SUMARIO: 1. Fe es creer. Creer es tener fe. – 2. Conversión. – 3. Dos aspectos de una misma realidad. – 4. Caminos de acceso a la fe y a la conversión. – 5. Vivir la fe y la conversión como tarea permanente. – 6. Acción pastoral.
1. Fe es creer. Creer es tener fe
Es un acto personal, mediante el cual una persona se entrega a otra, movida por la confianza que esa otra persona ha despertado en ella. Es entregarse al tú de otra persona para encontrarse con ella, conocerla, amarla.
Cuando alguien dice con sinceridad «creo en ti», está abriendo su corazón y su vida, está entregándose a la otra persona, está poniendo su confianza, descansando, en esa otra persona, está aportando todo lo que uno tiene y todo lo que uno es por la otra persona, que ha sido capaz de suscitar este profundo movimiento de confianza y entrega.
«Creo en ti» le dice la mujer enamorada a su amigo o amiga; «creo en ti» le dice el hijo a su madre desde que empieza a sentir la experiencia de verse amado; «creo en ti» le dice la alumna a su profesor o profesora, que ha captado su admiración. Tener fe, creer, es un elemento imprescindible en toda vida humana de relación. «No existe ningún ser humano en la tierra que no parta de una fe original o que no tenga fe, es decir, que no posea convicciones, certezas, creencias, persuasiones, confianza sobre cuestiones de las que no tiene una total evidencia ni una demostración lógica» (SCILIRONI, Posibilitat e fondamento de la fede, Ed. Messaggero, Padova (1988), 148 ss., citado por E Ardusso «Aprender a creer», Sal Terrae (1999), 25).
Creer es fiarse de la palabra de alguien que ha llegado a tocar el núcleo más personal de nuestro ser: la inteligencia y el corazón.
Es lugar común apelar al ejemplo de Abrahan, para ejemplificar lo que es la fe como acto personal. Dios le llama a salir de su tierra, de su patria, de la casa de su padre, para ponerse en camino hacia la tierra que le promete. Dios va a constituirle en padre de una nación grande. Pese a lo cual, le pide que ofrezca en holocausto a su hijo Isaac (Gen 12,1-4). La respuesta de Abrahan, el padre de la fe (Rom 4,16) le lleva a ponerse en manos de Dios, obedecerle, mantenerse fiel a esta obediencia; el acto de fe le conduce asimismo a entregarse completamente a Dios, a decir SI, Amen, a Dios. Porque cree a Dios (o en Dios), acepta su palabra, acoge la promesa, cree que lo que le ha dicho Dios se cumplirá. La fe en Dios implica a) entrega a la persona de Dios, que se revela y b) aceptación del contenido de dicha revelación. Cuando, al igual que Abrahan, un creyente dice CREO QUE (aquí el contenido de su fe) se está basando en un CREO EN Dios. «La aceptación de los contenidos concretos de la fe se basa en la entrega entera, total y sin reservas al Dios que se le comunica y se le entrega personalmente» (H. FRIES, Un reto a la fe, E. Sígueme (1971), 20).
La respuesta de la fe pone en juego, en actividad, a la realidad más profunda del ser humano; no es un puro asentimiento intelectual, ni un puro acto voluntarista, es una respuesta que implica a la totalidad del ser humano. «Cuando un cristiano responde CREO, afirma una convicción que afecta a lo más profundo de su vida. Por una parte, quiere decir que él mismo, su existencia y el mundo que le rodea, es para él un misterio. Pero, por otra parte, con esta palabra, el cristiano afirma también, con certeza, que, gracias a la luz de la fe, que él tiene en Jesucristo como Salvador y Señor, su vida tiene un significado y él mismo tiene razones para vivir con esperanza» (Conferencia Episcopal Española «Esta es nuestra fe…» Edice (1987) 92).
En resumen: la fe religiosa habrá de ser entendida como un compromiso del ser humano con la única verdad del Dios vivo que sale al encuentro del hombre-antes de ser entendida como una aceptación de verdades reveladas. Se puede atirmar que el acto de fe integra, en la persona del creyente, las dos dimensiones de aceptación de Dios y de aceptación de su palabra.
La descripción realizada hasta este momento nos permite comprender cómo el proceso del acto de fe, desde el punto de vista antropológico, es semejante tanto si se trata de la fe en una persona humana como si se trata de la fe en Dios.
Visto desde el ser humano, el acto de creer es semejante en la fe humana y en la fe religiosa. Más adelante descubriremos que, en el caso de la fe religiosa, el desencadenante del proceso que lleva a la persona a creer tiene su origen en Dios mismo, porque es El mismo quien toma la iniciativa de manifestarse al ser humano. Por esa razón, es una virtud sobrenatural, no sólo porque el objeto de la fe es Dios mismo y no una realidad humana, sino, además, porque el acto de fe religiosa es un don, una gracia del Espíritu de Dios.
Escuchemos la descripción que W Kasper hace del acto de creer: «Creer significa decir amén a Dios, afianzarse y basarse en él; creer significa dejar a Dios ser totalmente Dios, o sea, reconocerlo como la única razón y sentido de la vida. La fe es, pues, el existir en la receptividad y en la obediencia. Poder creer y tener esa posibilidad es gracia y salvación, porque es en la fe donde el hombre encuentra apoyo y base, sentido y meta, contenido y plenitud; y es en ella donde, en consecuencia, es salvado de su carencia de apoyo, de su falta de objetivos, del vacío de su existir. En la fe puede y tiene la posibilidad de aceptarse a sí mismo, porque ha sido aceptado por Dios. Por eso en la fe hemos sido aceptados como hijos de Dios, siendo destinados a participar de la esencia y figura de su unigénito (Rom 8,29)» (W KmPER, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca (1979) 265).
2. Conversión
Convertirse significa volverse, pasar de una situación vital a otra situación opuesta. En el lenguaje humano, que trata de expresar realidades humanas, se habla de que una persona se ha convertido, cuando cambia algunas pautas de comportamiento realmente importantes. Así, por ejemplo, un drogadicto se convierte cuando deja las drogas y se pone en camino de rehabilitación; del mismo modo se convierte el delincuente, que decide llevar una vida honrada; también una persona, más o menos solitaria, se convierte cuando el amor irrumpe en su vida, al descubrir al hombre o a la mujer de sus sueños.
Cuando empleamos la palabra conversión en el lenguaje religioso, nos referimos a la vuelta a Dios. Alguien pronuncia nuestro nombre y nos volvemos para ver quién nos llama y qué quiere. Aquí, en esta situación concreta, oímos nuestro nombre; nos volvemos y descubrimos que es Dios mismo quien nos llama. Mirando de frente, cara a cara, a Dios, le preguntamos: ¿qué quieres de nosotros? Se ha iniciado el proceso de conversión.
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo pregunté: ¿quién eres, Señor? Me respondió: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues… Yo pregunté: ¿qué debo hacer, Señor? (He 22,7-10; ver también He 9,1-19 y 26,12-16). Así describe San Pablo su propia conversión.
Dios llama y el hombre, la mujer, se vuelve, al oir su nombre. Identifica a quien le ha llamado. ¡Es Dios! Sí, es Dios, quien ordinariamente llama a través de mediaciones humanas (personas, acontecimientos…). Todavía atónita por la sorpresa, la persona mira a Dios y le pregunta: ¿qué debo hacer, Señor? La respuesta más concreta nos la da Jesús, la Palabra de Dios, que los hombres podemos entender: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertios y creed en la Buena Noticia» (Mc 1,15).
A esta primera conversión llamamos conversión religiosa. Es un volverse a Dios, como respuesta del ser humano a una llamada de Dios. Un pagano, o una persona bautizada en su niñez, pero que nunca ha vivido con una referencia expresa a Dios, pueden, en un momento dado, o al final de un proceso de búsqueda, experimentar una iluminación de Dios, que les llama a la conversión. Al volverse a Dios y decir «Creo, creo en Ti, Señor», la persona se sitúa frente al Dios vivo (He 14,15), se entrega a El, le acepta como la medida de su vida, apuesta por El e inicia un nuevo estilo de vida ante Dios y ante los hombres.
En todo lo que sigue a continuación nos referimos a esta conversión religiosa y tratamos de descubrir que no es sino la otra cara, la otra dimensión del acto de fe.
3. Dos aspectos de una misma realidad
La referencia a una experiencia vital nos ayudará a comprender el significado de este apartado.
Cuando una persona siente, como un flechazo, la llamada del amor, tiene la sensación de quedar un tanto transtornada. La hondura de esta experiencia llega a lo más profundo del ser humano. Desde ese momento, tan difícil de describir, uno siente que todo es distinto, si bien todo sigue igual. Los quehaceres, las actividades, el discurrir de cada día sigue siendo el mismo; pero todo ello queda transformado por una nueva luz, una nueva ilusión, una nueva alegría. Nos preguntamos ¿qué ha pasado? Y la respuesta obvia es: ha aparecido el amor.
El YO es solicitado por un TU, que le saca de sí mismo. Uno sale de sí mismo para ir al encuentro de la otra persona. Pero, antes incluso de encontrarse con ella, esa persona amada ocupa el centro de la vida del enamorado. El surgimiento del amor ha provocado una especie de descentramiento; por eso el enamoramiento se experimenta como una especie de trastorno, que no locura; un trastorno que cambia la vida, el talante, la actitud, los sentimientos, hasta la voluntad del enamorado. Podemos afirmar que, al responder a la llamada del amor, la persona se convierte, se vuelve a la persona amada; ya no vive para sí sino para ese otro/otra, que ha ocupado, de hecho, el centro de su vida.
A la luz de esta experiencia que acabamos de describir, podemos entender algo de lo que ocurre en la persona que se siente llamada por Dios. Cuando uno experimenta esta llamada y responde a ella con la fe, se siente trastornado, desquiciado. En algún modo se siente «cazado» por Dios: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido» (Jer 20,7). La respuesta de fe a la llamada de Dios supone dejarse sorprender por esta Buena Nueva, que llega cuando y donde menos se espera; pasar de la sorpresa a la acogida cordial de ALGUIEN que se ofrece gratuitamente; poner en El toda nuestra confianza y nuestra esperanza; y responder con espíritu rendido y fiel. «Señor, ¿qué quieres que haga? (He 22,10).
Esta expresión de San Pablo nos permite comprender que, a partir de su conversión, el centro de la vida del creyente es Dios mismo; es la voluntad de Dios la que conduce su vida. Como en el caso del propio Jesús, para quien la voluntad de su Padre es el centro de decisión: «Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre» (Jn 4,34 ). «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38). La respuesta de fe sitúa a Dios en el centro, en el quicio de la vida del creyente. Esta vuelta a Dios es lo que constituye, como decíamos anteriormente, la conversión, en sentido religioso.
Conviene distinguir, al menos conceptualmente, este significado primario de la palabra conversión para distinguirlo del concepto habitual de la misma palabra: la conversión moral. Cuando hablamos de conversión moral nos referimos a la persona que, habiéndose puesto en disposición de servir a Dios, en un momento dado se ha alejado de él; pero, alcanzado por la gracia, inicia el camino de regreso a Dios. A este proceso llamamos conversión moral. Siguiendo la clásica definición de pecado como «aversio a Deo et conversio ad creaturas», diremos que la conversión moral es la vuelta a Dios de quien se había alejado de él por seguir a los falsos ídolos de este mundo. Este tipo de conversión es una constante en la vida del cristiano, como fue una constante en la historia del pueblo de Israel. El pueblo elegido hizo una opción fundamental o conversión religiosa, cuando aceptó la Alianza proclamada por Moisés al pie del monte Sinaí: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvéh» (Ex 24,7 y 19,8).
Pero no fue suficiente esta primera conversión, dado que, a lo largo de su historia, fue infiel a Dios en múltiples ocasiones. Fue preciso que Dios hablase por medio de los profetas para que el pueblo elegido se convirtiera de sus extravíos.
A semejanza del pueblo e Israel, también cada creyente necesita vivir en un estado permanente de conversión moral. Sus dudas, vacilaciones, tropiezos y fracasos le hacen experimentar la necesidad de ser perdonado por Dios, como lo expresa maravillosamente el Salmo 50: Miserere.
Resumiendo, podemos afirmar que al primer acto de fe, que supone una entrega a Dios, acompaña siempre una primera conversión religiosa, que sitúa a Dios en el centro de la vida del creyente. A partir de este momento, en la historia religiosa de cada persona se suceden los momentos de fidelidad e infidelidad. El enfriamiento en la fe va acompañado de un debilitamiento moral y, cuando en situaciones de infidelidad, uno experimenta de nuevo la llamada de Dios, el creyente se vuelve a Dios y reinicia, al mismo tiempo, el camino de la vuelta a la fidelidad a Dios y el camino de su conversión moral. Así canta, agradecido, Tobías: «Si os volveis a él de todo corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su presencia, se volverá a vosotros sin esconder su faz» (Tob 13,6).
4. Caminos de acceso a la fe y a la conversión
Es posible creer, es posible responder a Dios, porque es posible que Dios hable, que se revele al ser humano. Si negamos esta posibilidad, negaríamos la posibilidad de la fe.
Es ésta una cuestión importante. Se suele salir al paso de esta cuestión afirmando que Dios ya habló a la humanidad a lo largo de la historia, como queda recogido en la Sagrada Escritura. En esta respuesta subyace una imagen que no es exacta; Dios habló, pero ¿cómo?, ¿diciendo palabras al oido del escritor sagrado? No parece ser ésta la comprensión actual del concepto de inspiración. ¿Acaso Dios habló en otros tiempos, pero ya no habla al hombre y mujer de nuestro tiempo? Esto equivaldría a imaginarnos a un Dios reducido al silencio, que vive de espaldas al devenir de la historia y que deja al ser humano abandonado a su suerte. Pero no es esto lo que nos transmite San Pablo, cuando afirma que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Dios se revela, en efecto, no guarda silencio ni abandona al hombre a su suerte. Pero Dios se revela, es decir, habla al hombre y mujer de todos los tiempos en la historia; Dios está presente en la historia del hombre, «se hace sentir y le va desvelando su misterio, haciendo así posible que el hombre pueda comprender el sentido último de su vida y tener desveladas las claves fundamentales del misterio que él mismo es» (A. TORRES QUEIRUGA, La revelación de Dios en la historia, Fundación Santa María, Madrid 1985,17).
La presencia «elocuente» de Dios al ser humano de cualquier época y condición es una afirmación de fe: «en él vivimos, nos movemos y existimos», como afirma San Pablo en el discurso del areópago de Atenas (He 17,28). Pero esa presencia sólo es percibida por el ser humano, cuando el desarrollo religioso de una persona, o de una comunidad humana, hace posible que el hombre o mujer «oiga» la comunicación de Dios. Sólo cuando un aparato capta las ondas y lo que éstas contienen se produce la audición del mensaje emitido. Del mismo modo, sólo cuando el ser humano interpreta la llamada, como voz de Dios, se produce propiamente la revelación. De lo que no podemos dudar es de que «Dios se revela sin reservas, con toda la fuerza de su sabiduría y de su poder, y se revela a todos en la máxima medida históricamente posible» (TORRES QUEIRUGA, O.C., 29).
Resumiendo: porque Dios habla (en presente), y porque la actitud religiosa del ser humano le hace capaz de escuchar y responder a Dios, por ello es posible la fe. Descubramos ahora, en la historia, cuáles son los caminos de acceso a la fe.
«Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae» (Jn 6,44). Desde el primer momento debe quedar claro que la iniciativa de acceso a la fe parte de Dios. La experiencia del hombre bíblico, que ha captado, con profundo sentido religioso, la revelación de Dios pone de manifiesto en múltiples pasajes que es Dios mismo quien, con su acción misteriosa, sale al encuentro del ser humano. Desde Abrahan hasta Jesús, pasando por Moisés, los Jueces, David y los Profetas, Dios aparece tomando la iniciativa de manifestarse a los hombres y mujeres, a los que quiere ofrecer su salvación.
La carta a los Hebreos, en su capítulo once, nos ofrece los ejemplos paradigmáticos de los personajes antiguos que fueron visitados por Dios: Abel, Henoc, Noé, Abraham, Moisés. El creyente de la Biblia descubre a Dios actuando en la historia. Esta acción de Dios, y la palabra que lo acompaña, es voz, es llamada, es autodesvelamiento de Dios. Es Dios llamando al hombre e invitándole a una respuesta creyente y fiel. Ellos respondieron con la fe a esta autorevelación de Dios.
Esta respuesta de fe se expresa en la Sagrada Escritura en términos como: «mantenerse fiel a Dios», «esperar confiadamente en Dios». Expresiones que manifiestan actitudes del verdadero creyente: confianza en la persona que revela y acogida fiel de su palabra. Estas actitudes son también don de Dios. Jesús personifica en sí mismo los dos movimientos: de Dios al hombre (revelación) y del hombre a Dios (fe). El es la palabra que Dios pronuncia, cuando se revela al hombre, y la palabra que el hombre dice, cuando responde a Dios. «Jesús exclamó: mi Padre me lo ha enseñado todo; al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,25.27). Por eso ha sido constituido en «puente» o pontífice entre Dios y los hombres, entre éstos y Dios. «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por un Hijo» (Hebr. 1,1-2).
Jesús es el salvador enviado por Dios; en él encontramos al «testigo fiel» (Hebr 3,2) que nos acerca a Dios y nos ofrece su misericordia. Pero, al mismo tiempo, él es el sumo sacerdote que se ofrece al Padre en representación de todos los humanos; por él tenemos acceso a recibir con libertad y responsabilidad la misericordia de Dios. «Teniendo, pues, un sumo sacerdote extraordinario, que ha atravesado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firmes la fe que profesamos» (Hebr 4,14). Dios, pues, toma la iniciativa de autorevelarse a la humanidad y posibilita, de esta manera, nuestra respuesta de fe. En su Hijo Jesús Dios nos dice su última palabra y, al mismo tiempo, recibe nuestra primera respuesta de fe. Jesús es, de este modo, el principio y fin de todo lo creado: por quien todo fue hecho y por quien todo ha sido salvado.
La única cuestión importante consiste en encontrarse con Jesús, para tener acceso a Dios. Encontrarse con Jesús: éste es el corazón de la fe. ¿Dónde encontrarse con Jesús?, preguntan muchas personas. La respuesta de un creyente es, a la vez, simple y compleja: en el hombre, en la mujer, especialmente en el pobre: «Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40). Todo ser humano es, además de imagen de Dios, parte del Cristo místico que ha sido constituido en Jesús resucitado. Jesús, el Cristo, ha sido constituido cabeza de la humanidad, principio universal de salvación. El es el «sacramento de encuentro con Dios» (ScHLLEBEECKX).
Pero ninguna realidad humana agota el modelo que es Cristo. O lo que es lo mismo, la imagen de Cristo en el hombre es siempre una imagen desvaída, como un boceto de lo que quiere representar. Por eso es difícil encontrar en la persona humana el rastro o la huella de Jesús, el Cristo. Por la misma razón corremos el peligro de intentar buscar a Jesús por otros caminos, más «espiritualistas», saltándonos la realidad, a veces dura, de los hombres y mujeres que nos rodean. Cuando caemos en esta tentación estamos, en cierto sentido, negando el principio de la Encarnación.
Encontrar a Jesús en sus hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos, es posible gracias a la acción del Espíritu, que nos abre los ojos de la fe para descubrir esta presencia misteriosa del Señor encarnado y hecho uno de los nuestros.
Podría parecer que esta descripción constituye un círculo inexplicable. En efecto, afirmamos que la fe surge cuando nos encontramos con Jesús, el Cristo; y continuamos el procesó, afirmando que este encuentro con Jesús se da cuando descubrimos su presencia en el ser humano. Y finalizamos el proceso, reconociendo que este descubrimiento es obra de la acción del Espíritu. ¿Será necesario que Dios nos dé la fe para llegar a la fe en el encuentro con Cristo? Entiendo que necesitamos la gracia o ayuda de Dios para encontrarnos con Cristo y abrir nuestro corazón a la fe. Con ello estamos reconociendo que la fe es un don de Dios, que obra en nosotros a través del Espíritu (Mt 16,17). Esto es lo que afirmábamos al poner de manifiesto que , en el proceso de la fe, la iniciativa es de Dios. Supuesto este don del Espíritu, reconocemos en Jesús a Cristo, el Señor. Pero este reconocimiento se hace experiencia vital cuando, por la fe, le descubrimos presente en el hombre, especialmente en el pobre.
Podríamos decir, con cierta audacia, que Jesucristo es el sacramento primordial de Dios entre los hombres; la Iglesia, comunidad de hombres y mujeres, es el sacramento original de Jesucristo y el pobre es el sacramento existencial del Dios de Jesucristo.
Cuando un hombre o mujer se encuentra con Cristo en el hermano no puede por menos de salir de sí mismo, de su individualismo egoísta e insolidario y abrirse a la nueva vida que Dios le ofrece. En el hermano pobre, enfermo, necesitado, oye la voz de Dios, que despierta la compasión, la empatía, en definitiva, el amor. La vuelta a Dios, es decir, la conversión religiosa, va siempre acompañada de la transformación de la vida a favor de los hombres. Si el centro del corazón lo ocupa Dios, el centro de la vida lo constituye el querer de Dios: «amáos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Como nos dice San Juan: «Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17).
Cuando el creyente abre su corazón al don de Dios, cuando el Amor se hace presente en su vida, por la fe, el creyente se siente solicitado por quien necesita amor; ahí entran todos los que, aplastados por las injusticias y sufrimientos de la vida, son descubiertos como «sacramentos de Cristo»; es Dios mismo quien solicita este amor, un amor con obras y de verdad (1 Jn 3,18). La respuesta de fe va, por consiguiente, acompañada de la conversión.
5. Vivir la fe y la conversión como tarea permanente
Poner la vida de cara a Dios, acoger su palabra, dejarse alcanzar por su amor, ofrecer a Dios una respuesta obediente y fiel en el quehacer de cada día son algunas actitudes de una persona creyente y convertida. Pero la experiencia nos dice que estas actitudes, que configuran una vida cristiana, sufren los vaivenes propios de las actitudes humanas. Junto a una opción fundamental, realizada por la persona creyente, subsisten las múltiples opciones parciales, que no siempre son coherentes con la opción fundamental.
¡Cuántos buenos propósitos hemos tenido que rehacer a lo largo de la vida! La coexistencia de unas fuerzas misteriosas y contradictorias en el interior de nuestro ser nos hace experimentar frecuentes contradicciones en nuestra vida. Experiencia que compartimos con el mismo Pablo, cuando afirma: «Veo claro que en mi, es decir, en mis bajos instintos, no anida nada bueno, porque el querer lo excelente lo tengo a mano, pero el realizarlo no; no hago el bien que quiero, el mal que no quiero, eso es lo que ejecuto… así, cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro fatalmente con lo malo en las manos» (Rom 7,18-21).
Descubrimos, con cierto desasosiego interior, que las raíces del pecado siguen estando presentes en nuestro interior, incluso después de habernos convertido. «La fuerza del mal es como una fuerza centrífuga que solicita a la libertad humana para que el creyente se aleje de Dios» (Nuevo Diccionario de Catequética, Paulinas 1999, 970). Precisamente por esto necesitamos la ayuda permanente del Espíritu, que actúa como una fuerza centrípeta, para centrar de nuevo la vida del creyente en Dios. Esta asistencia del Espíritu hace posible que el hombre y la mujer cristianos vivan en una actitud de conversión permanente a lo largo de su vida.
Teniendo en cuenta, además, que esta conversión es, al mismo tiempo, moral y religiosa, habremos de concluir que esta actitud de conversión necesita ir acompañada de un esfuerzo de maduración en la fe. Al principio constatábamos que fe y conversión son dos aspectos de una misma realidad. Consecuentemente, la profundización en uno de los aspectos incluye el avance en el otro.
Vivir en actitud de conversión permanente llevará al cristiano a profundizar en su actitud de fe, procurando: 1) una entrega cada día más generosa al Dios de Jesucristo; 2) vivir esta entrega en comunión con otros creyentes; 3) estar abierto a las continuas llamadas de Dios, que hace llegar su voz a través de las mediaciones humanas y de los acontecimientos; 4) traducir en una vida comprometida con la causa del Reino (justicia, fraternidad, paz y dedicación a los últimos de la tierra) su opción fundamental por el Dios de Jesucristo; 5) ir recreando el hombre y la mujer nuevos, a la medida de Cristo, capaces de humanizar las relaciones sociales, políticas, culturales, de manera que contribuyan a que todo hombre y mujer lleguen a ser lo que están llamados a ser; hijos en el Hijo amado del Padre y hermanos en la nueva familia de Dios.
El crecimiento armónico en la fe y la conversión llevará al hombre y mujer cristianos a ser transparencia fiel de la presencia salvadora de Cristo entre los hombres. «No vivo yo… es Cristo quien vive en mi» (Gal 2,20). Al igual que Jesús en su vida terrena, los cristianos estamos llamados a realizar signos de la acción salvadora de Dios entre los hombres.
6. Acción pastoral
Nos preguntamos ahora ¿qué acción pastoral puede conducir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a este paso fundamental de la fe y de la conversión?
Comenzando por una respuesta genérica, habríamos de decir que toda la acción pastoral de la Iglesia va encaminada a suscitar esta respuesta de la fe en los hombres y mujeres de hoy y de siempre. Pero pormenorizando y concretando más la respuesta, afirmamos que la acción pastoral encaminada a conseguir este objetivo deberá incluir estos tres elementos: 1) un anuncio intensivo y explícito de Jesucristo; 2) un proceso catequético de maduración y 3) una acción pastoral más evangelizadora y menos moralizante.
Un anuncio intensivo y explícito de Jesucristo
Los apóstoles consagraron su vida a esta evangelización por la palabra. En los Hechos de los Apóstoles se recogen las primeras actividades que éstos realizaron inmediatamente después de recibir el Espíritu Santo. San Pablo llega a afirmar que él ha sido enviado no a bautizar sino a anunciar la Buena Noticia (1 Cor 1,17). Y el mismo Pablo se alegra de que Cristo sea anunciado, incluso con intenciones bastardas: «Al fin y al cabo se anuncia a Cristo y yo me alegro» (Fil 1,15-18). Todos los apóstoles se dispersaron por el mundo entonces conocido para anunciar a Jesucristo. Sin esta evangelización intensiva no es posible el acceso a la fe, ya que Dios ordinariamente dirige su llamada a través de mediaciones humanas. San Pablo reconoce: ¿Cómo van a creer en él si no han oido hablar de él? (Rom 10,14).
La Iglesia existe para anunciar el evangelio (EN 14). Y esta acción pastoral constituye el corazón del Año Jubilar del 2000: anunciar que, en Jesucristo, Dios ha cumplido sus promesas de salvar a la humanidad (Rom 5,12). Así afirma Juan Pablo II en la Bula Jubilar (VII): «Para nosotros los creyentes el año jubilar pondrá claramente de relieve la redención realizada por Cristo mediante su muerte y resurrección. Nadie, después de esta muerte, puede ser separado del amor de Dios… La gracia de la misericordia sale al encuentro de todos, para que quienes han sido reconciliados puedan también ser salvos por su vida».
Este anuncio explícito de Jesucristo constituye el corazón de la acción evangelizadora de la comunidad cristiana. La encomienda de Jesús «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio» (Mc 16,15) va dirigida a todos los bautizados. Todos somos misioneros, enviados a testimoniar con obras y palabras que Jesús es el Señor, el Mesías, el Salvador. Somos enviados a realizar este primer anuncio a quienes nunca han sido cristianos, porque no han vivido su vida en referencia al Dios de Jesucristo, aunque tal vez fueron bautizados en su niñez. Es obvio reconocer que es ésta la situación de muchos contemporáneos nuestros en países de tradición cristiana. Urge, pues, incrementar esta primer anuncio, esta acción misionera, en el occidente cristiano. Para ello habrá que provocar una actitud de búsqueda, despertar un interés por la persona de Jesús, ayudar a ponerse en camino a quienes viven de hecho en la indiferencia o el agnosticismo. El cristiano realiza esta primera acción evangelizadora, cuando es capaz de comunicar su propia experiencia de fe.
Comunicar la propia experiencia de fe, éste es el camino. El más directo, el más eficaz por ser el más significativo. ¿Qué significa Jesús para mi? Si la respuesta a esta pregunta me llena de sentido, ilumina el horizonte de mi vida y proporciona una sensación de alegría y esperanza, estaré en condición de transmitir esta vivencia a los demás. Este anuncio resultará interpelador y probablemente también iluminador para el evangelizado. Como decía Pablo VI, esta comunicación de la propia experiencia es el modo mejor de anunciar el evangelio (EN 46). Recogiendo lo anterior, escuchemos a San Pablo recomendar a su discípulo Timoteo: «Te pido encarecidamente: proclama el mensaje, insiste a tiempo y a destiempo» (II Tim 4,2).
Un proceso catequético de maduración
Para llegar a una fe y a una conversión que transformen la vida de una persona creyente es preciso realizar un proceso, en cierto modo similar al que tuvieron los discípulos del Maestro. Según refiere el evangelio, Jesús les llamó; dejaron las redes, o la oficina de recaudación de impuestos, y le siguieron. Utilizando la terminología del apartado anterior, recibieron un primer anuncio, experimentaron un interés primero por Jesús y le siguieron. Pero, a continuación, Jesús les tuvo tres años consigo, realizando un proceso de maduración.
De igual modo, el hombre o mujer que recibe una llamada de Dios, al oir la Buena Noticia de Jesús, puede sentir despertar un interés por la persona de Jesús; en ocasiones puede mostrar una admiración y deseo de seguir sus enseñanzas, e incluso manifestar un cierto cambio de vida o conversión. Pero es de todo punto necesario que realice un proceso de profundización, de discernimiento, de aprendizaje en todos los elementos que constituyen la vida cristiana, la vida propia del seguidor de Jesús. Algo equivalente a lo que es un noviciado, antes de profesar en un instituto religioso, o similar a un noviazgo, que capacita para dar responsablemente el paso al matrimonio.
Algo de esto debe ser un proceso de catequesis, a lo largo del cual la persona va conociendo a Jesús y su mensaje, descubre a la comunidad de sus seguidores, se ejercita en la oración y en la vida cristiana de servicio y amor; va, de este modo, clarificando su respuesta de fe y sus actitudes de conversión. Un proceso de estas características, aun cuando tiene un carácter de iniciación, capacita a quien lo sigue para dar una respuesta de fe al Dios de Jesucristo, con conocimiento de causa y serena responsabilidad. Al mismo tiempo, quien se ejercita de esta manera va incorporando a su vida las actitudes propias del seguidor de Jesucristo, es decir, va avanzando en el camino de situar a Dios en el centro de su vida -conversión-, haciendo del Reino de Dios el valor nuclear de su existencia.
El Directorio general de Catequesis (63) ha situado la catequesis como «momento esencial del proceso de la evangelización». Estamos refiriéndonos, claro está, a la catequesis de adultos, que es la principal referencia de toda catequesis.
La implantación progresiva de este modelo de catequesis renovada en todas las instancias eclesiales posibilitará una acción pastoral conducente a formar adultos creyentes y convencidos.
Una acción pastoral más evangelizadora y menos moralizante
En el apartado V se ha explicado que vivir desde la fe y en actitud de conversión son tarea permanente de toda persona cristiana. La actitud de conversión permanente es propia de cada creyente y de toda la comunidad (Eclesia semper reformanda: la Iglesia debe estar en permanente reforma). Cada cristiano, incluso después de haber pasado por un proceso de maduración, se debate entre la fidelidad y la infidelidad al Señor Jesús, entre el SI y el NO. Sólo Jesús dio un SI completo al Padre (2 Cor 1,18-20). El cristiano, en cierto modo, está siempre volviendo a empezar. G Marcel lo decía con estas hermosas palabras: «Creemos y no creemos, somos y no somos; y es así, porque estamos en marcha hacia una meta que, al mismo tiempo, vemos y no vemos».
No muy distinta es la experiencia de quienes han hecho una opción radical en su vida, por ejemplo un presbítero o una religiosa. Pero también es parecida la situación de estabilidad precaria de quien ha optado por el matrimonio.
Por esta razón necesitamos todos que la acción pastoral de la Iglesia nos ayude a permanecer firmes en la fe y en el nuevo estilo de vida que hemos abrazado, al comprometernos a seguir a Jesús. Cuando queremos referirnos a esta forma de actuar pastoralmente, solemos decir que habrá de utilizarse más el indicativo que el imperativo. Sería bueno que se usara más el estilo pastoral que nos recuerde lo que somos -y lo que estamos llamados a ser- más que imponer autoritativamente lo que hemos de hacer. Dicho de otro modo, es más positivo y estimulante apelar al evangelio que a la moral.
La Buena Noticia, presentada como una llamada e invitación de Dios, genera más adhesión en los oyentes que la excesiva referencia a las obligaciones y deberes que debemos cumplir. Presentar el amor a Dios y a los hermanos, como centro de una vida auténtica de fe, concita más voluntades que el simple recordatorio de todas las renuncias a que se ve abocado el seguidor de Jesucristo. Esto no quiere decir que podamos olvidar las exigencias de nuestra condición de creyentes para la vida de cada día; pero estas exigencias son consecuencias del amor, vivido con autenticidad.
A ninguna persona, que acaba de descubrir el amor, se le pasa por la imaginación pensar en las renuncias a que se obliga; antes bien, ha descubierto la razón de su vivir; al experimentar el entusiasmo de lo nuevo, se deja llevar por sus sentimientos con ilusión y alegría. El mismo caso se da en las personas que se han propuesto alcanzar una meta importante en los estudios o en la profesión. Dan por bien empleados los sacrificios que se imponen para llegar al final. Desde una actitud positiva y estimulante, la visión anticipada de la meta a conseguir desencadena una serie de energías capaces de sortear las dificultades.
Una acción pastoral, que ayude a descubrir el rostro de Cristo en su perfil más atrayente, que propicie un encuentro con él y que ayude a captar la invitación del Maestro «Ven y sígueme», contribuye a asegurar la respuesta del creyente, una respuesta fiel y comprometida.
«La fe y la conversión brotan del corazón, es decir, de lo más profundo de la persona humana, afectándola por entero. Al encontrar a Jesucristo, y al adherirse a él, el ser humano ve colmadas sus aspiraciones más hondas: encuentra lo que siempre buscó y además de manera sobreabundante. La fe responde a esa «espera», a menudo no consciente y siempre limitada, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre mismo y sobre el destino que le espera. Es como un agua pura que reaviva el camino del ser humano, peregrino en busca de su hogar» (Directorio general para la Catequesis, 55).
BIBL. – FRANCO ARDUSSO, Aprender a creer, Sal Terrae, Santander, 2000; J. MARTíN VELASCO, El encuentro con Dios, Cristiandad, Madrid, 1976; J. MouROUX, Creo en Ti. Estructura personal de la fe, Juan Fiors, Barcelona, 1964; OBISPOS DE EUSKALHERRIA (País Vasco), Creer hoy en el Dios de Jesucristo, Carta Pastoral de Cuaresma-Pascua, 1986.
José Manuel Antón Sastre
Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001
Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización
SUMARIO: I. Clarificación de conceptos: 1. Fe; 2. Conversión; 3. Dos aspectos de una misma realidad. II. Modelos de fe en el Nuevo Testamento. III. Análisis psicológico-religioso del acto personal de fe: 1. La fe como llamada de Dios; 2. La fe como respuesta a Dios; 3. La fe como nuevo centro de la vida; 4. Gratuidad de la fe. IV. Fe inicial y primera conversión: 1. «Fides ex auditu»; 2. La fe inicial; 3. De la fe inicial a la conversión inicial. V. Fe adulta y conversión permanente: 1. La fe, don destinado a crecer; 2. La catequesis, ministerio de la Palabra; 3. Descripción de la fe adulta; 4. La fe como tarea continua; 5. La conversión permanente; 6. Fe y conversión en clave de amor.
I. Clarificación de conceptos
1. FE. a) En el lenguaje del Antiguo Testamento, no encontramos propiamente una definición de la fe. Los términos griegos pistis y pisteuin, que traducimos por fe, corresponden a una gran variedad de conceptos hebraicos. En el Antiguo Testamento descubrimos los contenidos que pretenden reflejar dichos conceptos y que, más tarde, en la traducción griega de los LXX, fueron denominados con el término fe.
Estos contenidos de las expresiones hebraicas nos permiten descubrir que la fe comporta: 1) asentar la vida sobre algo firme, seguro, cierto; 2) estar seguro de que no hay otra realidad que ofrezca estas características más que Dios; 3) decir AMEN (traducción del aman hebreo) a Dios, es decir creer en Dios, fundar la existencia en Dios: «Si no os afirmáis en mí, no podréis subsistir» (Is 7,9), y 4) realizar una entrega confiada al Dios siempre fiel, que reclama al hombre entero. En Génesis 15,6 se nos ofrece el ejemplo prototípico de la fe de Abrahán.
b) Los evangelios ponen de manifiesto que la respuesta de fe del hombre a Dios es fruto de la acción de Dios (cf Jn 6,44-45), es gracia o don de Dios. Los evangelios reclaman esta fe en Dios y en su enviado Jesucristo: «Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1). En ellos se subraya: 1) que la fe es la actitud de acogida que los pobres ofrecen al anuncio de la salvación -así lo reconoce María en el Magníficat (Lc 1,46-55)-; 2) que la fe es la condición para que Jesús realice su acción salvadora: «tu fe te ha curado» (Lc 8,48), y 3) que la fe es la acogida de Jesús como Mesías, enviado por el Padre (Jn 20,31).
c) San Pablo, profundizando en su experiencia religiosa, nos describe la fe como: 1) un volverse al Dios vivo y verdadero (1Tes 1,8ss); 2) la actitud que hace posible recibir la salvación de Dios -Dios no salva por las obras de la ley sino por la fe (Rom 3,28)-, y 3) una nueva disposición interior, que se traduce en un estilo de vida regida por la ley del Espíritu, que nos hace hijos de Dios (Gál 4,6-7).
El Nuevo Testamento, pues, recogiendo el contenido del Antiguo, concreta esta actitud de fe en una afirmación de Jesucristo: creer en Jesucristo y en el Dios de Jesucristo. El es el testigo fiel (Ap 3,14), que ha dicho siempre Amén a Dios. Creer en Dios y creer en su enviado Jesucristo es el objeto fundamental de la fe. Para el cristiano, la verdad y las palabras de Jesús son la verdad y las palabras de Dios mismo (cf DV 4).
Vista como actitud, desde el ser humano, la fe es una opción fundamental y un proyecto total del hombre que, al asentar su vida en el Dios revelado en Jesucristo, se descubre a sí mismo, a los otros y al mundo como realidades que tienen, desde ese momento, un sentido más pleno.
2. CONVERSIí“N. a) Convertirse significa volverse. Conversión, en sentido religioso, es sinónimo de vuelta a Dios. En la forma de comprensión más habitual, se suele entender la conversión como conversión moral. Se trataría, en ese caso, de una actitud de arrepentimiento por los pecados cometidos, que han alejado de Dios al hombre o la mujer.
Jesús envía a sus discípulos a predicar la conversión (Mc 6,12). Incluso después de la resurrección, el Resucitado renueva este envío (Le 24,47). A quien se arrepiente y pone su vida en camino de vuelta hacia Dios, le ofrece su perdón (He 2,38; 3,19; 5,31). El signo que celebra este encuentro salvador es, en unos casos, el bautismo, con el don del Espíritu (He 2,38); en otros casos, es el signo de la reconciliación: «A quienes perdonéis los pecados…» (Jn 20,23). Esta es la conversión moral.
b) Pero hay otro modo de comprender el significado de la conversión, que hace referencia principalmente al caso de los paganos y, por extensión, al caso de aquellos bautizados que nunca han vivido una relación personal con Dios y que incluso desconocen prácticamente la dimensión teológica del pecado. Se trata de personas que fueron bautizadas de niños, que han vivido un largo trecho de su vida sin ninguna referencia a Dios y que, por consiguiente, no son capaces de comprender que sus comportamientos éticamente incorrectos tienen una repercusión en Dios; desconocen, por tanto, el sentido teológico del pecado.
Estas personas pueden experimentar en un momento dado, o al final de un proceso de búsqueda, una especial iluminación de Dios, que les llama ala conversión. En este supuesto hablaríamos, sí, de una conversión total, pero más propiamente entenderíamos esta conversión como una adhesión a Jesucristo y al Dios de Jesucristo (DGC 56b). Es la conversión de carácter religioso.
Esta es la conversión que va incluida en el acto de fe y a la cual nos referimos explícitamente en este artículo. No es un volverse a Dios de quien se alejó por el pecado, sino una respuesta a la llamada de Dios que el no creyente -o el creyente débil- expresa en un acto de fe que pone a la persona frente al Dios vivo (He 14,15) y que propicia un cambio de mentalidad, un nuevo estilo de vida ante Dios y ante los hombres.
3. Dos ASPECTOS DE UNA MISMA REALIDAD. Podemos hablar de fe y conversión como de un binomio correlativo; con estos términos expresamos una misma realidad, vista desde dos perspectivas diferentes. Al no tratarse más que de una realidad, habrá que considerar primeramente que la fe y la conversión son dos caras de una misma moneda; y, en segundo lugar, que no es legítimo separar una perspectiva de la otra, porque empobrecería nuestra visión de la realidad.
¿De qué realidad hablamos? Del encuentro personal de Dios con el hombre y del hombre con Dios. En este encuentro, el ser humano se afirma a sí mismo, entregándose libremente a Dios y, a partir de ese momento, sitúa a Dios como centro de su vida. El acto de entrega constituye lo que llamamos la fe; y el descentramiento de sí mismo y el centramiento en Dios constituye lo que llamamos la conversión. Ambas dimensiones del acto de fe son, en sí mismas, aspectos de una única realidad.
Descubriremos, primero, lo acontecido en unas personas cuyo testimonio ha llegado hasta nosotros: cómo se ha producido en ellas el encuentro con Dios. En un segundo momento analizaremos el acto de fe personal, en cuanto acto de entrega de una persona a Dios. Nos fijaremos, en tercer lugar, en el proceso que conduce a lo que llamaremos la fe inicial y la primera conversión. En último término, desarrollaremos qué entendemos por «fe adulta» y por actitud permanente de conversión.
II. Modelos de fe en el Nuevo Testamento
Presentamos algunos personajes del Nuevo Testamento como paradigmas y modelos de referencia, que ayuden a comprender mejor el contenido de la fe-conversión.
a) La samaritana (Jn 4,1-42). Esta mujer tuvo la fortuna de encontrarse con Jesús, que había ido a su encuentro. En el decurso del diálogo entre Jesús y la samaritana, Jesús se manifiesta como profeta y como Mesías. La mujer acoge esta autorrevelación de Jesucristo. En esta acogida se produce el acto de fe y la primera conversión de la mujer.
b) Pablo de Tarso (He 9,1-19). En este texto, junto a He 22,6-16 y 26,12-16, san Lucas nos transmite la conversión de Pablo. Pablo siente un profundo odio a los cristianos, hasta el punto de ir a Damasco en su persecución. Sin embargo, Dios le sale al encuentro, toma la iniciativa. Una luz repentina deja ciego a Pablo. Se oyela voz del propio Jesús vivo: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues» (22,8). «¿Qué tengo que hacer, Señor?» (22,10). El encuentro con Jesús transforma a Pablo. Este acoge en la fe la manifestación de Dios e inicia su conversión.
c) Grupos de primeros cristianos (He 2,29-41). En el caso de los primeros cristianos, su acceso a la fe y su vuelta a Dios es respuesta al anuncio explícito de la buena noticia, realizada por los apóstoles. No se trata de un signo extraordinario, por su carácter inhabitual, como fue la luz cegadora que envolvió a Pablo. Se trata del camino ordinario que Dios utiliza para comunicarse al ser humano. Dios nos habla utilizando habitualmente mediaciones humanas (Heb 1,1-2). Afirma el Directorio general para la catequesis: «La evangelización, al anunciar al mundo la buena nueva de la Revelación, invita a hombres y mujeres a la conversión y a la fe. La llamada de Jesús, convertíos y creed el evangelio (Mc 1,15), sigue resonando, hoy, mediante la evangelización de la Iglesia» (DGC 53). En este caso los profetas -los que hablan en nombre de Dios-son los apóstoles, que atestiguan la resurrección de Jesús y llaman a sus oyentes a volverse al Dios de Jesucristo. Presentan a Jesús como el Señor y Mesías, el único salvador que trae el perdón de Dios. Cuando los oyentes acogen la Palabra, reciben el Espíritu Santo, que transforma y convierte el corazón de los nuevos creyentes.
El camino habitual que conduce a la fe y a la conversión pasa por un anuncio expreso de Jesús, el Señor. Los hombres y mujeres acogen esta comunicación de Dios, y en su interior experimentan un cambio o transformación. Fe y conversión aparecen como dos aspectos de una misma realidad.
III. Análisis psicológico-religioso del acto personal de fe
1. LA FE COMO LLAMADA DE DIOS. Cuando hablamos de la conversión estamos hablando del paso de la incredulidad a la fe. Este paso sólo puede producirse porque hay una llamada de Dios: «Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae» (Jn 6,44). Una llamada que, directamente o a través de mediaciones, se dirige a lo más hondo del espíritu del ser humano. Es una iluminación, una inspiración, una solicitación del Amor: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir» (Jer 20,7). Esta llamada adquiere matices diferentes en cada persona. No puede ser de otro modo, pues se trata de la llamada a un encuentro interpersonal y no hay dos personas iguales.
2. LA FE COMO RESPUESTA A DIOS. La respuesta del ser humano a esta llamada de Dios es lo que constituye la fe. Esta respuesta a Dios no tiene lugar, generalmente, de forma inmediata, sino que se van dando pasos progresivos: nace, al principio, una simpatía por la’figura de Jesús; surge una inquietud o interés por Cristo y su evangelio. El sí a Jesucristo es entrega a su persona y aceptación de la verdad que se nos revela en su persona (DGC 54). Al mismo tiempo se van dando pasos progresivos en la conversión. La precatequesis viene a clarificar y madurar esta simpatía primera por Cristo, hasta llegar a la fe y conversión iniciales (cf DGC 62).
En este acto de fe se produce el encuentro con Dios; Dios llama, el hombre o la mujer acoge esta llamada y responde a ella con todo su ser. En esta respuesta el ser humano experimenta un profundo cambio, al que llamamos conversión. En efecto, una persona que hasta entonces había vivido girando en torno a su propio yo, a partir de ese momento experimenta que su vida comienza a girar en torno a otro centro, que es Dios. La persona puede tener el sentimiento, mezcla de dolor y de gozo, de que se pierde y al mismo tiempo se salva (J. Mouroux). Esta experiencia de descentramiento llega a traducirla san Pablo en aquella famosa expresión «No vivo yo…, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Es acogerse a los brazos de Dios, es descansar en su regazo, es sentirse sostenido por su amor, es, en definitiva, experimentar lo que expresa el Salmo 63: «Tu amor vale más que la vida».
J. Martín Velasco explica así esta experiencia: «Hacer de la fe la sustancia de lo que se vive comporta una radical conversión, que desaloja del hombre un corazón vuelto sobre sí mismo y que tiende a convertirse en centro y medida de todo, para poner en su lugar el espíritu de Dios que lleva a ese corazón a realizarse no en el dominio y la posesión, sino en la autodonación y en la entrega. Una conversión así transforma la vida toda del creyente en manifestación de ese corazón nuevo, de ese nuevo espíritu y hace de esa vida su permanente irradiación hacia el mundo»1.
3. LA FE COMO NUEVO CENTRO DE LA VIDA. En esta línea aparece con claridad que el acto de fe-conversión sólo puede ser comprendido adecuadamente desde la clave del amor. Cuando se produce el enamoramiento, tanto si es algo instantáneo, a lo que llamamos flechazo, como si es fruto de un proceso más o menos largo, la persona experimenta que alguien viene a sacarla de sí misma. Y se pregunta: «¿Qué he podido hacer yo para que este otro/otra se haya fijado en mí, me haya preferido a mí?». Y la respuesta es siempre la misma: «Nada; absolutamente nada». ¿Entonces? La conclusión es evidente: «No me lo merezco».
Aparece en toda su dimensión la gratuidad del amor. Por inmerecida, la entrega de otra persona deja desconcertada a la persona preferida. Le hace salir de sus casillas; la descentra de sí misma. Ya no vive más que para gozar. Y el gozo consiste precisamente en volcarse sin medida sobre la persona que la ha trastornado.
4. GRATUIDAD DE LA FE. La experiencia religiosa del encuentro con Dios conlleva unas características semejantes. Podríamos rastrearlas en las experiencias de muchos convertidos de ayer y de hoy, y en las páginas inigualables de los grandes místicos, desde el bíblico Cantar de los cantares hasta las poesías sublimes de santa Teresa o de san Juan de la Cruz.
Sin embargo, conviene dejar claro que hablar de experiencia religiosa no supone, normalmente, algo así como tocar con los dedos a Dios. Por regla general, el encuentro con Dios no se traduce en un contacto vívido, en una presencia luminosa, en unaemoción o impresión directas. Como tampoco la experiencia humana del enamoramiento tiene, siempre y en todos los casos, estas características. Dios puede tocar a la persona, autorrevelarse y llamarla también desde la penumbra. Tal vez fuera mejor decir: desde el misterio. Dios se asoma, se deja ver, se manifiesta, pero el ser humano nunca puede captar el misterio en toda su hondura y trascendencia.
La manifestación más clara de Dios se nos ha dado en Jesucristo. Pero, a pesar de la claridad de esta manifestación, «el Verbo vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11).
«Dios, después de haberse revelado a través de la palabra de distintos mensajeros, revela a la Palabra misma encarnada en Jesús… En Jesús el misterio no se hace presente en persona, en el sentido de que en el hombre Jesús se visualice, se objetivice o mundanice el misterio, haciéndose accesible a la mirada o al conocimiento natural, directo, del hombre. El misterio sólo puede revelarse como misterio, es decir, como lo absolutamente oculto… Pero sin perder su condición de misterio, Dios se revela definitivamente, plenamente, en Jesús»2.
IV. Fe inicial y primera conversión
1. «FIDES EX AUDITU». Es este un aforismo que ha adquirido carta de naturaleza desde los tiempos apostólicos (cf Rom 10,13-14.17). Los que han «comido y bebido con el Resucitado» (He 10,41) proclaman explícitamente a Jesús como el Señor, el Mesías, el Salvador. Los primeros testigos del Resucitado hablan en estos términos: «Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (He 4,20). «Eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (lJn 1,3). Y san Pablo argumenta: «Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Ahora bien, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no creen? ¿Cómo van a creer en él si no han oído hablar de él?» (Rom 10,13-14).
Desde el principio se entendió adecuadamente la encomienda del Señor: «Id por todo el mundo y predicad la buena noticia a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16).
El camino habitual que permite al hombre o mujer encontrarse con Dios pasa por un previo anuncio, realizado por aquellos que son enviados. Como dice san Pablo: «Bienvenidos los que traen buenas noticias» (Rom 10,15). Este anuncio explícito de Jesús como el Cristo, esta proclamación de la buena noticia, es lo que se denomina anuncio misionero o evangelización misionera, que trata de «suscitar la fe con la ayuda de la gracia, abrir el corazón, convertir, preparar una adhesión global a Jesucristo» (CC 49).
Destinatarios de esta evangelización misionera son tanto los paganos, en sentido estricto, es decir, los que nunca tuvieron fe en Jesucristo, como aquellos bautizados que nunca dieron una adhesión personal a Jesucristo y a su mensaje (EN 56). Estos están necesitados de la fe inicial y de la conversión inicial. En el DGC se emplean estos términos progresivos: 1) primer anuncio para despertar la simpatía, el interés hacia Cristo; 2) catequesis kerigmática, precatequesis, catequesis de carácter misionero, para llevar esa simpatía hasta la fe y conversión iniciales; 3) catequesis de inspiración catecumenal para lograr la primera madurez en la fe y conversión, y 4) la celebración de los sacramentos de la iniciación, o renovación de los mismos para entrar en la comunidad cristiana o arraigarse en la misma con una formación permanente abierta al mundo (cf DGC 61-62; 63-68; 69-72; 88-90).
2. LA FE INICIAL. Según el decreto Ad gentes (13-15), la fe inicial reviste los siguientes rasgos3:
a) Aceptación del Dios vivo. La aceptación del Dios vivo, que quiere comunicarse a sí mismo a los hombres. Quien se abre a la fe inicial desea comenzar por vez primera, o recuperar, su relación con Dios. Intuye con una primera lucidez que el Dios anunciado por Jesucristo es alguien significativo y vital para su realización personal.
b) Primera adhesión libre a Cristo. Quien llega a la fe inicial comienza a descubrir, a través de la Palabra y el Espíritu, que la relación con el Dios vivo pasa a través de Jesucristo, de modo que «no hay salvación fuera de él» (He 4,12). Y da una primera adhesión libre a Jesucristo, como salvador, aunque no tenga un conocimiento completo de su persona.
c) El seguimiento de Cristo. A esta primera adhesión a Jesucristo acompaña el deseo de seguirle, de vivir como vivió él; es decir, la persona está en disposición de convertirse, de reorientar el estilo de su vida en torno a él.
d) Incorporación al grupo de los seguidores de Cristo. Quien se abre a la fe inicial está en disposición de incorporarse al grupo, a la comunidad de los seguidores de Jesús, de quienes normalmente habrá recibido ayuda para descubrir a Dios y a su enviado Jesucristo. Intuye, por tanto, que ese es el lugar donde puede hacer más explícita su fe, madurarla, celebrarla y vivirla.
3. DE LA FE INICIAL A LA CONVERSIí“N INICIAL. La persona situada en este umbral de la fe, se siente llamada misteriosamente por ese Alguien mayor que ella, que le urge a dar una respuesta. Cuando esta es afirmativa, se produce, como explicábamos anteriormente, un cierto desquiciamiento en el creyente. Dios, en efecto, saca al hombre o mujer de su quicio, para ocupar él mismo el centro de su vida. Dios no viene a poseer a la persona, sino a proyectarla hacia una comprensión de sí misma, que le confiere la máxima dignidad y el más pleno sentido. Escuchar a Dios: «Tú eres mi hijo», y decir a Dios: «Tú eres mi Padre», es la experiencia más llena de sentido y significatividad para la vida del ser humano.
Es en este diálogo donde el ser humano elige libremente que Dios ocupe el centro de su vida, que los deseos de Dios sean los deseos de su voluntad humana, que el amor de Dios sea el fundamento de su amor humano; se inicia el seguimiento de Jesús. La acción de la gracia -decimos los creyentes- hace posible esta vuelta a Dios, esta primera conversión. Como puede comprenderse, esta transformación interior tiene al comienzo unas características de iniciación. La posterior maduración enla experiencia configura los rasgos que aquí se han descrito.
V. Fe adulta y conversión permanente
1. LA FE, DON DESTINADO A CRECER. La fe es un don destinado a crecer en el corazón de los creyentes; la adhesión a Jesucristo, en efecto, da origen a un proceso de conversión permanente que dura toda la vida. Quien accede a la fe es como un niño recién nacido que, poco a poco, crecerá y se convertirá en un ser adulto, que tiende al «estado de hombre perfecto (Ef 4,13), a la madurez de la plenitud de Cristo» (DGC 56).
«Glorificad en vuestros corazones a Cristo, el Señor, dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (lPe 3,15). El apóstol se dirige a unas comunidades cristianas, formadas, según parece, por paganos convertidos al cristianismo, y las exhorta a perseverar en la fe y en la conducta cristiana. Es presumible que estos paganos convertidos hayan pasado un tiempo de maduración en su fe, de aprendizaje en su vida cristiana, para haber llegado a ser capaces de «dar razón de su esperanza».
Que unas personas adultas, en cuanto a su edad, lleguen a ser cristianos adultos, es decir, adultos en su fe, requiere un tiempo de profundización, que les capacite para vivir responsablemente su vida como creyentes y para dar testimonio de esa misma fe a quienes se lo pidan. «La catequesis es una etapa de la evangelización, que trata de conducir hasta la adultez en la fe a quienes han optado por el evangelio o se encuentran deficientemente iniciados en la vida cristiana» (CAd 45).
2. LA CATEQUESIS, MINISTERIO DE LA PALABRA. La catequesis es esa forma peculiar del ministerio de la Palabra que hace madurar la conversión inicial del cristiano hasta hacer de ella una viva, explícita y operante confesión de fe (CC 96).
a) La confesión de fe requiere un conocimiento del Dios de Jesucristo. Sin ese conocimiento no podríamos hablar de una fe adulta. Dicho conocimiento tiene por objeto las verdades contenidas en los símbolos de la fe, el credo (cf DGC 54). Pero no conviene olvidar que un auténtico conocimiento conlleva una entrega plena e incondicional al único Dios. Reconocer a Dios como Padre y a Jesucristo como el Señor, es obra del Espíritu que actúa en nosotros.
b) Implica necesariamente también el desenmascaramiento de los ídolos que quieren ocupar en nuestra vida el lugar de Dios, la renuncia a cuanto nos esclaviza e impide vivir la libertad auténtica de los hijos de Dios (cf Gál 5,1). El único camino que lleva al conocimiento de Dios y a su entrega a él es Jesús, el Cristo. Por ello, una fe adulta tiene como centro a Jesucristo: él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,22). Jesucristo es la plenitud de la Revelación (DV 4); es el centro de la historia de la salvación; con él ha llegado la plenitud de los tiempos; él es el único salvador (He 4,12) (cf DGC 53).
c) Al confesar la fe, nos sentimos miembros del pueblo de Dios como tal, que es la Iglesia. Pablo VI llamó al símbolo de la fe «el Credo del pueblo de Dios». Vinculado a la fe de la Iglesia, el creyente confiesa su fe. Esta vinculación a la Iglesia es mucho más que una mera adscripción jurídica. En la Iglesia, el creyente descubre la comunidad de los hijos de Dios, dispersos por el pecado, congregados por Jesús, el salvador, y enviados al mundo a anunciar el evangelio (LG 4). «Reúne en torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo» (Plegaria eucarística III).
Descubrir, por tanto, el misterio de la Iglesia, misterio de comunión con Dios por medio de Jesucristo y en el Espíritu (sínodo 1985, relación final II, C 1) es elemento imprescindible de una fe adulta. Como lo es, asimismo, llegar a la convicción de que la Iglesia existe para anunciar el evangelio (EN 14) y construir el reino de Dios. Esta realidad de la Iglesia como comunión, es fundamental en los documentos del Vaticano II, como lo subraya el sínodo de 1985 (II, C 1).
3. DESCRIPCIí“N DE LA FE ADULTA. Por lo dicho hasta ahora, podríamos describir la fe adulta como: 1) una fe que permite al creyente conocer con lucidez en quién cree y por qué cree; 2) que conduce al creyente a pasar de un asentimiento genérico y difuso a una entrega personal y responsable a Jesucristo; 3) una fe profundamente enraizada en la comunidad de los creyentes, que vincula al cristiano vitalmente con la Iglesia; 4) que acoge el mensaje cristiano en su integridad, pero que excluye la reducción de su horizonte a la mera repetición de unas fórmulas, de unos mandamientos o prohibiciones, y se abre permanentemente a la llamada de Dios; 5) que es capaz de superar la separación, tan frecuente, entre lo que uno cree y lo que uno vive -separación entre la fe y la vida-, lo cual conduce al cristiano a una vida descomprometida e infantilizada: «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43); 6) una fe que enraíza al creyente en Cristo, como dice san Pablo: «hasta que todos lleguemos… a constituir el estado del hombre perfecto a la medida de la edad de la plenitud de Cristo…; practicando sinceramente el amor, crezcamos en todos los sentidos hacia aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,12-15).
4. LA FE COMO TAREA CONTINUA. Llegar a la medida de Cristo es obra del Espíritu y consecuencia de un ejercicio permanente. «La fe de un cristiano adulto debe ser una fe confesante»4. Los rasgos de esta fe son los siguientes: 1) Una fe que sea eje y centro de la vida: no un valor, junto a otros, sino el valor supremo, «lo único necesario», según la expresión del evangelio. 2) Una fe experienciada y vivida: no un simple asentimiento a las verdades que Dios revela y que la Iglesia enseña, ni un mero cumplimiento de prácticas cultuales y morales, sino una experiencia personal de encuentro con Jesucristo, en algún modo similar a la experiencia personal de los discípulos de Jesús. 3) Una fe expresada y anunciada: que se vive en el interior del corazón y se confiesa con†¢los labios (Rom 10,9), a la que se presta el gesto y la voz, que se encarna en el espacio y el tiempo, que supera el ámbito de lo privado y se proclama como buena noticia («Id por todo el mundo…» [Mc 16,15]); que compromete la vida en la defensa de la justicia, de los hombres, a quienes reconoce como hijos de Dios. 4) Una fe en diálogo permanente con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, capaz de comunicar a estos el testimonio inculturado del amor inmenso de Dios, manifestado en Jesucristo. 5) Una fe coherente, que se atreve a testimoniar lo que uno ha visto y experimentado, lo cual es una prueba de credibilidad que verifica la verdad de lo que atestigua: la propia vida del testigo. 6) Una fe que desarrolla su poder humanizador. «La gloria de Dios es que el hombre viva», afirmaba san Ireneo. Hoy es preciso mostrar que la fe en Jesucristo lleva a los creyentes a vivir más humanamente, a humanizar las relaciones sociales, a combatir las estructuras injustas y deshumanizantes, a promover formas de cultura más dignas del ser humano.
Vivir esta fe adulta conduce a la recreación del hombre nuevo, de la mujer nueva, a quien el espíritu de Dios va transformando interiormente en unos seguidores fieles de Jesucristo.
5. LA CONVERSIí“N PERMANENTE. Llegar a esta adultez de fe es tarea de toda la vida. Y si fe y conversión son dos caras de una misma moneda, esto nos permite afirmar que también la actitud de conversión habrá de cultivarse a lo largo de toda la vida. A esta maduración progresiva la llamamos conversión permanente. La conversión permanente incluye unas actitudes como: el interés por el evangelio, la conversión moral, la profesión de fe y el camino hacia la perfección (DGC 56-57).
Esta experiencia de transformación interior no se produce de una vez para siempre. La presencia del pecado en la vida humana ejerce una influencia sobre el convertido, para alejarlo de Dios. La fuerza del mal es como una fuerza centrífuga que solicita a la libertad humana para que el creyente se aleje de Dios. Esta realidad no desaparece cuando se produce en él la primera conversión. Así lo experimentaba san Pablo, una vez convertido: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero: eso es lo que hago» (Rom 7,18-24). La conversión, por el contrario, nace de una decisión libre por la que el creyente se entrega a Dios, y es como una fuerza centrípeta que ejerce el Espíritu sobre la voluntad humana. Una fuerza que lleva al creyente a centrar su vida en Dios.
Por eso, la actitud de conversión se hace necesaria durante toda la vida. Más aún, la maduración de la fe incluye, como un elemento imprescindible, la actitud de conversión permanente. Así aparece en la Sagrada Escritura:
a) Los profetas. A través de los profetas, Dios llama al pueblo a la conversión, a dejar los ídolos y a volverse al Dios de los padres, al único Dios.
b) Juan Bautista recoge el mensaje profético, llamando a la conversión: «Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2). Entrar a gozar de los bienes del Reino exige un cambio interior. Como signo de esta conversión, Juan Bautista ofrece un bautismo de agua, que prepara para el bautismo de fuego y de Espíritu Santo que ofrecerá el Salvador (Mt 3,11).
c) Jesús hace presente el Reino en medio de los hombres. Se lo ofrece a todo el que crea; es una oferta de vida y salvación. El no lo impone, no fuerza a nadie; sólo invita a sus oyentes a aceptar el don de Dios. Sólo les pide un signo de conversión: él ha venido a llamar «a los pecadores para que se conviertan» (Lc 5,32). Para Jesús lo que cuenta es la conversión del corazón y la actitud de búsqueda del reino de Dios y su justicia (Mt 6,33).
6. FE Y CONVERSIí“N EN CLAVE DE AMOR. Al final, la fe y la conversión sólo son comprensibles desde la clave del amor. Por parte de Dios nos quedamos con la confesión de san Juan: «Tanto amó Dios al mundo…» (In 3,16). Por parte del hombre, repetimos con san Pablo: «No vivo yo…, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). No podemos dudar del amor siempre fiel de Dios a los hombres: «El permanece siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2Tim 2,13). Del amor de la humanidad a Dios sí podemos dudar; y no sólo dudar, sino certificar las repetidas infidelidades que van engrosando la historia del mal en el mundo. Por esta razón afirmamos que la respuesta de los hombres y mujeres a Dios es siempre un continuo volver a la práctica de las actitudes de Cristo, de forma creciente, contando, por supuesto, con el pecado; la fe y la conversión son tarea de toda la vida de cada uno, y tarea de toda la historia humana que, a pesar de todos los pesares, Dios está empeñado en que sea una historia de salvación.
NOTAS: 1. J. MARTíN VELASCO, Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Sal Terrae, Santander 1988, 132. – 2. ID, El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Cristiandad, Madrid 1976, 56-57. – 3. Cf GARITANO F., Catequesis misionera con los alejados de la fe, Actualidad catequética 141 (1989) 63-95. – 4. J. MARTíN VELASCO, Increencia… o.c., 131-142.
BIBL.: ALFARO J.-RAHNER K.-FRIES H.-DARLAP A., Fe, en RAHNER K. (ed.), Sacramentum Mundi III, Herder, Barcelona 19762, 96-147; BARREAD J. J., La fe de un pagano, Studium, Madrid 1969; El reconocimiento o ¿qué es la fe?, Studium, Madrid 1970; BRIEN A., ¿Qué es creer?, Narcea, Madrid 1974; FEINER J.-LOHRER M., Mysterium salutis, Cristiandad, Madrid 1992, 109-125 y 183-201; GARITANO F., Catequesis misionera con los alejados de la fe, Actualidad catequética 141 (1989) 63-71; GOFFI T., Conversión, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 356-362; MARTíN VELASCO J., El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Cristiandad, Madrid 1976; Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Sal Terrae, Santander 1988; MoUROUx J., Creo en ti. Estructura personal de la fe, Juan Flors, Barcelona 1964; Del bautismo al acto de fe, Studium, Madrid 1966; OBISPOS DE EUSKAL-HERRIA (País Vasco), Creer hoy en el Dios de Jesucristo, Carta pastoral de Cuaresma-Pascua 1986, Secretariado Trinitario, Salamanca 1986; RAHNER K., Conversión, en Sacramentum Mundi 1, Herder, Barcelona 1972, 976-985; SHULTER R., La conversión (metanoia), inicio y,forma de la vida cristiana; SEBASTIíN AGUILAR F., Antropología y teología de la fe cristiana, Sígueme, Salamanca 1973.
Equipo de catequetas de Euskal-Herria
M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999
Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética