creo. ¿Crees en el Espí­ritu Santo, en la santa Iglesia y en la resurrección de la carne? – Creo.» El «climax» celebrativo ayudaba a interiorizar el misterio trinitario: la confesión bautismal en respuesta a la triple interrogación, la triple inmersión, -y en otros contextos eclesiales, el triple peldaño del baptisterio-, evocan en el bautizado su entrada en la economí­aproyecto del Dios uno y trino y que en adelante su vida de cristiano habrá de ser una vida trinitaria.

La anáfora eucarí­stica. La tradición catecumenal de las iglesias de oriente y occidente, desemboca en el bautismo y, con absoluta normalidad, en la celebración de la eucaristí­a. Su anáfora o plegaria eucarí­stica, verdadero corazón de la eucaristí­a, ha mantenido su estructura trinitaria en todas las tradiciones litúrgicas, lo mismo que las confesiones de fe. En la anáfora, la Trinidad se presenta en la manera dinámica de la revelación: la acción trinitaria es expresada en clave salví­fica, cuyo misterio la Iglesia no cesa de descubrir y de alabar en la acción eucarí­stica.

En resumen. La Iglesia primitiva llega a la confesión del Dios trinitario a partir de la resurrección de Jesús: al anunciar el acontecimiento pascual de Cristo, lo relata como historia trinitaria. Pues bien, esta impronta trinitaria e histórico-existencial del cristianismo primitivo encuentra una matriz fundamental para su arraigo en los hombres en la confesión de fe bautismal, siguiendo el mand,ato de Jesús según Mt 28,19. En este contexto de experiencia bautismal, precedida de una catequesis, que se basa en el sí­mbolo apostólico y rematada por la celebración de la eucaristí­a, que se centra en la anáfora, la Iglesia logró un caldo de cultivo capaz de generar creyentes convencidos de que su vida cristiana era una existencia en relación vital con la Trinidad.

II. Catequesis trinitaria
1. EN EL SIGLO XVI. Por escasez de espacio, pasamos por alto los siglos medievales y tratamos el tema en los últimos cinco siglos. En los siglos XIV y XV se gestaron cambios profundos en todos los órdenes de la vida y la Iglesia se encontró ante un mundo totalmente nuevo. Al medievo que fue el tiempo «del universalismo, del objetivismo y del clericalismo» (J. Lortz), siguen, con el humanismo renacentista, las nacionalidades, la subjetividad y la laicidad. Perece la cristiandad medieval apoyada en la autoridad papal y nacen las naciones rivales. Surge el nuevo hombre como «medida de todas las cosas», cuya razón es fuente de toda sabidurí­a, y cuya autonomí­a rechaza toda mediación religiosa -la Iglesia- para relacionarse con Dios. El laicado culto invade las universidades antes acaparadas por los clérigos y dan á la cultura una visión más secular. ¡Era el optimismo renacentista polarizado en el hombre prepotente! Entre tanto, la Iglesia, carente de una teologí­a renovada, falta de espiritualidad y celo apostólico y «mundanizada», necesita con urgencia una profunda «conversión» en sus jerarcas, órdenes religiosas y masas creyentes. En este clima de crisis profunda, cultural y eclesial, llega la Reforma de Lutero y la Contrarreforma católica. El pueblo fiel está urgentemente necesitado de una formación cristiana sustancial. ¿Cuáles serán los instrumentos para esta educación elemental? Los catecismos.

En la Iglesia católica sobresalen en este siglo los catecismos de: 1) S. Pedro Canisio (tres, 1555-1559): «Summa doctrinae christianae» («Catechismus maior»), «Catechismus minimus» y «Catechismus minor». La Summa está impregnada de referencias bí­blicas y patrí­sticas. Sin embargo, la estructura no es bí­blica: no está en clave de historia de la salvación ni de ampliación del kerigma cristológico-trinitario, aunque al tratar de la Trinidad presenta las funciones que se atribuyen a cada persona. Acentúa la vida cristiana individual y sobre todo en orden a la escatologí­a (La Trinidad económica mira, más bien, a la salvación del creyente en la historia y en la comunidad). Aunque no en exceso, este catecismo es contrarreformista.

2) S. Roberto Belarmino: Sus catecismos son: «Doctrina cristiana breve para aprender de memoria» (1597) y «Explicación más amplia de la doctrina cristiana…» (1598). Son catecismos abiertamente polémicos. R. Belarmino deja muy en segundo término uno de los fines de toda catequesis, que es alimentar la actitud de fe de los creyentes (fides qua), y se contenta con transmitir í­ntegro el contenido del mensaje (fides quae), para que los cristianos se identifiquen como «catolicos» con la «professio fidei»,
Con esta opción, el santo obispo se ha desentendido de la estructura de la historia de la salvación, y la catequesis sobre el Dios cristiano se reduce a exponer el en sí­ divino encerrado en una Trinidad de personas que no invitan a la adhesión de la fe. ¿Es éste el Dios Salvador de la revelación? Por desgracia, los catecismos posteriores al siglo XVI hasta el Vaticano II -y algunos hasta nuestros dí­as- se inspiran más en Belarmino que en el «Catechismus ad parochos» del Concilio de Trento, que exponemos a continuación.

3) «Catechismus ad parochos , también llamado Catecismo romano (1566), mandado elaborar por el Papa S. Pí­o V dentro del Concilio de Trento. Es un Catecismo «maior» dirigido a los pastores. Se diferencia de los catecismos anteriores en que no entra en la polémica. En realidad es un catecismo histórico, que sigue el espí­ritu de la «Catequesis para principiantes» (S. Agustí­n): Primero, la iniciativa de Dios: el sí­mbolo y los sacramentos, con una amplia aportación de textos bí­blicos y patrí­sticos; luego, la respuesta del hombre: la oración y los mandamientos, sin antropologismos individualistas. Así­ pues, la liturgia y la Iglesia quedan perfectamente encuadrados como don o misterio de salvación. La Trinidad está tratada según la más tradicional economí­a salví­fica, sin dejar de abordar la Trinidad inmanente, y a ello contribuyen tanto las citas bí­blicas como su inspiración en los Padres griegos y latinos.
4) Fr. Bartolomé Carranza de Miranda, Arzobispo de Toledo: Comentarí­os sobre el Catechismo Christiano (1558). Es un Catecismo «maior» destinado a los sacerdotes y otros responsables de la instrucción pública del pueblo fiel. A pesar de su participación en Trento y de su prestigio como religioso y teólogo, Fr. Bartolomé fue acusado de sospecha de herejí­a infiltrada en su «Catecismo». Permaneció encarcelado hasta su muerte. A pesar de todo, hoy hay razones suficientemente probativas para afirmar que «el Catecismo oficial [de Trento] siguió de cerca, en muchos pasajes, al Catecismo católico más discutido del siglo [el de Carranza]» (J.J. Tellechea). De sus cuatro partes, la más ampliamente expuesta es la del Sí­mbolo trinitario. «El acento fáctico del Sí­mbolo, particularmente en lo referente al gran misterio salví­fico cristiano, le lleva a presentar la fe enmarcada en la historia salutis con gran fidelidad al proceso reflejado en la Biblia. El acento histórico, no abstracto, del contenido de la fe es, de esta manera, fuertemente acusado, constituyendo uno de los valores del Catecismo» (J.J. Tellechea). De este talante histórico-salví­fico queda impregnado el misterio trinitario.

2. EN LOS SIGLOS XVII-XX. A raí­z de los catecismos de R. Belarmino -y aún de E. Auger (1563), mucho más antropocéntrico y polémico que los de Canisio y Belarmino- la catequesis se ha despojado de su tarea más especí­fica: iniciar en la actitud de la fe en cuanto adhesión personal a Dios -obsequium fidei-, y ha privilegiado la asimilación «racionalista» de las verdades de la fe -intellectus fidei-. Su presentación del misterio trinitario tiene escasa significación tanto en la espiritualidad y piedad de los fieles como en la praxis pastoral. En esta lí­nea han estado vigentes en España hasta hace poco tiempo: el Catecismo de la doctrina cristiana de J. de Ripalda (1591); el Catecismo de la doctrina cristiana de G. Astete (1599); el Catecismo de la Religión Católica de J. Deharb (1847, en España 1891-1895); los Catecismos mayor y menor de S. Pí­o X (1905); el Catecismo Nacional de la Doctrina Cristiana. Texto Unico, publicado en tres grados por el Episcopado Español (1957, 1958 y 1962). Su doctrina sobre Dios es un reflejo en miniatura de la expuesta por S. Tomás y por los teólogos neoescolásticos, y en un lenguaje teológico, sin ninguna referencia bí­blica. La Trinidad se expone en su inmanencia con los conceptos abstractos de procesiones y relaciones divinas, sin ningún impacto en la vida de fe. La época de la Ilustración reforzó aún más esa tendencia racionalista y antropológica en la exposición del mensaje. En el fondo hay una «fuga mysterii»; cuando los creyentes se sumergen racionalmente en un concepto filosófico de Dios, se encuentran perturbados y molestos ante las afirmaciones del NT. Siempre ha existido el riesgo de huir de la «imagen de Dios» de la fe cristiana, que expresa la inmensa riqueza de la vida divina, para refugiarse en una añeja concepción filosófica «más asequible » a la razón. En resumen, en los catecismos tradicionales a partir del XVII, la doctrina de la Trinidad apenas ha dejado sentir su influencia en la estructura y contenido de los mismos. En cambio, su vigencia y repercusión han sido notables en la liturgia: tanto las ‘oraciones como los credos, los himnos y las anáforas están traspasados por la riqueza y espiritualidad trinitaria.

3. DESDE LA SEGUNDA MITAD DEL S. XX. El panorama catequético en torno a la propuesta trinitaria cambió en la medida que cambió el talante de toda la catequesis de la Iglesia en los aledaños del Concilio Vaticano II (1965). Presentamos aquellos documentos, «oficiales» o privados, que son signos de esta renovación catequética: Catecismo Católico (1955-56) y Nuevo Catecismo Católico (1969) (Alemania); Y. Moubarac: Teologí­a para los hombres de hoy. Catecismo de adultos de S. Séverin (1963 -64) (Parí­s, ambiente universitario). Nuevo Catecismo para Adultos (1966) (Holanda). Directorio General de Pastoral Catequética (1971) (Sda. Congregación para el Clero). Con vosotros está (1976) (Catecismo de preadolescentes de la C.E. Española). Nuevo libro de la fe cristiana. Ensayo de formación actual (1977) (Orientación ecuménica. Para cristianos instruidos). No sólo de pan. Catecismo italiano para jóvenes (1980) Señor ¿a quién iremos? Catecismo italiano de adultos (1981). Formación Religiosa. PREESCOLAR. (1981) (CEE y Catequesis). Padre Nuestro (1980). Jesús es el Señor (1982). Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia (1987) (Catecismos de la Comunidad Cristiana: 5-7, 7-9 y 9-11 años de la C.E. Española). Catecismo Católico para Adultos. La fe de la Iglesia (1988) (C.E. Alemana). Catequesis de Adultos. Orientaciones pastorales (1990) (C.E.E. y Catequesis. España).

a. Caracterí­sticas comunes. Primero: Todos estos «documentos catequéticos» nacen de la renovación del Vaticano II (incluso el Catecismo Católico Alemán,con una inspiración «antecedente»). Intentan fijar -a la luz del Concilio y posteriormente, también de Evangelii Nuntiandi (Pablo VI, 1975) y Catechesi Tradendae (Juan Pablo II, 1979)- la identidad cristiana, el núcleo fundamental del mensaje cristiano, y entablar un diálogo con el mundo actual nacido de la modernidad. Segundo: Respecto del misterio de Dios, superan la imagen abstracta de Dios, ponen el acento en que Dios es capaz «de relación con»; en su momento denominan a Dios «Padre» en una óptica personalista del misterio de Dios. Tercero: hacen sí­ntesis de los tratados De Deo uno y De Deo trino: el Catecismo Católico Alemán (1956) llega a esto en el Nuevo Catecismo Católico (1969). Sobre todo, se interesan no tanto por fijar un concepto de Dios, cuanto por despertar una experiencia de Dios salvadora y portadora de sentido (propiciar la actitud de fe, fides qua). Cuarto: De uno u otro modo, todos afirman, al menos en teorí­a, la estructura cristocéntrico-trinitaria del mensaje cristiano. Por eso, a lo largo de los catecismos, se establecen estrechas relaciones entre las personas trinitarias y las otras realidades de la fe: creación, encarnación, redención, Iglesia, gracia, sacramentos (dimensión trinitaria del mensaje de salvación). Quinto: Tienden a destacar la acción del Dios trino entre los hombres: el proceso de unas personas que se salvan en la historia coincide con el proceso del Dios uno y trino que se revela en la historia. Los creyentes pueden descubrir la Trinidad de personas en Dios, sólo a partir de ese Dios uno y trino que actúa y se revela en la historia (el kerigma y la catequesis bí­blico-trinitaria). La catequesis, descubriéndonos a la Trinidad como misterio salvador para la humanidad -«los Tres» actúan salvando- se ha acercado al pensamiento de los Padres griegos.

b. Algunas caracterí­sticas especí­ficas. El D. G. P. C. afirma que, puesto que la persona humana ha sido llamada a participar de la naturaleza de Dios, el sentido de la vida está en conseguir una familiaridad más í­ntima con las personas divinas. Para el Catecismo de S-Severin (Parí­s) el cristiano, al concluir sus oraciones con el Gloria al Padre, no hace sino proyectar fuera de él el misterio trinitario que lo habita en su propia persona y en su relación comunitaria. El Con vosotros está tiene una estructura cristocéntrica y a la luz del misterio de Cristo es presentado tanto el misterio de Dios trinitario, como el misterio del hombre y del mundo. La Trinidad es presentada como autocomunicación salvadora de Dios con unas acciones cristológicas y dentro de una dinámica y presencia pneumáticas. Quizá el Padre quede un tanto desdibujado en su perfil de «origen y punto de retorno» en su proyecto salvador sobre el hombre. El catecismo Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia destaca por la doble proposición de la Trinidad económica: en clave de narración anafórica de la historia bí­blico-salví­fica y en clave de explanación o profundización siguiendo el credo apostólico. Las orientaciones para la Catequesis de adultos proponen el mensaje catequético relacionándolo con la finalidad de la catequesis: ella propicia la vinculación a Cristo y éste a su vez nos vincula al Padre y al Espí­ritu» y también a la Iglesia y a los hermanos. Y aquí­ se presenta la dimensióntrinitaria de la Iglesia, según el pensamiento de los SS. Padres.

III. Dimensión trinitaria del mensaje cristiano. La Iglesia de la Trinidad
Una de las realidades reveladas más frecuentemente relacionadas con el misterio trinitario es la Iglesia. Esta conexión, Iglesia-Trinidad, ha sido desarrollada ampliamente ya por la teologí­a y catequesis patrí­stica: S. Cipriano, S. Agustí­n, S. Juan Damasceno, etc.

a. Más arriba se aducí­a un texto de Tertuliano en que dice que la garantí­a de la salvación acontecida en la fe y el bautismo «tiene como fianza a las Tres Personas». «Pues entonces -continúa- necesariamente la mención de la Iglesia debe ser añadida. Pues donde están los Tres, el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo, se encuentra también la Iglesia que es el cuerpo de los Tres»» La Iglesia es «cuerpo», es decir, es «sacramento» de la Trinidad, que significa y une eficazmente a los bautizados a la comunidad trinitaria. Dato teológico de gran alcance. Por su lado, Teodoro de Mopsuestia acaba su décima homilí­a catequética de esta manera: «Creo que soy bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo en una sola Iglesia católica y santa’. Estos y otros textos semejantes indican que «todo el proceso de la salvación se desarrolla en el seno de la Iglesia» (J.A. Jungmann), porque en ella es donde se encuentra a la Trinidad. En este sentido, «creemos -dice L. Boff- que la sustancia de la encarnación se perpetúa en la historia a través de ella: por Cristo y por el Espí­ritu Santo, Dios (Padre) está definitivamente cerca de cada uno de nosotros y dentro de la historia humana».

Pero la Iglesia cuando pasó de «comunidad» a «sociedad» bajo la concepción monárquica del poder, que la contagió, olvidó a la Trinidad como fundamento de su realidad comunitaria, y basó su organización en el monoteí­smo pretrinitario o atrinitario, con todos los riesgos del autoritarismo, que gobierna para el pueblo, pero sin el pueblo. De una iglesia-comunión de fieles, todos corresponsables, se pasó a una iglesia-sociedad, con distribución desigual de funciones y tareas. Cuando «la Iglesia se olvida de la fuente de donde nació -la comunión de las tres divinas Personas- deja fácilmente que su unidad se transforme en uniformidad. En la familia trinitaria hay unidad y diversidad. La Iglesia, después de siglos de espí­ritu societario, tení­a que volver a su matriz comunitaria, a sus orí­genes en la Trinidad, para recuperar la comunión y la pluralidad» Fue el Vaticano Hel que favoreció este retorno de la Iglesia a sus raí­ces trinitarias. El Concilio recuerda la dimensión trinitaria subyacente al misterio de la Iglesia (LG 2-5) y concluye así­ su visión: «Así­ se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo» (LG 4, final).

A los teólogos, hoy, les agrada contemplar este ví­nculo eclesiológico-trinitario: «En Cristo y en la Iglesia – dice N.Silanes- mediante la acción del Espí­ritu Santo, se ha inaugurado una vida nueva y eterna: la vida misma del Padre, que hace a los hombres hijos suyos, constituyéndolos en una única familia, la familia de Dios. Tales, a nuestro juicio el contenido de la fuerte expresión que nos ha dejado el Concilio en GS al poner de relieve que ‘a la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias bajo la guí­a del Espí­ritu Santo’ (21,5)»20. En efecto, la Iglesia es «la Iglesia de la Trinidad». Ella es una «realidad mayor» del Sí­mbolo de la fe, que esencialmente tiene un contenido y una estructura trinitaria. Precisamente por este enraizamiento en el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo la realidad-Iglesia es sólo accesible desde la fe (J. Losada). Y precisamente también por ese mismo entroncamiento en la Trinidad, la Iglesia tiene vocación de «signo» de la vida trinitaria entre los hombres. La Trinidad se hace visible en la vida y quehacer de la Iglesia: sus personas, su proyecto económico-salvador, sus relaciones interpersonales, su unidad y pluralidad, su igualdad y comunión, su amor (Jn 4,8). Todas estas conexiones entre Iglesia y Trinidad son pistas que propician una catequesis trinitaria actualizada. Pero existe una última vinculación entre ambas, que conviene destacar: La Iglesia es comunión para la misión; una comunión misionera. «La comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espí­ritu el que convoca y une a la Iglesia y el que enví­a a predicar el evangelio» (ChL 32). Pues bien, «la fuente y modelo de esta comunión misionera es la Santí­sima Trinidad. La Iglesia es radicalmente comunión de fe y amor con Cristo Jesús y con el Padre, en el Espí­ritu Santo».

IV. Teologí­a y pedagogí­a de la fe. Orientaciones y métodos actuales de la catequesis trinitaria
1. LA TEOLOGíA SUPONE E ILUMINA LA CATEQUESIS. Un principio ya consagrado en la teologí­a pastoral de la Palabra es «fidelidad a Dios y fidelidad al hombre» (DGPC 34). De aquí­ surgió el planteamiento de la «teologí­a kerigmática» (H. Rahner) en contraposición a la «teologí­a especulativa»: era urgente elaborar una teologí­a para la predicación, al servicio de la misión y de la fe. Pero otros teólogos y pastoralistas reaccionaron decididos a elaborar una «teologí­a orientada a lo antropológico» (K. Rahner), puesto que «toda teologí­a por su misma esencia (tiene que) tender a la predicación» y «está al servicio de la asimilación responsable de la fe en orden a la conciencia de enví­o incluí­da en la misma fe» (J.B. Metz). Esta teologí­a ha articulado su reflexión en dos ejes fundamentales: la Sda. Escritura y la Tradición: litúrgica, patrí­stica, conciliar e histórico-dogmática abordadas en clave de «economí­a salví­fica» por un lado, y, por otro, el hombre contemporáneo en las coordenadas socioeconómico-culturales en que desarrolla su existencia y con sus categorí­as de pensamiento sobre sí­ mismo, la historia y el mundo.

En la presentación trinitaria, han elaborado esta teologí­a existencial e histórico-salví­fica: F. Taymans d’Eypernon (1946), H.U. von Balthasar (1961), H. Muehlen (1963), P. Schoonenberg (1964), K. Rahner (1961-1967), J. Moltmann (1983), L.Boff (1987-88), J. Ma Rovira (1988), B. Forte (1988), X. Pikaza (1989-90)…

Pero uno se pregunta ¿hasta qué punto esta propuesta trinitaria de la teologí­a reciente sirve para la praxis catequética? Es voz común que la teologí­a de la Trinidad se ha acercado mucho al hombre-en-situación; sin embargo, sigue dándose una diferencia entre «ciencia de fe» (teologí­a trinitaria) y «propuesta pastoral de la fe» (catequesis trinitaria). Las dos convergen en el hombre «situado», en una gran proximidad a él, pero con distancias y funciones distintas. En todo caso, la una es norma de la otra: ambas se «norman» mutuamente.

En efecto, X. Pikaza -dirigiéndose como teólogo dogmático a un catequeta- afirma: «Mi labor es diferente de la tuya, aunque las dos se encuentren vinculadas estrechamente. Como dogmático, yo debo cimentarme en la palabra de catequesis de la Iglesia: Soy por vocación teólogo cristiano dentro de la Iglesia que me ha dado la gracia de su fe [traditio symbolil y que ha recibido la palabra de mi credo [redditio symboli]. Este es, a mi juicio, un elemento prioritario y como tal te lo confieso, resaltándolo con fuerza: Al ser teólogo, asumo la función de pensar y articular, en el contexto cultural de mi tiempo y conforme a mi propia creatividad intelectual, la palabra de fe que he recibido y proclamado dentro de la Iglesia…; mi trabajo es una especie de continuación teórica de aquello que vosotros presentáis en plano de kerigma y compromiso. Pero, al mismo tiempo, yo descubro, por tu palabra y por tu libro, que como catequeta te mantienes muy atento a lo que decimos los dogmáticos… porque deseas enfocar bien los temas de la fe y abrir los ojos de los nuevos catecúmenos al don de Jesucristo… Catequeta y teólogo tenemos que encontrarnos integrados en el conjunto de la vida de la Iglesia, con su ministerio y su magisterio. Sabemos, sin embargo, que la forma de hacerlo es diferente en cada caso». En resumen, la catequesis en cuanto ministerio eclesial avalado por el obispo es norma de la teologí­a en su calidad de portadora de la «traditio evangelii in symbolo», que Jesús encomienda a su Iglesia y actualiza por su Espí­ritu para el hombre de hoy. A su vez, la teologí­a es norma de la catequesis en cuanto que, apoyándose en el magisterio, interpretando la Escritura desde los credos de la Iglesia, y dialogando creativamente con la cultura del tiempo, acuña expresiones respetuosas del misterio cristiano y cercanas a la mentalidad de los contemporáneos.

¿Cuál es ese mecanismo mediador por el que la teologí­a histórico-salví­fica y existencial de hoy «acorta distancias» y fecunda la catequesis con un mensaje «fiel a Dios y fiel a las gentes de hoy»? En concreto y ya en el marco de la teologí­a y catequesis trinitarias, el mecanismo mediador es el diálogo creador e interdisciplinar entre la teologí­a de la Trinidad y las ciencias del hombre, en especial, la sociologí­a religiosa, la psicologí­a religiosa, profunda y evolutiva, y la pedagogí­a inspirada en la «pedagogí­a de Dios». En este trabajo interdisciplinar se pueden establecer `los principios teológicos renovados en orden a una catequesis actualizada de la Trinidad (2); se pueden recordar las constantes de la pedagogí­a de Dios y de la Iglesia en los primeros siglos (3), y pueden nacer orientaciones concretas y métodos actuales en la catequesis trinitaria (4).

2. PRINCIPIOS TEOLí“GICOS PARA UNA CATEQUESIS TRINITARIA RENOVADA. Si se analizan las teologí­as trinitarias con aportaciones nuevas -económico salví­ficas y existenciales- cuyos autores citamos más arriba, pueden derivarse para la catequesis trinitaria, los siguientes principios teológicos a. La fuente primaria y el punto de vista normativo para extraer el mensaje de la catequesis trinitaria es fundamentalmente el nuevo testamento. Este: 1) testifica el origen histórico-salví­fico del misterio trinitario (en contra del intento de deducirlo racionalmente), 2) contiene en la palabra y actividad de Jesús el punto de partida completo y anterior a toda explicación de aspectos parciales del misterio (p.e. reacción contra unas herejí­as, intento de especulación psicológica o metafí­sica, etc.) y 3) hasta en sí­ mismo es catequesis en un contexto inmediato con el origen y dinámica de la revelación (las demás fuentes y puntos de vista tanto de la historia como de la teologí­a aún actual son secundarias, sirven para completar). b. El misterio de la Trinidad tiene que aparecer en la catequesis -según el dinamismo del NT- como buena noticia del acontecimiento salví­fico comenzado por Jesús y en una relación esencial: 1) con Dios (Padre) en cuanto origen y meta de nuestra salvación, a cuya casa volvemos y con quien podemos vivir en la comunión más í­ntima, 2) con Cristo como mediador histórico, a quien hay que seguir con una fe y obediencia incondicionales, y 3) con el Espí­ritu Santo como presencia experimentable y fuerza operante de salvación, a la que somos llamados a abrirnos. La buena noticia de este misterio invitará a participar vitalmente en ese acontecimiento (Este misterio no debe aparecer primariamente, como especulación sobre Dios en sí­ mismo o sobre la esencia de cada uno de «los Tres»).

c. De acuerdo con la interpretación teológica muy extendida, de que la «Trinidad económica» se identifica con «la Trinidad inmanente» (K. Rahner), la catequesis, a su modo y con los medios pedagógicos a su alcance, ha de presentar como núcleo del misterio trinitario la autocomunicación de Dios a la humanidad: lo que Dios es «hacia dentro»: autocomunicación personal, plena, bondadosa, libre, así­ se manifiesta «hacia nosotros»; es una oferta gratuita, pero estimuladora, que anima a ser aceptada libremente.

d. La estructura dinámica interna del misterio trinitario se refleja en la propia auto-realización personal de nosotros mismos como creyentes («hechos a imagen y semejanza de Dios»). Por eso, la catequesis sobre la estructura interna de la Trinidad puede ofrecer aspectos salví­ficos importantes para la propia autorrealización creyente: 1) La relación con Dios, el Padre: * Puede darnos conciencia de que ese acontecimiento salvador nos lleva: a participar en la plenitud fecunda del Padre, a insertarnos en la familia divina y a establecer una nueva relación -la fraternidad- con todas las personas humanas. * Esa relación con El nos puede también hacer conscientes de que esa inserción en la plenitud vital -en el corazón- de Dios, hemos de aceptarla con humildad y gratitud, pues es una gracia inmerecida. 2) La profesión de fe en Dios, Hijo y Mediador, nos ayuda a tomar conciencia: * de que la autodonación de Dios Padre «en Cristo» es la presencia amorosa de Dios real y tangible en nuestro mundo, contra todas nuestras dudas humanas, pero que nadie puede manipular; * de que nuestra reconciliación está radicalmente vinculada a Cristo y que la hacemos nuestra siguiendo en obediencia a la persona y doctrina del Jesús terreno (amor a Dios y al prójimo). 3) La profesión de fe en el Espí­ritu Santo, por el que nos sabemos habitados, nos lleva a tomar conciencia: * de que la autocomunicación de Dios es también realidad presente del Padre y del Hijo en lo más í­ntimo de nuestro ser, con capacidad de cambiarnos; * de que, en consecuencia, Dios nos está llamando y capacitando para estar abiertos y disponibles en orden a madurar en la fe bajo la fuerza del mismo Espí­ritu.

e. Dado que el misterio trinitario es el «misterio originario» (K. Rahner), su presencia luminosa ha de reverberar en todas las realidades de la vida de fe: en la Iglesia, los sacramentos, la vida moral, etc. Así­ estas realidades se «concentran» en torno al núcleo central y, a la vez, se evita la «absolutización» de algunas de ellas (el cristocentrismo falso, el eclesiocentrismo, etc.). f. La catequesis trinitaria debe estar omnipresente en relación con todas las realidades de la vida de fe. Pero eso no es fácil. Por ello hay que intentar que ese entronque entre el «misterio fontal» y las otras realidades de la fe se realice í­ntima y convincentemente. Unas pistas valiosas las ofrece la teologí­a partiendo del hecho de Jesús relacionado con esas diversas realidades reveladas.

3. CONSTANTES DE LA PEDAGOGíA DE DIOS Y DE LA IGLESIA EN LOS PRIMEROS SIGLOS. En el proyecto dinámico de salvación («economí­a salví­fica») desarrollado en la historia, Dios, Jesús y la Iglesia han mantenido unas «constantes» de actuación a la hora de revelar dicho proyecto y de educar al pueblo de Dios -antiguo y nuevo- para acogerlo. Esas «leyes» o «constantes» educativas son la pedagogí­a de Dios y de la Iglesia. He aquí­ algunas de ellas:
a. La iniciativa gratuita de Dios. La constante más radical en las intervenciones salvadoras de Dios y de Jesús es la gratuidad, la iniciativa gratuita, que brota de su bondad inconmensurable. Esas intervenciones no se ajustan a los méritos de los hombres ni obligan a nadie contra su libertad a aceptar el proyecto de Dios. Todo es gracia. El primer don que hace Dios a la humanidad es revelarse a sí­ mismo, autocomunicándose en diálogo salvador con la humanidad. En el AT Dios tiene un solo objetivo: salvar a los hombres. Para ello se fue revelando a sí­ mismo y su proyecto salvador con palabras y acciones. La cumbre de esta autodonación llega con la encarnación de su Hijo en Jesús y con el enví­o del Espí­ritu Santo. Esta autoentrega no aparece condicionada al grado de respuesta del hombre. Por su parte Jesús actúa con la misma pedagogí­a: se acerca a las personas en su realidad concreta, pero por propia iniciativa. En estos encuentros las gentes se sienten acogidas y perdonadas por Dios. La pedagogí­a divina es una pedagogí­a del don. Y a propósito, una observación oportuna. Es muy frecuente en la literatura religiosa católica, y aún en predicación y catequesis, hacer uso del «debemos…», «tenemos que», etc. Inspirados en la pedagogí­a divina, serí­a más coherente decir: «Estamos llamados a…» y luego: «Podemos y debemos…» Es costumbre de Dios hablar primero en indicativo: «Eres hijo mí­o/ hija mí­a en mi Hijo y tienes mi Espí­ritu». Sólo después habla en imperativo: «Obedéceme». Este es el estilo educativo de Dios y las «costumbres de Dios son eternas» (J. Danielou).

b. Esta actitud está transida de condescendencia de Dios hacia los hombres. Su amor y santidad inefables han sabido acomodarse a la condición humilde y pecadora del hombre. Pero esta condescendencia se hace cercaní­a a la realidad concreta y temporal del hombre: Dios ofrece su revelación haciéndose presente en los acontecimientos históricos y allí­ es escuchado por el hombre. Pues bien, esta cercaní­a divino-humana tiene su manifestación plena en la encarnación del Hijo de Dios, «compartiendo en todo nuestra condición humana, menos en el pecado» (Plegaria eucarí­stica IV). Esta pedagogí­a de encarnación va a ser el camino por el que Dios, uno y trino, haga accesible el misterio central de la salvación -Jesús muerto y resucitado- y en él el misterio trinitario: la Trinidad soteriológica o económica26. Es la pedagogí­a preferida de S.Pablo: Teniendo él una concepción propia de la Trinidad inmanente, no ha sentido especial necesidad de exponerla y se ha inclinado siempre por «catequizar» a la Trinidad interviniendo en la obra salvadora (Trinidad económica).
c. El paso de lo visible a lo invisible o la pedagogí­a de signos. «A Dios nadie lo ha visto jamás. Es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo ha explicado» (Jn. 1,18). En efecto, S. Ireneo y, especialmente S. Agustí­n nos han recordado esta pedagogí­a divina al pedir a la catequesis que exponga la «narratio», el relato compendiado de los «mirabiliora Dei», que «fueron nuestra figura y en figura les acontecí­an a ellos» y «prefiguran la Iglesia del futuro’. En efecto, los acontecimientos fundadores de la historia de la salvación son signos de una presencia que está más allá de ellos mismos y que transciende al hombre: la presencia del Dios invisible. Pero, llegada la etapa final, nos habló por su Hijo encarnado (Heb 1,2), quien con su muerte y resurrección se ha convertido en el gran signo (cfr. Mt 12,39) de la poderosa acción salvadora de Dios, llevada a cabo en el Espí­ritu. Más aún, toda su vida histórica y los muchos elementos que El utilizó: el agua, el pan, la luz, el vino, las comidas, la imposición de manos,… son, en las palabras y gestos de Jesús, signos de una acción salvadora presente, pero invisible (Cfr. CA 254-262). La Iglesia misma, desde sus orí­genes, recibe y completa los grandes signos sacramentales, los interpreta en sus catequesis mistagógicas y envuelve en ellos al pueblo fiel: explica los nombres del bautismo; relaciona éste con el AT según el método tipológico, explica sus figuras, desentraña el significado de los ritos. De esta forma, los sacramentos aparecen ante los neófitos como una historia de la salvación que continúa y actualiza, en signos cultuales, el misterio pascual de Cristo entramado con el misterio trinitario.

4. ORIENTACIONES Y METODOS ACTUALES EN LA CATEQUESIS TRINITARIA.
a. Orientaciones pedagógico-catequéticas actuales. A partir, especialmente, de la investigación de GROM y de GUERRERO, se obtienen importantes orientaciones para la catequesis trinitaria: 1) En todas las etapas de la vida: Primero, se detecta una sintoní­a mayor y más espontánea respecto del Dios de la creación (teí­stas atrinitarios) que del Dios de la revelación (teí­stas trinitarios). Pero, se constata también que toda persona está abierta al misterio de la Trinidad interpretado en clave de salvación. Segundo: ante esto, la catequesis unirá, desde muy pronto, el mensaje de la creación apoyándose mucho en la experiencia y conocimientos de las personas, y el mensaje trinitario de salvación. Esto se conseguirá mejor si la catequesis de la creación estimula a la admiración y al agradecimiento a Dios creador y a la alegrí­a y disponibilidad ante él, al saber -por medio de Jesús- que El está cerca como Padre providente. 2) En el despertar religioso de los niños (3-6 años), conviene tener presente dos datos: Primero, hacia los 4 años estos niños/as pueden experimentar una apertura religiosa, una fe-confianza de nivel infantil. Entre los 4 y 5 años, comienzan los primeros chispazos de la conciencia moral y la primera conciencia de fraternidad y filiación, que podrá abrirse al misterio trinitario. Segundo, es el momento del despertar religioso, que no se realiza con atosigamiento de palabras y conceptos, sino en un clima de relaciones interpersonales materno-paternales de oración, de celebraciones familiares y con unos comportamientos fraternos (vida moral relacional). Tercero: Para iniciar a los niños/as a la experiencia de Jesús, habrá que evitar el narcisismo religioso centrado en el niño Jesús y abrirlos al trato con Jesús adulto, presente hoy entre nosotros, con una relación especial con el Padre y con sus hermanos los hombres, y estimularles a seguir a Jesús en esto.

3) La catequesis trinitaria para los 6-12 años habrá de tener en cuenta: Primero, en la escuela, los niños/as amplí­an el ámbito de su vida y conciencia. Por ello, hay que atender a las nuevas relaciones sociales (compañeros/as, amigos/as) e intelectuales (descubrimiento del mundo, preparación para trabajar de jóvenes), para que puedan convertirse en «ví­as de penetración» al misterio trinitario y éste, a su vez, sea luz-revelación para todos los aspectos de la vida (compañerismo, colaboración, equipo, espí­ritu de investigación, servicio, etc.). Segundo: Hacia los 8 años, los niños descubren de forma intensa a Dios Soberano, distinto de sus padres, bajo su aspecto atrayente, pero, sobre todo, temible; a él vinculan el antagonismo entre el bien y el mal y sobre él proyectan la imagen de juez exigente, con lo cual se puede cerrar el paso al mensaje sobre Dios, como Padre del cielo. La catequesis contrarrestará esta experiencia con el anuncio que Jesús hace de Dios, Padre misericordioso. Tercero: Esta edad tarda en acoger desde la fe a Jesús como verdadero hombre e Hijo del Padre. Por ello, la catequesis procurará resaltar la relación í­ntima entre Jesús-hombre y Dios, su Padre, en la cual participamos todos como hermanos suyos. 4) El anuncio salví­fico trinitario a los adolescentes y jóvenes pide tener presente dos aspectos: Primero, la fuerte tendencia a proyectar sobre»Dios» las experiencias e ideas positivas y negativas que cada uno tiene del binomio «padre-madre» terreno. (Riesgo de favorecer la relación infantilizada «niño-Dios» y el de la coacción paternalista). Por eso, la catequesis, además de utilizar el término «padre», empleará también expresiones equivalentes: «origen», «principio» (origen de todo amor, principio de toda vida); así­ resaltará el carácter analógico del concepto cristiano de «Padre». Más aún, hablará de la paternidad de Dios según la revelación que de ella nos ha ofrecido Jesús: Dios Padre nos quiere, se apiada de nosotros, nos llama y nos exige como «Padre de Nuestro Señor Jesucristo y nuestro Padre». Segundo: El adolescente y el joven tienen la necesidad de identificarse con un «modelo ideal» para encontrarse y hacerse a sí­ mismos. Así­ pues, la catequesis ha de presentarles a Jesús histórico-real y trinitario, evitando todo docetismo. Identificado con este Jesús, el adolescente-joven se puede abrir realmente a Dios Padre y a los hermanos desde el corazón mismo del proceso de autobúsqueda juvenil.

5) El anuncio trinitario a los adultos jóvenes se esforzará por no dar la impresión de que el misterio de la Trinidad tiene escasa importancia práctica. Intentará hacer ver su repercusión en el quehacer concreto cristiano y en la autorrealización creyente dentro de la profesión, el matrimonio, la familia y la sociedad. Tratará, por todos los medios, de que este misterio se acepte como factor integrante dentro del sistema de valores y de la propia personalidad.

b. Métodos actuales en la catequesis trinitaria. De todo lo expuesto hastaahora, se deducen algunas lí­neas metodológicas, unas más globales, otras más concretas: la Los testimonios trinitarios del NT son escritos pastorales pensados existencialmente en un «contexto vital» catequético y litúrgico. Y, en ellos, esta propuesta trinitaria es abundante, diferenciada y desarrollada coherentemente. Por eso, la catequesis actual debe estar en continuidad con esta catequesis bí­blica trinitaria, exponiéndola, en un primer momento, desde la óptica económico-salví­fica y existencial y abordándola, en un segundo momento, desde la misma realidad intratrinitaria. 2a La incorporación a la catequesis de la acción del Espí­ritu Santo en la historia y en el mundo, dinamizando a los hombres y marcando tendencias de cambio en la sociedad, implantando, en suma, el Reino de Dios, despertarí­a la atención de los creyentes a la tercera persona trinitaria y ayudarí­a a revalorizar el misterio trinitario por su repercusión pastoral y evangelizadora.

3a. Frente a la obsesiva fidelidad a la ortodoxia (fides quae) -fidelidad que hay que cultivar- la catequesis trinitaria ha de iniciar a la confianza absoluta en esa Trinidad (fides qua), y llevará a las personas a relacionar existencialmente su vida con las personas de Dios; ahí­ afianzarán ellas el sentido de su existencia, como personas individuales y comunitarias. 4a. Para distinguir las personas divinas es suficiente promover, desde muy niños y continuar en edades posteriores, la relación cordial con cada una de ellas: cultivar la confianza en ‘Dios Padre’; darle gracias, colaborar con él, llamarle «Padre» Presentar a Jesús como mensajero e Hijo de ‘Dios Padre», con quien podemos decir juntos el Padrenuestro. Por fin, proponer al Espí­ritu Santo como Aquél que nos ayuda a hablar y tratar con «Dios Padre» como lo hizo Jesús. «Si la primera iniciación a la Buena Noticia tiene lugar de este modo, pronto el niño, sin confusión ni inseguridad, podrá construir relaciones diferenciadas con las tres personas e incluso podrá explicarlas» (B. Grom).

5a. Para llegar a descubrir la unidad de la Trinidad, la catequesis puede proceder de tres modos:» a) A partir de las personas, según la teologí­a patrí­stica griega: En toda explicación sobre el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo debe aparecer implí­citamente que «los Tres» están siempre relacionados entre sí­ y, por tanto, se consideran juntos y no por separado. Pero, a partir de los nueve-diez años es muy conveniente expresar explí­citamente esa unidad, en la ocasión oportuna. La fórmula constantinopolitana «una divinidad (naturaleza) en tres personas» ya no es utilizable hoy como fórmula catequética. El sentido de persona en aquel tiempo y en el nuestro ha variado notablemente y lleva a malentendidos. Es mejor hablar de «tres personas» en Dios solamente a adolescentes y jóvenes que han oí­do hablar de esta fórmula y deben conocer el malentendido a que se presta. Con todo, conviene ver lo que se dice en la nota n° 30. b) A partir de la unidad, según la teologí­a patrí­stica latina: Sin ánimo de explicar el misterio de Dios, la catequesis puede partir de experiencias humanas análogas con la Trinidad y así­ tratar de «acercarse» al misterio, provocando una precomprensión o disponibilidad mental favorable a aceptar a Dios no como un Yo estático y aislado, sino como un Yo comunicativo con «emanaciones», que se relacionan entre sí­: un «yo», un «tú» y un «nosotros», en analogí­a con la persona humana. c) A partir de las personas en su unidad amorosa, según la teologí­a moderna: Dios es, desde el principio, Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. Pero las tres Personas están de tal manera interpenetradas unas en las otras, mantienen entre sí­ un lazo de amor tan í­ntimo y tan fuerte, que son un solo Dios. Son tres amantes de un solo amor o son tres sujetos de una única comunión.

6a. La catequesis habrá de manifestar no sólo el camino «de ida» hacia la Trinidad sino también el «de vuelta» a nuestro mundo. El supremo «ágape» existente entre «los Tres» -«Dios es amor» (Jn 4,8)-, la perfecta comunión entre ellos, la unidad y la pluralidad, el respeto y la entrega incondicional, la igualdad y la identidad especí­fica de cada uno de «los Tres», etc. etc. son luces e interpelaciones para la Iglesia y cada uno de sus miembros, vocacionados para el Reinado del Dios trinitario en el mundo, para la humanidad e incluso para el cosmos.

V. Conclusión
No se trata de las conclusiones de este trabajo; éstas están sacadas ya en el apartado anterior. Se trata de un pensamiento último para terminar esta reflexión y que es de vida o muerte para toda pastoral. La catequética como parte de la teologí­a pastoral, se asienta en un triple eje: las ciencias sagradas, las ciencias humanas y la praxis pastoral. Es necesario un diálogo permanente entre los tres «ejes». Desconocerse serí­a una hecatombe para la evangelización, que es, en definitiva, «la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (EN 14).

[ -> Agustí­n, san; Amor; Antropologí­a; Bautismo; Comunidad; Comunión; Creación; Credos; Cruz; Esperanza; Espí­ritu Santo; Eucaristí­a; Experiencia; Fe; Gnosticismo; Gracia; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Ireneo, san; Jesucristo; Liberación; Liturgia; Marí­a; Misión, misiones; Misterio; Oración; Padre; Padres (griegos y latinos); Pascua; Personas divinas; Procesiones; Psicologí­a; Redención; Relaciones; Salvación; Sociologí­a; Teologí­a y economí­a; Tertuliano; Trinidad; Vaticano II; Verbo; Vida cristiana.]
Vicente Mª. Pedrosa

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COMUNIí“N

SUMARIO: I. El hombre, ser en comunión.-II. El Dios revelado en Jesús es comunión.-III. El misterio del Verbo encarnado: 1. Cristo es el Hijo: a) Comunión en el ser (ser desde el Padre), b) Comunión en la vida (ser con el Padre); 2. Comunión en la misión (ser para el Padre), d) La koinoní­a entre el Padre y el Hijo; 3. El Espí­ritu del Padre y del Hijo, espí­ritu de familia y comunión.-IV. La Familia de Jesús.-V. La comunidad de Jerusalén: 1. La koinoní­a en la comunidad de Jerusalén: a) Comunión de bienes, b) Comunión de almas y corazones; 2. La «fracción del pan»: a) En las comunidades de Jerusalén, b) En las comunidades paulinas.-VI. Padres y teólogos: 1. Enseñanza de los SS. Padres; 2. Vida monástica; 3. Reflexión teológica; 4. Sto. Tomás de Aquino; 5. La teologí­a actual.-VII. El magisterio de la Iglesia.-VIII. Conclusión: Lí­neas pastorales.

I. El hombre, ser en comunión
Un dato insoslayable que se constata en nuestro momento histórico es la tendencia del ser humano a afirmarse como «persona» (esse in se), irreductible a toda manipulación. El hombre de las postrimerí­as del s. XX ha descubierto su condición de persona como proyecto humano, social y religioso, ante sí­ mismo, ante la sociedad y ante Dios. De otro lado, sin embargo, el hombre, hoy como nunca, experimenta su condición precaria y menesterosa. Desde su nacimiento se manifiesta con una serie de carencias, que ve colmadas mediante el amor y la ayuda solidaria de la familia. De ahí­ que descubra su alteridad. El ser humano, en otras palabras, experimenta en sí­ mismo la necesidad de abrirse a las cosas, a las personas y, sobre todo, a Dios, consciente de que su realización como proyecto individual tendrá lugar en el «encuentro». Esta exigencia de todo ser humano viene a constituir «la estructura relacional» de la persona.

Ante la manipulación a que se ve sometido, el hombre trata de afirmarse en su absoluta individualidad e intransferible originalidad. Pero, al mismo tiempo, y como condición sine qua non, el ser humano busca afirmarse como ser abierto a los otros, sin los cuales no podrí­a realizarse en su concreta individualidad.

Esta doble dimensión del ser humano permite una premisa general quenos autoriza a descubrir al hombre como ser desde los otros, ser con los otros y ser para los otros. O, en otras palabras, un ser-comunión o ser social. Este hecho pone de manifiesto la filosofí­a de la persona o su constitutivo esencial.

Esta dimensión comunional de la persona se ve avalada por la revelación divina que, interpretada por el Magisterio de la Iglesia, pone de relieve que el proyecto de Dios Padre, al crear al hombre, ha consistido en salvarlo no aisladamente, sino en unidad de comunión (cf. AG 2), en la única Iglesia, «Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espí­ritu Santo» (LG 17), que se muestra «reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo» (LG 4, 2). Estas palabras del Concilio ponen de relieve que la Iglesia participa y debe imitar la vida de comunión que es Dios mismo, el Dios revelado en Jesús, que no es un ser narcisista replegado en su Olimpo, sino SER-AMOR-EN COMUNIí“N.

II. El Dios revelado en Jesús es comunión
«A Dios nadie le ha visto; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). Quién es Dios, únicamente lo sabemos en Jesús de Nazaret, que ha venido de parte del Padre. Por eso, Pablo nos presenta a Jesucristo como «fuerza de Dios y sabidurí­a de Dios» (1 Cor 1, 24) o, en otras palabras, como único camino para descubrir el verdadero rostro del ser divino. No se conoce a Dios sino es partiendo de Cristo y, al contrario, únicamentefijando la mirada en Cristo, Dios se manifiesta en su condición de comunión trinitaria; ya que en el misterio de la existencia, muerte y resurrección de Cristo se desvela la realidad de Dios como Padre de quien es Hijo, y la persona del Espí­ritu Santo que Cristo nos da de parte del Padre, como fuente de vida de comunión filial con el Padre y fraterna con Cristo y con los hombres.

No son las escasas fórmulas del NT sobre el misterio del ser divino, sino el testimonio de la cruz, que recorre todo el NT, el verdadero fundamento del conocimiento de Dios, que se nos revela como comunión de amor. En la cruz, en efecto, Jesús se dirige a Dios (Mc 15, 34; Mt 27, 46) a quien llama su Padre, confiándose amorosamente a El (Lc 23, 46).

El Dios «totalmente otro» ha sido siempre para Jesús alguien cercano, un «Tú» con quien ha vivido en estrecha y sumisa relación «filial» (Jn 5, 30; 6, 38). Juan, por su parte, en el mismo acontecimiento de la cruz introduce un «tercero», el Espí­ritu Santo (Jn 19, 30); el Espí­ritu que ha movido a Jesús durante su vida es el Pneuma de Dios, por cuya acción se ha ofrecido al Padre en la cruz (Heb 9, 14). El misterio insondable del ser divino se revela así­ como nudo de relaciones interpersonales o de comunión. En el acontecimiento de la cruz, en definitiva, Dios se revela como amor que entrega (Padre), amor entregado (Hijo) y Espí­ritu del amor que entrega (Padre) y del amor entregado (Hijo). Y es que, para expresarlo brevemente con palabras del Discí­pulo Amado «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16). Amor y comunión para Juan son términos equivalentes. Más allá de toda especulación de corte metafí­sico, Juan quiere decir que, en Jesús, Dios se ha manifestado como ser en comunión y ser relacional. Jesús nos habló poco del Padre, pero lo vivió como hogar cálido en el que surge la vida, el amor, la entrega y la acogida sin reservas. Todos los gestos de Jesús dando vida a los necesitados, curando a los enfermos y ofreciendo perdón y esperanza a los pecadores y abatidos son acciones en las que se visualiza el misterio del ser divino, no como monstruo doctrinal que humilla y anonada, sino como regazo entrañable de amor. Ahora bien; «si el amor connota toda la actividad de Dios, todas las relaciones con el Hijo y con las criaturas, es que forma parte de la naturaleza divina… Al contrario del eras que denota indigencia, Dios es, en sí­ mismo y desde toda la eternidad, pura comunicación y don de sí­… en el Espí­ritu Santo».

Por eso, de su experiencia de Dios en Jesús, el Discí­pulo Amado se remonta en raudo vuelo hasta el misterio insondable del ser divino para sorprendernos con esta deslumbrante revelación: «En el principio existí­a la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios» (Jn 1, 1). Cuando los exegetas bucean en el contenido de este texto sobrecogedor, descubren que el misterio del ser divino revelado en Jesús de Nazaret es una comunidad, la COMUNIDAD original, que es y será siempre el tipo de toda comunidad. En su vida intradivina Dios tiene un interlocutor, que es su Hijo, en quien se dice y se expresa, como en la palabra nos decimos y expresamos en nuestro actuar humano. Este Hijo-Palabra «vive en Dios y de Dios… No se trata únicamente de una sociedad o compañí­a activa, sino que es más: una unión personal, de amor, que es «estar uno junto al otro» y que implica también un estar «el uno en el otro» (cf. Jn 14, 11 ss.; 20; etc.)».

La Palabra, en Dios, nos dirá el Angélico, es «Palabra desbordante de amor». En la Palabra el Padre sale de sí­ mismo y se proyecta, regalándose, en su Hijo; y el Hijo, a su vez se precipita, en un éxtasis también de amor, en el Padre. Este movimiento de éxtasis recí­proco es fruto del amor de ambos. Un amor tan pleno que es el «Amor en persona», un tercero en la Familia de Dios. Amor en persona que tiene un nombre, el Espí­ritu Santo, que es una tercera persona en Dios.

En el origen, por tanto, está el AMOR en éxtasis, la comunión, la pluralidad, el diálogo.

* En el principio existí­a el Amor, del que fluye, como el rí­o de la fuente, el Hijo divino y, por el Hijo, el Espí­ritu Santo
* En el principio, por tanto, existí­a la fecundidad máxima, como fruto del Amor y de la donación mutuos entre las personas divinas. Fecundidad que hace surgir una existencia «personal» y «plural»: la alteridad con su peculiaridad propia -no manipulable-, inconfundible e intransferible.

* En el principio existí­a el Amor como «don de sí­» (el Padre), el Amor como «acogida del otro» (Hijo), el Amor como «Espí­ritu del don y de la acogida».

* En el principio existí­a la COMUNIDAD, así­, con mayúscula, como despliegue fecundo del Amor que es el misterio del ser divino: varias personas(el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo) que son el éxtasis, apertura en donación y regalo de amor para hacer ser o constituir a las otras personas como distintas.

* En el principio existí­a la comunidad como vida compartida, autodonación del «yo» como «yo» y acogida del «tú» como distinto y del «otro» como «otro».

* En el principio existí­a el «Espí­ritu de comunidad»: «Espí­ritu de amor», «Espí­ritu de don», «Espí­ritu de comunión», «Espí­ritu de diálogo», «Espí­ritu de participación», «Espí­ritu de acogida».

* En el principio existí­a la pluralidad más diversa: el Padre como Padre y origen de toda vida: el Hijo como Hijo y mediador de toda vida y el Espí­ritu Santo como «Espí­ritu de comunión».

* En el principio existí­a la unidad más radical dentro de la pluralidad más variada.

* En el principio existí­a la comunión mas profunda en la diversidad, que hace de las tres perrsonas un único ser divino.

* En el principio existí­a la relación abierta que constituye al ser divino en comunión trinitaria, afectiva y efectiva.

* En el principio existí­a la Palabra: Dios como diálogo: Palabra dicha (Padre), Palabra acogida o interlocutor del Padre (Hijo) y «Espí­ritu del diálogo» (Espí­ritu Santo).

* En el principio existí­a la participación: el Padre abierto para darse y acoger al Hijo; el Hijo para acoger al Padre y darse a él; el Espí­ritu Santo que es el «Espí­ritu de la participación», como Amor oblativo.

En otras palabras, en el principio existí­a el misterio insondable del ser divino como comunión en el amor, hogar entrañable (Jn 14, 2), regazo en el que se da una relación interpersonal de amor, confianza, intimidad, compenetración y vida de familia, de intercomunión e intercompenetración.

Las tres personas se constituyen por el don recí­proco de cada una a las otras.

El Padre es desde, con y para el Hijo, en el Espí­ritu Santo.

El Hijo es desde, con y para el Padre, en el Espí­ritu Santo.

El Espí­ritu Santo es desde, con y para el Padre y el Hijo.

Cada persona divina se constituye por el don de sí­ a las otras y por la acogida del don de las otras.

Jean Danielou explica el misterio del ser divino en estos términos: «He aquí­ uno de los puntos donde el misterio de la SS. Trinidad es el más esclarecedor para la vida humana. Nos enseña que el fondo mismo de la existencia, el fondo de lo real, es decir, lo que constituye la forma de todo lo demás, es el amor en el sentido de la comunidad de personas. Algunos dicen que el fondo del ser es la unidad. Todos se equivocan. El fondo del ser es la comunión… El fondo mismo de la revelación cristiana lo constituye el hecho de que ocupen el primer lugar absoluto las personas y la recí­proca adhesión y comunicación entre ellas, y que esta comunicación de las personas es el fondo mismo, el arquetipo de toda realidad, al que, por consiguiente, todo deba configurarse. Comprendemos por qué la comunión humana depende de la comunión trinitaria. Toda realidad en fin de cuentas se resume en una palabra: «Que sean uno, como nosotros somos uno». Esto significa dos cosas. Somos uno, y esta simple frase es una fulguración extraordinaria. No solamente afirma que existe el nosotros y el uno, sino que el uno es un nosotros… El Uno, es decir, el Absoluto, es un Nosotros. El Uno es una comunicación entre los Tres. El Uno es un intercambio de amor. El Uno no es quien sabe qué cosa. El Uno es Amor. El fondo del ser es el amor entre las Personas» (J.Danielou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Paulinas, Madrid 1967). Danielou propone la comunión trinitaria como paradigma y arquetipo de toda comunión entre los hombres y en la Iglesia: «Y lo que constituye la entraña misma de lo absoluto es aquello de lo que… la creación es una epifaní­a. «Que sean uno» significa en efecto, una unidad que es la esencia de la comunión, puesto que ahí­ se da también nuevamente la unidad de un nosotros, es decir, la comunión entre personas que son tanto más personas cuanto que son unas, y que son tanto más unas cuanto que son personas. La plenitud de la existencia personal coincide con la plenitud de la donación de sí­ mismo en la Trinidad… Después de todo, uno no se realiza sino dándose y, por otro lado, para darse, es preciso existir, porque el que no existe no puede darse. El que no tiene existencia personal nada tiene que dar, porque el don de sí­ llama al otro a la existencia».

III. El misterio del Verbo encarnado
El misterio de la encarnación del Hijo de Dios implica la inserción de la comunidad original en la comunidad humana, o mejor, la comunión de ésta en la comunión trinitaria.

1. CRISTO ES EL HIJO. El misterio de la filiación eterna se ha ampliado a Jesús. Un hombre concreto, Jesús de Nazaret, llama a Dios con el término, pleno de cariño y ternura, de Abbá (Papá) (Mc 14, 36) y se sabe Hijo de Dios a tí­tulo único (Mt 11, 25-26; Lc 10, 21-22).

a) Comunión en el ser (ser desde el Padre). La relación de Jesús con el Padre es, por tanto, la más estrecha y profunda que cabe entre dos personas: la comunión en la misma vida. El Hijo encarnado recibe su vida del Padre: «vivo por el Padre» (Jn 6, 57); «porque el Padre tiene vida en sí­ mismo, así­ también le ha dado al Hijo tener vida en sí­ mismo» (Jn 5, 26). El Padre es la fuente original de la vida, de quien el Hijo encarnado la recibe en plenitud. Por eso, el Hijo vive «por el Padre», «porque el Padre le ha concedido tener vida en sí­, con el mismo carácter originario y pleno». El Hijo es lo que es por la autodonación de sí­ mismo que el Padre le hace en esa transmisión, la más plena que cabe, cual es la generación, por la que le transmite su propio ser. Para Juan «Jesús es el objeto primario del amor del Padre, que no es sólo intimidad y complacencia, sino también expresión de unidad en el ser: el Padre y el Hijo existen totalmente el uno para el otro». Esta mutua compenetración y comunión hace que ambos, Padre e Hijo, sean «uno» (Jn 10, 30).
b) Comunión en la vida (ser con el Padre). Esta mutua comunión lleva al Padre y al Hijo a estar uno en el otro en una mutua inmanencia: «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí­» (Jn 14, 10-11.20; 17, 21.23). «El que me haenviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo siempre hago lo que le agrada a él» (Jn 8, 29). En estas expresiones se pone de manifiesto «la plena comunión entre el Padre y el Hijo que es estar en y estar con». Las palabras de Jesús manifiestan una auténtica comunión en la misma vida que tiene su origen en el amor fontal del Padre y que encuentra una respuesta en la entrega plena y total del Hijo como lo manifiesta su obediencia filial.
c) Comunión en la misión (ser para el Padre). La misión que lleva a cabo el Hijo encarnado no la realiza por su cuenta; la recibe del Padre y es idéntica a la suya: el Hijo trabaja como el Padre (Jn 5, 16; 9, 4) y da la vida como el Padre (Jn 5, 21). En Jesucristo se revela una plena sintoní­a con el Padre a la hora de llevar a cabo la tarea que realiza el mismo Padre. Ahora bien; la obra que conjuntamente realizan Padre e Hijo en plena sintoní­a es la salvación integral del hombre. En la persona y en las obras de Cristo con los pobres, enfermos y pecadores se hace presente el amor y la ternura del Padre, de suerte que quien experimenta la bondad de Jesús en la acogida de los pobres y pecadores está experimentando la ternura y el amor compasivo del Padre (Jn 14, 9; Mt 11, 28). Jesús, en una palabra, a través de todo su comportamiento con los hombres es la manifestación visible y verificable de la relación de Dios Padre con los humanos.

Las relaciones de Jesús con el Padre no son relaciones de superior a inferior, ni de jefe a subordinado; son relaciones de «orden», como dirán los teólogos; relaciones familiares y corresponsables, basadas en el mismo ser y misión.

2. LA KOINONIA ENTRE EL PADRE Y EL HIJO (Jn 17, 21-23). El término «comunión» aparece siempre, en una u otra forma, en los aspectos estudiados. Merece, sin embargo, en este punto especial atención un texto clave para la vida de comunión, en Dios, y en fa comunidad, humana y cristiana, creada a su imagen. «Como tú, Padre, en mí­ y yo en ti, que ellos sean uno en nosotros» (Jn 17, 11.21; cf. 10, 30). El Discí­pulo Amado busca la fundamentación teológica de la comunión que han de vivir los seguidores de Jesús y se remonta hasta la Familia y comunidad original que es el Dios trino.

El texto citado es la cumbre de un crescendo en el que Juan va acentuando el mismo contenido: que Dios es comunión, vida compartida y nudo de relaciones interpersonales. La unión entre los hijos de Dios «debe ser una unidad como la que media entre el Padre y Jesús y una comunión con el Padre y con el Hijo, una incorporación a la unidad de Dios y de Jesús»». Dodd, por su parte, afirma que las relaciones entre el Padre y el Hijo son «como el arquetipo de las relaciones entre Cristo
En estos textos Juan trata de poner de manifiesto la absoluta originalidad de la vida de comunión entre los cristianos, que no es otra que la misma que viven el Padre y el Hijo en el Espí­ritu de amor, en absoluta inmanencia dentro de la diversidad y en plena compenetración de vida y de acción. La comunión entre las divinas personas es el único camino a’ seguir por los hijos de Dios y hermanos de Jesús.

3. EL ESPíRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, ESPíRITU DE FAMILIA Y DE COMUNIí“N. El Espí­ritu Santo aparece en la historia de la salvación estrechamente unido al Padre y al Hijo. Por eso, los autores sagrados lo vinculan al Padre como «Espí­ritu de Dios» (Gén 1, 2; 41, 38; Ex 33, 3; Mt 3, 16; Rom 8, 9; etc.) y al Hijo como «Espí­ritu de Cristo» (Is 11, 2; 61, 1; Lc 4, 1; Gál 4, 6; etc.). Más aún, para alejar toda comprensión reductiva, se nos recuerda que «Dios es Espí­ritu» (Jn 4, 24) y que «el Señor es Espí­ritu» (2 Cor 3, 17). El Espí­ritu Santo, en efecto, aparece como el que penetra hasta lo más profundo de Dios: «nadie conoce lo í­ntimo de Dios, sino el Espí­ritu de Dios» (1 Cor 10-11). Un «tercero» en la comunión trinitaria, que vendrá a nosotros enviado por el Hijo de parte del Padre (He 2, 33) y que «procede del Padre» (Jn 15, 26) y también del Hijo (Jn 16, 15).

El Espí­ritu Santo aparece en la revelación divina como «comunión y creador de comunión» en el seno de la Trinidad y «comunión» (2 Cor 13, 13) y «creador de comunión» (1 Cor 12, 13) en la Iglesia. El Paráclito, nos dirá más tarde la teologí­a, explicando los datos de la revelación divina, es el «nosotros» o «la nostreidad» del Padre y del Hijo: «una persona en dos personas». En otras palabras, «el Espí­ritu Santo es una realidad esencialmente relacional». Desde siempre el Padre, en el amor que es el Espí­ritu Santo, engendra, conoce y ama al Verbo, que es su Hijo y le comunica todo cuanto es, excepto su instransferible paternidad. El Hijo, a su vez, en el mismo amor del Espí­ritu Santo, conoce, ama y se entrega al Padre, devolviéndole todo cuantode él recibe, excepto su intransferible condición filial. En el Espí­ritu el Padre dice en la eternidad: «Tú eres mi Hijo» y en el Espí­ritu el Hijo proclama: «Tú eres mi Padre».

El Espí­ritu Santo, en consecuencia, es ese «clima de amor» y de don, de comunión y de acogida que reina en la comunidad original de los Tres. «Eternamente el Padre, que es sólo Padre, está abierto al Hijo, en el Espí­ritu; de idéntica forma el Hijo está abierto con todo su ser al Padre en el Espí­ritu; y el mismo Espí­ritu, con todo su ser, está abierto al Padre y al Hijo, con quienes es un común Espí­ritu».

La santí­sima Trinidad, por tanto, es la FAMILIA y la COMUNIDAD original, donde hay un «Espí­ritu de familia», que es el Espí­ritu Santo, Espí­ritu de comunión y de amor, de don y de acogida, de entrega y de aceptación.

IV. La Familia de Jesús
Como palabra definitiva del Padre y «plenitud de toda la revelación» (DV 2), Jesús descubre a los hombres el misterio del ser divino como comunión familiar: revela a Dios que es su Padre (Mt 11, 25-26; Lc 10, 11.21-22; Jn 20, 17; etc.) y Padre de todos los hombres (Mt 5-7) y abre a éstos a una comprensión mucho más fecunda del parentesco del ser humano con Dios. El hombre no sólo es su «visir» en la tierra, según una concepción veterotestamentaria, sino que es auténtico hijo suyo y, en consecuencia, hermano de todos los hombres. Las relaciones del hombre con Dios y con sus semejantesadquieren el rango de «familiares» (Ef 2, 19). El teólogo Juan nos muestra la morada de Dios como hogar entrañable (Jn 14, 1-3), del que vino Jesús en calidad de Hijo a poner su morada entre nosotros, al hacerse hombre (Jn 1, 14). El Padre es «su» Casa; pero, desde que se ha hecho hombre como nosotros, es también «la nuestra».

Jesús, nos recuerda Mateo, comienza su misión en Galilea despertando el interés de sus oyentes sobre la paternidad de Dios respecto de los hombres (Mt 5-7) con la consiguiente pertenencia a una única Familia, en la que todos tienen por Padre común a Dios y todos son hermanos, con el ineludible deber de solidaridad. Un momento significativo en el que Jesús apunta a esta nueva Familia que El funda en torno a su persona lo constituye el encuentro con su madre y sus parientes. Estando rodeado de mucha gente, «llegan su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, le enví­an a llamar… ¡Oye!, tu madre, tus hermanos y hermanas están fuera y te buscan. El les responde: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre»» (Mc 3, 31-35).

Estas palabras hay que situarlas en su contexto. Jesús acaba de escoger a los suyos (los «doce», Mc 3, 13-19). A continuación «vuelve a casa» v. 20), probablemente la casa de Pedro, en Cafarnaúm, que debió ser la sede normal de Jesús, a la que se fueron uniendo otras personas que querí­an hacer el camino del Maestro de Galilea y vivir suprograma’. Es en esta ocasión cuando se ve la ruptura de Jesús con la familia carnal, que son los que están fuera (su madre y sus hermanos). Jesús contrapone los que están dentro de la casa, «que estaban sentados en corro a su alrededor» (v. 34), con los que están fuera. Unicamente los primeros (v. 31) son los «suyos», su verdadera familia: «éstos son mi madre y mis hermanos» (v. 35). El verdadero parentesco con Jesús viene por el cumplimiento de la voluntad del Padre (v. 35). Se establece, por tanto, aquí­, una clara diferencia entre «los que están con él, en casa» (vv. 14.20) y los que están fuera, aunque sean sus parientes (v. 31). Jesús se encuentra «en casa» (v. 20). «No se trata simplemente de un dato topográfico: estar dentro o estar fuera de esta casa; implica una separación de profundo significado teológico. De hecho, el que está dentro y se sienta en torno a Jesús constituye su nueva y verdadera familia (vv. 34 ss.). La casa es el lugar privilegiado donde los discí­pulos están con él».

Jesús no recorrerá solo el camino del Reino. Junto a El estarán los suyos. Primogénito de la nueva Familia, vive su amor al Padre y a los hermanos en una solidaridad y donación plena, hasta la muerte en la cruz. Mediante la fuerza del Espí­ritu, eso sí­, abre «a sus hermanos» la posibilidad de vivir una vida semejante a la suya en unas relaciones de solidaridad y de entrega, al Padre y a los hombres, hasta el extremo de dar la vida por ellos, si llega el caso.

Los ví­nculos que unen a los seguidores de Jesús son la común filiación divina y, erí­ consecuencia, la fraternidad universal. Aquí­, por tanto, no cuenta la carne, ni la sangre, sino el cumplimiento de la voluntad del Padre. El reino de Dios estará constituido por un grupo de personas, cuyo espí­ritu de servicio y comunión lo convertirá en un cuerpo social dotado de todo el valor y calidad de una familia. La primitiva Iglesia surgió, como Familia del Padre, mediante la muerte y resurrección de Cristo y por la acción del Espí­ritu.

V. La comunidad de Jerusalén
Nos situamos ahora ante la comunidad de Jesús, que ha surgido de la Pascua mediante la acción del Espí­ritu del Resucitado. Encontramos tres relatos en el libro de los Hechos (2, 42-46; 4, 32-35; 5, 11-16) en los que se narra la vida original, sorprendente y desconcertante de aquella comunidad que Jesús fundó y que, después de la Pascua, se reúne para expresar su fe en Jesús y el camino que él siguió. «Los sumarios tienen una función de generalizar y tipificar»».

1. LA KOINONIA EN LA COMUNIDAD DE JERUSALEN. El término koinoní­a, traducido en He por «comunidad de vida» no pertenece al vocabulario de Lucas; aparece una sola vez en este libro. Se trata de «un término del lenguaje paulino y de la tradición anterior a Pablo. Algo hemos dicho más arriba [III, 1]. Aquí­ nos ocupamos del término como clave de interpretación de la vida de familia de la comunidad primitiva. Koinoní­a es el término que sintetiza y expresa la existencia de la comunidad primitiva como comunión con Cristo, muerto y resucitado, y, por El,con el Padre y con los hermanos, mediante la acción del Espí­ritu Santo. Los seguidores de Jesús «acudí­an asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinoní­a), a la fracción del pan y a las oraciones» (He 2, 42).

a) Comunión de bienes. El término «koinoní­a» implica, en primer lugar, una auténtica comunión de vida y de bienes: «todos los creyentes viví­an unidos y tení­an todo en común» (2, 44) y «nadie llamaba suyos a los bienes», sino que todo lo tení­an «en común» (4, 32). En estos textos se constata una actitud peculiar que viven aquellos hermanos que han surgido de la Pascua: cuanto posee cada uno lo pone al servicio de los demás, de suerte que los bienes «personales» se hacen «comunes» por una libre disposición de la persona, la cual está motivada a realizar este gesto por la entrega que Jesús hizo de todo su ser hasta el sacrificio máximo de su preciosa existencia en la cruz. Y se comprueba un hecho: «Vendí­an sus bienes y sus posesiones y repartí­an el precio entre todos, según las necesidades de cada uno» (4, 45). Este hecho encuentra su verificación en 4, 34-35: «No habí­a entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseí­an campos o casas los vendí­an, traí­an el importe de la venta y lo poní­an a los pies de los apóstoles y se repartí­a a cada uno según sus necesidades».

Para los lectores de Lucas, el comportamiento de la comunidad primitiva tiene, en parte, una correspondencia en la mentalidad helénica, en la que la comunidad de bienes se inspira en la amistad. Lucas pone de relieve cómo en las primeras comunidades cristianas se hací­a realidad un ideal que les era familiar. «En esta perspectiva la koinoní­a de la que hablan los Hechos es contemplada, ante todo, bajo el aspecto de una comunión de bienes». Donde existe una verdadera amistad, rezaba un aforismo griego, necesariamente se han de poner los propios bienes al servicio del amigo en necesidad.

En el caso de la comunidad de Jerusalén hay, sin embargo, una diferencia cualitativa en relación con la koinoní­a helénica. Entre los cristianos se trata de creyentes en Jesús. Cosa que advierte Lucas en tres ocasiones (He 2, 44; 4, 32; 5, 14). El poner los bienes en común no se basa en una simple amistad, cuanto en el comportamiento de su Padre Dios «que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros» (Rom 8, 32), en la acción de Jesús, su Hermano y Señor que amó a los hombres hasta el extremo de entregarse por ellos renunciando a la gloria que le era debida por su condición de Dios (cf. Ef 5, 2; Flp 2, 6-8; Heb 12, 2) y en la obra del Espí­ritu Santo, que impulsó y animó la entrega del Padre y del Hijo a los hombres (1 Cor 2, 10; Lc 4, 1.14; Heb 9, 14). La puesta en común de sus bienes se basa en la conciencia de saberse miembros de una misma familia, la Familia de Jesús, con un Padre común, Dios, y un Hermano mayor, Jesucristo, que nos ha hermanado a todos en sí­ mismo por la acción del mismo Espí­ritu que une a Padre e Hijo.

b) Comunión de almas y corazones. Con la expresión «un solo corazón y una sola alma» Lucas quiere poner de relieve una realidad, que serí­a imposible desde una pura sociologí­a, y muy difí­cil en Israel, pese a ser el Pueblo de Dios; pero que era un hecho concretoen la comunidad de Jesús, compuesta por judí­os y griegos, romanos y árabes, hombres y mujeres, niños y ancianos (cf. He 2, 6-10.41). Lucas no se fija tanto en la diferencia entre «alma» y «corazón»; quiere, eso sí­, hacer ver que se da una diferencia cualitativa entre la unión de las almas en el mundo helénico y la unión de alma y corazón en la comunidad cristiana. Personas de distinta edad, de formación diversa, con temperamentos distintos y actividades opuestas incluso, viven un amor tan profundo que todos se experimentan «uno», unidos en comunión de vida con Dios Padre, de quien todos son hijos, con Dios Hijo humanado, de quien son sus hermanos, y con el Espí­ritu Santo, que es el Espí­ritu de la unión. Esta comunión de almas y corazones, que les hace sentirse «uno» tiene su raí­z en ese centro de atracción y cohesión que es Cristo y, en él, el Padre y el Espí­ritu Santo, que moran en la comunidad.

La comunidad de bienes es una simple consecuencia de la profunda comunión en el Espí­ritu. Lucas propone a las demás comunidades la experiencia de la comunidad de Jerusalén, en la que, dentro de la diversidad, se vive la comunión más plena y más dificil, cual es la de los corazones y de las almas.

2. LA «FRACCIí“N DEL PAN»: a) En la comunidad de Jerusalén. La comunión que vive la comunidad de Jerusalén tiene su fuente y su verificación en la «fracción del pan» (He 2, 42). Literalmente se refiere «al gesto que hací­a el cabeza de familia mientras pronunciaba la bendición de la mesa al principio de la comida (Mc 6, 41 par; 8, 6 s. par; Lc 24, 30)». Para el grupo de los discí­pulos el gesto, que fue asumido como un signo tí­pico de la comunidad de Jesús (He 2, 42; 20, 7; Lc 24, 35), tuvo desde su origen un significado especí­fico, que lo distinguí­a de toda otra comida corriente. El comportamiento de Jesús en la última Cena se consideró por sus discí­pulos «como una autorización expresa y la más fundamental, para seguir haciendo realidad presente la comunidad de mesa con Jesús, hasta su segunda venida en la parusí­a (Mc 14, 25; 1 Cor 11, 26). En todo caso, la Cena del Señor fue el origen del desarrollo ulterior de una liturgia tí­picamente cristiana, independiente del culto judí­o». A través de aquel gesto y mediante la manducación del cuerpo y de la sangre de Cristo, los apóstoles habí­an entrado en comunión con Cristo, cuyo misterio participaban a un nivel personal; pero al mismo tiempo quedaban marcados por el gesto de Jesús y comprometidos a repetir y realizar el mismo gesto de repartirse. A la Cena del Señor quedó asociada para siempre la acción de «compartir».

La participación en el banquete de Cristo introduce al cristiano en la comunión con todo el misterio de Cristo y, con él, por la fuerza del Espí­ritu, con el Padre. Y la comunión con el cuerpo de Cristo introduce al creyente, a su vez, en la comunión de los hombres, a los que descubrimos, dentro de sus limitaciones y pecados, como auténticos hermanos con los que compartimos «la mesa del cuerpo de Cristo», que prepara el Padre para todos sus hijos a través de Cristo como mediador y «la mesa de los bienes de este mundo» que ha preparado el mismo Padre para todos y delos que el hombre, igualmente, es mediador a través de su vida y de sus bienes compartidos.

b) En las comunidades paulinas. Para Pablo la participación en la «Cena del Señor» (1 Cor 11, 23-26) es «comunión con la sangre y con el cuerpo de Cristo» (1 Cor 10, 16). El término koinoní­a que utiliza también Pablo expresa una relación vital entre personas; tiene un significado complejo y evoca una pluralidad de relaciones, a partir de la única relación que se establece en el sacramento eucarí­stico entre la persona de Cristo y la persona del creyente. «La koinoní­a en la sangre y (paralelamente) en el cuerpo de Cristo, denota, por lo tanto la comunión, es decir la comunicación de la vida donada por el Señor a nosotros y nuestra participación en el único sacrificio de la cruz; pero, al mismo tiempo, connota la nueva comunión, que a través de la Cena se establece y se renueva entre Dios y la humanidad; es el signo visible de la comunidad cristiana, más y más unida por la particular y exclusiva relación a su Señor, muerto y resucitado, presente en el signo sacramental».

La comunión en el cuerpo de Cristo tiene su verificación en el cuerpo de la Iglesia. El Apóstol quiere que sus cristianos, que son «el cuerpo de Cristo» en lí­nea vertical y «el cuerpo de Cristo» en lí­nea horizontal, vivan unas relaciones de solidaridad y de comunión fraterna, en las que se comparta y condivida, como lo hace Jesús en la eucaristí­a con sus seguidores, la propia persona y todos los bienes que se poseen en el cuerpo de la Iglesia. La eucaristí­a brinda a Pablo una ocasión de oro.

Conoce las necesidades de las comunidades cristianas, tanto de origen judí­o, como de origen helénico`. Por eso, apela a la solidaridad mediante colectas que se han hecho en favor de la iglesia de Jerusalén (2 Cor 8-9; Gál 2, 10; He 24, 17) «desde el comienzo al final el «proyecto-colecta» es para Pablo un signo concreto de solidaridad para expresar la comunión profunda de los cristianos, convertidos del paganismo con los judeocristianos de Jerusalén»».

La colecta, sin embargo, es siempre «signo» de una realidad más profunda: la koinoní­a del hombre con Dios Padre, en Cristo y por Cristo, y, desde Cristo, con los hermanos, en el Espí­ritu común. «Koinoní­a, por tanto, no puede indicar sencillmente «la contribución» material de la colecta y ni siquiera el aspecto más interior de «generosidad» y «altruismo» o «un vago sentimiento de filantropí­a» que animarí­a el don. La koinoní­a denota la relación profunda y vital que une indisolublemente la comunidad de Corinto… con los cristianos de Jerusalén y con todos los creyentes de todo tiempo y lugar, dado que todos, en cuanto tales, han adquirido de Dios gratuitamente el don de la «comunión». El don material es sólo el signo externo y la manifestación visible de esta activa y dinámica relación, de la que brota por una intrí­nseca sobreabundancia…» 26.

VI. Padres y teólogos
1. ENSEí‘ANZA DE LOS PADRES. A los Padres les preocupó la coherencia de los cristianos con su condición de Familia de Dios, tal y como la vivió la comunidad primitiva. Los comentarios patrí­sticos presentan la vida de la comunidad de Jerusalén como un ideal al que se debe aspirar, reconociendo, eso sí­, que los hechos no responden en la mayorí­a de los casos al ideal evangélico. Por eso, comentan el comportamiento de la’ comunidad de Jerusalén como una instancia crí­tica para los abusos que detectan en sus comunidades. «Dios creó el género humano para la comunión o comunicación de unos con otros, como que El empezó a repartir de lo suyo y a todos los hombres suministró su Logos común y todo lo hizo por todos. Luego es común y no pretendan los ricos tener más que los demás:…no es humano ni propio de la comunión de bienes».

Esta dimensión teológico trinitaria de la comunidad cristiana está puesta de relieve con fuerza en la casi totalidad de los Padres, que contemplan a la Iglesia como el «pleroma» de Dios, como extensión y manifestación en el tiempo de comunidad original, que es la SS. Trinidad. En esta lí­nea se expresan machaconamente:
«Donde están los Tres, a saber: el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo, allí­ está la Iglesia, que es el Cuerpo de los Tres». La Iglesia, para san Cipriano, es «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo». «El mismo don del Espí­ritu -dice san Fulgencio- hace a la Iglesia Cuerpo de Cristo (por el sacrificio eucarí­stico) y la unifica, siendo Espí­ritu del Padre y del Hijo, unidad, igualdad y amor de la Trinidad. De la multitud de los que creen en Dios hace un solo corazón y una sola alma, pues es el Espí­ritu común del Padre y del Hijo y con el Padre y el Hijo es un solo Dios». San Agustí­n, por su parte, reconoce que el ejercicio de la caridad y el servicio es la visualización y verificación de la comunión trinitaria: «Ves la Trinidad, si ves la caridad».

Hay que reconocer, sin embargo, que a partir del s. IV se eclipsa en buena medida la vivencia de la dimensión comunitaria de la fe en aras de una visión más individualista e intimista que, ante la dificultad de vivirla en comunidad, trata de encontrarla en la «fuga mundi». Se privilegia la concepción de la persona individual como imagen de Dios, mientras que se eclipsa la visión de la comunidad como icono del Dios trino, tal y como aparece en He 2.

2. LA VIDA MONíSTICA. La vida monástica supuso el mejor logro de la «koinoní­a» evangélica tal y como la vivió la comunidad de Jerusalén. Para los monjes la vida monástica es esencialmente comunitaria. En ella el monje trata de imitar la vida de comunión que viví­a la comunidad de Jerusalén. El monje participa con sus hermanos en la alabanza divina, en la comunión de vida y en la misión de la Iglesia. A través de su vida comunitaria, que se construye en torno a la eucaristí­a, los monjes significan la vida de comunión de las divinas personas y la expresan en la comunión fraterna al servicio de la Iglesia. A través de su vida comunitaria, los monjes visualizan y verifican el misterio comunional de la Trinidad santa.

3. REFLEXIí“N TEOLí“GICA. Por lo que hace a una reflexión teológica, a partir de Gregorio Nacianceno en Oriente y Ricardo de san Ví­ctor en el Occidente medieval, «se comenzó a bucear en una dirección complementaria con la primera. Estos teólogos han profundizado en una referencia en lí­nea trinitaria, no sólo en lo que respecta a la persona individual como imagen de Dios, cuanto en lo que respecta a la interpersonalidad eclesial»
Ricardo de san Ví­ctor, en concreto, arranca del misterio de Dios como amor (1 Jn 4, 8.16). Si Dios es amor -argumenta Ricardo- es una vida compartida, que reclama otras personas a las que hacer partí­cipes de su vida y felicidad. Por eso, el Padre tiene un Hijo con quien se encuentra y le dice: «Tú eres mi Hijo»; y, a su vez, este Hijo, en su encuentro con el Padre, responde: «Tú eres mi Padre». Encuentro de gozo y felicidad en el que hacen partí­cipe a un tercero, que surge como fruto de la donación de ambos. El amor del Padre y del Hijo no serí­a pleno, si no compartieran con el Espí­ritu Santo todo lo que son y poseen. Todo es común entre los Tres; se donan mutuamente en una oblación de amor. Los tres son distintos, pero están abiertos para darse en gratuidad y para poseerse en plenitud. Es la dialéctica del amor, en la que las tres personas divinas se constituyen dándose y acogiéndose, siempre, eso sí­, en ese clima de amor, que les permite vivir el gozo de ser personas con su absoluta individualidad y originalidad, y de experimentar la entrega en una acogida mutua: ser varios y distintos en la unidad del único ser divino. En esta forma de explicar el misterio adorable de la Santí­sima Trinidad, Ricardo pone de manifiesto la concepción neoplatónica del ser como algo dinámico, que se constituyepor su propio dinamismo expansivo, y Ricardo lo explica desde el amor como agape.

La dimensión comunional del amor tal y como la expresa Ricardo de san Ví­ctor fue asumida por san Juan de Mata, Fundador de la Orden de la Santí­sima Trinidad, no como una bella teorí­a teológica, sino en orden a una vivencia práctica e institucionalizada. Juan de Mata vierte en su Regla toda la dimensión bí­blica y teológica del amor. Todos los religiosos viven en la «Casa de la Trinidad» (n.l), con todo lo que implica de «hogar cálido», «vida compartida», «diálogo», «acogida» y «entrega». Casa de la que forman parte, además de los religiosos, los pobres, enfermos y cautivos, con los que se comparte todo lo que son y poseen. Por eso, en la Casa todos son «hermanos», y el animador no ostenta otro tí­tulo honorí­fico que el de «servidor». Los hermanos se sientan todos a la misma mesa (n. 15); se reúnen cada domingo para tratar en comunidad todos los asuntos de la casa (n. 20) y practican la corrección fraterna (n. 23). Todo, en torno a la iglesia-templo, consagrada a la Santí­sima Trinidad, que ocupa el centro de la vida de la comunidad, en donde se celebra la eucaristí­a como memoria y actualización de la solidaridad de las tres personas divinas con el hombre y paradigma de la comunión de los Hemanos, entre sí­, y con los hombres, sobre todo, los cautivos y los pobres (n. 3).

4. SANTO TOMíS DE AQUINO. El Angélico, desde una preocupación más «teológica» que «económica», descubre que Dios es un misterio de relaciones interpersonales donde se da una pluralidad de referencias, que constituyen a las personas divinas en su originalidad e inalienable peculiaridad. Santo Tomás reconoce que las personas divinas se constituyen por su apertura a las otras: «la relación no significa más que referencia a otro» («ad alium»

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano