El hombre es un ser que camina y necesita un sentido: hasta que no lo encuentra, está triste, aburrido, nervioso, enfadado consigo mismo y con los demás. El hombre se pregunta por el sentido del progreso económico e industrial que hemos vivido, y por el de la actual crisis que curiosamente parece desmentir la confianza que habíamos depositado en el progreso industrial. ¿Para qué, entonces, esforzarse por acumular riquezas que producirán nueva inflación, nuevos pobres, nuevas crisis? ¿Para qué confiar en los demás, si luego hay tanta gente que falta a esa confianza? ¿Qué sentido tiene la fidelidad? Por una parte, parece que tiene sentido, porque si no hay fidelidad tampoco hay relación: por otra, cada vez se hace más frecuente la falta de fidelidad a la palabra dada, o en el matrimonio, o en la administración pública de los bienes. El hombre advierte esta terrible contradicción y busca una hipótesis más amplia, que asuma las contradicciones de la historia, pero que le permita al mismo tiempo comprenderlas. El hombre no se resigna a la posibilidad de ser alcanzado personalmente por la enfermedad, precisamente cuando más necesita tener salud: no se resigna a la muerte, que ve cómo se lleva a otras personas, a veces jóvenes, con familiares a su cargo, etc. El hombre se pregunta cuál es el sentido de todo este dolor, cuál es el sentido de la vida: puede que lo que busca no sea siempre un sentido religioso, pero de cualquier forma es muy importante acompañar a este hombre en su búsqueda de un sentido, hacer camino con él.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual
Lo que permite ver realizada la genuina transparencia entre la esencia y la existencia. El sentido es la coherencia perfecta, la conformidad entre lo que se expresa y lo que se constituye su significado último; en una palabra, el sentido es lo que aparece y se impone con evidencia, es la evidencia misma que se da a conocer. El sujeto lo percibe en su «obviedad», en el momento en que se realiza como sujeto episémico, y a que el sentido es lo que le permite establecer que en su conocimiento se le da algo para que tenga un objeto que conocer.
Podemos poner como ejemplo dos expresiones de sentido: el de la revelación y la búsqueda incesante que hace el hombre para finalizar su existencia.
Por sentido de la revelación se en tiende, esencialmente, la coherencia perfecta que existe entre la revelación y . pues, Jesús de Nazarét el revelador. Así constituye el sentido de la revelación, ya que en él se identifica el hecho de ser no sólo el revelador, sino el contenido de la revelación. El misterio de la encarnación indica el camino que hay que seguir para alcanzar este sentido: en efecto, con el misterio de Dios hecho hombre se asienta el criterio para el conocimiento adecuado y coherente que el hombre puede tener de Dios. Jesucristo revelador del misterio trinitario de Dios constituye, por tanto, la forma última de la comunicación real que se lleva a cabo. En él se tiene la transparencia entre lo que nosotros conocemos del misterio y lo que constituye el misterio mismo. Es verdad que su revelación no agota el misterio, pero para el conocimiento humano que lo percibe, en ella se da la forma definitiva de todo posible conocimiento, dado que lo que se conoce no procede de la reflexión personal, sino de la revelación divina.
Toda la existencia histórica de Jesús manifiesta su conciencia de estar revelando el misterio del Padre: su revelación es un «remitir» a él y a su misterio de amor. En él se encuentra una dialéctica necesaria para comprender la revelación, la de un desvelamiento y velamiento recíproco que permite conocer y comprender el misterio, pero al mismo tiempo dejarlo en aquel espacio que le es propio: su incomprensibilidad.
La muerte de Jesús de Nazaret expresa en lenguaje humano el acto supremo con que Dios ama a la humanidad. Constituye el signo último de un amor que sabe darse gratuitamente, sabiendo que la respuesta eventual nunca podrá ser conforme y correspondiente a ese amor. Sólo la muerte de Jesús logra corresponder al amor de Dios, ya que él mismo es el Dios que se da y el que lleva en sí el principio de resurrección. Aquí, el sentido que se da no puede recibir una forma ulterior; el hombre tiene que saber aceptar el carácter paradójico de esta muerte como el signo definitivo de sentido que choca contra todo sentido humano posible. El apóstol lo expresa claramente cuando afirma: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los paganos.
Porque lo que es necedad de Dios es más sabio que los hombres y lo que es debilidad de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,23-25).
Con búsqueda de sentido nos referimos a aquella incesante búsqueda fundamental sobre las cuestiones que constituyen la existencia personal: » ¿Quién soy?». A partir de aquí, el hombre problematiza su vida y la única pregunta se desmenuza en otras mil: ,,¿de dónde vengo?» «¿adónde voy?», «¿qué fin tiene mi vida?», «¿por que tengo que morir?», «¿qué será de mi vida después de la muerte?». No es posible soslayar ninguna de estas preguntas, si uno desea alcanzar una identidad personal que sea expresión de una opción libre por saber proyectar la propia existencia.
Desde que el hombre es hombre se ha situado ante su vida con estas preguntas; es interesante observar cómo surgen simultáneamente en él en varias regiones de la tierra. En torno al ario 500 a.C., en un proceso espiritual que transcurre entre el 800 y el 200 a,C., se encuentra la línea de demarcación del hombre tal como hoy lo conocemos: en China viven Confucio y LaoTze, en la India surgen los Upanishads y se vive el período de Buda, en Irán se escucha la predicación de Zaratustra, en Israel predican los grandes profetas Jeremías y Ezequiel, en Grecia es el período de Homero, Pitágoras, Parménides, Heráclito, Platón, Sófocles, Eurípides… Este período ve al hombre empeñado en dar respuesta a su innata búsqueda de sentido.
La búsqueda de sentido no se agota, ya que el hombre seguirá siendo siempre un enigma para él mismo y vivirá problematizando todas las realidades, a partir de sí mismo; es ésta la condición para que pueda seguir conociendo dinámicamente. La búsqueda de sentido ha encontrado diferentes respuestas en diversos niveles: la literatura, la filosofía, el arte y la religión intervienen, cada una por su lado, a diseñar una respuesta ante la persona.
Sólo en la medida en que la búsqueda se encuentre con el sentido verdadero y genuino, no producido por la reflexión personal, podrá pensarse que la búsqueda ha llegado a su fin; por consiguiente, este sentido tendrá que aparecer como gratuidad que se ofrece y como libertad más amplia que sale de la contradictoriedad personal, Se puede afirmar con toda justicia que el enigma «hombre» encuentra una solución a la luz de Cristo, va que en él se resuelve la contradicción y la pregunta última, la muerte, queda derrotada por la victoria de la resurrección.
R. Fisichella
Bibl.: R. Fisichella. Sentido de la revelación, en DTF, 1351-1356; R. Latourelle, El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, sígueme. Salamanca 1984; J. L. Ruiz de la Peña, El último sentido, Madrid 1980: P. Tillich, El coraje de vivir, Laia, Barcelona 1973: E, Lévinas, Totalidad e infinito, Sígueme, Salarnanca 1977
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO:
I. SENTIDO DE LA FE.
II. SENTIDO DE LA REVELACIí“N:
1. Renovación del sentido objetivo;
2. En el espacio de la gnoseología;
3. En el espacio de la revelación;
4. Revelador y revelación;
5. La muerte de Jesús como plenitud de sentido;
6. Consecuencias para una gnoseología teológica.
III. BÚSQUEDA Y DON DE SENTIDO:
1. Búsqueda de sentido;
2. El don de sentido.
I. Sentido de la fe
El «sensus fidei» ha sido objeto de la reflexión teológica en estos últimos decenios, comenzando por los dogmas marianos y continuando hasta la teología de la revelación y la eclesiología. Su formulación explícita ha sido consagrada por el Vaticano II, especialmente en el texto paradigmático de LG 12, así como en diversas nociones afines presentes,en todo el concilio (sensus fidei: PO 9; sensus catholicus: AA 30 sensus christianus fidelium: GS 52; sensus christianus: GS 62 sensus religiosus: NA 2; DH 4; GS 59; sensus Dei: DV 15; GS 7; sensus Christi et Ecclesiae: AG 19; instinctus: SC 24; PC 12; GS 18). Además, se lo supone implícitamente en el texto sobre criteriología de la evolución del dogma, de DV 8:
El «sensus fidei» incluye dos realidades relacionadas entre sí, pero no superpuestas. Por un lado, el «sensus fi dei»propiamente dicho, que es una cualidad del sujeto, al que la gracia de la fe, de la caridad y de los dones del Espíritu Santo confiere una capacidad de percibir la verdad de la fe y de discernir lo que le es contrario. Se trata de una expresión acuñada por la gran escolástica del siglo x1II (Guillermo de Auxerre, Alberto Magno, Tomás de Aquino…), y surge del análisis de las facultades de la fe en el sujeto creyente. Por otro lado, encontramos otra realidad, el «sensus fidelium» -que es lo que se puede captar desde fuera objetivamente de cuanto creen y profesan los fieles=, propio de los teólogos de la segunda mitad del siglo XVI (Melchor Cano, Roberto Belarmino, Suárez…), y que nace de un estudio de criteriología doctrinal. Como desarrollo de este último se da el «consensus fidelium», o el «universus ecclesiae sensus» de Trento (DS 1637), que añade el asentimiento universal y se refiere a aquella situación en que todo el cuerpo de los creyentes, «desde los obispos hasta el último de los laicos» -siguiendo la expresión de san Agustín, citada por la misma LG- profesan la misma fe. En esta situación, el Vaticano II afirma que todo el pueblo de Dios no puede errar con la fórmula «in credendo fallí nequit», que recuerda la famosa expresión mfallibilitas in credendo» -.–usada en el debate conciliar (AS III/ 1, 198)-,tan clásica a partir de los teólogos postridentinos y divulgada por los manuales anteriores al Vaticano II (H. Diekmann, T. Zapelena, A. Lang…). La legitimidad, pues, de tal infalibilidad se da cuando se cumplen.estas cuatro condiciones: expresa el consentimiento universal, se refiere a la revelación, es obra del Espíritu Santo y es reconocida por el magisterio (cf DV 8.10′ LG 12.25). Su recta interpretación ha sido precisada por la declaración de la Congregación para la doctrina de la Fe Mysterium Ecclesiae, n. 2 («AAS»63 [19731398 = EV 4, nn. 2567-2569).
El concepto de «sensus fidei» en LG 12, comporta los siguientes elementos teológicos. En primer lugar es un sentido «sobrenatural» que «el Espíritu de la verdad suscita y mantiene, en la línea fundamental de don gratuito de la fe. En segundo lugar, se trata de «una peculiar característica… de todo el pueblo de Dios»; por tanto, no como algo sectorial, sino como propio de todos sus miembros. Finalmente, el texto describe los efectos de este don, ya que por este sentido de fe el pueblo de Dios: a) «recibe no una palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios»; b) «se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre»; c) «penetra más profundamente en esta fe», y d) «la aplica más plenamente en la vida».
Además de este texto eclesiológico explícito, el Vaticano II cita implícitamente tal categoría en el contexto de la.transmisión de la revelación al enumerar la criteriología de la evolución del dogma católico en DV 8. En efecto, de los cuatro factores de dicho progreso («la asistencia del Espíritu Santo», «la contemplación y estudio de los creyentes», «la inteligencia interior de las cosas espirituales»; «el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad’, abarcan el «sensus fidei» especialmente el tercer factor y, en parte también, el segundo. Se trata, en definitiva, de una prolongación de la acción con que el Espíritu Santo genera la fe, ya que de hecho, el desarrollo del dogma no es otra cosa que una profundización en la fe, teniendo en cuenta la descripción que el Vaticano II nos da de ésta en DV 5 al subrayar que «a fin de que la inteligencia de la revelación sea cada vez más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones», en la línea de la tradición católica (concilio II de Orange: DS 377; Trento: DS 1525; Vaticano I: DS 3010).
La fundamentación teológica del «sensus fidei» encuentra en el NT testimonios claros al dar cuenta de que existe un órgano de la fe y de su comprensión, obra del Espíritu, en cada uno de los bautizados y en toda la Iglesia. Así, en diversos textos se habla del «sentido de Cristo» (1Cor 2 16J; de la «inteligencia espiritual» (Col 1,9) y de «los ojos iluminados del corazón» (Ef 1,18; cf también Jn 14,17; 16,13; Flp 1,9…). A partir de aquí, la tradición patrística y teológica habla de los «ojos del corazón», «los ojos del espíritu» o «los ojos de la fe». Baste recordar la expresión agustiniana: «Habet namque fides oculos suos» (Ep. 120,2.8; PL 33,458), las del Aquinate: «Per lumen fidei vident esse credenda» (II-II, q. 1, a. 5, ad 1) y «ocultata fide» referida a la resurrección de Jesús (IIl, q. 55, a. 2, ad l). A su vez, se divulgan los axiomas tales como «ekklesiastikón fronema» o «sensus ecclesiasticus et catholicus» (Eusebio, Jerónimo, Casiano…), «sentire cum ecclesia» (Basilio, Agustín, León Magno…), y, finalmente, «sensus fidei», que aparece por primera vez en san Vicente de Lerins (t 450: Commonitorium, c.23: PL 50,669), como síntesis de su célebre criterio de crecimiento dogmático. «quod ubique, quod semper, quod ab omnibus, creditum est» (Com., c.2: PL 50,640).
La primera reflexión teológica más significativa sobre el valor epistemológico y fundamental del «sensus fide¡» se debe a Melchor Cano, que lo sitúa ya sea en el contexto de la tradición, ya sea en el de la autoridad de la Iglesia católica (De Locis theologicis, 3.3: «communi fidefum consensione»; 4.4: «ecclesia in credendo errare non potest’~. Esta cuestión fue posteriormente abordada por dos grandes apologetas del siglo pasado: J. Balmes (fi 1848), que se refiere al providencial «instinto de fe» que ha dado el Creador a los creyentes (El Protestantismo comparado con el catolicismo I, c. IV) y l J.H. Newman (f 1890), que habla del «sentido ilativo»que posibilita el asentimiento real en materia de fe y conciencia, y propone las condiciones para el «consensus fidelium» (On consulting the Faithful in matters of Doctrine, § 3). En el mismo siglo, dos teólogos profundizaron en la comprensión del «sensus fidei» en el marco de la tradición como «sentido global», en J.A. Móhler (+ 1838), y como «cuerpo de fe», en M.J. Scheeben (+ 1888).
Ya en el siglo XX dos corrientes principales han dinamizado su profundización. La primera ha sido el movimiento mariológico, que culminó con la definición de la asunción de la Virgen (1950; DS 3900), y que dio un renovado impulso al «sensus fideifidelium» en el desarrollo dogmático. De este modo se ha puesto de relieve que tal desarrollo proviene de modo preeminente de la fe del pueblo cristiano, que reconoce en los privilegios marianos una verdad revelada.
La segunda corriente impulsora ha sido fruto de la renovación de la eclesiología, especialmente de la teología del laicado, que subraya la relación entre «sensus fidei» y función profética del bautizado, ya antes del Vaticano II (Y. Congar), aspecto bien recogido por este concilio y que ha experimentado un nuevo impulso con motivo del sínodo de los obispos sobre el laicado de 1987 y la exhortación apostólica Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), que al tratar de la participación de los laicos en el oficio profético de Cristo nombra explícitamente el «sensus fide¡» (cf LG 12), unido a la gracia de la palabra (n. 14). También los estudios posconciliares se han centrado en su dimensión epistemológica propia de la teología fundamental, y a su vez en la búsqueda de criterios teóricos y prácticos para apelar a su uso.
Así pues, en síntesis, para comprender la naturaleza propia del «sensus fidei» hay que considerarlo, en primer lugar, en el contexto de la existencia cristiana, :que posibilita, a partir del «maestro interior», que es el don de la fe, un «juicio según connaturalidad en asuntos de la fe» (1111, q. 45, a. 2; la Humani generis se refiere a esta «connaturalitas»: DB 2324), que manifiesta así la «lógica connatural de la existencia cristiana». En segundo lugar, el «sensus fide¡» debe situarse en el contexto de la comunión eclesial, que posibilita la estrecha articulación entre el magisterio «exterior», propio del colegio apostólico con su cabeza y sus sucesores, que tiene la «misión de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida» (DV 10; cf LG 25), y el magisterio «interior» del Espíritu, presente en todos los bautizados, y que se manifiesta en la participación en la función profética de Cristo y ,de la Iglesia (cf LG 12.35.37 DV 8) como «vía empírica» de la tradición viviente de la Iglesia. Especialmente en la etapa posterior al Vaticano II, el ejercicio más concreto del «sensus fidei» suscita la búsqueda de pistas prácticas. Así, entre otras, en el de la realización de la complementariedad entre Iglesia docente y discente en el contexto de la comunión eclesial; en el del valor epistemológico preciso de la «religiosidad popular» (! Religión, V) y de la «praxis»como «lugar teológico»y expresión del «sensus fide¡-fidefum»; en el ejercicio de la corresponsabilidad eclesial, especialmente de los laicos, revalorizando las formas de sinodalidad y consulta en lá.Iglesia.
BIBL.: ALSZECHV Z., El sentido. de lá fe y el desarrollo dogmático, en R. LATOURELLE (ed.), Vaticano Il:- Balance y perspectivas, Salamanca 1989, 105-116 (§: Il, 5); BEINERT W., Sentido de fe de los creyentes, en DTD, 649-651; FERNíNDEZ DE TROCóNIZ L.M., «Sensus f:dei»- lógica connatural de la existencia cristiana, Vitoria 1976; PiH-NINOT S., Aportaciones del Sínodo 1987 a la, teología del laicado, en «RET» 48 (1988) 321-376.330.362-364; SANCHO J., Infalibilidad del Pueblo de Dios, Parriplona 1979.
S. Pié-Ninot
II. Sentido de la revelación
1. RENOVACIí“N DEL SENTIDO OBJETIVO. La presentación renovada de la revelación que ha hecho el Vaticano II ha vuelto a traer el equilibrio entre los dos elementos que constituyen el acontecimiento de la revelación: la intervención de Dios y el sujeto creyente.
La historia de la teología puede demostrar fácilmente que ha habido un período en el que el olvido del destinatario de la revelación ha hecho perder de vista la realidad misma del acontecimiento, contrayendo toda la revelación solamente a su contenido objetivo, cuya verdad era confirmada por signos externos que comprobaban su origen divino.
Desde el punto de vista teológico, la teología fundamental debe estar en disposición de proponer una lectura crítica .de la doble acepción de sentido que tiene la revelación: por una parte, el sentido del propio acontecimiento; por otra, la respuesta a la pregunta sobre el sentido de la existencia que plantea la humanidad.
Si la revelación se sigue situando hoy con su pretensión de dar la última respuesta a la demanda de sentido que surge en el ser humano, esto se debe a que ya en sí misma, como acontecimiento, se presenta como cargada de sentido, más aún, como siendo ella misma un sentido sin más posibilidades de referencia ulterior.
Se habla, por consiguiente, de sentido de la revelación como de aquel sentido original, el primero por ser el último de toda fundamentación; sentido que se distingue de un sentido genérico heredado que poseemos todos en cuanto que formamos parte de esta humanidad; éste es el sentido fontal y fundamental, que permite la posibilidad de preguntar por el sentido, y que, en cuanto tal, es posible reproponer permaneciendo intacto en todas las épocas y todas las culturas.
Entendemos por sentido lo que permite ver realizada esta transparencia genuina entre la esencia y la existencia, por la que la primera se agota en la segunda y la segunda es captación y expresión de la primera. Sentido es coherencia y conformidad perfecta entre lo que se expresa y lo que constituye su significado definitivo. Sentido es el fin último que se da por sí mismo, encontrando las razones de esta finalidad en la dinámica interna del propio significar. En una palabra, sentido es lo que aparece y se impone con evidencia; es la evidencia misma que se da a conocer.
2. EN EL ESPACIO DE LA GNOSEOLOGíA. La existencia de este sentido es lo, que capta como obvio la actividad epistemológica del sujeto. Existe, es, es percibido como aquel quid que ha sido dado desde siempre y sin el cual no se da percepción alguna.
El sujeto, mediante la «admiración» que lo capacita para un conocimiento cada vez más completo de lo real, descubre que se da algo como existente. Hay una presentación sic et simpliciter de un objeto al sujeto, y es lo que constituye la evidencia.
Así pues, la evidencia, como darse del objeto al sujeto; es lo que permite ver concretada la primera relación gnoseológica objeto-sujeto.
En efecto, el sujeto se caracteriza por su «poder disponer de sí»; es libre para salir de si mismo y para volver a sí mismo, de comunicar los datos de este su recorrido cognoscitivo y de permanecer solo con el objeto conocido; en todo caso, esta dimensión hace evidente una realidad: la presencia de algo distinto de uno mismo.
En su actividad gnoseológica el sujeto está siempre dispuesto a acoger en sí el objeto de conocimiento; pero él mismo no sabe ni puede saber qué es lo que ocurrirá después de que lo haya acogido en sí. Siempre está ante la imprevisibilidad de lo que podrá suceder. Podrá ser transformado o podrá negarse a cambiar, como podrá pensar que ha recibido un don…; de todas formas, siempre se estará frente al hecho de que el sujeto podrá descubrir una dimensión de sí mismo que es precisamente la de eso nuevo con que llegar a encontrarse, y por tanto su posibilidad de ser receptivo de una revelación.
Esto le hace comprender igualmente que su realización plena, es decir, su posibilidad de percibirse como sujeto que está en disposición de conocer y de disponer de sí, sólo es posible en el espacio del objeto que le sale al encuentro. Su autorreallzación necesita un conocimiento que está fuera de él; su esencia lo lleva a encontrarse con lo que él no conocía antes, pero que, sin embargo, es necesario para su realización.
En una palabra, la presencia del objeto trae un equilibrio a la desmesurada pretensión del saber humano. Pues si por una parte es verdad que el conocimiento personal es ilimitado, y por tanto infinito en su relacionarse, también es verdad que ésta falta de limitación se debe al hecho de que en cada ocasión se presenta un objeto que conocer. Hay, por tanto, un poder ilimitado de conocimiento;, pero un poder que es dado por el hecho de recibir el conocimiento a través de la presentación del objeto. Por consiguiente, la mirada del sujeto es ilimitada; pero esto se debe a que siempre se le ofrece algo.
3. EN EL ESPACIO DE LA REVELACIí“N: Teológicamente, en el acto de revelación tienen que manifestarse los rasgos de plena libertad ,y trascendencia que caracterizan a Dios. De aquí se sigue que la forma de revelación que se le da al hombre tiene que acogerse como expresión de la libertad de Dios en su decisión de comunicarse a sí mismo.
Por tanto, el creyente no podrá «juzgar» nunca las formas con que se da la revelación. Esta tendrá que ser acogida con las determinaciones que lleva consigo y en las formas que expresan la libertad de Dios en su comunicación.
La identificación de la revelación con la persona de Jesús de Nazaret, como expresión última y definitiva de Dios a la humanidad, es lo que constituye lo específico de la fe cristiana. Esta identificación afirma que la figura de la revelación se tiene en el misterio de la encarnación, en donde la naturaleza divina comparte plenamente la historicidad de un sujeto.
Así pues, la forma de la revelación se le da al conocer humano a través del misterio que impone para su comprensión la dialéctica de una «ocultación/desvelamiento» constante y recíproco de la misma figura.
Por tanto, la persona de Jesús de Nazaret es esa comunicación última y definitiva de Dios a la humanidad tras la cual no hay que esperar ya ninguna nueva revelación de Dios (DV 4). Su persona se revela como una relación ininterrumpida con el misterio trinitario; en efecto, él revela una conciencia de estar en dependencia del Padre y de estar lleno del Espíritu; esto es lo que hace de él el logos, es decir, la primera expresión «pública» del misterio de Dios.
4. REVELADOR Y REVELACIí“N. Afirmar que Jesús expresa la evidencia, el sentido de la revelación, significa consiguientemente ver realizado en él aquel acuerdo perfecto y aquella conformidad plena entre el revelador y la revelación. No sólo no existe un revelador mayor, sino que tampoco puede ser comunicado ni revelado nada nuevo que él no haya expresado ya.
La identidad revelador-revelación se basa en la conciencia de Jesús, que no invoca más testimonio que el del Padre (Jn 5,31.36-37). Las palabras que él pronuncia son las palabras del Padre (Jn 3,34); los signos que pone en acto son los que él ha visto realizar al Padre (Jn 5,19.36); por eso es el
Hijo y lo posee todo, hasta el punto de que se convierte en lugar extremo del juicio ya realizado (Jn 3,35).
Precisamente este «remitir» al Padre es lo que permite afirmar que, humanamente, todo ha sido dicho por Dios en Jesucristo y que él es el contenido del misterio revelado.
Lo expresa también claramente la teología joanea cuando recoge la expresión de Jesús que dice: «Esta doctrina no es mía, sino del que me ha enviado»(Jn 7,16). Por didajé el evangelista entiende la revelación pública que Jesús hace en obediencia a la voluntad del Padre; aquí, sin embargo, se da una acepción particular a este término, ya que la apelación al conocimiento de la voluntad de Dios no se dice que se derive de la Escritura o de la Torah. Nos encontramos más bien con la constante pretensión de Jesús de querer anunciar directamente, sin mediación alguna, las palabras y los signos de Dios del mismo modo que él los aprendió del Padre (Jn 8,28).
Pero al mismo tiempo estamos en presencia de un nuevo dato revelado; lo que él revela es suyo, pero no es suyo porque pertenece al Padre. La apelación que aquí se hace al otro es de todas formas una apelación que no puede prescindir de su persona, porque está presente y operante precisamente en él: «el que me ve a mí, ve al que me ha enviado» (Jn 13,45).
5. LA MUERTE DE JESÚS COMO PLENITUD DE SENTIDO. La dimensión paradójica de la .plenitud de sentido puede verificarse en la muerte en cruz de Jesús de Nazaret. Efectivamente, en un único acontecimiento encontramos la última pregunta que el hombre plantea sobre sí y sobre su destino y la naturaleza misma de lo que se revela como amor que llega hasta la entrega total de sí mismo.
En la muerte de cruz, la revelación que Jesús hace del Padre es total, porque en esa muerte alcanza su cima la obediencia a su voluntad (Flp 2,8) y consiguientemente se hace transparente el contenido revelado.
El ser del Hijo es obediencia total y recepción total por parte del Padre. En esto consiste su libertad, por lo que puede afirmar que da su vida para recobrarla de nuevo (cf Jn 10, 17-18), ya que entre él y el Padre hay una identidad de naturaleza. Esta es el amor trinitario que constituye la relacionalidad personal que los hace ser Padre e Hijo en un infinito e ininterrumpido dar y recibir, atestiguado por la espiración del amor como tercera persona.
Este dar y recibir total se expresa humanamente en la muerte de cruz, porque en la muerte -y sólo en ella- Dios revela la cumbre de su movimiento, el de llegar hasta el fin. Ciertamente, no una cumbre plotiniana, en donde los que llegan al final se encuentran en el punto extremo y opuesto del movimiento inicial, sino un punto en el que la conclusión expresa la fuerza impulsiva del comienzo al evidenciar y dar mayor consistencia a la fuente misma, que nunca pierde intensidad.
Pero lo que resulta «humanamente» sensato es que este amor no es fin de sí mismo; por el contrario, se dio «a los malvados» (Rom 5,6). Dios no se entrega a la muerte por los inocentes, sino que toma al inocente para que puedan ser redimidos los malvados.
Este acontecimiento de muerte lo ve cada uno realizado y dirigido a él mismo en su propia existencia, precisamente en el momento en que ve y experimenta concretamente su propio pecado.
Por tanto, en la muerte de Jesús de Nazaret se da el sentido como transparencia de la naturaleza divina y como asunción en ella de la naturaleza humana, ya que el crucificado por la humanidad lleva su carne martirizada en la vida de resurrección del amor trinitario.
6. CONSECUENCIAS PARA UNA GNOSEOLOGíA TEOLí“GICA. La presencia de un sentido original y gratuito que se le da al creyente .tiene consecuencias para el saber teológico.
Podrían entonces señalarse los «principios teológicos» que resultan básicos para una teología fundamental, entendida como epistemología (l Teología, II) del saber teológico como tal; podemos esquematizarlos así:
a) El creer es una forma peculiar del saber humano, cuando se coloca ante la revelación de Dios.
En efecto, creer no significa renunciar a la dimensión gnoseológica; implica más bien reconocer que ya en el interior del acto de fe se dan ciertos elementos que hacen al sujeto capaz de pensarse a sí mismo como libre y en disposición de percibir la verdad.
Además, el creer en este horizonte no es ante todo una adhesión aun sistema abstracto de pensamiento, que pueda ser tachado de ideología; es esencialmente una relación interpersonal que llega a crearse con la persona de Jesús de Nazaret a través de una comunidad viva. A1 creer, el sujeto se pone en aquella situación antropológica que hace que su acto sea uno de los más significativos, ya que en él se da una de las formas más altas de riesgo y de donación de sí. Ante la fragmentariedad del conocer humano, el creer se sitúa como aquella forma de conocimiento global que acoge en sí al otro para poder comenzar y progresar en el conocimiento de sí mismo.
b) La «novedad» radical para la existencia humana está constituida por el acontecimiento revelado.
La revelación, a nuestro juicio, tiene que llevar consigo ante todo el elemento de algo radicalmente nuevo que se da. Esta novedad no es del sujeto ni procede de él; se percibe, por el contrario, en virtud de un movimiento externo que le sale al encuentro y que es capaz de conducirlo a la conciencia de una existencia percibida como deudora para con el otro.
La posibilidad de conocimiento la ofrece el acto kenótico de Dios, que se revela y que se encuentra claramente con una criatura humana que, como tal, está llamada a tomar conciencia de su apertura a la recepción de la revelación (l Potencia obediencia]).
Esta novedad radical se verifica tanto en el nivel de los contenidos como en el de la comprensión y explicitación. El acontecimiento pascual ofrece el principio hermenéutico de esta novedad, puesto que ahora la victoria definitiva sobre «el último enemigo en ser destruido, la muerte» (1Cor, 15,24-26) se lleva a cabo en la historia de la humanidad.
A partir de esta novedad cada uno se ve movido a mirar hacia el futuro, como en las palabras del profeta: «Â¡No os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis! Mirad; yo voy a hacer una cosa nueva» (Is 43,18). Aquí el «acordarse» está cargado de esa «admiración» que permite ver lo verdaderamente nuevo que no existía en el pasado, pero que se da ahora y se hace visible.
c) La historicidad de Jesús de Nazaret es principio esencial y constitutivo del saber de la fe.
La historicidad de Jesús no puede limitarse sólo a su existencia; indica algo más, a saber: su autocomprensión y la explicitación de su conciencia personal(/ Cristología fundamental). El maestro de Galilea determinó con su conciencia y con su comportamiento la vida de sus contemporáneos; entre ellos hubo algunos hombres y mujeres que más directamente lo dejaron todo y lo siguieron, porque creyeron en él y en su palabra, al ver cómo se cumplían en él las promesas en que habían esperado.
Esta fe inicial suya fue la que permitió transmitir hasta nuestros días, aunque de manera mediata, la conciencia más genuina de Jesús sobre su misión, su relación con Dios y el sentido de su muerte salvífica. La teología neótestamentaria que nos habla de Jesús de Nazaret en su autointerpretación no es una traición de las palabras del maestro (überwinden besagt nicht abstossen: Heidegger), sino que más bien pone de manifiesto cómo la fe conoce y sabe, expresar sus conceptos.
d) La eclesialidad es la dimensión formal del saber de la fe. (l Teología: eclesialidad y libertad). Si el hacer teología no procediese de una conciencia eclesial, como aportación para el crecimiento de la comunidad, se reduciría a una forma de saber esotérico y a la esterilidad.
La Iglesia no es extraña a la revelación; es su depositaria y su mediadora a lo largo de los siglos. En su conciencia respectiva de sus funciones ministeriales, el pastor y el teólogo tienen que hacer referencia a esta matriz común, para permitir que el dato revelado se ponga realmente al día.
Recuperar la dimensión del sentido objetivo de la fe no significa privar al,creyente de sentirse interpelado por Dios y de considerarse a sí mismo como destinatario de su comunicación. A1 contrario, equivale a hacer descubrir y subrayar un elemento de antropología bíblica que considera siempre al hombre como un «llamado», como un «asumido» por Dios y amado primeramente por él.
Pero esta perspectiva hace descubrir que el conocer humano es sienípre fragmentario; la revelación no está determinada por el sujeto, sino que se le da a cada uno para que «comprenda» y «crea» (Jn 20,31); por consiguiente, es un don gratuito del obrar libre de Dios. Por tanto, si hay que hablar de sentido de la revelación, es para que el creyente comprenda de modo evidente que Dios y su misterio impulsan siempre hacia lo semper major.
BIBL.: BALTHASAR H.U. von, Gloria, Una estética teológica I, La percepción de la forma, Madrid 1985; ID, Theologik I, Wahrheit der Wett, Einsiedeln 1985; MELCHIORRE V., Essere e parola, Milán 1982.
R. Fisichella
III. Búsqueda y don de sentido
Todos los hombres se encuentran reunidos en torno a la cuestión fundamental del sentido de la vida. Pero, ya desde el principio, la cuestión se desdobla: primero se plantea la búsqueda del sentido o de un sentido de la condición humana; luego se trata de ver más bien el sentido revelado y ofrecido como un don, a saber: la revelación de Dios y del hombre en Jesucristo. El presente artículo insiste en la primera cuestión y no hace más que esbozar la segunda, que se desarrolla más ampliamente en el artículo sobre la revelación y su credibilidad.
1. BÚSQUEDA DE SENTIDO. El hombre es ante todo unía pregunta sobre sí mismo y sobre el sentido último de su vida. No es capaz de eludir esta pregunta, como tampoco es capaz de huir de sí mismo. Querámoslo o no, observa Pascal en su Apuesta, todos estamos «embarcados»: ¿qué somos?, ¿para qué existimos?, ¿adónde vamos? El hombre no puede eliminar estas preguntas sin renunciar a ser hombre. El hombre es para sí mismo un enigma, y no podrá hacer nada válido hasta que penetre ese misterio. Los novelistas, los teólogos y los filósofos contemporáneos no cesan de declarar que el problema de los problemas es el hombre. El hombre sabe que tiene .que morir, pero no puede renunciar a la cuestión del antes y del después de su desaparición. Animal «racional», está sediento de sentido. Y si la crisis del sentido alcanza un paroxismo sin lograr una solución, se resuelve en la tragedia del suicidio, drama que todos los años se lleva a millones de seres humanos, sobre todo entre los jóvenes de doce a veinticinco años.
En la mayor parte de los casos, el sentido de la vida se nos presenta como una herencia transmitida por el ambiente familiar, social y religioso que nos ha visto nacer. Puede decirse entonces que hay millares de sentidos, desde los balbuceos de la humanidad hasta nuestros días. Para conocerlos habría que desarrollar ante todo el panorama de modelós elaborados a lo largo de los siglos por las filosofías, las religiones, las civilizaciones. Nos encontraríamos entonces con el antiguo Egipto, que, después de haber intentado domar la muerte con sus propias fuerzas (éxito, poder), se hundió en la resignación y el fatalismo ante el imprevisible desarrollo de la historia y el indescifrable misterio de la muerte; después, Mesopotamia, que no encontró más respuesta que la del escepticismo, impotente ante la vida como ante la muerte; luego, el mundo griego, prisionero del retorno cíclico de una historia que se repite sin tener una orientación, abandonado a las fuerzas ciegas del destino; el Oriente, ligado a la rueda de la vida, en donde el nacer, el creer y el morir no son más que participaciones en un solo acto de la vida, al que siempre se vuelve después de haberse desprendido momentáneamente de él por la muerte; el Occidente moderno, con Nietzsche, que sustituye a Dios por el hombre, para ver muy pronto cómo explota ese superhombre, sustituido por el Espíritu (Hegel) o por la sociedad (Marx). Para escapar de estas esclavitudes, el hombre se ha lanzado con furia a otras nuevas esclavitudes: la tecnología; la lucha de clases, la producción y el consumo, la droga, las manipulaciones genéticas, la guerra atómica, etc.
Ante esta cascada de sentidos que se contradicen se llega a preguntar en un segundo tiempo: ¿no habrá un «verdadero sentido» que acabe triunfando e imponiéndose a los demás? Para no alargarnos, podemos entonces agrupar todas las diversas posiciones ante la vida. Sistematizando un poco las cosas; podemos reducir a cuatro estas posiciones:
a) La primera posición consiste en echarse a la vida con «fruición», esperando de ella la respuesta a todas las aspiraciones del hombre. Pero lo cierto es que esta posición no es más que, ingenuidad y superficialidad. En efecto, la decisión de aceptar la vida sin ponerla en cuestión implica ya una opción: la de liberarse de todo lo que pudiera presentarse en la vida como una constricción. Esta actitud implica que el hombre se escoge a sí mismo, y no a otro, como modelo. Intenta realizarse como sujeto totalmente libre; pero este proyecto no puede menos de abortar, ya que por todas partes el hombre choca con su finitud, con sus limitaciones incontrolables. Esperar por él mismo y sólo por él su cumplimiento definitivo es una suprema ilusión. A1 final se encuentra con la barrera de la muerte. No puede, sin embargo, deducirse de esto que sea falso y que no encuentre ningún eco el deseo de cumplimiento que anida en el corazón humano. La verdad es que en la voluntad gueriente del hombre (l Blondel) hay más que en su voluntad querida, expresada en la inmediatez de sus opciones. El reconocimiento de no poder realizarse solo aquí abajo podría muy bien ser tan sólo el deseo invertido de realizarse plenamente en otra parte y en otro.
b) La segunda posición es la del pesimismo, la del nihilismo. Los partidarios de esta posición prefieren una solución radical al juego de los «amantes» de la vida. «¿A qué vienen tantas triquiñuelas para descartar un problema quimérico? Más vale una franca y brutal negación que todos los pretextos hipócritas y todas las sofisticaciones del pensamiento. Saborear la muerte en todo lo que es perecedero antes de verse uno a sí mismo sepultado por ella, saber que seremos aniquilados y querer serlo: tal es para los espíritus puros, libres y fuertes, la última palabra de la liberación, del coraje y de la certeza experimental: con la muerte todo muere» (BLONDEL, L Action 1893, 23). Lo que hay que matar no es el ser que no es, sino la voluntad quimérica de ser. No hay que esperar nada de la vida, porque la vida no puede darnos nada. «Poner de manifiesto el engaño de todo instinto de conservación y de supervivencia es procurar a la humanidad y al mundo la salvación en la nada, en esa nada que hay que definir como la ausencia del querer» (ib, 29). A esta solución del pesimismo y del nihilismo responde Blondel: No se puede concebir y querer la nada más que afirmando otra cosa. No se afirma la nada sino porque se tiene necesidad de una realidad más sólida que la que se mueve. «Por mucho que se afine el pensamiento y el deseo: del querer-ser, del querer no ser, del querer no querer, siempre queda este término común: querer, que domina con su inevitable presencia todas las formas de la existencia y dispone soberanamente de los contrarios» (ib, 37). En realidad, la voluntad de la nada procede de un amor absoluto al ser, decepcionado por la insuficiencia del fenómeno, del «parecer» (ib, 38-39). La voluntad de la nada es pura contradicción. En realidad, lo que se quiere es que haya algo, pero que ese algo se baste de verdad. Se quiere que haya algo consistente. De ese deseo inconfesado: hay algo, surgirá quizá un deseo más profundo: hay alguien. Se trata de saber si la voluntad superficial del hombre que proclama la nada de la existencia está de acuerdo con su voluntad profunda, sedienta, de un ser verdadero.
c) La tercera actitud es la de la existencia rebelde. Desde el siglo xtx el hombre ha descubierto que no es libre, que no es ya dueño de su propia casa ni de lo que le rodea: está sometido por todos lados. De ahí la actitud del hombre rebelde (A. Camus). «Me rebelo, luego soy». Ya antes de Nietzsche se encuentra en Max Stirner (1806-1856) una rebeldía en estado virulento. Stirner barre todo lo que pueda negar o tocar al individuo. La verdad consiste para cada uno en sentirse dueño, propietario de ella. Desde entonces no cesa de crecer la ola de la rebeldía, pasando del nivel del pensamiento al de la historia. Nietzsche, considerando la muerte de Dios como un hecho adquirido, se vuelve contra todo lo que intente sustituir falsamente a la divinidad desaparecida. La salvación se hace sin Dios y en la tierra; la divinidad es el espíritu individual. Marx, por su parte, quiere liberar al hombre de la explotación económica, sometiendo la naturaleza y sustituyendo el dominio de los amos por el de los esclavos. Para obedecer a la historia, la humanidad llega a caminar hacia una esclavitud tal como nunca se había visto. Freud quiere liberar a los individuos de los determinismos y de las cadenas de determinismos no vencidos. Para Jean-Paul Sartre, lo mismo que para Albert Camus, tanto la vida como la muerte son absurdas. Para Sartre, se nace sin motivo y se muere por accidente, como de propina. La muerte le quita al hombre su libertad y aniquila todas sus posibilidades de realización. A partir del mismo horizonte, Camus saca otras conclusiones. La vida es absurda, privada de sentido; entonces, la única grandeza del hombre es aceptar la vida en su carácter absurdo, y luego ejercer su libertad para crear un sentido dentro mismo de lo absurdo. La actitud de rebeldía rechaza la existencia de una consumación en su condición actual, así como en un absoluto situado fuera del hombre. Es una nueva edición del estoicismo. El hombre busca su grandeza en la contestación y se aferra a ella. Pero una contestación basada en una exigencia de absoluto que luego se declara inexistente; es una contestación orientada hacia la nada; más aún, es la nada de la contestación. El error del hombre rebelde no está en la pretensión de una realización suprema, ya que Dios nos invita a esa cima, sino en su pretensión de conquistar con sus propios recursos naturales la deificación o la perfecta libertad a la que aspira.
d) Una última posición consiste en reconocer que el hombre está imbuido de una exigencia de absoluto que, de hecho, no se realiza en esta vida, pero sin negar que, de derecho, pueda realizarse. Ante la muerte, que radicaliza la cuestión del hombre, éste toma conciencia de que lleva en sí mismo una aspiración invencible a realizarse indefinidamente; por otra parte, la muerte le revela al hombre su impotencia total para asegurar por sí mismo su supervivencia y su cumplimiento. La muerte coloca al hombre ante una opción insoslayable: o bien reconoce que su existencia, en cuanto proyecto y aspiración a un ser-más, posee un sentido, y entonces cabe albergar la esperanza de un porvenir trascendente, de una supervivencia después de la muerte; o bien acepta que su existencia esté privada de sentido, con lo que se presenta la desesperación total. El que reconoce un sentido a la existencia ligado al sentido de la muerte, confiesa que su vida es precaria y que está indeleblemente marcada por la finitud, pero que se trata de un dato inicial sobre el que él se va edificando poco a poco y se experimenta como deseo de un absoluto esperado. Reconoce que su libertad no puede cumplirse más que por una libertad superior que le trasciende. Se reconoce como «persona», es decir, como sujeto consciente y libre, que se establece en una relación consentida con el mundo, con los otros ^y con el absoluto; y se constituye «definitivamente» como persona abriéndose a lo super-personal, que da fundamento a la toma de conciencia que tiene de ser un ente finito, pero impregnado de una voluntad de infinito. El hombre, sin embargo, no puede decir nada sobre la decisión salvadora de esa libertad superior que trasciende a la suya. En efecto, entramos entonces en el mundo de las propuestas de salvación que se han ofrecido históricamente al hombre. Por otra parte, si se presentase una religión capaz de responder a los anhelos más profundos del hombre, de colmar esa sed de infinito que lo devora, más aún, de desbordar todo lo que él puede concebir, entonces sería irracional descartar esta hipótesis de un sentido revelado, ofrecido, dado. El hombre debe por lo menos abrirse a la hipótesis de una palabra eventual de Dios, dirigida al hombre en la historia. En su realidad histórica, la revelación cristiana parece responder a esta espera indeterminada, pero irresistible, del querer humano.
2. EL DON DE SENTIDO. A la búsqueda de sentido el cristianismo responde con el don de sentido: un sentido revelado y ofrecido en Jesucristo. «En realidad, el misterio del hombre no se ilumina de veras más que en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22). Cristo se presenta como la gran presencia que lo.ilumina todo, que lo interpreta todo. Verbo de Dios, encarnado entre nosotros, representa la plenitud de sentido en un mundo que está en busca del sentido perdido.
Cristo no es solamente la irrupción de Dios en la historia humana, sino la irrupción «masiva» de sentido. El mensaje de Cristo alcanza al hombre en lo más íntimo de su ser, en unas profundidades inaccesibles a la psicología y al psicoanálisis, en donde la ciencia y el discurso se callan y desaparecen, como ante una galaxia que huye y se nos escapa sin cesar. Cristo es la clave del enigma humano, la asunción y la superación de toda antropología. La verdad es que el misterio de Cristo y el misterio del hombre no forman más que un soló misterio. Pero si el hombre, por Cristo, tiene que revelarse a sí mismo, será por la revelación de lo que hay más íntimo y más profundo en el misterio de Cristo, a saber: el misterio de su filiación. El secreto del hombre, tanto si él lo sabe como si no, es que lo cubre el amor de Dios; es que el hombre es amado y salvado por el Padre en Cristo y en el Espíritu. Y solamente cuando el hombre ha descubierto este misterio es cuando puede ser plenamente revelado a sí mismo, en su grandeza: objeto de las complacencias de Dios, destinado a acoger el amor del Padre que se revela en Jesucristo. En esta participación y esta comunión en el misterio de la vida trinitaria es donde el hombre «se realiza». La clave del misterio del hombre es que Dios, en Jesucristo, quiere re-engendrar en cada hombre a un hijo e inspirarle su Espíritu de amor, que es un espíritu filial. La encarnación del Hijo pone de relieve la dignidad del hombre, mientras que por la redención se nos revela el precio de cada ser humano. Entonces la revelación, lejos de ser extraña al hombre, está tan íntimamente ligada a su misterio que el hombre, sin ella, no podría identificarse a sí mismo.
Las preguntas que anidan en el corazón humano son igualmente las que están en el corazón de la revelación. Podrán intentarse todas las aproximaciones que se quieran al cristianismo, pero nunca se podrá prescindir del sentido que Cristo representa para el hombre y las problemas de su condición. Cristo sigue siendo un misterio, pero un misterio iluminador; fuente siempre viva de sentido. Celando el hombre toma conciencia de que el misterio de Cristo hace eco a su propio misterio y lo alcanza en esa zona más íntima de su ser para iluminarla y calentarla hasta el punto más alto de fusión y de fisión, entonces la revelación no es ya solamente «plausible», al poner armonía dentro del hombre, sino que se presenta como «creíble». En otras palabras, si es verdad que Cristo, por su vida y su mensaje, es mediador de sentido, único exegeta del hombre y de sus problemas, si es verdad, que en él el hombre llega a situarse, a comprenderse, a realizarse e incluso a superarse; si, finalmente, la luz que Cristo proyecta sobre la condición humana le penetra en lo más hondo, entonces se plantea la cuestión de su identidad: ¿no será él, tal como declara él mismo, el Hijo del Padre, Dios-entre-nosotros, sentido de Dios y del hombre, don del sentido, por ser él mismo palabra de Dios?
BIBL.: BLONDEL M., L Action, Paris 1893; FISICHELLA R., La revelación, evento y credibilidad, Sígueme, Salamanca 1989; LATOURELLE R., El hombre y susproblemas a la luz de Cristo, Sígueme, Salamanca 1984 LEGAUT M., L Homme á la recherche de son humanité, París 1971; LEVINAs E., Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977; RUIZ DE LA PEí‘A J.L., El último sentido, Madrid 1980; TILLICH P., El coraje de existir, Laia, Barcelona 1973; VV.AA., La vie a -t-elle un sens, en «Nouveau Dialogue», noviembre 1988 VATICANO II Constitución Gaudium et spes, 1965; ZUNDEL M., Quel homme et quel Dieu?, París 1976.
R. Latourelle
LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental
I. Concepto
En su origen la palabra s. se relaciona con términos que significan «camino», «viaje». Desde aquí pasa a significar la capacidad y los órganos de experiencia psíquica, de percepción, e incluso la -> conciencia en general. Y así, más allá de lo «sensorial», s. significa reflexión, razón, intención planificadora, «mentalidad» general, así como la posición concreta de un fin. Con ello se da la transición desde la dimensión sujetiva a la objetiva, que es la meta perseguida. S. significa ahora lo pretendido mismo, el fin perseguido, la significación del signo puesto (de la acción, de la afirmación), su inteligibilidad, el valor de algo dado, su utilidad objetiva o, de manera totalmente abstracta, su «dirección» en un sistema envolvente de referencia.
Aquí sólo se tratará del s. objetivo (el cual en esta significación incluye evidentemente el sujeto, e incluso lo significa en primera línea). Pero no se tratará de él en toda la extensión del significado de lapalabra. No incluiremos, p. ej., el planteamiento de la filosofía analítica o de la teoría de la -> ciencia (s. como significación de lo pronunciado: -> lenguaje), ni la dirección específica del trabajo del -> estructuralismo (s. como interdependencia de un conjunto, como estructura que debe analizarse). Se trata, pues del s. en su significación de finalidad, valor, utilidad. Bajo esta acepción algo tiene s. primordialmente cuando, en virtud de su ordenación (como «camino»), está justificado de cara a un fin. Pero si este fin mismo carece de s., se hace problemático el s. limitado del camino hacia él. Un camino tiene realmente s. sólo cuando lo tiene también la meta. Por los grados cada vez más envolventes de la ordenación hacia un fin o meta, se llega a un concepto de s. que ya no se explica mediante un «para», sino en virtud de sí mismo. Esta determinación del s. no tiene que ser forzosamente la más amplia, envolvente y suprema; también lo singular y transitorio puede tomarse en su propia significación. Por otro lado, esta determinación incluye la del s. del fin, puesto que el s. de todo fin (aun cuando no se entienda como meta intermedia de un camino ulterior) da s., según su medida al camino o a los caminos que guían hacia él.
En cuanto sea posible, hay que llenar ahora de contenido esta definición formal. Este «llenar» pertenece aquí al concepto mismo, en cuanto s. no significa la meta puesta, sino la legitimación de la misma. Por eso tiene s. aquello sobre lo que un hombre puede decir: «Sí, esto debe ser así». Y tal asentimiento es posible allí donde el hombre coincide con su mundo y su mundo coincide con él, y en esta conciencia recíproca aquél se hace «idéntico» consigo mismo. «S. es la coincidencia posible de mí mismo conmigo como coincidencia con mi mundo» (B. WELTE, Auf der Spur des Ewigen [Fr 1965] 20). Y esto en el momento con s. de una coincidencia particular, pero, en último término, también de cara a la totalidad que abarca todo lo particular: «Algo tiene s. significa, por consiguiente, que lleva a la coincidencia posible de mí mismo con mi ser en el todo, como una coincidencia con los entes en su totalidad» (ibid. 22). El acontecer real de esta coincidencia posible se designa entonces con la palabra s. «absoluto», «último».
El concepto así adquirido pone de manifiesto que sobre el s. no puede preguntarse sólo o propiamente de una manera teorética. Ni la cuestión del s. ni las respuestas posibles a la misma han de entenderse «abstractamente». La cuestión del s. pregunta por el s. para mí y para nosotros; y por cierto de tal manera que en la cuestión del «s. de la existencia» es ésta misma la que está en cuestión.
II. La pregunta por el sentido
El hecho del s. mismo, el momento de la «identidad» y de la coincidencia no suscita cuestiones. Por eso, allí donde se pregunta por s., éste es ya problemático, o sea, no está dado. Con H. Reiner (Der Sinn unseres Daseins [T 21964]), quizás se pueda reunir en cuatro puntos la pluralidad de impulsos que llevan a esta cuestión; 1º, lo oculto e invisible del s. en las experiencias de sufrimiento, dolor y desgracia; 2°, la sustracción del s. en el aburrimiento tenso y desdichado de la vida; 3°, la aniquilación del s. por la muerte que amenaza; 4°, la conciencia de responsabilidad en la procreación de una vida nueva: aquí está en cuestión no sólo el s. para lo ya existente, sino en general, el s. de la existencia.
Estos impulsos (especialmente el punto 4.°) desarrollan su fuerza principalmente en épocas de extrema reflexividad de la vida, en virtud de la cual el hombre, frente a una entrega «originariamente confiada», se cree obligado a un continuo interrogar, o sea, cree que no puede responsabilizarse del «riesgo» de la experiencia y afirmación de sí mismo.
Es cierto que, como acentúa M. Müller (über Sinn und Sinngefährdung des menschlichen Daseins: PhJ 74 [1966-1967] 8), estos impulsos hacia el planteamiento de preguntas no significan simplemente argumentos contra el s. Dolor y felicidad no pueden permutarse cuantitativamente entre sí; aquí un «momento» puede ser el contrapeso de años, incluso de toda una vida, si en él «coinciden tiempo y eternidad», es decir, si la justificación absoluta se «encarna» en el presente (cf. luego en iv). Tampoco la muerte destruye simplemente el s.; más bien lo otorga, por cuanto hace cristalizar el río infinito del tiempo en una»hora» singular, en el momento de la -> decisión, ya que precisamente ahora debe obtenerse un acierto decisivo, que no es posible conseguir en cualquier momento (de manera que el s. se escaparía hacia lo siempre indiferente). Cabe decir igualmente que la tragedia no podría experimentarse a partir de un absurdo total y que, por consiguiente, también los choques dolorosamente irreconciliables entre proyectos de s. y de vida sólo aparecen como tales, en su carácter doloroso, desde un fundamento envolvente de s. Incluso en el absurdo que se da en el mal habla todavía el s.; no sólo por la concesión del perdón, sino también por la tarea y la exigencia de arrepentimiento en que va envuelto el mal mismo. Por consiguiente, el s. no queda negado por las cuestiones que él provoca, pero éstas lo ponen realmente en tela de juicio.
III. Respuestas
Aquí no es posible ni necesario exponer la multitud de intentos de respuesta. Cf. sobre esto: -> mal, -> dualismo, -> historia e historicidad, filosofía de la -> historia, teología de la -> historia, etc. Pero se debe decir qué maneras de respuesta intentada son esencialmente insuficientes. Lo son todos los intentos que recortan desde cualquier punto de vista el sentido buscado por el hombre.
Esto sucede principalmente allí donde el mundo del devenir y del perecer, la dimensión corporal y mundana del hombre es despojada de toda importancia, sobre todo por el hecho de que el s. queda situado en un más allá supramundano y atemporal, de modo que el hombre para alcanzarlo debe liberarse necesariamente de su situación actual (prescindamos aquí del derecho con que esta respuesta puede llamarse metafísica y adscribirse a la metafísica en su totalidad).
Otra respuesta quiere asignar el s. a la totalidad como tal, para legitimar todos los absurdos parciales, individuales, como momentos necesarios de esa totalidad. Esto puede ocurrir estática o estéticamente (también las manchas oscuras pertenecen al cuadro; en el mal se puede revelar la justicia de Dios, etc.; así Agustín, entre otros); o bien dinámicamente en una filosofía de la historia que sacrifica al individuo en aras del resultado final (cabe citar a tres representantes: Hegel [-> idealismo], Marx [-> marxismo] y, con algunas variaciones, también Teilhard de Chardin); o bien, saltando simplemente por encima de esta cuestión, en el mensaje de una «inmoral» embriaguez de unidad indiferenciada.
En el polo opuesto el s. se cifra en la persona particular, bien en los grandes hombres, las personalidades, o bien en cada hombre como persona (privada). En el primer caso la exigencia de s. se cumple con más plenitud, mas precisamente por ello queda limitada a una minoría; en el segundo caso la extensión de los límites se paga con un amplio vaciamiento. Aquí se acepta en cierto modo como s. suficiente la posibilidad misma en lugar de su realización plena.
Esto se ve en la forma más aguda allí donde la experiencia del s. moral – el deber como tal – ha de garantizar el s., o sea, no la «virtud» real como su «propio premio», sino la mera obligación a la virtud (contra esa retirada de la realidad, contra el «efecto regresivo de la vida del deber» [cf. O. MARQUARD, Hegel und das Sollen: PhJ 72 (1964-1965) 115] han protestado a su manera muy especialmente Hegel y Scheler).
¿Desde dónde son rechazadas las respuestas como insuficientes? En ningún modo a partir de un punto de vista absoluto, que pudiera indicar positivamente el contenido de lo que significa el s. y todo lo que debe darse para afirmarlo. Más bien a partir de la reflexión sobre la exigencia misma de s., de la que parten los impulsos mencionados para preguntar. Pues todas estas respuestas siguen de hecho el consejo: si no se puede tener la felicidad que se quisiera, se debe querer lo que se tiene; sobre lo cual ya Agustín dice que no sabe si reír o llorar ante tal felicidad (De Trinit. xni 7, 10 [PL 42, 1021]).
Evidentemente no es sólo una exigencia vacía la que ofrece aquí la norma, sino el fin de esta exigencia (cf. luego en v), el cual, de todos modos, no puede objetivarse adecuadamente y sólo puede mostrarse en la configuración de imagen (mítica) y fórmula vacía, como algo previamente sabido (y sólo en cuanto tal buscable y esperable). y este fin no sólo está presente como algo buscado (en forma no objetiva); se da ya (parcial, pero realmente) en la ákmé, en el kairos de la experiencia de sentido.
IV. Experiencia del sentido
B. Weite habla «de la más alta y congregadora cima de los seres, la cual escapa a toda disposición humana». Desde allí brilla el s. sano (ibid. 135), especialmente en el amor y la muerte. M. Müller enumera seis realizaciones del s.: 1ª Las configuraciones de la verdad (el s. del estar teorético en la verdad o del llegar a ella, debiendo entenderse la «teoría» según la plena significación aristotélica de 6ewpía). 2.a La acción moral, en la que la acción personal y la existencia actuante son apreciadas «por sí mismas», no como medio, sino en su propia dignidad. 3.a La relación amorosa, la cual se refiere a las dos partes en su ser propio y precisamente así las libera para su «yo-tú» (M. Buber) en el momento de un «mirarse mutuamente» (D. v. Hildebrand), el cual no puede detenerse, pero se mantiene en su haber sido y otorga una certeza incondicional de s. 4.a La aparición de la verdad y del s. en las obras de arte, aparición que no ha de entenderse corno espejo de un mundo del más allá, sino como encarnación por la que coinciden la verdad y la imagen en una forma concreta. 5.a Las formas religiosas de culto, en las que, por encima de la instrucción y de la ayuda mutua, por encima también del fin de obtener la salvación del alma, se da sin fin ulterior el «-> juego» lleno de s. (R. Guardini) del hombre ante su Dios y en consonancia con él (cf. también -> culto, -> liturgia, -> tiempos y lugares sagrados). 6.a Instituciones políticas, en cuanto éstas no son entendidas como técnica de la convivencia pública, sino como configuración común de la vida.
Pero quizá todas estas formas se piensan todavía en forma demasiado elevada. En realidad el s. nos sale al encuentro una y otra vez en forma mucho más modesta. Lo cual ahora no se entiende en el s. de la regresión antes mencionada, sino más bien, sin reducciones, aunque no en una forma patente. Bíblicamente no son el fuego y la tormenta, sino el soplo de un aura suave donde Elías encuentra su respuesta (1 Re 19, 9-13). E. Bloch menciona como «huellas» y signos del s. «la manera como está aquí la pipa, cómo arde la bombilla en la avenida, o cosas parecidas» (Spuren [F 41964] 71). M. Proust «encuentra el tiempo», es decir, la identidad de la coincidencia de s., en el ruido de una cuchara y en el gusto de una «madalena» tomada con el té. En su época tardía, Wittgenstein, que encuentra en todas partes lo frágil, habla también de un soporte en todas las cosas. «Creo que se podría decir: un ángel bueno será siempre necesario, hagas lo que hagas» (Bemerkungen über die Grundlagen der Mathematik [0 1956] v 13, pág. 171). Kirillov (en los Demonios de Dostoievski) experimenta el sentido envolvente en una hoja de otoño atravesada por la luz del sol: «Ninguna alegoría. Simplemente una hoja. Una hoja es buena. Todo es bueno. ¿Todo? Todo.» Sin embargo, parece que las experiencias interpersonales de s. tienen una preeminencia ineludible, concretamente por lo que se refiere a su legitimación, p. ej., frente a vivencias toxógenas de embriaguez (cf. p. ej., R.C. ZAEHNER, Mystik, religiös und pro f an [St 1957]: -> monismo, -> personalismo). Ciertamente, aquí no se puede demostrar nada, porque es necesario ver por sí mismo. Toda prueba sólo tiene aquí el carácter de indicación de algo que únicamente puede verse con los propios ojos (por más que tal prueba pueda abrir por primera vez los ojos al hombre; cf. -> símbolo).
Pero con ello hemos tocado ya un segundo tema. El s. no sólo debe experimentarlo cada uno por sí mismo (no basta saber de él); tampoco basta contemplarlo como algo existente ante uno mismo; sino que el contemplar como tal constituye el s. Por más que el s. no sea algo hecho (como un autónomo «dar s.» a lo que en sí no lo tiene: Th. Lessing), sino que, más bien, está dado en sí o debe darse a sí mismo; sin embargo no existe independientemente del acto de experimentarlo activamente. La identidad de s. de cognoscens y cognitum in actu cognoscendi media también como la misma identidad (o sea, diferencia en la unidad) entre bonum et volens (o ponens, agens, assequens), por más que esta identidad activa misma sea a su vez otorgada por el fundamento mismo del sentido.
Por consiguiente, experiencia de s. siempre es a la vez posición de s., en una unidad de recepción y fundación, de conocimiento y decisión, por la cual en principio no puede disolverse, porque no se trata de dos actos, ni tampoco de una unión («sinergística») de dos realizaciones, sino de una sola realización (una y diferente). El hombre se acepta a sí mismo y acepta su mundo, y sólo así se hace él mismo para él, hace suyo su mundo (o sea, propiamente lo hace «aceptable» por primera vez); pero él no se apropia algo extraño, sino que lo apropiado son él mismo y su mundo, los cuales le son dados igual que este «hacer» mismo.
Aquí se muestra cómo la diferencia que debe unirse (y así mantenerse al mismo tiempo) no es la que se da entre yo y mundo o entre espíritu y sensibilidad, sino que tal diferencia atraviesa estas diferencias tradicionales y las precede. Identidad y diferencia son tales en la dimensión de la -> libertad, es decir, de la interpersonalidad en el sentido más amplio, o sea, no sólo en el acontecer entre el tú y el yo, ni sólo en la referencia más amplia de la libertad constituida social y políticamente, sino también en lo que respecta al «espacio» de estas relaciones mismas, el cual no puede pensarse como campo apersonal posibilitante, sino que en sí mismo debe ser necesariamente realidad de libertad: «luz» de la verdad, «vida» del bien, llamada del creador como libertad originaria libremente otorgada.
Así en la figura unitaria que adquiere el s. éste aparece como una coincidencia participativo-simbólica entre forma del s. y fundamento (fondo originario) del mismo, y sólo desde esa coincidencia originaria se constituye la forma del s. en cuanto tal. Pero tampoco esta coincidencia acontece sin más, o es recibida como apropiación del fundamento, sino que también es producida activamente por el hombre.
Con ello puede verse más claramente hasta qué punto las respuestas antes citadas a la cuestión del s. son insuficientes, hasta qué punto separan momentos del conjunto fluido de la libertad y los fijan, falsificándolos por la presentación unilateral de los mismos. Y al mismo tiempo hemos adelantado un paso más en el esclarecimiento de la manera adecuada de preguntar por el s. y de responder a esa cuestión.
Que la pregunta no se plantea en un plano meramente teorético, ha estado claro desde el principio. Pero no pocas veces el que pregunta ve con menos claridad que tampoco la respuesta puede darla él por sí mismo ni teórica ni fácticamente; más bien, en definitiva, ha de darla recibiéndola (de donde quiera que le venga), pero recibiéndola no en una aceptación hipotética, sino como seguro del don recibido; y sin embargo, poniéndola él mismo en la decisión por aquel si del que hablábamos al principio: Sí como «amén», es decir, así es, sea así; sea así en cuanto es así, y es así en cuanto deseo que sea así. Y eso no sólo por mi voluntad, sino a la «luz» de la verdad y de su «vida». F. Rosenzweig ha pensado este sí originario como un canto de dos (Der Stern der Erlösung [Hei 31954] 294ss). Si se mantienen las diferencias ofrecidas (o sea, si no se cae en una igualdad mala, en cierto modo «triteísta»), se podría hablar de una trinidad de este unísono sí y amén, pues libertad y libertad coinciden en la enunciación del s. con el fundamento del mismo y de la libertad, y a partir de esta coincidencia concuerdan también entre sí y consigo mismas.
Pero, por otro lado, con ello se radicaliza y profundiza todavía la cuestión del s., que debería contestarse por la apelación a tal experiencia. Si el s. sólo acontece en s. pleno con el hombre y no sin él, entonces, tomado como s. pleno, está definitivamente fracasado por el no de la libertad finita pronunciado ya desde siempre.
V. Sentido y salvación
Frente a este planteamiento agudizado de la cuestión, se apela a la experiencia del felix culpa, de aquello que Pablo dice acerca de la sobreabundancia de la gracia ante la plenitud de la maldad (Rom 5, 20); experiencias que no se limitan a la dimensión religiosa ni a la cristiana, sino que se dan asimismo en la vida entre los hombres. Tal tipo de experiencia es indiscutible, pero, precisamente aquel que recibe la gracia del perdón, co debe adquirir conciencia del absurdo absoluto de su culpa (en cuanto por primera vez sabe realmente lo que es culpa?) Con esto no se quiere decir que él, en vez de recibir humildemente el perdón, deba perseverar soberbiamente en su prevaricación; más bien, él sólo recibe realmente como gracia la gracia indebida del perdón, cuando se niega a ofrecer a su culpa ni la más pequeña servidumbre.
Debe mantenerse cl concepto pleno del s. puro y, frente a él, el carácter ineludiblemente absurdo de la culpa y del mal. Sobre todo R. Lauth (Die Frage nach dem Sinn des Daseins) insiste inexorablemente en esta exigencia. La experiencia del etiam peccata no se niega así en modo alguno, pero ella (e igualmente el correspondiente mensaje de la Escritura) debe interpretarse cuidadosamente. Formulado brevemente: Los enunciados correspondientes valen positiva, pero no exclusivamente; o bien: Cierto que la culpa ha llegado a ser «feliz» por la gracia, pero el hablar de esto sólo deja de ser blasfemo (y la culpa sólo permanece realmente culpa: el mal) cuando se afirma a sí mismo: Más feliz hubiera sido la inocencia. Especialmente Ch. Péguy, tanto en sus poemas sobre los misterios como en sus escritos en prosa, ha proclamado el rango incomparable de la inocencia primera contra aquella visión que ha encontrado su expresión más clara en la interpretación del pecado original por el idealismo alemán; pecado como paso necesario más allá del jardín «reservado a las bestias» (Hegel), la «serpiente como figura de la diosa Razón» (Bloch). En tales construcciones no hay la más mínima noción del «misterio del mal».
Pero, por otro lado, aquí no hemos de someter a discusión la existencia real de la inocencia primera: cf. -> pecado original, estados del -> hombre. Se trata sólo de ver, plenamente a la luz de su norma lo que ella es: una realidad creída y experimentada como buena, sin que esa bondad justifique la culpa, el mal, en nuestro mundo.
En consecuencia, no sólo desde ahora ha de rechazarse la duda: «¿Hemos de permanecer en el pecado para que la gracia sea copiosa?» (Rom 6, 1), sino que el «de ningún modo» también vale para el pasado: precisamente aquel en quien la gracia se ha mostrado como realmente más fuerte, confesará, ahora como antes, que su pecado es indisculpable, que es absurdo. Por más que en el pecado concreto no sólo se da culpa y absurdo, sino también un fragmento de auténtica realización de la esencia, sin embargo, en este todo el momento propio de la culpa permanece ineludiblemente culpa. ¿Pero cómo queda en tal caso la cuestión del s.? Por más que no podamos considerar el mal como útil en principio e incluso exigido, ni atribuirle un sentido oculto, sin embargo, en el terreno positivo o fáctico hemos de confesar la experiencia beatificante de aquel poder del s. del amor y verdad que, incomprensible pero realmente, supera la culpa y lo lleva «todo a buen término».
Mas sobre esta experiencia hemos de afirmar lo que ya se ha dicho anteriormente acerca de la experiencia del s.: es percepción como (co)realización, conocimiento como decisión, certeza como riesgo. La forma esencial de esta experiencia se muestra (y aquí hay que mencionar otra vez, antes que a Bloch y la teología impulsada por él a Ch. Péguy) como esperanza arriesgada y confiada. El hombre espera realmente una salvación sin limitación ni vacío, en la cual él se conserve totalmente (y en la cual todos estén conservados totalmente).
Con ello se plantea la cuestión de los criterios y la justificación de una respuesta esperanzada al problema del s. Es cosa segura que la plena «justificación del fundamento de la esperanza» sólo se hace posible mediante la «apelación a Jesucristo» (1 Pe 3, 15). Únicamente Cristo fundamenta realmente nuestra esperanza más allá de la muerte (-> resurrección, -> inmortalidad); solamente él fundamenta la -> esperanza más osada de la salvación a pesar de la culpa innegable. Cristo no sólo promete enjugar todas las lágrimas; él posee además plenitud de poderes para decir: He aquí que renuevo todas las cosas (Ap 21, 4s; cf. problema de la -> teodicea).
Así como, según el concilio Vaticano I, el hombre puede ciertamente conocer a Dios como creador, pero de facto para ello necesita (con «necesidad moral») la revelación (Dz 1786 2305), del mismo modo su esperanza, sin una apelación a la promesa de Jesucristo, apenas puede afirmarse frente a la sospecha (bien venga ésta de fuera, o bien se anuncie desde dentro del que espera) de que no toma suficientemente en serio la muerte y, ante todo, el mal. Pero así como, por un lado, la apelación a Jesucristo deja que la esperanza sea esperanza y no la convierte en seguridad, de igual manera, por otro lado, una esperanza que no apela expresamente a esta promesa (pero que vive de ella, según la persuasión del creyente) tampoco cae en una inseguridad completa.
Por eso la filosofía, entendida precisamente como reflexión sobre experiencias fundamentales, no ha de reducirse necesariamente a cuestiones sobre el de dónde y el porqué, sobre los orígenes, ni tiene que seruna pregunta que se abstiene simplemente de toda respuesta. Heidegger, basándose en la etimología de los términos alemanes Denken, Gedenken, Dank, ha resaltado la interdependencia objetiva entre pensar, conmemorar (reflexionar) y agradecer. Y así un pensamiento que recuerda con gratitud puede «reflexionar» sobre experiencias como las que en parte hemos indicado antes, y llegar a cierta anticipación o promesa de salvación.
Por tanto, la filosofía no tiene que reducirse siempre a preguntar. También lleva en sí por esencia el momento de la reflexión sobre experiencias dadas y sobre lo que en ellas nos sale al encuentro. Pero la palabra conmemorativa de la reflexión así entendida permanece oscilante en la pregunta. Por otra parte el teólogo, o el creyente, no puede gloriarse de ninguna seguridad en su respuesta a la cuestión del s. Sabe ciertamente en quién ha creído (2 Tim 1, 12), pero sabe también de modo suficiente quién es él mismo, el creyente, y qué puede significar, en presencia de la soberana majestad de su Señor, el hecho de que, «aunque nosotros seamos infieles, él permanece fiel», o sea, «el hecho de que él no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2, 13). Así como el teólogo mismo no está seguro de su salvación (Dz 804 810), tampoco puede racionalizar su esperanza para todos convirtiéndola en una doctrina de la -> apocatástasis, ni intentar, tal como ha sucedido en la tradición, conciliar positivamente el infierno con la bienaventuranza de los justos (aunque éste debe necesariamente ser conciliable con el poder y el amor de Dios, puesto que se nos ha proclamado como una posibilidad real).
Aquí la esperanza debe ser estrictamente (ni menos ni más) el principio hermenéutico de las afirmaciones de la revelación (cf. RAHNER IV 411ss). Sin embargo el creyente, aunque no está en la seguridad, se halla bajo la promesa firme de aquél cuya justicia se ha revelado de tal modo que él ha hecho justos en Jesucristo a los pecadores (Rom 3, 21ss). Estos están redimidos en la esperanza (Rom 8, 24); pero en esa esperanza pueden y deben confesar: «El que nos dio a su Hijo, ¿cómo no nos dará gratuitamente también todas las demás cosas con él?» (Rom 8, 31ss). Y «todas las cosas» significan realmente todo: el sí y el amén (2 Cor 1, 19s) de la coincidencia universal de la libertad (1 Cor 15. 28), del s. absoluto.
BIBLIOGRAFíA: Cf. bibl. sobre historia de la -> filosofía, -> fin del hombre, -> esperanza, -> hombre, -> escatología. – E. Rosenzweig, Stern der Erlösung (1921); K. Jaspers, Razón y existencia (Nova B Aires); P. Wust, Ungewißheit und Wagnis (1937, Mn 71962); M. Korkheimer, Eclipse of Reason (NY 1947); R. Lauth, Die Frage nach dem Sinn des Daseins (Mn 1953); H. Kuhn, Begegnung mit dem Sein (T 1954); Rahner 11I 196-21)1 (La fiesta del porvenir del mundo). M. Heidegger, Identität und Differenz (Pfullingen 1957 y frec. reed.); Rahner IV 411-441 (Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas); H. Reiner, Der Sinn unseres Da-seins (1960, T 21964); R. Wisser (dir.), Sinn und Sein (T 1960); H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit Iss. (Ei 1961 ss.); H. Krings, Transzendentale Logik (Mn 1962); H. Kuhn, Das Sein und das Gute (Mn 1962); 7’h. Lessing, Geschichte als Sinngebung des Sinnlosen (H 1962); H. U. v. Balthasar, Das Ganze im Fragment (Ei 1963); idem, Glaubhaft ist nur Liebe (Ei 1963); H. Gollwitzer – W. Weischedel, Denken und Glauben (St 1965); B. Weite, Auf der Spur des Ewigen (Fr 1965); Th. W. Adorno, Negative Dialektik (F 1966); M. Müller, über Sinn und Sinngefährdung des menschlichen Da-seins: PhJ 74 (1966/67 1-29; B. Welle, Heilsverständnis (Fr 1966); A. Jaffe, Der Mythos vom Sinn (im Werk von C. G. Jung) (Z 1967); C. G. Jung, Antwort auf Hiob (Z – St 71967); J. Splett, Der Mensch in seiner Freiheit (Mz 1967); ideal, Sakrament der Wirklichkeit (Wü 1968); E. Bloch, Atheismus im Christentum (F 1968); J. C. Scannone, Sein und Inkarnation (Zum ontologischen Hintergrund der Frühschriften M. Blondels) (Fr – Mn 1968); G. Muschalek, Libertad y certeza de la fe (Herder Ba 1972); M. Heidegger, Zeit und Sein: L’Endurance de la Pensée (homenaje a J. Beaufret) (P 1968) 12-68.
Jörg Splett
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica