APROPIACIONES

SUMARIO: I. Ví­as teológicas al monoteí­smo trinitario.-II. El giro agustiniano y la «ley trinitaria fundamental».-III. El juego de las trí­adas desde san Agustí­n hasta los autores medievales.-IV. La «invención» de la apropiación.-V. La sí­ntesis tomista.-VI. Valor y fundamento teológico.-VII. Para un balance histórico y teológico.

Por apropiación, en lenguaje teológico trinitario, se entiende un atributo común a toda la Trinidad, pero que, desde un cierto punto de vista, parece presentar una especie de conveniencia con una persona divina más que con otra y se le aplica a ella por tanto de manera especial.

Naturalmente, también para comprender de forma aproximada la historia y el significado del término, habrí­a que investigar el conjunto del vocabulario que se ha ido elaborando, a partir del kerigma de los orí­genes, en relación con el dogma y con la teologí­a especí­ficamente trinitaria. De todas formas, si appropriatio sólo empezó a abrirse camino a finales del siglo XII, y tan sólo entre los teólogos latinos, podemos decir sin muchas dificultades que todo esto no ha sido casual. Por otra prte, el»descubrimiento» de la appropriatio no puede menos de haber ido precedido de una maduración secular, cuyo germen primordial y fundamental tiene que ponerse sin duda en el sí­mbolo bautismal, pero cuya determinación normativa tiene que establecerse siempre en el dogma nicenoconstantinopolitano de la «consustancialidad» (homoousí­a) del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo (DS 125, 150). Pero ¿por qué, a partir de este mismo dogma, sólo la teologí­a trinitaria occidental, y después de tanto tiempo, ha llegado a hablar de apropiación? A este problema demasiado implicado no podemos pretender ofrecer en este lugar más que una hipótesis de solución más o menos fundada y plausible.

1. Ví­as teológicas al monoteí­smo trinitario
En efecto, una vez establecido el dogma nicenoconstantinopolitano, es decir, una vez confesada la única e indivisa Trinidad, no podí­a menos de afirmarse también una operación única e indivisa de la Trinidad tanto ad intra como ad extra. Escribiendo por el 374 a los obispos orientales, el papa Dámaso, sabiendo que daba voz a la convicción de la «ortodoxia», declaraba que la Trinidad es «una usí­a, una divinitas, una virtus, una operatio»; se trata por tanto de «tres personae inseparabilis potestas»; para cada uno de los tres vale lo que subraya para el Espí­ritu Santo: «non enim separandus est divinitate, qui in operatione ac peccatorum remissione conectitur» (DS 144.145).

Esta misma doctrina fue proclamada continuamente por los Padres tanto griegos como latinos. Sin embargo, los acentos con que la remachan cada una de estas dos tradiciones han dado lugar a diferencias que se han ido marcando cada vez más. No pocos estudiosos han intentado además señalar en qué consiste propiamente la diversidad con que desde el principio pensaron y formularon el Oriente y el Occidente el contenido de la misma regula fidei (kanón tes pí­steos). Uno de los aspectos de esta diversidad se ha encontrado en el mismo lenguaje teológico. La «paradoja» del monoteí­smo cristiano, efectivamente, se ha expresado con fórmulas que no son propiamente una la copia de la otra; por consiguiente, son mucho menos coincidentes de lo que se sospecha de ordinario. Si los griegos hablan de mí­a ousí­a (physis) – treis hypostáseis (prósopa), y los latinos de una substantia (essentia, natura) – tres personae, todo esto, se ha dicho, querrí­a decir que Dios, para los griegos, es «un único Ser objetivo, aunque sea también tres Objetos», mientras que para los latinos es «un único Objeto y tres Sujetos» (G. Prestige, pp. 245, 258). En otras palabras, al percibir y al enunciar el misterio como misterio, funcionarí­a una diversa perspectiva subyacente a un diverso lenguaje. Según las dos tradiciones, Dios es «in se» una única realidad objetiva (como sugieren los términos ousí­a y substantia con sus equivalentes). Sin embargo, Dios es también trino, según los griegos, porque es también «per se» tres realidades objetivas (como sugiere el término hypóstasis) y, según los latinos, porque Dios, siempre «per se», es también tres realidades «subjetivas» (comosugerirí­a el término persona). Las cosas, como es lógico, son mucho más complejas. Pero no hay que infravalorar esta opinión, ya que de todas formas obliga a poner bajo observación el lenguaje mismo de la fe y del dogma y por tanto el condicionamiento que éste induce, aunque siempre dentro de determinados contextos culturales.

El cristianismo ha promovido la reinterpretación radical de las categorí­as conceptuales y lingüí­sticas no sólo del judaí­smo, sino también del helenismo que durante siglos habí­a estado debatiendo el problema de la unidad de lo divino. Si, en virtud de la fe, hay que concluir por una unidad que ha de componerse en Dios con la trinidad, está claro para los cristianos que la misma unidad divina no podí­a resultar absoluta, sino relativa. Dios -razonaron los cristianos- es ciertamente «uno» (en), pero no está «solo» (monos), ya que, según sabemos por revelación, admite en su interior una distinción correlativa. ¿Y cómo es posible todo esto, o sea, la «sinfoní­a» de la unidad y de la trinidad en Dios? Para balbucear unas respuestas, también en este caso se podí­a pedir ayuda a la filosofí­a. De ordinario el medio -y el neo- platonismo, con su refinada especulación sobre el uno, fue justamente reconocido como el interlocutor privilegiado de la teologí­a cristiana. Sin embargo, también aquí­, fue Aristóteles a quien se recurrió sin reparos. En efecto, el Filósofo habí­a hablado de unidad no sólo absoluta, sino relativa, distinguiendo cinco tipos en ella: 1) la del accidente, inserto en un sujeto con el que es uno precisamente de modo accidental: por ejemplo, un hombre que es músico siguesiendo un solo hombre; 2) la de una colectividad, que es una por continuidad: por ejemplo, una pierna es una sola a pesar de sus numerosas articulaciones; 3) la del substrato o materia subyacente: por ejemplo, un lí­quido como el agua es uno porque su substrato último es uno solo; 4) la del género: por ejemplo, el caballo, el perro o el hombre, por encima de sus diferencias, forman todos juntos la unidad «animal»; 5) la de la especie: por ejemplo, Sócrates y Platón son miembros de una unidad circunscrita por la misma definición (logos) que expresa su esencia (to ti en einai) de hombres, es decir, de «animales racionales» (Met. V, 6; 1015B, 16 – 1017A, 6). Excluidos los dos primeros tipos de unidad relativa, que no son apropiados al objetivo que pretendí­an, los Padres se centraron en los otros, los del substrato, el género y la especie, que Aristóteles, llamándolos también unidad de especie (eidei), habí­a usado como intercambiables, pero con cierta preferencia por la unidad de substrato (ousí­a) (Wolfson, pp. 275ss.). Naturalmente, estas sugerencias, como todas las de origen filosófico, son sometidas siempre a discernimiento por parte de los cristianos. Así­, mientras que al comienzo se sostuvo que en Dios la unidad se compone con la trinidad en virtud de la monarchia, es decir, en virtud de un único principio fontal señalado en el Padre, luego se le confió a la simple unidad del substrato divino (ousí­a o essentia) la tarea de demostrar el carácter no absurdo, sino más bien armónico, de unidad y trinidad en Dios.

II. El giro agustiniano y la «ley trinitaria fundamental»
Cuando el Occidente llevó a cabo el grandioso esfuerzo especulativo de De Trinitate de Agustí­n, se realizó un definitivo planteamiento de la perspectiva gracias a la cual se habí­a intentado hasta entonces desarrollar el discurso teológico cristiano sobre la unitrinidad divina. Si antes era el Padre quien era considerado generalmente como causa (aití­a) y fuente (pegé), no sólo del origen, sino también de la divinidad de las otras personas, a partir de san Agustí­n es la misma esencia (ousí­a) divina la que salta decididamente al primer plano como substrato de la divinidad común a las tres divinas personas. Esta innovación, no ciertamente en la fe y en el dogma, sino en la manera de desarrollar y estructurar la teologí­a trinitaria, incrementó sin duda las diferencias entre el Occidente y el Oriente. Esto podrí­a verificarse, por ejemplo, comparando el sí­mbolo niceno-constantinopolitano con el sí­mbolo Quicumque de clara ascendencia agustiniana. El primero empieza con «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso», y el segundo con «[…] Veneramos a un solo Dios en la Trinidad y a la Trinidad en la unidad» (DS 75). Como se ve enseguida, según habí­a insistido san Agustí­n, es en el Deus Trinitas y no en el Padre en quien el Quicumque concentra desde el principio el interés de la proclamación de la fe.

Pero, una vez subrayada tan fuertemente la unidad de la esencia, se hací­a más aguda la necesidad de articular con claridad la distinción siempre ad intra de la misma divinidad. Y ésta es precisamente la tarea que Agustí­n confí­a a la categorí­a de relación, desarrollando así­ una de las aportaciones más extraordinarias que él ofreció a la inteligencia de la fe trinitaria. Proponiendo un modelo de procedimiento teológico que durará toda la Edad Media latina hasta nuestros dí­as, en un pasaje del De civitate Dei, escrito por el año 417, es decir, probablemente por el mismo perí­odo en que estaba concluyendo su De Trinitate, san Agustí­n, entre otras cosas, escribí­a: «Trinitas unus Deus est; nec ideo non simplex, quia Trinitas. […] Sed ideo simplex dicitur quoniam quod habet hoc est, excepto quod relative quaeque persona ad alteram dicitur» (XI, 10: PL 31, 325). Manteniendo firme, indiscutible como un a priori, el presupuesto de la suma simplicidad divina, san Agustí­n, como vemos, lo somete a una modulación cristiana, sosteniendo que la divinidad se articula ad intra como Trinidad en virtud de relaciones opuestas («quae dicuntur ad alium»), no en virtud de perfecciones absolutas («quae dicuntur ad se»). En otras palabras, según san Agustí­n, Dios es todo lo que tiene, excepto lo que se dice de cada persona en relación con las otras. Esta doctrina atravesó la Edad Media teológica y fue repensada y reexpresada así­ por san Anselmo de Aosta: «Quatenus nec unitas admittat aliquando suam consequentiam, ubi non obviar aliqua relationis oppositio; nec relatio perdat quod suum est, nisi ubi obsistit unitas inseparabilis» (De prod. Spiritus Sancti, II: PL 158, 228 C). En ví­speras de la era moderna, quedó canonizada esta doctrina en el Decretum pro Jacobitis del concilio de Florencia de 1442: «Hae tres personae sunt unus Deus, et non tres dii: quia trium est una substantia […], omniaque sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio».

Así­, siguiendo el espí­ritu y la letra de la gran especulación agustiniana, se formulaba la que se ha llamado la «ley trinitaria fundamental». Ciertamente sobre la base de la fe bí­blica, pero más aún sobre el dogma nicenoconstantinopolitano, san Agustí­n se habí­a decidido por la primací­a epistemológica, no ciertamente ontológica, del Deus Trinus y habí­a intentado desarrollar todas sus posibles implicaciones. Una vez afirmada, por así­ decirlo, inmediatamente la unidad y mediatamente la distinción divina ad intra, quedaba también sin duda exaltada la unidad, pero debilitada la diferenciación trinitaria ad extra. Con un vigor desconocido hasta entonces Agustí­n subrayó que toda actividad fuera de la esfera divina respecto al mundo es común a toda la Trinidad: «cuando se habla de uno de los Tres como autor de una obra, hay que pensar que actúa toda la Trinidad» (Enchir. 38: PL 48, 251; cf. Ep. 169, 2, 6: PL 33, 744; C.S. Arian. 3, 4: PL 42, 685; De Trin. V, 13, 15: PL 42, 290; etc.). Por tanto, no es casual el hecho de que la posteridad teológica agustiniana deje en el fondo la «Trinidad económica» y ponga en primer plano la «Trinidad inmanente». El ritmo histórico-salví­fico que sugiere la Escritura y que se sintetiza en la fórmula bautismal, en la que se suceden según la «economí­a» el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo, quedará cada vez más apagado. También aquel genial replanteamiento de la herencia agustiniana que es en definitiva la doctrina trinitaria tomista, al llamar inmediatamente la atención sobre la esencia del único Dios «in se», deja en la sombra la actuación trinitaria de Dios «por nosotros». De este modo, las misiones históricas del Hijo y del Espí­ritu Santo por parte del Padre se muestran, por así­ decirlo, «desde arriba» y no «desde abajo», como últimos «frutos» de la esencia divina eterna, en cuyo seno brotan las procesiones, las relaciones y por tanto las mismas personas. Todo esto se comprende y se justifica con la ayuda de la analogí­a psicológica, también de invención agustiniana: las semejanzas de la producción del verbo mental y del amor en la inmanencia del espí­ritu humano parecen ayudar a comprender la paradoja de la uni-trinidad de Dios.

Sin embargo, quedan y se agudizan no pocas ni leves dificultades. Podrí­amos pensar que en Occidente las preguntas ya provocadas por el dogma de la «consustancialidad» u homoousí­a divina se exasperan precisamente por la radicalización de la tradición «esencialista» de cuño agustiniano ¿No distingue acaso la revelación bí­blica y distribuye entre las personas lo que la «ley trinitaria fundamental» les asigna en común? ¿No nos vemos obligados, hasta cierto punto, a aceptar que la regla tan sencilla de la distinción y distribución en la Trinidad entre lo que es común y lo que es propio, precisamente sobre la base de la «relationis oppositio», no es suficiente cuando se toma en serio la misma forma de expresarse, el mismo lenguaje de la revelación bí­blica? El Nuevo Testamento, así­ como los sí­mbolos de fe y la liturgia, predican de tal o cual persona divina atributos y operaciones que aquella «ley», aplicada sin excepciones, obligarí­a a declarar más bien comunes a la Trinidad. Pensemos, por ejemplo, en lo que dice san Pablo: «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espí­ritu Santo» (2 Cor 13, 13); o bien en el texto en que Pablo hace remontar los «carismas» al Espí­ritu, los «ministerios» al Señor y las «operaciones» a Dios «que obra todo en todos» (1 Cor 12, 4); o bien, en el otro texto igualmente paulino en el que Jesucristo es llamado «poder de Dios y sabidurí­a de Dios» (1 Cor 1, 24). En estos y en otros muchos casos una persona divina no es caracterizada ciertamente por lo que algún dí­a se llamarí­a procesión o relación o propiedad («quae dicuntur ad alium»), sino por algo peculiar que la teologí­a y el mismo dogma de la Iglesia declarará que es común («quae dicuntur ad se»). Además, en el Nuevo Testamento sólo se le reserva de ordinario al Padre el nombre de «Dios», al hijo el de «Señor», al Espí­ritu Santo el de «Espí­ritu», o sea, unos nombres que se definirán «esenciales» o comunes, y no «personales» o propios. Igualmente, en los sí­mbolos de fe se atribuye al Padre la creación, al Hijo la redención, al Espí­ritu Santo la santificación, esto es, unas operaciones ad extra que según la «ley trinitaria fundamental» deberí­an llamarse comunes y no propias. Entonces, ¿hay que obedecer a esta «ley» de forma tan absoluta y coherente que dejemos arrinconada -si no negada-una parte tan preciosa y tan sabrosa de aquella norma normans que es la Escritura, sobre la que se modela el mismo lenguaje ordinario de la fe y de la oración?

III. El juego de las trí­adas desde san Agustí­n hasta los autores medievales
Donde más agudo habí­a sido el énfasis de la unidad de la esencia, allí­ habrí­a de imponerse más el deseo de salvaguardar la trinidad de las personas. Felix culpa! Si por parte de los maestros latinos se introduce el tema de la apropiación a finales del siglo XII, todo esto no puede comprenderse más que dentro del filón teológico peculiar de origen agustiniano, en el que el Deus Trinus es al que se reconoce como punto de partida de la reflexión sobre el misterio de la uni-trinidad divina. En realidad, ya los Padres griegos habí­an observado que hay denominaciones (kléseis), que no son nombres propios (idí­a onómata) o propiedades (idiótes), aunque se predican de las personas divinas, haciendo descubrir ciertos aspectos peculiares de las mismas (por ejemplo, Juan Damasceno, De fide, I, 12: PL 94, 848-849). A diferencia de las que los latinos llamarán «apropiaciones», estas denominaciones sin embargo se sacan exclusivamente de la Escritura y no se consideran más que al servicio de la comprensión de lo que es propio de las Personas divinas. Por otra parte, con claridad perfectamente latina, san León Magno habí­a precisado los términos del problema. Si por una parte está el dogma eclesiástico con sus definiciones, por otra sigue estando la Escritura con su lenguaje. La Trinidad entonces, aunque una e indivisible, sigue siendo Trinidad: «cum sit inseparabilis, nunquam intelligeretur esse trinitas, si semper inseparabiliter diceretur». No puede olvidarse un dato irrefutable: la Escritura»sic loquitur ut aut in factis aut in verbis aliquid assignet quod in singulis videatur convenire personis». El lenguaje de la Escritura no está ciertamente en contradicción absoluta con el del dogma; por tanto, de su diversidad aparente «non perturbatur fides catholica, sed docetur». Hay que tener cuidado con las especulaciones demasiado atrevidas, «et non dividat intellectus quod distinguit auditus (Sermo de Pent., 76, 2: PL 54, 405). ¿Pero era posible contentarse con estas lúcidas y sabias palabras? ¿No se podí­a y se debí­a llegar más a fondo? Aún con no poco retraso y con muchas incertidumbres, los teólogos latinos, que habí­an captado con una agudeza cada vez mayor las dificultades con que tropezaba su tradición, al final se decidieron a intentar resolver el nudo de cómo puede aplicarse como propio a una persona divina un atributo común a toda la Trinidad. Le corresponde a Abelardo (1079-1142) el mérito de haber iniciado al menos el debate en este terreno, a pesar de que no fue él el que inventó el término apropiación.

En efecto, el maestro del sic et non cree que puede indicar el secreto de los caracteres de las personas divinas en una trí­ada de atributos, la de potentia-sapientia-bonitas (Introd. ad Th. I, 8-12; II, 86-91; C. Ch. Cont. med. XI, 73-75; 77-86, 306-309). Así­ aplicó al Padre «especialmente y como algo propio» el poder; al Hijo, la sabidurí­a; al Espí­ritu Santo, la bondad. Abelardo estaba convencido de que lo autorizaba a ello la Escritura y los Padres, sobre todo san Hilario y san Agustí­n; pero, a pesar de haber acumulado un gran número de auctoritates, en realidad no consiguió mostrar ninguna que presente esta trí­ada completa. Y no podí­a menos de ser así­. También Pedro Lombardo invocó a este propósito el uso frecuente de la Escritura, pero tampoco él pudo aducir una cita concreta. El hecho es que la trí­ada de Abelardo se difundió ampliamente en las especulaciones trinitarias del siglo XII, por ejemplo en Guillermo de Conches y Roberto de Melun. Sin embargo, mientras que Hugo de san Ví­ctor la justifica por la necesidad de corregir las «débiles» (así­ las llama) nociones de Padre, Hijo y Soplo (De sacr. I, II, cap. 6: PL 176, 208), Abelardo hace de ella una verdadera y propia teorí­a de las personas. Buscando un término medio entre el extremo nominalismo de Roscelino y el extremo realismo de Guillermo de Champeaux, dominado por la idea de la unidad de la summa res de la esencia divina, Abelardo terminaba extenuando al menos la subsistencia objetiva de las personas y, por tanto, parecí­a como si no vislumbrase por debajo de los nombres revelados más que simples atributos, ciertamente solemnes, de la potentia, de la sapientia y de la bonitas.

Más que Gilberto de Poitiers o Guillermo de Saint-Thierry, es el «perro guardián de la ortodoxia», Bernardo de Clairvaux, el que también en este caso olfatea la herejí­a y, a pesar de las repetidas profesiones de fe de Abelardo, lo ataca por el uso irresponsable e irreverente de la dialéctica en la meditación sobre el más augusto de los misterios, como es el de la Trinidad. A su juicio, el maestro del sic et non «establece grados en la Trinidad, modos en la majestad, medidas en la eternidad», ya que dice que «el poder pertenece propia yespecialmente al Padre, la sabidurí­a al Hijo; ¡pero esto es falso!, porque el Padre es verdaderamente sabidurí­a y el Hijo es poder; el que lo afirma no es ni mucho menos un blasfemo, ya que lo que es común a los dos no puede ser la propiedad de uno solo» (PL 182, 1058 D). Bajo el vehemente impulso de Bernardo, el concilio de Sens en 1140 condenó, entre otras cosas, estas proposiciones de Abelardo: «quod Pater sit plena potentia, Filius quaedam potentia, Spiritus Sanctus nulla potentia»; «Quod a Patre, quia ab alio non est, proprie vel specialiter attineat omnipotentia, non etiam sapientia et benignitas» (DS 721. 734). De esta manera se querí­a neutralizar el riesgo, no puramente imaginario, de «modalismo», es decir, de reducir las personas divinas a meros atributos esenciales. Pero el choque entre Bernardo y Abelardo podrí­a verse también como un conflicto interno a la tradición teológica latina de origen agustiniano, en la que un partido que podrí­amos llamar «conservador» no lograba comprender las aplicaciones audaces que proponí­a el partido «progresista» bajo el impulso de la nueva Sprachlogik, es decir, de la «logica sermocinalis» y de la «grammatica speculativa». Por otra parte, los seguidores más cualificados de Abelardo reivindican el carácter tradicional de la enseñanza de su maestro. ¿Por qué no podrí­a atribuirse una perfección común de modo particular a una persona, sin negársela a las otras? ¿Acaso no lo habí­an hecho así­ la Escritura y los Padres? ¿Por qué entonces reprochárselo a Abelardo, que seguí­a haciéndolo tras sus huellas? En realidad, circunscrito a sus lí­mites prudenciales, el procedimiento emprendido por Abelardo dejó de discutirse. Lógicamente, habí­a que precisarlo y justificarlo teológicamente. Es natural que al principio los teólogos caminen a tientas. Pedro Lombardo expone ampliamente y sin ningún embarazo las atribuciones que saca de Hilario o Agustí­n y del mismo Abelardo. Al contrario, Alano de Lille las considera «cuestiones de palabras, no de cosas» (PL 210. 642 C). Entre estos dos extremos se buscan ví­as intermedias. Realmente, en la práctica el juego de las trí­adas parece no conocer lí­mites y seduce irresistiblemente a los maestros medievales.

Pero en el origen de todo este discurso, que conoció en la Edad Media cierto revuelo por obra de Abelardo y culminó más tarde en la invención del término apropiación y en la organización de un tratado sobre ella, hay que poner una vez más a san Agustí­n y, por lo que nos respecta a nosotros, en el comentario que hace al texto paulino: «Quoniam ex ipso et per ipsum et in ipso sunt omnia» (Rom 11, 36; cf. 1 Cor 8, 6). Hay un solo Dios del cual (ex quo) proceden todas las cosas, por el cual (per quem) y en el cual (in quo) existen todas las cosas, habí­a explicado el obispo de Hipona en el De doctrina christiana (I, 5, 5: C. Ch 32, p. 9). Pero inicialmente Agustí­n no profundizó sobre el modo con que hay que mantener este discurso de forma distinta y detallada en el interior de la reflexión trinitaria: no le interesa sostener más que lo que afirma el texto paulino, o sea, la unidad de la sustancia y la distinción de las divinas personas. En este mismo contexto es donde él declara: en el Padre está la unitas, en el Hijo la aequalitas, en el Espí­ritu Santo la concordia de la unidad y la igualdad. Pero de esta manera Agustí­n vincula la trí­ada paulina ex ipso – per ipsum – in ipso con otra de su invención: unitas – aequalitas – concordia. Podrí­a observarse, sin embargo, que, mientras la trí­ada paulina se despliega en el horizonte de la «economí­a», a la trí­ada agustiniana le gustarí­a puntualizar el tema de la creación por obra de la única e indivisa Trinidad, llevando a cabo esa ascensión intelectual en virtud de la cual, partiendo del descubrimiento del vestigio divino en la creación, nos elevamos hasta la contemplación del mismo misterio trinitario. A continuación, en el De Trinitate, el santo Doctor inserta la exégesis de la trí­ada paulina en un discurso más amplio, en el que se justifica expresamente el itinerarium mentí­s in Deum con otro pasaje del apóstol (Rom 1, 20: «Invisibilia ipsius a creatura mundi per ea quae facta sunt, intellecta conspiciuntur»), pero para concluir con una nueva trí­ada, que tiene también un gran relieve en todo el pensamiento agustiniano: unitas – species – ordo: «Haec igitur omnia quae arte divina facta sunt et unitatem quandam in se ostendunt et speciem et ordinem […]. Oportet igitur ut creatorem per ea quae facta sunt intellecta conspicientes (cf. Rom 1, 20) trinitatem intelligamus cujus in creatura quomodo dignum est apparet vestigium (cf. Ecclo 50, 31). In illa enim trinitate summa origo est rerum omnium et perfectissima pulchritudo et beatissima delectatio» (De Trin. VI, 10: PL 42, 932). Unos años antes del De doctrina christiana, ya en el De musica habí­a dicho san Agustí­n: «Numerus autem et ab uno incipit, et aequalitate ac similitudine pulcher est, et ordine copulatur» (VI, 17, 56: PL 32, 1191). Como se ve claramente, aparecen aquí­ todos los elementos de la trí­ada unitas – aequalitas – concordia mezclados con los de la otra unitas – species – ordo. A cada número pertenecen, según Agustí­n, tres dimensiones constitutivas: el origen que es el uno, la belleza que es su igualdad o su semejanza, el ví­nculo o la cohesión que es su orden y su posición. Pero todo lo que es, en la medida en que es, ha sido hecho por el Uno o Principio (ab uno, principio) mediante la Belleza o Forma (per speciem) igual o semejante a él (aequalem ac similem), gracias a las riquezas de su bondad, mediante la cual están unidos el Uno y el Uno que proviene del Uno. Es evidente la influencia neoplatónica en todo este discurso agustiniano. Tampoco hay que excluir la influencia de Mario Victorino, para quien el Uno engendrado actúa en movimiento de conversión hacia la fuente de donde procede, y entonces el Espí­ritu puede ser considerado como el ví­nculo o la conexión del Padre y del Hijo (Hymn. III: ed. P. Henry-P. Hadot, SCh 68, p. 650). En todo caso, ya desde los primeros escritos se perfila en san Agustí­n una visión trinitaria de la creación, que aparece en el De musica y vuelve a proponerse en el De doctrina christiana para culminar en el De Trinitate, en donde, partiendo ciertamente del texto paulino, la inspiración neoplatónica le da a la trí­ada unitas – aequalitas – concordia el sentido adecuado en una metafí­sica de la creación que descubre simultáneamente en el número y en la naturaleza algunas trí­adas capaces de conducir al conocimiento del misterio del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo (J. Chatillon, p. 344).

Entonces no es casual el que en los comentarios medievales a la Carta a los Romanos que siguen la exégesis agustiniana encontremos no pocas huellas de la trí­ada unitas – aequalitas – concordia. Pero hay que subrayar que incluso entonces no se preocupan tanto de comprender la forma de expresarse de la Escritura y mucho menos de escudriñar su referente que es la «historia salutis»; al contrario, se piensa ante todo en vislumbrar en la estructura í­ntima del ser creado algunos grupos de atributos que se predican luego como trí­adas de la Trinidad, distribuyéndolos entre las divinas personas. Los maestros de Chartres, sin embargo, empiezan a aislar esta trí­ada, dándole una interpretación teológica separada de la del contexto original con el que estaba asociada inicialmente. A partir de la segunda mitad del siglo II se repite cada vez más como una auctoritas que no se puede menospreciar, pero que plantea problemas de interpretación. Si en un primer momento los comentaristas medievales de la Carta a los Romanos se habí­an contentado con reproducir la fórmula acompañada de las breves explicaciones de Agustí­n, a continuación los maestros de Chartres se empeñan largamente en analizar esta trí­ada concluyendo, según san Agustí­n, que la unidad está «en» el Padre, la igualdad «en» el Hijo y la conexión «en» el Espí­ritu Santo. Realmente ninguno se pregunta por la naturaleza y el significado de esta presencia «en» cada una de las tres personas de la unitas, de la aequalitas y de la connexio, ni se apresura, a propósito de los elementos de esta trí­ada, a hablar de «propiedad» o de «atribución» y mucho menos de «apropiación». No obstante, las trí­adas enumeradas en la Glossa de Gilberto Porretano y en los Collectanea de Pedro Lombardo se añadirán luego a la trí­ada potentia – sapientia – bonitas sacada de Abelardo.

IV. La «invención» de la apropiación
Pedro Lombardo, en sus Sententiae (I, dd. 26-36) trata de la distinción y de las propiedades de las personas y se pregunta también por el significado de los nombres personales que proceden de la Escritura, así­ como por el significado de las múltiples trí­adas de origen patrí­stico. Examina luego, en un orden que seguirá siendo clásico, en primer lugar la trí­ada de Hilario de Poitiers (aeternitas – species – usus), declarándola oscura y equí­voca; luego, la de Agustí­n (unitas – aequalitas – concordia) y la de Abelardo (potentia – sapientia – bonitas); finalmente, el texto de Rom 11, 36 (ex ipso – per ipsum – in ipso). Lombardo recurre frecuentemente a las nociones de «propiedad» y de «atribución». En particular, a propósito de unitas – aequalitas – concordia, preguntándose si y por qué puede atribuirse la unidad al Padre y la igualdad al Hijo, declara que la unidad se atribuye (attribuitur) al Padre porque no procede de nadie, no es ab alio. Por lo demás Pedro Lombardo no se aleja de san Agustí­n. Si no brilla por su originalidad, lo cierto es que recurrió a la noción de atribución y aproximó, aunque de forma vaga y lejana, las antiguas trí­adas a la de Abelardo en un orden al que se referirán luego todos los autores (J. Chatillon, p. 372). Pero estambién gracias al Maestro de las Sentencias como se avanza hacia una teologí­a de las apropiaciones. Los teólogos no habí­an hecho más que esbozarla en el cuadro de las controversias relativas a la trí­ada albertina potentia – sapientia – bonitas, pero tendiendo a examinar la serie completa de las trí­adas patrí­sticas, cuyo inventario habí­an empezado a hacer los comentaristas de la Carta a los Romanos. De este modo se habí­a abierto el camino para que los teólogos precisasen las condiciones en que los atributos o los nombres esenciales de la divinidad pueden aplicarse a una u otra de las tres personas. De este modo hay toda una serie de obras elaboradas bajo la influencia de Gilberto Porretano que contribuyen directamente a la elaboración definitiva del tratado de las apropiaciones trinitarias.

Por el año 1160, Alano de Lille, discí­pulo de Gilberto, una de las grandes figuras del siglo XII, en la Suma Quoniam homines agrupa y compara las trí­adas procedentes de Abelardo, desde el De doctrina christiana de Agustí­n hasta el De Trinitate de Hilario Q. Chatillon, p. 365). Su innovación principal sigue siendo todaví­a la introducción de los términos appropriare, appropriatio, que aparecen constantemente y de los que parece ser que nadie se habí­a servido antes. Si no es seguro que sea el inventor, Alano de Lille es sin duda uno de los primeros en aplicar con desenvoltura estos términos en el discurso trinitario, contribuyendo así­ decisivamente a darles aquel nuevo sentido que se estaba esperando (J. Chatillon, p. 365 y nota 123). Junto con otros maestros, logró hacer que se superaran aquellas ambigüedades y equí­vocos en quehabí­an tropezado los predecesores. A propósito de la trí­ada potentia – sapientia – bonitas, Alano de Lille establece los dos modos opuestos a través de los cuales pueden «apropiarse» estos nombres a las tres personas con una distinción que recogerá también santo Tomás, es decir, la apropiación por semejanza y la apropiación por desemejanza. Con el impulso que mueve desde entonces a todos los maestros con sus Summae, Alejandro de Hales y Alberto Magno, entre otros, organizan auténticos tratados sobre las apropiaciones trinitarias. Llegamos así­ a Tomás de Aquino, al que llega una larga y fecunda tradición, que habí­a ido reuniendo poco a poco los diversos elementos de un dossier patrí­stico y de una problemática teológica, de los que su Summa reproducirá lo esencial, organizando con ello una exposición sólidamente estructurada y especulativamente refinada.

Ya en la Lógica se habí­a señalado la situación del predicado appropriatum, a medio camino entre el commune y el proprium, pero más cerca de este último. «Apropiar», se dijo, significa exactamente «trahere commune ad proprium», o sea, hacer desempeñar a un término común la función de término propio. San Alberto Magno, como lógico excelente, aludirá a la misma composición del término «ad-propriatum» y declarará: «Appropriatum ex modo compositionis et habitudine praepositionis, quae accessum et recessum vicinitatis consignificat, dicit accessum ad proprium. Appropriatum ergo est, quod ratione sui nominis habet rationem cum proprio» (S. Th., I, tr.XII, q. 48, membr. 1: ed. Borgnet, t. 31, p. 505). Por otra parte, su gran discí­pulo Tomás de Aquino añadirá siempre en este sentido: «Haec propositio «ad» quae venit ad compositionem vocabuli, notat accessum, cum quadam distantia» (In I Sent., d. XXXI, q. 1, a. 2, ad 1). El nombre común de «urbe», por ejemplo, vale para cualquier ciudad, pero puede también utilizarse para designar sin más la capital del imperio: Roma es la «Urbe» y esto puede decirse precisamente por apropiación. ¿Por qué entonces no transferir un procedimiento análogo al discurso trinitario? Pero ¿cuál es, en ese caso, el significado de una atribución especial a alguno de los Tres de lo que es y sigue siendo común a toda la Trinidad?

V. La sí­ntesis tomista
Santo Tomás, aunque examina las cuatro trí­adas canonizadas por Pedro Lombardo según el orden ya tradicional, las explica sin embargo de una nueva forma (S. Th. I, q. 39, a. 8). Como sabemos, la primera, aeternitas – species – usus, se deriva de san Hilario (De Trin. II, 1: PL 10, 51); la segunda, unitas – aequalitas – concordia, de san Agustí­n (De doctr. chr. I, 5: PL 34, 21); la tercera, potentia – sapientia – benignitas, aunque cubierta por la autoridad agustiniana, de Abelardo; y finalmente la cuarta, ex ipso – per ipsum – in ipso, que es la original de san Pablo, fue explicada varias veces por san Agustí­n. Pues bien, el Angélico toma sus distancias de una doctrina de las apropiaciones esencialmente deductiva que, partiendo de un cierto número de nociones abstractas, querrí­a concluir por una aplicación distinta y especí­fica a las divinas personas. Se esfuerza en primer lugar por distinguir las diversas especies de apropiaciones, a las que corresponden las trí­adas tradicionales, con la finalidad de clasificarlas sistemáticamente fundándose en las diversas maneras con que cada una de ellas considera la realidad divina. Así­ el Angélico señala que las dos primeras trí­adas consideran a Dios absolutamente, como es en sí­ mismo, en cuanto que es (aeternitas – species – usus) o en cuanto que es uno (unitas – aequalitas – connexio), sin preocuparse todaví­a de su actividad causal o de sus operaciones ad extra. Las otras dos dí­adas, por el contrario, consideran a Dios en cuanto que es causa de las cosas (Potentia – sapientia – bonitas) o en sus relaciones con los efectos de los que es causa (ex ipso – per ipsum – in ipso). Estas dos perspectivas son realmente complementarias; por eso las trí­adas que en ellas se consideran están estrechamente asociadas entre sí­ y se explican las unas a las otras en las exposiciones que les consagra santo Tomás (S. Tb. I, q. 39, a. 8; q. 45, a. 6, ad 2). Semejante consideración le permite al Angélico justificar una nueva apropiación, que refiere ahora la «causa eficiente» al Padre, la «causa formal» al Hijo y la «causa final» al Espí­ritu Santo.

Pero en realidad también esta opinión tomista, que se sirve de la teorí­a aristotélica de las cuatro causas, prolongaba una lí­nea que se remontaba al De doctrina christiana (I, 5, 5: PL 34, 21) de san Agustí­n. En efecto, Agustí­n se habí­a preguntado si la Trinidad, en vez de ser una res, no serí­a más bien la causa rerum. Precisamente el recurso a la noción de causa habí­a llevado a Agustí­n a evocar la trí­ada paulina ex quo -per quem – in quo. Pero la expresión «in quo» seguí­a siendo oscura. Unos años más tarde Agustí­n, en el De natura boni (27: PL 42, 560) se preocupaba de explicar por qué el Apóstol habí­a escrito «ex ipso» y no «de ipso». Y habí­a indicado que todo lo que es «de ipso» es igualmente «ex ipso», pero no al contrario. El cielo y la tierra provienen «ex ipso Deo», ya que han sido creados por él, pero no son «de ipso», porque no son «de sua substantia». Si un hombre engendra un hijo y construye una casa, puede decirse que el hijo y la casa son «ex ipso», pero sólo el hijo es «de ipso», mientras que la casa es «de terra et de ligno». Estas explicaciones agustinianas serán recogidas por los medievales, que refieren más expresamente todaví­a la preposición «de» a la causa material y la preposición «ex» a la causa eficiente: porque no provenimos de Dios como de una materia, sino como de una causa eficiente, el Apóstol no escribió «de ipso», sino «ex ipso omnia». Thierry de Chartres, ya antes de santo Tomás, apropia explí­citamente la causa eficiente a Dios, la causa formal a su Sabidurí­a y la causa final a su Benignidad. Santo Tomás tendrá el gran mérito de reunir en una sí­ntesis de pocas páginas, en las que hay que admirar la precisión, la densidad y la claridad, todos estos elementos de una teologí­a de las apropiaciones trinitarias que sus predecesores habí­an tardado más de un siglo en elaborar (j. Chatillon, p. 379).

Así­ pues, poniendo un poco de orden y distinguiendo las trí­adas en dos grupos, el primero referido ad intra a Dios mismo y a sus perfecciones y el segundo a los efectos ad extra que apelan a Dios como a su causa, santo Tomás declara que sólo el primero constituye la apropiación en sentido formal o, como él la llama, la apropiación de los atributos esenciales, mientras que el segundo, derivado, se despliega en virtud del vestigio y de la imagen de Dios en la criatura. En efecto, hay trí­adas que representan el vestigio, es decir, la huella de Dios en todo ser creado (por ejemplo, sustancia – forma – tendencia o medida – número – peso), otras que representan la imagen, es decir, el reflejo de Dios en la criatura espiritual (por ejemplo, memoria – conocimiento – amor). Santo Tomás alude a veces a este tema en la Summa Theologiae (I, q. 32, a. 1), pero lo estudia a fondo en el de creatione (I, q. 45, a. 7) y en el de homine (Ibid., q. 93).

En este momento, se trata de fijarse en el plan y en la estructura general de la Summa Theologiae, que relega el de Christo a la tercera parte y, por consiguiente, desarrolla el de Trinitate antes de hablar de la encarnación. De aquí­ se sigue que también las atribuciones parecen percibirse en un horizonte que tiene en primer plano la creación y sólo en su transfondo la redención y la historia de la salvación. En todo caso, el procedimiento sigue siendo el mismo: santo Tomás atribuye de manera especial a una persona divina una perfección, una obra o un efecto común a los Tres, pero siempre de forma que se manifieste la misma persona. La atribución por excelencia, la que se presupone a las demás y les da fundamento sigue siendo la de las perfecciones esenciales. También el vestigio y la imagen suponen la apropiación fundamental de las perfecciones divinas. La criatura lleva un vestigio de la Trinidad en el sentido de que se puede descubrir en ella una triplicidad de aspectos, cada uno de los cuales puede reducirse a una persona como a su causa ejemplar, es decir, a la persona evocada por el atributo apropiado: por ejemplo, el ser de la sustancia representa el Principio, o sea, al Padre; la forma o la esencia representa la Sabidurí­a, o sea, al Hijo; el orden o la tendencia representa el Amor, o sea al Espí­ritu Santo. De forma semejante, la articulación de la imagen en memoria – inteligencia – amor es un efecto creado, que imita a la primera Causa, ya que en su transcendencia el Creador es en sí­ mismo Memoria – Inteligencia – Amor. Sin embargo, la trí­ada de los atributos nos manifiesta a la Trinidad sólo si resulta legí­tima y funda su apropiación repartida entre las personas. También la apropiación de la causalidad divina de las operaciones ad extra se basa en los atributos del poder, sabidurí­a y bondad (S. Th., I, q. 45, a. 6, ad 1).

VI. Valor y fundamento teológico
Pero ¿cuál es el valor de este procedimiento por el cual se atribuye a una persona, como si fuese propia, una perfección de la esencia divina que sabemos que es común a toda la Trinidad? ¿Cuál es el fundamento especí­ficamente teológico de la apropiación? En primer lugar, responde santo Tomás (S. Th., I, q. 39, a. 7), hay una ventaja subjetiva para el creyente: éste apela a lo mejor de lo que conoce «ad manifestationem fidei». En efecto, es imposible demostrar la Trinidad con la razón. Puesta la revelación, conviene sin embargo aclarar este misterio mediante lo que es más manifiesto para nosotros. Pues bien, según santo Tomás, los atributos de la única esencia nos resultan mejor conocidos que las propiedades de las tres personas. En efecto, a partir de las criaturas, producidas por la Trinidad única e indivisa en su esencia y en su operación, es como comienza inmediatamente nuestro conocimiento; por tanto, a través de las criaturas podemos llegar a un conocimiento mediato, pero cierto, de los atributos divinos esenciales, no a las propiedades personales. En otros términos, a partir de la creación y mediante las fuerzas de nuestra razón podemos llegar a conocer los atributos de la única esencia divina, mientras que sólo a partir de la revelación y mediante la ayuda de la fe podemos llegar a conocer las propiedades de las tres divinas personas. Como se advierte fácilmente, santo Tomás saca aquí­ las consecuencias de la llamada «ley trinitaria fundamental». Si en Dios todo es uno, excepto lo que supone relación opuesta, esto significa que «creare non est proprium alicui Personae, sed commune toti Trinitati» (S. Th., I, q. 45, a. 6). Sigue siendo igualmente verdad que el Padre crea mediante el Hijo y el Espí­ritu Santo, y así­ se imprime siempre un vestigio o una imagen, es decir, una cierta representación de la Trinidad en la criatura (Ibid., a. 7). Pero puesto que la creación simplemente se «apropia» a las personas trinitarias, he aquí­ que a través de las criaturas podemos llegar a conocer la unidad de la esencia divina adecuadamente, pero la Trinidad de las personas sólo confusamente y sólo gracias al vestigio y a la imagen (Ibid., a. 7, ad 1). Por este mismo motivo los filósofos paganos no pudieron conocer la Trinidad, según santo Tomás, «quantum ad propia, sed solum quantum ad appropriata (scil. cognoscentes potentiam, sapientiam, bonitatem), non in quantum appropriata sunt, quia sic eorum cognitio dependeret ex propriis, sed in quantum sunt attributa divinae essentiae» (In I Sent., d. 3, q. 1, a. 4, ad 4 et sol.).

Sin embargo, precisamente en cuanto que caen bajo nuestro conocimiento, los atributos esenciales, opina santo Tomás, se nos ofrecen con distinción y en un cierto orden: la apropiación apela a ello precisamente para iluminar las misteriosas distinciones y el orden interno a la Trinidad. Ciertamente, como sabemos siempre según la «ley trinitaria fundamental», en Dios, en su modus essendi, la sabidurí­a y el amor son una sola cosa. No obstante, tal como se ofrecen a nuestra percepción, según nuestro modus cognoscendi, las razones formales de la sabidurí­a y del amor permanecen distintas y connotan la diferencia real que condiciona su despliegue en las criaturas. Además, la sabidurí­a y el amor muestran un orden recí­proco, ya que de suyo el amor presupone la sabidurí­a. Se trata, se dirá, de una distinción y de un orden establecidos por nuestra razón. Pero, al apropiar la sabidurí­a al Hijo y el amor al Espí­ritu Santo, enriquecemos nuestro modo de percibir la distinción y el orden que se da entre el Hijo y el Espí­ritu Santo, ilustrando su origen y calificándolo con un signo propio. Y de este modo no se confunden las divinas Personas, pero tampoco se divide la santa Trinidad.

Pero la apropiación puede declararse fundada sólo subjetivamente en nosotros; debe fundarse también, y más todaví­a, objetivamente en Dios. Avanzando en este sentido algunas consideraciones ya presentes en la tradición escolástica, santo Tomás (S. Th., I, q. 45, a. 7) sostiene que es posible recurrir a los atributos esenciales para manifestar las personas de dos maneras: por ví­a de semejanza y por ví­a de desemejanza. He aquí­ algunos ejemplos, alguno de ellos francamente curioso, que santo Tomás recoge siempre de la tradición. Por ví­a de semejanza, nos dice, se le apropian al Hijo, que procede intelectualmente como Verbo, las perfecciones relativas al entendimiento. Por ví­a de desemejanza, por el contrario, se le apropia al Padre el poder, ya que los padres terrenos sufren generalmente los achaques de la edad y entonces se elimina de Dios de este modo cualquier sospecha de debilidad; de manera semejante se le apropia al Hijo la sabidurí­a, para apartar de él toda sospecha de ligereza, defecto inherente a la juventud de los hijos de aquí­ abajo; finalmente, al Espí­ritu Santo se apropia la benignidad, en cuanto que el espí­ritu humano está lleno muchas veces de orgullo y suficiencia. Por tanto, es muy útil referir el poder al Padre, la sabidurí­a al Hijo y la bondad al Espí­ritu Santo por ví­a de desemejanza, precisamente a fin de prevenir las interpretaciones desfavorables que podrí­an darse a los nombres de las tres personas (S. Th., I, q. 39, a. 7 c y a. 8 c). Fue Hugo de san Ví­ctor (De sacr., lib. I, p. II, cap. 8: PL 176, 209) el primero en comentar, con esta explicación poco garbosa, recogida también por santo Tomás, la trí­ada potentia – sapientia – benignitas, precisamente a fin de dar derecho de ciudadaní­a a la misma trí­ada, que circulaba ciertamente bajo el gran nombre de Agustí­n, pero que se habí­a visto comprometida por Abelardo. De todas formas, aun con este demasiado respeto por la tradición, el Angélico querí­a remachar que el «único y principal fundamento de la apropiación es la semejanza con la propiedad (similitudo ad proprium), sean cuales fueren las múltiples ventajas que se pueden aducir, como mostró ya Agustí­n» (1 Sent., d. 31, q. 2, a. 1, ad 1). En una palabra, no hay apropiación sin esta afinidad o semejanza del atributo con la propiedad trinitaria. Como ya se habí­a expresado en el Comentario a las Sentencias (q. I, a. 2), el Angélico proclama que el fundamento de la apropiación no está tanto «ex parte nostra», sino «ex parte ipsius rei». La posibilidad, mejor dicho, la oportunidad (convenientia) del discurso de la apropiación se basa ciertamente «utrobique», pero santo Tomás la arraiga en el objeto creí­do (fides quae): «Aunque los atributos esenciales son comunes a los Tres, ese atributo considerado en su razón formal tiene más semejanza con la propiedad de tal persona que con la de otra; entonces puede apropiarse oportunamente (convenienter) a esa persona. Por ejemplo, la potencia evoca un principio y por eso se le apropia al Padre que es el Principio sin Principio, la sabidurí­a se le apropia al Hijo que procede como Verbo, y la bondad al Espí­ritu Santo que procede como Amor que tiene al Bien por objeto. Así­ pues, es la semejanza del atributo apropiado con la propiedad de la persona lo que fundamenta por parte del objeto la conveniencia de la apropiación, que subsiste independientemente de nosotros (etiam si nos non essemus)» (1 Sent., d. 31, q. 1, a. 2). Se trata de una semejanza del atributo, añade santo Tomás, bien con el origen de la persona, como ocurre con el poder para el Padre, bien con el modo de origen caracterí­stico de la persona, como ocurre con la sabidurí­a y la bondad para el Hijo y el Espí­ritu (Ib., q. 1., a. 2, ad 2).

Santo Tomás, como se ve, al explorar el tema de la apropiación se aprovecha sin reservas de cuanto pertenece al entendimiento para la apropiación al Hijo y de lo que pertenece a la voluntad para la apropiación al Espí­ritu Santo, y esto porque precisamente en la modalidad de las procesiones por ví­a de entendimiento y por ví­a de voluntad ve él la legitimación de todo el discurso de las apropiaciones. La analogí­a psicológica de invención agustiniana y, por tanto, las semejanzas de producción del verbo mental y del amor en la inmanencia del espí­ritu humano celebran aquí­ uno de los momentos más elevados de su avance triunfal en la tradición teológica latina. Es la misma modalidad de las procesiones la que, apelando a los transcendentales del ser, permite trasponer a Dios el juego de las trí­adas unum – verum – bonum o potentia – sapientia – bonitas. ¿No tiene que ver el entendimiento con el verum o la sapientia, y la voluntad con el bonum y la bonitas? Pero ¿cómo evitar caer en la arbitrariedad aplicando este procedimiento intelectual en virtud del cual se pone en Dios lo que de todas formas es tí­pico de la criatura?
Para san Buenaventura, por el contrario, no hay apropiaciones fundadas in re más que las que connotan el orden de origen. Piensa que la conveniencia que se percibe entre los atributos apropiados y las personas divinas se reduce a una intención original de la sabidurí­a del mismo Creador y, por tanto, al vestigio y a la imagen inscritos en las profundidades de su criatura: «Dios-Trinidad -nos dice- se manifiesta y da testimonio de sí­ mismo mediante el. vestigio de la omnipotencia, de la sabidurí­a y de la buena voluntad. Y puesto que este vestigio aparece en todas y en cada una de las criaturas, no estando ninguna de ellas privada de poder-verdad-bondad, está claro que Dios Trinidad se manifiesta y atestigua de sí­ mismo como trino en la universalidad de los seres creados. Sin embargo, para que este testimonio sea visto y comprendido, abre los ojos y los oí­dos solamente de los fieles que acogen la revelación de los divinos misterios» (Sermo de triplici testimonio SS. Trinitatis, n. 7: V, 536). Como se ve, san Buenaventura hace entrar aquí­ en juego aquella doctrina del ejemplarismo que tanta importancia tiene en la totalidad de su pensamiento. Unum – verum – bonum: todo ente se nos muestra dotado de estos transcendentales y de allí­ deducimos una unidad, una verdad, una bondad que no pueden menos de encontrarse en un grado altí­simo, supremo, absoluto, en Dios. Pero hay más. Entre esos mismos atributos inherentes al ser, nuestra inteligencia descubre también un orden de origen: la bondad presupone la verdad, y antes aún la verdad presupone la unidad. He aquí­ entonces, según la dialéctica de la analogí­a, el salto que da san Buenaventura a la apropiación trinitaria: «Nosotros transponemos al primer principio, de modo eminente, estos atributos que son perfectos y generales, y los apropiamos a las tres personas porque están ordenados entre sí­: por eso el Uno supremo conviene al Padre que es el origen de las personas; la verdad suprema conviene al Hijo que procede del Padre en cuanto Verbo; el Bien supremo conviene al Espí­ritu que procede de los dos en cuanto Amor y Don (Brevil., p. 1, c. 6, n. 2: ed. Quaracchi, V, 215). San Buenaventura llega incluso a sostener que los únicos atributos utilizables en las apropiaciones son los que implican un orden, y un orden de origen (In IV Sent., I, d. 34, q. 3: Quaracchi 1, 592). En una fórmula podrí­a definirse así­ la doctrina bonaventuriana: De reductione trancendentalium entis ad appropriationem trinitariam.

Por su parte, como hemos podido percibir, santo Tomás sigue un camino algo distinto: fundamenta la apropiación en la semejanza real de un atributo de la esencia con la propiedad de la persona divina, que precede de suyo a nuestra actividad cognoscitiva. Gracias a esta semejanza los atributos esenciales pueden acceder a la condición de propios al mismo tiempo que se distinguen de ella por su carácter de comunes, justificando así­ su nombre de apropiados (I Sent., d. 31, q. 2, a. 1, ad 1). Son estas afinidades especiales las que permiten organizar los atributos esenciales en trí­adas que corresponden a los caracteres y al orden de las personas. Y así­, repetimos, al Padre le corresponde el poder y la unidad, al Hijo la sabidurí­a y la verdad, al Espí­ritu Santo la bondad y el bien, etc. Pero en este punto, ¿puede decirse que ha quedado totalmente neutralizada aquella inquietud ya expresada por san Bernardo, segúnel cual, admitir por ejemplo una semejanza privilegiada entre el poder y la paternidad podrí­a alterar el carácter común del atributo de poder, atentando contra la perfecta igualdad de las tres personas? No se pretende, responde santo Tomás, que el poder convenga solamente al Padre, ni que le convenga a él más que a las otras personas. Se considera simplemente en este atributo una cierta semejanza especial con la propiedad del Padre: «Unde quamvis per attributa non possimus sufficienter devenire in propria personarum, tatuen inspicimus in appropriatis aliquam similitudinem personarum, et ita valet talis appropriatio ad aliquam fidei manifestationem, quamvis imperfectam; sicut etiam ex vestigio et imagine sumitur aliqua via persuasiva ad manifestationem personarum» (In 1 Sent., d. XXXI, q. 1, a. 2). Estas indicaciones de Tomás son tranquilizantes; pero ¿no resultan también algo desilusionantes? ¿Se ha dado realmente de este modo un paso adelante después de Abelardo? Al menos santo Tomás parece que consigue sacar «multas consequentes utilitates» (In 1 Sent., d. XXXI, q. 2, a. 1, ad 1) del discurso de la apropiación, aunque siempre dentro de la tradición teológica occidental que él consigue llevar hasta una madurez y coherencia especulativa inigualada. En todo caso, santo Tomás mantuvo con firmeza el alcance objetivo, el fundamento propiamente teológico «ex parte rei» de la apropiación. Si la razón parece deficitaria, es porque toca allí­, como se ha dicho, uno de sus lí­mites, que es el «esfuerzo intrépido de la teologí­a latina hacia una organización racional tanto más necesaria cuanto menos accesible de los misterios» (Dondaine, p. 419).

VII. Para un balance histórico y teológico
No obstante, como ha sucedido en otros muchos casos, el sentido del lí­mite y el esprit de finesse de santo Tomás se difuminan en la teologí­a posterior. Los comentaristas tratan someramente los artí­culos de la Summa Theologiae dedicados a la apropiación sin detenerse en ellos; los encuentran «muy elegantes, pero se guardan mucho de comentarlos» (Báñez). Pero hay que añadir que en nuestros dí­as ha bajado drásticamente el interés por el tema de la apropiación y su «utilitas consequens» lo mismo que se ha dejado de ir en busca de las huellas de la Trinidad. Sin embargo, durante siglos la especulación trinitaria, deslumbrada ya por la analogí­a psicológica de origen agustiniano, estuvo obsesionada por el juego de las trí­adas, que con demasiada frecuencia terminaron por absorber casi por completo la reflexión creyente, manteniéndola lejos del terreno bí­blico para mantenerla en el callejón sin salida de un atletismo intelectual tan estéril como peligroso. También es verdad que san Agustí­n habí­a advertido que «aliud est itaque Trinitas res ipsa, aliud imago trinitatis in re alí­a» (De Trin., 15, 23: PL 42, 1090). Pero no siempre se ha respetado esta advertencia. El «laconismo del dogma» (A. Chollet), en vez de ser un freno, ha sido un estí­mulo tanto para la imaginación como para la inteligencia. Desde la Edad Media hasta los primeros siglos de la edad moderna muchosautores se han puesto con demasiado fervor a rebuscar en las trí­adas más fantásticas y pintorescas, cuando no irreverentes, incluso en el paganismo. En nuestros dí­as se siguen citando todaví­a las apropiaciones tradicionales, por ejemplo los efectos vinculados con el Espí­ritu Santo, que se encuentran agrupados en .el Contra gentiles (IV, cap. 20-22). Pero, prescindiendo naturalmente del viejo Cayetano y de otros tomistas de hierro, incluso modernos como Scheeben, en los últimos tiempos no se ha visto en las apropiaciones más que un ejercicio laudable y correcto, pero sin una auténtica fecundidad. «La apropiación -se ha afirmado-no enseña nada nuevo sobre la Persona divina y no sirve más que para recordar las nociones ya adquiridas» (Th. de Régnon, III, 305). Cuando santo Tomás recurre a la función unitiva (nexus) del amor para explicar que el Espí­ritu Santo procede del Padre y del Hijo por una única espiración, Cayetano, preguntándose si se trata a este propósito de una función del amor esencial y no del amor personal, habí­a contestado: «En esta materia nos fallan las palabras; hemos de concebir bien y de insinuar la propiedad de las Personas y a partir de las apropiaciones» (In Iam. partem, q. 36, a. 4, n. 8). He aquí­ bien expresada la función exacta que santo Tomás le confí­a a la apropiación.

Ciertamente, si se tiene fija la mirada en la «ley trinitaria fundamental», hay que concluir que, en virtud de la consustancialidad, las divinas personas sólo se diferencian por las relaciones de origen. En este marco la apropiación no puede menos de recibir un interés limitado: se trata de un juego de ciertainteligencia, de una brillante acomodación ad modum dicendi (A. Gardeil), de la que el teólogo tiene un poco de miedo de ser la ví­ctima; si recurre a él, es siempre para reducir a la pura relación de origen la riqueza de los nombres y de los efectos atribuidos a las personas divinas sobre todo en la Escritura, pero también en la tradición. Pero ésta es una posición demasiado fácil y simplista, en la que la teologí­a, por esprit de géometrie, exalta su servicio a la unidad de la esencia divina, precisamente mientras acaba infravalorando y hasta anulando a veces los medios de que se sirven la fe y su lenguaje ordinario para enunciar el misterio como misterio. Por otra parte, empeñarse en buscar fervorosamente los caracteres secretos distintivos de las personas equivale a explorar las propiedades, pero para enriquecer el concepto demasiado diáfano de relación de origen, señalando afinidades o semejanzas que la Escritura y también la tradición manifiestan entre una determinada persona y una determinada perfección positiva, presente tanto en la criatura vista como vestigio o imagen, como en la misma única esencia divina. Entonces, sin infravalorar a priori esas afinidades o semejanzas, se procura valorarlas para poder avanzar en el intellectus fidei. Bajo esta luz, la apropiación no envilece la fuerza de los atributos, sino que busca, respetando siempre la unidad de la esencia, no debilitar la diferenciación de las personas. Es verdad que tanto su valor como su fundamento se escapan de nuestro dominio pleno; pero con la garantí­a de la revelación este valor y este fundamento son y siguen estando seguros. Si la apropiación no fuese más que res solius nominis et tituli, serí­a difí­cil justificar, por ejemplo, la distinción real de las misiones del Hijo y del Espí­ritu mediante la distinción de la sabidurí­a y del amor. Y no vale la objeción de que, si la apropiación pudiera fundamentarse objetivamente, se deberí­a poder demostrar la Trinidad a partir de las semejanzas creadas que guardan cierta afinidad con las propiedades personales. En realidad, partiendo de estas semejanzas, «no llegamos ni mucho menos a concluir -ha observado Ambrose Gardeil- que mediante la razón natural podemos comprender algo de las divinas personas. ¡Esto queda fuera de lugar! ¡Secreto del Rey! Pero, dice santo Tomás, Trinitate supposita, suponemos por una parte conocido por la fe, vere, lo propio de cada persona y, por otra parte, hacemos que ciertos efectos o atributos salten a la vista para indicar una semejanza con lo propio de una u otra divina persona. De este modo podemos permitirnos ciertas comparaciones que no dejan de iluminarnos. ¿Realmente nos iluminan? Sí­, pero sólo a nosotros. Pero ¿por qué y cómo nos iluminarí­an si no hubiera algo en el objeto de nuestras comparaciones que las ocasione y las sostenga? No es mucho, declara santo Tomás, para presumir que se conoce perfectamente a la Trinidad. Pero prohibirnos el conocimiento verdadero y perfecto de las divinas personas fuera de la fe, ¿no equivale a insinuar que es posible un conocimiento imperfectamente verdadero? ¿Y cómo serí­a posible, si no tuviese fundamento en la realidad? Yo creo que este fundamento existe, que la apropiación es fundada, pero que no podemos saber nada de ella en el plano natural. ¿Cómo podemos entonces afirmarla?
Gracias a la revelación y a la fe. Creo que el lenguaje de la Escritura, de los concilios, de los Padres, de la unanimidad de los teólogos, sirviéndose de la apropiación trinitaria para iluminar las relaciones intratrinitarias y para describir las relaciones con nosotros de las divinas personas, constituye bajo este aspecto el más importante, el más autorizado y también el más detallado de los testimonios» (A. Gardeil, 1932, pp. 12-13).

Pero probablemente un discurso crí­tico sobre la apropiación no pueda contentarse con estas sabias conclusiones. En efecto, hoy serí­a menester partir de nuevo de una exégesis más adecuada del texto bí­blico. Como nos hemos visto obligados a descubrir al analizar el recorrido histórico de este tema, a lo largo de los siglos se ha leí­do y reinterpretado la Escritura, también en este caso, dentro de la óptica del dogma de la Iglesia, y no al revés. Y entonces se han registrado no leves desplazamientos del foco original de la atención en la conciencia creyente, y por tanto un cambio de su referente concreto que es y seguirá siendo la economí­a histórica de la salvación. Antes y más aún que a la «ley trinitaria fundamental», es decir, al dogma y a la lectura que ha hecho del dogma una cierta tradición teológica, es al Nuevo Testamento, centrado todo él y resumido en el acontecimiento de Cristo, adonde hay que volver para comprender la unidad y la trinidad divina y, en este contexto, el tema tan celebrado, pero tan poco comprendido, de la apropiación.

Andrea Milano

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ARRIANISMO

SUMARIO: I. Los inicios.-II. Nicea.-III Después de Nicea.

El concepto (areianismós) aparece por vez primera en la Or. 21, 22 de Gregorio de Nacianzo y define la doctrina trinitaria del presbí­tero alejandrino Arrio y de sus seguidores. La teologí­a de Arrio y la controversia arriana no emerge sin más en el s. IV sino que hay que comprenderla como el desarrollo doctrinal que hunde sus raí­ces en las exégesis bí­blicas iniciadas por los gnósticos y en las atrevidas especulaciones de la tradición alejandrina. El arrianismo es el resultado final de un proceso teológico que hereda el esfuerzo de comprender la persona de Jesús al filo de las propuestas judí­as y paganas.

I. Los inicios
La explosión de la polémica tiene lugar entre los años 320-325. Alejandro, obispo de Alejandrí­a, en un principio relacionado con los melecianos y probablemente instigado por éstos, se opone al anciano presbí­tero Arrio -nacido en Libia (260), discí­pulo de Luciano de Antioquí­a y otrora partidario de los secuaces de Melecio- por haber exasperado el súbordinacionismo alejandrino hasta el extremo de considerar a Cristo como mera criatura y negar su divinidad. Según Orí­genes el mundo era una expresión de la naturaleza inmutable de Dios y si aquel es eterno no se puede afirmar que exista un «tiempo» en el que Dios haya creado porque desde siempre la bondad de Dios ha tenido necesidad de un objeto. Si la creación y el Logos no se pueden distinguir ontológicamente, basta negar la eternidad de la primera para llegar a concebir el Logos como no eterno y criatura. Este es el paso dado por Arrio a partir de los precedentes originarios enriquecidos con los presupuestos de la teologí­a pagana (resp. filosofí­a griega). Arrio, después del rechazo por parte de Alejandro y de un centenar de obispos -entre los que se contaban Filogeno de Antioquí­a, Eustazio, Marcelo de Ancira, Macario de Jerusalén-, abandonó Alejandrí­a y encontró refugio y apoyo en Eusebio de Cesarea debido a que la herencia teológica de sesgo origeniano se mantení­a más viva en Oriente en contraste con el ambiente monarquiano de origen asiático. A las razones teológicas se sumaron las de orden polí­tico, principalmente en el obispo de Cesarea. Al lado de Eusebio de Cesarea aparece Eusebio de Nicomedia como el gran defensor de Arrio -junto, entre otros, con Paulino de Tiro, Narciso de Neroniades, Teódoto de Laodicea, Teognidas de Nicea, Patrófilo de Scitopolis, Marides de Calcedonia, Atanasio de Anazarba, Gregorio de Berito y Aecio de Libda- hasta el punto de que, durante algún tiempo, los arrianos se denominaron eusebianos y en Nicomedia Arrio escribió su magna obra (Thalí­a = Banquete). La polémica en el seno de las Iglesias de Oriente provocó la intervención de Constantino reclamando la mediación de Osio de Córdoba y madurando la iniciativa de superar el problema con un concilio ecuménico a convocar primero en Ancira y que después llegó a celebrarse en Nicea en mayo del 325.

II. Nicea
En el concilio de Nicea se manifestaron dos posiciones divergentes: la monarquiana y la origeniana. Arrio defendió con fuerza la absoluta transcendencia y unicidad de Dios, proposición gratamente comtemplada, desde antaño, por la teologí­a pagana y cristiana. Mas la diferencia de Arrio con los monarquianos radicaba en el hecho de que el primero subordinaba el Hijo al Padre hasta excluirlo del ámbito de la divinidad. Para Arrio nadie le es consustancial (homoousios) al Padre. El Padre es sin principio (anarchos) mientras que el Hijo tiene su principio en Aquel y, por ende, el Hijo es inferior al Padre. En suma, el Hijo es una criatura (ktisma) aunque se pueda y deba considerar como una criatura especialí­sima. Los textos bí­blicos que indican la unidad sustancial entre el Padre y el Hijo Un 10, 30; 14, 9-10) expresan una unidad en el querer pero no unaunidad sustancial. Arrio no teme asignar a Cristo los tí­tulos que le inserten en la esfera de la divinidad, incluida la prerrogativa de la inmutabilidad, pero dejando bien delimitado que aquellos y ésta dependen únicamente de la voluntad de Dios. Arrio y arrianos argüí­an con pasos escriturí­sticos que a primera vista aparentaban apoyar sus tesis: Dt 6, 4; 32, 18; Ex 7, 1; JI 2, 25; Job 38, 28; Sal 81; Is 1, 2; Mc 10, 18; Mt 26, 39; Lc 2, 52; 10, 22; Jn 3, 35; 5, 22; 12, 27; 14, 28; 17, 3; He 2, 36; Col 1, 15; 1 Tim 2, 5; Heb 1, 4: 3, 1-2. Pero el pasaje más invocado y discutido en la controversia arriana -y ya anteriormente- fue Prov 8, 22-25 en el que se querí­a leer la creaturabilidad del Hijo y en el que se entendí­a el verbo crear como sinónimo de engendrar. Los arrianos traí­an a su favor no solo la concepción teológica origeniana sino también el pensamiento helenista que concebí­a un dios intermedio supeditado al dios supremo con vistas a la creación. Ignoramos, por falta de testimonios explí­citos, la interpretación de Alejandro de Prov 8, 22, pero por dos de sus muchas cartas enviadas a Constantino conocemos su posición acerca de la no coeternidad y sobre la creaturabilidad del Hijo. Arrio recriminaba a Alejandro el haber admitido dos engendrados: Padre e Hijo. Acusación no admitida dado que, según Alejandro, siendo el Padre no engendrado y el Hijo engendrado ab aeterno no se sigue que éste no sea Dios tal como se puede deducir de Jn 1, 1.18; Sal 109, 3; 44, 2. A esto hay que añadir que la generación divina no hay que entenderla al modo de la humana (Is 53, 8: ¿Quien podrá describir su generación?). Entre Arrio y Alejandro se situaba Eusebio de Cesarea. La filosofí­a y la teologí­a cristiana habí­an concedido un amplio margen al método apofático. El obispo de Cesarea articulaba el monarquianismo según módulos platónicos: el Padre es el primer y sólo verdadero Dios, no engendrado, único principio y absoluto Bien, transcendencia suma, el indecible e incomprensible. El Hijo era un instrumento del que se serví­a el Dios Sumo para crear el mundo acorde con las ideas de sesgo platónico. El Hijo es participación de Dios y puede denominarse Dios, pero Padre e Hijo no son paragonables. El Hijo es, en cierto modo, un Dios inferior, es un deuteros Theós. La relación Padre/Sabidurí­a de Prov 8, 22 es entendida por el Cesariense como una relación de generación real. Eusebio, ateniéndose al mismo esquema platónico, llega aún más lejos cuando niega al Espí­ritu Santo el rango de divinidad. En la facción más antiarriana sobresale Marcelo de Ancira, ferviente patidario del monarquianismo asiático: Dios es la mónada indivisible y el Logos su dynamis en un primer estadio en potencia y en un segundo en acto Un 1, 1), propugnando así­ la coeternidad (resp. la divinidad) del Padre y del Hijo según se desprende de Ex 3, 14; Dt 6, 4 y Jn 10, 30; 14, 9. Con la distinción del Hijo como dynamis en potencia y acto (al principio/junto a Dios) pretende distanciarse del sabelianismo pero sin caer en la cuenta de que el Hijo queda reducido a una facultad operativa de Dios y privado de una auténtica subsistencia. Una vez, según Marcelo, que la dynamis ha realizado su misión (creación y salvación) la trí­ada volverí­a a su estadio primigenio, a su condición de inmanencia, a ser mónada originaria. Eustacio de Antioquí­a, seguidor de la lí­nea asiática, se significa en la controversia arriana con menos radicalidad que Marcelo. No teme en definir al Hijo como Dios de Dios, engendrado por el Padre e Hijo por naturaleza. Pero para Eustacio la naturaleza es denominada espí­ritu (pneuma), entendida en forma muy cercana al estoicismo y a tenor de una tradición teológica muy generalizada desde el s. II en exégesis a Jn 4, 24. En el intento de los dos citados antiarrianos se desvela una animadversión a la especificación de las tres hypóstasis como claro eco, según ellos, de un latente triteí­smo y como una peligrosa aproximación a las especulaciones paganas, especialmente a las de cuño platónico, además de una crí­tica patente a las exégesis origenianas. Entre los numerosos personajes que participan en la polémica es obligado mentar a Osio que, a tenor de lo que sabemos, se puede presumir más cercano a los asiáticos que a los alejandrinos.

Como respuesta a la controversia se reúne el concilio de Nicea al que acuden unos 270 obispos, de los cuales sólo 6 representantes del Occidente latino. En él se declara heterodoxa la doctrina arriana. Si se afirma que el Hijo es verdadero Hijo, y no creado, se considera homooúsios (consustancial) con el Padre. Este era el término clave del concilio, de difí­cil aceptación por parte de los obispos orientales que dejaban entrever que si bien expresaba correctamente la divinidad del Hijo se corrí­a el peligro, por otra parte, de dejar en la penumbra la distinción de personas y podrí­a favorecerse el sabelianismo. Amén del riesgo de pensar que el homoousios conllevaba el significado de participación de la mónada (resp. sustancia) divina, sospecha presente ya en Orí­genes que habí­a excluido que el Hijo derivase de la sustancia (ousí­a) del Padre por miedo a que se entendiese por «generación» una división material (Orig., In Ioh. XX, 18). Esta última proposición, atribuida a Eusebio de Nicomedia, era más que suficiente para que los arrianos rechazasen la expresión conciliar. Nicea intentaba buscar una solución ortodoxa. La búsqueda de un término bí­blico no era suficiente ni satisfací­a puesto que se prestaba, de antemano, a equí­vocas interpretaciones. Por otra parte la expresión homooúsios, no escriturí­stica, era inaceptable para los arrianos, a pesar de que contaba con una larga treyectoria histórico-teológica. Los gnósticos habí­an utilizado el vocablo homoousios para indicar la consustancialidad de cada especie de hombre (pneumático, psí­quico y material) con cada sustancia correspondiente (mundo pleromático o divino, demiurgo y diablo) y, como secuela, los alejandrinos (Orí­genes) lo siguieron tanto en la vertiente antropológica como en la trinitaria. Finalmente se llegó a un acuerdo con la aceptación del sí­mbolo bautismal -como fórmula de fe- de la iglesia de Cesarea, el cual fue suscrito por todos los asistentes a excepción de Arrio y otros dos obispos. Quien no se avino al acuerdo fue sancionado con el destierro. El Niceno que, entre otras cuestiones, ratificó el sí­mbolo en el que se subraya que Jesucristo, Hijo de Dios, fue engendrado por el Padre, es de la misma esencia (resp. consustancial) del Padre, aun cuando se precisó que el Hijo no erauna parte o división de la ousí­a divina. La frase nicena ex hetéras hypostáseos é ousí­as resultaba novedosa por la unión hypóstasis-ousí­a. Ousí­a podí­a significar o bien la esencia individual o colectiva, de un grupo de seres pertenecientes a la misma especie de acuerdo con la distinción aristotélica entre primera y segunda ousí­a; hypóstasis, en ambio, tení­a el solo significado de sustancia individual. De ahí­ la equivocidad del vocablo homoousios que daba pie a entender que el Hijo era de la misma ousí­a (= hypóstasis) del Padre.

III. Después de Nicea
A la inicial victoria antiarriana siguió la reacción antinicena. Constantino muda polí­tica y rehabilita a Arrio y a los suyos. Es el momento en que se hace notoria la figura de Atanasio – presente en Nicea como diácono- y sucesor de Alejandro. En el concilio de Tiro (335) se condena a Atanasio. Muerto Arrio y Constantino, y exiliado Atanasio, surge de nuevo una cadena de reacciones que indican el grado de politización de la controversia. Es un perí­odo de febriles actividades conciliares (Roma [341], Antioquí­a [341], Sárdica [343], Sirmio [351], Arlés [353], Milán [355]) que coincide con la repartición polí­tica del Imperio en manos de los tres hijos de Constantino (Constantino, Constancio y Constante). Retornan del exilio los antiarrianos y, entre ellos, Atanasio que antes de su vuelta a Alejandrí­a (23.11.337) habí­a buscado apoyos para su lucha contra los antinicenos. En torno al 355, después del concilio de Milán, aparece enescena Hilario de Poitiers. Los acontecimientos eclesiales dejaban traslucir las plurales orientaciones teológicas patentes en la continua búsqueda de proposiciones de sí­mbolos en los concilios. En el panorama doctrinal sobresalen los anomeos (de anómoos), arrianos radicales, representados por Aecio y Eunomio y también denominados aecianos y eunomianos. Se adhieren a la fórmula de Sirmio (359). Para Aecio y Eunomio Dios, cuya naturaleza es indivisible e ingenerada (aghennesí­a) no puede ser al mismo tiempo generada y en él no puede existir un antes y un después (coeternidad). La diferencia ingenerado/generado señala la diferencia de esencia. «Esta sustancia ha sido engendrada dado que no existí­a antes de su constitución y existe en cuanto ha sido engendrada antes de todas las cosas por deliberación de Dios Padre» (Eunomio, Apol. 12). Eunomio acusa a los nicenos, a la ortodoxia, de caer en contradicción: afirmar la generación del Hijo y al mismo tiempo que es ab aeterno (Apol. 13). Para Eunomio, al igual que para Arrio, Dios no es susceptible de cambio o alteración alguna. La conclusión es obvia: existe diferencia esencial entre el Padre y el Hijo y la diferencia del Hijo con el resto de las criaturas está en que el Hijo es el sólo generado y creado directamente por la voluntad del Padre pero sin dejar de ser criatura (Eunomio, Apol. 17.18). La Trinidad, según los anomeos, está formada por tres hypóstasis diversas en cuanto a su naturaleza y subordinadas en cuanto a la gradación de cada una de ellas. Otra posición es la defendida por los homeousianos que sin incidir en los radicalismos arrianos se vieron obligados a perfilar los equí­vocos terminológicos que se escondí­an detrás de las expresiones ousí­a e hypóstasis. Hypóstasis (= prosopon), para los orientales indicaba la propiedad subsistente de las personas divinas. Entre ellas existe una unidad de divinidad y poder por lo que constituye un solo principio pero no se identifican entre ellas porque no son tres principios. La hypóstasis del Padre se caracteriza por ser el no causado, la del Hijo por ser engendrado por el Padre y la del Espí­ritu Santo por la subsistencia del Padre por medio del Hijo. En cuanto al término ousí­a aceptan que no tiene raigambre escriturí­stica pero no ocultan que puede deducirse de determinados versos bí­blicos como son Ex 3,14 y Jn 1,1. La identificación del Logos joánico con el subsistente, de ousí­a con hypostasis, no permití­a a los homeousianos -representados por Basilio de Ancira, Jorge de Laodicea y Eustacio de Sebaste- la utilización del homoousion. El más significativo representante de los decididamente nicenos seguí­a siendo Atanasio que reelabora la tradición alejandrina a la luz del concilio cimentando su teologí­a en la soteriologí­a y aminorando el carácter cosmológico del Hijo, el engendrado con vistas a la creación. Este no es criatura al modo arriano ya que existirí­a independientemente de la creación y crea con el Padre y está a El unido para llevar a cabo la unión de las criaturas con el mismo Padre. El Hijo ha sido engendrado de la misma sustancia (ousí­a) del Padre siempre generante. El Hijo es tal por naturaleza y no por participación; las demás criaturas son hijos por gracia no por naturaleza. El ser Hijo por naturaleza no ha lugar a ningún tipo de escisión, división, mutabilidad o necesidad. Atanasio, en contra de los arrianos, distingue en el Hijo el arché ontológico del cronológico; negando éste afirma la coeternidad. Se observa que el impreciso uso atanasiano de homoousios presupone la identidad de ousí­a y physis. En suma, la teologí­a atanasiana afirma la absoluta igualdad del Hijo con el Padre y la divinidad del Hijo alejándose de los esquemas sabelianos y abriendo nuevos caminos a la teologí­a oriental. Para superar las distancias entre los tres principales frentes, los obispos de Oriente se reunen en Seleucia (359) y los de Occidente en Rimini (359) para después llegar a un común acuerdo. Los primeros se deciden por acoger la fórmula de Luciano de Antioquí­a y por condenar a los arrianos. Los segundos, en un principio bien intencionados por abrazar la solución nicena, son influenciados por algunos orientales guiados por directrices de Constancio y se apegan a una nueva fórmula que declaraba al Hijo semejante al Padre. Estos recibieron la denominación de horneas o acacianos, grupo que sufrirí­a un duro golpe por parte de Juliano, sucesor de Constancio y alma del concilio de Paris (360) que se distancia de Rí­mini y legitima el uso del hornoousios entendido de tal forma que excluyese todo peligro de sabelianismo. En 362 el concilio de Alejandrí­a, bajo la presidencia de Atanasio, reitera su apoyo a Nicea. En el 363 el de Antioquí­a, bajo Melecio, abraza como distintivo de la fe la expresión homoousios. En el 364 en Roma se presta sumisión a Liberio. La polí­tica proarriana de Valente y los malentendidos de los orientales con Roma no hace posible una armoní­a católica hasta la muerte del emperador (378) y el concilio de Antioquí­a (379). El triunfo de la ortodoxia culminarí­a con el concilio de Constantinopla (381) gracias al apoyo de Melecio y Gregorio de Nacianzo. No hay que silenciar que la controversia arriana favoreció en Occidente la madurez de logrados esfuerzos teológicos. Por ce ñirnos a la geografí­a latina merecen ser citados Hilario, en primer lugar, Febadio, Potamio de Lisboa y Gregorio de Elvira. El movimiento arriano encontrarí­a, a lo largo de la antigüedad tardí­a, un ámbito de desarrollo entre los pueblos bárbaros, merced a la obra de Ulfilas, pero más con un matiz étnico-polí­tico que dogmático.

[ -> Atanasio, san y Alejandrinos; Concilios; Creación; Credos trinitarios; Espí­ritu Santo; Fe; Filosofí­a; Gnosis y gnosticismo; Helenismo; Hijo; Hilario de Poitiers; Jesucristo; Jesús; Logos; Monarquí­a; Naturaleza; Orí­genes; Ortodoxia; Padre; Persona; Procesiones; Salvación; Teologí­a y economí­a; Transcendencia; Trinidad.]
Eugenio Romero-Pose

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Doctrina teológica según la cual está justificado atribuir a cada una de las Personas divinas ciertos atributos o actividades que son comunes a las tres personas de la Santí­sima Trinidad, en cuanto que manifiestan o se derivan de la Unidad del Ser divino.

1. Se trata de una doctrina que se encuentra expresamente en la Escolástica latina (cf., por ejemplo. Pedro Lombardo, Se/zt. 1. 26-36) que desarrollaron sobre todo san BÚenaventura santo Tomás, Los escolásticos aun dentro de ciertas variaciones lexicales y semánticas distinguen claramente entre «apropiaciones». «propiedades» ,,’ «nociones» Recomienda la doctrina patrí­stica clásica sobre los idiotétes (propiedades), designan con el término propietelle las caracterí­sticas distintivas de cada una de las Personas divinas (como la paternidad, la filiación, la procesión); con notiones esenciales las caracterí­sticas a través de las cuales se lleva al conocimiento de las propiedades personales (innascibilidad, paternidad, filiación, espiración común, procesión); Y con appropriationes las manifestaciones de las Personas a través de los atributos esenciales: el ejemplo clásico es el de la sabidurí­a, que es una caracterí­stica esencial de Dios, y por tanto de las tres Personas, pero que se apropia al Hijo, bien a partir de la Escritura (cf. 1 Cor 1 ,30), bien a partir de la interpretación psicológica de san Agustí­n – recogida y perfeccionada por la Escolástica -, según la cual el Hijo procede del Padre nper modum intellectionis vel dictionis», y el Espí­ritu †œper modum amoris» (cf. santo Tomás, S. Th. 1, 39, 7-8). Así­ pues, como explica Cavetano, mientras que se dicen » propias » aquellas caracterí­sticas que se atribuyen a una persona de tal modo que no pueden atribuirse a otra, se dicen más bien †œapropiadas» aquellas caracterí­sticas que son comunes a las tres Personas, pero que se atribuyen a una sola Persona para manifestarla mejor.

2. La importancia teológica de esta doctrina es doble. Por un lado, subraya el carácter tí­pico de la tradición trinitaria latina, que parte de la unicidad de la esencia divina como presupuesto de la misma revelación trinitaria (cf, por ejemplo, sobre el tema de la Sabidurí­a como común a las tres Personas divinas, en cuanto expresión del único Ser, pero apropiable al Hijo, cf san Agustí­n, De Trinitate, 15, 7 12). Por otro lado -y en estrecha conexión con lo anterior-, subrava la exigencia de salvaguardar el monoteí­smo bí­blico-cristiano, en dialéctica con la explicitación necesaria de las propiedades personales del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. Esto es evidente sobre todo en las dos tomas de posición del Magisterio eclesiástico a propósito de este tema: la primera, en el sí­nodo de Sens de 1140, donde afirma la igualdad de poder de las tres Personas contra las afirmaciones erróneas de Abelardo (DS 721); la segunda, en el concilio de Florencia, donde se afirma el famoso axioma formulado por san Anselmo de Canterbury, según el cual nin Deo omnia sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio, y se insiste en que las obras de Dios fúera de él son rigurosamente comunes bajo el perfil de la causa eficiente (†œPater et Filius et Spiritus Sanctus non tria principia creaturae, sed unum principium)’) (DS 1330).

3. Pero en profundidad podemos estar de acuerdo con J Auer en que en ningún otro punto más que en la doctrina de las apropiaciones (y de las propiedades) resulta evidente la situación gnoseológica de la teologí­a. En efecto, la doctrina de las apropiaciones se plantea epistemológicamente en el punto de conjunción entre un conocimiento puramente racional del misterio de Dios y la revelación tripersonal que Dios mismo nos hace de sí­ como explicación de la Unidad de su Ser como Amor Por un lado, con la razón es posible llegar no sólo a afirmar la existencia de Dios, sino también las perfecciones de su Ser. por otro, la revelación cristológica y su culminación pascual manifiestan el misterio de Dios como Unitrino, manifestando las propiedades personales de los Tres. Pero esto no quita la Unidad del Ser de Dios; por eso las apropiaciones afirman las propiedades de Dios como Uno (y por tanto comunes a las tres Personas), atribuyéndolas a cada una de las Personas, precisamente a partir de las caracterí­sticas mostradas por Ella en la revelación y profundizadas luego teológicamente a la luz de ésta.

Se trata de una perspectiva que es preciso estudiar hoy más a fondo, no sólo en lo que concierne a la Vida í­ntima de la Santí­sima Trinidad, en cuanto que las apropiaciones -hechas a partir de la revelación- nos pueden decir algo sobre las relaciones trinitarias, sino también en lo que atañe a las relaciones de la persona humana, en la gracia, con cada una de las Personas divinas.

P. Coda

Bibl.: Tomás de Aquino, 5. Th., q. 39, aa.78; A. Milano, Propiedades y atribuciones, en DC, 1143-1179. J Auer, Dios UnO y trinO, Herder, Barcel~na 1982, 312-318, –

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico