El llanto constituye una manifestación normal de duelo, que aparece con frecuencia en la literatura bíblica. Así se dice, por ejemplo, que lloró José de emoción (Gn 43,30; 45,2) y los israelitas de duelo (Dt 34,8; 1 Sm 25,1). Para los cristianos, el llanto bíblico más importante es el de Jesús, que llora por su amigo Lázaro (Jn 11,35) y, sobre todo, por Jerusalén: «Al acercarse y ver la ciudad dijo llorando: ¡Si al menos tú supieras en este día lo que lleva hacia la paz! Pero no, quieres que se oculte ante tus ojos. Pues bien, vendrán días en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco y te arrasarán, a ti y a tus hijos, no dejando piedra sobre piedra, porque no reconociste el tiempo en que Dios te visitaba» (Lc 19,42-44). Este es el llanto mesiánico de Jesús que declara su impotencia, pues no puede cambiar por la fuerza la actitud y la suerte exterior de la ciudad (Jerusalén). Humildemente ha entrado, sobre un asno, no a caballo o con carros de combate; abiertamente ha entrado, ofreciendo su proyecto a los que estaban expulsados y excluidos de todos los lugares; no ha traído soldados, sino amigos que le cantan y cantan al Dios de fraternidad y al Reino prometido. Pues bien, conforme al Evangelio, la ciudad no ha querido recibirle: es contraria a su mesianismo y propone su muerte, sin saber que al hacerlo se está condenando a sí misma. Jesús responde llorando, no por sí mismo, sino por la ciudad que, al rechazar su paz, termina entregándose en las manos de los profesionales de la muerte, los portadores de la desnuda violencia interhumana.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra